CAPÍTULO XI
El castillo era una fortaleza medieval, construido de sólida piedra sobre el farallón rocoso que se erguía sobre los espesos bosques.
Era una fortaleza hosca, silenciosa y siniestra en la penumbra del amanecer, una mole impresionante, parte de la cual estaba casi en ruinas.
Pero toda el ala este se mantenía de pie, y daba la sensación de ser tan sólida como en los tiempos en que fue construida.
Los tres hombres y la muchacha se detuvieron en la resquebrajada explanada que en tiempos debió servir de patio de armas.
—Vaya un lugar siniestro —rezongó Lakatos.
—Confieso que el hecho de que usted nos acompañe, vestido de uniforme, me tranquiliza en parte —murmuró Carol, impresionada.
—Debe haber alguien aquí. Antes vivía un guardián, que cuidaba de la parte intacta del castillo. —Nograd se encasquetó más el gorro de piel y añadió—: Ahora, quizá se hayan producido cambios.
—Lo sabremos de inmediato.
Max avanzó hasta los peldaños de piedra, los subió y, alzando la enorme aldaba de bronce antiguo, llamó ruidosamente a la puerta.
Pasaron varios minutos, sin que sucediera nada. Repitió los estruendosos golpes, y al fin una voz bronca gruñó al otro lado.
La gran puerta giró, y el ser que apareció en ella estuvo a punto de provocar un chillido de espanto en Carol.
Era un tipo de dos metros de estatura como mínimo, con un cuello casi inexistente, un rostro que apenas parecía humano, y unos brazos enormemente largos.
Si había que buscar el eslabón perdido entre el hombre y el mono, allí estaba.
Lakatos, reaccionando, dijo bruscamente:
—Soy el comandante Lakatos, jefe de la Securitate local. Queremos entrar y registrar el castillo.
—¿Qué buscan?
La voz del cretinoide era profunda, ronca y baja. Max, que no apartaba de él la mirada, intentaba comprender qué se agitaba en lo más profundo de sus diminutos ojillos.
—Lo sabrás cuando lo encontremos —replicó Lakatos, avanzando y pasando junto al gigante.
Éste se apartó y, cuando hubieron entrado todos, cerró la puerta. Por un instante fugaz, sus ojos se clavaron en el cuerpo soberbio de Carol, y ésta notó un malestar casi físico.
—Estoy solo aquí —dijo, de pronto—. Siempre estoy solo. ¿Qué buscan ustedes?
—¿Oíste aullar a los lobos estas últimas noches? —le espetó Lakatos.
—Sí… Abajo, en los bosques.
—¿No se acercaron aquí en ningún momento?
—No… Ellos descienden al valle. Están hambrientos.
—Tal vez. Empezaremos por esta planta. Guíanos.
Renqueando, el gigante echó a andar. Sin una palabra, fue mostrándoles los aposentos enormes, casi desprovistos de muebles; los dormitorios inmensos, llenos de polvo y espantosamente fríos y húmedos…
Tardaron más de una hora en recorrer la planta baja del ala intacta del castillo.
Dos horas más tarde, habían reconocido los torreones y la planta superior, sin haber visto nada sospechoso.
Lakatos farfulló:
—Estas viejas fortalezas están llenas de pasadizos secretos, túneles y cavernas. ¿Cuántas hay aquí?
—Sólo la cripta, en el sótano.
—¿Cripta?
—Era donde enterraban a los dueños del castillo y sus familias. Pero jamás se ha abierto para nada. Sólo están los sepulcros.
Carol se estremeció.
Max dijo:
—Daremos un vistazo, no obstante. Guíenos.
Encogiéndose de hombros, el gigante les llevó hasta una escalera que se hundía en la tierra.
Descendieron por ella. Los peldaños estaban húmedos y resbaladizos.
Al final se encontraron en una pequeña plazoleta, excavada en la roca viva. En el fondo de ella había una pesada puerta de hierro enmohecido, cerrada con una enorme cerradura.
—Nunca ha sido abierta —dijo el guardián, inexpresivo.
Lakatos empujó su gorra de uniforme hacia atrás.
—Tal vez sea cierto —dijo—, y tal vez no. Fíjate en esos arañazos, granuja… Yo diría que no hace mucho tiempo que fueron hechos.
Señalaba unas profundas marcas dejadas en la capa de herrumbre que cubría la puerta en torno a la cerradura.
Max exclamó:
—¡Alguien intentó forzar esa puerta!
—¿Qué dices ahora, bellaco? —se exasperó Lakatos.
—Yo no sé… Nunca se ha abierto esa puerta.
—Entonces, ¿quién demonios crees tú que hizo esas señales?
Los enormes hombros del guardián se alzaron con indiferencia.
—No lo sé —murmuró.
Max, que continuaba vigilándole, le espetó, de pronto:
—¿Cómo te llamas?
—Kato…
—Muy bien, Kato. ¿De qué tienes miedo?
Todos acusaron un respingo de sorpresa. Pero el gigante no se alteró.
—Yo no tengo miedo, señor.
—No mientas. Lo veo en tus ojos tan claramente como si estuviera escrito en un libro.
No hubo respuesta alguna, pero la mirada del gigante se tornó más huidiza aún.
—Salgamos de aquí —dijo Lakatos.
—Han de existir otros sótanos —insistió Max—. Se construían siempre, en las fortalezas. Incluso algunos tenían salidas secretas al exterior. No creo que en ésta sea diferente.
El gigante no dijo una palabra, encaminándose a las escaleras.
Una vez arriba esperó, quieto como un gran simio.
Lakatos dijo:
—Iremos a las ruinas. Ya que estamos aquí, aprovecharemos el tiempo.
El gigante no se movió.
—¿No oíste lo que dije?
Kato parecía haberse encogido sobre sí mismo. Sacudió la cabeza.
—No hay nada allí… Sólo ruinas.
—Quiero comprobarlo.
Lakatos le empujó hacia la salida. El gigante titubeó. Luego, decidiéndose, echó a andar.
Las ruinas eran más siniestras, si cabe, que el resto de la fortaleza. Sólo algunos muros se mantenían en pie, semiderribados. La techumbre había desaparecido, y todo el recinto era un caos de grandes bloques de piedra.
Max gruñó:
—Así no adelantaremos nada. Hay que obligar a ese hombre a que nos muestre las entradas que pueda haber.
—¿Cómo, doctor, pegándole un tiro? —rezongó Lakatos.
No obstante, se encaró con el guardián y le soltó:
—O nos ayudas o te llevaré conmigo, detenido. Conocerás las cárceles por dentro, y te aseguro que no saldrás de ellas en muchos años. ¿Qué decides?
El gigante le miró con su rostro inexpresivo.
Entonces, en alguna parte, ahogado, les llegó el bronco gruñido de un lobo.
Nograd dio un salto hacia el borde de los derruidos muros.
Max levantó la escopeta, y con ella encañonó al guardián.
—¡Ese lobo está abajo…, en la tierra! ¿Todavía niegas que haya entradas secretas en estas ruinas?
Lakatos había llegado a una conclusión. Tenía un triunfo al alcance de la mano, un triunfo que le haría escalar puestos en la estima de los altos dirigentes del partido. No iba a dejarlo escapar porque un cretinoide como aquél quisiera estorbarle.
Así que volteó el brazo, y su enorme revólver retumbó contra la cabeza del guardián.
—¡Se acabaron los buenos modales, estúpido! —vociferó—. ¡La entrada, pronto!
El hombrón retrocedió a trompicones. Su espalda dio contra los cañones de la escopeta de Max, y se enderezó.
—Les llevaré —murmuró—. Pero no saldrán vivos de ahí…, ni yo tampoco.
—Veremos.
Sorteando los grandes montones de piedras, llegaron al extremo de un muro medio derruido. Allí crecían las hierbas, altas, abrigadas del viento helado. Junto a las hierbas, el gigante agarró un enorme pedrusco. Todo su cuerpo se tensó al levantar el gran peso y apartarlo a un lado.
Debajo apareció una trampilla de hierro.
La levantó también. Había unos escalones que se hundían en la oscuridad.
—Tú primero —ordenó Lakatos.
—Me matarán…
—¿Los lobos?
—No…, ellos.
—¿Quiénes son ellos?
—No tienen piedad.
Un empujón casi le arrojó escaleras abajo, así que descendió, seguido de todos los demás.
Allá abajo, la humedad penetraba hasta los huesos, rezumaba de las paredes graníticas, y cubría el suelo con una viscosa pátina resbaladiza.
Lakatos había agarrado el brazo del guía, y le hundía el cañón de su formidable «Tokarev» en las costillas.
—Si intentas cualquier cosa, te partiré por la mitad —le advirtió, ceñudo.
Avanzaron por un estrecho pasadizo. Después, el pasadizo se ensanchó y al final del mismo surgió una línea de luz.
Agarrada al brazo de Max, Carol susurró:
—¿Qué nuevo espanto nos aguarda ahora, querido?
—Nada de espanto. Se trata de seres humanos como nosotros. Ellos controlan los lobos, haciendo que siembren el terror.
El gigante se detuvo delante de un portón. Por el resquicio que quedaba entre éste y la pared, se filtraba la línea de luz.
Lakatos empujó la puerta, que chirrió. Entró, precedido por el gigante y su revólver.
—¡Que nadie se mueva!
Los tres hombres que había en la gran estancia les miraron, estupefactos. Los tres eran corpulentos, llevaban espesas barbas, y su piel era extremadamente pálida.
Nograd cacareó algo entre dientes, balanceando su escopeta.
El gigante se acurrucó junto a la pared. Lakatos dijo:
—¡Levanten las manos, aprisa!
Uno de ellos indagó:
—¿Qué clase de juego es éste, hombre?
Sin ninguna duda era extranjero, a juzgar por su manera de hablar. Lakatos enseñó los dientes en una mueca.
—Un juego que ha terminado ya para ustedes, sean quienes sean. ¡He dicho que levanten las manos!
Los tres se levantaron de las sillas que ocupaban más allá de una mesa cubierta de papeles, grandes hojas en las que se distinguían detallados mapas geográficos.
Dos de ellos elevaron sus brazos hacia arriba. El tercero inició también el gesto, pero se interrumpió a la mitad y, de un salto, se arrojó sobre el gran quinqué de petróleo, con la intención de apagarlo y tener así una oportunidad de escapar.
Lakatos ni siquiera titubeó. Apretó el gatillo, y el poderoso revólver tronó ensordecedoramente en aquellas profundidades.
El hombre recibió la bala de lleno. El feroz impacto le obligó a retorcerse en pleno salto, giró sobre sí mismo, y se estrelló al fin contra el quinqué.
Hubo un estallido de cristales, una llamarada y un grito, todo a la vez.
La llamarada envolvió el cuerpo del hombre muerto, prendiendo en sus ropas con extraordinaria rapidez, y convirtiéndolo en una horrible antorcha.
Los otros dos se precipitaron de cabeza hacia el fondo de la cueva.
Lakatos les gritó que se detuvieran. Aún estaba gritando cuando disparó otra vez, y uno de aquellos individuos rebotó contra la pared y se derrumbó aullando.
El tercero llegó al fondo, sin detenerse. Lakatos levantó el revólver otra vez… y entonces el fugitivo se esfumó como si se hubiera filtrado a través de las rocas.
—¡Maldito sea! —barbotó.
Max dijo:
—Ése aún vive…
Lakatos se arrodilló a su lado. Le hizo algunas preguntas, pero el hombre agonizaba, y no replicó.
—Morirá sin hablar, el maldito… Lo siento, señora, pero estoy muy nervioso.
Carol se mantenía aparte, dominando su miedo, pero aliviada, en el fondo, por el hecho de tener que habérselas con hombres normales y corrientes.
Inesperadamente, el herido rompió a hablar, pero no en rumano.
—¡Es yugoslavo! —Exclamó Lakatos—. Sigue… Te escucho. Comprendo tu idioma perfectamente…
A borbotones, el herido dejó fluir un raudal de palabras. Después, su cabeza se dobló y cayó a un lado.
—¡Condenación! Nunca pude imaginar nada igual —dijo Lakatos, asombrado—. Ese maldito… Bueno, ahora ya está muerto. Ese individuo ha confesado.
—¿De qué se trata?
—En esos mapas está la respuesta. Hay un gran yacimiento de uranio en estas montañas, que se interna en nuestro país, aunque empieza en el suyo, Yugoslavia. Ellos se infiltraron para sondear hasta dónde llegaba, con la misión de alejar a los habitantes de los valles por si, más adelante, en su explotación desde el otro lado de las montañas, decidían internarse en Rumanía por debajo de la tierra, vaciando así el yacimiento que corresponde a mi país… ¡Hay que cazar al otro, maldito sea!
Empujó al gigante hacia el fondo, por la oscura galería donde desapareciera el tercer infiltrado. Tras él, los otros le siguieron.
A medida que se internaban en la oscuridad, percibían el hedor animal más fuerte y penetrante.
—Los lobos —susurró Nograd.
El gigante se detuvo.
—Están allá abajo, en una gran cueva. Tiene una salida, por la que entran y salen cuando ellos quieren…
—El fugitivo debe haber huido por ella.
—No… No podría atravesar la cueva de los lobos. Hay un control…, desde donde manejan la compuerta y los animales…
—Llévanos allá, rápido.
Minutos más tarde, descubrieron la luz, más allá de un súbito recodo. Lakatos avanzó cautelosamente, seguido de Max.
Al atisbar por el recodo, descubrieron una sala de mediadas dimensiones. En ella, arrinconada, había una especie de mesa quirúrgica y una vitrina con instrumentos de cirugía.
En el muro opuesto, un panel metálico, lleno de controles, sobre el que se inclinaba el fugitivo.
Le vieron mover un dial, correr una palanca y luego echarse hacia atrás con un suspiro.
Lakatos gruñó:
—Muévase otra vez, y verá lo que pasa.
El hombre se volvió vivamente.
Les contempló con asombro. No concebía que le hubieran descubierto tan pronto.
Y entonces se echó a reír.
—Muy bien —dijo—, ustedes ganan…, de momento. Sólo que me pregunto de qué va a servirles, si jamás saldrán de aquí… vivos. Los lobos acaban de invadir este laberinto de cuevas y galerías. Ahora, ellos son los dueños y señores de las tinieblas.
Max avanzó con la pistola por delante.
—Los ha soltado mediante ese mecanismo, ¿eh?
—Así es. Y he dado la frecuencia más alta que ellos pueden tolerar. Eso les pondrá furiosos, y al primer tipo que tropiecen en su camino le harán trizas.
—Ya veo…
—Así que aquí se acaba el juego. Ninguno de ustedes tiene idea de cómo funciona este complicado mecanismo electrónico, de manera que todos perdemos en esta partida.
—Vigílele, Lakatos.
Max se inclinó sobre el tablero, fijándose en los controles, especialmente los que le viera manejar al extranjero.
—La palanca —dijo— debe accionar las puertas del encierro donde estaban los lobos. En cuanto el dial, apuesto que aumenta o disminuye la intensidad de las hondas que controlan a los lobos…
El yugoslavo pegó un salto. Lakatos le golpeó, sin contemplaciones, derribándole de espaldas.
Cuando Max se apartó del tablero, estaba sudando.
—Espero haber acertado —murmuró—, pero, por si no es así, usted irá delante de nosotros. Recibirá la primera caricia de sus amigos, los lobos.
Le quitó el cinturón, y con él le amarró las manos a la espalda.
Lakatos gruñó:
—Ahora guíenos hasta la salida, y sin dar rodeos innecesarios.
Refunfuñando, enfurecido, el extranjero les precedió por el estrecho corredor. El gigante, maravillado de encontrarse aún vivo, les seguía como un perro desorientado.
Carol, colgada del brazo de Max, musitó:
—Cuando salgamos de aquí, querido, juro que nunca más volveré a meterme bajo tierra, ni siquiera para tomar el Metro, en Londres…
De vez en cuando, lejano, sonaba el aullido de algún lobo, aunque en aquel laberinto profundo y extenso era imposible saber dónde estaban las fieras.
Al doblar un recodo, el yugoslavo pareció tropezar y dio un violento traspiés, cayendo a un costado.
—¡Vamos, levántese! —vociferó Lakatos, fastidiado.
No hubo respuesta, pero sí un apagado rumor de pies alejándose a todo correr.
—¡Condenación, escapa!
Se originó una violenta confusión cuando todos trataron de entrar en el invisible pasadizo por el que el yugoslavo se había hundido.
Carol lanzó un grito y cayó. El gigante les apartó de un empellón, y aprovechó para huir. Nograd corría ya, gritando, hacia su derecha.
Cuando Max levantó, al fin, a su esposa, gruñó:
—Nos hemos quedado solos, pequeña mía.
—Hemos de encontrar una salida…
—Y luz… Todo lo que yo tengo es una caja de fósforos.
Echaron a andar, confiando en la suerte.
Pero la suerte no les favoreció. No oyeron ni una voz durante un tiempo interminable, extraviados en aquel profundo dédalo de cavernas, túneles y galerías, algunos sin salida, y que les obligaban a retroceder sobre sus pasos.
—Tengo la impresión de que llevamos una eternidad caminando en círculos —musitó la muchacha, al fin, al borde del agotamiento.
Max encendió otra cerilla, y la levantó por encima de su cabeza.
La débil llamita alumbró un trozo de cueva, y una cavidad negra al final.
—Vamos hacia allí…
Se detuvieron en la entrada de la cavidad.
Max encendió de nuevo un fósforo, y lo alzó.
A su luz, las sombras que durante siglos debían haber velado a los muertos, se desvanecieron, mostrando el tétrico recinto.
Habían llegado a una vieja cripta.