CAPÍTULO IX
Como cada noche antes de acostarse, Max subió a ver al herido para comprobar su estado y los vendajes.
Bakony seguía formulándose amargos reproches, pero él le atajó, preguntándole:
—¿Qué clase de estudios geológicos realizaban ustedes, Bakony?
La pregunta le sorprendió.
—Lo siento, doctor… Prefiero no hablar de eso.
—¿Secreto de Estado?
—No bromee. Nuestro Gobierno no admite bromas, y usted debería saberlo, aunque viva en el extranjero.
—No quise ponerle a usted en ningún compromiso. Simplemente, siento curiosidad, eso es todo.
—No es buena la curiosidad en nuestro país, doctor.
—Está bien, olvídelo. Veamos esas vendas… Un poco flojas, pero están bien hasta que le cure mañana. ¿Necesita usted algo antes de que me retire?
—No, gracias, doctor.
Regresó junto a Carol, frente a la lumbre.
Nograd y Lakatos habían desaparecido.
La muchacha murmuró:
—Sé que no te gustará, Max, pero voy a pedirte que nos vayamos de aquí cuanto antes…
—Pero, querida…
—Tengo miedo.
—¿Qué tontería estás diciendo? Habíamos programado una estancia de dos semanas. Tienes que conocer las montañas, el castillo, los bosques… La nieve prematura que cayó ha retrasado todo esto, pero me gustaría mucho que…
—Tengo miedo, Max —repitió Carol en un susurro.
Él no replicó. Comprendía perfectamente el estado de ánimo de su esposa, pero también lamentaba que las cosas hubieran sucedido de semejante manera, estropeando lo que había soñado como unas vacaciones alegres y llenas de interés.
Ella musitó:
—¿Me comprendes, querido?
—Creo que sí.
La besó ligeramente en los labios y, recostándose en la silla, estiró sus largas piernas y suspiró con resignación.
—Nos marcharemos tan pronto se pueda transitar por el camino sin riesgos.
—Gracias, amor mío.
—No me las des. Jamás me perdonaría si, por mi culpa, se prolongara tu angustia.
Apenas volvieron a cambiar más palabras hasta que subieron a su habitación.
Lakatos ocupaba la de al lado, y le oyeron rebullir de un lado a otro, con sus pesadas botas.
Festivamente, Max comentó:
—Por lo menos, esta noche estaremos seguros con ese centinela ahí al lado. Lleva un revólver gigantesco, que hará huir a todos los espíritus de las tinieblas que… Lo siento, querida, no quise decir eso.
—Lo sé, no importa. ¿Está bien cerrada la ventana?
—Sí.
Max avivó un poco el fuego de la chimenea, mientras Carol se quitaba las ropas para enfundarse en su liviano camisón de dormir.
El médico encendió un cigarrillo valiéndose de una brasa. Su mente era un caos de absurdas elucubraciones, para ninguna de las cuales hallaba la explicación lógica que debía de existir en alguna parte.
—¿No te acuestas, cariño?
Se enderezó. Carol estaba en la cama, arrebujada entre las sábanas.
—Sí, claro…
Arrojó el cigarrillo y se quitó la chaqueta, colgándola de la antigua percha.
Oyó el viento rugiendo en el exterior, y se estremeció al recordar su terrible experiencia en el bosque.
Estaba a punto de meterse en la cama, cuando oyó algo más.
Se quedó rígido, escuchando.
En el lecho, Carol se enderezó.
—¿Qué sucede, Max?
—¡Silencio!
Se aproximó cautelosamente a la ventana, y aplicó el oído a los postigos de madera.
No se oía más que el viento.
Siguió allí, conteniendo el aliento, y preguntándose si él también empezaría a tener alucinaciones.
Silenciosamente, Carol se levantó, envolviéndose en la bata y reuniéndose con él. Max le rodeó la cintura con su brazo y musitó:
—Debo haberme equivocado…
Ella se limitó a apretarse más contra su cuerpo.
Entonces, nítidamente, oyeron el leve roce en los cristales. Carol se mordió los labios para no gritar.
Max se irguió, retrocediendo y llevando a la muchacha casi en volandas.
—¡Quieta, pequeña, no te muevas de aquí!
La dejó junto al fuego. Él saltó hacia donde dejara sus ropas, y empuñó la pistola. Descorrió el seguro, y regresó junto a la ventana.
Hubo un seco chasquido, inconfundible. Los batientes exteriores acababan de abrirse.
El viento hizo estremecer los postigos de madera, al azotarlos ahora sin trabas.
Max levantó la pistola. Su dedo casi le dolía, al mantenerlo rígido sobre el gatillo.
En aquel instante, unos golpes en la puerta casi le hicieron saltar hasta el techo.
La voz de Lakatos, queda, indagó:
—¿Se han acostado ya, Domn Bihar?
—¡Abre la puerta!
Carol corrió para franquear la entrada del obeso visitante, mientras Max descorría frenéticamente los cerrojos de la ventana, abriéndolos de golpe.
El viento helado le empujó furiosamente, arremolinándose dentro de la habitación.
Él asomó la cabeza, luchando contra el ventarrón.
En la calle, allá abajo, una sombra negra y flotante desaparecía rápidamente en la distancia.
—¿Quiere pillar una pulmonía, doctor?
Lakatos se asomó a su lado.
—Huyó por allí —dijo Max.
—¿Quién?
—No lo sé. Era, apenas, una sombra escurridiza.
—Bueno, cierre primero. Ya me lo contará después.
Al cerrar los batientes exteriores, examinó el cierre. No mostraba ninguna señal de violencia.
Atrancó de nuevo la ventana, y se volvió. La habitación se había enfriado de manera terrible, con el viento, y se sorprendió temblando.
Añadió leña al fuego, avivando las llamas. Tras él, Lakatos dijo:
—Bueno, ¿puede decirme ahora qué ha sucedido?
—Maldito si lo sé. Oí un ruido al otro lado de la ventana. Después, alguien abrió los batientes. Entonces llegó usted.
—Vamos, vamos… ¿Quién pudo llegar hasta esa ventana, a cinco o seis metros del suelo, sin una escalera?
—Me gustaría mucho saberlo, desde luego.
Las llamas se alzaron, esparciendo un agradable calor por toda la estancia.
Lakatos murmuró:
—Debe existir una explicación lógica para eso también…
—Seguro. Quizá el pasador estuviera descorrido, y el viento, al agitar los batientes, los abrió. Pero ¿y la sombra que he visto alejarse calle abajo?
—De eso no puede estar seguro.
Carol dijo con voz ahogada:
—¡El hombre de la capa, Max!
—¿Quién?
—Lo vi anoche, ¿no recuerdas? Te lo conté… Tenía el rostro blanco, y los ojos… ¡Oh, Dios, nunca lo olvidaré!
Lakatos hizo que le explicara lo sucedido, y después gruñó:
—¡Un hombre con una capa! ¿Se lo imagina? Nada más absurdo en una noche helada en la que sopla un ventarrón de mil diablos. El viento le arrebataría la capa, o le arrastraría con ella… ¿Está segura de no haberlo soñado, Domnisoara Bihar?
—¡No, no!
Max dijo:
—La figura que he visto esta noche bien pudo ser la misma… Informe…, tan informe como si estuviera envuelta en una gran capa.
Lakatos sacudió la cabeza.
—Encontraremos una explicación, no se preocupe…
Se interrumpió al oír el agudo aullido de un lobo.
Los tres se quedaron suspensos, rígidos.
El aullido se repitió, cercano, agudo, amenazador.
Luego, cuando Max se disponía a hacer un comentario, el aullido fue coreado por una sucesión de otros muchos, que estremecieron la noche con la misma furia que el viento.
—¡La manada! —masculló—. Y cerca del pueblo…
—¡Tan cerca, que deben estar en la mismísima calle! —exclamó Lakatos.
—Bueno, ahí tiene usted otro misterio. Si están tan hambrientos como para entrar en el pueblo, ¿por qué no devoraron a su víctima cuando la tenían a su alcance, indefensa? Y lo que también me sorprende, ¿por qué no nos atacaron a Nograd y a mí en la cueva?
—Imagino que la gente asegurará puertas y ventanas, y no asomarán la nariz ni siquiera por una rendija…
Max, ceñudo, masculló:
—Tal como usted dijo, hay una explicación lógica. Todo consiste en encontrarla.
—¿Y qué sacamos con eso?
—Abajo quedaron las escopetas. ¿Quiere usted salir conmigo?
Carol lanzó un grito de espanto.
Lakatos se frotó su abultada papada, sin ningún entusiasmo.
—¿Qué se propone?
—Cazar una de esas fieras.
—¿Y…?
—Ver cómo reaccionan los otros. Deben estar terriblemente hambrientos esta noche para haberse acercado a un lugar habitado.
—Bueno…
—Lógicamente, o nos atacarán a nosotros, cuando aparezcamos, o se lanzarán sobre su compañero muerto para devorarlo.
—Me parece un riesgo inútil, sólo para proporcionar un festín a esas bestias.
—¡No lo hagas, Max! —suplicó Carol.
—No podemos continuar indefinidamente con esta zozobra. ¿Qué decide usted, Gradat Lakatos?
—Muy bien, podemos intentarlo.
Carol ahogó un quejido.
Max le sonrió.
—No sucederá nada, querida… Acuéstate y espérame. Y no te asustes cuando oigas retumbar las escopetas.
Ella asintió, desfallecida.
Los dos hombres descendieron a la planta baja, después que Max se hubo vestido.
Tomaron las escopetas y los cartuchos. Lakatos comprobó la suya y gruñó:
—Se me ocurre que tiene usted alguna idea concreta entre ceja y ceja, doctor…
—La tengo.
—¿Respecto a lo que está ocurriendo?
—Sólo sobre los lobos.
—Espero que me hará usted partícipe de ella, ya que estamos juntos en esta expedición.
—Se lo diré… cuando tengamos un par de esas bestias tumbadas sobre la nieve.
Lakatos abrió la puerta y, al instante, el viento les envolvió.
La desierta calle, oscura y tétrica, era como un negro tajo abierto en la noche.
Max cerró la puerta tras sí y escuchó.
Otra vez un lobo aulló. Un grito lúgubre, en medio del siniestro lamento del ventarrón.
—Sígame —murmuró Lakatos, echando a andar apresuradamente.
Uno tras otro, pegados a las paredes de las casas, recorrieron toda la calle, doblaron al final y se encontraron fuera de la aldea.
—¡Allí están, doctor!
El viento levantaba el polvo de nieve, arremolinándolo a media altura. Parecía una blanca sábana de niebla que se elevara de la tierra helada.
Entre esa niebla parecían flotar las pupilas salvajes de los lobos. Sus formas, más oscuras, quedaban exterminadas, sin contorno preciso, pero tangibles y amenazadoras, a pesar de todo.
Los dos hombres se habían detenido. Lakatos murmuró:
—Debemos cuidar de no quedar cercados.
—¿Disparamos ya?
—Espere…
Lakatos adelantó unos pasos. Los lobos empezaron a moverse cautelosamente, acercándose, desparramándose como una marea gris.
—Veinte o treinta, por lo menos —gruñó Max.
—¡Preparado, doctor!
Alzaron las escopetas. Max eligió uno de los animales, y apuntó.
—¡Ahora!
Las dos armas retumbaron a la vez.
En medio del fragor de los disparos, se alzó un coro de aullidos. Los lobos iniciaron el cerco de los dos hombres, como si el estruendo de las armas les importara tanto como el viento.
Lakatos farfulló:
—¡Tenía usted razón, no se asustan de los disparos!
—¡Hay que detenerles antes que nos rodeen…!
Las dos escopetas retumbaron una y otra vez, frenéticamente, con el tiempo justo entre disparo y disparo para cargar y apretar los gatillos.
Veían voltear los animales alcanzados, derrumbarse sobre la nieve y quedarse quietos allí, sin que eso detuviera a los demás.
—¡Retrocedamos, doctor, o nos saltarán encima por la espalda!
Echaron a correr hacia el pueblo. Tras ellos, la manada emitió un concierto de aullidos furiosos, y emprendió la persecución.
Max se detuvo en el quicio de un portal, jadeando.
—¡Ahí vienen! —exclamó.
—Bueno, tendrán que entrar en la calle para acercarse a nosotros… y tenemos cartuchos suficientes. Dispara usted muy bien, doctor Bihar.
—Soy un apasionado de la caza.
—No será de una caza como ésta… ¡Ya los tenemos encima!
Las primeras bestias hicieron su aparición en la embocadura de la calleja. Comenzaron a disparar sin tregua.
Entonces, los lobos se esfumaron.
Lakatos dio un brinco.
—¿Lo vio usted, doctor?
—¿Qué?
—Se fueron.
—Seguro…
—Pero nos dejaron a sus camaradas, supongo.
Avanzaron en la oscuridad.
Sobre la nieve helada yacían dos oscuras y peludas formas, en la entrada del callejón.
—Bueno, ya tenemos dos por lo menos. Vayamos a ver si también han abandonado a los otros.
No encontraron ninguno de los lobos que cayeran en las afueras. Había sangre en la nieve, y las claras huellas del lugar donde habían caído los pesados cuerpos, pero ni el menor rastro de éstos.
Lakatos se estremeció.
—Es absurdo, irreal —masculló entre dientes—. Actúan como si tuvieran inteligencia humana…
—Quizá la tengan.
—¿Se ha vuelto loco usted también?
—Se llevan a sus muertos, Gradat Lakatos. Y no se los llevan para devorarlos en paz, Si fuera ésa su intención, se darían el gran festín en el mismo lugar donde cayeron. Entonces, ¿por qué se los llevan?
—No soy un experto en cuestiones de lobos salvajes, así que no espere una respuesta a esa pregunta.
—Pero nos dejaron dos —añadió Max, con voz sorda—. Ese olvido puede costarles muy caro.
—Ahora es cuando creo que ha perdido usted el juicio…
Volvieron sobre sus pasos hasta donde yacían las dos bestias muertas.
—Hay que llevarlos a la posada… Imagino que los viejos dueños me arrojarán a puntapiés después de esto, pero necesito un sitio donde examinar a esos animales.
Arrastrándolos, recorrieron la distancia hasta la pequeña posada. Los lobos pesaban enormemente.
Lakatos comentó:
—¿Se ha fijado usted en el modo de ser de estas gentes? Han oído el estrépito de las escopetas, los aullidos de los lobos, y ni uno solo asomó la nariz.
—No puede reprocharles. Llevan sobre sus espaldas la carga de las supersticiones y los terrores de infinitas generaciones.
—Bueno, ¿qué se propone usted ahora, doctor?
—Si me ayuda, lo comprobará personalmente. Puedo estar equivocado, por supuesto. Pero, si acierto, va a llevarse usted tal sorpresa, que necesitará pellizcarse para estar seguro de estar despierto…
Había luz en las ventanas de la posada.
También había alguien más esperándoles fuera.
El viejo Nograd, envuelto en una manta, aterido de frío y mascullando maldiciones.
—Me he cansado de llamar, sin que nadie haya acudido a abrir, ¡maldita sea!
—¿Por qué vino usted, abuelo?
—Por mi escopeta, desde luego. ¿Qué creía? Pero veo que he llegado tarde. Hicieron una buena cacería, ¿eh? —Cacareó—. ¿Qué piensa hacer con esas bestias del infierno, doctor?
—La autopsia.
El vejete pegó tal salto que, por poco, no se cayó de espaldas.
Lakatos se quedó mudo de estupor.
Max abrió la puerta, y los tres penetraron en el caldeado interior, arrastrando las dos pesadas bestias.
—Voy a llamar al posadero —decidió Max—. Necesito un lugar donde trabajar.
—Hay un patio atrás, con un granero cerrado —anunció el viejo Nograd.
—Entonces, llévelos allí. He de tranquilizar a mi esposa, o empezará a alborotar.
—¡Ya puedes estar seguro de que lo haré!
La muchacha había aparecido arriba, en la escalera, arrebujándose en su bata. Max subió a su encuentro.
—Vuelve a la habitación y trata de dormir un poco. Yo tengo algo que hacer esta noche.
—¿Piensas salir otra vez?
—Desde luego que no.
Ella titubeó. Luego, decidiéndose, asintió. Él la besó fugazmente, y regresó junto a Lakatos.
—Bien, Gradat Lakatos… Pasemos al quirófano, ¿sí?
Los dos hombres se fueron detrás del viejo Nograd y sus dos fieras muertas.