CAPÍTULO XI
El rey del hampa estaba arrellanado detrás de su escritorio. A un lado, como un poste, Alessandro permanecía inmóvil. Y, junto a la puerta, estaba el otro matón que me había vapuleado.
Maracot los miró a los tres ofensivamente. Luego masculló:
—Eche a sus perros de aquí, Baker. Me ponen nervioso.
—Son mis empleados. No saldrán sólo porque a usted no le guste verlos.
—Sí saldrán —dije, sacando el revólver antes que pudieran prever mi acción—. Ahora puedes aligerarles los bolsillos, teniente.
Satisfecho, les sacó el revólver a cada uno. Baker se había puesto en pie, rabioso como un lobo hambriento.
—¿Qué clase de atropello es éste, polizonte? —bramó.
El teniente guardóse las armas. Luego gruñó:
—Sácalos de aquí, Bart.
El primero en recibir fue Alessandro. Le acaricié la mejilla con el punto de mira del revólver y chilló como un conejo.
—No es lo mismo dar que recibir, ¿eh, compadre? —le espeté.
Salió del despacho dando tumbos, mirándose la mano llena de sangre como si no pudiera creer que fuera suya.
El otro fue más listo. Saltó de la oficina y sólo pude ayudarle a salir con un puntapié en las posaderas. Tras esto, cerré la puerta y regresé junto a la mesa, inclinándome sobre ella hasta casi tocar la cara de Baker con la mía.
—Cerdo —dije con calma—. Te dije que cometías un error al ordenar a tus matones que me machacaran… y lo cometiste.
Levanté la mano armada violentamente. El cañón casi le partió en dos la colgante papada y el gordinflón cayó de espaldas al otro lado, aullando de dolor.
—Ahora puedes enseñarle ese hermoso papel, Maracot.
Se lo enseñó, pero estaba tan aturdido que el teniente hubo de leérselo en voz alta para que comprendiera su significado.
Tras ese formulismo, lo levanté de un tirón y lo lancé contra la poderosa caja fuerte empotrada a la pared.
—Ábrela, chico —ordené—, antes que acabe la paciencia.
—¡No tienen autoridad para hacer eso! —gritó, furioso.
—Tal vez no, pero tampoco tú la tenías para asesinar a Leila y Edward Greasley, compañero. Tendré un gran placer en acompañarte a la cámara de gas…
Cayó contra la sólida puerta de acero, horrorizado.
—¡No es cierto… no pueden probarme nada…!
—Tengo pruebas, babosa —mentí descaradamente—. Suficientes para que te condenen siete veces a muerte. Y hay un testigo de la muerte de Leila… y otro que corroborará los motivos que tuviste para matarla…
—Basta de charla —exclamó Maracot—. Abra la caja, Baker. Puedo destrozarla con un par de expertos respaldado por esta orden firmada por un juez, así que no nos haga perder el tiempo…
Baker sabía que estaba vencido. La manera tan ruda de tratarlo, a despecho de ser él quien era, respaldado por fuertes influencias, le demostraba que lo teníamos bien agarrado… o por lo menos lo creyó.
De manera que se sometió, sacó una llave, la insertó en la cerradura y se aplicó a manejar después los discos numerados.
Me aparté, satisfecho de cómo terminaban las cosas. Todo lo que me quedaba por hacer era apoderarme de la copia del falso divorcio y me habría ganado los dieciséis mil dólares…
Unas vacaciones, decidí; unas vacaciones en compañía de Lisa…
—¡Cuidado, Bart!
Salté instintivamente en el instante que resonaba el disparo. La bala aulló alborotándome los cabellos.
Apreté el disparador sin vacilar. Simultáneamente, el revólver de Maracot bramó con su potente voz del «45» y el fofo Nicholas Baker casi se metió de cabeza en la abierta caja fuerte, impulsado por los proyectiles. Después se deslizó de cara a la pared, se dobló de manera absurda y quedó inmóvil, en el suelo.
—El muy estúpido —farfulló el teniente—. Tan pronto ha abierto la caja…
—Me has salvado el pellejo —reconocí, sintiendo cómo me temblaban las piernas.
—Olvídalo. Voy a llamar a la Brigada… ése nos ha ahorrado trabajo y dinero al Estado…
Fue hasta la mesa y descolgó el teléfono. Disimuladamente, metí la nariz en la caja y estuve examinando papeles hasta que di con las copias que buscaba.
Desde que el cantante descubrió que le habían desaparecido estuve casi seguro que sólo Baker podía tenerlas. Era un tipo de la vieja escuela y cuando hincaba la garra a un infeliz como Ballinger se apoderaba de él en cuerpo y alma…, si la hubiera tenido. Por consiguiente, debía vigilarlo, controlar sus pasos para evitar cualquier tropiezo que pusiera en peligro su inversión… y una de las maneras de vigilarlo estaba en registrar periódicamente su apartamiento.
Guardé los papeles con disimulo, de manera que cuando Maracot terminó con el teléfono yo estaba encendiendo un cigarrillo con toda calma.
—Lárgate de aquí —dijo—. Trataré de mantenerte fuera de esto, aunque haya una bala de tu revólver en esa carroña… A menos que desees un poco de publicidad.
—Esta vez no, compañero. La publicidad repercutiría sobre mi cliente y éste me arrancaría las orejas.
—¿Vas a verlo ahora?
—Seguro.
—Necesitarás tacto para tratar con ese viejo esperpento…
Lo dijo inocentemente, como un comentario sin importancia. No obstante, pegué un salto y me enfrenté con él.
—De manera, teniente, que sabías su identidad…
—Naturalmente. Nosotros trabajamos de manera diferente que la policía que te vapuleó…
—¿Y bien?
Se encogió de hombros.
—Su nombre no aparecerá en ninguna parte. No nos interesa que nos tome ojeriza, tú sabes…
Estaba riéndose todavía cuando abandoné el despacho. No pude localizar a uno solo de los matones de Baker… debían haber olido la muerte demasiado cerca y habían emprendido el vuelo.
Afortunadamente, no necesité tacto alguno para espetarle la verdad al viejo buitre de Hollywood. Me escuchó como un pequeño ídolo de madera, inmóvil, los dedos de las manos cruzados entre sí y la mirada fija en la copia del falso divorcio que descansaba sobre su mesa.
Al final gruñó:
—Desde el primer instante supe que era usted el hombre que necesitaba, Mallion. Haré todo lo que esté en mi mano para que todas las productoras le llamen cuando necesiten un investigador… Magnífico, muchacho, magnífico…
—No he terminado aún —dije suavemente.
—¿No?
—Leila tuvo un hijo después de separarse de usted, se llama Jimmy y tiene tres años.
Enarcó las cejas, esforzándose por comprender adónde quería ir a parar.
—Jimmy es hijo suyo, míster Schrage —le espeté sin más rodeos.
Saltó fuera del sillón como un muñeco de cuerda.
—¿Qué…, qué ha dicho?
Me vi obligado a relatarle lo que me dijera Olga, añadí algunos detalles más y quedó convencido, temblándole las manos, los ojos húmedos y a punto de derramar lágrimas.
—Es… usted… —balbució—. Mallion, yo… siempre había anhelado un hijo…
—Ya lo tiene.
—Sí…
Se dejó caer otra vez en el sillón. Entonces me levanté y alargó el brazo.
—Siempre había deseado hacer eso, usted sabe…
Me miró igual que hipnotizado. Pulsé un botón rojo y casi al instante entró Lisa, con su mareante contoneo.
—¿Míster Schrage? —musitó, mirándome disimuladamente.
El millonario me contempló, estupefacto. Yo dije:
—Quiero una recompensa extra, míster Schrage.
—Sí… sí, pídame lo que quiera.
Agarré a Lisa de la mano y la acerqué a la mesa.
—Voy a llevarme a su secretaria —declaré—. De vacaciones… luego, definitivamente.
—¿Qué?
Lisa empezó a temblar, asustada. Ella conocía al viejo fósil mejor que yo.
Pero no sabía el cambio sufrido por él en media hora.
—Es suya, Mallion —graznó el viejo—. Por entero. Si no le obedece venga a verme…
Lisa dejó escapar una especie de gemido agónico. La abracé por la cintura y la apreté contra mí.
—¿Miami? —indagué junto a su oreja.
—Sería maravilloso…
—Será Miami.
Schrage nos vio salir convertido en piedra. Luego, cuando cerré la puerta, descubrí que el brillo de sus ojos no podía ocultar una leve sonrisa…
Besé a Lisa ante la puerta, y esta vez no la solté hasta que nos faltó el aliento. Ya no importaba si alguien nos descubría besándonos.
—¿Sabes que acabo de quedarme sin empleo, querido? —susurró junto a mis labios.
—Seguro. Yo tengo otro mejor para ti… en mi casa. Y dieciséis mil dólares para empezar.
—¿Y Miami, amor?
—Vamos allá. ¿No te inspira nada esa frase de los slogans turísticos: Luna de miel en Miami?
—Bart…
—Sí.
—Bésame.
Lo hice, naturalmente.
Y fuimos a Miami, y…
Pero eso ya no tiene nada que ver con este relato.
FIN