CAPITULO XII
Era la noche decisiva. Brennan detuvo el coche frente al portalón del taller y se apeó. Nickie saltó al suelo y miró hacia lo alto, a las titilantes estrellas, al negro abismo sin fin del espacio, y susurró:
—No puedo imaginar a un hombre perdido en esa inmensidad, Johnny
—No está perdido. Sigue una ruta perfectamente delimitada. Vamos.
Junto a los aparatos vieron a Craven, sentado, fumando y esperando. Ladeó la cabeza y gruñó:
—Ha comunicado hace apenas quince minutos... No comprendo en qué clase de maravilla viaja... En dos horas estará aquí, guiado por nuestra onda de radio.
—¿Dónde está el profesor?
—Se fue a revisar personalmente la antena. Estaba más nervioso que un gato y quiso asegurarse de que no se estropearía justamente cuando más la necesitamos. Siéntense por ahí. Ya queda poco.
Fueron a recostarse en uno de los viejos divanes. Nickie enlazó sus dedos con los de Brennan y susurró:
—A pesar de estar aquí, aún no puedo creerlo.
—Pues te falta muy poco para que te convenzas.
—¿Pretendes sacar fotografías? —murmuró, señalando la diminuta cámara que colgaba del cuello de Brennan.
—Claro. ¿Olvidas que soy ante todo un reportero?
Ella se acurrucó junto a él. Estaba más delgada y macilenta y grandes círculos oscuros rodeaban sus ojos llenos de amargura. El reciente drama que había vivido no podía menos que marcarla profundamente.
El tiempo transcurrió lento, exasperante a medida que avanzaba
Johnny gruñó de pronto:
—¿No cree que el profesor tarda demasiado, Craven?
—Sí. Y no comprendo qué le retiene allá arriba.
—¿Cuánto tiempo iba a ocuparle más o menos la revisión de la antena?
—Bueno, circuitos incluidos, a mí me lleva una hora aproximadamente.
—¿Y cuándo se fue él?
—Hace más de dos horas.
—Tal vez le ha sucedido algo, ¿no cree?
—Conoce bien el camino...
—¿Se llevó el jeep?
—Sí.
Brennan se levantó incapaz de contenerse.
—¿Hasta dónde se puede llegar en coche por ese lado de la colina?
—¿Pretende subir usted?
—No me gusta la ausencia de Rutherford... Debe estar tan impaciente o más que nosotros, de modo que se habría dado prisa en volver para estar al pie de los aparatos cuando llegue el último instante.
—Bien, puede ir si quiere. El camino no es demasiado malo hasta una milla de la cima. Habrá de recorrer este último trecho a pie.
—De acuerdo. ¿Quieres quedarte aquí, Nickie?
—Prefiero ir contigo.
Craven se volvió, tan ceñudo como de costumbre.
—No toquen la antena para nada una vez arriba. Ni traten de entrar en la pequeña casamata donde están los controles. Hay una tremenda tensión eléctrica allí, capaz de pulverizar a un hombre en un segundo.
—No tengo ningún interés en recibir una descarga de alta tensión, Craven, descuide.
Salieron fuera y poco después el coche saltaba por el desigual camino hacia la iluminada antena de la cima de la colina.
Cuando les fue imposible continuar a bordo del auto, dejaron éste a un lado y prosiguieron a píe.
Ahora que estaban bajo ella, con todas las luces recortándola contra la negrura del cielo, las imponentes dimensiones de la antena les sobrecogieron.
Johnny gritó:
—¡Profesor! ¿Está usted ahí?
No obtuvo respuesta.
—¡Profesor Rutherford! ¿Me oye?
Nickie musitó:
—Debe haber regresado...
—Nos habríamos cruzado con él por el camino.
La tomó de la mano, bordeando la colosal plataforma de hormigón.
De repente se quedó rígido. El jeep estaba parado al final del estrecho y maltratado sendero, a corta distancia de la base de la antena.
—¡Fíjate, aún debe estar aquí! —exclamó Brennan.
Nickie gritó:
—¡Profesor! ¿Me oye? ¡Soy Nickie Wayne...!
—Es inútil. Quizá ha sufrido un desvanecimiento. Ha sufrido una tensión sobrehumana estos últimos días. Tratemos de encontrarlo, pero no te separes de mí.
Caminaron con precaución hasta las proximidades del pequeño pabellón semiempotrado en la roca.
Allí se detuvieron perplejos. La puerta estaba abierta de par en par y el interior oscuro como la tinta.
Asomando la cabeza, Brennan gruñó:
—¿Profesor?
No hubo respuesta. Tanteó la pared, junto a la puerta, hasta que la luz se encendió allí dentro.
Nickie emitió un alarido que vibró en el aire quieto de la noche, como si rebotara aquí y allá hasta perderse.
El profesor Rutherford yacía en medio de un espantoso charco de sangre. Una garra terrible le había desgarrado la espalda y tenía la garganta destrozada.
Nickie seguía gritando, con la cara cubierta por las manos.
Johnny retrocedió, apartándola de aquel espectáculo de pesadilla.
—Cálmate, por favor.
—¡Igual que papá...! —Estalló en sollozos histéricos, balanceándose sobre las piernas, perdido el control.
Brennan trató de encontrar palabras con que calmarla pero fracasó.
Entonces, en alguna parte imposible de localizar, sonó un bronco gruñido, un sonido salvaje y asesino que retumbó en ecos haciendo aún más difícil su localización.
Brennan sacó la pistola. Nickie emitió un grito de espanto.
—¡Condenación, cálmate! —gritó él mostrándole la pistola que empuñaba—. Estoy a tu lado, ¿no es cierto?
Entonces, un sexto sentido le hizo levantar la cabeza.
En la negrura del cielo destacaba como una llama azul que se aproximaba a velocidad de vértigo.
—¡Mira, Nickie! —jadeó.
—¡La nave!
El resplandor azulado reverberó, apagándose poco a poco, mucho más cerca, hasta quedar sólo un pálido brillo que fue volviéndose blanco a medida que descendía.
La muchacha jadeó:
—¡Viene hacia aquí...!
—La antena debe guiarle... ¿Ves algo más que ese resplandor?
—Nada... Es circular, Johnny...
El dejó de prestar atención al fenómeno del espacio para mirar alrededor con la pistola amartillada.
No vio moverse cosa alguna ni oyó nada en absoluto.
Cuando volvió a levantar la mirada, el círculo de luz estaba tan próximo que casi podían sentir su gravitación.
Se detuvo, flotando en el aire. No hacía ningún ruido. Era como si se sostuviera gracias al resplandor.
De pronto, éste empezó a diluirse también en la oscuridad. Pudieron ver la negra masa circular que llevaba aquella luz. Una masa que descendió suavemente, segura, lenta, a menos de cien metros de la antena.
Al fin se detuvo otra vez, a unos dos metros del suelo sin que debajo hubiera ni ruedas ni sostén alguno. Johnny le calculó un diámetro de unos veinticinco metros a lo sumo.
Allá abajo, los faros de un coche que subía a toda velocidad les indicó que Craven también había visto el fenómeno y acudía a la increíble cita.
Repentinamente, una escotilla se deslizó, mostrando el interior de la asombrosa nave. Había una luz pálida y azulada allí dentro, y fue contra esa luz que se recortó la silueta de un hombre.
Nickie se mordió los labios, apretándose contra Johnny sacudida por un temblor convulso.
Brennan murmuró:
—No se diferencia mucho de nosotros, creo.
El hombre salió, caminando sobre la superficie de su nave hasta el borde del círculo. Allí dio un paso y descendió hasta el suelo.
No saltó. Sólo flotó y acabó posando los pies en el suelo.
Mediría unos dos metros, era delgado y todo el cuerpo lo llevaba enfundado en una especie de traje que se ceñía a su piel. Un ancho cinto rodeaba su cintura y sobre el lado izquierdo, sujeto al cinto, había algo como un estuche metálico.
Pero donde las miradas de los dos se clavaron con terrible fijeza fue en la cara, que las luces de la antena mostraban con claridad.
La poderosa cabeza del ser de otros mundos carecía de cabello.
Tenía una ancha frente y unos ojos semejantes a dos simples rendijas, tan oscuras que semejaban dos simas sin fondo.
La nariz era delgada, semejante a la de los terrícolas. En lugar de la boca había también algo semejante a un tajo oscuro. Por lo demás, era igual a los habitantes de la Tierra.
Cuando consiguió tragar saliva, Johnny balbuceó:
—No sé... como darte la bienvenida.
—No tengáis miedo de mí...
—No lo tenemos. Sólo estamos impresionados. Quisiera decirte tantas cosas de una vez que no puedo expresar nada coherente...
El resplandor de las luces del coche relampagueó más allá de la plataforma. Se pararon, apagándose. Instantes después Craven estaba al lado de Johnny mirando con inenarrable estupor al recién llegado de lejanos mundos.
—¿Quién se comunicaba conmigo?
—Yo —dijo Craven—. Con otro científico que debería estar aquí...
—Seréis científicos cuando yo envíe la orden de partida para las grandes naves que traerán nuestra tecnología. Este será el segundo mundo al que ofrecemos una vida nueva, semejante a la nuestra en Alba Dos. El otro...
Nunca terminó. Una masa oscura saltó a sus espaldas y el impacto derribó al viajero de las estrellas. Un sordo gruñido y Craven que gritaba, y Johnny que apartaba a Nickie de un empujón para empuñar el revólver...
Vio cómo aquel ser maravilloso trataba de debatirse sin éxito. Le vio llevarse la mano al cinto, a la pequeña caja metálica...
Un cegador chispazo envolvió la nave, algo semejante a una explosión sorda y destructora. El resplandor desapareció y con él la nave del espacio. Desapareció tan completa y absolutamente como si jamás hubiera estado allí.
Johnny se desentendió de ella para correr junto al revoltijo que estaba en el suelo debatiéndose.
Lanzó un rugido de ira al ver la garganta destrozada de aquel ser fantástico. Impulsado por la ira levantó la pistola y disparó una y otra vez contra la rugiente masa que se abatía sobre el cuerpo ya inerte del tripulante de una nave que ya no existía.
El bulto fue empujado por los proyectiles y retrocedió dando tumbos. Brennan estaba igual que enloquecido y su dedo presionaba el disparador de modo incesante. Hasta que de pronto la pistola ya no disparó y él se quedó rígido, viendo el cuerpo inerte más allá del resplandor de la antena.
Craven maldijo en todos los tonos. Nickie seguía chillando.
Como un autómata, Brennan se inclinó sobre el cuerpo del extraño del espacio. Ante sus ojos, estaba sufriendo una terrible metamorfosis. Como si se descompusiera velozmente, su rostro empequeñeció mientras las extrañas mallas que cubrían su cuerpo se aflojaban, igual que si se quedaran vacías...
Se echó atrás, horrorizado.
Y de pronto no hubo nada en el suelo. Ni hombre ni mallas, ni nada.
Se volvió. Craven se había acercado al otro bulto que él había acribillado. Nickie, mirándole, sollozó:
—¡Johnny... le ha matado... ha destruido la esperanza de la humanidad...!
—Sí... todo se ha perdido.
Rechinando los dientes fue junto a Craven.
—Es Corner Fry, ¿no es cierto? —gruñó.
Craven asintió con un gesto.
—¡Apártese!
Cuando Craven se hizo a un lado, Brennan vio el rostro contraído por una mueca espantosa del demente. La sangre le ensuciaba la cara y tenía los labios retraídos como un animal feroz.
En su mano derecha llevaba sujeta una zarpa de metal de siete afiladas puntas.
Craven retrocedió a trompicones.
El loco había sido un hombre extraordinariamente corpulento. Eso explicaba el poder destructivo de aquella garra increíble.
Johnny le dio la espalda.
Nickie susurró:
—Iba a darnos la paz, una nueva manera de vivir más sincera, más pacífica y completa. Nos ofrecía su ciencia, su técnica para adelantar en siglos nuestro proceso de perfeccionamiento... y está muerto, Johnny.
—Eso no podemos saberlo. Ignoramos qué clase de naturaleza era la suya. Lo que sí es seguro es que la humanidad ha perdido la mejor oportunidad de toda la historia... por culpa de un sucio engendro, lleno de rencor.
—Sus compañeros sabrán de algún modo que ha sido destruido. Renunciarán a establecer más contactos con la Tierra...
Johnny había introducido un nuevo cargador en la pistola. Justo cuando sonó el chasquido metálico del arma dijo rechinando los dientes:
—Alguien va a pagar por todo esto. Por los crímenes, por la posibilidad perdida... Por todo.
—Ya lo pagó, aunque eso no resuelva nada. Era un pobre loco.
—Yo no me refiero a Fry, sino a Craven... ¡No se mueva o le convierto en una criba! —rugió.
El aludido gruñó:
—¿Se ha vuelto loco usted también?
—Me volveré loco si he de disparar. Usted sacó a Corner Fry del manicomio, fingiéndose pariente suyo. Necesitaba alguien cuya mente débil pudiera controlar para que le sirviera de instrumento para su venganza.
—Maldito si sé de qué está hablando...
—Lo comprendí cuando supe que había sido expulsado del Colegio de Físicos, desposeído de su título, repudiado por todos sus colegas y arrojado fuera de su profesión a puntapiés. También me hizo pensar el antagonismo que existía entre usted y el profesor... ¿Por qué, Craven? ¿Era suyo el invento de ese fantástico receptor?
—No sabe nada de lo que está...
—Sí lo sé. Usted ya no era nadie. Si pretendía desarrollar su descubrimiento, se le echarían encima y de nuevo se vería perseguido por el deshonor que su desaparición había aplacado. Se empleó con Rutherford y soportó su mal carácter porque él era el único que podía desarrollar su descubrimiento...
Repentinamente, Craven se erguió.
—¡Sí, maldito sea usted! Rutherford se apropió mi trabajo, sabedor de que yo no podía reclamar en ninguna parte... iba a quedarse con la gloria, la fortuna, los honores... Esta noche me dijo que yo tendría un veinticinco por ciento de los beneficios que se obtuvieran... ¡Un veinticinco por ciento!
—Pero usted ya planeaba matarlo hace mucho tiempo... Seis meses atrás fue en busca de Fry. Era su instrumento, su máquina de matar. El acabaría con el profesor dejándole a usted al margen.
—¡Me había robado!
—¿Qué pasó, Craven? ¿Fry se desmandó, o usted le mandó matar para que, cuando le llegara la hora al profesor, nadie sospechara que todo se había hecho para matarle a él tan sólo?
Craven le miraba con sus ojos asesinos.
—Su amiga, la Edwards, subió a examinar la antena. Fry estaba encerrado en la casamata y sufría uno de sus ataques. Ella le oyó, pero pensó que era un cómplice nuestro, encargado de transmitir las señales que allá abajo recibía el aparato. Pensó en un fraude y quiso investigarlo aquella noche... No podía dejarla con vida... Lo hubiera echado todo a perder...
Nickie chilló:
—¿Y mi padre, maldito, por qué mató a mi padre?
—Casi por lo mismo, aunque él se resistió. Fue durante la lucha que estropearon la antena. Cuando yo vine a repararla, Fry yacía en la casamata, exhausto, inconsciente como siempre después de uno de sus locos arrebatos. Arreglé la antena, llevé el cadáver al camino...
Se interrumpió.
Johnny dijo:
—Eche a andar hacia el coche, pero no apresure el paso o le mato, Craven. Lo que usted ha destruido es algo tan inmenso que la humanidad entera habrá de pedirle cuentas.
Craven giró sobre los talones y empezó a andar hacia el coche. Era al auto del profesor. Abrió la portezuela y Johnny gritó:
—¡Quieto ahí, maldito!
Se revolvió como una fiera, y en sus manos sostenía una escopeta.
Brennan dio un tremendo empellón a la muchacha y disparó.
Nunca imaginó que pudiera existir tanta cólera en el mundo. Tampoco comprendió nunca cómo en tan corto espacio de tiempo pudo descargar todos los proyectiles de su pistola contra aquel hombre, que se retorció violentamente, soltó la escopeta y al fin se abatió contra la tierra sin una queja.
Después hubo un largo silencio. Nickie se acercó a Brennan temblando, incapaz de hablar.
Cuando él giró hacia ella, la muchacha esbozó una mueca.
—Ya terminó... Estabas como loco, querido.
—No sé... Ha sido todo tan espantoso que no comprendo...
—Vamos. Ya no nos queda nada que hacer aquí.
Ella le rodeó la cintura con el brazo y le obligó a caminar cuesta abajo, hacia donde habían dejado, el coche.
Hacia la felicidad y el olvido. Hacia un mundo que había perdido su gran oportunidad.
FIN