CAPÍTULO X
Sobre los tablones que había utilizado como mesa de operaciones, chorreaba la sangre, y, en general, el espectáculo era nauseabundo.
El viejo Nograd chupaba su pipa casi con desesperación, mientras Lakatos se mantenía algo apartado, gruñendo de disgusto a causa del frío glacial, de la sangre y del espectáculo en sí.
—Bien —dijo Max—, no es necesario hacer lo mismo con el otro…
Se irguió. Sus manos estaban sucias de sangre y en ellas sostenía una masa oscura y espeluznante.
—El cerebro —anunció—. ¿No es curioso?
—¡Quite esa piltrafa de mi vista! —jadeó Lakatos.
—No es una piltrafa. En realidad, es una obra maravillosa, y no precisamente de la Naturaleza.
—No comprendo una maldita palabra…
—Acérquese.
Nograd gruñó:
—Si me acerco, le vomitaré en el regazo.
—Muerda su pipa, y eso le calmará.
Lakatos, venciendo su repugnancia, se aproximó al médico.
—Este cerebro es una pequeña obra maestra, como todos los cerebros desde que el mundo es mundo, sean de hombre o de animal. Pero, en este caso, la obra maestra ha sido perfeccionada por las manos de un hombre… Mire.
Lakatos vio la masa oscura y sanguinolenta. Pero vio algo más. Algo que no pertenecía a la naturaleza de aquel cerebro.
Max explicó:
—Mire esos dos delgadísimos hilos… Son electrodos, cuyos extremos están insertados en otros tantos centros nerviosos del cerebro. Y fíjese…, los electrodos van conectados a esa diminuta placa metálica.
—Pero todo esto es…, es increíble…
—No lo es, y debió ocurrírseme antes.
—Ustedes hablan y hablan —gruñó el viejo—, y yo no entiendo una maldita palabra. ¿Quiere usted decir, doctor, que alguien ha operado antes a esas bestias?
—Naturalmente. Les han insertado electrodos en el cerebro, conectados a una placa sensible a los impulsos eléctricos. Esa placa recibe, a distancia, hondas electrónicas, que convierte en electricidad, y esa electricidad activa los centros nerviosos del cerebro programados por el hombre que realizó el experimento. Esos impulsos son los que hacen obedecer a distancia a una manada de lobos salvajes.
—¡Dios bendito! —tartajeó Nograd.
—Doctor… Le admiro a usted por haberlo descubierto —dijo Lakatos, ceñudo y preocupado—. Pero ¿cómo lo supo?
—No es nada nuevo, aunque nunca se experimentó con lobos, al menos que yo recuerde. Pero sí se hizo con monos salvajes y agresivos, concretamente por un científico español llamado Rodríguez Delgado. Trabajando en la Universidad de Yale (Rigurosamente auténtico) logró con ese mismo método reducir la agresividad de los monos, obligándoles a realizar gestos y tareas diametralmente opuestos a su manera de ser y comportarse. No hace mucho leí una obra suya titulada Control físico de la mente, y de ahí me vino la idea.
Mudos de estupor, los dos espectadores habían olvidado su repugnancia y sus náuseas, para contemplar como hechizados aquella masa gelatinosa y extraña que el doctor acababa de depositar sobre los tablones que le sirvieran de mesa.
Con voz contenida, Max dijo:
—Ahora tenemos la prueba de que alguien controla esa manada de lobos, con el exclusivo objeto de aterrorizar a toda la comarca. Nada de vampiros ni seres de otro mundo, Nograd…
—Doctor, usted olvida a la mujer que encontramos muerta…
—No la olvido. Con el tiempo encontraremos también una explicación lógica y racional para esa muerte y las otras que se han sucedido en los últimos tiempos.
—Lo dudo.
Lakatos dijo:
—Hemos de descubrir a esos miserables, y las razones de su comportamiento. ¿Por qué querían mantener aterrorizados a los habitantes de la comarca?
—Ésa es una buena pregunta. Jugaron con dos barajas, si uno se detiene a pensar con calma. Primera, el terror de la gente a una manada de lobos hambrientos merodeando por los bosques. Era casi seguro que nadie se aventuraría a salir ni a internarse por ellos, sobre todo de noche. Y segunda, el pavor a los vampiros, puesto que es creencia general que los lobos son sus aliados, sus fieles servidores…
—Bueno, eso nos lleva a otro asunto. Esa manada necesitaba un cobijo, un lugar donde mantenerla oculta —aventuró Lakatos.
—Y también un lugar donde realizar las operaciones. Fuera de las aldeas, ¿qué otros sitios se les ocurren?
Nograd se encogió de hombros.
Pero Lakatos gruñó:
—El castillo, sin duda. No hay ningún otro escondrijo en los alrededores, excepto las aldeas.
—Entonces creo que…
Se interrumpió cuando un largo y escalofriante alarido vibró en la oscuridad como el agudo toque de un clarín.
—¡Carol! —rugió Max, echando a correr.
El espeluznante aullido se repitió, para cesar bruscamente.
Lakatos había desenfundado su enorme revólver ruso, y trotaba escaleras arriba, en pos del doctor Bihar.
Más atrás, farfullando, Nograd intentaba darles alcance, sosteniendo su pesada escopeta.
Arriba, Max abrió la puerta del dormitorio de un empujón. La puerta golpeó con estrépito contra la pared, y una violenta corriente de aire le azotó. Una corriente de aire provocada por la ventana abierta de par en par.
Con un grito de angustia, Max se precipitó hacia el cuerpo de Carol, caída al pie del lecho. Estaba inerte, con el suave camisón revuelto a su alrededor.
Frenéticamente, la levantó en brazos, colocándola sobre la cama, mientras Lakatos saltaba hacia la ventana.
Se asomó, gritó algo y, al instante, su poderoso «Tokarev» tronó como un cañonazo.
Nograd entró, jadeando, con la escopeta amartillada.
Max, inclinado sobre su bellísima esposa, intentaba descubrir alguna posible herida.
No encontró ninguna.
—Sólo está desmayada —musitó—, inconsciente a causa de una fuerte impresión… ¿Contra quién ha disparado usted?
Lakatos rezongó:
—No lo sé. He visto una forma oscura que se alejaba, eso es todo. Juraría que acerté, pero no se detuvo.
—¿Cómo pudo abrir la ventana?
—No diga tonterías usted también, doctor. La ventana debió abrirla su esposa, aunque maldito si sé por qué.
—¿Ha comprobado si hay alguna escalera apoyada en la fachada?
—No hay nada semejante en todo lo que alcanza la vista.
—Entonces, no lo comprendo.
Nograd murmuró:
—No lo comprenderá usted jamás, doctor. Esas cosas se creen o no, eso es todo.
—También se suele creer en esos lobos diabólicos, obedientes a las órdenes de un vampiro. Sólo que ahora sabemos que a quien obedecen es a alguien mucho más sofisticado, alguien capaz de realizar una delicada intervención quirúrgica en sus cerebros. Y ningún vampiro haría eso, ¿no cree?
Carol emitió un quejido. Max se precipitó hacia ella.
—¡Carol!
La muchacha abrió los ojos. Eran dos inmensas lagunas de horror.
—¡Max, Max…!
Le abrazó, temblando convulsivamente.
—Tranquilízate. Sea lo que fuere que te asustó, ya pasó.
—¡Estaba ahí, Max…, esa cosa horrible…!
—¿Qué cosa?
—No sé… Ese hombre…
—Tuviste una pesadilla.
—¿Pesadilla? Entonces, Max, ¿quién abrió la ventana?
—Tú, por supuesto.
Ella sacudió la cabeza.
—Te juro que no. Se abrió de golpe, como impulsada por el viento… y él estaba allí, mirándome con los mismos ojos llameantes que la otra noche.
—Cálmate…
—¡Pero es cierto, Max! ¡Oh, Dios mío, tienes que creerme!
—Está bien, está bien, te creo. Viste al mismo individuo que ya habías visto en la calle…
—Eso es. Tenía la misma cara blanca, horrible, y aquellos ojos diabólicos… Entró, Max…, entró por la ventana, y se acercó… Entonces grité.
—Te oímos desde abajo. Creo que debieron oírte en todo el pueblo.
—Él…, él llegó y empezó a inclinarse hacia mí, mirándome…, mirándome… Entonces me desmayé, creo, porque no recuerdo nada más.
—Una pesadilla, querida. Debes convencerte de que sólo fue una pesadilla. Bajo el influjo de ella, te acercaste a la ventana y la abriste, eso es todo.
—¡No, no!
Él suspiró.
Entonces, Lakatos masculló:
—Eche un vistazo a eso, doctor.
—¿A qué?
—Mire.
Señalaba el suelo. Había varias huellas húmedas, correspondientes a sus gruesos zapatos de monte, con suelas estriadas.
Sin embargo, Lakatos no mostraba esas huellas, sino otras distintas, de un pie calzado con zapatos normales de suela lisa.
—Usted y yo llevamos botas, doctor. Y Nograd, unos zapatos con clavos. Entonces, ¿quién dejó esas huellas?
Perplejo, Max estuvo mirándolas mucho tiempo, sin acertar a emitir una opinión razonable.
—Hay que terminar con esta situación —gruñó—. ¿Cuánto tiempo tardará usted en reunir hombres suficientes para registrar el castillo?
—Mucho me temo que usted desconoce la realidad de mis posibilidades en la región.
—¿Qué quiere decir con eso?
—En Borna dispongo de dos agentes, eso es todo.
Max maldijo en voz baja.
Nograd añadió:
—Y tal como están las cosas, apuesto que nadie accederá a realizar ese registro.
—¿Qué dice usted, Lakatos?
—Bien… No sabemos cuánta gente puede haber allí.
—¿Y…?
—Soy el representante del Gobierno, doctor. Un fiel servidor del partido. Iré.
—Iremos usted y yo, entonces.
—Bueno —exclamó el viejo Nograd—. ¿Creen que yo soy un mueble?
Lakatos le miró casi con afecto.
—¿No teme a lo que podamos encontrar allá arriba?
—¡Claro que lo temo! Pero estoy muerto de curiosidad. Saldré de dudas de una vez por todas, y si resulta que he vivido toda mi vida creyendo en cuentos de viejas y nada más, me arrojaré desde las almenas, por idiota.
Desde la cama, Carol murmuró:
—No quiero volver a quedarme sola otra vez, Max. No podría soportarlo.
—Hemos de acabar con eso definitivamente, querida. Quizá te sientas mejor si pasas el tiempo en compañía de los dueños de la posada…
—¡No quiero quedarme aquí!
Él soltó un gruñido de disgusto.
—¿Quieres venir con nosotros a ese castillo?
Ella dio un respingo. Se estremeció visiblemente, pero, después de unos instantes, murmuró:
—Vinimos aquí con la firme idea de visitarlo, ¿no es cierto?
—¡Carol!
—Iré contigo.
—¡Maldito si…!
—Entonces, quédate en la posada y no me dejes sola.
—Sé razonable, pequeña mía…
—Lo soy. O te quedas o te acompaño. Elige.
Nograd dejó escapar una risita.
—Nos acompañará, seguro. Nunca he visto una mujer que no se salga con la suya…
—¿Sabes los riesgos que vamos a afrontar, Carol?
—No serán tan horribles como lo que he vivido aquí esta noche, sola.
Lakatos murmuró:
—Preferiría que se quedase usted, pero si su esposo accede a llevarla, no opondré inconvenientes.
—¿Max?
—Muy bien, vendrás con nosotros. Y que Dios nos ayude.
Los tres hombres salieron de la habitación para que la muchacha pudiera vestirse.
Abajo, junto a las brasas, esperaron dando cuenta de una jarra de vino caliente.