Capítulo 6

¡Querida Fanny! Aquella noche de agosto, en el cine, ella buscó su mano para besarla y a Dubin le enterneció el gesto. Ponce de León galopaba en dirección errónea: la fuente de la juventud es la presencia de la juventud. Estando con ella, notaba la fuente en su interior; una sensación como de flores salpicadas de agua.

La había visto en Nueva York dos veces en junio y una en julio, en sendos viajes de dos días cada uno, pero esta vez, avanzada una tarde de sábado del mes de agosto, en un día de verano templado y delicioso, llegó para quedarse una semana y celebrar su vigésimo tercer cumpleaños. Fanny había escrito: «Quiero pasar mi cumpleaños contigo». Ya en el tren, Dubin abrió el periódico, anticipando el encuentro y la cama con ella, cuando, de pronto, se le coló en el cuerpo una especie de abatimiento y bajó el periódico para averiguar el porqué. No le costó averiguarlo: Maud y Kitty lo habían llevado en coche a la estación. Hubo besos de despedida. Dubin iba a la ciudad, según él, con la finalidad de cerrar un contrato de tres artículos que debía escribir para cobrar un dinero necesario, echar una ojeada en la Biblioteca Pública y quién sabe si visitar a un amigo o dos. «Pásalo bien», decía Kitty. «Diviértete mucho», confirmaba Maud, que no estaba en su mejor día. Sus cabellos eran todavía una mezcla poco afortunada de negro y estrías rojas. Por la cara, no parecía que le hiciera gracia el viaje de su padre; él mismo tuvo un momento de duda, como si no quisiera abandonarla, pero cuando la miró otra vez, pensó que su hija necesitaba a una persona distinta y lo encontró natural.

Todo el mundo deseaba que Dubin se divirtiera. Ellas planeaban un viaje de varios días a la costa de Maine. Maud, a decir verdad, estaba sobre todo aburrida, pues el verano en casa le daba pocas satisfacciones, teniendo en cuenta su estado de agitación interior, unas veces manifiesta y otras aparentemente superada. Con el objetivo de animarla, Kitty propuso una excursión a la costa, que Maud aceptó a condición de conducir ella. Dubin, en vista de la circunstancia, habría preferido que no se empeñaran en llevarlo al tren, pero ellas sabían lo poco que le gustaban los autobuses. Bueno, la vida no es siempre ideal. Las quería a las dos y trató de quitárselas de la cabeza, aunque se le colaron en el acto por puertas y ventanas previsibles. No es fácil prescindir de los personajes de nuestra novela personal. Mientras leía el periódico, el biógrafo sopesaba y medía el sentimiento de culpa; no obstante, consiguió esquivarlo: ya no tengo ni veinte años ni cuarenta, sino cincuenta y siete, una edad que me autoriza a darme un gusto como éste. En la vida no conviene desdeñar las exigencias de la naturaleza. Sólo los débiles de espíritu viven al margen de la aventura. No mucho después, la vista desde la ventanilla de la extensión azul y plata del Hudson iluminado por el sol y de las brumosas Catskills a lo lejos le ayudó a desatar aquella red sutil que atrapaba su espíritu. Se dedicó a escuchar sus pensamientos centrados en la perspectiva de estar muy pronto con Fanny.

Mientras el tren rociaba veloz, Dubin reflexionaba sin nostalgia en cómo habían sido las citas concertadas de su juventud, porque las chicas encontradas en un parque o en un museo era raro que se quedaran. En cambio, la cita previa tenía la ventaja —o eso parecía— de incidir en la imaginación y de anticipar el placer. A medida que se aproximaba el encuentro, la naturaleza mejoraba, la tarde se expandía y las estrellas eran como joyas en el firmamento. Mientras se afeitaba, se vestía y esperaba los últimos minutos antes de salir de casa, saboreaba el ensueño y la expectación. Era tan intenso el bienestar que sólo la realidad podía menoscabarlo y hasta destruirlo, porque algunas veces la chica no le proporcionaba —¿cómo habría podido?— el placer que esperaba de ella. Se la imaginaba superior a lo que era, y él mismo pretendía dar más de lo que acababa dando. Así, lo que había sido una oportunidad se convertía en una frustración. Dubin quería extraer de la anticipación y del deseo cosas que no podían ofrecerle. Esperaba más de lo que la realidad le autorizaba a esperar, por la sencilla razón de que la mejor defensa contra un destino ordinario es una mujer extraordinaria. Movido por la arrogancia, si no por el miedo, William Dubin se había hecho reacio a relacionarse con quien tuviera una experiencia parecida a la suya. Años después, cuando Kitty Willis apareció en su vida, creyó haber encontrado una mujer con las mismas posibilidades que él, capaz de proporcionarle no sólo lo que nunca había tenido, sino también lo que ni siquiera había pensado tener. Entonces, dejó de rehuir el matrimonio.

¡Querida Fanny! Aunque le había comunicado la hora, no esperaba encontrarla en la estación a la llegada del tren. En cambio, allí estaba, detrás del cordel de separación. Cuando los hombres la miraban al pasar junto a ellos, Fanny se comportaba con recato, a pesar de que el cuerpo se le escapaba de la ropa como si tuviera vida propia, un regalo de la naturaleza que Dubin, en principio, aprobaba. Llevaba un peinado distinto al de la última vez; ahora se echaba la espesa mata de pelo hacia atrás, por encima de las orejas, y se recogía en un aro de plata una cola de caballo clara y suelta que le llegaba hasta más abajo de los hombros bronceados por el sol de verano. Llevaba un vestido escaso de color amarillo, cuya tela le ceñía el pecho, y las piernas al aire, siempre gozosas de ver en minifalda. Había cogido peso, un kilo a lo sumo, y estaba tranquila, con la feminidad pintada en la cara. Los dos habían superado el periodo de prueba mutuo. Dubin se sentía feliz de haberla recobrado: era un hombre afortunado y un biógrafo excelente.

Al llegar al piso de Fanny, en la 83a oeste, ella le desabrochó la camisa y comenzó a desnudarse rápidamente. Dubin colaboraba. En la cama se amaron con generosidad. Después de echar una cabezada, Dubin descansó sobre la almohada de ella y se quedó mirando una gardenia del tamaño de tres gardenias que había dentro de un vaso de agua en lo alto de la librería.

—La he puesto para ti, porque sé que te gustan las flores.

—¡Mi querida Fanny!

La noche creció en placer, serenidad, trascendencia. Durante los diez minutos que empleó la joven en cepillarse el cabello, Dubin no se perdió una sola pasada del cepillo. Se vistieron y fueron en taxi hasta un bistrot de la Primera Avenida que ella conocía. En la barra, de espaldas a una ventana con cortinas, Dubin, hombre de mundo, bebía un coñac con soda y comentaba con el camarero los méritos de las primeras novelas de Lawrence, mientras que Fanny se tomaba a sorbitos un whisky con hielo y escuchaba muy seria, su cálido costado apretando contra el de él. El camarero, cuando Dubin comenzó a disertar sobre Lawrence y el sexo —un asunto muy mal entendido: «¡Considerarme a mí, que tanto aborrezco la sexualidad, un especialista en pornografía! Mi fa male allo stomaco»—, clavó la mirada en los preciosos pechos de Fanny con no menos seriedad. Dubin se sentía expansivo, amistoso, como si fuera millonario. «Mire, el sexo para él, a pesar de su ideología basada en el ser de la sangre, era una metáfora de la florescencia de la vida.»

El camarero asentía con gravedad.

Fanny, rodeando con el brazo a su amante maduro, acurrucó la cabeza en su pecho. Dubin la besó en la oreja. La joven tenía el don de la intimidad, como si no soportara despegarse de las personas que le inspiraban afecto. Tocaba, frotaba, estrechaba con dulzura. Pocos hombres tenían tanta suerte.

—Vamos a bailar —propuso ella.

Una orquestina compuesta de piano, contrabajo y tambores, comenzaba su actuación en una esquina al fondo del local.

Dubin se excusó, juró que era incapaz de bailar al estilo moderno. Había crecido con el fox-trot y el vals, llegaba hasta un poquito de lindy-hop, no más.

—No conozco los pasos.

—Invéntatelos. Salta como un mono, pela un plátano.

—¿Y luego?

—Trepas a un árbol.

Hizo lo que se le decía. Fanny seguía sus movimientos para no dejarlo en mal lugar. La joven retozaba sin hacer gestos, con sus ojos de miope muy abiertos, inventando pasos y movimientos encantadores de los brazos. Cada vez que se acercaba, Dubin percibía su olor por debajo del perfume y se elevaba a una cuarta del suelo. Una rubia de unos treinta que bailaba cerca de ellos con un hombre de la edad de Dubin, guiñó un ojo al biógrafo y le pidió que le reservara el siguiente. Fanny se echó a reír con alegría.

Después de cenar tortilla, ensalada y vino blanco, Fanny le preguntó adónde le apetecía ir. Pregunta prodigiosa: Dubin podía ir exactamente adonde le apeteciera, sin horarios, sin compromisos, sin previsiones. Aquella noche sí que era un espíritu libre. Dubin, el soltero. Había decenas de cosas que hacer y él podía hacerlas todas si le venía en gana.

—Di tú —pidió él.

—¿Discoteca? Conozco una que está muy bien.

—Si te apetece.

—También podríamos visitar a unos amigos míos del East Village.

—¿Jóvenes?

—De mi edad, más o menos. Tienen dos niños. O podemos ir a ver una película que, según he oído, es buenísima.

—Estupendo.

Caminaron hasta un cine de la Tercera Avenida y allí, en la oscuridad de la sala, fue donde Fanny le besó una mano. Dubin le besó las dos. Con ella no había nada que adivinar; estaba presente, daba de un modo instintivo y a él no le costaba corresponder. Al salir del cine quiso buscar una librería. Recordó que, una tarde no mucho después de conocerse, hizo feliz a Kitty regalándole un libro de poemas.

Como Fanny no había leído a Yeats, le regaló unos Poemas selectos, los mismos que a Kitty. A una florista que encontraron una manzana más adelante, le compró una rosa blanca. De paseo por la orilla del río, disfrutando de la brisa fresca, Fanny llevaba la flor y el libro en una mano, con aire solemne, y apretaba con su brazo izquierdo el derecho de Dubin. No se detuvieron hasta que se les ocurrió que aquellas calles no eran seguras. Dubin experimentó una melancólica añoranza al pensar cómo había cambiado el mundo, y ella, que se dio cuenta, guardó silencio.

En casa, Fanny puso la cafetera mientras él examinaba la librería, donde encontró todas sus biografías en la edición de pasta dura. Se las había ingeniado para localizar hasta un Abraham Lincoln descatalogado, que podría haberle costado veinte dólares. Sobre la librería, colgaba de la pared un marco con una foto de Fanny en color, agrandada a tamaño medio, en la que aparecía toda rodeada de palomas por la cabeza y los hombros, la misma que le había hecho Dubin con la cámara de la joven una mañana de hacía muchos años —¿de verdad, menos de uno?— en la plaza de San Marcos. Dubin recordó la que ella le envió desde Roma el invierno anterior, con los vaqueros y el pelo lacio, y preguntó si podía proporcionarle una copia de la que colgaba de la pared.

—Claro, pero ¿y si la ve tu mujer?

—Nunca registra mis cosas, y en caso de que la vea sabrá con quién estuve en Venecia.

—¿Por qué no se lo has dicho?

—Porque una mujer anónima duele menos.

Fanny lo miró sin decir nada y empezó a mordisquearse la uña del dedo corazón, pero no quedaba nada que morder. Como de costumbre, llevaba las uñas comidas.

—Y ahora, ¿dónde cree que estás?

—No donde estoy en este momento.

Dubin se apartó de la librería para desechar aquel pensamiento. Fanny fue tras él.

—En cierto sentido no me disgusta que nos peleáramos en Venecia.

—¿Qué sentido?

—El que me hizo acercarme a ti más que si todo nos hubiera ido bien. ¿Tú te sientes cerca de mí, William?

Se besaron.

Fanny se preparó un baño de sales. Sacó su diafragma de un cajón de la cómoda y se lo llevó al aseo. Después de la operación, le aconsejaron que no tomara la píldora, según dijo a Dubin, que saboreaba ya la idea de volver a dormir juntos aquella noche. ¡Hacía tantos años que no se acostaba con la misma mujer dos veces en un día! Se desnudó, contento de haber adelgazado y de haber conseguido domar la barriga, que era ya la sombra de sí misma. Sonó el teléfono. Fanny se deshizo de quien fuera antes de que el otro pudiera desahogarse a gusto. Dubin había oído la voz imperiosa de un hombre, pero ella se negó a decir quién, cosa que no le gustó nada. Mientras se bañaba, él la imaginó desnuda y tendida en la cama de matrimonio, con una larga fila de individuos de todas las edades y condiciones que se prolongaba por el descansillo y llegaba hasta el piso de abajo, empezaba con Mitchell, el ortodoncista, y acababa con William Dubin, el biógrafo. ¿Cuántos hombres había tenido en el curso de su joven vida? ¿Cincuenta? ¿Ochenta? ¿Ciento cincuenta? ¿Cuántos diafragmas había gastado durante su vida sexual relativamente corta? ¿Era posible que llevara puesto uno el día en que la poseyó entre las flores silvestres? ¿O me poseyó ella a mí? Tuvo un momento de desconfianza hacia la joven, pero tumbado entre sus sábanas, reflexionó sobre el curso de la vida humana —el deseo, el error, el dolor, la comprensión, el cambio— y dentro de su cabeza la exculpó y le perdonó su pasado sexual. Y cuando se hallaban en la cama, después del baño fragante de Fanny, le pareció que estaban unidos en la inocencia. Dubin había recreado la virginidad de la joven.

Fanny cortó las espinas de la rosa blanca con sus tijeras de las uñas, enroscó el tallo verde en la polla erecta y besó la flor. Dubin le deseó un feliz cumpleaños.

Antes del sexo, Kitty bajaba las persianas. Fanny no tenía. Salió desnuda de la ducha, se vistió en el cuarto soleado y anduvo de acá para allá con el pelo mojado, descalza y en bragas de algodón. A Kitty el pelo mojado le producía estornudos. Kitty era esbelta; en cambio, Fanny poseía una grupa más poderosa y una cintura más estrecha de lo que él había imaginado.

—¿Por qué no colocas unas persianas?

—Yo no tengo nada que esconder, ¿y tú?

—Pero enfrente hay una sinagoga.

—Éste es el segundo piso y ni siquiera cuando me asomo vestida alzan la vista. Tampoco miran cuando no llevo nada encima y si miran es para buscar a Dios. No necesito persianas.

Dubin observaba con frecuencia a los ancianos judíos que rezaban o estudiaban alrededor de una mesa larga en una estancia marrón que había a un costado de la sinagoga. Compró dos enormes estores blancos para las ventanas del dormitorio de Fanny.

Su piso, en un edificio de piedra gris con seis plantas, no era especialmente bonito, además necesitaba una mano de pintura y varias reparaciones en el cuarto de baño. Alrededor de la pila y del horno pululaban las cucarachas. Dubin se apresuró a esparcir generosas rociadas de insecticida hasta que no quedó un solo bicho renqueante vivo. Fanny disponía de dos habitaciones de tamaño medio y de una cocina pequeña, pero las ventanas, de marcos gruesos y desconchados, eran grandes y daban mucha luz al apartamento; por otra parte, le costaba doscientos dólares mensuales. Había encontrado un nuevo empleo que no estaba mal —el trabajo interesante— como secretaria de la secretaria ejecutiva de un despacho de abogados. No le gustaba el horario de nueve a cinco, porque lo encontraba restrictivo, pero aun así le quedaba tiempo para pensar en sí misma y en sus necesidades.

Durante la semana que vivió con la joven, Dubin se despertó más tarde de lo habitual. A las siete y media, cuando sonaba el despertador, se ponía en pie y comenzaba sus ejercicios modificados; Fanny, que hacía yoga al volver a casa, se quedaba mirándolo mientras se secaba después de la ducha. Dubin freía un huevo y preparaba el café para que ella saliera a tiempo. La joven comía poco a poco, pero con apetito. Por las mañanas era lenta, pero no se distraía. También era limpia, aunque no llegara a la pulcritud de Kitty, por eso Dubin comprendió hasta qué extremo había tenido que violentarse el verano anterior para limpiar casas ajenas. Empleaba alrededor de una hora en darse una ducha, cepillarse y arreglarse el pelo; luego escogía unos pendientes entre un muestrario de aros sencillos y dobles, casi todos de plata, y se los enroscaba. Decía: «Voy al váter y salgo en un periquete». Mientras se enfundaba el vestido parecía perdida en sus pensamientos. Salía de casa en cualquier momento entre las nueve menos diez y las nueve y cuarto, anunciando su despido al acabar el mes. Dubin iba a comprar el periódico y la acompañaba hasta la parada de autobús de Broadway para que se diera prisa. Fanny, que casi siempre estaba de buen humor, le reía las ocurrencias y se tomaba tiempo para besarlo, cosa que avergonzaba a Dubin, tan consciente de que la gente miraba como de su propia edad. No obstante, prefería que lo besaran.

Luego leía con profundo interés las noticias referentes al Watergate. Nixon había dimitido. Durante el tiempo que duró su enjuiciamiento político, Dubin salió a correr con un transistor en la mano, y todas las noches, antes de acostarse, buscaba el caso en los periódicos con Fanny y lo comentaban juntos. Dubin se preguntaba qué biografía podía escribirse de un individuo como Nixon, suponiendo que alguien resistiera la monotonía de su carácter y de su cerebro. Aquel tío lo sacaba de quicio. Entonces se le ocurrió que trabajar sobre un hombre de la complejidad de D. H. Lawrence era una suerte y empezó a tomarle afecto, sobre todo por el respeto de sí mismo que el autor demostró en su momento.

Dubin escribía en la mesa de la cocina después de recoger y de fregar los platos. Tenía que guardar el café liofilizado y una vez encontró una caja de compresas en la despensa. En el dormitorio, colgaba el camisón negro transparente en un gancho de la puerta del armario. Le gustaba tanto ver sus vestiditos cortos, por lo general de colores vivos, colgados en sus perchas, que pensó en comprarle uno o dos por su cuenta. Echaba las medias usadas al cesto de la ropa y, aunque renunciaba a poner orden en el zafarrancho de tubos, tarros y frasquitos del baño, empleaba un minuto en pasar la mopa por las losetas. Luego sacaba la basura en su bolsa de plástico. Encargó un cubo nuevo y disfrutó mucho de la alegre sorpresa con que ella recibió el pedido.

Después de limpiar y ordenar el piso —Fanny hacía la cama a la carrera antes de salir—, se sentía bien dispuesto para el trabajo. No le importaba la falta del despacho; al fin y al cabo, tratándose de unas vacaciones, el trabajo era un extra. Extendía las fichas, tomaba notas y redactaba las frases con esmero. Dubin amaba las frases. Trabajaba toda la mañana, levantándose alguna vez para mirar a los ancianos judíos que leían o rezaban.

Después de comer recorría en autobús la Quinta Avenida hasta la Biblioteca Pública y leía en la sala de consultas. Un día tomó el tren de Newark con la intención de ver el lugar donde había vivido de niño, no por nostalgia, sino porque se le había ocurrido que llevaba años sin visitar las tumbas de su padre y de su madre. Charlie Dubin compró una para su esposa en un cementerio del Bronx y la suya propia en un enorme camposanto de Queens. «El terreno ha sido una ganga.» La mayor parte de las veces que lo recordaba, Dubin veía al padre de su infancia, más joven que él mismo en aquellos momentos. A su madre solía verla con el aspecto que tuvo antes de volverse loca. Sólo una vez había visitado la tumba de su hermano ahogado en Newark, pero en esta ocasión no se sintió con fuerzas. Al salir de la biblioteca, iba andando a casa por la Quinta, atravesaba Central Park con la 96a oeste y luego bajaba hasta la 83a del West End, la calle de Fanny. Un recorrido casi equivalente al camino largo de Center Campobello. Prefirió no extenderse en otras asociaciones con su experiencia neoyorquina.

Fanny vivía en un edificio de piedra gris, sin ascensor, con una fachada parcialmente semicircular. Al fondo de la calle, había una chimenea amarilla, rodeada de una valla, que arrojaba día y noche una nube de vapor blanco; y cruzando en diagonal, unas cuantas tiendas. Encima de una floristería, estaba el segundo piso de la sinagoga y sobre ella, en el tejado, un tragaluz elevado. No era un agosto caluroso, y Fanny, siempre que Dubin hiciera la compra, prefería preparar la cena que salir. Lo cebaba con enormes platos de comida. Sin ser un dechado de cocinera, tampoco podía decirse que fuera mala y, entre risas y gruñidos, se atrevía con el pescado, que a Dubin le encantaba, aunque Kitty no solía cocinarlo. A su mujer le gustaban los caracolas, las almejas, los mejillones y las ancas de rana; a él no. Fanny evitaba los caracoles y las ostras, pero disfrutaba comiendo langosta. Dubin, que había conseguido comer gambas y carne de cangrejo, no se acercaba a otros tipos de marisco. Eran cosas que no había probado de niño. Una noche, en un restaurante especializado, Fanny le hizo compartir la langosta.

Si en casa hacía un calor sofocante, salían después de cenar. Vieron La comedia de las equivocaciones en el parque y una vez asistieron juntos a la clase de administración pública del curso nocturno de verano que Fanny seguía todas las semanas en la New School. El sábado por la tarde la llevó al Metropolitan Museum, donde le explicó todo lo que sabía de pintura. Le contó lo mismo que le había contado a Kitty a propósito de la cerámica china. Fanny escuchaba como si quisiera memorizarlo. En su variada librería, Dubin había visto libros de psicología, teoría política, música o ecología. «Fanny —le dijo—, eres una intelectual de incógnito.» «Soy más lista de lo que parezco, lo que ocurre es que no me organizo. En el trabajo sí, pero cuando se trata de tomar decisiones por mi cuenta no sé cómo hacerlo; ahí es donde pierdo el norte. Ojalá me ayudaras a saber qué hacer con mi vida.» Dubin se lo prometió. «Me siento más equilibrada cuando estoy contigo. Ya sabes lo que quiero decir.»

La joven apuntaba retazos de citas en una especie de tablón de anuncios enmarcado que tenía en la cocina: «Trátate bien». Él se acordó.

«La moralidad empieza en el momento en que dominamos la experiencia.»

Dubin sentía curiosidad por saber si Fanny había pensado alguna vez en Kitty durante aquella semana; lo más probable es que contestara que eso era asunto de él. Y Dubin ya se había cuidado de su asunto.

Del H. D. Thoreau, Fanny había copiado la siguiente frase: «No existe otra tierra, ni otra vida que no sea ésta o una semejante».

Dubin le alabó el gusto.

Era prudente con ella, respetaba su ritmo de vida y los rasgos distintivos de su carácter y le gustaba hacer las cosas que la joven proponía. Un día, a la caída del sol, fueron dando un paseo hasta Central Park y, en un círculo de personas de los más diversos pelajes, algunas con sus perros, escucharon los tambores metálicos de unos antillanos que arrancaban a sus lustrosos calderos unas melodías obsesivas que fluían en el crepúsculo. Luego se dirigieron al lado este del parque, donde vieron parejas de enamorados tumbados en la hierba. Fanny deslizó la mano en el bolsillo trasero de Dubin y le apretó el culo mientras caminaban. Siguieron sin rumbo fijo por Madison, mientras las farolas comenzaban a encenderse, contemplando su reflejo en las vitrinas de las tiendas que se detenían a mirar. Veían una joven de talle fino con un vestido veraniego color naranja y, a su lado, un individuo de mediana edad, de porte recto, algo cohibido, que fumaba un purito, ataviado con unos pantalones campana, una americana deportiva y un sombrero jipijapa. Los dos miraban el reflejo como si les costara creerse que estaban juntos. Caminaban con los dedos entrelazados.

Le llamaba Bill y alguna vez probaba con Will antes de volver a William, que podía sonar divertido en su boca. Cuando Dubin le leía poemas, ella ocupaba una silla cercana y apoyaba las piernas desnudas en sus muslos. Le contaba intimidades, el porqué de los retrasos de su menstruación o ciertos estreñimientos ocasionales, para los que él aconsejaba un buen plato de ciruelas cocidas con corteza de limón todas las mañanas. Dubin descubrió con sorpresa que la joven, que era diestra para todo lo demás, escribía con la mano izquierda. Tecleaba en la máquina de maravilla y volvió a pasarle las páginas de Lawrence. Se esmeraba en hacer cosas agradables para él. De noche, después de bajar los estores blancos, se entregaban el uno al otro con pasión. Fanny dormía como un tronco. Él también conciliaba un sueño profundo contra el cuerpo fuerte, joven y suavemente perfumado de la joven.

Una noche se despertó de un sueño muy profundo y se encontró con que le estaba haciendo una mamada. El placer era casi insoportable. Fanny movió la boca húmeda con perseverancia hasta que él se corrió con un grito casi de protesta.

—¿Y esto por qué?

—Porque estaba despierta y me apeteció.

Por la mañana se despertaron haciendo el amor. Fanny no fue a trabajar y durmieron hasta el mediodía. Dubin intentó abrirse paso entre sueños para ponerse en pie, pero no logró nada. Más tarde se levantaron, se dieron una ducha, comieron despacito y volvieron a la cama. Dubin adoraba el cuerpo de la joven, consciente de su sensualidad, arrebatado por la fuerza de su naturaleza sexual. Ella, sin avergonzarse de nada, ponía nombre a sus preferencias. Él respondía a su deseo pasándole la lengua por el clítoris regordete y conseguía que se retorciera de felicidad. Nunca lo había hecho antes y se sentía un Dios.

Fanny, sentada en la cama con las piernas cruzadas, le preguntó si le había gustado hacerlo. ¡Cuánto pueden intimar unos extraños!

—Por el efecto que ha causado en ti, desde luego.

—No hagas nada que te moleste.

Aquella noche le masajeó la espalda con lociones y ungüentos, amasándole los hombros, presionando con sus dedos firmes en la carne, para luego bajar hasta las piernas, frotando, acariciando. El corazón de Dubin batía como un tambor. «¿Tu mujer también te masajea?» «No.» «¿Nunca?» «Nunca.» «Mal asunto.» Perspicaz, diestra, dotada para el tacto, lo excitaba de un modo exquisito y gozaba comprobando el efecto que producía en él. Dubin adoraba su intimidad.

Pero cuando le preguntó si le estaba enseñando el repertorio del ortodoncista, Fanny lo negó.

—Lo que él me enseñó no tiene nada que ver con lo que quiero darte, ni con lo que quiero que me des. En la cama hay hombres de madera y hombres de fuego. Al principio te creí un pan de trigo silvestre, pero ahora he descubierto que tienes un toque licencioso que me gusta.

—En definitiva, ¿trigo silvestre o incendio forestal?

—Flor silvestre —rió Fanny—. Quiero que goces mucho.

Dubin contestó que no deseaba otra cosa. No sentía tanta satisfacción desde los primeros tiempos de su matrimonio, pero la intensidad del placer y sus posibilidades eran ahora mucho mayores. Quien vive, aprende.

Quiero que me enseñe, pensaba. Quiero saber todo lo que ella hace. Y eso que le doblo la edad.

El orgasmo de Fanny, juraba ella, era cósmico. «Es como una bala que sale a toda mecha del cañón.» Se dejaba ir con sorpresa. «Will-yam», cantaba como hablando a un amigo que estuviera muy lejos. Él acababa cayendo lentamente de una explosión ocurrida en el cielo, consciente de que aterrizaría sano y salvo en una cama caliente. Tenía una sensación de plenitud, de alivio, como si hubiera temido que aquello no fuera posible y, en cambio, luego, como por arte de magia, lo hubiera sido. Algo bueno y venturoso se había colado en su vida. Con esta mujer he conocido el placer fecundo, la inocencia pagana de la vida natural. Vivo en su jardín inundado de sol. Le estaba agradecido; se estrecharon y se besaron con cariño.

Mientras ella dormía, Dubin pensaba en su Pasión de D. H. Lawrence. Le gustaba que los placeres de la semana se hubieran producido de aquel modo, con su abandono largo y despreocupado al sexo. Las experiencias con Fanny, por su variedad y su intensidad, por el grado de excitación que producía en él la sabiduría curiosa y siempre alerta de la joven, por la seguridad de ella en sí misma, en su propia sexualidad, y por sus ganas de entregarse, no podrían haber llegado en mejor momento. Ahora comprendía mejor la religión sexual de Lawrence, aquella fe suya en la sangre y la carne, mucho más sabias que el intelecto. Creo que entiendo lo que quiso decir con «el Dios desconocido que aflora a la conciencia»… «la lenta invasión del ser por ese Dios grande e invisible que habita en el éter»… «la antigua concepción pagana». «Es muy importante para nuestra existencia comprender que tenemos un ser de la sangre, una conciencia de la sangre y un alma de la sangre completas y ajenas a las consecuencias mentales y nerviosas.» No puedo decir que lo comparta por completo, pensó Dubin, pero comprendo mucho mejor de qué lugar de su naturaleza surgió esa idea y por qué la expresó con esas palabras. Creo… noto que entiendo a Lawrence.

Incapaz de dormir, se levantó sobreexcitado, con la imaginación rebosante de ideas. Tenía ganas de ponerse a trabajar, pero no, sería mejor sentarse con más tiempo. Se quedó junto a la ventana, con uno de los estores subidos, observando la sinagoga entre los vapores de la chimenea. Todo el edificio estaba a oscuras, salvo un cuarto pequeño alumbrado con velas, donde un judío con una barba tan negra como el sombrero y un chal blanco que destacaba en sus hombros, oraba balanceándose adelante y atrás. Dubin rezaba alguna vez, porque era un modo de hablar consigo mismo. Dios tiene oídos de hojalata. ¿Por qué iba a escuchar los lamentos humanos aquel que está inmerso en la música celestial?

¿Por quién podría yo rezar?

Pensó en Gerald y en Maud, pero esta vez rezó un instante por Fanny antes de regresar a la cama con la joven, que ni se movió. Él se arrimó al cuerpo perfumado de sexo y se durmió oyéndola suspirar.

Lo despertó el ruido de la lluvia o tal vez un sollozo lejano por la muerte de alguien, aunque no sabía quién. Se resistió al despertar, que sin embargo le brotó por dentro como si un idiota arrancara las raíces del sueño. Quejoso de la tarea que se le imponía, trepó por una escala, ascendiendo un paso viscoso tras otro hasta que, milagrosamente, consiguió sacar la cabeza por un agujero entre la niebla. En su estado de confusión, la llamó Kitty. Tumbado, con los ojos abiertos, procuraba comprender de qué se lamentaba Fanny en su sueño agitado. Haciendo un esfuerzo, encendió la lamparita de la cama. Fanny movía los párpados, daba manotazos espasmódicos y tenía una mueca de angustia en la boca, como si estuviera atrapada en una pesadilla.

—Fanny. —La sacudió con cuidado—. Tranquila, Fanny. —Aunque lloriqueaba, continuaba dormida como una borracha. Volvió a sacudirla. Con un gruñido, se incorporó en la cama de un salto, pasmada de verlo a su lado, y se arrojó a sus brazos, llena de alivio.

—Cristo —se estremeció—. He tenido un sueño alucinante, espantoso, de esos horribles llenos de sangre y de porquerías. Resulta que me mataba en un accidente y me veía muerta y no podía despertarme, hasta que me has sacudido tú. —Se puso a llorar en la cama—. No quiero morir joven. Detesto ese libro tuyo. ¿Por qué me lo regalaste?

—Perdóname —pidió Dubin.

Pero la vio tan triste que se levantó a prepararle una taza de té. Mientras empezaba a hervir el agua, miraba por la ventana, desasosegado, buscando un atisbo de amanecer. Necesitaba dormir más y no deseaba que se hiciera de día, pero tampoco quería la noche… negra, pesada, inerte. Al otro lado de la calle silenciosa, habían apagado las velas de la sinagoga. Fanny se tomó el té en la cama. Charlaron un ratito, luego apagaron la luz y continuaron hablando en voz baja. Ella se tumbó de costado, entre sus brazos.

—He visto un rostro desfigurado, de loco, que nos miraba desde la escalera de incendios.

—¿Qué escalera de incendios?

—Una que había en el sueño. Temía algo, ojalá supiera qué. Tengo miedo de que me pasen cosas malas. No quiero malgastar mi vida. Aconséjame, William. Me da miedo caer otra vez en la ansiedad. Dime qué debo hacer conmigo. Tú que te tomas la vida en serio, dime qué hago con la mía.

Dubin no lo veía tan sencillo, no la conocía tanto.

—Me conoces lo suficiente —dijo, llena de rabia.

—Tú eres un fruto tardío, Fanny, como lo fui yo. Mantente alerta, descubre quién eres. Observa lo que haces y pregúntate por qué. No te eches a perder.

—Eso ya me lo han dicho toda la vida, y es que me subo por las paredes. ¿Qué pasa si nunca me descubro?

—Tendrás que saber por qué y pagar el precio.

—No quiero volver al loquero.

—No hablo de loqueros.

—¿Cómo descubriste que lo tuyo eran las biografías? Si supiera lo que quiero, tendría solucionada la mitad de mi vida.

Dubin dijo que todo era cuestión de probar y equivocarse más un poco de buena suerte.

—Escribía necrológicas hasta que leí una biografía escrita por otro y pensé que yo podía hacer algo mejor. Mi mujer pensó lo mismo.

Fanny dio un bostezo, ya más calmada. Dubin creyó que había vuelto a dormirse.

—¿Y ella? —preguntó.

—¿Ella?

—¿Sabía lo que quería a mi edad?

—A tu edad estaba a punto de enviudar.

—Antes, quiero decir.

—Le gustaba la música, pero no llegó muy lejos. Quería enseñar, quería ser solista de arpa y no fue ninguna de las dos cosas. Entonces conoció a un médico que la pidió en matrimonio.

—Yo no quiero casarme, por lo menos de momento.

—No, de momento —coincidió Dubin.

—¿Cuándo empezó a tener miedo a morir de cáncer o de lo que sea?

—Antes de que yo la conociera.

—¿Y por eso se dedica a oler el gas de los quemadores?

—Supongo. No deja de ser un ritual contra la muerte.

—¿Tú crees que yo tengo uno?

—No sé. Tienes muchas pesadillas.

—Más tenía cuando era niña.

—Puede que sean tus quemadores.

—Puede. ¿Y los tuyos?

—No lo sé.

—¿Esas caminatas que te pegas?

—Yo creía que una caminata era una caminata.

Fanny guardó silencio un momento.

—¿Y Thoreau? ¿Tenía algún ritual? No recuerdo que lo mencionaras en tu libro.

—El diario fue su ritual. Pero sé que echaba puñados de nieve por encima de su hombro izquierdo mientras iba por los bosques.

—¿Y Lawrence?

—Tal vez su tuberculosis era psicosomática, lo ignoro, pero no quiso admitir la gravedad de su caso hasta que terminó La serpiente emplumada en México. Lo llamaba catarro, bronquitis, gripe, un mal resfriado e incluso malaria, cualquier cosa menos el nombre de la enfermedad que lo mató. Decía que eran los bronquios, pero lo que tenía podrido eran los pulmones.

—¿Tienes miedo a la muerte, William? —preguntó Fanny en la oscuridad.

Dubin levantó las rodillas.

—¡Dios mío, Fanny! ¿Cuántas veces vas a preguntármelo? No quiero hablar de eso. Estoy deshecho por la paliza de sexo que nos hemos dado y tengo una necesidad imperiosa de dormir. Por Dios bendito, deja que duerma.

—¿Te arrepientes de lo nuestro?

—No.

—¿Estás contento?

—Sí.

—¿Tú mujer es buena en la cama? —preguntó entonces.

—Basta ya, Fanny —dijo en un tono irritado—. A ella no le gustaría.

—¡Venga, dímelo!

—Parece evidente que es distinta a ti.

—¿Distinta en qué?

—Eso no te atañe.

—¿La quieres… en este instante?

—Sí.

—¿Y a mí?

—Sí.

—¡Y una mierda!

Dubin esperaba una reprimenda, pero Fanny se durmió, cosa que él no pudo hasta que empezó a clarear.

A la mañana siguiente, le pidió perdón por haberlo tenido toda la noche despierto. Estaba menstruando a lo bestia.

—Me produce esos sueños asquerosos —dijo, casi alegre—. Siempre tengo pesadillas antes de que me venga.

El domingo por la mañana, cuando salió a comprar el periódico, Dubin llamó a su esposa a Center Campobello desde un teléfono público. Kitty estaba enfadada.

—¿Dónde narices te has metido? Me puse frenética. No aparecías en el registro del Gansevoort y no tenían ni idea de dónde parabas.

Dubin dijo que estaba en el Brevoort.

—¿Por qué el Brevoort? Nunca te gustó.

—Por variar —mintió—. ¿Llamaste desde Maine? ¿Es que ocurre algo?

—No hemos ido a Maine, porque Maud no pudo. La noche antes de salir recibió una conferencia de un individuo, un amigo, según ella, y me pidió que lo anuláramos. Preparó una bolsa y salió en autobús para Nueva York. Te garantizo que el aburrimiento se le pasó en un santiamén.

Dubin se preocupó.

—¿Está aquí ahora?

—Imagino que sí.

—¿Y dónde se aloja?

—No ha llamado. No conozco el paradero de un solo miembro de mi familia.

—Yo estoy hablando contigo. ¿Te ha dicho cuándo vuelve?

—Vagamente… dentro de una semana. Se disculpó por tener que marcharse. Debe de ser un amorío.

—¿Sabes quién es él?

—No soporta las preguntas sobre su vida íntima.

—Hay preguntas que uno debe hacer.

—¿Con quién se acuesta o se deja de acostar? ¿Tú se lo has preguntado?

—Puede que se lo pregunte.

—¿Cuándo vuelves a casa?

—Mañana por la mañana.

—Tenía entendido que regresabas hoy.

—Esta tarde quisiera visitar las tumbas de mi padre y de mi madre.

—Sí, hazlo —dijo ella.

Dubin le pidió que fuera a la estación al mediodía. Kitty se lo prometió.

Luego se disculpó por haberse olvidado de darle el nombre del hotel donde pensaba alojarse.

—No importa. ¿Lo has pasado bien?

—A ratos. —Oyéndose, le entró una risa nerviosa—. Bastante bien.

Kitty se alegraba.

Después de comprarle el periódico a Fanny, se fue en taxi al cementerio del Bronx donde estaba enterrada su madre. La tumba se hallaba cubierta de una hierba espesa.

—Mamá —dijo—, descansa en paz en tu sepultura.

¿Es que podría haber descansado en otra parte? Pensó en la maraña de temores insensatos que la atormentaban, en los que él llevaba en su propia carne, y se preguntó cuáles llevaría Maud en la suya.

Dejó una piedra sobre la tumba para que su madre supiera que había estado allí. O tal vez para saberlo él. La piedra blanca que había depositado más de doce años antes, el día en que llevó a Kitty a visitar la sepultura, continuaba en su sitio pero tenía el color de la herrumbre. Había empezado a llover. A la salida, se detuvo en las oficinas del cementerio para encargar que cortaran la hierba de la tumba de su madre.

Fue en metro hasta Jamaica. En la misma estación, cogió un taxi que lo condujo al cementerio de su padre. Charles Dubin se había divorciado de su esposa en la tumba. Dejemos que ahora sea Dios quien se ocupe de ella. Su hijo llevaba consigo un librito forrado de piel del que leyó una oración de difuntos hebrea traducida al inglés.

—Descansa en paz, papá —hablaba a la tumba húmeda—. Cumpliste con tu deber.

Dubin imaginó a otros nueve hombres allí delante, rezando el Kadish con él.

Abandonó el interminable cementerio y recorrió un largo trayecto en metro hasta la casa de Fanny. A la vuelta de Roma, ella juró que iba a dejar de fumar y empezó a practicar yoga, para lo cual se ponía unos leotardos negros que tenían una carrera en el muslo izquierdo. Cuando Dubin entró, estaba realizando una versión del pino, con la cabeza apoyada en su espesa mata de pelo. Cayó de rodillas. Dubin la levantó y se besaron con la boca abierta. El aliento de Fanny era como el perfume de una flor tropical. Le echó mano a la bragueta.

—Ahora no —dijo él.

—¿Porque tengo la menstruación?

Explicó que venía del cementerio y no estaba de humor.

—¿Te lo pide tu mujer cuando tiene la regla?

—Pregúntaselo a ella.

Al rato, pálida y con gesto de preocupación, se disculpó.

—He sido muy feliz esta semana —le dijo a Dubin—. No quiero estropearlo.

Él tampoco quería.

—¿De veras te gusto?

—Muy de veras.

Se le dulcificó la mirada.

—Yo lo he pasado muy bien, ¿y tú? —dijo Fanny, tocándole la mano con un dedo.

—Mejor que nunca.

—Pasemos otros momentos buenos, muchos más.

No deseaba otra cosa.

—Te daré una llave del portal y otra del piso.

Pero Dubin no quería llaves.

—Si las dejara en cualquier parte o se me cayeran del bolsillo, Kitty querría saber de dónde son.

Fanny lo reconoció de mala gana.

—Da igual, ¿cuándo piensas volver? Ya te echo de menos.

Prometió regresar pronto.

—No, más que pronto. Ahora somos amantes, ¿no?