Capítulo 9

Recordó al doctor Johnson en la plaza del mercado de Uttoxeter, a pie quieto bajo la lluvia, sin sombrero, justo en el lugar en que estuvo el puesto de libros de su padre. Años antes, el viejo librero, que aquel día no se encontraba bien, había pedido a su hijo que lo sustituyera y el hijo se negó. «Me lo impidió el orgullo.» Cincuenta años después, ya anciano, Samuel Johnson viajaba diligentemente al mercado y se quedaba una hora de pie bajo la lluvia junto al puesto que una vez utilizó su padre, para hacer por el muerto lo que no había hecho por el vivo.

Oscar Greenfeld se presentó en la habitación del hospital.

Fue a visitar a Dubin porque después de su propio tropiezo con la muerte había sentido renacer la antigua amistad.

El biógrafo, que se recuperaba de una neumonía bacteriana, le dio las gracias y señaló una butaca de cuero. Reclinado en unas almohadas observaba el breve atardecer de noviembre jaspeado de verde. Los dos hombres estaban conmovidos, y los dos trataban de no advertir lo mucho que envejecían. Durante un rato guardaron silencio.

Fue entonces cuando Greenfeld contó a Dubin el chiste del rabino que, oyendo rezar a su shammes: «¡Oh, señor! Yo no soy nada, Tú lo eres todo», exclamó: «¡Mira tú quién fue a decir que no es nada!».

Dubin soltó una carcajada sonora.

Oscar depositó en la cama el libro que había retirado de la butaca.

—Pensé que sería de Lawrence.

—Montaigne —aclaró Dubin—, premeditando la muerte como premeditación de la libertad.

—¿Para qué molestarse? —El flautista, que tenía una tos ronca, se limpió la boca con el pañuelo—. No te alarmes, lo mío no es contagioso.

Dubin contó que a raíz de un contacto accidental con la muerte, cuando su caballo chocó contra el de un criado que se acercaba de frente a saludarlo, Montaigne llegó a la conclusión de que el hecho de morir le parecía un problema menor.

—Según él, qué sentido tiene aprender a morir si no sabemos vivir. El final entraría en contradicción con el conjunto.

—Tenía la nariz en el ombligo —dijo Oscar con irritación.

—No tenía ombligo —replicó Dubin con brusquedad.

—Suena a Buda.

—Los grandes acaban pareciéndose.

—¿Tú temes la muerte?

—No más que siempre.

—Después de mi ataque al corazón, me harté de oír su zumbido en la cabeza, así que dejé de pensar para conservar la cordura.

—Yo necesito saber.

—La mayor parte es huida, ilusión. ¿Cuántas veces sabemos con certeza lo que ocurre? ¿Te conozco yo a ti? Y tú, ¿me conoces a mí? Creí que en eso estábamos de acuerdo.

—Es por sentido práctico —dijo Dubin con melancolía—. Estoy harto de tropezar siempre en la misma piedra. Llega un momento en que fracasar es empeñarse en repetir el fracaso.

—Pues yo creo que, por mucho que se sepa, en la vida existen pocos cambios auténticos. ¿Hay alguien que conozca cómo se cambia? El cambio se produce o no se produce. No niego que debamos evitar en lo posible la repetición del error, y hasta admito que lo conseguimos algunas veces, pero son contadas. Por mi parte, prefiero dedicarme a tocar la flauta cada día mejor.

Dubin dijo que quería saber lo que debe saber un hombre de su edad.

—¿No fue tu amigo Lawrence quien dijo que nunca sabemos cuál es nuestro camino en la vida?

Dubin tuvo que admitirlo.

—Él vivía inmerso en su misterio personal, ampliado hasta el infinito, pero yo no quiero renunciar a saber lo que él no fue capaz de averiguar de sí mismo.

—Perdónalo. Escribió bien y murió joven.

Oscar, que llevaba consigo el estuche de cuero, comenzó a ensamblar las piezas de su flauta de plata en la butaca que había ocupado.

Dubin lo observaba sin dejar de meditar.

—Yo creí que las biografías —los millares de vidas que he leído y las pocas que he escrito— me enseñarían a discernir un pensamiento certero de un pensamiento errado. Creí que a mi edad habría aprendido a obrar como y cuando se debe.

—¿Todavía andas a vueltas con el conocimiento? Según lo que decía tu amigo en un pasaje inolvidable que me leíste cierta vez, hay que dejarse invadir por la vida. No se prejuzgan las flores, ni el azul del cielo. Mira, William, permíteme que toque una canción de Schubert que acabo de transcribir. Se titula Seufzer, una palabra perfecta para «Suspiros».

Se humedeció los labios y tocó el lied con una intensidad argéntea, moviendo la cabeza al ritmo de los dedos. Las notas eran diáfanas, de una claridad líquida.

Mientras oscurecía, Dubin escuchaba la aflautada melodía de un deseo insatisfecho: Denn ach, allein irre ich in Hain[36].

—Yo no —insistió desde la cama—. Ya no aguanto la soledad. No aguanto la juventud. Sóio aspiro a lo que tengo derecho.

—¿Una vejez realizada?

—Soy un tío raro, un introvertido que ha logrado mantenerse en pie gracias a una vida ordenada.

Oscar desmontó la flauta y guardó las piezas en el estuche forrado de terciopelo.

—Es una canción, una canción breve. No tengo otra cosa que ofrecer.

En aquel momento de su vida era un hombre flaco de mirada triste y tos seca, salvo cuando tocaba la flauta y se convertía en un hombre joven con la voz de plata.

El atardecer había rayado a carboncillo las nubes verdosas. Cuando se fue Oscar ya era de noche.

—¿Quieres que te encienda la luz? —preguntó al salir.

—Es de locos morirse —gritó Dubin apasionadamente.

—Flora te manda muchos recuerdos.

—Devuélveselos, por favor.

Se dieron un beso en la oscuridad antes de separarse.

—¿No podemos continuar siendo amantes?

¿Cómo saber si la pregunta era inoportuna antes de formularla?

Fanny y Dubin estaban delante de la ventana alta y estrecha que Myra Wilson llamaba «la ventana de la salita oeste», la misma que servía a la anciana para contemplar las puestas de sol, muchas veces en compañía de Kitty Dubin, que luego se las describía a su marido, porque Kitty coleccionaba ocasos. Fanny llevaba el cabello recogido en una trenza floja que le llegaba hasta media espalda. Los dos se habían puesto abrigo y gorro de lana —Dubin el suyo rojo y Fanny uno beige encajado hasta las orejas— para protegerse del frío de la casa. A través del cristal verde y ligeramente deformado veían un largo trecho de nieve salpicado de hierba, que se prolongaba varios kilómetros, hasta el bosque gris y espeso que limitaba con los campos pertenecientes a la finca de Fanny. La había comprado con el dinero de la herencia de su madre, muerta el verano anterior de un ataque al corazón.

—Me ha dejado la mitad a mí y la otra mitad a mi hermana. Mi madre es la única persona que me ha querido de verdad.

Dubin no protestó, tampoco negó nada.

Fanny contó que su padre, recién recuperado de una enfermedad, se había largado con una jovencita al sur de Francia. «No esperes nada más —le dijo—. Todo lo que podías sacar de mi bolsillo lo has recibido ya de tu madre.» «No espero nada de ti, pedazo de animal», respondió, según ella.

Dubin, padre al fin y al cabo, dio un respingo.

Inmediatamente después, Fanny había cruzado el país hasta Center Campobello, sin saber bien por qué.

—Sólo que me gustan los pueblecitos del nordeste, aunque hace un frío que pela, pero quiero vivir en el campo y aquí ya tengo amigos. Hay muchos jóvenes que se trasladan a esta región, compran casas de campo y alternan la agricultura con otras actividades.

Poco después, vio la hacienda de los Wilson, llegó a un acuerdo con los dueños y la compró.

Entonces, tenemos mucho tiempo por delante, pensó Dubin.

Quiso saber por qué no lo había visitado en el hospital después de dejarlo allí la mañana lluviosa en que se puso enfermo. Su actual encuentro junto a la ventana, en aquel día helador de diciembre con el cielo encapotado, era el primero desde que salió del sanatorio.

—Llamé por teléfono, pero no quise ir por no tropezarme con tu mujer.

Mientras hablaban, Fanny estaba seria y tenía una expresión distante y tranquila en los ojos verde claro, pero ni una sola vez le puso el dedo en el brazo con aquel gesto íntimo de antes. Si estaban a pocos centímetros el uno del otro era porque en aquella ventana dos personas que se asomaran al mismo tiempo tenían que acercarse. Presintiendo que no lo correspondería, Dubin se abstuvo de tocarla. Era una partida perdida, en la cual la probabilidad anulaba la posibilidad.

—En cuanto a tu pregunta —dijo al fin—, no creo que deba seguir acostándome contigo, William. Ahora tengo una vida propia.

De modo que había sido inoportuna. No debió formularla y menos en aquel momento.

—Sé que tienes muchas cosas buenas —dijo Fanny—, sé que me comprendes y hasta creo que me quieres, a tu manera, claro, pero ni aun así puedo continuar acostándome contigo. Debo cuidar de mí y tú no eres libre de estar a mi lado. En cambio, me gustaría que fuéramos amigos, si es que estás dispuesto, sabiendo que no nos acostaremos nunca más. He vuelto buscando algo distinto y duradero, por tanto, nada más lejos de mi intención que acostarme con un hombre casado. Tengo que cuidar de mi futuro. Es mi vida y debo respetarla.

Dubin asentía con expresión de hombre juicioso, como si él mismo hubiera puesto aquellas palabras en su boca.

—Entonces, si lo nuestro está muerto sin remedio, ¿qué te ha traído? ¿Ha sido Roger?

—No, en absoluto —replicó ella con un bostezo que la hizo estremecerse—, aunque me alegro de que viva aquí, igual que tú. No sé bien por qué ni cuándo se me ocurrió. Tal vez fue porque el verano pasado reuní en la universidad de California los créditos necesarios para que la universidad de Nueva York me conceda la licenciatura de letras en enero, según me han dicho. En parte, te lo debo a ti —a mi necesidad de demostrarte mis capacidades—, pero sobre todo a mi voluntad de dar un paso adelante en la vida. A partir de ahora tengo que centrarme, porque ya he desperdiciado todo el tiempo que podía desperdiciar y, si sigo así, voy a llegar al hueso. Yo creo que este ambiente es lo que necesito. Siempre tuve la sensación de que en el campo me iría bien, como si aquí tuviera que ocurrirme algo bueno.

—¿Te veías en una casa de campo? Nunca te lo oí decir.

—No necesariamente, aunque sí en algo relacionado con la tierra o con unos terrenos de mi propiedad. No sé mucho de la naturaleza, pero ahora quisiera aprender. Tengo en la cabeza ideas nuevas que concuerdan con algunas de las viejas.

Dubin, dejándose llevar por un pensamiento furtivo, la recordó tumbada y receptiva en un campo florido.

—Aquel loquero que me trató —prosiguió Fanny— achacaba esa imagen mía apegada a la tierra al hecho de que mi padre fuera un hombre frívolo e irresponsable. Algunas veces he tenido ganas de excavarla con las manos y cultivar algo, lo que fuera.

Dubin se preguntaba si la joven sentiría la sexualidad de la tierra.

—Tú eres una criatura vital y sexual, Fanny, en el mejor sentido de la palabra.

Fanny rió con un jadeo.

—En cualquier caso, no soy una obsesa, como seguramente creía mi padre.

—Yo jamás lo he creído.

—Me gustó aquello que me dijiste una vez de que exaltaba la vida con mi sexualidad.

También él, dijo, la había exaltado con ella.

—El cuñado de Craig Bosell —continuó Fanny mientras Dubin lloraba en silencio su pérdida— quiere que le arriende diez hectáreas para plantar maíz y soja. Yo plantaré un huerto cerca de la casa. Tengo, además, seis cabras en el establo y una docena de gallinas Rhode Island rojas que cuido yo misma. El verano pasado hice un curso de cría de animales. No es tan duro, si te armas de paciencia y no te importa mancharte las manos de excrementos. Espero mantenerme con lo que cultive y lo que saque de la finca. Seguro que saldré adelante, y eso que sólo me quedan seis mil dólares de los cuarenta y ocho mil que me dejó mi madre.

—¿Por qué la compraste al contado? Podrías haberla hipotecado y ahora dispondrías de dinero en efectivo.

—Porque deseaba que fuera enteramente mía cuando la habitara.

—Fanny, la agricultora —dijo Dubin con una risa desfallecida, propia del día invernal.

Ella rió también, entre dientes.

Dubin se quitó el gorro y dijo que tenía que marcharse.

Fanny levantó el brazo para que viera que aún llevaba la pulsera puesta.

Cuando lo abrazó, estuvo a punto de estrecharla con desesperación, pero se dio cuenta de que era una despedida formal, como la que podría dispensar a su primo Alfred, de haberlo tenido. Supo entonces que aquello era el tiro de gracia y que su relación estaba agotada.

Salió a buen paso en dirección a su casa, aunque tuvo que volver a recoger el coche.

Aquella noche, después de cenar, poseído de nuevo por el deseo, aparcó con las luces apagadas en un camino situado a veinte metros de la casa de Fanny, detrás de un bosquecillo de arces sacarinos, y esperó dentro del coche. Pensaba con tristeza en el libre albedrío; en sus posibilidades de funcionar y de fracasar en aquella etapa de su existencia. Razón tenía Greenfeld con su escepticismo sobre los cambios significativos en la vida de un hombre. Genio y figura… Aquel espionaje de la joven, que él mismo se reprochaba, le atacaba los nervios. Imposible justificar el rebrote de unos celos con los que convivía tan mal, pero el caso es que le bullían por todo el cuerpo muy a su pesar, adoptando la forma de un sentimiento monótono, aburrido e irritante del que no conocía escapatoria. Y si lo intentas, te agarra de la polla y te da media vuelta. ¿Por qué estaba celoso ahora que acababan de enterrar con todas las formalidades el cadáver de su relación? Sin respuesta racional para una pregunta irracional, seguía allí, esperando por si se presentaba Roger Foster, aunque tampoco sabía qué hacer o decir en caso de que el joven apareciera. ¿Un intercambio de puñetazos desembrollaría algo más que el embrollo que Dubin tenía en la cabeza?

La luz que habían apagado en la cocina de la hacienda brilló al cabo de un rato en la planta de arriba, donde estaba el dormitorio de Fanny. ¿No sabía que Myra Wilson había muerto en aquella habitación? ¿Habría dormido en otra de haberlo sabido? Sin embargo, tenía algo de casto que una mujer joven durmiera sola en el cuarto en que había muerto una anciana valiente. Cuando se apagó la luz del dormitorio, Dubin regresó a casa.

Aquello fue un martes. Tuvo que esperar tres tardes más, hasta pasadas las ocho del viernes, para que Roger apareciera con la enorme camioneta de su padre. El biógrafo se agachó para esquivar los faros, no fueran a enfocarlo y lo descubrieran allí, ensartado al asiento del conductor como un pez en un anzuelo, pero la carretera describía una curva donde él había estacionado, de modo que las luces alumbraron varios olmos diseminados por el otro lado. Roger aparcó a la entrada y tocó la oxidada campanilla de la puerta. Dubin lo perdió de vista. En su lugar, apareció Flor de nieve, el perro de Fanny, un labrador dorado que de noche parecía casi blanco, y se puso a ladrar mientras ella, con unas botas amarillas que le llegaban hasta la pantorrilla y una chaqueta acolchada, sostenía la puerta para su invitado.

Después de que oliera a Roger y lo dejaran suelto, el perro, acompañado del tintineo de su placa de identificación, se puso a retozar en la nieve y acabó descubriendo el coche de Dubin, cuyo conductor se hallaba inmóvil y alerta, dispuesto a encender el motor y salir pitando en cuanto que el animal alborotara con sus ladridos. Flor de nieve se limitó a olisquear la rueda anterior izquierda, la orinó con un chorrito humeante y se perdió con su trotecito por el camino. Dubin esperó cinco minutos antes de abrir la portezuela y aproximarse a la casa.

¿Qué estarían tramando los dos en la anticuada sala de estar de Myra? Se abrió camino hacia la parte de atrás del edificio, hundiéndose en la nieve hasta el borde de sus chanclos, esta vez cuidadosamente abrochados, y una vez allí, se acercó a una ventana estrecha y aplicó la helada oreja a una parte de la casa en la que sobresalía el aguacate que Fanny había metido en un barrilito blanco, unos centímetros por debajo del alféizar. La joven conservaba los desgastados sillones de cuero que pertenecieron a Myra, pero había sustituido el mullido sofá de pana por uno de color canela, menos voluminoso y más moderno.

Era el que ellos ocupaban, no cabía duda. Se estiró para ver algo. ¡Qué ignominia, Dubin, a tu edad y convertido en un mirón! Se representaba su propia imagen: un viejo de pelo gris, patillas gruesas y entrecanas y ojos envidiosos observando a la pareja a través de las hojas del aguacate. ¿Y si lo pillaban espiando para su eterna vergüenza? El corazón se le disparaba, pero era incapaz de apartarse. Aguzando el oído, percibió la voz de Roger que preguntaba: «¿Todavía ves a ese tío?» Fanny respondió: «Somos amigos y nada más. Ya se lo dije el otro día».

Tiene que haber más de lo que reconoce, pensó el viejo.

El labrador se le acercó corriendo, con un gruñido bronco.

—Soy yo, Flor de nieve —susurró, experimentando una espantosa sensación de déjà vu—. Nos conocimos el lunes y me oliste de arriba abajo.

Fanny apareció en la ventana y escudriñó el exterior, haciéndose visera con la mano, pero se volvió enseguida. ¿Y si sale a la puerta? Dios mío, ¿qué digo?

Dubin emprendió el camino de retirada, pero el perro se empeñó en seguirlo. Iba pegado a sus talones, gruñía y, de vez en cuando, ladraba con fuerza. Una vez dio un bufido e hizo un intento de morderle una manga. Dubin se zafó y el animal quiso saltarle a la cara. Se lo quitó de encima con toda la energía que pudo, temiendo el bochorno de ser descubierto. Fanny no había salido aún, así que pensó correr hasta el coche, pero como el sabueso se había vuelto juguetón, se detuvo a rascarle la cabeza y Flor de nieve le lamió la mano enguantada. Tardó un minuto en entrar al automóvil, dar un portazo y bajar el seguro. Salvado por Fanny, porque seguramente su carácter afectuoso había influido en la simpatía del animal. De no haber sido su perro, me habría despedazado. Flor de nieve levantó la pata y mojó otra rueda. Dubin arrancó cuando Roger salió de la casa, dio una vuelta con el coche y regresó para ver la luz anaranjada de la joven en el cuarto de arriba. Se fue a casa más o menos contento.

Pero dos días más tarde tuvo ocasión de conocer las consecuencias nocivas de sus actos. Fanny lo había visto por la ventana. «Sé que anoche estuviste espiándonos —escribía—. Por favor, no vuelvas nunca más por aquí. Quiero evitar la vergüenza de verte repetir una cosa semejante.»

Incapaz de contenerse, Dubin se dirigió a la finca. La encontró en el establo, dando de comer a una cabra nubia que estaba preñada. Bosell había construido unos recintos para las cabras y reparado el gallinero para las doce rojas.

Mientras él se disculpaba, Fanny mantenía la mirada fija en el plato lleno de huevos morenos que acababa de coger.

—Si quieres que te diga la verdad, fui víctima de un irracional ataque de celos. Perdóname, Fanny. ¡Es tan inmenso lo que siento por ti!

—¿Qué te parecería si te dijera que aborté el verano pasado? —preguntó con un gesto sombrío de cansancio.

—Lo lamentaría.

—Yo no. Nunca me importó el chico.

—Eso también lo lamento.

—¿Y qué más lamentas?

—No haber sido un hombre soltero y más acorde con tu edad cuando nos conocimos.

—¿Qué quieres decirme con eso?

—Que sigamos juntos un tiempo y se verá.

—No puedo. —Lo afirmó tajante, con la voz nasal y la mirada dura y directa—. Y preferiría que no volvieras a pedírmelo nunca más.

—No te lo pediré —respondió, compadecido. Salió a toda prisa del establo y condujo sin parar hasta Winslow. Allí entró en una joyería y escogió de una bandeja una sortija de su gusto. Se trataba de un anillo de oro repujado con seis rubíes encendidos. Extendió un cheque de cuatrocientos cincuenta dólares.

Luego eligió para Fanny una gardenia de invernadero y condujo tranquilamente de vuelta a Center Campobello. Pensaba entregarle el regalo y desaparecer. Bosell, que estaba en la puerta del establo, le dijo que la joven había entrado en casa para echar un sueñecito.

Quiso dejarle una nota sobre la mesa de la sala de estar. Escribió dos: «De un antiguo amante que nunca consiguió ser sólo amigo», y una segunda, porque la primera le pareció insípida: «Adiós, querida Fanny, y gracias por todo lo que me has dado». En vez de las notas, dejó la sortija dentro de su estuche de terciopelo azul y la gardenia metida en un vaso de agua. Luego salió aprisa hacia el coche.

Se oyó el estrépito de una ventana que abrían en la fachada principal.

—¡William!

Dubin regresó a la carrera.

Fanny había bajado con el rostro fresco y suave, arrebolado por la siesta. Estaba junto a la mesa de la salita, con la sortija de Dubin en el dedo y la flor blanca en la mano.

—Parece una alianza. Me siento como una novia.

La temblorosa vela roja que Fanny había colocado en un estante de la librería arrojaba una luz oscura e íntima.

La joven acababa de poner un disco de Bach: Ein feste Burg ist unser Gott[37]

Habían comido en la salita y ahora estaban en el dormitorio, que parecía mucho más pequeño por efecto de la luz mortecina. Fanny, con su caftán trasparente, un sostén blanco y unas bragas negras, andaba descalza del baño a la habitación, regando las macetas con un vaso de agua.

El dormitorio estaba amueblado como su apartamento de Nueva York, con la excepción de la lámpara de pie de Myra y su enorme pantalla anaranjada. Por lo demás, las mismas sillas, los mismos marcos en la pared, incluida la instantánea en color de las palomas de San Marcos, y los mismos libros en los estantes. Todo, salvo la cama individual, que en el apartamento era de matrimonio; un cambio que a Dubin le pareció significativo. Ahora, en camiseta y calzoncillos de rayas, amontonada su ropa en una silla de respaldo alto, debajo de la cual había metido los zapatos negros de invierno con los calcetines dentro, escuchaba la explosión coral de la cantata. En el baño, se peinó el cabello gris con el peine de hueso de Fanny, no demasiado limpio, y se enjuagó la boca. Fanny le había dado instrucciones de orinar antes de meterse en la cama. «Te correrás mejor.» Ella me educa, pensó, agradecido.

Wohl auf, der Bräutigam kömmt[38]

La mirada de la joven tenía un atisbo de ansiedad cuando Dubin le quitó el vaso de la mano y lo sostuvo para que pudieran besarse. Aquel primer beso, después de una etapa de separación y de pérdida y antes de la recuperación del placer, fue doloroso. Dubin depositó el vaso y comenzó a destrenzar la cálida cabellera de Fanny, que sacudió la cabeza para dejarla caer en toda su extensión. Sus hombros, sus pechos, sus piernas jóvenes, todo era espléndido en ella. Dubin amaba su carne luminosa. Se quitó el dije en forma de corazón y la pulsera y dejó ambas cosas en la librería, cerca de la vela roja y goteante, pero conservó la sortija de rubíes. Ella le sacó la camiseta por la cabeza con energía; él le bajó las bragas negras. Fanny le besó la polla excitada. Hacían lo que hacían como si fuera una experiencia nueva. Y en realidad, lo era. En sus brazos, Dubin adoptaba la figura de un hombre joven. Se arrodilló y, rodeándole las piernas, la besó en el centro.

So geh herein zu mir,

Du mir erwälte Braut![39]

Fanny lo condujo a la cama y apartó la colcha. Dubin arrastró la tela para que los cubriera a los dos hasta las caderas.

—Hola, amor.

—Hola, niña mía.

—No soy tu niña.

—Hola, mi querida Fanny.

Forcejearon en la cama estrecha, ella con su juventud; él, con sus ardides. En el clímax, Fanny aflojó la boca, cerró los ojos como en un gesto de incredulidad y se corrió en silencio.

Mit harfen und mit zimbeln schön[40].

Dubin se quedó dormido rodeándola con sus brazos; ella, con sus testículos anidados en una mano.

Aquella mañana del día de Navidad, cuando se despertó, miró el suelo del dormitorio y tuvo la impresión de que crecían hierbajos entre las tablas. Kitty, que ya estaba despierta, comentó: «Si volviera a nacer, me gustaría que fuera con unas tetas de copa B».

—No te levantes —le dijo a su marido. Sentada, se quitó el camisón de flores y se acercó a él. Dubin seguía tumbado. Aunque abrazó de buen grado el cuerpo cálido y familiar no experimentó el menor aguijonazo de deseo. Kitty le cogió el falo, que continuaba inerte.

Dubin dijo que lo sentía.

—Lo haces para castigarme.

—¿Por qué razón?

—Por ser quien soy, por haberme casado contigo y porque has tenido que pasar toda tu vida a mi lado.

—He vivido contigo por voluntad propia.

—Una voluntad que te impusiste a ti mismo.

—Quiero despejarme, por Cristo bendito, y cumplir con mi puñetero trabajo. Y a veces hasta quiero vivir.

—El amor no puede imponerse.

—Existe la voluntad de amar.

—Me deprime sólo pensarlo.

—No te dejes deprimir —gritó él.

—¡Ah, mierda!

—No ensucies el pasado. No niegues el amor que te tuve porque imagines que ya no lo siento.

—No lo imagino, estoy segura.

—Lo que te pido es que no niegues que te quise.

—¿Y de qué me sirve eso ahora?

—Conserva el pasado. Impide que le quites importancia a una cosa que la tuvo.

—De niña, siempre que me aconsejaban no olvidar las cosas buenas de mi vida cuando me sintiera perdida, imaginaba que oía repicar la campana de una iglesia. Todavía recuerdo aquel sonido.

—¿A qué viene ahora eso?

—No te creas superior. Aquí el impotente eres tú.

Dubin se calló con quién no era impotente.

Dices la verdad, pensó, y se pone erecto, encuentra la fuente del deseo. Mientes, como yo le miento a ella, y se hace el muerto. De nada le sirve a Kitty.

Tumbada, su esposa recitaba monótonamente las quejas que Dubin había oído ya tantas veces en tantos tonos distintos.

—Nunca estuvimos apasionadamente enamorados. Supongo que fue un error casarse. Más me habría valido esperar. Teníamos la mejor de las intenciones, estábamos llenos de esperanza, pero no cabe duda de que fue un error. Para una mujer como yo, un matrimonio sin amor, sin pasión auténtica, resulta insoportable. Eso siempre se echa en falta, incluso cuando, supongo, ya no se debería. He pasado toda mi vida de joven casada repitiéndome las cosas buenas que tenía: una casa, unos hijos, un marido fiel y trabajador… una vida decente, desde luego; que sin embargo carecía de algo.

—¿Y te tocó la campana?

—Muchas veces.

—Sin embargo, todo lo que te perdiste te lo habrías perdido igual con otro hombre. El matrimonio no compensa lo que la vida no da.

—Hay personas a las que sí les compensa. Las que se casan como es debido.

—Sí, durante un tiempo, pero llega un momento en el que te falta lo que más has deseado siempre. A mí me habría faltado con cualquier mujer.

—A nosotros, por casarnos, nos faltó por partida doble. Incluso les faltó a los niños, que intuyeron la ausencia de un amor profundo entre sus padres; lo supieron los dos y estoy segura de que los perjudicó.

—En este mundo nos perjudicamos todos, los unos a los otros. Y si había algo que intuir, prefiero que lo hayan intuido.

—Les dolían nuestras tensiones y nuestras riñas. Fingíamos una relación buena, que no teníamos.

—¿No lo hacen los demás? Todo el mundo protege su matrimonio y lo saca adelante lo mejor que puede.

—El nuestro no ha sido de los mejores. —Kitty lloró un poco en la almohada.

Dubin, que estaba tumbado en su lado de la cama, dándole la espalda, echaba cuentas para convencerse de que al fin y al cabo no había sido tan malo, cosa imposible en aquel estado de ánimo.

Kitty se sonó la nariz y luego, en un tono desapasionado, le contó que había soñado con que compraba un billete de avión para Ámsterdam porque quería ver los tulipanes en primavera, pero al aterrizar se daba cuenta de que estaba en Newark, en el estado de New Jersey, donde vivía William con sus padres.

—Subí dos tramos de la desvencijada escalera de una casa de vecinos con los cristales de las ventanas rotos, pero al llegar a tu puerta me dio miedo tocar el timbre. Al fin, me sentí obligada. Era viuda, tenía un hijo, estaba necesitada de apoyo y había oído que tú buscabas esposa. Se abrió la puerta y una mujer echó a correr por el vestíbulo y se escondió en el baño. Me acerqué a ti, que estabas en una salita al fondo del pasillo. Llevabas las patillas rizadas y tenías unos ojos oscuros de mirada triste. Con el yarmulka en la cabeza, estudiabas un texto en hebreo, cuyas letras eran como las piezas de un rompecabezas. Es un rabino, pensé, no debería casarme con él.

—¿Con un judío?

—Con un rabino. Un hombre que, por razones evidentes, jamás podría consagrarse a mí por completo.

—¿Qué te condujo hasta el rabino?

—La peculiaridad de mi destino. Cuando llegué, él ya sabía de mi existencia y me aseguró que se casaría conmigo. Yo lloré.

—¿Por qué querría casarse contigo un rabino?

—No lo sé.

—¿Por qué no volviste a casa y te casaste con otro?

—No podía.

Luego, Kitty añadió: «Estoy segura de que te he defraudado más de lo que yo imaginaba, pero ahí está clave… lo habría hecho mejor con un hombre más afín a mí. Y tú debiste casarte con una judía más centrada y menos necesitada de atención, que durmiera bien por las noches, en vez de tenerte despierto. Te habrías levantado fresco como una rosa y bien dispuesto para el trabajo».

—Y a ti, ¿con quién te habría ido mejor?

—Si Nathanael no se hubiera muerto… —Se le humedecieron los ojos.

—¡Ojalá Dios no lo hubiera querido! —exclamó él.

Después de una larga vacilación, Dubin se volvió a su esposa para decirle que aquella conversación era destructiva para los dos.

—Yo no temo la verdad, ¿y tú?

—¿Qué verdad es esa que nos estamos contando?

—Que vivimos uno al lado del otro, pero no juntos, que habitamos la misma casa, pero yo puedo recorrerla día tras día sin establecer ningún contacto contigo. A raíz de tu aventura con Fanny en Venecia, comenzaron a desintegrarse aquellos sentimientos que mal que bien habíamos logrado conservar intactos. Hablas de una voluntad de amar, pero si lo único que yo recibo de ti es esa voluntad que te impones, no me basta.

—Dicho así suena peor de lo que fue, o de lo que sigue siendo. Con voluntad o sin ella, siempre te he apreciado como mujer.

—Necesito más que aprecio.

—Entonces, ¿ha sido un mal matrimonio?

Kitty lo observaba seria, incómoda, con tristeza.

—No ha sido de los mejores, me temo. Para ser sincera, ya no lo es.

Dubin, que detestaba su sinceridad, se sentía como perdido. Nunca habría querido fracasar en el matrimonio.

—Entonces, te debo una disculpa —dijo.

—Admito que lo intentamos, pero justo es reconocer que no estábamos hechos el uno para el otro, si no, habríamos pedido menos y dado más.

—En una palabra, no soy como Nathanael.

—Él estaba enamorado de mí cuando nos casamos. Y yo lo amaba. Él me quería cerca y nunca le molestó que lo necesitara. No era frío conmigo ni siquiera cuando yo cometía la torpeza de serlo con él.

—El santo Nathanael, el mismo que aquella vez te pegó un puñetazo en un ojo, ¿no?

—Y lo sintió enormemente. Era un hombre bueno que daba cariño con facilidad.

—Hubo un tiempo en que yo también creí dártelo —dijo Dubin—. Dentro de mí lo sentía como amor, pero tal vez no supe exteriorizarlo. Puede que aquello que yo llamaba amor fuera una racionalización, un modo de engañarme, que conciliaba tus necesidades con mi sentido de la ética o de la estética, o con ambas cosas.

Era un pensamiento antiguo que nunca le había comunicado. Ella, sin embargo, lo oyó como si no fuera la primera vez.

—No es difícil engañarse en materia de amor —continuó Dubin—, ni fácil entregarse cuando uno está anclado a una subjetividad compleja. Hay gente que complica sus sentimientos para protegerse de ellos, y yo creo que soy de ésos. Piensas que zarpas con un cargamento de amor, pero nunca llegas a desembarcarlo porque en realidad nunca has levado anclas. Fue sólo una ilusión.

—Estás erigiendo un monumento a la incapacidad: «Por qué nunca llegué a querer de verdad a mi esposa».

—Respondo a tus argumentos. Por otra parte, no todo el mundo se muestra receptivo con quienes han tenido que aprender por su cuenta a querer un poco. Yo imaginaba mi amor por ti, que para mí era amor. Pensé que tú lo percibías así, y aún sigo pensándolo, aunque, según parece, no en la medida que supuse. Es como cuando subo el termostato para que entres en calor y tú, por tu propia constitución, nunca dejas de tener frío en esta casa.

Dubin añadió que lo sentía. Sentía ser Dubin, el hombre incompleto.

—Siento haber resultado mezquino cuando quería ser desinteresado, potente y generoso en el amor.

—Tú no eres generoso en el amor.

—Para ser sincero —confesó, incorporándose como impelido por la fuerza de su idea—, William Dubin, el biógrafo, te está agradecido de que lleves años describiéndole hasta dónde llega su falta de amor y de carácter y de que lo hayas mantenido informado de sus defectos para que pudiera convertirse, no sólo en registrador, sino en fiel medida de las vidas que ha escrito, y por eso mismo, en un buen profesional.

Kitty saltó de la cama, apretando las mandíbulas.

—Volvemos a lo mismo, otra negación de mí. Todo, antes o después, se remite a tus biografías. Ésa sí que es tu gran pasión. Seguro que si los libros se follaran, te pondrías a tono.

—Preferiría hacerlo contigo.

—No, no es cierto —gritó ella—, si quisieras, podrías. Tu argumento de la racionalización es una racionalización en sí mismo. Intuyo algo que se queda en el aire, como si soslayaras la verdad fingiendo que la dices.

Es un modo de vivir, pensó el biógrafo. Tengo que dejar de creerme un hombre sincero.

En el desayuno, que tomaban sin entusiasmo, Kitty hizo un esfuerzo por dominarse y, sirviéndose el café con mano temblorosa, dijo: «He oído que han comprado la hacienda de los Wilson».

Dubin dijo que él no había oído nada.

La noche de Año Nuevo, cuando Dubin recorría con trabajo el camino nevado en dirección a la finca, lo cegaron los faros potentes de una camioneta que salía marcha atrás de la entrada de la casa. Iba pensando en que su deseo de Fanny era sólo eso, deseo. ¿Otro amor incompleto?

El conductor detuvo el vehículo.

—¿Es usted, señor Dubin? —preguntó sacando la cabeza por la ventanilla.

—Dubin, sí —respondió el biógrafo, que se detuvo junto a un montón de nieve, protegiéndose los ojos con la mano.

Apagaron las luces de la camioneta.

—Soy Roger Foster. Quiero que sepa que tengo la intención de esperar hasta que se olvide de Fanny. Y me queda mucha vida por delante.

Dubin dijo que su padre también había sido longevo.

Se alejó del coche a buen paso.

Roger continuó su camino con las luces apagadas.

Una tarde avanzada del invierno, Maud Dubin llegó a casa con su maleta grande y una bolsa de viaje y enseguida se fue a dormir a su habitación de siempre. «¿Viene de visita?», preguntó Dubin, que volvía de dar un salto de una hora a la finca. «Está embarazada», respondió Kitty con tristeza. Dubin se sintió embargado por una sensación de pérdida. En los últimos tiempos se había ocupado poco de su hija, y ahora se lo recriminaba.

—¿De cuántos meses? —preguntó al cabo de un rato.

—Probablemente de dos. —Kitty paseaba por la habitación con las manos cruzadas.

—¿Ha dicho algo de abortar?

—Quiere tener el niño. —Al decirlo, el gesto de infelicidad dio paso a una sonrisa de ternura. Kitty adoraba a los niños pequeños.

Después de dormir quince horas seguidas, Maud apareció por la mañana temprano en el despacho de su padre con unas botas y un albornoz. Depositó en el escritorio un paquete de tabaco y una caja de cerillas. Traía el cutis fresco por efecto de la ducha y una mirada que quería aparentar serenidad. Dubin sabía que a su hija no le gustaba hablar en el despacho y que antes lo acusaba de estar siempre allí metido.

—¿Prefieres que hablemos en tu dormitorio —preguntó— o que salgamos a dar una vuelta?

Pero Maud prefería hablar cuanto antes.

Dubin la recordó de niña y volvió a sentir que había hecho algo mal, pero ¿qué? ¿No haberla casado? ¿No haber podido controlar el destino de su hija con su amor? Se cuidó mucho de guardarse aquella sensación de vida profanada.

Maud encendió un cigarrillo con mano temblorosa.

—Mi madre dice que te lo ha contado. Esto no es la Anunciación, me temo.

—Odio los accidentes que determinan el destino de una persona —dijo Dubin.

—Yo estoy en paz con éste.

Dubin le aconsejó no hacer las paces con tanta celeridad. Maud fumaba en silencio.

Le habría gustado abrazar a esa hija suya que atravesaba experiencias como si nada, pero supo que ella no quería.

—Me cuesta creerlo. Te hacía practicando la castidad en tu comuna zen.

—Pues créetelo —dijo Maud con sequedad.

—¿En eso fue a parar el satori?

—¿De verdad quieres saberlo?

Asintió, deseando saberlo sin oírlo.

Le contó que a los cuatro meses de estar en la comuna había recibido una carta: «De un hombre con el que tuve una larga historia de amor. Quería verme. No tenía intención de ir, porque fui yo quien rompió, pero se conoce que el zen no había hecho efecto en mí… me costaba concentrarme. No dejaba de pensar en tu consejo de que recordara mi condición de judía y viviera en el mundo real. Da igual, el caso es que volví a verlo y me quedé embarazada.»

—¿Así que he aportado mi granito de arena a la concepción? —suspiró Dubin.

—No seas irónico, papá.

—Estoy amargado.

—Pues no lo estés, porque yo no lo estoy. El maestro zen me ofreció quedarme en la comuna. Si hubiera dado a luz allí, ellos me habrían ayudado a criar al niño. Son una gente estupenda, pero no me sentí con derecho después de haber transgredido sus normas. Por eso he venido a casa.

—¿Sabe ese hombre, el padre o como quieras llamarlo, que estás embarazada?

—Llámalo padre, porque es un hombre paternal.

—¿Lo sabe?

Negó con la cabeza.

—¿Por qué no se lo has dicho?

—Porque no serviría de nada, está casado.

Dubin dejó pasar un tiempo antes de preguntar.

—¿Hay alguna posibilidad de que se divorcie?

Maud se sonrojó.

—Yo diría que no. Tiene más o menos tu edad y lleva treinta y cinco años casado.

—¿Mi edad? —Estaba sudando.

—Sesenta.

—¡Dios mío, es mayor que yo!

—Eso me decía yo misma muchas veces.

—¿Y cómo demonios se te ocurre liarte a tu edad con un viejo?

La pregunta lo perturbaba, se daba cuenta de su hipocresía, pero Fanny era una mujer experta cuando él la conoció.

—Para mí no es viejo.

La respuesta le puso una nube en los ojos.

—Sí, resultó que tenía sesenta años —dijo Maud, estrujando el cigarrillo para apagarlo—. Al principio me dio miedo que me triplicara la edad, pero luego se convirtió en una especie de idea mítica. Era un amante y más que eso —un padre, un amigo— y había en nuestra relación algo extraordinario que ha ocurrido desde que el hombre apareció en la tierra. Dejé de tener miedo y dejó de importarme su edad —a mí, a él no—, porque era un hombre joven de corazón y porque me quería. Sabía todo lo que yo quería saber, y cuando estaba con él yo me valoraba más.

—Yo siempre te valoré mucho.

—Demasiado, me parece.

—A mí nunca me lo pareció. Y creí que tú también te valorabas.

—Tenía mis dudas. Fue mi profesor de español en segundo curso. Durante la clase no podía quitarme los ojos de encima. Cuando hablábamos, me daba cuenta de su amor. Un día que estábamos en el vestíbulo y me ofreció agua en un vaso de papel, le temblaba la mano. Empezamos a acostarnos, aunque nunca me lo pidió. Se produjo así, sin más, cuando caí en la cuenta de que me había enamorado de él.

A partir de ese momento, comenzaron a verse con regularidad.

—Al fin, su mujer se enteró y sufrió un colapso nervioso. Comprendí que debía alejarme de la universidad y me uní a la comuna zen del sur de San Francisco, pero lo echaba de menos. Después de su carta, pasamos unos días juntos. La mañana en que se fue me desperté en el motel sabiendo que estaba embarazada.

—¿No te preguntó si tomabas precauciones? ¿Es que es imbécil?

—Me habría quedado embarazada aunque me hubiera ido a la cama con un crío de quince años —dijo Maud—. Soy muy torpe con el diafragma, y él no tenía por qué suponer que no estaba bien preparada. Es un hombre amable y educado, que me enseñó mucho de poesía. Leíamos juntos a los poetas clásicos españoles y yo era muy feliz. ¿Qué tiene de malo la felicidad?

Dubin no lo dijo.

—¿Era el hombre con el que viajaste a Venecia?

—¿Cómo te has enterado? Yo nunca os lo dije, ni a ti ni a mamá. Además, no coincidimos en aquel viaje que hiciste sin ella.

—¿Y tú cómo sabes que fui sin tu madre?

—Puede decirse que me lo confesaste aquel invierno en que pasé aquí una semana.

Dubin se levantó a la vez que su hija, la besó en el pelo y la atrajo hacia él. Sentía el temblor de su cuerpo embarazado.

—Me alegro de tenerte en casa.

—Supongo que te sientes traicionado.

—Siento muchas cosas, pero no precisamente eso. Eres tú quien se ha traicionado a sí misma.

—Yo no lo veo así.

Maud se dirigió a la ventana, la levantó y respiró profundamente.

—Necesito una bocanada de aire.

—No lo lograrás abriendo a medias una ventana doble. ¡Dios mío, ya no te acuerdas de que has pasado toda tu vida aquí!

Dubin abrió una ventana que tenía una ranura de ventilación en la base de la hoja exterior.

Maud se había vuelto a sentar y fumaba. Su padre le advirtió que no era conveniente en su estado, pero ella no hizo caso.

—Maud, ¿qué intentas probarte en esta vida?

—¿Por qué me preguntas eso?

—No te lo preguntaría si te lo preguntaras tú sola.

—Quiero vivir mi vida sin necesidad de vosotros.

Dubin le aseguró que él deseaba lo mismo desesperadamente.

—Presta atención a tu mujer —dijo Maud, levantándose—. No es feliz. —Y salió del despacho.

En la cena, si se cruzaban las miradas, los dos volvían la cabeza. Kitty sirvió a su hija un estofado de carne con verduras. Maud comió poco y apartó las pequeñas zanahorias en el borde del plato. Dubin, en cambio, comió con apetito.

—No es la mayor tragedia de la humanidad —dijo Kitty, mirando a través de la ventana.

Maud clavó los ojos en su madre.

—Disculpa, no quería decirlo así, pero no puedo evitarlo, preferiría que no hubiera ocurrido.

Hablaron de Gerald. Maud consideraba que había llegado la hora de hacer algo más que escribir cartas para ponerse en contacto con él.

—Tu padre ha prometido acompañarme a Moscú —le dijo Kitty.

—Habrá que pensarlo bien —respondió él—. No vamos a plantar una tienda de campaña en plena Plaza Roja.

Masticando con desgana, Kitty quiso conocer los planes de Maud.

—Tener mi hijo, criarlo, criarla, adaptarme a lo que tenga y llevar una vida sencilla y decente.

—Deberás acabar tus estudios —dijo Dubin.

—Todo a su tiempo —terció Kitty—; lo primero es el niño.

Dubin imaginó a su hija convertida en una viuda joven con un niño. ¿Qué otra cosa serás con un hijo sin padre? Estaba calcando de la peor manera la vida de Kitty.

Los ojos de Maud continuaban evitando los de su padre.

—¿Qué vas a hacer, con un recién nacido al que cuidar? —preguntó la madre, inquieta.

—Lo que sea necesario y lo que hacen muchas mujeres hoy en día. Hay modos de juntarse en beneficio de todas.

—Vivir sola con un niño puede resultar angustioso —dijo Kitty—. No niego que tenga sus compensaciones, pero debe de ser muy triste acostar a un chiquitín en una casa sin padre. Aunque de momento él no se dé cuenta, es una soledad doble y un destino que yo habría preferido evitarte a ti. Tal vez deberías plantearte el aborto.

—Fuiste tú quien me enseñó a valorar la vida, y yo la valoro. ¿Cómo podría abortar?

Si se casa para darle un padre a su hijo, pensaba Dubin, llegará un día en que él se muera por una amante.

—¿En qué podrías trabajar? —preguntó a su hija.

—Ni idea.

—¿No querrías consultar a un psicólogo? —propuso Dubin.

—¿Para qué?

—Para aliviar un poco tu destino.

—Mi hijo ilegítimo no es mi destino.

—Las ideas se aclaran antes con ayuda.

—Yo no tengo prisa.

—Déjala en paz —dijo Kitty.

—Déjame en paz tú a mí.

Maud dijo que pensaba vivir en Nueva York con su hijo.

—¿Por qué allí? —preguntó Kitty.

—Porque hay más oportunidades para una madre soltera.

—Podrías vivir aquí. Yo te ayudaría a cuidar al niño y estarías más libre —se ofreció su madre.

—No quiero vivir aquí.

—¿Qué oportunidades? —quiso saber Dubin—. ¿Prestaciones sociales? ¿Bonos de comida?

—No se refiere a eso —replicó Kitty con enfado.

Maud dijo que estaba dispuesta a recurrir a las prestaciones sociales si hacía falta, a lo que Dubin contestó que no era sensata.

—A lo mejor un día me vuelvo, quién sabe.

—Me gustaría echarte una mano —se prestó su padre—, pero en este momento atravesamos una situación delicada y la inflación no es precisamente una ayuda. Me preocupa nuestra economía.

—No quiero ayuda de nadie —dijo Maud.

—Debes hacer partícipe de la situación al padre del niño. Él tiene obligaciones contigo.

—Se lo contaré cuando me parezca oportuno.

—Maud, sé razonable —dijo Kitty.

—Soy razonable, madre. —Arrojó la servilleta a la mesa y corrió escaleras arriba.

—Compórtate con ella —advirtió Kitty a Dubin—. No te muestres insensible.

—Eso díselo a tu hija. Un embarazo no deseado no es ningún privilegio.

Habían levantado la voz y empezaron a discutir. Sobre sus cabezas, Maud aporreó el suelo con la bota.

Dejaron de gritar.

A la tarde siguiente, padre e hija caminaban por la nieve en dirección al puente cubierto. Maud iba cogida de su brazo. Por lo general, era el padre quien pedía que lo acompañara, pero aquel día lo había propuesto ella. Dubin pensaba decirle que contara con su apoyo. Maud llevaba los pendientes antiguos de oro que él le había traído de Estocolmo y Dubin se sintió conmovido, por los pendientes y por ella.

Le señaló varios grajos azules, tan abundantes aquel invierno, de los que contaron hasta ocho en un pequeño tramo nevado.

Al llegar al puente, Maud habló muy nerviosa.

—Papá, mi amante era negro y puede que mi hijo lo sea también.

A pesar de que continuaba enternecido, Dubin gruñó en voz alta.

—¡Jesús, qué desbarajuste estás haciendo de tu vida, Maud!

—Sé amable, por favor.

Parecía que se estaba ahogando. Dubin, que sentía la necesidad de sacarla a flote, fue incapaz de reprimir su cólera.

—No sólo casado, sino, por añadidura, negro. No sólo madre soltera, sino además blanca con un hijo negro. ¿Cómo vas a llevar una vida sencilla si te la complicas de un modo tan inconcebible?

—Me enamoré de un hombre y resultó ser ése.

—Hay amores imposibles.

—Éste nunca me lo pareció.

—Ahora comprendo por qué viniste aquel invierno con el pelo teñido.

—Tú no comprendes nada. —Tenía las facciones contraídas y la mirada estática.

—Comprendo la desgracia que te espera. Sería mejor que abortaras.

—Nadie va a convencerme de que me deshaga de este hijo. —Estaba llorando.

De vuelta a casa, hizo la maleta y la bolsa de viaje y pidió por teléfono un taxi para que la llevara a la estación de autobuses.

Kitty anuló la petición.

—Si te empeñas en irte, te llevaré yo.

Dubin le rogó que no se marchara.

—Discúlpame, he perdido los nervios. Quédate y hablaremos con calma.

Kitty le pidió que se quedara por ella.

—No puedo, madre, aquí soy muy desgraciada.

Su padre llevó los bultos al coche. El aliento se le convirtió en vapor al besarla en la mejilla.

—Estaremos en contacto, niña mía. Todo se arreglará.

A su vuelta de la estación de autobuses, Kitty lo acusó de haber echado a la joven de casa.

Dubin se metió en el coche y condujo a toda velocidad hasta la estación. Acababa de partir un autobús, que siguió hasta Winslow antes de darse cuenta de que aquélla no era la carretera de Nueva York.

Una noche que sonó el teléfono estando los dos sentados en el salón, Kitty y Dubin intercambiaron una mirada cargada de tensión, pero ninguno hizo intención de responder. Los timbrazos se prolongaron un momento antes de cesar. Miraron el aparato mientras sonó; luego se quedaron como escuchando el silencio vibrante en el aire.

—¿Por qué no has contestado? —preguntó él.

—¿Por qué no has contestado tú?

—Podría ser Maud. Creí que contestarías porque siempre lo descuelgas.

—Te habría puesto en compromiso si llega a ser una conferencia de tu chica.

—No tengo ninguna chica que me ponga conferencias. Podría haber sido Maud.

—Habría esperado más de cinco timbrazos.

—¿Ha llamado?

Kitty negó con la cabeza.

—¿Tienes su dirección?

—Dijo que escribiría.

—Yo le pedí que se mantuviera en contacto —dijo Dubin.

Al siguiente día que sonó el teléfono, Dubin levantó el auricular y oyó el clic característico de la interrupción después del «dígame» simultáneo de él y de Kitty. Pensó que podía ser una señal de Fanny, pero cuando la llamó desde el cobertizo, la joven dijo que no había telefoneado.

—¿No te he prometido que no volvería a llamarte jamás a tu casa?

—Podría haber ocurrido algo que nos impidiera vernos.

—Te dejaría una nota dentro de la puerta principal, sobre la mesa.

Dubin prefería ese método al de las llamadas. Aún no le había dicho a Kitty que Fanny era la nueva propietaria de la finca de los Wilson. Acabaría enterándose por sus propios medios, siempre demasiado pronto, pero, mientras tanto, el tiempo corría a su favor. Antes o después el tiempo marcaría la evolución de los acontecimientos y Dubin deseaba que evolucionaran bien.

Otro día, cuando volvió a sonar el teléfono, Kitty contestó delante de su marido. Escuchó un minuto, poniendo cara de perplejidad. «Creo que se ha equivocado usted», dijo antes de colgar despacio.

—¿Te das cuenta de que son equivocaciones?

—A veces se trata de cruces en las líneas.

—Me saca de quicio que se repitan tanto.

—Ocurrió mucho hace unos quince días, pero últimamente menos.

—Sí, me parece que tienes razón —dijo ella.

Kitty dormía mejor y ganaba peso. Se quejaba de que la carne se le acumulaba en la cintura y en los muslos. Tendría que ponerse a dieta para entrar en sus mejores vestidos, que empezaban a quedársele estrechos. Conociendo lo mucho que le preocupaba Maud, por no hablar de Gerald, Dubin pensó que se dominaba muy bien. Era patente que ayudaba la consulta de Ondyk. Por otra parte, el trabajo en el Centro de Oportunidades para la Juventud le permitía hacer por otros lo que no podía hacer por aquellos hijos suyos tan esquivos. Por la noche, se extendía con esmero la crema en la cara y las manos. Se había cortado el pelo y estaba guapa.

—¿Quieres que vayamos a la cama? —preguntó Dubin una noche.

—Esperemos un poco más —respondió ella, vacilante, con una expresión muy seria en los ojos oscuros.

—¿Tienes miedo?

—Sí.

También él pensaba que convenía esperar, aunque le doliera decirlo en voz alta.

Hacía algún tiempo que Kitty no se quejaba del problema. Parecía tranquila, objetiva, paciente. Dubin tenía la impresión de que lo trataba como a un convaleciente o como si abrigara la esperanza de que su marido se hallaba en vías de curación. Antes de salir, echaba una ojeada al despacho o adonde él estuviera y preguntaba qué tal. «Bien», decía él. «¿Cómo va el trabajo?» «Bien», volvía a responder. Ella sonreía, se marchaba a toda prisa y regresaba a oler los quemadores sin concederle importancia, como si entrara a mirar el reloj. En cierto modo le recordaba a la mujer que era cuando se conocieron, porque en los últimos tiempos parecía más independiente y más capaz de hacer su vida sin consultar con él. Dubin intentaba quitársela del pensamiento, sin conseguirlo. Intuía, además, que lo evitaba secretamente. Algunas veces sentía remordimientos, pero no se preocupaba en exceso porque la prefería así, autónoma y libre de él.

No habría podido recordar cuándo comenzó a pensar en el diario, pero lo cierto era que volvía a sentir curiosidad. Aquel cuaderno llevaba tanto tiempo dando vueltas por la casa, que le sorprendió no encontrarlo a la vista. Una mañana de las que ella salió, dejó el trabajo para buscarlo. Recorrió las habitaciones, mirando en los cajones de la cómoda, entre su ropa interior, en los estantes de su armario o detrás de los libros de su librería, en busca del sobado bloc azul en el que ella volcaba, a veces hasta altas horas de la noche, sus intensas confesiones en pasajes bien meditados. El tono era autocrítico, pero había reflexiones sobre la vida que a él lo hacían reflexionar. Dubin, convencido de que Kitty había vuelto a escribir, no dejaba de rastrear, asqueado hasta cierto punto de sí mismo, pero necesitado de entender el cambio que se estaba produciendo en ella.

Quería saber cómo se definía Kitty en aquel momento y cuánto sentía o dejaba de sentir por él. Tal vez lo asaltó la curiosidad al darse cuenta de que ya no dejaba el diario en cualquier parte, como se deja el periódico del día anterior. Antes lo veía en su cómoda o en la de ella, o abajo, sobre una silla de la cocina, o en el cuarto de baño. Por lo general, le daba rabia encontrárselo, porque pensaba que ella lo dejaba a mano para él, y no le apetecía enterarse de sus miedos o sus preocupaciones, ni de cómo William Dubin la había defraudado de nuevo. ¿Para qué molestarse en leerlo, si antes o después Kitty le diría sin tapujos lo mismo que había escrito? En conjunto, conocía su evaluación. Lástima que él no llevara un diario que ella pudiera leer, aunque Kitty jamás lo habría tocado sin su permiso. Tolstói y su esposa se leían los diarios mutuamente y se hacían sufrir. Las confesiones totales no eran por definición la verdad pura, puesto que existían medios perversos de confesar lo confesado. A pesar de todo, y dado el estado de ánimo en que la veía, consideraba oportuno asomarse al interior de la cabeza de su esposa, para saber si él podía actuar con libertad, causando el menor dolor posible.

Buscó debajo de la cama matrimonial; entre el montón de correspondencia sin contestar que Kitty tenía en su escritorio; en los cajones del escritorio. No encontró cartas de ningún amante, en caso de que existiera. Dubin no acababa de creer que tuviera una aventura. ¿Con quién? Eso, para ella, era un asunto peliagudo. Más de una vez había hecho hincapié en que aprobaba las relaciones extramaritales de «algunas mujeres»; según lo que Dubin podía deducir, las que encontraban pocas satisfacciones en matrimonios precarios. «Pero dudo mucho de que yo pudiera —añadía—. No estoy hecha para eso.» Se reía jadeando, como si acabara de confesar una falta grave.

—¿Y cómo lo sabes si nunca lo has intentado?

—Me conozco. —Vaciló al decirlo, mirando a su marido, como esperando que él despejara sus dudas, cosa que Dubin no hizo.

Luego, más segura, añadió: «No digo que no me apetezca. Francamente, lo he pensado, pero a mi edad no sé a quién podría interesar. Ya no soy una mujer joven».

Dubin le dijo que, pese a todo, continuaba siendo atractiva, pero le faltó convicción en la voz.

—Deja de recordar la fecha de tu nacimiento.

—Me gustaría haber sido más lanzada de joven… más atrevida, porque yo soy una mujer apasionada, pero me habría costado mucho tener una aventura mientras Nathanael paseaba al perro o tú cogías flores. No habría aguantado el engaño y la mentira que requieren las infidelidades, aunque, según mi abuela, a mi madre esas cosas se le daban tan bien que las hacía sin pestañear. Claro que yo no soy ella. Creo que, en conjunto, me encontraba aburrida.

Dubin la admiraba, porque ni se conocía mal, ni vivía mal con lo que conocía, pero pensaba que era una mujer relativamente inexperta. La vida se le cayó encima como un árbol arrancado por la tormenta que hubiera llegado volando, y ella salió a rastras de debajo de una tonelada de ramas rotas, aturdida, sangrante, traumatizada; después de lo cual, la había dejado más o menos en paz. Una lesión leve nunca sobra, porque si notas la herida es que estás vivo. Sin embargo, a medida que él se hacía más experto, ella se lo parecía menos, y aunque se consideraba una mujer apasionada, existían ciertos aspectos de la experiencia sensual a los que jamás se había acercado. No jugaba con las cosas que pueden estallarte en la cara. Con un árbol que se te caiga encima a lo largo de tu vida hay suficiente. Daba la impresión de que siempre adoptaba una actitud defensiva; poseía ese tipo de carácter y, por tanto, ese tipo de inocencia. Para colmo, no sabía mentir. ¿Habría podido enseñarla él?

¿Había cambiado? ¿Era posible que hubiera cambiado? ¿Había decidido, a pesar de su edad, o precisamente por eso, darse un gusto en señal de protesta ante la negligencia de su marido? Y si tenía una relación, ¿no era él mismo quien la había empujado? Pero, ¿con quién podía liarse en Center Campobello? ¿Oscar quizá, para igualar el marcador por lo suyo con Flora? No era probable. En caso de que se hubiera permitido sentirse atraído por Kitty, habría ido tras ella muchos años antes. Sólo en una ocasión logró convencerla de que acompañara su flauta con el arpa. ¿Evan Ondyk? Según ella, no le gustaba para amante. ¿Roger Foster, llevada del deseo de un hombre joven? Dado el fracaso de su anterior atracción, Dubin dudaba de que se interesara por Roger en ese momento, aunque no podía asegurarlo. Las mujeres de su edad pueden resultar deseables para hombres más jóvenes que ellas y Kitty podía haberse mostrado dispuesta si él lo estaba. Pero Dubin pensaba que el candidato más probable, en caso de que su mujer tuviera una aventura, sería el tipo de orientador social que trataba en el Centro para la Juventud, porque ella admiraba a la gente que daba consejos sobre la vida a los demás.

Un día en que Dubin había notado la existencia de una pérdida en el calentador del agua, bajó al sótano para comprobar el alcance de la avería. El aparato goteaba sin parar. Subió las escaleras a toda prisa para llamar al fontanero, pero al levantar el auricular oyó la voz de Evan Ondyk al otro lado de la línea. Estaba a punto de colgar cuando Evan dijo en voz baja: «Podemos comer y luego estar juntos».

—¿Hay alguien en el teléfono? —preguntó Kitty en alto con nerviosismo. A Dubin le llegaba su voz al mismo tiempo a través del aparato y desde el piso de arriba. Notó que el corazón le martilleaba y guardó silencio, guardándose de colgar, para que su mujer no lo oyera.

Después de un largo silencio, Ondyk dijo que a él no se lo parecía.

—¿Dónde está William? —preguntó.

—En su despacho, creo. Vamos a dejarlo ahora, Evan. Iré… ya sabes dónde, y por favor, no me llames aquí, me altera oír el timbre del teléfono.

—Me has llamado tú, Kitty.

—Para que tú no llames.

Evan insistió en que era muy precavido.

—Pero, ¿de qué otro modo puedo avisarte si de repente dispongo de tiempo libre?

—Con señales de humo —contestó ella.

Se echaron a reír.

—Lo estoy deseando.

—Yo también. —Y colgó.

De la terapia a la cama del terapeuta no había más que un paso. Es probable que el cabrón se diga que me está haciendo un favor… sustituyamos al amigo de la polla floja.

Dubin esperó en el sótano hasta que Kitty bajó a desayunar. Al entrar en la cocina, comentó que el calentador de agua tenía una pérdida y Kitty dijo que avisaría al fontanero. Ninguno de los dos miró mucho tiempo al otro.

A media mañana, mientras ella tomaba un baño, salió de casa y fue andando hasta el pueblo para alquilar un coche, que estacionó en una calle cercana. Era un día nublado de febrero. Kitty, que salió con unas medias de un color rosa chillón casi a mediodía, dijo: «El fontanero vendrá a lo largo de la mañana. Tengo que hacer unas compras. En la nevera tienes una hamburguesa descongelada si te apetece para comer. El café está puesto».

Se detuvo un instante por si le quedaba algo que decir, pero no había nada, y no regresó a meter la cabeza en los quemadores. Ya había aprendido lo que puede cambiarte una aventura.

Dubin la siguió a distancia en el coche de alquiler hasta un motel situado a pocos kilómetros, donde el automóvil verde manzana dobló para acceder al aparcamiento. Al pasar de largo, comprobó que su esposa entraba en la habitación a cuyo frente se encontraba aparcado el Buick de Ondyk. Justicia histórica; era el motel al que iba él con Fanny.

Dubin regresó a casa en estado de excitación y con un cierto sentimiento de nostalgia. Se sentía aliviado y al mismo tiempo oprimido por una descarga de energía. Sentado a su escritorio, delante de una hoja de papel en blanco, confeccionó una lista con los pasos del divorcio. Recordaba las leyes mejor de lo que había imaginado y además se dio cuenta de que se había mantenido informado de los últimos cambios introducidos en el estado de Nueva York en materia de divorcio.

En las semanas que siguieron Dubin fingió que ignoraba la circunstancia de la aventura de Kitty. Algunas veces, cuando ella salía para ver a su amante, él sentía un molesto pesar autopunitivo. Siempre que iba a encontrárselo, ella se ponía la pulsera de plata labrada que Dubin le había comprado en Estocolmo después de comprarle a Fanny la de oro en Venecia. Últimamente, llevaba también un antiguo colgante suyo, un medallón de la Virgen María. Por lo general, dejaba la alianza en casa cuando salía con Evan, pero Dubin no daba muestras de notarlo, ni de sospechar nada. Dudaba de que hubiera tenido alguna aventura de joven, pero los años y las necesidades habían marcado la diferencia.

En cuanto al diario, aún se mantenía ojo avizor. ¿Qué escribiría ella de sus amores? Necesitaba saberlo. En su armario encontró las zapatillas que utilizaba para el jardín; eran largas, con una ranura para separar los dedos, cómicas. El deslucido sombrero de paja color naranja parecía más propio de una abuela. Se recordó y la recordó una generación antes, un hombre y una mujer que acababan de encontrarse y que, movidos por el respeto mutuo y la magia de la posibilidad, estaban dispuestos a conocerse y a quererse el uno al otro. Era un acto de valentía en la vida, que ellos supieron llevar adelante durante un tiempo. Para Dubin, existía, además, una condición matrimonial, por la cual cuando has convivido durante años con una persona que te ha tratado consideradamente, quieres recordarla siempre como la mujer considerada que fue contigo y continuar respetándola, sea o deje de ser tu esposa. Dubin esperaba que Kitty no se lo echara a perder.

Una tarde descubrió el diario en el horno. Seguramente había estado antes en otro lugar, pero ahora estaba allí, donde Kitty metía a veces las cosas que no quería tener por medio. Cuando él se lo desaconsejaba, le respondía que en toda su vida había provocado un fuego. Dubin hojeó las últimas páginas. Kitty escribía poco sobre sí misma, nada que se refiriera directamente a su marido y ni una palabra de Ondyk. En cambio, para su sorpresa, descubrió que se había dedicado a leer biografías de mujeres importantes. Las cuatro que mencionaba eran Charlotte Bronté, Rosa Luxemburgo, Jane Welsh y Eleanor Roosevelt, con comentarios sobre su lucha para reunir fuerzas que les permitieran soportar la tiranía de maridos y amantes.

La mayor parte de las notas del diario hacían referencia a Jane Welsh, la esposa de Thomas Carlyle, una mujer excepcional por ingenio, carácter e intelecto, dotada de un enorme talento para la expresión literaria, que, escribía Kitty, «podría haber hecho una notable carrera de escritora si no se hubiera enredado en un desdichado matrimonio Victoriano. ¡Qué época!». Carlyle, que a ratos podía ser un marido tierno y cariñoso, especialmente cuando estaba lejos de ella y le escribía cartas desde Escocia o desde otra parte, era un hombre genial y, en la práctica, absolutamente centrado en sí mismo, que dedicó muchos años y mucho sufrimiento visceral a la redacción de los numerosos volúmenes de sus vidas de Cromwell y Federico el Grande, mientras que su infeliz esposa languidecía enferma y abandonada en la habitación de al lado. En cierta ocasión, con motivo de un grave accidente que tuvo en la calle, Jane escribió en su diario: «¡Ay, esposo mío! ¡Si conocieras mis padecimientos! Mi sufrimiento se hace atroz. ¡Cómo me gustaría tenerte a mi lado! Estoy espantosamente sola, pero no quiero interrumpir tu trabajo». Aunque Carlyle dependía de ella para casi todo, se mostraba ciego en lo relativo a su soledad; le daba muy poco en el terreno de los sentimientos y nada en el del sexo. Al parecer, igual que Ruskin, fue impotente durante toda su vida matrimonial. Cuando Jane murió en Londres, Carlyle, que estaba en Escocia, soñó con su muerte. La enterraron junto a su padre, y en aquel instante comenzaron los remordimientos del marido. Quince años más tarde aún la lloraba: «¡Si pudiera tenerte cinco minutos a mi lado para decírtelo todo!».

«¡A buenas horas!», escribía Kitty. Su última entrada sobre Jane Welsh, rezaba: «Había noches en las que se despertaba hasta treinta y cuarenta veces. Dormía una media de tres horas, “a ratitos”. Y sin embargo, no fue ni una persona derrotada ni una víctima, todo gracias a su talento para la amistad, la literatura y la defensa de sí misma. El matrimonio le parecía “una institución escandalosamente inmoral” y “sumamente desagradable”». Kitty calificaba a Carlyle de «hombre nervioso y narcisista, biógrafo obsesionado e impotente». A Dubin no le pasó inadvertido el subrayado.

En la siguiente entrada se refería con un tono de desesperación a Gerald. Dubin arrojó el diario al horno y consideró seriamente la posibilidad de encender el gas.

Una noche Kitty entró en el cuarto de Maud, donde dormía Dubin, y junto a la cama, de pie y a oscuras, le contó un sueño terrible que acababa de tener sobre su hija. «Daba a luz, pero no me dejaba ver al niño. Entonces aparecía en la habitación un negro que acuchillaba a la criatura. Me hundí en un desmayo tan profundo que no sé cómo he podido despertarme y llegar hasta aquí».

—¿Quieres meterte en la cama conmigo?

Tardó en responder.

—¿Te importaría bajar primero a mirar los quemadores? Tenía intención de hacerlo, pero se me olvidó.

Lleva en la cabeza el silbido del quemador abierto, pensó Dubin, y yo tengo que vivir con esa fantasía como si fuera una realidad.

Dubin se levantó al tiempo que ella entraba en la estrecha cama de Maud. Metió los pies en las chanclas y bajó a la cocina a olfatear el gas. Después de apretar los mandos, olisqueó sobre los quemadores para asegurarse de que no había escapes. Se sentía obligado a olerlos si ella se lo pedía. Era una responsabilidad. Se miente sobre la amante, pero no sobre el gas. Calculó cuántas veces habría olido los quemadores desde que se casó con Kitty. ¿Cuántos metros cúbicos de gas habría inhalado en los centenares de veces que se había inclinado sobre la cocina por deseo de ella? Uno se casa también con las heridas de la mujer y las absorbe. Ocurrirá igual por la otra parte, pensó. Sus heridas habían herido a Kitty.

¿Qué olería yo para Fanny? Sólo su cuerpo. Las tetas, que le huelen a flores; el coño, que le huele a sal marina.

De vuelta al cuarto de Maud se encontró con la lámpara de la mesilla encendida. Kitty reclinaba la cabeza en la almohada a la luz suave de la lamparita.

—¿Deseas algo? —preguntó ella.

—Nada que no sea el favor de dejarme dormir, si lo consigo. Quédate aquí, yo me iré a nuestra cama.

—¿Seguro que nada?

—Nada en absoluto.

Estaba durmiéndose, cuando Kitty se metió en la cama junto a él.

—William, debo confesarte una cosa. He tenido una aventura con Evan. Comenzó hace dos meses más o menos y tú sabes por qué.

—¡Ese comemierda! —exclamó, sombrío.

—No, en absoluto. Es un hombre amable y comprensivo y mucho más sensato de lo que tú imaginas. Accedí a irme a la cama con él cuando me lo pidió porque no es muy feliz con Marisa y porque yo estaba disgustada y harta de ti. Sin embargo, lo que quiero decirte ahora es que he roto. No me arrepiento, aunque no me resultó fácil. De no haber sido por ti, jamás me habría atrevido.

—¿Continúa siendo tu psicólogo?

—No debería, y lo siento porque me ayudó mucho. No estoy segura de qué hacer.

—¿Quieres el divorcio? —preguntó Dubin.

Kitty reconoció con amargura que ya no sabía lo que quería.

Invierno

Querido William, querida madre:

Si esta carta llega a vuestro poder será a través de una amiga de la embajada francesa que conocí al venir aquí. Escribo en su habitación mientras ella hace las maletas. Abandona la Unión Soviética para casarse con un estudiante de medicina en Francia y me ha prometido hacer lo posible por sacar esta carta del país. Si lo consigue, os llegará desde Rouen, pero vosotros no podréis responder porque no dispongo de unas señas que daros. Me enfrento a un problema grave, cosa que no os extrañará. Duermo en un chamizo helado y apenas tengo nada para comer. Estoy extenuado y enfermo.

He aquí los hechos. El KGB me reclutó en Estocolmo para el espionaje soviético. Aunque no estaba seguro de aceptar, al fin lo hice, pensando, supongo, en ser fiel a mí mismo. Me trajeron a la Unión Soviética en avión desde Finlandia, después de cruzar el Báltico en barco. Una vez en Moscú, me enseñaron a cifrar y descifrar códigos con un equipo electrónico. El coronel Kovacol, que dirigía mi unidad, me citó dos veces por la excelencia de mi trabajo. Como cabía esperar, no tardé mucho en caer en desgracia. Fueran cuales fueran las razones que me trajeron aquí, no vine por amor al comunismo; por otra parte, había subestimado los efectos de un régimen totalitario. En esta sociedad, el hombre es una cosa superflua. Aquí se encuentran los peores aspectos de la vida americana, corregidos y aumentados por un materialismo aterrador. Ahora comen todos, pero pocos piensan con independencia, y aquellos que se atreven y lo dicen acaban en la cárcel. Me deprimí pensando que voy a peor siempre que pretendo ir a mejor. En resumen, resolví marcharme y solicité que me devolvieran a Suecia, lo cual fue, como comprenderéis, un error de bulto, ya que debería haber esperado a que existiera un motivo para que ellos mismos me expulsaran del país.

Kovacol me dijo que no había ninguna posibilidad para un extranjero que conocía los secretos de los códigos que guardan en sus ordenadores. Me preguntó por las razones de mi marcha y yo le contesté que quería enmendar una terrible equivocación. No añadí que toda mi vida es una suma de equivocaciones. Respondió que el destino de un humanista burgués es restringido por definición. Me dijo que tenía suerte de que no me pegara un tiro allí mismo y me expulsó de la compañía sin pagarme nada. El amigo con el que vine desde Estocolmo, que fue quien les dio mi nombre, no quiso volver a verme.

Las primeras semanas me dejaron en paz, hasta que empezaron a seguirme para descubrir si tenía contactos. Tuve uno durante poco tiempo, un hombre al que conocí una noche en un parque. Al principio no confiaba en mí, pero después se mostró solidario. Cuando me comunicó que era judío, yo le dije que tú también lo eras, William, y le conté todo lo relacionado con mi situación aquí. Arkadi Danidovich resultó ser un disidente. Durante varias semanas su esposa y él me ayudaron escondiendo paquetes de comida en los lugares que me indicaban, pero dejé de recogerlos cuando caí en la cuenta de que llevaba en los talones a la policía secreta. Arkadi y su esposa tienen dos hijos, un chico de trece y una niña de nueve, y por nada del mundo quisiera que su vida empeorara aún más por mi culpa. Aunque no volvimos a vernos, ellos se las ingenian de cuando en cuando para hacerme llegar un sobre con algunos rublos. Me mezclo con la multitud y al salir llevo dos o tres rublos en el bolsillo, pero últimamente —desde que me siguen día y noche— esto ocurre cada vez menos.

He intentado acceder a la embajada de Estados Unidos, pero los guardias soviéticos me lo impiden en cuanto me reconocen. Si me quedo a esperar que salga algún estadounidense, me echan de allí a porrazos. No sé cómo lo hacen, pero el caso es que cuando llamo desde una cabina pública me intervienen la línea. Oigo un zumbido y la voz se me convierte en un ruido. Es como si te borraran del mapa.

No sé cuánto podré aguantar. Me traslado de un lugar a otro, por lo general con ellos detrás, sin que se decidan a detenerme, aunque yo empiezo a desearlo. Si tengo suerte, acabaré en un campo de trabajo del Gulag, sometido a un régimen estricto, lo cual, francamente, representaría un alivio, porque al menos no me vería obligado a buscar un trozo de pan, ni a esconderme donde ellos acaban encontrándome. Tengo una tos ronca y una diarrea casi constante. Puede que sea el castigo que han querido infligirme hasta que reviente.

Me da miedo mi destino. Tengo miedo hasta de mí por el destino que yo solo me he labrado. Ahora mismo daría media vida por ser libre la otra media.

Ojalá hubiera algo que pudierais hacer por mí. ¿Hablar con la prensa? Es posible que me fusilaran en el acto. Yo mismo me he bloqueado las salidas. Toda mi vida he caminado dentro de un túnel, creyendo encontrarme a cielo abierto. Mi único acto de generosidad ha sido dejar de aceptar la comida que me proporcionaban un disidente judío y su familia.

Decidle a Maud que pienso mucho en ella. Mi madre es mi madre y tú, William, eres mi padre. A veces se tarda en aprender las cosas más sencillas.

Gerry

Dubin sentía lástima por D. H. Lawrence.

En una carta a su cuñada Else, el autor había escrito: «Esto es encantador, el viento, las nubes, el mar que corre a estallar en la isla de enfrente y se abre como una flor. ¡Si me encontrara bien y recuperara las fuerzas!

¡Estoy tan débil! A veces lloro por dentro lágrimas negras. Me gustaría acabar para siempre.»

Frieda lo sostenía del tobillo mientras agonizaba. «De cuando en cuando, le cogía el tobillo y lo notaba lleno de vida. Sé que lo llevaré en la mano hasta el fin de mis días.»

Tras la muerte de Lawrence, Middleton Murry, su detestado ex amigo, fue a visitar la tumba, y no mucho después Frieda y él se hicieron amantes. Murry escribiría en su diario: «Con ella, por primera vez en mi vida, he conocido la plenitud amorosa».

Kitty no podía dormir. Dubin se despertó y la vio con los ojos abiertos.

—¿Todavía no te has dormido?

—No. ¿Cuándo salimos para Rusia?

—Cuando lleguen los visados.

—¿Y qué haremos una vez allí?

—Llamarlo a gritos.

—Maud no ha telefoneado.

—Lo sé.

Kitty se quedó dormida, roncando bajito. Hablaba en sueños: «Nat, querido Nat».

Dubin, con una sensación dulce y placentera, recordó que su madre entraba a cubrirlo con una segunda manta las noches de mucho frío.

Se quedó despierto, recomponiendo una carta que llevaba en la cabeza para Gerald. Luego, salió de la cama y se fue a dormir al cuarto del chico.

A última hora de la tarde, se levantó una brisa que arrancaba sonidos marinos a las copas de los árboles deshojados; por la noche, el invierno hundió sus manos heladas en el viento. Pero una media luna iluminó el cielo azul oscuro para hacerlo suave y diáfano, como si el inicio de la primavera pudiera adoptar la forma de un claro de luna, lo cual no era mala idea en un clima frío.

Dubin volvía a trabajar en el despacho del cobertizo. Kitty ya no preguntaba por qué, ni dónde ni cuándo. Trabajaba por las mañanas y volvía después de cenar, hasta casi las doce, salvo las noches en que dejaba la luz encendida y se iba pronto a la finca de Fanny. Había dicho a Kitty que no pensaba contestar el teléfono, porque no quería interrupciones.

El biógrafo, armado de una gruesa rama de abedul, atravesaba los bosques y subía por el camino que llevaba a la finca. La nieve se había derretido, pero de noche los surcos del camino de tierra se endurecían. Faltaban pocas semanas para la estación del barro. Dubin, que había puesto fin a sus tardes de paseo, seguía ahora una nueva ruta de casa a casa, pasando por el cobertizo y el bosque de Kitty, hasta la finca, y vuelta al despacho del cobertizo para estar a solas unos momentos antes de entrar en casa. En la cama, despierto mientras Kitty dormía su primer sueño, se planteaba ayunar un día a la semana.

Aquella noche precursora de la primavera, corría a casa de Fanny. ¿Adónde si no? Azotado por el aire, se agachaba detrás de los árboles para recuperar el aliento. Por el camino, con el viento de espalda, la marcha habría resultado más fácil. En el enorme establo de Fanny reinaban el silencio y la oscuridad, pero en la cocina se veía luz. La distinguió al otro lado de la ventana, sentada a la mesa, con la chaqueta acolchada y el gorro de lana beige, leyendo el periódico local. Flor de nieve bostezaba a sus pies. Fanny, que llevaba las botas manchadas de barro, parecía cansada y baja de moral. Dubin, preocupado por ella, llamó con la aldaba y entró con la llave que ella le había dado. El fregadero estaba lleno de cacharros sucios, que él se apresuró a fregarle.

Fanny confesó que la finca la tenía terriblemente preocupada. No había pensado en dedicarle tanto tiempo ni tanto trabajo. Craig Bosell, que se había caído de una escalera en su propio sótano, estaba hospitalizado, y era imposible encontrar un sustituto por el modesto sueldo que él aceptaba. Al día siguiente de su marcha, un perro que consiguió colarse por debajo de la cerca de alambre, mató a una de las Toggenburg en los pastos de las cabras. Le desgarró las ubres y se comió una oreja. Fanny ahuyentó al sabueso con un hacha entre los aullidos de Flor de nieve, pero la cabra era ya un cadáver sangriento. La joven cavó una tumba llorando. Dubin la ayudó a enterrar al animal.

Las cabras no eran asunto fácil. Trudy, la preñada, una nubia blanca y negra de enormes orejas, que Fanny había adquirido ya adulta, andaba siempre lloriqueando. Era un animal neurótico. Nada más quedarse sola y a oscuras empezaba a gritar de miedo, hasta que aprendió a encender la luz apretando el interruptor con el morro cuando Fanny salía del establo, que se quedaba encendido toda la noche. Hubo que encerrarla en otra casilla, pero Trudy baló sin parar toda la noche y Fanny la devolvió a su sitio y dejó que encendiera la luz cuando le viniera en gana. «También yo, de pequeña, tenía miedo a la oscuridad.» Sentía debilidad por la cabra preñada. «Está a punto de parir y casi me da rabia que llegue el momento. ¡Se la ve tan contenta de ser una cabra preñada!»

Echaba a paladas el heno de las cabras en los pesebres situados en alto y llenaba de agua tibia los cubos de goma colgados de la pared; limpiaba las casillas y sacaba el estiércol; esparcía el aserrín nuevo y dedicaba una hora diaria a cepillarles el pelo; recogía de los nidos de las gallinas los huevos recién puestos, aún calientes, que vendía o trocaba en el pueblo; y aún le quedaba una docena de tareas pendientes que la mantenían ocupada hasta que oscurecía. Se quejaba de estar muerta de cansancio, pero siempre conservaba energía para el sexo. «Pues vaya, si no.» Se cambiaba en su cuarto y se ponía un camisón trasparente antes de que Dubin subiera. En la cama se mostraba aventurera, excitante, incluso sabia. Después, charlaban bajito, con cariño y franqueza. Dubin se daba una ducha, se vestía y regresaba a buen paso a su despacho, donde pasaba sus diez o quince minutos contemplativos antes de entrar en casa.

—¿Cómo ha ido la noche? —preguntaba Kitty.

Él decía que bien.

Una noche de febrero en que la temperatura bajó de cero, a Fanny se le helaron las tuberías y tuvo que pagar setenta y dos dólares por reparar la que había estallado en el sótano y desatascar las que no dejaban pasar el agua. Una semana más tarde, a raíz de una espantosa tormenta, apareció una gotera en el techo, alrededor de la chimenea. Arreglarla costó otros cincuenta dólares. Fanny se preocupaba por los elevados costes del mantenimiento, y Dubin compartía su preocupación. La joven no sabía cómo iba a sacar adelante todo el trabajo, además de ordeñar a Trudy dos veces diarias cuando pariera y de cultivar en el verano el huerto que tenía pensado. «Por otra parte, quisiera plantar flores para mirarlas siempre que me apetezca.» Dubin dijo que necesitaba ayuda y, para empezar, le aconsejó contratar a media jornada un estudiante del instituto. Se ofreció a costear lo que cobrara por horas. «Hace poco he dado dos conferencias muy bien pagadas.»

Fanny no quiso.

—¿Por qué no?

—Porque no soy tu puñetera mujer y no quiero dinero tuyo.

—¿Qué puedo hacer por mi amiga? —preguntó Dubin al cabo de un rato.

—Yo afrontaré mis gastos.

Algunas veces Dubin se presentaba por la tarde para reparar lo que podía. Cortaba las astillas para la cocina. En una ocasión cambió una ventana rota; en otra arregló un casquillo… pequeñas chapuzas que llevaba años sin hacer. Roger Foster, según le informó Fanny, iba todos los fines de semana. «Me ayuda a limpiar el establo.»

Aunque se le habían rellenado los pechos y las caderas, Fanny se empeñaba en que había perdido peso. Tenía el rostro afilado. Una noche, al destrenzarse el pelo, encontró una cana; y Dubin le hizo notar que aquellos cuatro o cinco pelitos oscuros de la barbilla despuntaban de nuevo. Fanny saltó de la cama para comprobarlo en el espejo. «Me gasté cien pavos en la electrólisis y las inyecciones, creyendo que me había librado de ellos para siempre.» Estaba furiosa: «Pues no pienso volver a quitármelos, aunque me crezcan dos metros».

—Doña Barbazul —bromeó él.

—¡No me llames eso! —le gritó.

Dubin pidió perdón.

—También me llamas Kitty, por si no lo sabes.

—¿Mucho?

—De vez en cuando.

Se disculpó.

De nuevo en la cama, Fanny empezó a quejarse de su vida.

—No ha salido nada como yo esperaba. Desde que Craig se rompió la cadera no tengo un momento para mí. Me falta tiempo para leer y me siento perdida delante de la página impresa. A veces tengo la impresión de que la vida se me ha escapado entre los dedos.

—¿Te equivocaste al comprar la finca?

Le repugnaba la pregunta por temor a la respuesta, pero, después de una pausa, Fanny dijo: «No me equivoqué viniendo aquí, pero ahora sé que aquella idea mía de tener un establo lleno de tiernos animalitos que me dieran los buenos días con sus alegres gañidos estaba sacada de los libros de mi infancia. Sin embargo, me encuentro bien, le he cogido cariño a la casa y estoy satisfecha de haber ido arreglándola poco a poco como yo quería».

Dubin opinaba que la había adaptado con gusto.

—Ni se me pasa por la cabeza dejarlo, sólo me quejo de que me ata demasiado. Todo lo que hago, lo hago porque no me queda otro remedio.

—No todo.

—Te sorprenderías. —Luego, sonriendo, añadió: «No todo».

Fanny pensaba mucho en su futuro.

—¿En cuanto a qué?

—En cuanto a mí misma. Todavía me cuesta concretar a qué voy a dedicar mi vida.

—Ahora te conoces mejor de lo que te conocías no hace mucho tiempo.

—Sí, pero aún no sé qué quiero hacer, ni qué profesión elegir. A veces se me ocurre mandarlo todo al carajo y casarme. Quiero tener un hijo antes de ser demasiado mayor, recogerme y no estar soltera para siempre.

Dubin comentó que tenía derecho.

—¿Contigo?

—Conmigo o sin mí.

Fanny lo dejó correr. Luego, añadió: «Otras veces, en cambio, preferiría estar soltera y dedicarme a una carrera que me infunda respeto, te lo digo de veras. Algo que valga la pena y que yo haga muy bien, sin conformarme con ser una más. Quiero que llegue un momento en el que me sienta satisfecha de mí misma».

Dubin preguntó si pensaba en algo concreto.

—He pensado tanto que hasta llegué a pensar en vender antigüedades en casa —respondió—. Mi madre lo hizo en una ocasión, y a mí gusto no me falta, pero no es un negocio que requiera mucho cerebro. Descarté la enseñanza porque no me creo con derecho… todo el mundo sabe lo que yo sé. Estuve mirando programas de medicina veterinaria, que eran más una fantasía que otra cosa. Sin embargo, hay algo que me ronda la cabeza desde que fui secretaria en un bufete… estudiar derecho y practicarlo. El problema es que ahora mismo no podría asistir a una facultad, aunque no creo que rechazaran mi solicitud. Hoy en día aceptan a las mujeres mejor que antes y yo, aunque tardé seis años en licenciarme, obtuve buenas notas.

No era la primera vez que hablaban de los estudios de derecho, como en aquel momento dentro de la cama. Dubin contó su decepcionante experiencia de abogado.

—Me dio pocas satisfacciones, quizá por culpa mía. Si hubiera tenido más paciencia y menos obsesión con ganarme la vida, habría podido dar otra orientación a mi carrera, pero me vi envuelto en fraudes de poca importancia y más tarde en chanchullos peores. Claro está, me repetía que las leyes no son perfectas, ni los seres humanos tampoco, pero era incapaz de soportarlo. Montaigne quiso retirarse de la vida pública para no seguir mintiendo en aras de la conveniencia. Yo no quería volver a mentir jamás de los jamases.

—La abogacía no tiene por qué ser eso —dijo Fanny—. Me gustaría especializarme en las leyes que protegen el ambiente y los derechos de la mujer; representar en los tribunales a los pobres. Preferiría ser abogada de oficio.

—Tendrás que hacer algo más para ganarte la vida.

—Podría alimentarme con lo que cultive en la finca y al mismo tiempo trabajar en la oficina de asesoramiento legal del pueblo. Y si no encuentro trabajo aquí, una vez aprobado el examen para colegiarme, podría dedicar la mitad del tiempo a la clientela de pago y la otra mitad a la gente sin medios.

Dubin quiso saber si se iría del pueblo para estudiar en la facultad que la aceptara.

—Hay dos, la antigua de Albany y la nueva de Royalton.

—En primer lugar no podría permitírmelo y en segundo lugar quiero vivir aquí.

—No puede decirse que carezcas de medios, Fanny. El precio de la propiedad inmobiliaria no deja de subir. Le sacarías buen provecho a esto.

—Ya te he dicho que no quiero vender mi finca —afirmó, incorporándose—. Espero seguir viviendo aquí.

—No te enfades conmigo en la cama.

—Quédate esta noche —pidió ella—. Me siento sola.

No podía.

De vuelta a casa, encontró a Kitty despierta, leyendo. Ya no le preparaba la mesa del desayuno por las mañanas. En lugar de emparejarle los calcetines recién lavados, se los echaba al montón de la cajonera.

—¿Crees que encontraría trabajo de secretaria? —le preguntó—. Soy buena mecanógrafa, pero me falta la taquigrafía. Claro que podría apuntarme a un curso nocturno, pero ¿quién iba a querer una secretaria de más de cincuenta años?

—Alguien la querrá.

—No muchos.

Dubin no lo veía tan imposible.

—Eso te liberaría de mantenerme.

Dubin no deseaba esa liberación.

—Sería una vida vacía —dijo Kitty.

Dubin calló.

Al cabo de un rato, Kitty comentó: «Fumo demasiado. A veces, cuando respiro hondo, parece que me arden los pulmones».

—Déjalo.

Añadió que dormía muy mal.

—¿Por qué no acudes a una clínica de trastornos del sueño, de esas que tanto abundan ahora? Quizá te sirva.

Kitty dijo que tal vez valiera la pena.

—¿Me acompañarías?

La acompañaría.

Después de una noche agitada, Dubin llamó a varios bufetes del cercano estado de Vermont. Se tomó una pastilla para el ardor de estómago y fue en coche hasta Axlington para hablar con dos abogados que habían accedido a recibirlo aquella misma mañana.

Unos días más tarde —aquella noche precursora de la primavera, a principios de marzo—, Dubin regresó a casa de Fanny para comunicarle que era posible estudiar derecho trabajando en un bufete, sin necesidad de asistir a ninguna facultad.

—Tienes que decidirte rápido porque el estado de Vermont no va a conservar el procedimiento mucho tiempo.

—Quiero empezar ahora mismo, si me aceptan —dijo Fanny, llena de entusiasmo—. ¿Qué debo hacer?

—Estar muy segura de lo que quieres, porque lo contrario sería una pérdida de tiempo para ti y para el abogado que te aceptara.

—Estoy segura, William. No me cabe ninguna duda.

Dubin le explicó que se había entrevistado con Ursula Habersham, una amiga de su esposa.

—Es senadora del estado de Vermont, pero está a punto de abandonar la política a causa de la mala salud de su marido. Ahora quiere reactivar su bufete. Cuando le dije que vivías aquí en una finca y que aspirabas a estudiar la carrera de derecho, le interesó tu caso. Te recomendé como una persona responsable, con los estudios de letras acabados, que cumplía los requisitos necesarios de residencia. Prometió emplearte si demuestras ser tan capaz como yo le aseguré.

Siguió explicándole que estudiaría cuatro años bajo la tutela de Habersham, después de lo cual estaría en condiciones de presentarse al examen.

—Si lo apruebas, podrás ejercer, pero no recibirás ningún salario durante el aprendizaje. Te darás por pagada con lo que aprendas.

Fanny se le echó al cuello.

—Eso es lo que yo quería. Seré una buena aprendiza. No necesito otra cosa.

—Cuatro años es un largo camino.

Fanny dijo que no tenía otro compromiso.

—Te he concertado una entrevista para el lunes por la tarde.

Fanny aseguró que estaba decidida.

—Pero, ¿qué hago con mis cabras?

—Véndelas.

—Todas, menos Trudy y su cría, de ésas me encargaré yo. ¡Jesús, qué contenta estoy, William! Mi padre se caerá de bruces cuando se entere de que estoy estudiando derecho. ¿Tú crees que esa señora me aceptará?

—Le gustó lo que le dije de ti y le pareció bien que hayas trabajado de secretaria en un bufete. Creo que tienes posibilidades. Yo le alabé todas tus dotes, menos una.

—Creo que me quieres de verdad, amor mío —dijo Fanny.

En su cuarto, Dubin le entregó un paquete de los apuntes de la facultad que había conservado.

—Son mis antiguos apuntes sobre la ley de contratos.

Fanny prometió leerlos.

—Si entro en el bufete, voy a dar una fiesta por todo lo alto. Sería la primera en esta casa.

—¿A quién piensas invitar?

—A los vecinos y a todos los amigos que tú quieras que invite.

Mientras se desnudaban en la habitación —ella ponía una estufa eléctrica las noches que él aparecía—, Fanny le informó de que aquella mañana se había encontrado con Kitty en el mercado.

—Coincidimos comprando el pan y nos reconocimos.

¿Blanco o integral?, se preguntó Dubin.

—¿Qué te dijo?

—Sólo me preguntó qué hacía en el pueblo. Yo contesté que vivía en una casa de campo. No recordaba que tuviera los pies tan grandes. Estuvo muy educada, pero se le nota que no me aguanta. Me dio pena. Parecía cohibida y un poco triste.

—¿Te dijo algo más?

—Miró la pulsera de oro que me compraste en Venecia sin decir nada, pero estoy segura de que adivinó que era un regalo tuyo. Después, cada cual se fue por su camino.

Fanny le propuso que pasara tres días a la semana con ella y cuatro con su esposa.

—Ella te tendría de jueves a domingo. A mí me gustaría que estuvieses conmigo de lunes a miércoles. Abajo hay una habitación caliente, con su escritorio y todo, en la que podrías trabajar los días que vinieras. De ese modo, yo podría esperar algo y estaría menos sola las noches que no te tengo aquí.

Dubin dudaba de que Kitty aprobara semejante arreglo.

Fanny sonrió débilmente.

—Inténtalo. Estoy segura de que ahora no lo rechazaría. Me parece un trato justo.

Dubin dijo que tal vez lo intentaría.

—No comprendo por qué has estado tanto tiempo casado con ella.

—No es tan difícil de comprender. Soy un padre de familia. Tuvimos unos hijos en común a los que queríamos. Y luego estaba mi trabajo. Las condiciones eran buenas. Eso, entre otras cosas.

—¿Pero la amas?

—Amo su vida.

—Y a mí, ¿me amas?

Dubin dijo que sí.

Fanny puso bajito un concierto de flauta de Mozart y se abrazaron en la cama.

—Dios te bendiga, querida Fanny. —Ella le humedeció la carne con la punta de la lengua.

Enseguida, Dubin saltó de la cama y se dirigió con paso inseguro al baño. Se puso la camisa y los pantalones.

Al salir de la casa, Fanny levantó su ventana y se asomó en medio de la luz anaranjada, con la melena alborotada por el viento precursor de la primavera.

—No te engañes —le gritó.

Roger Foster esperaba a la sombra de las largas ramas de un arce sacarino de tronco doble, mientras que Dubin recorría el camino iluminado por la luna con el falo casi erecto en la mano para su esposa, con amor.