Apuntes para una teoría del perseguidor de vidas

UNO. Atención, cuidado, abran paso, no acercarse demasiado a este hombre y, mucho menos, dejarlo entrar en casa.

Aquí llega, caminando a campo traviesa o adentrándose en los bosques de Vermont como una cruza de indefensa Caperucita y feroz lobo de sí mismo —sin saber si persiguiendo algo o escapando de todos— un tal William B. Dubin, prestigioso biógrafo en problemas.

A saber:

La vida del escritor D. H. Lawrence —luego de haber publicado una de H. D. Thoreau, y el aliento de ambos se percibe en el desaliento de Dubin— se le escapa a Dubin entre los dedos. Bloqueo absoluto. Imposible remontar su trayectoria. Y lo que es aún peor: la propia existencia de Dubin —su matrimonio en las rocas con la mayor y algo disfuncional Kitty, su affaire amoroso con la joven Fanny Bick, su complicada relación con su hija Maud y con su hijo Gerry, desertor y exiliado en Estocolmo, su vida deshaciéndose en vidas— parecen no dejar de moverse así que es tan difícil ponerlos por escrito, leerlos, comprenderlos, verlos en perspectiva, ordenarlos.

Dubin descubre que entiende mejor a los famosos muertos (que lo acosan como dickensianos fantasmas de navidades pasadas desde las páginas de sus biografías) que a los vivos cercanos y, sobre todo, que a sí mismo. Dubin no sabe qué hacer o cómo narrar su vida. De ahí que Dubin busque las de otros a modo de consuelo ante la imposibilidad de encontrar la suya.

Digámoslo así: la crisis de la mediana edad por la que pasa Dubin o que le pasa por encima a Dubin entre 1973 y 1976 —cincuenta y seis años en la primera página, cincuenta y nueve en la última, cuatro libros con su nombre a sus espaldas— es más bien mayúscula. Para colmo —para alguien que trabaja con la materia de la historia— su inicio coincide con la crisis de su país: el largo y ardiente verano de Watergate.

Y el invierno y la nieve y Suecia y Venecia serán aún peor.

Y dependerá del lector acompañarlo y ser testigo y tomar nota y sacar conclusiones.

DOS. Dicho esto, Las vidas de Dubin no sólo es una novela sobre la madurez (y toda la inmadurez que conlleva el alcanzar la madurez) sino, también, sobre la madurez de un escritor llamado Bernard Malamud. Y también —insistir en esto es pertinente— es una novela de Bernard Malamud y no un relato de Bernard Malamud. Y la diferencia entre una y otros va mucho más allá del simple número de páginas.

En sus perfectos cuentos, Bernard Malamud parece ser un prolijo practicante del género en general y de su cepa judía en particular: viñetas tradicionales, anécdotas de padres inmigrantes en busca del Sueño Americano, perfume de leyendas fantásticas del Viejo Mundo, la picaresca de los tableaux vivants que firma Arthur Fidelman y, sólo hacia el final de su carrera, el sofisticado y clásico experimento en esos textos breves sobre Virginia Woolf y Alma Mahler a los que poco y nada cuesta definir como, sí, dubinianos.

En cambio, para Malamud, la novela era otra cosa muy diferente y el territorio donde se permitían audacias poco y nada frecuentes para los escritores de su generación y mucho más cercanas a las de los jóvenes escritores del fin/principio de siglo que tal vez lo hayan leído y disfrutado más y mejor que sus contemporáneos[1]. Así, allí, en las largas distancias, Malamud sale a jugar con una adaptación del mito arturiano a los verdes campos del béisbol (El mejor, 1952); planta la bandera del existencialismo hebreo (El dependiente, 1957); revoluciona la vaudevillesca novela de campus con cadencias de descortés amor cortés y con hasta un ligero trasfondo político (la injustamente poco valorada y desopilante Una nueva vida, 1967, el menos tradicionalmente judío de sus libros aunque narra las desventuras de un judío de ciudad en un mundo de gentiles pastorales); firma la más auténtica de las falsas novelas rusas (El hombre de Kiev, 1966, recientemente reeditada como El reparador, y por la que gana el Pulitzer y el National Book Award); propone una alegórica pesadilla inmobiliaria en la que dos escritores —un tradicionalista y una especie de mega-post-beatnik contracultural— luchan por amor y por amor a la literatura en un edificio a punto de ser derribado (Los inquilinos, 1971); se atreve a combinar la sci-fi post-apocalíptica con simios futuros y ancestrales textos religiosos; y, a modo póstumo e inconcluso, se animó al western con judío adoptado por tribu norteamericana (The People and Uncollected Stories, 1989)[2].

En ese rico yacimiento de ocurrencias impredecibles, Las vidas de Dubin parecería ser la novela más «normal» y tradicional de Malamud. Pero enseguida comprendemos que no lo es tanto por razones más que atendibles.

Por un lado, Las vidas de Dubin (1979) es presentada por el mismo Malamud —así lo hizo saber en varias entrevistas cuando tuvo lugar el lanzamiento del libro— como «mi novela total… Quise escribir una novela que fuera importante para mí y que, habiéndola comenzado a escribir cerca de mis sesenta años, contuviera todo lo que he aprendido y, a la vez, me obligara a ser muy severo conmigo mismo… Algo así como una novela decimonónica moderna. Siempre fui un gran fan de Thomas Hardy y de George Eliot; me apasiona la textura de sus seres humanos, el misterio de la vida humana en sus libros. Pero quiero conseguir lo que ellos consiguieron en el siglo XIX con las técnicas del siglo XX. A ellos jamás se les hubiera ocurrido usar la mecánica de la biografía como parte de la trama. La técnica de hacer de Dubin un biógrafo —en una primera versión era intérprete de chelo— lo convierte en alguien más interesante».

Hecho.

Por otro, Las vidas de Dubin reinventa la novela de «macho en problemas» y parece funcionar —en más de un momento mejorándolos— casi como un subliminal catálogo de rasgos y tics de sus colegas más admirados y, por ese entonces, en el punto más alto de sus respectivas carreras.

De este modo, en Las vidas de Dubin —consciente o inconscientemente el vehículo que Malamud utiliza para declarar al mundo que él también es uno de ellos— detectamos motivos característicos de Saúl Bellow (las mejores ideas de próceres como el motor de las acciones no tan festejables en lo privado de un Personaje/Teoría), John Updike (la vida en pareja y el adulterio como ejércitos en un campo de batalla de sábanas turbulentas), John Cheever (las súbitas epifanías naturales mientras se recorre el paisaje de suburbios residenciales) y —aquí viene lo más interesante— Philip Roth y el modo en que se mezcla la autobiografía del autor con la biografía de su criatura.

Digo que esto último es lo más interesante por varios motivos: para Roth, Malamud era uno de sus maestros indiscutidos[3]. Pero es Malamud quien parece aprender algo de su aprendiz en Las vidas de Dubin, cuyas páginas son lo más metaficcional, cripto-autobiográfíco y casi exhibicionista jamás emprendido por alguien hasta entonces conocido —y muchos atribuyen a ello el que no subiese aún más alto en los ránkings de prestigio y popularidad de la literatura Made in USA— por la cantidad y la fortaleza de los cerrojos que ponía a su vida privada[4].

En este sentido, no hay entrevista a Malamud que no contenga afirmaciones del tipo «La ficción no es biografía aunque se nutre de la biografía. Cuando la gente me pregunta si lo que hago es autobiográfico, yo les dejo bien en claro que nada me interesa menos que la autobiografía. Lo que sí me interesa es tomar elementos y esencias de lo que he experimentado y envolverlos en ficción»[5] o «Uno debe trascender al detalle autobiográfico inventándolo apenas se lo ha recordado»[6] o «Me gusta mi privacidad… pero también aprecio el modo en que, con un ligero movimiento de su cabeza, me saluda ese vecino que sabe en lo que yo estoy metido»[7].

Todo esto, para quien sepa verlo, se acaba sin por eso dejar de seguir en Las vidas de Dubin.

TRES. Bernard Malamud (1914 - 1986) fue hijo de inmigrantes judíos, tuvo una madre psicótica y una infancia sombría que más de un crítico señalaría como marca de su casa, un padre dependiente, una profesión académica en el Oregon State College, y un matrimonio con la itálica y apasionada Ann De Chiara tan envidiable para los de afuera como «nervioso» para los de adentro (uno y otro tuvieron amantes a lo largo y ancho de sus más de cuarenta años en pareja) y siempre tuvo una visión alegremente pesimista de las cosas: «La vida es una tragedia llena de gozo» es una de sus citas más invocadas.

Todos estos «detalles» que ya habían lanzado destellos en ficciones anteriores del autor —especialmente en El dependiente y en Una nueva vida— aquí parecen querer encandilarnos.

La hija de Malamud —la psicoterapeuta Janna Malamud Smith— se refiere a esta «sorpresa» en cuanto a la súbita desinhibición codificada de su padre en dos de sus propios y recomendables libros: el ensayo/defensa sobre los asuntos personales Private Matters (1997) y la memoir filial My Father is a Book (2006).

En el prólogo del primero de ellos, Malamud Smith apunta que la idea para su teoría sobre el vivir sin mostrarse demasiado se le ocurrió a partir de los hábitos de su padre («Mi padre defendía su privacidad porque sin ella no podía crear la ficción»). En el segundo, en cambio, Malamud Smith recuerda la sorpresa que le causó a familia e íntimos el modo en que su padre había decidido «contarlo todo» en Las vidas de Dubin como si en ello le fuera, sí, la vida: «Sentí una ligera náusea… Para un familiar, algunas ficciones se contemplan como a través de un microscopio estereoscópico desenfocado, donde las dos imágenes, la realidad y la fantasía, se enciman una con otra y, al mirarlas y no conseguir distinguirlas claramente, te mareas».

En 2007, Philip Davis —en su magnífica biografía Bernard Malamud: A Writer’s Life— investigó a fondo el asunto. Allí, Davis explica que la esposa de Malamud no quería que escribiese ese libro, que su creación equivalió a cinco años de tormentas internas y externas, que el título original era The Juggler («El malabarista») porque su héroe lanzaba demasiadas pelotas al aire y no sabía cómo hacer para mantenerlas allí y que no se le cayeran al suelo, que hay claras correspondencias entre la imaginaria Kitty y una amante real de Malamud, que —como Dubin— Malamud llegó a estar seguro de que no podría salir de ahí dentro; pero, al final, en una entrada de su cuaderno de notas correspondiente al 23 de agosto de 1978, apuntaba: «Mi libro está terminado, cinco años… tres versiones, conexiones, conexiones conectadas, he comenzado a relajarme y comprender cuánto de mí comprometí para escribir esta novela. No fue fácil, pero creo haberlo hecho bien».

Las vidas de Dubin —dedicada a sus padres y a la viuda de un tío— tuvo el tiraje más grande de su carrera (50 000 ejemplares de salida) y fue bien recibida en casi todas partes. The New York Times la consideró «su mejor obra desde El dependiente». Bellow envió una carta expresando su asombro y admiración[8], varios amigos cercanos no dudaron en considerarla «una desgracia para su familia» y, por supuesto, no hubo periodista que dejara pasar las similitudes entre personaje y persona. Inquietud y preguntas a las que Malamud respondió con un «la historia de Dubin no es la mía. Puede que compartamos experiencias pero somos personas diferentes. Pon a un hombre dentro de una ficción y se convierte en ficción» pero, también, matizando con algo que suena casi a confesión: «Si conoces Las vidas de Dubin entonces también me conoces a mí».

CUATRO. Cuenta Philip Davis que, cerca del final de su vida, Bernard Malamud y señora se sentaron a sacar cuentas y a pasar en limpio su novelesca biografía de pareja.

«¿Cuál de tus libros habrías sacrificado para tener más tiempo para tus aventuras amorosas?», preguntó entonces Ann.

«Ninguno», respondió Bernard Malamud.

«Me parece que ninguno», pienso que habría respondido William B. Dubin.

Ahí, en ese titubeo, reside —creo yo— la diferencia en la exactitud entre persona y personaje, entre vida aprendiendo y obra maestra, entre el que corre de una cama a otra y el que lo contempla correr y lo escribe correr desde su escritorio para que, ahora y siempre, nosotros podamos leerlo.