CAPITULO IX

 

El bulbo rojo se apagó cuando estaban dando fin a la primera taza de café.

Rutherford no pudo contener un suspiro de alivio.

—Dick Craven es una suerte de perrillo gruñón, pero hay que reconocerle una soberbia habilidad para la electrónica —comentó satisfecho—. Sin él todo esto hubiera sido mucho más difícil para mí.

—¿Cree usted realmente en ese mensaje, profesor? —le espetó Johnny.

—¿Que si creo en él? Pero, hombre, ¿no acaba de oírlo usted mismo? Es la misma voz, no cabe duda...

—Es algo tan fantástico que me resisto a admitirlo sin más ni más.

—Espere y verá. Esta misma noche, Craven y yo pondremos manos a la obra... suponiendo que consigamos comprender las instrucciones. Si realmente puedo comunicar con esos seres antes de su llegada... Bueno, nadie podrá poner en duda su existencia.

—No sabe usted las intenciones que les empujan hacia nosotros, profesor.

—Amistosas, sin duda. ¿Cree que en los otros mundos del espacio deben forzosamente ser tan salvajemente primitivos como los seres de la Tierra, pensando sólo en enriquecerse a costa de los más débiles, en provocar guerras, en destruirse entre sí?

—No sé qué pensar. Pero de cualquier modo, voy a consultar este asunto con mi jefe. Si es cierto que hay una nave estelar en ruta hacia nosotros, presumo que las autoridades deben saberlo.

Rutherford se estremeció:

—No debía hacerle partícipe de este acontecimiento, Brennan. Tiene usted la mente pequeña del noventa y ocho por ciento de la gente. Pequeña, estrecha, rutinaria. ¡La mente de un mosquito! ¿Qué cree que provocará usted si hace público este acontecimiento antes que se produzca?

—Quizá el pánico general, no lo sé.

—O una gran avalancha de curiosos. Agresivos, mezquinos curiosos que querrán asistir de cerca a la destrucción de los Invasores. Después de todas las películas y series de televisión masivas que se han producido, para la masa todo lo que venga del espacio es un enemigo al que es preciso exterminar.

Johnny masculló un juramento.

—¿Qué es lo que usted quiere, profesor, recibirlos en secreto?

—Ni más ni menos. Hablar con esos seres, sean como sean. Prevenirles de la clase de recibimiento a que están expuestos si no se muestran con cautela, dejándonos primero advertir al gobierno de sus pacíficas intenciones, Usted acaba de oír el mensaje. Aseguran que pueden ofrecernos su tecnología para hacer mejor nuestro mundo, para elevar nuestra vida... Usan un lenguaje inteligente y pacífico, Brennan.

Este miró a la silenciosa muchacha.

Encendió un cigarrillo, muy nervioso.

—Esperaré —decidió al fin—. Pero que me condene si sé por qué lo hago. Estoy desperdiciando el reportaje en exclusiva más sensacional de toda la historia del periodismo.

—Seguirá teniendo la exclusiva de cualquier modo. Pero antes es preciso que esos seres sean prevenidos. Quizá ellos tengan algunas ideas también sobre lo que deben hacer con los gobiernos de las naciones de la Tierra. Por mi parte, podrían barrer a la mayoría y el mundo giraría mucho mejor —terminó con ironía.

Brennan se volvió hacia la muchacha.

—¿Puedo contar con tu discreción, Nickie? —murmuró.

—Seguro.

—¿No dirás nada a tu padre para que lo publique en su semanario?

Ella sacudió la cabeza de un lado a otro.

—No —dijo—. Hasta saber qué hay de cierto en todo esto, y qué intenciones traen esas gentes del espacio, si realmente están a punto de llegar.

Rutherford soltó una risita.

—Ustedes dos lo ponen en duda, ¿eh? —cacareó—. Veremos qué dirán cuando se encuentren ante los extranjeros, y nunca mejor empleada esta palabra.

—Profesor, si llegan no me importará el significado de nuestras palabras, sino el de las de esa gente.

El aparato emitió un súbito zumbido y luego calló. El sonido se repitió tres, veces.

—La señal de Craven —suspiró el profesor—. Acaba de reparar la avería. Esta es la indicación de que está nuevamente en funcionamiento.

Johnny salió al exterior. Efectivamente, las luces de la gigantesca antena brillaban otra vez en la noche.

Allá arriba, en el negro firmamento, brillaban también las estrellas, parpadeando, como transmitiendo también sus mensajes secretos que alguien habría de descifrar algún día.

Se imaginó una nave tripulada por seres inteligentes cruzando aquel abismo infinito y oscuro y no pudo evitar un escalofrío.

Regresó al interior y gruñó:

—Las luces de la antena están encendidas de nuevo, profesor.

—Eso quiere decir que Craven ya debe estar de vuelta. Vamos a ponernos a trabajar con ese aparato emisor. Ustedes dos podrían instalarse en la casa entretanto y descansar, puesto que no pueden ayudarnos. Les llamaré si hay una nueva comunicación esta noche.

Nickie recogió las tazas y ella y Johnny salieron del taller dirigiéndose a la casa.

En la cocina, él dijo:

—Tomaré un poco más de café, linda, si tienes hecho.

—Seguro... Johnny, ¿qué piensas de todo esto?

—Que el mensaje es auténtico.

Ella se sobresaltó.

—¿Estás convencido?

—Sí. Ahora sí.

—Entonces, ésos seres van a llegar aquí...

—Sí. Oí todo el mensaje dos veces. Su lenguaje es forzado. No están familiarizados con nuestro idioma. Sin embargo, sus intenciones son muy claras. Disponen de una ciencia y una tecnología tan superiores a las nuestras que, en comparación, es como si aún estuviésemos en la Edad de Piedra. Y nos las ofrecen, Nickie.

—¿Por qué?

—¿Cómo que por qué?

—¿Por qué quieren ayudarnos?

—Lo ignoro. Pero si realmente han superado esas etapas en que nosotros nos debatimos, no me sorprende que crean que su vida elevada y perfecta debe ser disfrutada por los habitantes de otros mundos. No puedo olvidar que las guerras son producidas sólo por la ambición de unos pocos hombres poderosos. Esgrimen idílicos motivos patrióticos y toda esa hojarasca, pero en el fondo sólo existe la sed de poder, de más riquezas, de eliminar al más débil para ser a su vez más fuertes... Si las gentes de otros mundos desconocen este sistema, o lo han superado...

—Tengo miedo, Johnny.

El se echó a reír.

—Siempre tienes miedo por una cosa u otra. ¿Por qué es esta vez?

—Por la reacción de la masa cuando sepan que hay seres de otros mundos entre nosotros.

—Eso también me preocupa a mí. Si los destruyeran...

—Tal vez tomasen represalias. ¿Es eso lo que piensas?

El sacudió la cabeza.

—Tal vez, aunque si son como yo los imagino, no. Tan sólo se volverían por donde vinieron y nos dejarían sumidos en nuestra ignorada, nuestra brutalidad y nuestro atraso en comparación con ellos.

Nickie llenó las tazas de café y fue a sentarse junto a Brennan. El apuró la bebida y luego tomó las manos de la muchacha entre las suyas, mirándola fijamente a los ojos.

—Tú y yo quizá pasemos a la historia, nena —sonrió—. ¿Te imaginas? Los primeros seres humanos que entraron en contacto, que recibieron a seres extraterrestres... Johnny Brennan y Nickie Wayne... Nos levantarán un monumento, seguro.

—Deja de bromear y bésame.

—Esta es una buena sugerencia, sí, señor.

La abrazó y estuvo besándola hasta que les faltó el aliento.

Después le preguntó suavemente:

—¿Ya no tienes miedo?

—Estando entre tus brazos, no.

—Entonces...

Ella se apartó vivamente.

—Pero no vayas a pasarte de rosca, amiguito —le espetó, levantándose—. Tienes unas manos muy largas.

—Está bien, ponte en lugar seguro mientras puedas...

Encendió un cigarrillo. En la lejanía oyó el motor del Jeep y se asomó a la ventana.

Las luces del vehículo brillaban en la oscuridad del llano, aún más lejos.

—Craven, que regresa —comentó—. El y el profesor van a pasar una noche muy movida.

Nickie estaba mirándole, sin atreverse a expresar lo que estaba pensando.

De pronto murmuró:

—Johnny...

—¿Sí, linda?

—¿Y si ya estuvieran aquí?

Brennan arrugó el ceño, sin comprender. Necesitó hacer una pirueta mental para caer en la cuenta de lo que ella quería insinuar.

—¿Te refieres a los extraterrestres?

—Sí...

—¿Por qué dices eso?

—Estoy pensando en esa cosa que mató a Chris Edwards...

El dio un respingo.

—¿Pretendes decir que quien sea que mató a Chris, es un extraterrestre? Vamos, linda...

—¿Y por qué no? Tú sabes bien que no existe ningún ser en la Tierra que posea una garra semejante, ni con la fuerza capaz de destruir un cuerpo humano de un zarpazo... ¿Por qué no puede ser alguien que haya venido de otro mundo?

El sacudió la cabeza.

—Quien sea que mató a Chris —dijo—, es alguien salvaje y brutal, con unos instintos sanguinarios y primitivos. ¿De dónde crees que un ser de estas características pudo sacar la inteligencia suficiente para viajar por el espacio, de un mundo a otro?

—No tengo respuesta a esta pregunta, desde luego.

El sacudió la cabeza, sonriendo.

—Olvídalo. Pero me has recordado que mi jefe debe haber hecho ya su parte del trabajo que le pedí que hiciera... ¿Dónde está el teléfono aquí, lo sabes?

—En el salón hay uno... Por aquí, ven.

El pulsó los números correspondientes al hotel y casi al instante una voz dijo:

—Hotel Palladium. Hable.

—Aquí Brennan. ¿Hay algún mensaje para mí?

—Dos llamadas de larga distancia, señor. Ambas de Nueva York. También estuvo aquí el señor Craven, buscándole, hace ya tiempo.

—Gracias.

Colgó, para volver a marcar el número de larga distancia y comunicar con su redacción de Nueva York.

La voz de David Garay sonó lejana, pero perfectamente audible.

—¡Ya era hora de que te decidieras a comunicar! —estalló cuando supo quien llamaba—. ¿Qué infiernos estás haciendo ahí, rascándote la barriga?

—Las narices, David.

—¿Qué?

—Deja de desgañitarte y dime qué hay de lo que te pedí que hicieras.

—¿Por cuál de los nombres quieres que empiece?

—Tanto da uno como otro.

—Bueno, allá va: Richard Craven. Se graduó en física a los veinticinco años. Ejerció en Inglaterra, trabajando en proyectos secretos del gobierno. A los treinta y cinco regreso a América. Empleado en los laboratorios de investigación de una firma privada. Cometió un gravísimo error y un hombre murió por su culpa. Fue una imprudencia absurda y le retiraron el título, expulsándole de la empresa y después de la asociación de físicos colegiados.

—Eso es muy interesante...

—Después de eso desapareció. Si ahora está trabajando con el profesor Rutherford, es lo primero que se sabe de él después de ese accidente.

—¿Qué clase de accidente fue, lo sabes?

—No con detalle. Al parecer preparó un experimento y convenció a un tipo para que sirviera de conejillo de indias o algo así. El tipo cobró una buena suma, pero no le sirvió de nada. Murió.

—Entiendo. ¿Algo más?

—Nada más sobre Craven

—Entonces, empieza con ese loco licántropo o lo que fuera, Corner Fry.

—Fry... Sí, espera un minuto... hay un revoltijo de papeles sobre mi mesa que...

—Como de costumbre.

—Aquí está... Comer Fry... Treinta y cinco años, seis pies y dos pulgadas de estatura, ojos azules, cabello negro y escaso...

—¡Al grano, maldita sea!

—Sí, bueno. Su familia le sacó del manicomio hace algún tiempo. Seis meses o algo así.

—¿Curado?

—Los médicos no quieren comprometerse. Al parecer era un hombre totalmente pacífico después de los años que estuvo encerrado, pero en esta clase de demencia nunca sabe uno qué carta quedarse... El caso es que fueron a buscarle y se lo llevaron. Los médicos insisten en que poseen una declaración de la familia conforme obran bajo su absoluta responsabilidad. Ya conoces esta clase de declaraciones.

—Naturalmente. ¿Eso es todo?

—Es todo lo que había al respecto. Ahora dime qué condenada cosa estás haciendo tú.

—Preparar el reportaje más sensacional de la historia del mundo, viejo. Ya te llamaré.

—¡Condenación, espera y...!

Johnny colgó. Encendió otro cigarrillo, recostándose en la butaca.

La muchacha fue a sentarse sobre sus rodillas y le pasó los brazos por el cuello.

—¿Ocurre algo malo, Johnny?

—¿Dónde vive la familia de Corner Fry?

—¿Corner Fry...?

—¿No recuerdas quién era?

—Sí... un demente. Papá me habló de eso y yo misma le había conocido. Pero no tenía familia.

Johnny dio tal respingo que Nickie no aterrizó en el suelo de milagro.

—Aclaremos eso —gruñó el reportero—. Quizá no tenía familia aquí, en Farlington, pero podía tenerla en cualquier otra parte.

Ella sacudía la cabeza de un lado a otro.

—No, Johnny. Se demostró cuando fue detenido, examinado y juzgado... Nadie en absoluto.

El la besó distraídamente y sujetándola la levantó en vilo para incorporarse.

—He de ir al pueblo —dijo de pronto—. Ahora quizá las cosas empiecen a moverse.

—No pretenderás dejarme sola aquí.

—Puedes venir conmigo sí lo deseas, pero yo estaré de vuelta en cuanto haya hablado con el sheriff Clarke.

—Iré contigo —decidió Nickie—. Además, ese reportaje sí me corresponde a mí también. Recuerda nuestro trato.

—De acuerdo. Advertiré al profesor y nos marcharemos.

Rutherford estaba inclinado sobre unos croquis trazados con lápices de distintos colores y apenas si les prestó atención.

En cambio, Craven gruñó:

—Parece que ha disminuido su interés por escuchar los posibles mensajes que puedan llegar, Brennan...

—Mi interés sigue tan despierto como siempre, pero hay algo urgente que debo hacer en Farlington. Estaré de vuelta en una hora poco más o menos.

Muy bien. Aquí nos encontrará.

Craven se desentendió de ellos para inclinarse sobre el complicado trabajo.

Johnny condujo el coche hacia la carretera general. Los faros barrían las tinieblas al entrar en el bosque y hundirse bajo el túnel de verdor formado por los grandes árboles.

Nickie susurró:

—A pesar de todo, siento escalofríos al pasar por este sitio, Johnny.

—Tranquilízate. Estás conmigo, y con zarpa o sin ella esa cosa encajará tanto plomo si aparece, que no le quedarán ganas de gruñir en absoluto.

—¿Estás armado, es eso lo que quieres decir?

—Seguro. Y con una pistola que puede hacer filigranas sobre la piel de cualquier fiera... ¡Eh! ¿Qué diablos...?

Hundió el freno de tal modo que el coche pareció hundir el morro en el camino al pararse tan súbitamente. No obstante, las ruedas aún patinaron un trecho sobre la hojarasca.

La muchacha exclamó, sujetándose como pudo:

—¿Qué pasa, Johnny?

—Hay algo en el camino... tendido en el suelo.

—¡No bajes!

El ya había abierto la portezuela y tenía su enorme automática en la mano. A la luz de los faros de cruce, el bulto destacaba, siniestro, a un lado, medio hundido entre los matorrales que bordeaban la rústica carretera.

Brennan se apeó de un salto y quedó quieto, agazapado, escuchando con todos los sentidos alerta. Casi deseaba escuchar el gruñido de lo que fuera que merodeaba esa parte del bosque. Hubiera tenido al fin algo contra lo que vaciar el cargador del arma...

Sólo que no pudo oír más que el susurro del viento entre el ramaje y la agitada respiración de Nickie, tras él, aún sentada en el asiento del coche.

—¿Qué es, Johnny? —balbuceó la muchacha.

—Parece un hombre. No te muevas por si hay que salir de estampida.

Se apartó del auto hacia el oscuro bulto. Vio las piernas y los pies del hombre, calzados con zapatos ligeros. Las ropas estaban desgarradas y cuando estuvo más cerca vio que el cuerpo no estaba en mejores condiciones que las ropas. Horribles desgarraduras hendían sus carnes convirtiéndolo en un informe amasijo.

Conteniendo las náuseas, Johnny encendió el mechero e inclinándose trató de ver lo que quedaba del rostro.

Primero, sus ojos miraron como hipnotizados la espantosa herida del cuello, destrozado como el de Chris Edwards.

Luego le vio los restos de su cara y se quedó helado, con una profunda angustia impidiéndole casi respirar.

Retrocedió poco a poco, tambaleándose a su pesar. Apoyado contra la carrocería del coche encendió un cigarrillo para calmar su revuelto estómago.

Tras él, Nickie balbuceó:

—¿Está...?

—Igual que Chris.

—¡Dios del cielo! Debemos irnos de aquí volando, Johnny. Esa fiera puede volver.

—Espera...

—¿Por qué?

—Lo siento, pequeña mía... Ese cadáver es el de tu padre.

Ella dio tal grito que más pareció el aullido de una bestia herida de muerte.

Luego, piadosamente, se desmayó. Todo eso salió ganando.