CAPÍTULO VIII
El hombre que llegó, mediada la tarde del día siguiente, tendría sus buenos cincuenta años, era rechoncho y pesado, con un rostro rubicundo y unos ojos maliciosos, que se movían continuamente de un lado a otro. Ni siquiera el uniforme lograba que su aspecto resultara marcial.
Era el jefe de la Securitate para toda la extensa región montañosa, el hombre llamado Lakatos, de quien hablara el viejo Nograd.
Lakatos podría tener sus defectos, pero sabía escuchar con atención sin despegar los labios, concentrado de tal manera que casi parecía adormilado.
Cuando Max terminó su relato, sacudió la cabeza.
—Han sucedido cosas extrañas, de un tiempo a esta parte. La gente afirma haber visto increíbles apariciones, durante las largas noches —calló para recobrar el aliento. Respiraba como un fuelle asmático. Luego, añadió—: Naturalmente que son sólo patrañas, fruto de la incultura de la generación vieja.
Nograd, desde su rincón en la posada, abrió la boca, disponiéndose a replicar, pero lo pensó mejor y siguió chupando su pipa.
Max dijo:
—En eso estamos de acuerdo, pero tenemos un cadáver muerto en extrañas circunstancias, y a un hombre atacado por una manada de lobos.
—¿Qué quiere decir usted concretamente, Domn Bihar?
—Todo lo que se me ocurre es que «algo» mató a esa mujer, y que el comportamiento de esa manada de lobos no es lógico. Tenían a su presa vencida, con horribles heridas y sangre por todas partes, y le dejaron de repente, a pesar de que se supone que los lobos, en esta época, están hambrientos y desesperados, razón por la cual descienden de las cumbres.
—Algo debió asustarlos.
—¿Qué?
—No lo sé, yo no estaba allí, Domn Bihar.
—Yo vi esos lobos también. Nos cercaron, y conseguimos matar a dos de ellos, por lo menos. No les asustó el estampido de las escopetas. Después, se largaron llevándose los cuerpos de los lobos muertos. Entiéndame…, nos cercaron en la cueva, no se asustaron de los disparos, y al fin se fueron, sin intentar atacarnos.
—Usted ha escuchado las historias de todos esos patanes. Los lobos obedecen fielmente a los vampiros, son sus más fieles aliados, y otras patrañas semejantes. Porque ahora me va a decir usted que los lobos que vio obedecían a un poder superior, invisible o algo así.
Max se encogió de hombros.
—Yo no dije eso.
—Usted es médico, en Inglaterra. Su mente está cultivada, no es como la de los lugareños, Dígame sinceramente, ¿cree que un poder extra-natural domina a esos lobos que vio?
—Los fenómenos extra-naturales no son mi fuerte. Lo único que afirmo es que el comportamiento de esas bestias me pareció muy extraño.
Lakatos suspiró. Sus ojillos se posaron, una vez más, en la hermosa Carol, para desviarse de nuevo hacia el doctor.
—Estas cosas me costarán el cargo —se lamentó, de pronto, estremeciéndose—. La gente habla de vampiros, de aparecidos, de lobos en manada, cuando todo el mundo sabe que en esta región jamás han existido lobos. ¿Qué puedo yo hacer para acabar con todas esas patrañas?
No obtuvo respuesta alguna, y prosiguió:
—Ese maldito vampiro le ha dado por aparecer desde hace algún tiempo, por lo menos eso aseguran los montañeses, y todos quieren que yo acabe con la pesadilla. Sin embargo, la ley dice lisa y claramente que los vampiros no existen, que son supersticiones estúpidas. Yo soy el representante de la ley, así que las muertes misteriosas tienen un origen real y tangible, una explicación lógica, y todo lo que hay que hacer es encontrarla. ¿Me ha comprendido usted, doctor?
—Creo que sí.
—¿Puedo hablar ahora con el hombre herido?
—Por supuesto.
Se levantaron, pero entonces, desde su rincón, Nograd cacareó:
—También debería ver el cuerpo de la mujer, Gradat Lakatos.
—¿Dónde la tienen?
—Por aquí.
Max le guió hasta el pequeño y desnudo cuarto donde reposaba el cadáver de la mujer llamada Mage.
El obeso personaje se detuvo junto al cuerpo, y lo miró con el ceño fruncido.
—¿No tiene heridas?
Max dijo:
—Sólo esas dos escoriaciones en el cuello…
—Muy curiosas, ¿no le parece, doctor?
—Eso no es decir nada.
—Pero le diré algo más…, es el tercer cadáver semejante que veo en poco tiempo. Los otros dos aparecieron en la comarca de Borna, y causaron un gran revuelo. La gente quería clavarles una estaca en el corazón, y todas esas cosas —soltó un seco juramento, y añadió con la misma voz—: El médico hizo algo más que clavarles una estaca. Casi los descuartizó para realizar la autopsia.
—¿Y qué encontró?
—Nada.
—Por lo menos, averiguaría las causas de la muerte.
—Oh, sí, claro. Murieron a causa de perder la sangre…, toda su sangre.
Max se estremeció.
—Veamos ahora a su herido, doctor. A propósito, ¿cuánto tiempo lleva muerta esta mujer?
—Dos días, por lo menos.
—Con sus noches.
—Claro.
—Debe ser a causa de la helada temperatura, pero cualquiera diría que está dormida…
Echó a andar hacia la puerta, seguido de Max, en los oídos del cual seguían zumbando las últimas palabras de su acompañante.
Bakony ladeó la cabeza, al oírles entrar. Su único ojo escrutó a los dos hombres con hipnótica fijeza.
También Lakatos le examinó a él, lo poco que había que ver de él en realidad, porque el ojo y la boca eran lo único que quedaba al descubierto.
—Domn Bihar me ha contado su aventura con los lobos —dijo Lakatos abruptamente—. ¿Qué cree usted que pudo asustarlos?
—No lo sé…, yo estaba en el suelo, medio hundido en la nieve, desangrándome y medio muerto. Todo lo que vi fue que, de pronto, daban media vuelta y desaparecían.
—¿No le parece un comportamiento absurdo, tratándose de una manada de lobos hambrientos?
—Me he formulado esa pregunta yo mismo, mil veces. No encuentro ninguna respuesta.
—Espero que sí tenga respuesta para la que voy a hacerle ahora. ¿Qué estaba usted haciendo en semejantes lugares, en plena nevada?
Bakony suspiró.
—Buscaba a la pobre Mage.
—¿A la mujer muerta?
—Sí…
—¿Y qué estaban haciendo usted y la mujer, en esos parajes?
—Teníamos el campamento al este de la montaña. Ella era la esposa de mi compañero Bajda.
—¿Qué clase de campamento? Y no me diga que andaban ustedes de caza…
—Bajda y yo somos geólogos, Gradat Lakatos. Realizábamos un estudio del terreno.
—¿Estudio del terreno? —Exclamó el jefe de la Securitate, con asombro—. ¿Por cuenta de quién?
—Del Gobierno, por supuesto.
—¿Puede demostrarlo?
—La documentación quedó en el campamento.
Lakatos rezongó algo entre dientes.
No se necesitaba ser un lince para darse cuenta de que estaba desconcertado.
Max terció en aquella especie de interrogatorio:
—Alguien debería ir a ese campamento para avisar al marido de la desgraciada Mage, ¿no cree usted?
—¿Quién? No dispongo de agentes aquí. Y no puedo mandar a un anciano que camine treinta kilómetros en la nieve…, aparte de que ninguno querría ir.
Bruscamente, Lakatos pareció perder interés por el herido. Se despidió de éste, y salió, seguido de Max.
En la planta baja, Nograd se había acercado a la lumbre, y permanecía estático, contemplando el fuego.
Cerca de él, Carol fumaba un cigarrillo, con gestos nerviosos, mientras más allá, agrupados, estaban sentados los tres ancianos dueños de la posada.
Lakatos gruñó:
—Preparen una habitación para mí. Pasaré aquí la noche, y mañana regresaré a Borna, temprano.
Los tres viejos salieron sin despegar los labios. Ceñudos y atemorizados, apenas hablaban desde que Max regresara del bosque con el cadáver de la mujer.
Nograd dijo:
—Pruebe este vino caliente, Gradat Lakatos… Le ayudará a soportar tanto infortunio.
—Gracias.
Se atizó un gran vaso de vino, y luego estiró las piernas hacia el fuego.
De pronto dijo:
—Ésta era una comarca tranquila. Las gentes vivían sin problemas, yo me ocupaba de mi trabajo, que no era mucho, y velaba por los intereses del Gobierno y del partido. Durante toda mi vida oí contar viejas historias espeluznantes, aunque nunca las creí, naturalmente. Son cosas de viejos. Y ahora…
—¿Ahora las cree? —indagó Nograd, con ironía.
—No, desde luego que no.
Impaciente, Max intervino para preguntar:
—¿Por qué no vino el médico con usted? Hubiera podido realizar la autopsia, y firmar el certificado de defunción, para que esa mujer pudiera ser enterrada.
—No estaba en Borna cuando se recibió su llamada telefónica. Le dejé recado, pero dudo que llegue aquí antes de un par de días. Tiene un trabajo terrible porque no hay otro médico en esta comarca. Y es más importante atender a los vivos que a los muertos para un buen médico.
Ésa era una razón que no admitía réplica.
Siguieron hablando hasta la hora de la cena, junto a la lumbre, mientras, a medida que anochecía, se alzaba otra vez el viento aullante de las montañas…