CAPITULO V

 

El sheriff Clarke rezongó tras escucharle:

—No me cabe duda de que, fuera lo que fuere que vieran anoche, era lo mismo que mató a la muchacha...

—¿El monstruo de la enorme garra?

—Usted lo dice como si no creyera en lo que las fotografías nos han demostrado.

—Creo lo que vi en las fotos. Y creeré en ese monstruo si consigo verlo. Pero anoche no era ningún animal más o menos poderoso lo que rondaba el coche. Oí cerrarse una portezuela. Los animales no gozan de tanta inteligencia y habilidad como para abrir y cerrar las portezuelas de un auto.

—No sabemos la clase de ser de que se trate...

—Es cierto... pero sabernos que es algo infrahumano, juzgando sólo por lo que le hizo a Chris.

Clarke le miró con el ceño fruncido.

—Lo que me sorprende es que estuvieran usted y Nickie en ese lugar, precisamente anoche.

Johnny suspiró.

—Se lo voy a decir... Nickie trabajó para el profesor Rutherford durante un tiempo...

—Lo sé.

—Bueno, una noche oyó un gruñido, o algo que le pareció el gruñido profundo y sordo de un animal muy grande. Por eso se despidió del profesor, por temor a pasar por el bosque, de noche. Yo quise que me mostrara el lugar donde lo oyó... y dio la casualidad que es el mismo donde Chris fue atacada y muerta.

—Nunca dijo nada esa chica...

—Se lo dijo a su padre, y él se rió tachándola de miedosa o algo así... Ella pensó que los demás dirían lo mismo y decidió callar.

—Entiendo. Lástima que no pudiera usted ver mejor lo que espiaba el coche...

—Ciertamente, fue una lástima, porque yo llevaba una buena pistola.

Clarke dio un respingo.

—Sigue pensando en vengar a su compañera, Brennan, y eso es algo que yo no puedo admitir.

—Digamos que estaba prevenido. Y esta mañana hice algo más para prevenir pérdidas de tiempo tomando falsos derroteros. He telegrafiado al periódico dándole el nombre de Corner Fry, el demente de quien usted me habló y pidiéndoles que comprueben si aún está encerrado.

Clarke sacudió la cabeza.

—Es una pérdida de tiempo —rezongó—. Fry estará encerrado mientras viva.

—Pudo haber escapado. No sería el primer caso.

—No puedo impedirle que pierda su tiempo, Brennan. Pero sí le impediré que la emprenda a tiros con cualquier sombra que vea merodeando de noche por ahí. Y no le quepa duda que lo haré.

Johnny se levantó,

—Lo tendré en cuenta —dijo.

Y se fue.

El coche que perteneciera a Chris Edwards era un convertible último modelo, equipado con el revolucionario motor a turbina capaz de imprimirle asombrosas velocidades. Excepto el dominio del volante, todas las demás operaciones de funcionamiento y conducción eran completamente automáticas.

A bordo de él, Johnny viajó el corto trayecto hasta la residencia del profesor Thomas Rutherford a la hora convenida.

A pleno día, el bosque ofrecía un aspecto casi bucólico. Sobre el camino de tierra las copas de los árboles formaban un agradable túnel de verdor y sombra que invitaba a la relajación, al descanso, a la paz.

Sólo de noche, algo ajeno por completo al bosque lo convertía en siniestra pesadilla.

El profesor Rutherford era de estatura mediana, regordete, con cara sonrosada y ojos eternamente asombrados que miraban desde la protección de unas gafas de gruesos cristales.

—Lamenté profundamente la espantosa tragedia que sufrió la señorita Edwards —dijo tras estrecharle la mano a Johnny—. Era una mujer muy inteligente.

—Todos lo lamentamos. He buscado entre sus efectos personales, pero no he podido encontrar las notas que sin duda debió tomar de sus entrevistas con usted...

—No tomaba notas, en absoluto —replicó el profesor—. Dijo que tenía una memoria excelente y que escribiría directamente sus artículos en el hotel, cuando hubiera reflexionado sobre ellos.

—No debió escribir ninguno en este caso, porque en el periódico no se recibieron.

—Lo cual quiere decir que deberemos empezar otra vez. Le confieso que me fastidia un poco... especialmente con usted.

—¿Por qué conmigo en especial?

Los ojos del científico chispearon tras sus gafas.

—Porque usted no cree nada de lo que me concierne... Mejor dicho —rectificó con una leve sonrisa—, cree que estoy chiflado, o que soy un estafador o un visionario.

—Yo no dije...

—No necesita decirlo. ¿Dick? —el ayudante apareció con su expresión ceñuda de costumbre—. Creo que deberías preparar algo de beber. Y únete a la reunión. Tú tienes parte en este trabajo.

Sin replicar, Dick Craven preparó tres vasos, trajo botellas de soda y tras servir whisky se acomodó en una butaca, un poco aparte de los dos hombres.

Johnny dio un sorbo a su bebida y preguntó:

—Concretamente, profesor, ¿qué es lo que realmente ha conseguido usted con su nuevo receptor?

—En primer lugar, señales. Dick las ha oído también. Son unos cortos pitidos siempre iguales y a horas muy regulares. En principio tiene cierta semejanza con el sistema morse, sólo que no lo son. Eso lo he comprobado hasta la saciedad.

—Me dijeron que también había captado voces...

—Una voz, en dos ocasiones. Muy clara... pero incomprensible.

—¿La grabó?

—Naturalmente. Eso me ha permitido asegurarme de que no se trataba de ningún idioma conocido. Saqué copias de la cinta y las envié a los mejores expertos en fonética idiomática. Todos han coincidido en que no es un idioma... terrestre, para entendemos.

—¿Entonces...?

—Saque sus propias conclusiones, Bernan. —Miró su reloj y añadió —: Le cité a esta hora para que oiga por usted mismo las señales originales. Después podrá escuchar las grabaciones.

—Eso sería muy interesante para mí.

Hablando por primera vez, Graven gruñó:

—Está cometiendo un error mayúsculo, profesor.

—¿Por qué?

—Escribirán sobre todo esto y hasta los niños le tomarán por loco... Ya debería haber comprendido que la gente no quiere creer en seres de otros mundos. Tienen miedo de creer en ellos. No aceptan siquiera la existencia de otros mundos habitados por seres inteligentes.

—Algún día habrán de admitirlos —rezongó el científico de mal talante—. Cuando dejen de pensar en monstruos agresivos, empujados por ansias de destrucción, de dominio tal como los han pintado en las películas de la televisión, quizá admitan que pueda haber inteligencia y bondad más allá de nuestro pequeño y ridículo mundo.

—¿Usted no cree que estas gentes, si existen, sean agresivos?

Rutherford sacudió la cabeza.

—Por supuesto que no. Sí ellos pertenecen a otra galaxia, y han conseguido llegar hasta nosotros de algún modo, no cabe duda que poseen una ciencia tan superior a la nuestra que nos dejan casi en la Edad de Piedra de la técnica. Seres así de inteligentes y poderosos no tienen ninguna necesidad de ser agresivos o destructivos para conseguir lo que necesiten o se propongan.

—Ya veo.

—Termine su whisky, Brennan. Le llevaré al laboratorio.

Craven dijo:

—Insisto en que comete una terrible equivocación.

Johnny se volvió hacia él al levantarse.

—Escuche —le espeto—, no voy a burlarme del profesor ni de sus experimentos. Si creo honestamente que ha obtenido éxito, lo escribiré así. Si pienso que se equivoca igualmente lo diré. Y si llego a la conclusión de que es un embaucador, ya puede jurar que lo publicaré también. ¿Está claro, Craven?

—No necesita darme explicaciones a mí. Me he limitado a exponer mis opiniones.

—Ya basta de eso, Dick —refunfuñó el profesor.

Se dirigieron al laboratorio, instalado en el aplanado y enorme edificio que en otros tiempos fuera el granero de la granja.

En realidad, Brennan comprobó al entrar que de laboratorio tenía muy poco. Excepto en un rincón donde aparecían algunas probetas, retortas y dos microscopios, todo lo demás era un inmenso revoltijo de materiales heterogéneos. El desorden era absoluto, excepto en el centro, donde una gran mesa de acero parecía extrañamente sola en mitad de semejante desbarajuste.

Sobre la mesa, Johnny vio un complicadísimo aparato materialmente envuelto en cables de distintos colores. Tenía una remota semejanza con los clásicos aparatos de radio, debido a que estaba equipado con pequeños bulbos, condensadores y un amasijo de diminutos transistores.

En un ángulo de la mesa había una antena direccional de un modelo como Brennan no había visto nunca otra semejante. En cierto modo, parecía una maqueta en miniatura de la gigantesca antena parabólica direccional que coronaba la colina.

—Ahí lo tiene —dijo el profesor casi con veneración—. No hay trampa en ninguna parte y no me importa dejarle que lo examine todo hasta convencerse.

—No entiendo una maldita palabra de electrónica, así que no voy a revolver fingiendo que compruebo nada. Sólo me limitaré a escuchar de momento.

—Muy bien. Observe...

Dio vuelta a un dial, ajustó unas clavijas y esperaron apenas unos segundos hasta que los bulbos estuvieron encendidos.

—Ya no puede tardar —dijo Rutherford—. El aparato está funcionando.

—No se oye cosa alguna...

—Claro que no... En realidad, este aparato es incapaz de captar las transmisiones de las emisoras de la Tierra. Me aseguré de que fuera así cuando lo perfeccioné para evitar confusiones e interferencias.

Johnny encendió un cigarrillo y miró a Craven, que se había recostado contra una mesa cargada de materiales.

Rutherford preparó una sencilla grabadora de cinta, ajustó el cable de grabación directamente con el receptor.

Volvió a consultar su reloj.

Johnny preguntó:

—¿Siempre capta usted las señales a la misma hora?

—Con muy ligeras variaciones... que luego le explicaré.

Craven dijo, sombrío:

—Y firmará su propia sentencia.

—Empiezas a cansarme, Dick —replicó el científico. Sé perfectamente lo que hago.

Craven se encogió de hombros y pareció desentenderse de cuanto sucedía a su alrededor.

De pronto, del aparato brotó un sordo zumbido. Rutherford exclamó:

—¡Ya está aquí! Eso es la onda portadora, Brennan... la tenemos captada. Ahora, miré.

Movió la pequeña antena del extremo. Cuando la varió de posición, el zumbido se amortiguó hasta casi desaparecer. En cualquier dirección que la moviera, la intensidad del sonido variaba. Cuando la devolvía a su posición primitiva se acentuaba al máximo.

—Sesenta y cinco grados —explicó—. La onda procede del este y con una inclinación de setenta y cinco grados. ¿Comprende?

—Hasta ahora, sí.

—Sufre ligeras variaciones... ¡Escuche!

El zumbido quedó repentinamente apagado y un ligero pitido repercutió en sus oídos. En el primer instante tenía cierta semejanza con el sonido de un teléfono cuando comunica el aparato al que se ha llamado. Luego, al fijarse mejor, se notaban las diferencias existentes. En primer lugar, las señales eran más prolongadas, mucho más sonoras, y tenían un cierto ritmo irregular.

Era comprensible que al principio Rutherford pensara en señales morse.

Cuanto más tiempo transcurría, más intensas y acuciantes resultaban. Ante el asombro del propio científico, llegó un instante en que tomaron una rapidez que las hizo semejantes a un tableteo frenético.

—¡Nunca habían sonado así! —jadeó Rutherford.

Incluso Craven se enderezó un poco, escuchando atentamente.

Johnny arrugó el ceño. Estaba formándose una teoría, pero esperó un poco más.

Entonces, nítida, sonora y rotunda, surgió la voz.

No podía caber la menor duda que era una voz inteligente y modulada. Habló de un modo gutural, con ligeros intervalos, como si pasar de una palabra a la otra le costase un esfuerzo, o estuviera reflexionando profundamente antes de pronunciarlas, quienquiera que fuese.

El profesor se retorcía las manos, excitado.

Craven había contenido el aliento.

Johnny estaba perplejo, porque a pesar de sus profundos conocimientos de idiomas, incluso primitivos, lo que oía le resultaba total y absolutamente incomprensible.

El mensaje, si lo era en realidad, duró casi dos minutos. Después, la voz calló, hubo otra sucesión de pitidos y, finalmente, éstos cesaron y casi inmediatamente el zumbido de la orden portadora se apagó también.

Rutherford permaneció largo tiempo quieto, estático, los ojos brillándole con intensidad detrás de los cristales de sus gafas.

Craven gruñó:

—Es la misma voz, estoy seguro.

—¡Claro que es la misma!

—Falta saber si ha dicho lo mismo...

—Eso podremos averiguarlo fácilmente comparando las dos cintas... Los espacios, las pausas, las modulaciones, la vibración misma deberán indicarnos si las palabras son las mismas. En última instancia las llevaré a un laboratorio de análisis fonéticos. Poseen aparatos que comparan matemáticamente dos voces, probando si son o no las mismas.

Johnny dijo de pronto:

—¿No puede tratarse de señales y voces emitidas desde la Tierra y que reboten en la ionosfera? Las ondas hertzianas suelen hacerlo en determinadas condiciones,

—Lo pensé e hice innumerables comprobaciones. Pero acabé por desechar esa idea debido al grado de inclinación en que llegan. Tenga en cuenta que la Tierra tiene un movimiento de rotación y otro de traslación... Si fuera un efecto de rebote, nunca llegarían de la misma dirección. Variarían tanto como hubiera variado la Tierra, su posición.

—Ya veo...

—No, Brennan... Esas señales vienen del espacio exterior.

—Exactamente, ¿cuál es su teoría? Craven gruñó:

—Ahora es cuando va a cavar su propia fosa.

—¿Por qué?

—Déjele que hable —dijo Craven, sombrío—. En cuanto usted lo publique, el estúpido público que no cree lo que no ve se pondrá a reír a carcajadas.

—Veremos —masculló Rutherford—. ¿Qué sabe usted de astronomía, Brennan?

—Apenas nada. Y puede decirse que todo lo que sé lo aprendí a partir de que el hombre logró poner el pie en la Luna.

—Si yo le mencionara un cuerpo celeste mil trescientas veces mayor que la Tierra, ¿qué diría usted que es?

—Júpiter, naturalmente.

—Ahora, calcule esos setenta y cinco grados de inclinación de la onda portadora, salga fuera y trate de mirar al cielo en la dirección que señala esa inclinación.

Perplejo impresionado a su pesar, Johnny salió de la nave seguido de los dos hombres. Hizo un rápido cálculo y levantó la mirada.

Entre los millares de estrellas, un punto luminoso destacaba con clara brillantez.

El profesor murmuró:

—Júpiter, Brennan. Es el cuerpo celeste más brillante que hay en esa dirección.

—Permítame... estoy un poco confundido. ¿Cada vez que capta la señal, proviene del lugar que en ese momento ocupa el planeta Júpiter?

—Exactamente y esté donde esté.

Un escalofrío le recorrió de arriba abajo.

—Pero entonces esas señales indicarían que existen seres inteligentes en Júpiter. ¿Lo cree usted realmente?

—Siga razonando, Brennan, y dese usted mismo una respuesta.

—No lo creo. Habrían de ser monstruos de una tremenda fortaleza para poder habitar en un planeta como Júpiter. Usted sabe la espantosa gravedad que hay en él.

—Exacto. Una gravedad capaz de aplastar a un hombre de la Tierra con la misma facilidad que un elefante aplastaría un huevo al pisarlo.

—¿Entonces...?

—Quizá no hay habitantes, ni monstruosos ni de ninguna clase. Y quizá quienes mandan esas señales se sirvan del planeta como una estación intermedia. Pueden ser gentes procedentes de otro sistema solar, de otra galaxia...

—De cualquier modo, la gravedad les aplastaría.

—¿Y las lunas, Brennan?

Johnny abrió la boca, estupefacto.

—¡Las lunas! —musité—. ¡Las lunas de Júpiter!

—Naturalmente. Hay nueve girando en torno a ese inmenso mundo. Y no sólo eso; dos de esas lunas son las más grandes de nuestro sistema solar, mucho mayores que la nuestra, incluso más grandes que el planeta Mercurio. Por lo que sabemos, sus condiciones de gravitación deben ser muy parecidas a las nuestras. Incluso existen muchas posibilidades de que tengan atmósfera y agua, y unas condiciones que permitirían una vida superior muy semejante a la nuestra.

Johnny estaba profundamente impresionado. Se resistía a creer, y por otra parte, racionalmente, admitía la posibilidad de que estuviera ante un hecho trascendental que podría cambiar la futura historia de la humanidad.

El profesor añadió:

—Esas dos lunas son Calixto y Ganimedes. Giran en torno a Júpiter como lo hace nuestra Luna en torno a la Tierra. Y vuelvo a repetirle que quizá no tengan habitantes, pero que seres de otra galaxia tal vez estén utilizándolas de base intermedia, de plataforma desde la que disponerse a otra etapa de su gran viaje.

Johnny trataba de salir de su estupor y murmuró:

—¿Y qué hay de la temperatura?

—Bueno, no sabemos mucho al respecto sobre esas lunas, aunque sí conocemos la de Júpiter y a su lado la que reina en nuestro Polo Norte sería casi tropical.

Reinó Un largo silencio. Cuando Johnny reaccionó encendiendo nerviosamente un cigarrillo miró en torno y ya no vio a Craven.

Rutherford dijo:

—¿Piensa usted que estoy loco, Brennan?

—¿Quién sabe quién está loco y quién no? Y cuándo se manifiesta la demencia, y de qué modo... Personalmente, creo que no lo está.

—¿Lo escribirá así?

—He de pensar sobre eso. Desde luego, no mencionaré la palabra demente al referirme a usted. Aunque uno nunca sabe... El sheriff mencionó el caso de un hombre que normalmente era tratable, amistoso, y que bajo el efecto de su demencia se convertía en una fiera... un licántropo, un hombre-lobo...

Rutherford suspiró.

—Fry —dijo—. Le conocí muy bien.

Johnny contuvo el aliento y miró de soslayo al científico.

Tras sus gafas, los ojos de Rutherford brillaban con profunda intensidad.