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Todo ocurre para mí, en lugar de ocurrirme a mí.

Hacernos amigos de lo peor que nos puede ocurrir

He ayudado a la gente a hacer El Trabajo sobre temas como la violación, la guerra de Vietnam y la de Bosnia, la tortura, el internamiento en campos de concentración nazis y el dolor prolongado de enfermedades como el cáncer. Mucha gente piensa que no es humanamente posible aceptar experiencias extremas como esas y mucho menos enfrentarse a ellas con un amor incondicional. Pero no sólo es posible, sino que es algo que responde a nuestra verdadera naturaleza.

Nunca ha ocurrido nada terrible excepto en nuestro pensamiento. La realidad es siempre buena, aun en situaciones que parecen pesadillas. La historia que contamos es la única pesadilla en la que hemos vivido. Cuando digo que lo peor que nos puede ocurrir es una creencia, estoy hablando literalmente. Lo peor que puede ocurrirte es tu sistema de creencias no investigado.

Miedo a la muerte

En la Escuela de El Trabajo, me encanta utilizar la indagación para que la gente aborde lo que más miedo le da, lo peor que podría ocurrirle jamás. Para muchas personas, lo peor de todo es la muerte: a menudo creen que sufrirán lo indecible no sólo mientras se estén muriendo, sino también después de morir. A fin de disipar el espejismo del miedo, el dolor y el sufrimiento, las llevo a lo más profundo de esas pesadillas que tienen mientras están despiertas.

Me he sentado con muchas personas en su lecho de muerte, y después de haber realizado El Trabajo, siempre me dicen que se sienten bien. Recuerdo a una mujer que se estaba muriendo de cáncer y se sentía muy asustada. Había pedido que fuese a verla, de modo que acudí. Me senté a su lado y le dije:

—No veo el problema.

—¿No? —respondió ella—. ¡Voy a enseñarte el problema!

Apartó la sábana que la cubría. Una de sus piernas estaba tan hinchada que tenía, al menos, el tamaño de dos piernas normales. Miré y miré y seguí sin ver el problema. Ella me dijo:

—¡Debes de estar ciega! Mira esta pierna. Ahora mira la otra.

—Oh, ahora veo el problema —contesté yo—. Sufres por la creencia de que esta pierna debería tener la misma apariencia que la otra. ¿Quién serías sin ese pensamiento?

Lo entendió. Empezó a reírse y el miedo se desvaneció con la risa. Dijo que jamás en la vida se había sentido tan feliz.

En una ocasión fui a visitar a una mujer que se estaba muriendo en una residencia. Cuando entré estaba dormitando, de modo que me senté junto a su cama hasta que abrió los ojos. Le cogí la mano y estuvimos hablando unos minutos hasta que me dijo:

—Estoy tan asustada… No sé cómo morirme.

—Corazón, ¿es eso verdad? —le pregunté.

—Sí —contestó—. Sencillamente no sé qué hacer.

—Cuando he entrado estabas dormitando —le dije—. ¿Sabes cómo dormitar?

—Claro —respondió, y yo proseguí:

—Cierras los ojos todas las noches y te duermes. La gente espera con ilusión la hora de dormirse. Y eso es todo lo que la muerte es. Eso es todo lo malo que puede ocurrir, salvo por tu creencia que te dice que hay algo más.

Me explicó que creía en la vida más allá de la muerte y dijo:

—No sabré qué hacer cuando llegue allí.

—¿Estás realmente segura de que tendrás que hacer algo? —le pregunté.

—Supongo que no —dijo.

—No hay nada que tengas que saber —continué—, y siempre está bien. Todo lo que necesitas ya está allí para ti; no tienes que pensar en ello. Lo único que tienes que hacer es dormitar cuando necesites hacerlo, y cuando te despiertes, sabrás qué hacer.

Por supuesto, le estaba describiendo la vida, no la muerte. Entonces, pasamos a la segunda pregunta: «¿Tienes la absoluta certeza de que es verdad que no sabes cómo morirte?». Empezó a reírse y dijo que prefería estar conmigo a estar con su historia. Qué alegría, no tener ninguna parte a la que ir, salvo al lugar en el que realmente estamos ahora.

Cuando la mente piensa en la muerte, no está mirando a nada, pero dice que es algo, y de este modo, impide experimentar lo que realmente es (la mente). Hasta que no sepas que la muerte es lo mismo que la vida, siempre intentarás controlar lo que ocurre y eso siempre te provocará dolor. No hay tristeza sin una historia que se opone a la realidad.

El miedo a la muerte es la última cortina de humo que oculta el miedo al amor. Creemos que tenemos miedo a la muerte de nuestro cuerpo, aunque lo que realmente tememos es la muerte de nuestra identidad. Sin embargo, cuando, a través de la indagación, comprendemos que la muerte es sólo un concepto y que nuestra identidad también lo es, llegamos a comprender quiénes somos. Este es el final del miedo.

La pérdida es otro concepto. Cuando nació mi nieto Race, yo estaba en la sala de partos. Lo amé nada más verlo. Entonces me di cuenta de que no respiraba. En el rostro del médico apareció una expresión de preocupación e inmediatamente empezó a hacerle algo al bebé. Las enfermeras se dieron cuenta de que algo no iba bien y vi de qué modo el pánico se apoderaba de la sala. Nada de lo que hacían funcionaba: el bebé no respiraba. En un momento determinado, Roxann me miró a los ojos y le sonreí. Más tarde me dijo: «¿Sabes esa sonrisa que a menudo tienes en el rostro, mamá? Cuando te vi mirándome de ese modo, me invadió una ola de paz. Y aunque el bebé no respiraba, sentí que todo estaba bien». Poco después, mi nieto empezó a respirar y le oí llorar.

Me encanta que mi nieto no tuviese que respirar para mí para amarle. ¿De quién era asunto su respiración? No era mío. No iba a perderme ni un segundo de él, respirase o no. Sabía que, incluso sin una sola respiración, habría vivido una vida completa. Amo la realidad, no de la manera que la dictaría una fantasía, sino tal como es ahora.

Están cayendo bombas

El siguiente diálogo con un holandés de sesenta y siete años demuestra que el poder de una historia no investigada puede controlar nuestros pensamientos y acciones durante casi toda una vida.

Las bombas también cayeron sobre un alemán que participó en una de mis Escuelas de El Trabajo en Europa. Tenía seis años cuando las tropas soviéticas ocuparon Berlín en 1945. Los soldados lo cogieron junto a otros muchos niños, mujeres y ancianos que habían sobrevivido al bombardeo y lo llevaron a un refugio. Recuerda haber jugado con una de las granadas de mano que, como si fueran juguetes, los soldados les habían entregado a los niños. Vio cómo uno de los pequeños tiraba de la espoleta; la granada explotó y amputó el brazo del niño. Muchos de los niños estaban tullidos y recuerda sus gritos, sus rostros heridos, la piel y los miembros volando por los aires. También recuerda a una niña de seis años que dormía a su lado y que fue violada por un soldado; me explicó que todavía oía los gritos de las mujeres que eran violadas una noche tras otra. Su vida entera había estado dominada por la experiencia de un niño de seis años, dijo, y había acudido a la Escuela a fin de profundizar en sí mismo y en sus pesadillas para encontrar el camino de regreso a casa.

En la misma Escuela había una mujer judía cuyos padres eran supervivientes de Dachau. De niña, sus noches también habían estado repletas de gritos. A menudo su padre se despertaba a media noche gritando, y después se pasaba horas andando de un lado a otro, llorando y gimiendo. La mayoría de las noches, su madre también se despertaba y se unía a su padre en sus gemidos. La pesadilla de sus padres se convirtió en su propia pesadilla. Le enseñaron que si una persona no tenía un número tatuado en el brazo no era de fiar. Estaba tan traumatizada como el hombre alemán.

Tras estar unos pocos días en la Escuela y haber escuchado sus historias, puse a estas dos personas juntas para realizar un ejercicio. Las hojas de trabajo que habían escrito eran juicios sobre los soldados enemigos en la Segunda Guerra Mundial, visto desde perspectivas opuestas. Se turnaron para llevar a cabo la indagación el uno con el otro. Me encantó ver cómo estos dos supervivientes del pensamiento se hacían amigos.

En el siguiente diálogo, Willem investiga los terrores infantiles que le han acompañado durante más de cincuenta años. Aunque todavía no está preparado para esperar con ilusión lo peor que podría ocurrirle, ha alcanzado un nivel de comprensión considerable. Nunca podemos saber cuánto hemos recibido cuando hemos llevado a cabo una indagación sincera o qué efecto tendrá en nosotros. Quizá nunca seamos conscientes de su efecto. No es nuestro asunto.

Mamá no impidió el incesto

He trabajado con centenares de personas (en su mayoría mujeres) que están desesperadamente atrapadas en su propio pensamiento atormentado sobre la violación o el incesto que sufrieron. Muchas de ellas todavía sufren, a diario, a causa de los pensamientos del pasado. Una y otra vez he visto de qué modo la indagación las ayuda a superar cualquier obstáculo que, inocentemente, utilizaron para bloquear su curación. Mediante las cuatro preguntas y la inversión, llegan a ver lo que nadie más que ellas puede comprender: que su dolor actual es autoinfligido. Y a medida que comprueban cómo se revela esta comprensión, empiezan a liberarse a sí mismas.

En el siguiente diálogo, advierte de qué modo cada afirmación parece hablar de un acontecimiento del pasado. En realidad, sea cual sea el padecimiento que hayamos experimentado en el pasado, el dolor que sentimos por él se crea en el presente. La indagación examina el dolor del presente. Aunque conduje de nuevo a Diane hasta la escena en la que tuvo lugar ese acontecimiento, y ella contestó a las preguntas como si estuviese en aquel momento espantoso, nunca abandonó la perfecta seguridad del presente.

Invito a aquellos de vosotros que hayáis vivido una experiencia similar a trataros con delicadeza a medida que leáis este diálogo y que consideréis las respuestas que pueden liberaros de vuestro dolor. Si en algún momento os resulta difícil continuar, sencillamente dejad el diálogo un tiempo. Ya sabréis en qué momento volver a él.

Por favor, sed conscientes de que, cuando hago las preguntas, no estoy justificando la crueldad, ni siquiera la más pequeña. Aquí no estamos examinando al perpetrador. Únicamente me concentro en la persona que está sentada conmigo, y sólo me interesa su libertad.

Si fuiste víctima de una situación similar en el pasado, te invito a que te concedas un tiempo adicional en las dos partes de la indagación. En primer lugar, tras haberte hecho la tercera pregunta y haber comprendido que el dolor es el resultado de tu pensamiento, hazte la pregunta adicional que yo le hice a Diane: ¿Cuántas veces ocurrió? ¿Cuántas veces lo has revivido en tu mente? En segundo lugar, cuando descubras tu parte en el acontecimiento, por pequeña que sea —tu sumisión inocente en bien del amor o a fin de escapar a un daño mayor—, permítete sentir el poder de adueñarte de esa parte tuya y siente cuán doloroso resulta negarla. Después, concédete un tiempo para perdonarte por el dolor que te has infligido. La identidad que surge después de este proceso quizá no se parezca en absoluto a la de una víctima.

Estoy enfadada con Sam por haberse muerto

Se precisa mucho valor para ver a través de la historia de una muerte. Los padres y otros familiares de niños que mueren están especialmente apegados a sus historias por razones que todos comprendemos. Dejar atrás nuestra tristeza, o incluso indagar en ella, puede parecer una traición a nuestro hijo. Muchos de nosotros no estamos preparados todavía para ver las cosas de otra manera y así es como debe ser.

¿Quién piensa que la muerte es triste? ¿Quién piensa que un niño no debería morir? ¿Quién piensa que sabe lo que es la muerte? ¿Quién intenta darle lecciones a Dios, con una historia tras otra, un pensamiento tras otro? ¿Eres tú? Esto es lo que te digo: si estás dispuesto a hacerlo, investiguémoslo y veamos si es posible finalizar la guerra con la realidad.

Terrorismo en Nueva York

Tras los acontecimientos del 11 de septiembre de 2001, los medios de comunicación y nuestros líderes políticos dijeron que habían empezado una guerra contra el terrorismo y que todo había cambiado. Cuando la gente acudió a hacer El Trabajo conmigo, descubrí que nada había cambiado. Gente como Emily se asustaba a sí misma con sus pensamientos no investigados, y tras haber encontrado al terrorista en su interior, fue capaz de regresar a su familia, a su vida normal, en paz.

Un maestro del miedo no puede traer paz a la Tierra. Hemos estado intentando hacerlo de esa manera durante miles de años. La persona que da la vuelta por completo a su violencia interna, la persona que halla la paz en su interior y la vive, es quien puede enseñar lo que es la verdadera paz. Estamos esperando sólo a un maestro. Y ese eres tú.