Capítulo 1
A veces se encontraban por los caminos vecinales, con flores o con nieve. Greenfeld recorría varios senderos. En invierno, bien arropado para defenderse de la inclemencia del tiempo, Dubin, un hombre canoso de un metro ochenta de altura y de piernas flacas, caminaba por el hielo y la nieve ayudándose de una rama de abedul pelada. Greenfeld lo recordaba avanzando a duras penas y soltando vaharadas blancas. Algunas veces, cuando uno iba en el sentido de la longitud y otro en el de la latitud, se saludaban con un ademán sobre los campos nevados y barridos por el viento. A Greenfeld se le venía a la cabeza el rostro medio oculto de Dubin en los días heladores, cuando hacía demasiado frío para hablar. O se contaban chistes al paso. ¿Sabía aquel del rabino que, oyendo a su sacristán rezar en voz alta: «¡Oh, Señor!, yo no soy nada, Tú lo eres todo», exclamó: «¡Mira tú quién fue a decir que no es nada!»? Dubin soltaba unas risotadas broncas. Un día, con no muy buena cara, dijo: «Éste, amigo mío, ha de ser el centro del universo». «¿Cuál?» «Este camino en el preciso instante en que nos encontramos.» Y al decirlo, daba con la bota en el suelo. En otra ocasión soltó de pasada: «¡Ach!, esto es un acto de equilibrismo —y luego se volvió para gritar—: un asunto solitario». Y un minuto después: «En esencia, quiero decir». Hubo momentos en los que Dubin le entregaba una nota que Greenfeld leía después y a veces hasta archivaba. Otro día el flautista leyó la ficha de papel por el camino y la rompió en pedazos. «¿Qué haces?», gritó Dubin. «Ésta ya la había visto.» Más tarde Greenfeld preguntó: «¿Por qué no llevas un diario?». «No, no me va —respondió el biógrafo—. No me interesa esa vida para los dioses».
Se abrazaban tras varios meses sin verse. Dubin no era de los que tienen reparos en besar a un hombre si lo aprecian. A veces, cuando uno de los dos estaba fuera, se escribían —una tarjeta podía dar ocasión a una carta—, pero ahora se veían poco. Sus esposas hablaban largo y tendido al encontrarse y sin embargo no eran amigas. Hubo una época en que ambos hombres bebían juntos en las noches de invierno. La charla resultaba satisfactoria, pero a la mañana siguiente ninguno de los dos podía trabajar ni mucho ni bien. Con el tiempo dejaron de visitarse y se sintieron más solos. Dubin aguantaba cada día peor el mutismo creciente del otro, y Greenfeld no era amigo de confesiones. Dubin era capaz de detenerse, mirarte a los ojos y hablar de cosas íntimas, pero a Greenfeld no le gustaba saberlo todo.
Aunque el verano no ha terminado aún, William Dubin, en un momento de su paseo por el campo —entre rural y bucólico—, se sacude los brazos por delante del pecho y de los hombros como si de repente sintiera frío y las nubes ennegrecidas amenazaran con una tormenta de nieve. En cierto modo ya había pensado en el invierno.
El biógrafo salió de casa con una tarde cálida y soleada y, no obstante la hermosura de la naturaleza, se dejó arrastrar a una cierta melancolía. Imaginó que se debería al barrunto del cambio de estación de un día para otro. Agosto era un mes enmascarado; parecía verano pero conspiraba con el otoño; igual que febrero, pretendía ocultar sus intenciones. Alguna vez había atisbado el brillo de unos brotes verdes bajo las hojas secas de febrero. Aquel día, en los bosques, entrevió un destello rojo en un arce grueso. Una sensación de estación fugaz; el nordeste burlón. Los días echaban lastre en secreto para desviarse hacia el otoño. El aire frío descendía hasta las raíces de los árboles, y si tocabas las hojas, te dabas cuenta de que se estaban secando. El zumbido de las abejas que libaban en las flores pálidas y el canto de los grillos parecían lejanos. Las mariposas revoloteaban entre los árboles haciendo una ostentación momentánea de sus alegres trapitos antes de reproducirse y expirar. Dubin sintió el cambio y no pudo soportarlo, por eso no permitió que sus pensamientos se deslizaran hasta el mañana. Dejemos al invierno en su guarida blanca.
Se sacude el tiempo, dándose golpes de pecho, pero el tiempo continúa su danza. «Ahora soy de hielo, ahora soy una acedera.» Y agita su puño inútil.
Dubin, el biógrafo, un sujeto afable y anguloso, de mediana edad, con una protuberancia abdominal disciplinada —hasta aquí y no más allá— y una cabeza de pelo canoso, tal vez media talla de menos para su estatura, caminaba con paso dinámico en dirección al puente de la cubierta color verde oscuro que distaba más de un kilómetro del camino de tierra apisonada. Era de piernas y brazos largos, de torso corpulento y de hombros bien rectos, siempre que se mantuviera derecho. Los ojos, entre azules y grises; la nariz, fina y larga; la boca, relajada, sonreía en este momento a un pensamiento agradable. La leve melancolía existencial que acababa de experimentar en los bosques se había evaporado; paseaba con ánimo sereno. Tenía la costumbre de echar a correr cuando lo asaltaba un pensamiento intenso, y ahora estaba corriendo a un ritmo excelente para un hombre de cincuenta y seis años. Durante un instante se puso a boxear por el camino con un oponente imaginario, pero desistió al oír la risa de una mujer que pasaba en coche. Continuó a buena marcha, disfrutando del espacio que se extendía en todas direcciones, porque adoraba la placentera sensación de libertad que proporciona la perspectiva. A unos cincuenta metros del camino, serpenteaba entre los pastos un arroyo estrecho, ahora fangoso y turbulento por culpa del fuerte chaparrón mañanero. Hacia el este asomaban las arboledas verdes que ascendían por las colinas del estado de Nueva York; más allá se veían los montes de Vermont en neblinosos planos superpuestos. Dubin recordó aquella vez en que se aproximaba a Capri tras los pasos de D. H. Lawrence, los cerros como una mujer tendida boca arriba, con dos enormes tetas, que levantaba la cara para besar el cielo.
Al acordarse de su trabajo, redujo la marcha sin darse cuenta. Mientras se afeitaba había pensado en redactar unas cuantas notas para una autobiografía, mecanografiar una página o dos para comprobar si cobraban vida con cierta textura, con algún peso. O hacer como Montaigne: empiezas un ensayo y con ello un examen de tu vida. «Así, lector, yo mismo soy la materia de mi libro. No sería sensato que perdieras tu tiempo libre en asunto tan frívolo y vano.» Se rió por lo bajo previendo la opinión de Kitty: «¿Por qué tomarse la molestia cuando quedan tantas vidas extraordinarias sin escribir?», y llevaba razón, aunque todo aquel que contara su vida con sinceridad merecería ser leído. Aun así, carecía de sentido pensarlo hasta que acabara la redacción del Lawrence que estaba a punto de comenzar después de tantos años de investigación. «Dios mío, ¿qué me habrá conducido hasta él?» Dio varios pasos y recuperó la carrera un poco asustado.
Corría moderadamente, con los antebrazos levantados y sueltos, observando las evoluciones de una bandada de pájaros —¿estorninos?—, cuando oyó el estruendo de un Volkswagen anaranjado, con la puerta abollada y el parabrisas agrietado y sucio —como si lo hubieran atravesado los pájaros en vuelo—, que salió del puente cubierto, se detuvo, arrancó dando tirones y acabó por detenerse con brusquedad a su lado. La impresión momentánea de que conocía a la conductora se desvaneció. Era una extraña.
Con una voz que él nunca habría olvidado, la joven se disculpó mientras se tiraba de la falda, con poca convicción, sobre los muslos desnudos. Iba sin sostén; tenía un rostro atractivo y, en la barbilla, una pelusa de un rubio algo más oscuro que no pasó inadvertida para Dubin; una bonita cabellera larga y suelta y un cuerpo femenino, rotundo y bien formado, atractivo. En el asiento del copiloto había una pera amarilla a medio comer, que si le había resultado apetitosa ya no lo parecía. La chica tenía unos ojos curiosos, pero, pensó él, también inquietos, como si en lugar de mirar al bueno de Dubin, se hubieran quedado prendidos del último sueño de la noche anterior. Las gafas metálicas de cristales azules enturbiaban los iris verdes que descubrió al quitárselas. La boca, fruncida en reposo, sonreía con nerviosismo. Por la fuerza de la costumbre, Dubin intentó imaginar su pasado, sin llegar a ninguna conclusión. Al principio, la mirada de la joven era tensa, como si el interés manifiesto de Dubin sobrepasara lo apropiado al momento; o como si no quisiera que la interpretara tan pronto alguien capaz de interpretarla. Luego, ya con otro enfoque, la mirada se hizo más natural y preguntó si iba bien para el pueblo. Le había tocado el brazo por fuera de la ventanilla.
Complacido con el gesto, Dubin apuntó con un dedo servicial en la dirección en que él venía. «Gire a la izquierda en el cruce.»
La chica asintió. A pesar de que la naturaleza la había dotado de un cuerpo impresionante y de un rostro al borde mismo de la belleza, no era una mujer tranquila; como si deseara menos de lo que poseía. Dubin estaba a punto de irse, pero ella aún se mostraba insegura. Él quiso dirigirle una palabra amable: «Bonito día». Era un hombre de voz profunda con un conato de risa.
—Habrá quien lo crea.
—¿Usted no?
No respondió.
—Trátese bien. —Tartamudeó como un niño, porque en ciertas ocasiones el propio impulso se convertía en una expresión algo ronca, a veces en una risa vergonzosa. Se aclaró la garganta.
Ella le dirigió una mirada casi adusta.
—¿Por qué lo dice?
Detrás de ellos, el conductor de un Oldsmobile con matrícula de Jersey tocó la bocina pidiendo paso.
—¿Por qué no hacéis el amor en la cama?
La chica estalló en una risa nerviosa.
Dubin respondió que no sabía y se marchó a toda prisa.
Más tarde se le pasó por la cabeza que aquella mujer inquieta llevaba al cuello, colgada de una cadenita de oro, una estrella de David. ¿Si se hubieran dicho los nombres, habrían podido tocarse los labios?
¡Ay, Dubin!, encuentras a una chica hermosa por el camino y te falta tiempo para saltar al caballo y galopar en pos de la juventud.
Se detuvo junto al árbol que lo había lesionado.
Pero el golpe en la cabeza y los huesos rotos no eran la lesión; ellos evocaron la lesión, pensó Dubin durante el minuto posterior al choque, cuando uno se maldice por haberse hecho daño. Cruzó el arroyo rumoroso por donde él doblaba al este y la corriente enlodada al oeste y se halló de nuevo en el punto del camino que todavía evitaba, a unos seis metros de la carretera, el mismo que el año pasado se heló con motivo de una lluvia fría de finales de otoño. Había salido por la mañana a un recado sin importancia —un paquete de leche olvidado por Kitty—, derrapó y tuvo el accidente. Su idea apenas había cambiado. El coche giró como una flecha en un tablero y el biógrafo —como si quisiera adivinar el futuro: ¿qué empieza con una lesión?— chocó contra el árbol, el último de la hilera del camino. Treinta centímetros más y habría patinado hasta detenerse en la hierba seca.
Al principio, aunque la sangre le chorreaba por la cara, no sintió dolor alguno. Alcanzó la carretera dando tumbos y agitando el brazo izquierdo; se había roto la muñeca del otro y la nariz, que llevaba toda ensangrentada, y tenía un corte en la rodilla derecha. Le pareció que transcurrían horas hasta que se detuvieron a recogerlo. Tres conductores aceleraron al verlo. «¡Payasos!», gritó, anonadado. Quien se detuvo a socorrerlo fue una chica al borde de los treinta que se dirigía al trabajo en un Pinto rojo. A Dubin lo avergonzó sangrar en coche ajeno. Hacia tantos años que no veía manar su propia sangre que lo tomó por un mal presagio, pero todo quedó en una semana de dolores más una ligera depresión por no encontrarse apto para el trabajo.
A través de la sangre de la nariz percibió el intenso perfume a flores que emanaba de ella. Hay reacciones que no respetan la circunstancia; típico de Dubin.
Le dijo su nombre. «Soy biógrafo. —Y se echó a reír, apurado—. Siento estropearle la tapicería.»
—Ya la limpiaré. ¿Le duele mucho?
—Es curioso, no, pero seguro que dolerá.
—Me llamo Betsy Croy.
—Encantado. ¿A qué se dedica? —mientras tanto se limpiaba con el pañuelo la sangre que le escurría de la cabeza. Mejor hablar.
—Soy contable. Y usted, ¿qué dijo que era?
—Escribo vidas. Mark Twain, Thoreau, entre otros.
Sonrió a lo tonto. Ella no había oído el nombre del último.
Betsy condujo un buen rato concentrada, en silencio, hasta que dijo, como dudando: «Me casé con un chico de mi clase del instituto cuando nos graduamos. Ahora tiene veintiocho años y se ha vuelto impotente».
—Una lástima —replicó Dubin—. Mahler, el compositor, en una circunstancia semejante recibió la ayuda de Freud durante una larga caminata en Leiden, que está en Holanda. Su esposo debería hablar con un médico, si no lo ha hecho ya.
—Sí, pero no dio resultado. —Y no dijo más.
Dubin estuvo a punto de ofrecer sus servicios, aunque por supuesto no en ese instante. Se limitó a sangrar en silencio.
Luego, como un idiota, olvidó darle las gracias, expresarle su sincera y profunda gratitud por tanta amabilidad; le habría gustado enviarle unas flores. Fue a la policía estatal con la esperanza de ver el nombre de la chica en el informe del accidente, pero no lo encontró. Alguna que otra vez soñó con ella. Por un instante pensó que era la que acababa de encontrar ahora en la carretera, pero ésta era otra.
La corteza del roble quedó obscenamente despellejada hasta varios meses después del choque. Aunque, dada la crudeza del invierno y la frecuencia de los percances, un accidente de carretera era antes o después inevitable, Dubin se sintió tan ofendido por el destino que un año más tarde aún evitaba mirar el árbol al pasar a pie o en coche.
Cuando aflojó el tráfico, cruzó aprisa la calzada. Renqueaba por culpa de la rigidez de su rodilla artrítica y siguió renqueando después de tomar un camino en teoría revestido —sometido a los baches del invierno y al lodo de la primavera—, pero enseguida recuperó el ritmo de su paseo campestre. Dubin lo imaginaba en forma de círculo, aunque en la realidad del mapa del condado era un cuadrilátero irregular. Caminaba con una marcha uniforme, refrescándose los pulmones, exhalando el aire con placer. Hacía años que había organizado aquel paseo —el largo—, cuya ruta pocas veces variaba. El paseo corto consistía en ir hasta el puente y volver, aproximadamente kilómetro y medio en cada dirección. Salía por la puerta de la cocina, cruzaba el césped de atrás hasta un bosquecillo de arces altos con el tronco gris plateado y las hojas finas y apuntadas —creaban un efecto elegante, parecido al de los olmos, si bien menos lírico, más grandioso— y atravesaba un campo abierto con un sendero flexible que él mismo había practicado; dejaba a su espalda el antiguo cobertizo y salía al bosque soleado, tranquilo, fragante de pinos. Un escenario de abedules blancos entre árboles de hoja perenne y, por añadidura, arces sacarinos, álamos temblones y fresnos. Su esposa lo llamaba «El bosque de Kitty», porque fue la primera en verlo y porque lo exploró mientras él desempaquetaba los libros cuando hicieron la mudanza. Y luego, camino arriba, hasta el puente de la cubierta verde.
Dubin estimaba que el paseo que recorría en aquel momento tenía unos seis kilómetros más que el otro; en total, sin ir a la carrera, una hora y media o una hora y tres cuartos. El mejor modo de no acelerarse —para disfrutar de la naturaleza y no dejarse vencer por las obsesiones— era el paseo corto, pero a veces corría por el largo. Hoy creía que caminaba a su ritmo y, sin embargo, lo asaltó el pensamiento —la sensación— de que el camino se acercaba en sentido inverso a las agujas del reloj, moviéndose como si el viaje acelerara su propio final. Su cabeza iba por delante de él. ¿Qué prisa tengo en regresar? ¿Qué debo hacer que no haya hecho? La verdad era que no había salido con la intención de coger el camino largo, así que probablemente se halló en él sin darse cuenta. Quería llegar hasta el puente y volver, pero estaba pensando en el accidente. Y en Betsy Croy.
Mientras apretaba el paso, se aconsejó estar a lo que estaba, es decir, a la naturaleza. Cuando se mira sin ver, el camino es más de lo mismo; la misma subjetividad. Aparte del ejercicio, su bondad estribaba en cambiar el escenario de la mente después de todo un día de trabajo. Le molestaba no ser observador. Los grandes no se perdían nada, poseían memoria visual. Thoreau: «La percepción de la belleza es un examen moral». Más lo primero que lo segundo, pero es imprescindible mirar. Poco a poco, el camino se le iba acercando, y aunque quiso explicárselo, no pudo. ¿Qué ocurre hoy que no ocurriera ayer? Sólo este movimiento del camino, un mecanismo del tiempo que me apremia a regresar a casa. Dubin corre a cumplir con su deber. Para contrarrestar el olvido de mirar, lo mejor era involucrarse, coger el toro por los cuernos, mover el culo hasta el camino limítrofe, comprometerse. Saltar una valla, seguir un arroyo entre los pastos, ¿por qué ha de ser sagrada la propiedad si toda la tierra pertenece a Dios? Subir un cerro, entrar en un bosque soleado, nadar en pelotas en un estanque que refleje el ojo del día. Regresar a casa mojado debajo de la ropa seca.
¿Desde cuándo no le ocurrían cosas semejantes? Podía contar las oportunidades con un solo dedo. Casi nunca abandono este camino; de tanto en tanto una merienda de domingo por la tarde debajo de los árboles; a veces acorto por una vereda antigua, salpicada de setos de flores silvestres, que lleva hasta el estanque de la cantera. Una vez que estaba Kitty subimos el Monte Sin Nombre con los niños por su flanco norte, el más bajo. Antes de establecerse allí, habían sido veraneantes, gente de ciudad. Dubin procedía de Newark y de los bloques de vecinos del Bronx, Kitty era originaria de Montreal y había vivido también en Augusta, en el estado de Maine, con su abuela. Después de quince años en Center Campobello, Dubin conocía los nombres de unos veinte árboles, de media docena de arbustos, de quince clases de flores silvestres y de unos cuantos pájaros. Siguió el vuelo de un cuervo, disfrutando de saber qué era lo que volaba. Poco a poco había aprendido a distinguir y a nombrar las cosas de la naturaleza. Al pasar por delante de una flor se obligaba a observarla a fondo, y los nombres que desconocía o se le olvidaban, se los preguntaba a Kitty, que veía la planta en su conjunto: la corola, el pedúnculo, la forma de las hojas. Durante un instante se sintió desposeído de todo.
En suma, William Dubin, visitante de la naturaleza, se introducía hasta el fondo sin ser nunca un intruso. Miraba desde el camino, manteniendo la distancia hasta cuando la naturaleza le daba la bienvenida. Biógrafo insólito de Henry David Thoreau… más o menos lo intente. La naturaleza resulta conmovedora hasta en el pensamiento. El anhelo de vivir la experiencia de Thoreau se impone por derecho propio. Por lo demás, los grandes hombres son hombres y un genio que duda es un hombre que duda… yo me acerqué a su esencia humana. Thoreau trasmitía una pasión que de otro modo habría quedado oculta, y tomó de los bosques y del agua la historia de amor con la tierra y el cielo que recoge en sus diarios. «Toda la naturaleza es mi amada.» Su biógrafo en ciernes se había quedado estupefacto en el primer contacto serio con la naturaleza, una excursión a los Adirondacks con un compañero de instituto cuando los dos tenían dieciséis años. Antes ya había buscado con aquel mismo anhelo los primeros síntomas —¿promesas?— del mundo natural en las calles de la ciudad y, paseando por el vecindario, encontró casas con flores y césped, setos y aquellas hojas secas que le sorprendió descubrir en verano. De joven pasó mucho tiempo en los parques públicos, buscando si no una novia, por lo menos a la prima de una novia. La primera experiencia con los montes lo alteró de un modo parecido al del joven Wordsworth en La abadía de Tintern: «El estruendo de la catarata me obsesionaba como una pasión». Dubin, obsesionado, había despertado a la conciencia de la continuidad del ser en la naturaleza, el súmmum del conocimiento de sí mismo. Experimentó lo que enriquece el yo: todo aquel que observa la belleza la contiene. Uno se siente traspasado por el milagro de la creación e inmerso en la totalidad. Deseaba que la naturaleza le enseñara… no sabía bien qué, tal vez a desarrollar el yo que buscaba… ¿un yo definido?, ¿un yo mejor? La naturaleza lo empujaba a sentir cosas que antes no sentía de aquel modo. «La fuerza que dota de forma», llamaba a eso Hardy. Nunca olvidó aquella experiencia, aunque al dejar de frecuentarla fue disminuyendo, igual que la juventud. ¡Dios mío, cómo me conmueve la naturaleza! Ahora «es tiempo pasado», como lo percibía Wordsworth. Ahora, en conjunto, Dubin miraba el escenario con ánimo cambiante, y el escenario, con ánimo cambiante, lo miraba a él, pero en el fondo de su alma esperaba algo que no podía definir. Si te atreves a mirar, aprendes a ver. Dubin daba sus paseos en presencia de la naturaleza.
No obstante, si algo había supuesto para Dubin la naturaleza, aunque no sólo ella, era el deseo de abordar y de llevar a cabo hasta el final una hermosa vida de H. D. Thoreau, en cuyas páginas hacía en este momento algunas incursiones mentales: un retrato cercano del sensitivo solitario, íntimamente herido, que vivía para la curiosidad, observador de los hechos escuetos, aficionado a los giros metafóricos y mistificador del mundo natural. En sus escritos proclamaba su identificación consciente con el Absoluto. Walden era un lied a la muerte y un canto a la resurrección. Thoreau lo vivió de las dos maneras. De tanto en tanto, alguien aducía que la obra no era literalmente sincera, que se trataba de una ficción, porque en la realidad Thoreau iba con frecuencia a casa para visitar a su madre. Aun así, pensaba Dubin, no deja de ser una obra maestra, igualmente inspirada, que atizó la imaginación de Proust y de Yeats. ¿Es que puede ser de otro modo? Tú escribes frases que hacen mella en la sensibilidad de los hombres. Dubin, orgulloso de la biografía, contemplaba con confianza su actual trabajo sobre D. H. Lawrence. Abordar el laberinto primitivo del hombre, la sustancia mística del fondo de la redoma, el yo humano diabólicamente simple.
Se advirtió a sí mismo, como tantas otras veces, aunque con magros resultados, que un buen escritor se aventura más allá de los usos de la lengua, si no ¿qué podría expresar en palabras? Pero la verdad es que no todo el mundo puede, y Dubin es de ésos. Como para disimular sus limitaciones, extrajo del bolsillo del pantalón una de las notas impulsivas que escribía para sí: «La vida de los demás es la que yo no vivo. Uno escribe la vida que no puede vivir. Vivir para siempre es una ambición humana».
Estaba corriendo. El camino descendía al tiempo que los cerros se elevaban. En primavera, el follaje verde claro subía los cerros desgreñados y en junio cubría las escabrosas laderas de los montes. Dubin se internó a buen paso por el camino del sur. A lo lejos, las nubes blancas corrían sobre las manchas de sol de los cerros. El terreno se desviaba hasta una línea de árboles que avanzaban hacia él como un ejército al asalto. Durante un rato el bosque corrió por encima de su cabeza. Dubin ascendía por un camino, mientras que los cerros se hundían, manteniéndose a paso rápido. A su alrededor, como una tornamesa herrumbrosa, pasaba medio kilómetro salpicado de edificios viejos; luego, los campos abiertos diseminados de austeras casas de labor, firmes y parcas como por una cuestión de principios, con los establos deslucidos por la intemperie, los silos rojos o negros, las Angus y las Herefords en las cañadas de los pastos. Le gustaba acercarse cuando llovía, avanzada la tarde, para observar a las vaporosas vacas de ubres turgentes acostadas en el terreno empapado, esperando el ordeño. Cuando pasaba con una niebla ligera, desde el otro lado del campo lo asaltaba un intenso hedor a excremento vacuno procedente de cualquier establo cercano, y entonces sabía dónde estaba. Una noche, yendo por la carretera solitaria con el automóvil, vio una vaca que pacía a la luz de la luna. Las tierras del entorno eran gozosas de ver con sus campos estrictamente vallados y las diversas sombras de verde y marrón claro; campos surcados, cultivados, cosechados, arados: el orden de las costumbres de los hombres, de los animales, de las estaciones que se suceden sin fin.
Robert Frost pasó un verano con su triste prole en una granja no muy lejana. Mucho tiempo después, Dubin habló con los vecinos de Vermont y escribió un artículo: «Frost en la época de la muerte de su esposa». El poeta había sido muy duro con ella. Se decía que su voluntad no toleraba otras voluntades cerca. «Elinor nunca me fue útil para nada.» La esposa lo mantuvo alejado de su cabecera mientras agonizaba. El poeta esperaba en el pasillo y sólo entraba a verla cuando estaba dormida, inconsciente, muerta. No oyó una última palabra de ella, que se defendió con el silencio. «Mi mujer no poseía, como yo, un pensamiento original, pero dominaba mi arte con la fuerza de su carácter y de su personalidad». De vez en cuando, Dubin visitaba la desconsolada sepultura en un cementerio situado a unos veinte kilómetros de allí. Ahora yacían juntos en la fosa que cubría aquella lápida. Estaban sus cenizas y las de los hijos que no fueron incinerados en otra parte, aunque en la piedra figuraban todos los nombres. «Sólo existe un tema para la poesía», había dicho Frost. Dubin depositó una piedrecilla blanca en la tumba de mármol.
Alguna vez había pensado en redactar la biografía definitiva del poeta y llegó a escribirle solicitando una charla en caso de que estuviera interesado, pero el anciano respondió que ya había elegido al encargado de «conservar mis despojos inmortales». «Prefiero estar en manos de un hombre al que haya visto escupir.» Después de hojear sus papeles en la Biblioteca Pública de Nueva York, Dubin pensó en abordar la vida de Virginia Woolf, atraído por su brillante imaginación y su ser frágil, pero ya estaba en ello Quentin Bell, el propio sobrino de la escritora. Pensó entonces en D. H. Lawrence, un individuo complejo, con una vida interior atormentada; siempre que uno esté dispuesto a involucrarse con un hombre de ese tipo.
Repasando las biografías que había escrito, en particular las Vidas breves en un solo volumen, le pudo la tristeza. Una vez acabadas, la mayor parte de las vidas se componían de las mismas etapas: alegrías, celebraciones, crisis, ilusiones, pérdidas, pesares. Algunas eran vidas muy logradas; otras muy poco. Escribiéndolas, uno aprende cómo son los arcos, las formas, las consecuencias de sus trayectorias. Aprendes hacia dónde va una vida. De hecho él las conducía hasta allí, porque cuando conoces el final, lo demás se mueve incluso a demasiada velocidad. Así pues, Dubin, ¿qué tienes en la cabeza? ¿Que, al fin, quien se dispone a crear una vida nueva está acortando la suya propia? Cuando se acababa el trabajo, él había cumplido todo ese tiempo de más, lo que era mucho más grave ahora que diez años antes. Había sacrificado a sus esfuerzos todas aquellas horas, todos aquellos años. Prufrock[9] medía su vida a cucharaditas; Dubin, en libros que resucitaban vidas ajenas. Pierdes a medida que vas ganando; sólo existe un tema para la poesía.
La última parte del paseo campestre continuaba hacia el oeste antes de girar de nuevo al sur sobre un altozano desde el que se dominaba la carretera, un tramo de camino solitario y umbroso entre dos orillas de bosque espeso. Sobre su cabeza, las ramas entretejían un fino encaje al tocarse. El camino era fresco entre la umbría verde; el aire, fragante. Dubin respiró. Deambuló entre el verde tierno de la penumbra. Sólo se lo oía a él, caminando con sus pensamientos. En un punto del sendero desierto, echó a correr. Más de una vez lo había perseguido un perro en campo abierto o le había salido al paso desde los bosques, enseñando los dientes, gruñendo para sus adentros. Él amonestaba: «A casa, chico», poniéndose en lo mejor. Casi todos se alejaban mientras Dubin proseguía su camino, pero temía encontrarse con un animal que no sintiera respeto por el lenguaje humano. Hubo un pastor alemán negro que lo acorraló contra un árbol, gruñendo cada vez que él intentaba avanzar un centímetro. Estuvo atrapado durante un buen rato, pero consiguió quitárselo de encima hablando, contándole la historia de su vida, con el corazón que se le salía del pecho, hasta que el animal bostezó y se marchó con un trotecito. Luego se le ocurrió que el bicho se había apartado al oír el canto estridente de un cardenal, tan semejante al silbido de un hombre que llama a su perro. Dubin saludó con la mano al invisible pájaro rojo entre los árboles. Había echado a correr pensando en el perro y ahora continuaba corriendo. «¿Por qué habría de apresurarse el hombre, si cada acto, por pequeño que sea, tiene asignada una eternidad?» ¿Quién lo dice?[10]
Como la carretera había dejado de moverse mientras corría, él redujo la marcha y recuperó el paseo, seguido de una perra castaña rojiza, una setter irlandesa despeluzada y amiga de los seres humanos. Más adelante, donde los arbustos se elevaban hasta cinco metros a un lado del camino y los árboles se internaban por el otro lado, formando un bosque en declive, vio moverse una figura: era Greenfeld con una gorra blanca y una camisa del mismo color, caminando a solas. Muchas veces llevaba consigo la flauta travesera o la flauta dulce y tocaba sin detenerse. Entonces, Dubin oía una canción entre los árboles. La flauta se hizo más visceral, hasta convertirse en un lamento primitivo. «Ach, ich flöte.»[11] Greenfeld se dedicaba a una cosa que hacía bien, lo cual no era mal modo de vivir. Como no estaba de humor ni para oír a nadie ni para que lo oyeran a él —necesitaba soledad—, el biógrafo se detuvo detrás de un árbol hasta que el flautista pasó de largo.
En otra ocasión.
Bajó la mirada hacia un bosquecillo de coníferas —era un placer observar las copas apuntadas de los árboles—, y un poco más adelante dobló donde el camino se allanaba para aproximarse a la carretera. El campo se transformó enseguida en una población y la vista perdió encanto. Después de abandonar la carretera, anduvo hacia el norte por una acera llena de cascajos de pizarra. Center Campobello era una ciudad de 4601 almas, perteneciente al estado de Nueva York y situada a menos de dos kilómetros de la linde con Vermont. Llevaba quince años viviendo allí, desconocido para la mayoría: Wm. B. Dubin, el que se dedica a escribir vidas y que una vez —había salido en el Newsweek— recibió una medalla del presidente Johnson. Existía una foto de los dos estrechándose la mano. Recordó el apretón de la enorme zarpa de aquel hombre. Dobló a la altura del edificio de los tribunales y continuó de frente al atardecer rojo, hasta el final del pueblo, hasta su casa con la fachada de tablas amarillas superpuestas, tres plantas, carpintería negra y, en el tejado, el «paseo de las viudas» —aquella plataforma que en otros tiempos servía a las mujeres de los pescadores para otear el mar— rodeado de una barandilla de hierro forjado. Detrás de la casa, a lo largo de media fachada, discurría un porche de columnas blancas. Dubin comenzaba su paseo diario en la puerta trasera y lo finalizaba en la principal, como si regresara de un viaje. Rodeó el edificio, pero no encontró a Kitty en el jardín de atrás, y se detuvo a estudiar el olmo seco que iban a derribar a la semana siguiente. Había también un arce casi deshojado, moribundo, afectado por lo que el experto denominó «anemia de los arces». «Se ahorrarían dinero derribando los dos a la vez», había añadido. Dubin prefería esperar a que el arce se secara del todo. Emerson, que llegó a contar ciento veintiocho árboles en su propiedad, lamentaba que al final acabaran secándose. Dubin había contado sesenta y uno en sus casi cuatro hectáreas. Emerson sabía los nombres de todos; Dubin no. El biógrafo entró en casa y llamó a su mujer, pero al no obtener respuesta, subió las escaleras. Se detuvo con aire solemne en la habitación de Gerald y luego en la de Maud. Entonces oyó entrar a Kitty, diciendo en voz alta que tenían una limpiadora nueva. «Así se hace llamar ella. He puesto el anuncio hoy y ha telefoneado mientras estabas dando tu paseo. ¿Quieres la cena caliente o fría? Yo traigo un calor espantoso.»
En el despacho, Dubin sostenía un ejemplar de Mujeres enamoradas lleno de anotaciones de su mano. Un paseo desperdiciado; le habría gustado trabajar.
—¿Por qué te atormentas delante del pobre espejo? —preguntó Kitty.
—Porque me creo más guapo de lo que me veo ahí.
—Pues no te mires —replicó ella.
Aquella mañana, extendiéndose la crema de afeitar delante del espejo del baño, Dubin era un caballero solemne que protestaba con sinceridad. «La próxima vida que escriba será cómica. Al fin y al cabo, la de Mark Twain no fue tan divertida.»
—Chitón —se reconvino a sí mismo, pero luego recordó que Kitty ya se había levantado de la cama. Dubin se aguantaba las ganas de hablar cuando ella estaba en el dormitorio, porque —si estaba despierta o la despertaba él— se molestaba mucho, aun después de tantos años. Si gritabas, gruñías o murmurabas sin razón aparente o hacías un corte de mangas en su presencia, mostrabas cabos sueltos que le recordaban los suyos. Y a Kitty no le gustaba que le recordaran nada. Cuando Dubin empezaba a divagar, Kitty chascaba la lengua. Él se callaba, aunque más de una vez recordó a su esposa que Montaigne se gruñía en el espejo por las mañanas y se llamaba «condenado idiota». El doctor Samuel Johnson era una ruidosa mezcolanza de gestos estrambóticos.
—Yo no estoy casada con ellos.
—Montaigne tenía un lema: «¿Qué conozco?» Fue un sabio. Y Johnson —a quien Blake llamaba «el tics»—, aunque parecía que estaba como una cabra, fomentaba en los hombres la valentía y el raciocinio. Aprendió de la vida.
—Yo oigo tu voz, no la de ellos.
En el espejo —naturalmente, muy tenso, no en vano empezaba aquella misma mañana una biografía—, Dubin vio como en una ráfaga su propia tumba y, haciendo muecas, se apretó la zona del vientre en que lo habían apuñalado. «Papá» gritó, deseando haber actuado mejor en la vida, y luego empezó con los gestos de evasión y de vergüenza que tanto irritaban a Kitty. Se daba golpes de pecho con el puño y apuntaba al cielo moviendo la nariz como un conejo. O entonaba una sola frase como, por ejemplo: «Mi hija nunca aprendió a bailar el vals». Luego, después de repetirlo seis veces, con Kitty ya despierta, a través de la puerta del baño la oía preguntar a qué venía todo aquello. Dubin soltaba un bah, bah. No obstante, ahí estaba de nuevo aquella mañana en concreto, desahogándose, conversando largamente consigo mismo, contento de que Kitty se hubiera levantado y hubiera salido tan pronto, cosa rara en ella. Desde la ventana la veía mirar las flores entre la neblina del suelo, que empezaba a desvanecerse. Kitty, con sus zapatillas azules, tocada con el sombrero descolorido de paja rosa que utilizaba para el jardín, aunque no podía decirse que hiciera sol, levantó la vista y agitó una mano sin mucha convicción. El biógrafo devolvió el saludo enarbolando la navaja de afeitar como una espada.
A las siete, cuando Dubin se levantaba, ella seguía en la cama, entre sueños. Dormía a ratos, por eso le gustaba quedarse una hora o más por las mañanas. Después de un intervalo primaveral bastante razonable, había empezado a dormir peor en el verano. Se sumía en un sueño profundo y corto, pero luego permanecía despierta y desasosegada durante varias horas, para acabar cogiendo el sueño de buena mañana, cuando Dubin se despertaba. La dejaba boca abajo, enroscada en un camisón ligero, con su antojo en la nalga, una isla de color café con leche visible cuando hacia calor y sobraban las mantas y las colchas. Aunque ella tendía a negarlo —dependiendo de cómo se tratara en esa época— conservaba una buena figura, no obstante los pies grandes y flacos y los hombros estrechos. Ya se le estaba aclarando el cabello, pero continuaba siendo una mujer atractiva. Decía que dormía mejor por las mañanas, cuando él se había levantado, y que sus sueños más memorables eran los matutinos.
Hacía poco que Dubin le había preguntado en qué pensaba despierta. «Últimamente, casi siempre en los chicos. Otras veces en tonterías, en unos zapatos que me han salido muy caros, en un empleado que me ha contestado con grosería o en que me habría gustado nacer guapa o en que ojalá perdiera peso. Hay cosas que me atormentan toda la noche.» «Hemingway rezaba cuando no podía dormir —respondió él—, pescaba y rezaba.» «Si yo rezara, sería con orden y concierto y con una finalidad más noble. Por no haber hecho tanto daño.» «¿A quién?» «A quien sea, a Gerald», confesó Kitty. Dubin le preguntó si pensaba en la muerte. «Pienso en los que han muerto y a veces repaso mi vida.» Los días en que la casa no estaba muy fría, Kitty se bajaba a leer, aunque no era conveniente porque la lectura la desvelaba y luego no volvía a coger el sueño. Se quedaba en la cama, oyendo el cantarín mundo de los pájaros en los árboles de las cinco de la mañana. Otras veces lloraba por no poder dormir. Un día de invierno Dubin se despertó oyendo una dulce música de cuerda, bajó la escalera y la encontró tocando el arpa a oscuras.
La noche anterior lo había despertado para contarle un sueño con Nathanael, su primer marido. «Es la segunda vez este mes y creo que no soñaba con él desde hace años. No sé a dónde íbamos, quizá a la iglesia, para casarnos. Él era joven, más o menos de la edad a la que nos conocimos, y yo tenía la edad que tengo ahora. Resulta que estaba embarazada, aunque no sé si de Gerald o de Maud, por eso era tan raro el sueño. Quería decirle que no me podía ir con él, que vivía contigo, pero entonces se me ocurrió que Nathanael era médico y qué él sabría qué hacer. ¡Vaya lío! ¿Cómo lo ves?»
—¿Cómo lo ves tú?
—A ti se te dan mejor los sueños.
—¿Estabas asustada?
—Nathanael nunca podría asustarme.
—Entonces, ¿por qué me despiertas? Tengo que empezar mi Lawrence mañana.
—Me he despertado pensando que los niños se han ido.
Dubin opinó que aquélla podía ser la explicación.
—Los niños se han ido y tú andas dándole vueltas en la cabeza al paso del tiempo. Quieres volver a ser joven.
—Todo el mundo se va —dijo Kitty, bostezando.
Irritado, Dubin intentó recuperar el sueño. Era la maldición de la esposa insomne. Kitty se arrimó para apretarse contra él. Al fin, se quedó dormido.
Kitty se lamentaba con frecuencia de que la casa estaba casi vacía. «Búscate un trabajo», le aconsejó Dubin. Ahora, después de varios meses de búsqueda inútil, trabajaba de mala gana como voluntaria en el Ayuntamiento. «Cuando entro allí dejo de pensar.» «Es que estás sobrecualificada.» «Pues yo me siento infracualificada.» Se quejaba de haber logrado poco en la vida. «Nunca he tenido talento para nada en concreto, aunque he probado muchas cosas.» Dubin ya no discutía con ella.
Por las mañanas, hubiera dormido o no, siempre estaba activa, aunque empleaba mucho tiempo en vestirse. «Gracias a Dios, me quedan energías.» Él, después de pasar la noche en vela, tenía que ahorrar las suyas. Kitty salía a la compra antes de las doce, hacía los recados de su marido, telefoneaba a las amigas —siempre llamaba a Myra Wilson, una viuda mayor que tenía una finca en Vermont, a unos dos kilómetros camino arriba, a la que Kitty ayudaba a comprar— y después atendía la casa. La mantenía bien, poco amueblada y adaptada al clima frío. En invierno, Center Campobello se encogía, como si perdiera calles y gente. Kitty tenía talento para los espacios, sabía colocar las cosas de modo que lucieran. Cada mueble encajaba en su sitio como si fuera una pequeña escultura. Detestaba la acumulación y el desorden; sin embargo, colocaba por todas partes adornos que era un placer descubrir: frasquitos antiguos, azulejos orientales, cajas lacadas y objetos de cristal de colores. También sabía arreglar las flores, pero como le daba pena cortarlas pronto, presentaban un aspecto algo mustio en los cuencos y los jarrones. Aunque era muy estricta con las señoras de la limpieza, sabía enseñarles con paciencia cómo hacer las cosas a su gusto. Dubin apreciaba el orden de la casa, que se avenía con su tipo de trabajo.
Afuera, Kitty nunca dejaba de excavar los setos de hoja perenne al borde del jardín, ni de sacar los bulbos para plantarlos en otra parte, como si estuviera trasfiriendo los hechos de su vida. A Dubin le gustaba que las flores alegraran el prado de atrás, pero si la felicitaba por su jardín, ella protestaba que en realidad no tenía mano para las plantas. Él la llamaba «la jardinera manca». El biógrafo valoraba el buen gusto de su esposa y admiraba su bondad natural y su tendencia a decir la verdad aun cuando doliera. Kitty tenía una generosidad espontánea; Dubin dosificaba la suya. Se identificaba con las cosas; para ella una judía verde en medio de la pila estaba «sola», y si caía una flor de las diez del jarrón, había que devolverla inmediatamente a «casa». Si Dubin echaba la cuenta de las pérdidas y las ganancias del matrimonio, llegaba a la conclusión de que le había mejorado el carácter gracias a su esposa. En conjunto, ella le proporcionaba estabilidad y una vida más plena; pero después de llevar casado toda una generación, no estaba seguro de haber correspondido en igual medida. ¿Por qué Kitty no estaba en paz consigo misma? Aunque pensó que conocía la respuesta, continuó formulándose la pregunta.
Mientras secaba la navaja de afeitar a la luz de la ventana, le pareció que su esposa bailaba en el césped, cosa que no dejó de asombrarlo, y eso que de joven ella había pensado en ser bailarina e incluso llegó a tomar lecciones, pero nunca la había visto entregarse de aquella forma al movimiento, lo cual demuestra que nunca conoces del todo a las personas que mejor conoces. El alma tiene sus misterios. Kitty saludó con la mano y él devolvió el saludo. Era una danza veloz, muy expresiva, ¿un rito de fertilidad? Perdió el sombrero de paja, pero no hizo intención de recuperarlo. Corría con los brazos en alto hacia las flores, se daba la vuelta y tomaba la dirección opuesta, para volver de nuevo al jardín. Movía los brazos como las alas de un pájaro, los bajaba en picado, se daba la vuelta, saltaba de costado hacia los árboles. Dubin pensó que iba a internarse en la arboleda de arces plateados para danzar allí —un hermoso espectáculo—, pero entonces echó a correr hacia la casa.
—Ilusión —gritó Kitty.
—¿Qué? —preguntó Dubin, abriendo la ventana de par en par.
—¡Ilu-sioon!
—¡Fantástico!
Bailaba en el césped inclinando el cuerpo y luego se enderezaba con gracia, volviendo a elevar los brazos. Dubin intentó averiguar de qué podía tratarse: ¿un pájaro herido?, ¿la muerte del cisne? Dios mío, exclamó para sí, había asistido a ciertos momentos felices de su esposa, pero aquel baile… Pensó en lo rara que es la vida y luego se centró en La pasión de D. H. Lawrence: una vida, antes de darse cuenta de que su mujer, que había entrado en casa, subía la escalera como una exhalación, dando gritos. Abrió la puerta del baño a tiempo de que entrara chillando, con la cara roja y una mirada entre iracunda y asustada.
—¿Por qué narices no has venido a ayudarme?
—¿Para qué?
—Un avispón, William —gritó.
—Dios mío, ¿dónde?
—En la blusa, se me ha metido por la manga. ¡Ayúdame!
—Desabróchate —aconsejó Dubin.
—Desabróchame tú, que me da miedo.
Le desabotonó la blusa a toda velocidad. Un avispón gordo, amarillo y negro, salió volando con un zumbido sordo. Zumbaba por todo el cuarto de baño, cerca del techo, y Dubin enarboló la navaja a modo de arma defensiva. El zumbón insecto descendió con una trayectoria que acababa entre los ojos de Dubin, volvió a elevarse, le rodeó dos veces la cabeza y aterrizó para darle un picotazo en la nuca.
No se sorprendió, pero lo que no esperaba, después de tantos aspavientos y de tantos gruñidos, era la risa desinhibida de Kitty.
No mucho después del desayuno, Dubin se encontraba ya en la mesa de su despacho, dispuesto a comenzar. «¿Con qué frase empiezo? Cristo bendito, lo va a condicionar todo.» Kitty entró sin llamar ni hacer ruido para entregarle el correo. «Hoy ha llegado pronto.» Leyó la tira de papel amarillo que había sobre el escritorio de su marido con la lista de cosas pendientes y la arrugó. Dubin fingió no verlo. Kitty comentó sus dudas sobre la chica de la limpieza, una universitaria que pensaba quedarse sólo hasta el comienzo del curso en septiembre. «Es competente, pero no creo que ponga mucho empeño. Se sacará un dinero y se irá. Supongo que tendré que anunciarlo otra vez.»
Antes de salir, se detuvo un instante.
—William, ¿por qué tendré esos sueños tan raros con Nathanael a estas alturas de mi vida?
—Tú sabrás.
No, dijo que no sabía.
Dubin se excusó con impaciencia y Kitty abandonó el despacho.
Con un «adiós», salió de casa para hacer la compra y traerle el periódico. Cuando la oyó salir marcha atrás del camino privado, Dubin depositó la pluma en la mesa y, con los ojos cerrados, esperó dos minutos a que volviera a entrar en casa, imaginando sin ninguna dificultad su salida del coche con el rostro tenso, la boca apretada y los ojos acuosos. Kitty entró como un rayo y se precipitó a la cocina, luchando contra su ser, vencida por él. Se acercó a la placa de gas y aspiró uno a uno los cuatro quemadores con la intensidad con que respiraría la brisa salobre del mar después de una larga sequía. Luego, abrió el horno y aspiró otra vez, bajando y subiendo el pecho con vehemencia. Poco a poco, el cuerpo se fue relajando. No había ningún escape; nunca había escapes. Volvió a despedirse con voz cantarina: «Adiós, querido mío», y Dubin volvió a coger sus gafas. Salió de casa a toda prisa, llena de vida, sensual, casi alegre, al tiempo que él escribía casi con ferocidad la primera frase. El biógrafo pasaba de nuevo a la acción, dando forma y luz a las vidas.
Se había resistido de verdad a Lawrence, un hombre tan complicado, tan contradictorio, tan difícil, que viajó de un modo tan implacable, vivió en tantos lugares a desmano, escribió tan bien, tan mal, demonios, tanto; sobre el que también se había escrito muchísimo —se decía que era el segundo autor más comentado después de Shakespeare, y si no el segundo, el tercero, Samuel Johnson, mediante—. ¿A quién le interesaba lo que añadiera William Dubin? ¿A quién podía importarle en concreto otra vida de David Herbert Lawrence? Kitty, que había viajado cuatro veranos con su marido para investigar los peregrinajes obsesivos de Lawrence, preguntó muchas veces lo mismo. Sin embargo, un buen día, en el condado de Nottingham, en la buhardilla cubierta por un techo de pizarra de la hija viuda de un anciano minero, Dubin descubrió dos paquetes polvorientos de la correspondencia inédita de Lawrence: once notas apasionadas a su madre —con amargas quejas contra el padre— y no menos de veintiséis cartas —que se creían quemadas— a Jessie Chambers, su primera novia, al fin abandonada porque tenía mucho de la espiritualidad afectada y las tendencias intelectuales de la madre —vagina dentata—, o eso pensaba él. Nunca la visitó allí, pero ella, por un medio u otro, se convirtió en la Miriam de Hijos y amantes.
Más tarde, en una librería de Londres, halló diecisiete cartas inéditas de Lawrence a J. Middleton Murry, el malquerido esposo de Katherine Mansfield, con quien el novelista mantuvo también una extraña relación de amor-odio. Lo calificaba de «rata», «comadreja» y «gusano asqueroso», le decía: «Te desprecio». Después de romper su amistad, Murry, atraído por Lawrence y por Frieda, había intentado recuperarla. La euforia que aquellos descubrimientos —su extraordinaria buena suerte— produjeron en Dubin acabó por resolver sus dudas y por anclarlo firmemente a la biografía de Lawrence. Kitty también parecía convencida. Ahora que contaba con más material que nadie en los últimos años, se sentía capaz de elaborar un retrato más incisivo del hombre. Aquél era el auténtico campo de batalla de todo biógrafo: una inmensa documentación disponible contra la intuición y la experiencia limitada de Wm. B. Dubin, natural de Newark, New Jersey.
A veces se sentía una hormiga en el acto de comerse un roble. Estaba en condiciones de dominar una cantidad suficiente de los millones de hechos de la vida breve y la obra larga de Lawrence. Se trataba de entrelazarlos y hallarles un significado, pero en eso radicaba la osadía. Había que asimilar la experiencia de otro hombre y ordenarla en una «centralidad meditada», según la expresión de Samuel Johnson. Para que saliera francamente bien, era imprescindible encontrar una perspectiva. Como estrategia, cabía imaginar que uno era el biografiado, aunque supusiera añadir una ilusión a otra: pretender que Dubin, que se conocía bastante bien, conocía o podía conocer la vida de D. H. Lawrence, que nunca había prescindido de su mítica máscara, que siempre se había explicado a sí mismo sin descubrirse, que se había creado una mística primitiva de la sangre para, en último extremo, ocultar lo que era. Pero hay más, pues nadie, desde luego no un biógrafo, tiene la última palabra, dado que el conocimiento, como se dice por ahí, es un misterio que vuelve a tejerse mientras uno lo desteje. Y aunque las pruebas pertenezcan a Lawrence, el hijo del minero, ¿cómo podrían sustraerse al matiz, a la subjetividad, a la existencia de Willie Dubin, el hijo del camarero Charlie, a través del lenguaje contaminado que él elige para conducir a su criatura, aun con toda la amabilidad, hasta una vida imaginada? Mi vida se une a la suya con reservas, pero la unión —¿el matrimonio?— ha de producirse o no podrás seguir el rastro vicario de su pasado o la «verdad» que, según tú, estás rastreando. El pasado rezuma leyenda; es imposible extraer arcilla pura del lodo del tiempo. No hay vida recuperable por completo, tal como fue, lo cual, en resumidas cuentas, significa que toda biografía es una ficción. ¿Qué nos dice eso de la sustancia de la vida? ¿Le merece a uno la pena conocerla?
A media tarde había completado dos páginas y, cuando Kitty regresó del Ayuntamiento para pagar a la limpiadora, se sentía satisfecho. Estaba sentado en el salón, con una copa. La picadura del abejorro ya no le molestaba. La chica se había ido después de escribir con una caligrafía inclinada su nombre y su dirección en un sobre usado que dejó sobre la encimera de la cocina.
—Le enviaré un cheque por correo —dijo Kitty—. ¿Qué te ha parecido? La casa está bastante limpia. ¿Me la quedo un tiempo o busco algo permanente?
Dubin, que apenas había entrevisto a la muchacha, se mostró magnánimo. «¿Qué tienes que perder?»
La limpiadora —Fanny Bick, por lo que leyó en el sobre— aparecida el martes por la mañana, volvió a trabajar el viernes y se defendió bastante bien, según Kitty. Fanny, una chica activa y nerviosa. Quitó el polvo, pasó la aspiradora y no lavó aquella primera vez porque Kitty había lavado el jueves y tenía un montón de ropa interior, pijamas y calcetines de su marido para la plancha. En cuanto a los calcetines, ya había intentado disuadirlo, pero a él le gustaban planchados. Aquella mañana, mientras trabajaba, Dubin apenas reparó en la muchacha que al otro lado de la puerta arrastraba la aspiradora de un cuarto a otro; más tarde, pidió a Kitty que le diera orden de no entrar en su despacho, puesto que el escritorio y la mesa estaban llenos de fichas que nadie debía tocar. Que limpiara la próxima vez, cuando estuvieran sujetas con algo pesado, mientras él comía o leía arriba, en la antigua habitación de Gerald.
La chica se fue antes de que Dubin dejara el trabajo. Había comido mientras ella limpiaba la habitación principal. Al bajar la escalera para tomar su café, la vio a gatas, introduciendo el tubo de aluminio por debajo de la cama de matrimonio. Pero al martes siguiente, cuando salió del despacho para hacer una visita al cuarto de baño —adonde acudía a veces para pensar a gusto—, se la encontró allí, descalza, con la escobilla en la mano y cara de pocos amigos, fregando la taza del váter.
Al verla tan apurada, pidió disculpas; que no se preocupara en absoluto, iría al baño de abajo. El biógrafo la reconoció, a pesar de no recordarla tan joven, posiblemente porque ahora sabía que aún estaba estudiando. ¿O era él quien se había hecho mayor de repente? La melena clara le caía suelta por la espalda, y Dubin volvió a notar los pelillos del mentón, que se había aclarado. Contó cuatro o cinco, sorprendido de que no se los quitara por una elemental cuestión de estética. Fanny llevaba una falda cruzada de tela vaquera descolorida y una blusa negra, pero iba sin sostén. Era patente que su cuerpo abundante, no por ello voluptuoso, tenía vida propia.
Dubin estaba de pie en la puerta del baño. La chica, que había retrocedido hasta la bañera, sostenía la escobilla a su espalda.
—Soy Fanny Bick —dijo, un poco violenta, con fastidio—. Ayudo a su esposa.
—Me lo ha dicho. Encantado de conocerla. —Dubin hablaba con amabilidad, consternado por verla incómoda, lo que, al parecer, era una constante en ella.
Fanny explicó la situación —no tardó en mostrarse más tranquila— y él se quedó a escucharla. Trabajaba en su casa porque en la ciudad no había mucho donde elegir.
—Fui a la Oficina de Empleo del Estado, pero lo único que hacen es enseñarte las cifras de paro del condado y mover la cabeza. Te vuelven tarumba.
—¿De verdad?
—Es que te desquician. Así que compré el boletín local, o como lo llamen ustedes, y conseguí cuatro mañanas de trabajo en tres casas distintas, esta y otras dos. No tengo más remedio, aunque no me gusta limpiar. —Hizo una mueca—. En mi casa hago lo absolutamente imprescindible. No soy sucia, pero no me gustan las labores caseras.
Él asintió con seriedad, sin aprobar del todo.
Ella sonrió con tristeza.
Entonces, Dubin chascó la lengua en un gesto de simpatía.
—Debería haber ido a Winslow, que es más grande y más variado. Tal vez habría encontrado algo en la fábrica de pianos.
Con todo lo que me ha ocurrido de un tiempo a esta parte, no creo. Me quedé sin coche en un accidente. Yo fui la responsable y sólo lo tengo a terceros.
Dubin sacudió la cabeza ante su mala suerte.
—Por favor, no le diga a su esposa que no me gusta este trabajo. No quisiera quedarme sin estas dos mañanas —dijo con una risa tensa.
—Descuide.
Con el cuerpo más relajado, sacó la escobilla.
Luego le contó que no tenía ni cinco y que debía conformarse con lo que encontrara.
—He dejado los estudios y estoy planteándome no volver. En todo caso, mi padre me ha dicho que no piensa mantenerme. Voy a reunir dinero para irme a la Gran Manzana.
—¿Para hacer qué?
—Pregúnteme cuando esté allí.
—¿No nos hemos visto antes?
Lo miró con un interés nuevo.
—¿En la carretera? Creí que estaba perdida y resulta que no, que era el sitio que buscaba.
—No debe de tener más de veintiuno o veintidós.
La mirada de Fanny era afable pero reservada.
—No sé si intento demostrar que conozco algo de la gente de su edad —dijo Dubin sin mucha convicción.
—Veintidós. Ayer, precisamente. Mis amigos dicen que parezco mayor.
A Dubin le sorprendió que coincidiera con lo que él estaba deseando. Dijo que tenía cincuenta y seis y después de un breve silencio soltó una carcajada enronquecida.
Fanny, con el rostro impasible, murmuró algo sobre la noticia.
—No juegue con su formación —advirtió él—. La universidad tiene sus límites, pero es un principio. Siempre se lo digo a mi hija.
—Dejar la universidad no es descuidar la formación, ni mucho menos.
—William James, psicólogo y filósofo pragmático, reflexionando sobre el valor social de la formación universitaria, dijo que su mayor beneficio era aprender a reconocer a una buena persona cuando la vemos —reía, diciendo lo mismo que decía con frecuencia—. Soy de ideas fijas.
Se apretó el cinturón.
—Aquí me tiene, brindando otra vez consejos gratuitos —se excusó—. Por eso soy biógrafo. Tengo esta tendencia a embellecer vidas ajenas y no siempre me ocupo de mis cosas. Perdóneme, no quería ofender.
—No se apure. —Fanny se mostró amable—. Usted siente simpatía por la gente.
—Es un modo benévolo de decirlo.
Volvió a fijarse en su estrella de David. Con un brusco gesto de despedida se dio media vuelta y regresó al despacho. Era sorprendente la cantidad de tiempo que había dedicado a la chica; además le incomodaba haber sentido su sexualidad de un modo tan intenso. Todo había empezado por los pies descalzos. ¿Se manifestaba ella de esa forma? Su cuerpo de mujer… las caderas recias y bien formadas… los pechos llenos… los pezones visibles… ¿cómo no verlo teniendo dos ojos? ¿O era una percepción suya? ¿Machismo? ¿Una reacción primaria? No obstante, lo que le rondaba la cabeza era si reaccionaba con su propia personalidad o con otra cribada por las curiosas teorías sexuales de Lawrence. Ya lo había pensado mucho leyendo la obra del escritor. A pesar de sus reservas, algún efecto había causado en él, de ahí que intentara contrarrestarlo recurriendo al infatigable entusiasmo de Thoreau, el dibbuk[12] asilvestrado que lo poseyó cuando escribía su vida, porque el biógrafo había pasado por una etapa de casto amante de la naturaleza, al menos en apariencia.
Pronto se dio cuenta de que salía del despacho más de lo habitual para bajar a servirse un café en la cocina. Era la intranquilidad del comienzo de una obra, se dijo. Hay que llegar a la página cincuenta o sesenta para sentirse a gusto y estar seguro de que no andas descaminado. Tenía la sensación de haber corrido más con Thoreau; de que con Lawrence aún no había entrado en materia. Una vez afianzado en su vida, avanzaría con resolución, sentado horas y horas al escritorio, sin una sola pausa, como no fuera la ocasional visita al váter. Se movía por la casa con la taza y el platillo, bebiendo distraídamente, dando vueltas, analizando los problemas. Si resultaba que era el día de Fanny y ésta aparecía, Dubin la saludaba con un gesto de la cabeza, como inmerso en sus pensamientos, y continuaba meditando.
Una vez saludó levantando la taza y ella respondió con un «hola» alegre antes de escabullirse de la habitación.
—¿Cómo es que tomas tanto café? —preguntó Kitty cierto día.
Años atrás, quiso esmerarse llevándole a media mañana una taza de caldo al despacho, pero aquello no duró mucho. No era ni su estilo ni el de su marido. Quitaba tiempo y añadía peso.
—Los comienzos son duros.
—Pero si ya has comenzado.
Uno no comienza precisamente cuando comienza, aclaró Dubin.
—El comienzo efectivo, el momento en que empiezas a dominar la vida, la captas, ves las cohesiones y decides, no tiene por qué coincidir con la estricta cronología. Puedes buscarlo o establecer un punto y dejar que lo que venga detrás lo confirme. No estoy seguro de haber llegado a eso.
—Llegarás —dijo ella—. No busques la perfección tan pronto.
Dubin hizo caso omiso del comentario. Habían acordado que ella no le daría consejos relacionados con el trabajo si él no los pedía.
Era casi la hora de comer y Kitty se sirvió un jerez. A Dubin no se le escapaba el buen aspecto de su esposa aquel verano. Conservaba la figura, a pesar de estar algo más llenita que el año pasado. No aparentaba los cincuenta y uno, pero si se lo decías soltaba una risita nerviosa o te miraba entristecida por tu falta de perspicacia para los cálculos.
—¿Qué tal la chica? —preguntó, sirviéndose de la cafetera.
—No está mal. Se aplica. Ya te dije que piensa marcharse a Nueva York en septiembre. Para entonces, volveré a poner el anuncio.
—¿Ha contado algo de su vida? —Kitty mantenía largas charlas con la gente que trabajaba para ella.
—No mucho. Es inteligente, tiene ideas propias y las insatisfacciones típicas de su edad, además de otras que sólo acierto a imaginar. Su padre la ha decepcionado, pero no sé cómo ni por qué. La consabida crisis de confianza, supongo. Parece que ha decidido dejar la universidad después de estudiar un año, saltarse dos y no regresar hasta el último curso. Ahora lo abandona definitivamente, según dice.
—¿Qué la ha traído a Center Campobello?
—Se hartó de vivir en una comuna al norte del estado. Iba camino de Nueva York cuando tuvo el accidente al tomar la carretera, nada más salir del pueblo, así que se detuvo para ganar un poco de dinero y reparar el coche, etcétera. Ha insinuado algo más, tal vez un encuentro con un antiguo novio. No sé, yo diría que es algo depresiva.
Kitty analizaba a la gente porque ella misma se había sometido a un psicoanálisis hacía mucho tiempo.
—Me recuerda un poco a Maud —dijo Dubin.
Su esposa se mostró incrédula.
—Esa enorme vitalidad —sugirió él—. Es directa también, ¿no crees?
—Es bastante enérgica cuando quiere, pero tiende a venirse abajo.
—Parece atractiva.
—Yo diría que sí. ¿Maud también?
—No lo tomes al pie de la letra. Es sólo una impresión.
—Las impresiones o son válidas o no valen nada.
Dubin guardó silencio.
—Conoce a Roger Foster —dijo Kitty—. Al parecer, se presentó para un puesto en la biblioteca, pero no había plazas. Ahora viene a recogerla cuando acaba y espera dentro del coche, en la calle. Le invité a entrar, pero creo que no le caes bien.
Dubin gruñó.
—¿Qué más puedes preguntar a una chica soltera, atractiva y un poco desaliñada que además no es tu hija o que en todo caso no se le parece? —preguntó Kitty—. Da la impresión de no estar muy centrada.
—¿Es su novio, Roger?
—Y yo qué sé.
Nunca le había gustado aquel joven de cabello rubio rojizo y hombros anchos, que un verano, cuando estaba en la universidad, trabajó para él. Era un pelmazo. En teoría, ayudaba al carpintero que estaba reformando el cobertizo que Dubin quería transformar en un despacho exterior, aunque luego no lo utilizó mucho. En lugar de trabajar, el muy sinvergüenza holgazaneaba. Era vago, el cabrón.
—A Maud tampoco le gustaba —adujo Dubin—. Anduvo detrás de ella cuando ni siquiera había cumplido los quince. Enseguida lo caló.
—Con tu ayuda —replicó Kitty—. Eso fue hace mucho. Ahora es un hombre serio y un buen bibliotecario. He oído que Crawford no volverá, así que Roger tendrá que sustituirle.
—No será con mi voto.
—Ni falta que le hace.
A Dubin le fastidiaba su opinión de Roger Foster, por no haber sido capaz de cambiar la mala impresión que le causó al principio. Al biógrafo le preocupaba ser víctima de ese tipo de reacción con la gente, que indicaba falta de objetividad, un lujo que él no podía permitirse.
Dio un silbido al mirar el reloj.
—Llevo media hora hablando contigo. Lawrence me va a freír vivo.
—No te quejes, casi no te he visto desde que has empezado la biografía nueva.
—Me ves cuarenta veces al día.
Kitty le pidió un abrazo antes de irse.
—Últimamente me siento sola.
Fanny irrumpió mientras ellos se besaban con cariño, pero salió de inmediato.
Dubin merodeaba por la casa dando sorbitos a su taza de café frío de un cuarto a otro; un momento de descanso del trabajo para volver renovado. Le gustaba ver a Fanny en acción, su energía al aspirar las alfombras; la coreografía con la mopa en el suelo de la cocina; la intensidad de sus gestos íntimos con la plancha; la forma de correr arriba y abajo de la escalera. Disfrutaba de sus caderas en flor, de los senos abundantes —ahora, a raíz de una mirada o dos de Kitty, llevaba sostén— y de la figura maravillosamente redondeada por la impresionante estrechez de la cintura, que separaba el busto del trasero. Estaba dotada de una enorme feminidad, concluyó Dubin. Vestía minifaldas y cuando hacía calor aparecía con pantaloncitos cortos y blusas de gasa —negras, amarillas, anaranjadas—, que trasparentaban el sujetador negro o blanco.
Intermedio llamaba él a su contemplación de una Fanny de aspecto serio que parecía distraída y aun así incitadora. ¿Estará coqueteando conmigo? ¿Para qué… con un hombre de mi edad? Era una delicia verla inclinarse. Una figura de mujer bien formada que sugería una forma ideal, su culo como un jarrón de flores. ¡Ay!, querida mía, si pudiera pintarte desnuda, si pudiera siquiera pintar. Dubin contrarrestaba la condición de «objeto sexual» de Fanny pensando que no le importaría ser suyo si ella llegara a imaginar semejante cosa. ¿De veras era un manjar tan tentador?, se preguntaba. ¿No estaré embelleciendo cada centímetro de su cuerpo conforme a mis necesidades? Las mujeres producen en mí una honda sensación de placer y de pérdida, como si fueran eternamente mías sin llegar a pertenecerme nunca. Ante aquel pensamiento, que resonaba entre los demás, experimentó un ataque de soledad. Aguardó a que pasara. Luego pensó que la intensidad de su insólita reacción ante la presencia de Fanny se debía con toda probabilidad a que dentro de unas cuantas semanas se habría marchado a la ciudad omnívora y él perdería una fuente temporal de placer inocente: la belleza de una joven vital. ¡Lástima que ella nunca llegara a enterarse! Dios mío, ¿cuánto puede persistir en la sangre este anhelo de romanticismo hecho de costumbres y ensoñaciones antiguas?
Aunque presintiera su partida, podía disfrutar del tiempo que aún iba a tenerla alrededor. En cuanto a la concentración interrumpida, mientras produjera sus dos páginas diarias tenía poco que reprocharse. Fanny, en cambio, como si quisiera demostrar que el presentimiento del final era ya el final mismo, parecía cansada de la función; de la persecución de Dubin; de su propia actuación, continua pero ya desganada. ¡Cuánto se distorsionan la intención y el placer por culpa de la proximidad! De pronto, Fanny lo evitaba adrede. Preocupado, Dubin le salió menos al paso, no quería ser el lobo detrás de una huidiza Pamela[13]. Un día, sin querer, se la encontró en la cocina, planchando sus calzoncillos, y la vio seria. Se turbaron al cruzar las miradas. Dubin vació su taza y salió a toda prisa.
A partir de ese momento se escondía o intentaba esconderse cuando aparecía él, por muy educado que se mostrara, por muy buenas que fueran sus intenciones. Tiraba lo que estaba haciendo y se iba, se escabullía en el cuarto de baño o bajaba apresuradamente la escalera del sótano y a los pocos minutos empezaba a retumbar la lavadora. Otras veces salía al porche a fumarse un pitillo, apoyada en la columna blanca, contemplando los cerros lejanos; por lo menos los cerros no tienen ojos. Pero al biógrafo le gustaba ver a la Susana que huía del viejo lascivo, su figura deliciosa, aquel halo de soledad que la envolvía. ¿Cómo era su vida? Lástima que no perciba mi admiración —como tal admiración—, aunque es posible que la perciba sin querer percibirla. En este mundo no todos podemos ser amigos o parientes; la mayoría, terrible condición, tenemos que ser extraños por mucho que Moisés y Cristo dijeran aquello de ama al prójimo como a ti mismo. Abatido, volvía al despacho. ¿Qué sentimientos son ésos, viejo macho cabrío, a tus cincuenta y seis años, que desordenan una vida ordenada? Somos todos unos payasos.
Dubin reanudaba el trabajo con afecto —cuando se trabaja de verdad no hay tiempo para emociones inútiles—, equilibrado, más o menos contento. El capítulo se entregaba más, se resistía menos. Los hechos se desplegaban con facilidad, aunque él no siempre estaba satisfecho con lo que decían o dejaban de decir. Pero, paciencia, los buenos principios, esos que garantizan al biógrafo que son como deben ser y que, por tanto, él va por buen camino, soplaban como los vientos primaverales; algunos tormentosos. Algo sacas de la nada. La nada comenzaba a ceder a lo largo del proceso; lo que crecía palabra a palabra crecía bien. Ya había aparecido el joven Lawrence. Su rostro en una charca o la charca su rostro, lo que significa que nuestro amigo, ya desde el principio, reflexionaba sobre sí mismo. Así pues, ¿doble personalidad que nunca reconoció? ¿Era una de las claves secretas de su vida, una explicación del asunto del sexo, de su no hallarse nunca en paz… y de su amor por las metáforas ideologizadas…?, ¿una imagen doble que se definía como una sola? ¿El yo esencial dividido? ¿La unidad sólo alcanzada en la obra, su arco iris? Dubin, concentrado, frase tras frase, ya no se aventuraba a salir del despacho si ella andaba cerca. En caso de que se aproximara a la puerta, él sabría dominarse.
Fanny, pensó, qué nombre tan necio.
El verano se acababa.
El invierno andaba al acecho.
Una mañana de principios de septiembre Dubin bajó por una taza de café bien caliente que lo mantuviera despierto. El desvelo de Kitty lo había arrastrado consigo durante gran parte de su viaje nocturno. Al volver, se encontró a Fanny dentro del despacho, contemplando las fotos y los recuerdos colgados de la pared; se interesaba sobre todo por el cuadro que contenía una medalla de oro con un galón azul y blanco.
Estaba de pie, pegada a la pared. Miope, pensó Dubin, aunque casi nunca se pone las gafas, qué terrible vanidad. En cualquier caso, leía la cita de la medalla enmarcada, que Dubin sabía de memoria: «Concedida por Lyndon Baines Johnson, presidente de los Estados Unidos de América, a William B. Dubin por sus méritos en el Arte de la Biografía. En la Casa Blanca, a diciembre de 1968».
—La Medalla de la Libertad —aclaró Dubin, contenido, sin pretender imponérsele.
—¡Qué curioso! —dijo Fanny en tono amable, volviéndose a él—. Ya me había fijado, pero nunca había leído lo que dice porque como a usted le gusta volver enseguida a su despacho. He entrado al ver la puerta abierta, pensando que estaría leyendo en el cuarto de Gerald, para quitar el polvo.
Dubin depositó la taza en el escritorio, cuidando de que no tintineara. En el platillo se había formado un charquito de café.
—Me la concedieron cuando publiqué mi H. D. Thoreau. ¿Ha oído hablar de él? Era un ensayista estadounidense que vivió de 1817 a 1862, autor de Walden, entre otras obras. Fue discípulo de Emerson, con quien mantuvo una amistad ambivalente y a cuya esposa, Lidian, idealizó. Es posible que estuviera enamorado de ella, pero no existen pruebas sólidas, y un biógrafo, por muy sensible que sea su carácter, no puede dejarse llevar de las suposiciones.
—Yo leí Walden y algunos capítulos me impresionaron, sobre todo las escenas de las noches de invierno.
—Maravilloso. —Estuvo a punto de añadir que tenían mucho en común, pero se contuvo.
—Aunque no lo parezca, siempre he querido vivir cerca de la naturaleza, lo que pasa es que nunca he sabido cómo.
Contó que aquel verano se había unido a una comuna budista cerca del lago Tupper. «Sin sexo y muy vegetariana. Tú mismo cultivabas tus lechugas y tus judías. Al principio me gustó, pero luego uno de los suamis, que le daba al ácido a escondidas, me sacó de quicio, así que me largué.»
¿La perseguía el suami con los ojos clavados en ella? Dubin sintió una atracción tan fuerte que le invadió la tristeza.
Señaló en la pared una foto pequeña dentro de un marco de talla artesanal.
—Ése es Henry —cuando era niño lo llamaban Davy—. No es que fuera guapo, pero su apariencia gustaba a la gente. Según Hawthorne, la planta le aprovechaba más que la belleza. —Ahora sonreía abiertamente. Fanny contempló la foto de cerca.
—Fíjese en la largura de la nariz —observó Dubin—. A Emerson le recordaba la proa de un barco. Dicen que Thoreau, para divertirse, se la cubría con el labio inferior, como si fuera a tragársela. Además tocaba la flauta y danzaba solo. En invierno patinaban en el Concord helado y nuestro hombre bailaba el vals sobre hielo como un Baco cualquiera. Emerson adelantaba su rostro de sacerdote al viento y se lanzaba lleno de resolución. Hawthorne, según escribió su hija Rose, patinaba como una estatua griega sobre las cuchillas. Henry hacía payasadas. Con suerte, habría podido ser un cómico, pero le gustaba más la vida solitaria en los bosques… cada cual se labra su destino, él aguantó allí contra viento y marea. Hay quien piensa que aquello minó su salud y le acortó la vida, pero es el eterno dilema de lo que se gana y lo que se pierde. De la experiencia nació su diario, donde él se presenta como un invento de su imaginación, y extrajo otros muchos tesoros, incluida una gran parte del Walden. Quién sabe, tal vez fue lo contrario: empezó un diario por sugerencia de Emerson y luego se fue a los bosques para que el diario se encontrara con su verdadero universo.
Fanny le obsequió con la primera sonrisa cálida que recibía de ella.
Dubin continuó.
—Tenía la ambición de ser algo grande, el mayor de los artistas estadounidenses. Se ha dicho que la culpa lo empujaba a superarse a toda costa y que se salió con la suya adueñándose de la naturaleza, como si fuera una posesión personal. Perry Miller lo creyó más consciente que yo de sus pasos hacia un destino literario. No todo el mundo comprende sus metáforas personales, ni tampoco lo que llegó a ser en secreto, aunque uno lo percibe, desde luego. A mi parecer, su preocupación principal, dado quien él pensaba que era, consistió en aprender a vivir. «El oficio de vivir no se aprende en un día», fueron sus palabras. Empleó muchos años en intentarlo, lo que equivale a vivir para aprender a dominar las fuerzas que lo forjaron. Según dijo, en la hora de la muerte, no quería descubrir que no había vivido.
—Yo tampoco —dijo Fanny.
—Ni yo —admitió él—. Una vez, por accidente, prendió fuego a los bosques del Concord y quemó decenas de hectáreas. La gente del pueblo se enfureció. Tuvo un comportamiento raro, porque se quedó mirando el fuego sin la menor intención de extinguirlo. Como era de esperar, la muerte habita el diario. Nunca dejó de llorar la vida breve de su hermano John. Se habían disputado a una jovencita que despreció a los dos cuando le propusieron matrimonio.
—Sé que no se casó. ¿Qué hacía con las relaciones sexuales?
—En apariencia murió casto… como dicen —respondió el biógrafo, solemne—. Fue de los que subliman el sexo. Hay más gente así de lo que parece. Te casas con la naturaleza y vives en soledad, pero teniendo en cuenta la vida que llevó y todo lo que hizo, quién sabe cuánto se perdió, si es que se perdió mucho.
Lo había dicho poco convencido.
Fanny puso un gesto raro. «No me lo trago, no sé cuánto hizo en sus libros, pero la cuestión es que se perdió el placer más grande de la vida. Somos humanos, ¿o no?»
La mirada de Dubin se posó en sus senos, pero enseguida subió a los ojos verde claro. La expresión de Fanny, que lo observaba con una intensidad de miope, manifestó un momento de sorpresa.
—Uno de sus mejores amigos —admitió Dubin— decía: «No ha existido ningún hombre con una vida incompleta mejor que la suya». No quiero justificar su castidad, ni como la practicara, Fanny, sólo digo que encontró su camino. En resumen, como muchos hombres de su estilo, fue feliz. «Amo la vida», dijo, y yo le creo.
—¿Y usted?
Dubin esperaba una burla que no llegó.
—¿Por qué me lo pregunta a mí?
—Porque me lo pregunto yo.
—¿Y qué se contesta?
—Soy yo la que ha preguntado.
—Mi respuesta es afirmativa —replicó Dubin.
Los ojos de Fanny, pensó, guardaban un juicio.
—Tengo mis dudas de que fuera feliz —dijo—. Tirarse a la naturaleza, ¡qué revolcón más tonto!
—Hay muchas formas de amar —aventuró Dubin.
—No tantas, cuando hay que hacerlo con un árbol, señor Dubin.
—Por favor, llámame William —dijo, con una risa cálida.
—William.
Para retenerla, pasó a lo referente a la medalla.
—Al principio, no quería aceptarla, porque no me gustaba la escalada que, por culpa de Johnson, prolongó la guerra de Vietnam, pero mi esposa consideraba una descortesía rechazar la medalla con la que mi país quería honrarme a mí y honrar mi libro, así que la acepté.
Fanny emitió un gruñido suave.
—Después de la cena, Johnson me llevó aparte para pedirme que escribiera una «biografía veraz» de él. Con su enorme mano en la mía, dijo que Lady Bird, su esposa, estaba encantada con mi libro y que no dudaba un momento de que yo fuera capaz de hacer una magnífica Vida de L. B. J. Respondí que me sentía honrado, pero que no podía aceptar su amable proposición.
—Bien hecho.
—Eso piensa mi hija. Da igual, salí del paso como pude. Dije que si bien había escrito una vida de Lincoln, en general prefería trabajar con figuras literarias. «Serás hijo de puta —me comunicaba con la mirada—, yo valgo más que tú.» «Cierto —pensé—, he aceptado tu medalla.» Luego le dijo a mi esposa que nadie había trabajado más por la paz que él y al marcharnos nos abrumó con sus regalos. Para ella, un pañuelo verde decorado en el borde con un millón de LBJ enlazadas y un cuenco de cristal con el sello presidencial tallado en relieve. Para mí, un reloj sumergible con el grabado: «No hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a ti». El reloj nunca dio bien la hora, pero enmarqué la medalla y ahí la tiene, colgada de la pared porque a estas alturas le he tomado un cierto cariño. Y aquí nos tiene a nosotros también, a usted y a mí.
Estaban de pie, separados por unos centímetros. Fanny, apoyada en la pared, con la respiración audible y la pelvis relajadamente adelantada. Parecía tranquila, como si le hubiera perdonado que la importunara con su deseo de conocerla. Tal vez, ahora que estaba a punto de dejar el trabajo en la casa, había llegado a la conclusión de que él no pedía tanto. «Los hombres la pretenden», pensó Dubin. Además, seguro que ni en el mejor de los casos le habría propuesto que se fuera a la cama con él. El hecho de que tuviera unos dos años más que Maud removía en su interior algo parecido al tabú del incesto —no te llevas a la cama a una chica de la edad de tu hija—, entre otras inhibiciones. Me gusta mirar a una mujer guapa, aunque en este caso, considerando que la tenía acorralada en casa, tal vez me haya excedido.
—Aquí hay una foto que tomó mi esposa cuando Johnson estaba imponiéndome la medalla.
Fanny la examinó de cerca. «Parece usted un cachorro que se niega a morder el hueso.»
—Así me sentía, más o menos.
Hubo un momento de silencio por las dos partes. Dubin pensó que Fanny se iría, pero se quedó.
—¿Y ahora qué escribe? —preguntó ella sin la menor preocupación por no hacer su trabajo.
A Dubin, que tampoco parecía preocupado por el suyo, le faltó tiempo para responder.
—Una nueva biografía de D. H. Lawrence, el novelista inglés, además de poeta, profeta y gran escritor de cartas, un hombre de genio, con ataques de cólera. No vivió más de cuarenta y cinco años —de 1885 a 1930—, casi lo mismo que Thoreau. Los dos murieron antes de tiempo y de tuberculosis.
—¿Fue tan importante como Thoreau? ¿Por qué lo eligió después de él?
—Me rondó la cabeza muchos años —la voz se le iba enronqueciendo—. Un día me desperté y lo tenía delante. No es que estuviera allí de verdad, como comprenderá, pero ya no pude borrármelo del pensamiento. Aunque no recuerdo que soñara con él, no era capaz de olvidarme de aquel hombre feroz de barba rojiza que me intimidaba con su mirada azul y brillante de tísico. Fue una experiencia enigmática; por mucho que lo intentara, no comprendía lo que pretendía decirme. Respondiendo a la pregunta que me hace, puede que me decidiera a escribir su vida para desentrañar el misterio.
—¿Cuál?
—¿Es que hay dos?
—No sé qué decirle.
Dubin añadió que llevaba años sin leer nada de Lawrence.
—Sin embargo, y a pesar de que sus vidas fueron muy distintas, Thoreau y él tienen en común más de lo que parece, aparte, claro, de ser dos de los grandes. Como escritores, trataron temas semejantes: la muerte y la resurrección. Como hombres, estuvieron dominados por dos mujeres posesivas. Los dos amaron y exaltaron el mundo natural. Los dos eran puritanos y ninguno de ellos fue del todo heterosexual. Thoreau, ya se lo he dicho, sublimaba su sexualidad, y Lawrence nunca estuvo a gusto con su condición sexual. Sabía que para sentirse completo necesitaba tanto el amor de un hombre como el de una mujer, pero, al parecer, y tal vez por falta de suerte, nunca pudo llevar a la práctica su bisexualidad. Se dice que propuso una Blutsbrüderschaft[14] a Middleton Murry, pero a su amigo le pudo más el temor a Lawrence que sus aparentes tendencias homoeróticas, de modo que agarró el sombrero y salió huyendo. En cierta ocasión, Lawrence confesó que el pensamiento de abrazar a una mujer por la cintura y bailar con ella le causaba una gran turbación. Habría sido un hombre mucho más limitado sin Frieda, su esposa, que era una mujer muy dotada para el sexo. Ella dejó escrito en una carta que había salido victoriosa de su lucha contra la homosexualidad de Lawrence, aunque no acabo de saber a qué se refería. Según parece, se le daban bien todas las prácticas sexuales. Lawrence acabó por fabricarse una mística sexual y predicó lo que él llamaba «conciencia de la sangre», una fuerza oscura mediante la cual el hombre conoce el misterio original. No deja de ser paradójico que, sobre todo al final de su vida, sus teorías lo ocuparan más que el sexo físico, que ya lo había abandonado.
—Entonces, ¿por qué hay tanto sexo real en El amante de Lady Chatterley? ¿No lo escribió al final de su vida?
—También tiene una fuerte carga ideológica, pero lleva razón, es un mundo sensual auténtico y conmovedor, a pesar de las teorías.
Un momento después, Fanny preguntó si se le había enfriado el café.
Creía que sí.
Se miraron el uno al otro, serios.
—Seguro que sabe mucho de él.
—Ojalá supiera más. Ni siquiera aspiro a descubrirlo por completo. Por ejemplo, en sus cartas aparenta sinceridad, pero no se pueden tomar al pie de la letra. Tienen valor autobiográfico y aun así se advierte que forman parte de su obra de creación. Espero captarlo a medida que vaya ahondando en su vida.
—Estaba pensando en eso de que el sexo le abandonó…
—¿Fanny, se da cuenta de que nunca fue un defensor del amor libre? No le gustaba la gente que copulaba sin ton ni son. Decía que el sexo nos llega sin avisar, como «un hecho terrible, un sufrimiento, un privilegio y un misterio».
Fanny parecía inquieta. «Creo que tengo derecho a disfrutar del placer sexual siempre que me apetezca, sin temores ni preocupaciones. ¿Por qué no?».
—¿Por qué no?, en efecto.
No me avergüenzo de mi forma de vivir, señor Dubin.
—William —corrigió él.
—William.
—Eso espero… como iba diciendo, la doctrina sexual de Lawrence es lo contrario de lo que piensa la mayoría de la gente. Todo lo que tenía de innovador en la ficción, lo tenía de conservador en otras muchas cosas. En el matrimonio, por ejemplo. El suyo fue borrascoso, lleno de fricciones, sobre todo cuando su esposa deseaba ver a sus hijos. Una vez que se bañaron juntas, Katherine Mansfield observó unas magulladuras en el cuerpo de Frieda. Otro día, delante de la hija, él le arrojó un vaso de vino a la cara. Y en otra ocasión, ella le dio un golpe en la cabeza con una plancha de piedra. Sin embargo, no cabe duda de que fue una relación vital y duradera. El auténtico matrimonio, decía, establece un vínculo inconsciente, una especie de «circuito de sangre palpitante», y en una de sus cartas dejó escrito: «No hay mayor necesidad vital en esta vida que amar a tu esposa de un modo expreso y cabal, con total entrega de cuerpo y alma».
Fanny dijo que jamás lo habría imaginado.
—Por otra parte, a pesar de casarse con él, Frieda buscó y mantuvo relaciones sexuales con otros hombres. Se tenía por una mujer liberada. Según dijo a sus íntimos, Lawrence fue siempre tibio en el sexo e impotente desde los cuarenta y un años.
—Esas cosas te dejan anonadada. Un hombre como ése. Parece increíble —dijo Fanny, con un suspiro.
—Lo que más me impresiona de la mayor parte de las biografías que escribo —continuó Dubin—, dejando aparte lo que se aprende del mapa de las vidas humanas, de sus vueltas inesperadas y sus giros dramáticos, de las alegrías cuando salen adelante y de las tragedias cuando fracasan —se le nublaron los ojos y tuvo que aclararse la garganta—, lo que más me impresiona es el eterno carácter efímero de la vida, el hecho desgarrador de que nuestro destino sea un monigote en manos de acontecimientos que no podemos ni prever ni dominar, de que resultemos tristemente vulnerables a lo que va a ocurrir dentro de un momento. Por eso, querida Fanny, tienen razón los poetas cuando aconsejan que aprovechemos el tiempo. Si no apuras la vida ahora o no la has apurado antes hasta el fondo, te pesará todos los días que te queden, sobre todo cuando empiezas a envejecer.
—¿A ti te pesa? —preguntó, serena.
Dubin la miró muy serio.
—Me pesaría de un modo insoportable si no me comprometiera con la vida de otros.
—¿En tus libros?
—Sobre todo, pero no sólo.
—¿Y eso te proporciona tu gran tarea? Para mí, la vida es lo que hacemos, la quiero para disfrutar, no para extraer de ella lecciones morales o para contarme cuentos de hadas.
De pronto, Dubin se sentía frustrado, abatido.
Ella, en cambio, parecía conmovida por las palabras del biógrafo. Se le habían subido los colores y en sus ojos asomaba algo parecido al afecto.
Dejándose llevar por un impulso, Dubin extrajo un libro de uno de los estantes.
—Acéptalo —dijo al entregárselo—. Es un ejemplar de mi primera obra, Vidas breves. Dentro no hay nadie que llegara a los cuarenta.
Después de dudarlo un instante, la joven lo cogió y se lo apretó contra el pecho.
—Eres hermosa, Fanny —susurró él.
La joven le rozó el brazo con cuatro dedos.
Atraído por ella, aun reconociendo que se la había ganado con malas artes gracias al asunto de la Medalla de la Libertad, a la negativa a escribir la biografía del presidente Johnson y a la prolija exposición de la vida de sus grandes, Dubin la estrechó entre sus brazos con un inmenso alivio. Fanny se elevó sobre los pies descalzos, con los pechos en punta, las caderas recias, la barbilla vellosa y la lengua ávida. Se besaron intensamente.
Se cruzaban por la escalera como dos extraños —aunque a veces ella lo rozaba al pasar— y Dubin notaba su cabello en el antebrazo. Luego regresaba a su despacho y se sumía en el trabajo para hacerla desaparecer arrastrada por la corriente de los hechos. Si advertía su presencia al otro lado de la puerta, nunca abría. Pensaba mucho en el beso. Desde entonces Fanny había dado la vuelta a la situación y, lejos de evitarle, le concedía algunas satisfacciones: las pequeñas victorias de la vida. Pero mientras él estaba trabajando, el despacho era sagrado. Avanzaba en el capítulo, experimentando una sensación de placer futuro, saboreando las alegrías del progreso, de la obra que construye un orden, agradecido al yo que mejor le servía.
Un día, poco después del beso, a primera hora de la tarde, Fanny llamó a la puerta y Dubin abrió, convencido de que habría leído sus Vidas breves y querría comentarlas, pero ella se disculpó, no las había leído y sólo venía a saludar, aunque no estaba segura de que él aprobara su intrusión en el despacho. Dubin advirtió que traía en los ojos la tensión característica y la invitó a entrar. Ya sabía que se lo iba a permitir si ella aparecía en el umbral.
Se sentó en el butacón de Dubin, cruzó las bonitas piernas desnudas y se puso a fumar. Él encendió un puro con los dos extremos cortados. Fanny se había lavado el pelo, que le caía fosco y suelto, y llevaba en las orejas unos tintineantes aros de plata; una pequeña coquetería a pesar de estar trabajando. Después de volver su asiento hacia ella, el biógrafo lamentó que realizara una labor tan insignificante en la casa. No ignoraba que sabía escribir a máquina y había pensado en que trabajara para él, pero esas cosas eran privativas de Kitty.
Fanny quería saber si podía prestarle Hijos y amantes. De un brinco, cogió su ejemplar de la estantería y se lo entregó. Mientras jugueteaba con el libro, ella confesó lo que había disfrutado con su reciente charla. «También quería decir —y siento hacerle perder el tiempo, pero no sé de que otro modo podríamos hablar—, sólo quería decir que la verdad de mi experiencia sexual, al menos aquí y ahora, es que me ha hecho mejor persona.»
—Yo querría ser mejor persona de lo que soy —dijo Dubin.
Imaginó que Fanny había sentido la necesidad de decírselo a él porque era un hombre mayor. Si le dices eso a un hombre joven te lleva a la cama y te mejora aún más.
—Hablo en serio —dijo ella.
Dubin hizo un ademán de asentimiento.
—Tú estás dotada, Fanny.
—¿Y eso qué quiere decir?
—De verdad. En esta vida hay gente dotada.
Ella aflojó el cuerpo y hasta pareció que iba a estirar la mano, pero estaban demasiado lejos para el contacto.
Entonces, Dubin le preguntó por qué se había unido a la comuna sin carne y sin sexo del lago Tupper.
—Me gusta probar.
Conmovido por el comentario, le confesó que habría querido ser tan libre como ella cuando tenía su edad.
—¿Y qué te lo impedía?
—Yo era un romántico encantando de serlo… amaba el deseo. La ansiedad llegó a escribir algún poema en mi nombre.
—¿Tuviste amoríos?
—Disfrutaba de la presencia de las mujeres… Ya sé que lo planteo como una experiencia casi estética, pero no diría que lo fue en absoluto.
Le contó que su madre había sido una mujer enferma, que no tuvo hermanas, sino sólo un hermano menor que se ahogó a los nueve años. A raíz de ese hecho, la madre se trastornó y murió cuando Dubin tenía trece. Desde entonces no conoció más compañía en casa que la de su padre. «Nunca volvió a casarse y yo me quedé sin presencia femenina en casa. Perdida la mujer, me esforcé en llenar el vacío enamorándome a menudo.»
—¿Dormiste con alguna?
—Por lo general, no con las que amaba, y con las otras, poco. Era un mundo distinto, Fanny, aunque puede que me faltara valor. Me perdí muchas cosas.
—No tan distinto. Mi padre tiene más o menos su edad y follaba como un loco.
Los interrumpió la entrada de Kitty, que sólo había llamado una vez.
—Ah, perdonadme, no sabía que estuvierais hablando.
Fanny se levanto rápida.
—No, por favor, no se vaya —rogó Kitty.
—Su marido me ha prestado un libro.
—Estábamos charlando —explicó Dubin.
Fanny abandonó el despacho. Más tarde, cuando acabó su jornada, olvidó el libro que había ido a pedir prestado.
Aquella tarde, él pensó en invitarla alguna vez a un paseo; el corto.
El siguiente día que le tocó trabajar, Dubin la espió mientras ella hacía un alto en el porche para fumarse el cigarrillo. Salió con su taza de café y se sentó en el último escalón. La tenía detrás, en una silla de lona, con las piernas separadas, las braguitas de color limón bien visibles en la entrepierna, los pies descalzos.
Dubin se volvió hacia los cerros. Al norte se elevaba el Monte Sin Nombre, el que miraba cuando quería mirar un monte.
Le preguntó por sus planes en Nueva York.
Respondió que no lo sabía.
Dubin hablaba mirando los cerros, con la espalda caldeada por los rayos del sol.
—Los planes no son mi fuerte —dijo Fanny.
Después de una pausa, él quiso saber de dónde había sacado el nombre.
—¿Mi nombre? Me lo puso mi madre.
—¿Por un pariente, una amiga? ¿Quién?
—No, por la Fanny Price de Mansfield Park. Se pasó el embarazo colgada de Jane Austen.
—¡No me digas! —exclamó Dubin, volviéndose a ella—. ¿Sabe que la sobrina preferida de Jane Austen se llamaba Fanny Knight? La autora se sentía tan fascinada por aquella muchacha que el mismo día en que murió estaba releyendo sus cartas. Lo triste es que después Fanny escribió a su hermana diciendo que a la tía Jane le había faltado refinamiento. Se avergonzaba de ella, de modo que, en el fondo, traicionó su memoria.
—No creo que mi madre lo supiera.
En ningún momento, mientras hablaban, había hecho intención de juntar las piernas.
Dubin acabó el café y subió a su despacho.
A los pocos minutos, sentado a su escritorio, se sobresaltó al oírla entrar después de una única y breve llamada.
Cuando iba a indicarle que saliera con un gesto de la mano, Fanny se desabrochó la falda plegada y se la quitó. Desaparecieron la blusa y las bragas. Estaba desnuda.
Conmocionado por su belleza juvenil, le expresó su gratitud en un susurro.
Ella le tiró las bragas amarillas; él las cogió y se las tiró a su vez. Dieron en los pechos antes de caer al suelo.
La chica lo estudiaba con curiosidad, nerviosa.
—No sé lo que me ofreces, pero siento no poder aceptarlo —dijo Dubin.
—Tu esposa ha ido al invernadero. Es una hora de ida y otra de vuelta.
—Es su casa.
—También la tuya.
—En estas condiciones, no puedo aceptar.
Se sonrojó. Estaba enfadada.
—¿Y todas esas monsergas sobre la vida y el aprovechamiento del tiempo?
Dubin soltó una risa bronca ante la ocurrencia.
Fue un instante desagradable el que tardó en vestirse y salir. No quedó nada de ella que Dubin pudiera encontrar.
Cogió la pluma y luego, lentamente, comenzó a escribir.
Fanny se despidió. Le dijo a Kitty que se iba de la ciudad, pero ella había oído que continuaba allí y que estaba viviendo con Roger Foster. Un día, comiendo, Dubin preguntó a su esposa qué pensaba de la joven.
—Es atractiva, pero yo estoy mejor proporcionada.
Aquella mañana, nada más levantarse, dijo que se iba a Montreal, a visitar la tumba de su padre, y luego, a la vuelta, tal vez la de su madre en Augusta.
—Le debo una visita, porque nunca llegué a hacer las paces con él. ¿Vienes conmigo, William? Podríamos ir y venir en dos días.
—¿Estás preocupada por algo? —A Kitty se le ocurría visitar tumbas cuando se formulaba preguntas sobre su vida.
Parecía distraída. «Me gustaría que me acompañaras. Detesto hacer viajes largos yo sola.»
—¿Por qué no me lo propusiste antes de que empezara el capítulo?
—Porque aún no lo había pensado.
Dubin argumentó que estaba progresando en el trabajo. «Si me marcho contigo ahora, tardaría una semana en recuperar el ritmo.»
Mientras se vestía, cerca de la ventana del dormitorio, Kitty daba vueltas a la idea. Él la vio observar un pájaro carpintero en el castaño. Al poco tiempo de mudarse, cuando una tormenta derribó aquel arce que estuvo a punto de caer sobre la casa, Kitty plantó en su lugar un castaño, que ya se había convertido en un árbol frondoso.
—Creo que debo hacerlo yo sola.
Dubin quiso convencerse de dejar el trabajo y acompañarla, pero no estaba de humor para ir de cementerios. Él tenía tumbas propias que visitar y no las frecuentaba desde hacía años.
—Tengo que ir, ¿para qué aplazarlo más? —dijo Kitty.
Después de comer, se puso dos pulseras de plata y una sortija grande, se pintó las uñas de los pies, preparó una bolsa de viaje y salió en el coche hacia la autopista del norte.
En la puerta, se dieron un beso de despedida… adiós, hasta pronto. Ella le apretó la mano; él comentó cuánto lamentaba no acompañarla. Ella le pidió que comprobara los quemadores; él se lo prometió, pero luego se le fue de la cabeza.
De tanto en tanto le gustaba comer a solas y de lata —espaguetis, judías estofadas, cosas que lo devolvían a la infancia y a la juventud—, si bien esta vez se preparó una hamburguesa que Kitty había descongelado. La hamburguesa se le quemó en la sartén y acabó llamando un taxi para ir al centro. Tomó un plato de sopa y un sándwich de carne asada en la barra de un restaurante y regresó a casa caminando porque el cielo vespertino conservaba aún su resplandor. El otoño temprano había pasado su mano fría por el aire. Aparecieron cúmulos neblinosos de estrellas, entre las que brillaba la Osa Mayor. El biógrafo reflexionó sobre el misterio del Norte —la dirección de la muerte—, blanco, silencioso, frígido, sin alma. ¿Dónde estaría Kitty ahora? Esperaba que no se le ocurriera conducir de noche. Aún no había salido la luna. Caminando solo y a oscuras, sintió algo parecido a la tristeza. Primero pensó que le apetecía oír un lied de Schubert, pero luego se dijo «déjalo, me voy al cine». La vida de Schubert, muerto a los treinta y un años, había sido la primera que Dubin redactó para sus Vidas breves. Aún no se había escrito una buena biografía completa de Schubert, que duró mucho en la música y poco en este mundo.
Ya en el interior —estuvo dudando en la puerta—, se sorprendió de que la casa le pareciera tan vacía. Al entrar sintió una bofetada de soledad que lo sobresaltó, fue como un ácido que le quemara los huesos. Absurdo, pensó. Al pie de la escalera, impresionado, el biógrafo trato de averiguar qué podía afectarle de aquel modo. Por regla general, le gustaba la soledad. Tanto si estaba fuera de casa como si se marchaba Kitty, despertaba en él ciertos estados de ánimo que pocas veces sentía cuando su vida se amoldaba a la de ella. En cambio, lo de aquel momento era algo más que la melancólica sensación de estar solo, algo más que el recuerdo de esa misma sensación en otras épocas, algo parecido a una conciencia espontánea, casi repulsiva, más patente que nunca, de la soledad radical: la subjetividad autoconsciente, separada y hermética del yo. Dubin lo definió de un modo taxativo, como ya antes se había definido: la muerte que se obstina en estar presente en la vida, en la historia, en el ser. Ninguna novedad, entonces ¿por qué una vez más y en aquel preciso instante?
¿Qué lo había provocado? ¿El constante recuerdo de la ausencia de los hijos? Un buen día su infancia, y tu disfrute de ella, se esfumaron. Se distancian como extraños y dejan de hacer confidencias; ya no sabes quiénes son. Te esforzaste por mantenerte cerca, en contactó, pero ya eran otras personas que vivían en otra parte. Nunca recuperaste aquella imagen clara de ti en su mirada. Se convirtieron, como si lo necesitaran, tal vez para definirse a sí mismos, en parientes lejanos. Dubin se creía hecho a la idea. En tal caso, ¿se debería a la inesperada visita de Kitty a la tumba de su padre? ¿Tendría que haberla acompañado? Dio al interruptor y se quedó en suspenso, como si esperara más luz, luego comenzó a subir las escaleras, aún intranquilo, como un hombre con tres piernas que sólo recuerda dos. Deambuló por la casa vacía, evitando el despacho. ¿Qué tramaba Lawrence cuando Dubin salía? ¿Hechizaba los circuitos de su sangre oscura? El biógrafo subió a la tercera planta, entró al antiguo cuarto de Gerald y se sentó en la cama del joven. La nube de soledad que descendía sobre él negaba el yo suficiente. ¿Quién galopa a lomos de Dubin? Se le ocurrió que no era tanto el alejamiento de su esposa como una conciencia opresiva de sí mismo.
En el cuarto de Maud puso una conferencia de persona a persona a Berkeley, pero su hija no estaba. Dejó recado de que llamara. Buscaba el número de Gerry en Estocolmo en la agenda de su esposa, cuando sonó con estridencia el teléfono. ¿Maud, devolviendo la llamada?
Era Kitty para decir que se encontraba en Filadelfia.
Dubin escuchó con atención. «¿No ibas a Montreal?»
—Al salir de casa, sentí la necesidad de visitar la tumba de Nathanael. Hace años que no voy. No te importa, ¿verdad?
Dubin no imaginaba por qué iba a importarle.
—Sinceramente, casi nunca me acuerdo de él, pero al coger la carretera sentí el impulso de visitar su tumba y cambié el norte por el sur.
—No me importa.
—Llevas unos días más amable conmigo —dijo ella.
—Uno aprende. —Luego añadió—: O eso cree.
—Pareces incómodo, ¿te ocurre algo?
Estaba bien.
—Por la mañana, antes de volver a casa, llevaré flores al cementerio.
Dubin comentó que le había sorprendido oírla desde Filadelfia cuando la creía en Montreal.
—Pareces distante. ¿Ha ocurrido algo?
—He llamado a Maud. Creí que era ella.
—Dale muchos besos. Ojalá no estuvieran tan lejos.
Dubin dijo que pensaba dar un paseíto antes de irse a la cama. Kitty comentó que le gustaría estar allí para acompañarlo.
Cuando colgó, ella volvió a llamar, y él volvió a decirle que creía que era Maud.
—No, no soy Maud, soy yo. Por favor, dime por qué estás preocupado, ¿es por el Lawrence?
Dijo que no.
—Es una persona difícil de querer.
—No tengo que quererle, sino decir la verdad de lo que era y de lo que hizo. Y decirlo con estilo.
—¿Hay algo más que te preocupe, el dinero, por ejemplo?
Confesó que le preocupaba el dinero.
—¿Hemos gastado mucho?
—Tenemos para otro año, pero luego habrá que apretarse el cinturón.
Kitty dijo que si hacía falta buscaría un trabajo remunerado. «Buenas noches, amor mío, y no te preocupes, mañana estaré ahí.» Por teléfono, cuando uno de los dos estaba lejos, era siempre cariñosa.
En la noche oscura y llena de estrellas, Dubin se alejó más de lo esperado. Estaba mirando las carteleras en las vitrinas del cine Center Campobello, cuando, entre la veintena de personas que salían de la última sesión, distinguió a Fanny Bick en vaqueros y zuecos, con un bolso en bandolera. Llevaba una especie de banda blanca debajo del pecho y el pelo recogido con un cordoncillo rojo. La sintió antes de verla. Pensó que levantaría la cabeza y advertiría su presencia, pero no fue así. Daba la impresión de estar aún dentro de la película, ensimismada; un estado que él conocía bien. No esperaba poner los ojos en ella nunca más, pero ahora supo cuánto lo habría sentido. No vio a Roger Foster en el grupo. Para comprobar que no se había demorado en los aseos de caballeros, cruzó la calle y dejó que Fanny avanzara hasta asegurarse de que iba sola. Entonces volvió a cruzar y la siguió.
«Es un simple entretenimiento», pensó el biógrafo. Al principio no supo qué hacer, pero luego creyó que debía hablarle. Aún le oprimía aquella curiosa sensación de soledad, aquello, lo que fuera, que procedía de su juventud y que ya no le servía para nada. Quería quitárselo de encima. Experimentó un deseo imperioso de conocerla; no soportaba que se marchara siendo una extraña. Llegó a imaginar que saber algo de ella aliviaría su sensación de soledad. ¡Qué locura aquella necesidad tan intensa!, como si se hubiera ganado el derecho a conocerla. Mírame, corriendo tras de ella, ni que compartiéramos el mismo sueño.
Fanny notó algo, porque apresuró el paso y los zuecos resonaron en la calle sombría, iluminada sólo a trechos por las farolas. En la esquina siguiente volvió su mirada de miope, ahora nerviosa.
—Espera, Fanny… soy William Dubin.
Esperó con un gesto hosco a que él llegara a su altura. Si se sentía aliviada, no lo demostró, puesto que ni la cara, pálida a la luz de las farolas, ni la mirada intranquila daban la bienvenida.
Dubin estuvo a punto de saludar con un sombrero que no llevaba. Sólo quería no haberla asustado con su persecución.
Fanny quitó importancia al hecho.
Con un gesto que aludía al encanto de la noche, le contó que había salido a dar una vuelta antes de acostarse. Estaba solo en casa.
—Te vi salir del cine y se me ocurrió saludarte. ¿Te importa que camine un poco contigo?
Respondió que estaban en un país libre.
—Vamos, Fanny… no disimules. Estoy seguro de que sabes que me gusta tu compañía.
—A mí no me importa, si no le importa a usted, señor Dubin —dijo, como dudando.
—¿Era buena la película?
—Bastante… una especie de historia de amor.
—¿Me recomiendas que la vea?
Caminaban juntos al ritmo que marcaban los zuecos de ella.
—Es mejor que nada.
A Dubin le hizo gracia. Se sentía tan torpe como en casa cuando ella notaba que la estaba observando, que le imponía su presencia.
—Siento que te fueras sin despedirte. Te había comprado un ejemplar de Hijos y amantes. ¿Te gustaría tenerlo?
—Lo agradezco igual.
—¿Dónde puedo enviártelo? He oído que vives con Roger Foster. Hacía trabajillos para mí cuando era estudiante. Llevaba siempre un jersey verde que le teñía la barba. Confieso que nunca me cayó muy bien, aunque la culpa será mía.
—Bueno, ahora lleva un jersey azul, tiene la barba negra y no hace trabajillos. Tampoco yo, que, por descontado, no limpio casas.
—Me parece una experiencia rara para una mujer como tú. Espero haber sabido demostrarte mi comprensión y mi respeto y siento que no nos hayamos conocido en mejores circunstancias.
—¿Quién te ha dicho que vivo con Roger?
—Mi esposa lo mencionó de pasada —dijo, aclarándose la garganta.
—Seguro que es de las que están en todo. Vivo en una habitación de su casa, igual que su hermana y su cuñado, pero no con él.
—Fanny, lamento el incidente del despacho. Me pesa que no nos entendamos.
No respondió.
Dubin preguntó si era la causa de su marcha.
—No, que yo sepa. Estaba hasta las narices de esa mierda de la limpieza. No pienso hacer nada semejante en toda mi vida.
Le preguntó si había leído las Vidas breves que él le regaló.
No, no las había leído.
—Tengo curiosidad —comentó un poco después, mientras caminaban por la calle oscura a causa de la abundancia de tiendas—, ¿por qué llevas una estrella de David?
—La llevo porque la tengo. Me la regaló un amigo y me la pongo cuando me acuerdo de él, pero también llevo otras cosas. Tu esposa no es judía, ¿verdad?
Dubin dijo que no.
—¿Cómo la conociste?
Alguna vez le contaría la historia.
—¿Y qué hacía cuando la encontraste?
—Era viuda y tenía un hijo.
—Seguro que no se le pasa una.
—Tiene un carácter sensible.
—También yo —dijo Fanny.
Las tiendas disminuían conforme aumentaban las casas particulares. Cuando Fanny dobló la esquina, entró con ella en una calle corta. A media manzana había un Volkswagen de color naranja estacionado delante de una casa de madera, austera y estrecha, con un frontón muy apuntado. Tenía dos plantas y estaba a oscuras, con las persianas bajadas.
El brillo de la media luna iluminaba el césped a través de una haya roja. La casa verde oscura y moteada por la luz lunar parecía una escultura o una pintura antigua de una casa antigua. Dubin vestía un jersey ligero y calzaba mocasines. Fanny llevaba sus vaqueros y su banda blanca debajo del pecho.
Le dijo que D. H. Lawrence se desquiciaba con el resplandor de la luna llena.
—Seguro que tú no te desquicias.
—Soy un hombre controlado —confesó.
Fanny bostezó.
Dubin señaló el cielo. «Fíjate, Fanny, la Osa Mayor. Y esa otra es Andrómeda, una auténtica galaxia dirigida, como la nuestra, hacia el infinito… si es que tal cosa existe y no nos desplazamos eternamente por el borde de una rueda finita cuyo final no se manifiesta. En este universo, finito o no, el hombre vive entre una explosión de gases que se convirtieron en estrellas fugaces, a partir de una de las cuales evolucionamos nosotros. Un privilegio maravilloso, ¿no te parece?»
Fanny, que llevaba un rato en silencio, expresó su acuerdo.
—Lawrence decía «ese inmenso cielo de estrellas cargadas de significado».
—¿Para la astrología o además?
—Además.
—¿Es que todo tiene que significar algo?
—Donde hay inteligencia hay significado. Me agrada la idea del enigma cósmico que llevamos en la cabeza. Un misterio gigantesco que refleja los nuestros, los pequeños misterios biológicos y psicológicos. Me gusta esa combinación de misterios.
—O sea que nuestros intelectos son el universo, más o menos —reflexionó ella.
—Sí. Tal vez nos inventaron para mirar las estrellas y dar testimonio de ellas.
—A mí no me inventaron para eso.
—Dime para qué.
—Ojalá lo supiera. ¿Por qué se te ocurren esas cosas ahora?
—Por no presentarme ante ti con las manos vacías cuando volvamos a encontrarnos.
Fanny esbozó una sonrisa a medias. «Bueno, más vale que entre. Gracias por la lección de astronomía.»
Dubin preguntó cuándo se marchaba a Nueva York.
—Lo tengo planeado para la semana que viene.
Al biógrafo ya se le había ocurrido una idea: «Yo debo hacer algunas pesquisas en la Biblioteca Pública de allí, ¿puedo llevarte?».
Iba en su propio coche.
—Y Roger viene conmigo.
Dubin tuvo que ocultar su desilusión.
—Hace el viaje en mi coche y luego vuelve en autobús. Puede decirle a su esposa que no vivo con él. Quiere que nos casemos, pero a mí no me apetece casarme ahora mismo, antes de probar otras cosas.
—¡Fantástico! ¿Y qué cosas?
—Todavía soy joven y no todo lo que hago tiene una finalidad. Algunas cosas las hago para pasarlo bien —dijo, levantando los brazos a la luz de la luna.
—Pasarlo bien es una finalidad.
—Una finalidad que no impide pasarlo bien.
—¿Podría verte en Nueva York, Fanny? ¿Podríamos cenar juntos?
Se lo pensó: «Por mí, vale».
—Bien. ¿Dónde quedamos? ¿Dónde vas a vivir allí?
—Todavía no lo sé. No he buscado piso. ¿Quieres que vaya a un restaurante?
—¿Te importaría venir a mi hotel?
Le pareció un sitio como cualquier otro.
Concertaron la cita para la semana siguiente. Dubin se alojaría en el Gansevoort. «Que era el nombre de soltera de la madre de Melville.»
Fanny reprimió un bostezo.
—Esta noche tengo sueño.
—No quiero entretenerte. Me alegra que nos hayamos vuelto a ver, porque la última vez me comporté como un idiota. No me di cuenta hasta después de lo encantadora que fuiste conmigo.
—Olvídalo.
—No sé si quiero.
Esperaba que se hubieran despedido como amigos.
A su regreso, la casa había perdido la sensación de soledad, aunque Maud, suponiendo que hubiera telefoneado, no volvió a intentarlo.
De pie, junto a la ventana del dormitorio, elevó la mirada al manto de estrellas del cielo nocturno. En el universo, hasta la oscuridad es luz. «¿Por qué voy a sentirme solo? —se preguntaba Thoreau—. ¿No está nuestro planeta en la Vía Láctea?»
Tenía que decírselo a Fanny.
Hablando con el espejo, sopesaba cómo ocurren ciertas cosas en la vida. La carta de Kitty había aparecido muchos años antes en su escritorio al poco de incorporarse a un nuevo empleo.
De las dos cartas escritas a mano con tinta verde, la segunda anulaba la primera: «Por favor, no publiquen mi reciente nota en sus “clasificados”. Hice mal en escribir las cartas en un momento de desánimo. ¿Tendrían la amabilidad de destruir ésta junto con la otra que envié?».
Al leer aquélla, que alguien había dejado por error en su mesa, Dubin fue al despacho de al lado y rebuscó en una carpeta. La primera decía así: «Viuda joven y atractiva, con un hijo de tres años, busca amistad con hombre sincero y responsable, tendente a interesarse por el matrimonio en caso de reciprocidad de miras e intereses».
Dubin tendía a interesarse por el matrimonio.
Después de una noche de sueños intensos, en la que examinó su vida y sintió la tentación de darse una oportunidad por la sencilla razón de que había llegado el momento de dársela —ya pasaba de los treinta y ni su vocación ni sus relaciones con las mujeres lo satisfacían—, respondió por la mañana: «Me llamo William Dubin y soy ayudante de dirección en The Nation. Su carta apareció en mi escritorio por casualidad, la he leído y preferiría no destruirla».
Llevaba una semana en su puesto de trabajo y últimamente escribía también necrológicas de figuras literarias por encargo del Post. Añadía que tenía treinta y un años y que era soltero. Había cumplido dos años de servicio militar, era judío y un hombre responsable. Había practicado la abogacía un año, pero al fin, igual que Carlyle, decidió dejarlo porque no era lo suyo. Le gustaba el derecho, decía, pero no la práctica. Su padre lamentó que colgara la toga. Durante una época se sintió perdido, agobiado y perdido, como si no se adaptara al rumbo de su vida, que, por lo demás, no sabía cuál era. «Me preguntan para qué me reservo. Pase lo que pase, quiero cambiar de vida antes de que la vida me cambie a mí y me convierta en lo que no quiero ser.»
Decía que nunca había escrito a nadie como le estaba escribiendo a ella: «Me impresiona que sólo usted y yo conozcamos la carta que ha retirado después de enviarla. Sé cosas que no debería saber y en ese sentido soy un privilegiado. Intuyo que usted se subestima, pues me parece capaz de realizar un acto de imaginación tan serio como desear amar a quien desee amarla. Platón afirmaba en la República que, entre la gente buena, sería razonable concertar los matrimonios por sorteo. Parto de que nosotros dos lo somos. Parece evidente que, por la razón que sea, usted ha coqueteado con ese pensamiento. Yo tengo la sensación de haber estado predispuesto a lo mismo toda mi vida, no me pregunte por qué. Sus cartas me han conmovido. ¿Podríamos vernos?».
Ella respondió: «Estimado señor Dubin, su carta me produce desazón precisamente porque ha logrado conmoverme de un modo terrible. De momento, al menos, no me atrevo a ir más allá. Deje que lo piense. Si no tiene noticias mías, por favor, olvídeme. Sería mucho peor tener que contestar con una negativa. Suya, Kitty Willis».
No había trascurrido un mes cuando llegó otra carta que Dubin estuvo a punto de rasgar por la mitad al abrirla.
«Estimado señor Dubin, tengo veintiséis años y un hijo de tres y medio. Ojalá supiera lo que estoy haciendo en este momento. He pensado que debo advertirle de que la convivencia conmigo no es cosa fácil. Duermo mal, tengo miedo al cáncer, me preocupo demasiado por mi salud, por mi hijo y por nuestro futuro y no soy una persona muy centrada. Mi esposo tardó años en averiguar lo que le expongo a usted en esta breve carta. Llegados a este punto, me gustaría decirle lo siguiente: mi padre se suicidó cuando yo tenía cuatro años; cuando tenía nueve, mi madre se fue al extranjero con un amante, murió de cáncer de pulmón en París y está enterrada en Maine. Crecí con una abuela que me quiso mucho, una suerte rara en mí. Mi pobre esposo murió de leucemia a los cuarenta. Casi me avergüenza escribir esta crónica llena de calamidades.»
«Por supuesto, soy algo más que una suma de traumas y complejos —continuaba escribiendo—. Nathanael y yo tuvimos un matrimonio razonablemente feliz, y creo que fui una esposa aceptable. Aunque no puedo decir que mi estado emocional se corresponda con la primavera, me gusta la vida. Por fortuna, poseo un fuerte sentido de la realidad que me salva de mis inclinaciones más neuróticas. Tiene usted derecho a saberlo, si nos vamos a comportar con seriedad. Me habría gustado escribir antes, pero he necesitado tiempo para ordenar mis pensamientos. No pretendo atraparle con mi triste historia, señor Dubin, porque intuyo en usted esa tendencia.»
El encuentro fue en el bar del Gansevoort, donde se reconocieron enseguida. Kitty se comportaba como si lo estuviera buscando. Era una mujer alta y estilizada de cabello castaño claro y unos luminosos ojos negros, pero, cuando lo saludó, la mirada era contemplativa, insegura y no muy alegre. Dubin pensó que no estaba enteramente convencida de su decisión.
—Me alegro de que haya venido.
—Tenía que venir.
Dubin estaba de acuerdo, tenían que ir los dos.
—Qué serios somos —dijo ella y se echó a reír con un resuello—. Reconozco que me pregunto qué hago aquí.
—¿Y qué se responde?
Lo miró con una sonrisa indefinida, sacudiendo la cabeza.
Dubin hizo un esfuerzo por explicarle el porqué a ella, que era un modo de explicárselo a él mismo.
Puesto que Kitty escuchaba como si hubiera ido con la intención de creer en él, le bastó con repetir lo escrito por carta.
No consiguió decir mucho más.
Pidieron una copa. El encuentro no resultó mal, a pesar de que estaban un poco envarados. Kitty lo estudiaba sin importarle que se notara. Dubin no estaba en absoluto seguro, no esperaba una mujer tan típicamente no judía. Entonces puso su mano en la de ella. Al principio, Kitty no la retiró, pero luego, al mirarlo con su mano en la suya, la apartó y se oprimió la mejilla, un gesto que Dubin recordó durante muchos años. Una noche salieron y lo pasaron bien, disfrutaron el uno del otro y aventuraron un beso; Kitty besaba con una intensidad apasionada. Fueron besos ávidos, en los que él pensó muchas veces. No tardaron en concertar la boda.
—Vamos a ser felices —dijo ella.
Él lo estaba deseando.
—Espero que sepas lo que haces.
—¿Tú no lo sabes?
—No me gustaría que te arrepintieras de la decisión o de mí.
Dubin dijo que estaba convencido de que tendrían una buena vida; lo habían pensado mucho y creía que lo estaban haciendo bien.
—Sólo se necesita carácter.
—No sólo.
—Pues se necesite lo que se necesite, lo tenemos.
Kitty se rió como si él hubiera dicho algo muy ingenioso. «Sus ojos marrón claro daban ganas de bailar», pensó Dubin. A veces parecía mayor, menos guapa, como si no deseara que su aspecto influyera en la decisión.
—Confío en ti, creo —dijo ella—. Siempre tienes la palabra exacta. En cierta forma me recuerdas a mi marido.
No demasiado, esperaba Dubin.
—No deberíamos casarnos antes de conocernos y querernos —dijo Kitty, con más ansiedad en la mirada.
—Mejor nos casamos para conocernos y querernos —respondió él como por obligación, aunque la duda le pesaba como una piedra fría en las entrañas.
—¿De dónde sacas ese temple o lo que sea?
Él dijo que había vagado demasiado por la vida.
Se casaron en un día frío de primavera. Dubin estaba ilusionado. La novia lloró durante la ceremonia.
—Yo no lo recuerdo así —dijo Kitty, bostezando en la alcoba—. Ocurrieron muchas más cosas que se te han olvidado.
Dubin viajó a Nueva York en coche con Evan Ondyk, el psicoanalista de Cerner Campobello, que pasaba consulta en la ciudad desde hacía dos años. Ondyk se había enterado del viaje por una paciente, amiga de Kitty, y le pidió que lo llevara porque tenía el Buick en el garaje para reparar la transmisión. El biógrafo respetaba en Ondyk su forma de jugar al póquer, pero no sus juicios mecanicistas sobre las personas, como si Freud fuera imposible de superar. Por lo demás, era buen lector y sabía comentar un libro.
—¿Por qué has elegido a D. H. Lawrence?
Todo aquel que conocía a Dubin saltaba con la pregunta antes o después.
—Algún día me lo dirá él mismo.
—¿Por qué no lo intentas con Freud? —preguntó Ondyk—. Nos vendría bien una biografía suya. Nadie ha hecho nada digno de mención después de Ernest Jones, salvo para atacar el psicoanálisis a través de su nombre. Por ejemplo, sería útil descubrir por qué analizó a su hija Anna o qué sacó ella en claro de las sesiones o qué relaciones tuvo con su cuñada, que es un terreno resbaladizo. Según declaró Jung en una entrevista, Minna le dijo que Freud y ella habían intimado. El propio Freud admitió —delante de Fliess, creo— haber interrumpido las relaciones sexuales con su mujer a los cuarenta y uno. De ser así, ¿por qué? Convendría saberlo.
—Había pensado en Chéjov —contestó Dubin—. Murió a la misma edad que Lawrence y tuberculoso como él, pero también se parecían en los problemas amorosos, en la impotencia, etcétera.
—¿Por qué no lo elegiste en lugar de Lawrence? Como persona es mucho más simpático.
Dubin argumentó que no sabía ruso.
Se puso a considerar su opinión de Ondyk. ¿Habrá más de lo que yo veo? ¡Disponemos de tan pocos datos! El psicoanalista tenía fama de buen profesional y era un jugador eficaz y sesudo, que empleaba su intuición psicológica para averiguar lo que llevaban los demás, observando por encima de las cartas. Solía descubrir los faroles de Dubin. Hablando de tú a tú, ¿quién entendía mejor a quién?, se preguntaba el biógrafo. Según se decía, Ondyk no tenía un matrimonio satisfactorio y viajaba periódicamente a la ciudad en busca de placer sexual.
Aunque habría preferido hacerlo a solas, el viaje en aquel delicioso día de otoño resultó agradable. Sentía el corazón ligero y la visión aguda, estereoscópica. Tuvo un rebrote de tristeza, que pasó enseguida. Mírame, un hombre soltero que acude a una cita. Se sentía en paz, sereno. Aquella mañana, delante del espejo, se vio tan rejuvenecido que ni siquiera habló solo. Fanny ocupaba sus pensamientos. Estaban a principios de octubre y muchos de los árboles llenos de sol de los montes Taconic, rojos en los cerros de Center Campobello, tenían un tinte amarillo verdoso que se tornaba más verde a medida que se aproximaban al sur. Iban en un coche alquilado, porque Kitty necesitaba el de casa. Estaba sorprendida de que Dubin no le pidiera que lo acompañara, pero él recordó que casi nunca salía de casa solo. «Estar casados no significa estar atados por la cola como los gatos.» Dicho lo cual, se acordó de que la analogía era de Montaigne. Kitty observó que últimamente hacía muchos comentarios sobre el matrimonio. «¿De verdad?», preguntó él. Tuvo que explicar que de vez en cuando le apetecía hacer un viaje solo y ella dijo que lo comprendía. Se puso unos pantalones sueltos de tartán y una americana azul y echó al maletín el frasco de perfume y el disco de Schubert que pensaba regalar a Fanny.
—Bueno, diviértete —dijo Ondyk—. ¿Qué piensas hacer en Nueva York?
Dubin contestó que necesitaba un alto en el trabajo.
—¿Cómo lo llevas?
—No va mal.
—¿Y Kitty?
—Ella está bien.
—Una mujer atractiva —comentó Ondyk, que no había comentado los motivos de su viaje.
Después de dejar al psicoanalista en el hotel y de registrarse en el suyo, le pareció conveniente llevar una corbata más alegre. Salió y compró una amarilla y, ya puestos, un cinturón nuevo con una pesada hebilla de plata. Regresó al Gansevoort poco después de las tres. A las cuatro se dio una ducha, se cambió de ropa interior, a pesar de que la llevaba limpia de aquella mañana, y volvió a vestirse. Imaginó que Fanny aparecería hacia las cinco. Pediría que subieran algo de beber… no, sería mejor bajar al bar. Más tarde, cuando la invitara a subir, estaría en su mano decir sí o no. Podrían acostarse antes de cenar y luego dejar que la noche siguiera su curso. No había necesidad de decidirlo todo al minuto. Si le apetecía a ella, podrían dar una vuelta por la Quinta Avenida o ir al cine. Un plan agradable entre dos encamadas.
Era una espera larga para estar de brazos cruzados. Dubin abrió el maletín y leyó unas cuantas notas sobre Lawrence y Jessie Chambers, una buena compañera, aunque algo pedante y, según parece, poco interesada en el sexo. La relación, que nació ya muerta, resultó dura para los dos. Lawrence no pudo amarla, a pesar de haberlo intentado. Parece ser que aquella mujer de boca ancha y trémula y mirada inquieta le recordaba a su propia madre. «Jamás podré amarte como un marido debe amar a su esposa», le espetó con toda franqueza. Lawrence nunca ahorraba una noticia desagradable a los demás. En las cartas que Dubin había descubierto se comportaba cruelmente con ella.
El biógrafo creía que eran casi las cinco cuando descubrió que eran casi las seis. Bajó corriendo al vestíbulo en busca de Fanny y la esperó entre un gentío de recién llegados. Como no la había esperado antes, era difícil saber cuánto se retrasaba cuando se retrasaba. El vestíbulo bullía de hombres casados y solteros citados con mujeres hermosas, casadas y solteras, que llevaban vestidos alegres y trajes de pantalón. Dubin contempló con admiración a una azafata india que, vestida con un sari rojo y dorado, esperaba la limusina que debía conducirla al aeropuerto junto a un piloto siíj con barba y turbante blanco. El pianista del bar tocaba un aria de Puccini. El vestíbulo vibraba de expectación en un clima de aventura y de sexualidad. Fausto asomaba; Fanny, no. Temiendo haberla perdido —que hubiera subido mientras él bajaba—, cogió un ascensor hasta su planta. No la encontró en el pasillo, junto a la puerta de su habitación, cosa que tampoco esperaba. ¡Los años que he perdido por ser puntual!
Bajó en el ascensor y se quedó un buen rato de pie delante del hotel, temiendo detestar a Fanny a fuerza de desearla. A las siete esperó afuera hasta las ocho. Los años empezaron a pesarle. Los viejos de mi edad y los lisiados destacamos entre la gente. De la juventud sólo se recupera lo que se toma prestado de los jóvenes y es posible que yo no tenga ese privilegio. Hacía una tarde preciosa. Dubin veía pasar a las parejas, jóvenes con jóvenes y mujeres jóvenes con hombres mayores que ellas —a éstos los envidiaba más—, con aspecto de haber intimado o de estar a punto de intimar. Los jóvenes no lo miraban; los de su edad sabían a quién esperaba. Dubin pensó que, en comparación con otros, a él se le daba bien esperar, lo cual se debía sin duda a una cuestión de temperamento, aunque esperaba peor para las cosas pequeñas que para las importantes. Hay gente que espera muy mal. Kitty, por ejemplo. En el bar sonaba Un bel di vedremo. Puccini, el cantor del deseo. A veces Kitty tocaba aquella aria con su arpa. Sin embargo, esperar con esperanza es más fácil que esperar con incertidumbre. Mucho más fácil esperar a quien viene que a quien no viene.
A las nueve pidió que le subieran a la habitación un sándwich de carne y una botella de cerveza. Si llegaba, la larga espera habría merecido la pena. Concluyó que no vendría por no haberla tomado en su momento, cuando ella se le ofreció. Hay cosas que no deben hacerse, ocasiones que se deben aprovechar.
Al mirarse en el espejo del lavabo, le disgustó la corbata amarilla que se había comprado y la cambió por una morada para ir al bar. Se lavó la cara y las manos antes de bajar.
Nixon mentía en la televisión del bar. Mentía con aire de sinceridad porque mentía sinceramente.
Dubin pidió un coñac, que bebió a sorbitos, observando al camarero de mediana edad.
Le dijo al camarero que parecía triste.
—Pues a usted también se le nota hecho polvo.
El biógrafo confesó su carácter solitario.
—Hará un año que perdí una hija de sobredosis —dijo el camarero—. Tenía veinte años.
Dubin expresó su pesar. «Yo también tengo una hija.»
Luego añadió: «Mark Twain vivió destrozado por la muerte de su hija Susy. “La mente experimenta una sensación muda de pérdida sin límites; nada más”».
—Nunca se te van de la cabeza —dijo el camarero, limpiando el mostrador de madera con su bayeta.
En lo más profundo de su alma, Dubin lloraba por Dubin.