CAPÍTULO IV
El hombre recobró el conocimiento cuando los albores de la amanecida rompían en pedazos la negra noche.
Su único ojo giró alrededor, asombrado, alucinante.
Tropezó primero con la pequeña luz encendida sobre la mesa del dormitorio. Después descubrió a Max, y parpadeó por primera vez…
Su cabeza estaba envuelta en vendajes, lo mismo que todo su cuerpo. Max sabía cuánto debía dolerle.
Se acercó al lecho, y sonrió.
—¿Cómo se siente?
—¿Quién…?
—Me llamo Max Bihar. Soy médico.
—¿Y…, y ella?
—¿A quién se refiere?
—Mage…
—Usted llegó solo, anoche. ¿Quiere decir que había una mujer con usted, cuando le atacaron los lobos?
—No, no… ¡Los lobos!
Un chispazo de terror incendió su ojo inyectado de sangre.
—¿No le atacaron a usted?
—Sí, sí…, por lo menos había veinticinco o treinta…
—Cálmese.
—Bestias enormes…, grises…
—Necesita descanso. Ya lo contará todo, cuando se halle más repuesto.
El hombre jadeaba. Un gruñido sordo parecía retumbar en el fondo de su pecho. Max arrugó el ceño porque aquel síntoma no le gustaba en absoluto.
—Me rodearon…, malditos… Pero Mage debía…, debía estar en el bosque…
—Entonces, quizá se salvó.
—Sí, tal vez…
—¿Cómo huyó usted de los lobos?
Aquel ojo alucinante se clavó en él, con extraña fijeza.
—Yo no huí…, estaba caído. Recuerdo que clavaban sus colmillos en mi cuerpo…, iban a devorarme… ¡Oh, Dios! Veía sus fauces…, goteando sangre…
Se estremeció. Max estuvo a punto de recomendarle que lo olvidase todo y descansara, pero su inmensa curiosidad pudo más y esperó.
El desconocido añadió:
—Iban a devorarme…, yo estaba vencido, y ellos habían probado mi sangre…, y entonces dieron media vuelta y se fueron.
—Eso, amigo mío, debió soñarlo. Los lobos nunca abandonarían una presa, en esas condiciones.
—Lo recuerdo… perfectamente…, desaparecieron en la oscuridad.
Max meneó la cabeza, incrédulo, y no replicó. Después de todo, su paciente necesitaba descanso.
—Ahora, trate de dormir —dijo—. Aquí está a salvo.
—Pero Mage…, hay que encontrarla…
—¿Por dónde se extravió?
—En los bosques… de…, de Szalasky.
Max dio un respingo.
—¿Cerca del castillo?
—No…, abajo, en los bosques.
—Está bien, trataré de que la busquen. Ahora, intente dormir.
Apagó la luz, y salió de la rústica habitación.
Carol dormía, con un sueño profundo y tranquilo. Ni siquiera las pesadillas habían podido turbarlo.
Procurando no despertarla, Max la besó suavemente y descendió a la planta baja.
Fuera, había cesado de nevar, las nubes se rasgaban, y un sol pálido y sin fuerza asomaba por las rasgaduras, alumbrando un paisaje blanco, gélido, triste y deprimente.
* * *
Habían llegado uno tras otro, primero temerosos, cohibidos por la presencia de Max y su joven y bellísima esposa, hablando en voz baja, preguntando, aventurando insospechadas teorías sobre el herido.
Alrededor del mediodía había en la casa no menos de quince vecinos de la aldea, todos con edades avanzadas.
Querían ver al herido, comprobar si era alguien conocido o no, saber si era cierto que estaba destrozado por los lobos, inquirir detalles, como impulsados por una insaciable morbosidad.
Sólo que sus motivos no obedecían a morbosidad alguna, sino más bien al temor ancestral que les había acompañado a lo largo de toda su vida.
Max estaba asombrado, obligado a contar una y otra vez el estado en que se hallaba la víctima de los lobos, ya que había prohibido que nadie subiera a la habitación, turbando el descanso de aquel hombre.
Cuando terminaba su explicación, invariablemente, el interlocutor sentenciaba:
—No hay lobos en esta región, señor.
Había acabado por no discutir. Se limitaba a hacer un relato breve y conciso, y eso era todo.
Luego, a primeras horas de la tarde, un viejo despavorido hizo su aparición en la aldea, sembrando la alarma y el desconcierto.
Desde una ventana, Max vio cómo el recién llegado hablaba, expresándose con grandes gestos, reuniendo a su alrededor un nutrido grupo de oyentes.
Se dirigió a la puerta, y salió, hundiéndose en la nieve.
—¡Juro que la he visto! —jadeaba el hombrecillo.
Llevaba una pesada zamarra de piel de oveja y un gorro lanudo que le tapaba la cabeza hasta las cejas.
Max captó el atemorizado silencio de quienes le escuchaban.
Entonces preguntó:
—¿Qué es lo que vio, abuelo?
El viejo clavó en él unos ojos en los que latía el miedo.
—¡Una mujer, señor! —balbució.
Al instante, Max pensó en la que mencionara el herido…
—¿Dónde, cómo estaba?
—Muerta, desde luego. En el bosque, al pie de un árbol.
—¿La conocía usted?
—No, era forastera…
—Mage —musitó.
—¿Qué dice, doctor?
—El hombre que llegó herido habló de una mujer, amiga suya. Al parecer, anduvo buscándola por los bosques. Quizá se trate de la misma.
El silencio que siguió a sus palabras hubiera podido cortarse con un cuchillo.
Él miró los rostros ceñudos, atemorizados, de los viejos campesinos y gruñó:
—Bueno, ¿qué pasa, he dicho algo inconveniente?
—No, doctor…, es sólo la manera cómo murió esa mujer —dijo alguien.
—¿Cómo murió?
—Yo se lo diré —murmuró el viejo pastor que había realizado el descubrimiento—. No tiene ni una gota de sangre en el cuerpo.
El joven médico dio un respingo.
—¡Ya salió! La vieja superstición del vampirismo. ¿No se han dado cuenta todavía de que estamos en el siglo veinte?
—Yo sólo le digo lo que vi. No tiene ni una gota de sangre…, y en cambio, hay dos pequeñas heridas en su cuello.
—Pamplinas. ¿Dónde está esa mujer?
—En el bosque…
—¿En qué lugar del bosque? No podemos dejarla allí, expuesta a que los lobos despedacen el cadáver.
—Nunca han habido lobos en esta región.
—Empiezo a cansarme de oír semejante cantinela. Si no fueron una manada de lobos, ¿quién despedazó al hombre que llegó anoche?
Hubo un general encogerse de hombros, pero ninguna respuesta.
—La mujer está a corta distancia del camino, sobre el lugar conocido por La Roca.
—Iremos a buscarla —decidió Max.
—¿Quiénes?
—Cualquiera. Dos o tres hombres bastarán.
Nadie mostró el menor deseo de salir voluntario.
Él los miró, uno a uno. No había nada en aquellos rostros curtidos, arrugados y sombríos.
—¿Es que nadie quiere ir a buscarla?
Tampoco obtuvo respuesta.
Lanzó un gruñido de disgusto, y se dirigió a la posada.
El grupo se disgregó, pero la noticia del hallazgo macabro y diabólico corrió como un reguero de pólvora.
Carol musitó:
—Lo he oído todo, desde la ventana, Max. ¿De veras piensas aventurarte en los bosques?
—Hay que traer el cuerpo de esa desgraciada. Es inhumano dejarlo abandonado, a merced de esa manada de lobos que merodean por las cercanías.
—No puedes ir tú solo, querido.
—No, yo desconozco estos parajes. Alguien deberá guiarme, pero me pregunto si todo el mundo tendrá tanto miedo.
Desde un rincón, una voz gruñó:
—Todos lo tienen, doctor.
Éste se volvió.
Había un vejete sentado ante la mesa más apartada, bebiendo vino y chupando una pipa apagada de gran cazoleta.
Sonrió, mostrando una boca en la que bailoteaban un par de dientes no muy seguros.
—Dije que todos tienen miedo, doctor —repitió con su voz cascada—, y usted también debería tenerlo, si atesorase la experiencia de toda esa gente.
—¿Quiere burlarse de mí? Temer a las supersticiones es una estupidez. Y ahora que se me ocurre, usted no parece tomarse la cosa muy seriamente…
De nuevo, el viejo dejó escapar una risita.
—Verá usted —dijo—, la experiencia me aconseja desentenderme de todo lo que no comprendo. Es más seguro, ¿entiende? Pero tengo dentro un gusanillo, que rebosa curiosidad. Yo le guiaré hasta ese lugar… La Roca.
—Menos mal que encuentro a alguien con sentido común.
—No, doctor. Si yo tuviera sentido común, ahora me encerraría en mi casa, pondría una ristra de ajos en cada ventana y una cruz de plata en cada puerta, y esperaría los acontecimientos. Pero ya le dije que el gusanillo de mi insaciable curiosidad es más fuerte que la prudencia…
Max sonrió. Carol le miró con creciente inquietud.
La muchacha musitó:
—No comprendo por qué debes ser tú quien se arriesgue, amor mío.
—¿Qué riesgo voy a correr? Los lobos se mantendrán a distancia, durante el día. Además, no pienso ir desarmado. Alguien debe tener una escopeta de caza en la aldea.
El viejo gruñó:
—Yo tengo una, pero ya puede jurar que no se la prestaré a usted.
—¿Por qué no?
—¡Je, je! Porque voy a ir tan agarrado a ella, que se asombrará de lo bien que nos entendemos ella y yo.
—Bueno, algún otro tendrá un arma, ¿no?
—Yo me ocuparé de eso, doctor. Le conseguiré una buena escopeta… Volveré dentro de quince minutos.
Se levantó. Era alto y delgado, y a pesar de sus años, parecía ágil y fuerte. Caminó cachazudamente hacia la puerta y desapareció.
Carol musitó:
—Tengo miedo, Max.
—¿De qué, de la manada de lobos?
—No puedo decir de qué tengo miedo, pero es algo que está en el ambiente…, como una fuerza maligna que flotara en el aire, en la atmósfera…, una presencia amenazadora, tal vez.
—Cariño, recuerda que sólo esas gentes viejas, apegadas a sus tradiciones, son capaces de creer en fantasmas, vampiros y otro centenar de monstruos, creados por su imaginación.
—De cualquier modo, un hombre estuvo a punto de morir, y una mujer está muerta en el bosque, Max. Eso no es obra de fantasmas.
—Ciertamente. El hombre fue atacado por una manada de lobos. Y la mujer no sabemos aún cómo murió. Pudo extraviarse y perecer de frío. No lo sabremos hasta que podamos examinarla.
La muchacha no insistió. Sabía que nada haría desistir a Max de su determinación.
—Voy a dar un vistazo al herido, antes de irme…
El médico subió a la habitación, y comprobó que el hombre descansaba, aunque sumido en un letargo inquieto. Su rostro era tan blanco como la sábana, a causa de la debilidad y la enorme pérdida de sangre.
Pero si continuaba reposando, quizá aún pudiera reponerse, aunque quedase con el rostro espantosamente desfigurado, y todo el cuerpo sembrado de horrorosas cicatrices.
Max corrió la cortinilla de rafia que cubría la ventana, y retrocedió, entrando en su propio aposento.
Abrió la maleta grande, revolvió entre las ropas, y al fin encontró lo que buscaba.
Sacó una pistola automática, y comprobó que estuviera cargada. Era una «Beretta» pesada y segura. La guardó en el bolsillo trasero del pantalón, se ciñó la chaqueta y, embutiéndose en un pesado abrigo con cuello de piel, descendió de nuevo a la planta baja.
Carol le aguardaba junto al fuego.
—Estaremos de vuelta antes de lo que imaginas —prometió—, y no nos sucederá nada, querida.
—Ojalá no te equivoques.
Él la besó en los labios, al sentarse junto a ella.
Tras ellos, la voz cascada del viejo se dejó oír:
—Doctor, ésta es una ocupación más agradable que caminar por la nieve…
Max se volvió, con un respingo. El viejo tenía una expresión burlona en la cara. Se le antojó un viejo fauno libidinoso, pero sus ojillos rezumaban ironía y bondad, y eso dominó el resto de su primera impresión.
El viejo le alargó una pesada escopeta de dos cañones.
—Tenga cuidado, está cargada con postas de cazar lobos. Y aquí tengo un puñado de cartuchos para usted también…
Le entregó una caja de cartón. Max repartió los cartuchos en los bolsillos del abrigo y gruñó:
—¿Cómo he de llamarle, abuelo?
—Todos me llaman Nograd.
—¿Quiere decir que no es ése su nombre?
—Yo mismo casi olvidé cómo me llamo, en realidad. Pero la casa donde he vivido casi toda mi vida es la casa de los Nograd, así que con Nograd me he quedado.
Max le observó con redoblada curiosidad. Sonrió, despidiéndose de su joven esposa, y los dos hombres salieron al exterior.
La nieve estaba blanda, pero el viejo vaticinó:
—Esta noche se helará. Por la mañana, quien se atreva a salir, lo hará patinando o rompiéndose la crisma… ¿Vamos, doctor?
—Sí, Nograd, no perdamos más tiempo. ¿Queda muy lejos ese lugar?
—¿La Roca? Bastante…, no podemos entretenernos mucho, si hemos de estar de vuelta antes de la noche.
—Andando, entonces.
Echaron a andar por la empinada calle, hacia los oscuros bosques que se desparramaban por las montañas, al fondo del paisaje. Sobre los bosques, irguiéndose en la cúspide de un impresionante farallón de roca viva, se distinguía confusamente el viejo castillo medieval de los antiguos señores del lugar, los Szalasky.
Al doblar un recodo del sendero cubierto de nieve, dejaron de ver la aldea, con sus viejos y oscuros tejados.
A Max se le antojó aquélla una extraña soledad.