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Cuando discuto con la realidad, pierdo, pero sólo el cien por ciento de las veces.

Hacer El Trabajo con los niños

A menudo me preguntan si los niños y los adolescentes pueden hacer El Trabajo. Mi respuesta es: «Por supuesto que pueden». En este proceso de indagación, estamos tratando con pensamientos, y las personas de cualquier edad —de ocho o de ochenta años— tienen los mismos pensamientos y conceptos estresantes. «Quiero que mi madre me ame». «Quiero que mi amigo me escuche». «La gente no debería ser mezquina». Jóvenes o viejos, creemos en unos conceptos que a través de la indagación se descubre que no son más que supersticiones.

Incluso los niños pequeños pueden descubrir que El Trabajo cambia su vida. Durante un taller que realicé con niños, una pequeña de seis años se emocionó tanto que dijo: «¡Este Trabajo es fantástico! ¿Por qué nadie me había hablado de él?». Y un niño de siete años le dijo a su madre:

—¡El Trabajo es la mejor cosa del mundo entero!

Curiosa, ella le preguntó:

—¿Qué es lo que tanto te gusta de El Trabajo, Daniel?

—Cuando tengo miedo y hago El Trabajo —respondió él—, entonces después ya no tengo más miedo.

Cuando realizo El Trabajo con niños pequeños, la única diferencia de la que soy consciente es que recurro a un lenguaje más simple. Si utilizo una palabra que pienso que probablemente esté más allá de su entendimiento, les pregunto si la entienden. Si siento que realmente no es así, entonces expreso lo que quiero decir de otra manera. Pero nunca utilizo una jerga infantil. Los niños saben cuándo se les está hablando como críos.

El siguiente es un diálogo que tuve con una niña de cinco años:

Ahora la niña está empezando a reírse y a sentirse más cómoda con las preguntas, está empezando a confiar en que no voy a forzarla a creer o no creer y podemos divertirnos con su monstruo. Al final, el monstruo tiene una personalidad, y antes de que finalice la sesión, le pediré que cierre los ojos, que hable con el monstruo cara a cara y le permita decirle lo que está haciendo debajo de su cama y lo que realmente quiere de ella. Le pediré que sencillamente deje hablar al monstruo, y que me cuente lo que le ha dicho. He hecho esto mismo con una docena de niños asustados por los monstruos o los fantasmas. Siempre me transmiten algo amable, como: «Dice que se siente solo», o «Únicamente quiere jugar» o «Quiere estar conmigo». Cuando llegamos a este punto, les digo: «Corazón, “Hay un monstruo debajo de tu cama”: ¿Es eso verdad?». Y habitualmente me miran con una especie de diversión perspicaz por haberme podido creer una cosa tan ridícula. Se ríen mucho.

Resulta muy sencillo pasar de una pregunta a la siguiente en cualquier momento. Por ejemplo: «¿Cómo reaccionas por la noche cuando estás solo en tu habitación y piensas que hay un monstruo debajo de la cama? ¿Qué sientes cuando tienes ese pensamiento?». «Me da mucho miedo. Me asusto». Aquí normalmente empiezan a retorcerse y agitarse. «Tesoro, ¿quién serías, metido en la cama por la noche, si no pudieses pensar: “Hay un monstruo debajo de mi cama”?». Por lo general, su respuesta suele ser: «Estaría bien». Cuando llegamos a este punto, me encanta decirles: «Lo que he aprendido de ti es que, sin el pensamiento, no tienes miedo, y con el pensamiento, tienes miedo. Lo que he aprendido de ti es que lo que te da miedo no es el monstruo, sino el pensamiento. Esta es una noticia muy buena. Siempre que esté asustada, sabré que lo que me asusta es sólo un pensamiento».

Los padres me comunican siempre que, tras realizar la sesión, dejan de tener esas pesadillas. También me dicen que no tienen que convencer a sus hijos para que vuelvan a verme. Compartimos una comprensión que es el resultado de la indagación.

Una vez trabajé con un niño de cuatro años, David, a petición de sus padres. Habían estado llevándole a un psiquiatra porque parecía estar muy empeñado en hacerle daño a su hermana, que era un bebé. Siempre tenían que estar encima de él porque, a la menor oportunidad, la atacaba, incluso delante de sus padres. La pegaba, tiraba de ella, intentaba empujarla desde cualquier superficie donde estuviera, y era suficientemente mayor para saber que se caería al suelo. Sus padres se dieron cuenta de que estaba realmente trastornado y cada vez más enfadado, pero se sentían perplejos y no sabían qué hacer.

En nuestra sesión, le hice a David algunas preguntas de la «Hoja de Trabajo para juzgar a tu prójimo» y la terapeuta de la madre escribió sus respuestas. Los padres hicieron El Trabajo en otra sala. Cuando volvieron, les hice leer sus hojas de trabajo delante del niño a fin de que él pudiese entender que no iba a ser castigado por expresar sinceramente sus sentimientos.

Tanto el padre como la madre empezaron a juzgarse mutuamente y a juzgar al bebé delante de David. Después, le tocó el turno a él y se leyeron sus afirmaciones en voz alta. «Estoy enfadado con mamá porque está todo el tiempo con Kathy». «Estoy enfadado con papá porque no pasa suficiente tiempo en casa». Finalmente, escuchamos sus afirmaciones sobre su hermanita.

Tan pronto como sus padres escucharon la respuesta, supieron qué estaba ocurriendo. Durante todo el embarazo habían estado explicándole que tendría un hermanito o una hermanita que jugaría con él y sería su compañero de juegos. Lo que no le habían dicho era que el bebé tendría que crecer antes de que pudiese correr o sostener una pelota. Cuando le explicaron esto a David y le pidieron disculpas, lo entendió sin ninguna dificultad. Después de esto, dejó al bebé tranquilo. Más adelante me informaron de que ya no tenía ese comportamiento problemático, que todos estaban trabajando para comunicarse claramente y que él había empezado a confiar en ellos de nuevo.

Adoro trabajar con niños. Realizan la indagación con mucha facilidad, tal como lo hacemos todos cuando queremos ser libres.