CAPÍTULO III

Anochecía cuando detuve el auto frente a la dirección de Pasadena que me facilitara Schrage. Era una casita que en otra época debió servirle al magnate de refugio donde descansar tranquilo los fines de semana, pero que con la avalancha de nuevas urbanizaciones y el gigantesco incremento de la construcción había acabado engullida por una inundación de otras construcciones similares, de una o dos plantas, rodeadas de un pequeño jardín uniforme, una piscina pequeña y un garaje. Todo ello de fabricación en serie, de manera que la casa que perteneciera al magnate destacaba entre las demás por su propia personalidad.

Había luz en dos o tres ventanas, y tan pronto llamé al timbre, la puerta se abrió y una mujer quedó enmarcada en ella, mirándome con curiosidad.

Tendría sus buenos cincuenta años y vestía un discreto uniforme de sirvienta. Eso desbarató algunas de mis ideas preconcebidas.

—¿No es un poco tarde para que vaya usted vendiendo cosas? —me espetó con ironía—. Estaba preparando la cena y no puedo dejar abandonada la cocina mucho tiempo.

—No trato de venderle nada, señora. Tal vez quiera comprar informes a buen precio.

—No comprendo…

—Usted trabaja aquí, supongo.

—Soy la cocinera, ama de llaves, camarera, niñera y otros tres o cuatro cargos más.

—Espero que le paguen por todos ellos. ¿A quién pertenece esta casa actualmente?

Me miró con suspicacia. La expresión humorística de su rostro bondadoso, desapareció como por ensalmo.

—Deberá usted decirme primero quién es usted…, y recuerde que he de volver a la cocina antes que se eche a perder la cena.

—Mi nombre es Mallion… Acabo de regresar del Este, y al pasar por aquí he querido comprobar si Leila vive aquí todavía.

—¿Usted conoce a la señora?

—Entonces, ¿sigue viviendo aquí?

—Naturalmente. Ésta es su casa.

—¿Leila Sheridan?

—Ahora se llama Leila Greasley. Está casada con Edward Greasley.

—Comprendo. Supongo que no estará en casa ahora… Me gustaría saludarla si fuera posible —dije, arriesgándome a echarlo todo a perder. Pero era indispensable seguir con mi papel y dio resultado.

—No puede tardar en llegar. Si desea esperarla, puede pasar. Así conocerá también al marido. Es una persona sumamente agradable.

—Lo lamento, pero apenas me queda tiempo. Sólo deseaba saber si ella seguía ocupando esta casa. Volveré otro día con más calma y entonces recordaremos los viejos tiempos. Gracias de todos modos. Ha sido usted muy amable.

—¿Cómo dijo que era su nombre? Es para decirle a la señora que ha estado usted aquí.

—Mallion. Bien, buenas noches.

Me apresuré a largarme de allí, antes que volvieran los dueños de la casa.

Hube de reconocer que estaba desconcertado como mil diablos. Presentía que había trampa en alguna parte. Todo era demasiado fácil. Un hombre que se identifica a sí mismo como el marido de Leila insinúa una amenaza de chantaje por teléfono. Y en mi primer intento doy de narices con el matrimonio en cuestión…, y resulta que tienen una vieja sirvienta y que la casa respira aire hogareño por los cuatro costados.

Tenía suficiente experiencia para saber que el ambiente en que se mueven los chantajistas es muy distinto del que parecía envolver a Leila y su nuevo esposo.

Tampoco podía tratarse de un chantajista vulgar. Sólo a un loco se le ocurriría provocar a Schrage… Un loco o un individuo endiabladamente listo y bien protegido por algo capaz de mantener quieto al viejo buitre de Hollywood…

Edward Greasley había dicho la mujer que se llamaba el marido de Leila. ¿Quién sería el individuo?

Volví a la ciudad sin dejar de reflexionar sobre una porción de detalles capaces cada uno de ellos, por sí solos, de desconcertarme. Incluso dudé de mi cliente. ¿Me habría mentido?

Cené rápidamente, fui hasta mi apartamiento y desde allí comuniqué por teléfono con una agencia de Reno. La llamada a larga distancia fue establecida en pocos minutos, de manera que hablé con el encargado de noche de la agencia, detallándole lo que me interesaba.

Satisfecho por ese lado, me dispuse a pasar una velada tranquila, leyendo el periódico y contemplando un rato la televisión.

Luego, apenas me hube instalado, cambié de idea al leer el anuncio del Diamond Club, uno de los tugurios más espectaculares del Sunset Boulevard, enclavado en el Strip, esa faja sorprendente en la que los tugurios se amontonan y donde todas las colegas de Claudette encuentran la mayor parte del material que utilizan para sus artículos cargados de pimienta y vitriolo. Ese pedazo de tierra que no pertenece a Los Ángeles, en el que la policía metropolitana no puede poner el pie, porque la autoridad recae única y exclusivamente en el alguacil mayor del condado y sus agentes, ataviados con uniformes de opereta y un gran revólver colgando de la cintura, tan bajo como el de los viejos gun-mans del Oeste…

Según mis datos, esas facilidades eran muy convenientes también para hombres como Nicholas Baker, uno de cuyos negocios era precisamente el Diamond Club.

El anuncio en cuestión ostentaba una gran fotografía de un muchacho de unos veinticinco años, de anchos hombros, reluciente dentadura y tan bien parecido que infundía sospechas.

Era Mort Ballinger, la inversión de Nicholas Baker, el mequetrefe de quien me había hablado Claudette; el tipo que tres años atrás fue la causa del estallido que arruinó el matrimonio de Schrage…

Decidí verlo personalmente, aunque para ello tuviera que soportar sus berridos y contorsiones ridículas en el escenario, así que volví al coche y emprendí el trayecto hasta la pequeña sucursal del infierno que era aquella parte del Sunset Boulevard.

Cuando entré en el Diamond, una delicada bailarina exótica, para decirlo de alguna manera, terminaba su número entre una salva de aplausos y silbidos de aprobación. Sobre la pista, sus prendas de ropa eran un mudo testimonio de la razón de aquel entusiasmo. Tenía un cuerpo frágil como una porcelana china, pero se movió como una centella, desapareciendo en la oscuridad que reinaba detrás del cono de luz del foco.

Un camarero me condujo a una mesa adosada a un rincón. Pedí un whisky y cuando lo trajo, pregunté:

—¿Está aquí Mort Ballinger?

—No actúa hasta dentro de una hora.

—Ya he visto los carteles. Sólo he preguntado si está aquí ahora…

—Quizá…

Suspiré al depositar cinco dólares sobre la mesa.

—Tráigalo —dije.

Se embolsó el billete. Luego quiso saber:

—¿Quién le digo que desea verlo?

—¿Eh? Oh, claro… Un admirador, eso es; un ferviente admirador de sus berridos.

Enarcó las cejas.

—¿Quiere usted que se lo diga así mismo?

—Si eso ha de hacer el milagro de que venga aquí, sí.

Estuvo unos segundos mirándome. Después esbozó una sonrisa y sacó los cinco dólares del bolsillo, depositándolos sobre la mesa otra vez.

—Tenga —murmuró—. Lo que acaba de decir me compensa por el tormento de tener que escucharlo cada noche. Desde que empezó a cantar aquí que esperaba oír a alguien decir eso. Se lo traeré.

Se fue. Creo que incluso se sintió rejuvenecido.

Pero trajo al cantante tal como había prometido.

Mort Ballinger era exactamente como lo había descrito Claudette. Para las mujeres de la clase de Leila debía ser irresistible, demoledor como un buen puñetazo en la boca.

Demasiado perfecto. Era grande y robusto, con anchos hombros. Sus cabellos eran negros como el azabache y los llevaba largos como una mujer. Unos ojos pálidos y crueles, desapasionados, estropeaban un poco el hermoso efecto de su cara.

—¿Qué es lo que ha dicho usted respecto a mi manera de cantar? —me espetó con voz profunda.

El camarero guiñó un ojo y se fue, muy contento.

—Siéntese, Ballinger. Quiero hablar con usted.

—Sólo he acudido a su mesa porque me ha parecido que sus palabras eran un insulto para mí.

—Tal vez lo eran… Me quedan otras, todavía. ¡Siéntese!

Se interrumpió, estuvo unos segundos mirándome, iracundo y desafiante. Luego, algo pareció desvanecerse en su figura y se dejó caer sobre la silla.

—¿Quién es usted, compañero? —indagó con acento seco.

—Bart Mallion. Tal vez haya oído hablar de mí.

—¿El fisgón de Hollywood?

—Ajá.

Enseñó la dentadura.

—Vaya, vaya… ¿Quién le paga, soplón? —Parecía feliz, satisfecho de que un investigador privado estuviera tras sus huellas—. Apuesto que se trata de uno de esos maridos susceptibles…

—Usted debería saberlo.

—Bueno, las mujeres se vuelven locas por mí, compañero. Ya sabe cómo son esas cosas… Uno es incapaz de desengañarlas y…

Sentí tentaciones de hacerle tragar toda su reluciente dentadura.

—¿Pudo desengañar a Leila Schrage, Ballinger?

Cerró la boca de golpe, desconcertado.

—¿Leila? Pero, hombre, hace años de eso…

—De ella quiero que me hable, precisamente.

—¿Por qué?

—Así no vamos a llegar a ninguna parte. A menos que sea usted un cretino integral, sabrá las dificultades que puedo crearle, de manera que no me venga con evasivas. Quiero que me hable de Leila, de lo que sucedió después que ella se divorció hasta que se separaron, y lo que sepa del hombre que le sustituyó a usted…

—¿Nada más que eso, verdad? —rió.

—Estoy esperando, Ballinger…

—¿Qué se supone que debo hacer ahora, ponerme a temblar? Sé la clase de tipo que es usted. Todo el mundo en Hollywood ha oído hablar alguna vez del gran Bart Mallion…, el bastardo capaz de hundir a cualquiera, para satisfacer a quien le paga. Bueno, no me gusta usted, ¿sabe? No me asustará tan fácilmente como cree. Soy demasiado importante, demasiado grande, para que me inquiete ningún gusano.

—Lo chistoso del caso es que usted mismo se cree todo eso. Bueno, veremos qué tal le sienta la publicidad que puedo hacerle gratuitamente a través del Wisp y otras publicaciones semejantes.

Parpadeó. Pude ver perfectamente cómo luchaba con su cerebro de retrasado mental, para adaptarse a la nueva situación.

—No tiene nada contra mí —gruñó—. No podrán publicar nada que me perjudique.

—Veremos. Puede largarse de aquí, míster Músculos. Ya hemos perdido demasiado tiempo.

No se movió. Siguió con la lucha empeñada con su escaso intelecto. Tras unos minutos, refunfuñó:

—Creo que alguien debe pararle a usted los pies, Mallion…

—¿Empieza a asustarse?

—¡Que se cree usted eso! Sé que no puede perjudicarme. Todo lo que la gente dice de mis aventuras con mujeres es cierto. Usted lo sabe y yo lo sé. Si ellas son idiotas y se vuelven locas por mí, eso es asunto aparte…

—Lárguese —le atajé—. Usted apesta a mofeta, amigo.

—Quiero decirle algo más todavía; no existen pruebas, ni fotografías que puedan comprometerme. Y ninguna de «ellas» querrá hablar de sus escarceos conmigo, por temor al escándalo. ¿Qué cree usted que puede publicar, mi biografía? Me inspira usted lástima, compañero.

—Está silbando en la oscuridad para ahuyentar el miedo. Han montado una ingente publicidad sobre usted, basada en su sencillez, en sus costumbres de hombre honesto y fuerte, el prototipo del joven americano, ejemplo para el mundo. Me da usted náuseas. Le han faltado sesos para adaptarse a esa publicidad y un solo artículo contándoles a los papanatas que le tienen por su ídolo la clase de bicho que es, puede derribarle del pedestal. Y eso es lo que le ocurrirá si se niega a colaborar conmigo. ¿Puede entenderlo, a pesar de su cerebro de mosquito?

Encajó la andanada como si fuera una racha de puñetazos. Se levantó, pálido y furioso. Con los dientes apretados, masculló:

—Vaya preparándose para cambiar de aires, Mallion.

—Me da usted lástima —dije, sorbiendo los restos de mi whisky.

Giró sobre sus talones y se alejó. Pensé que había conseguido con ese cambio de cumplidos…, y hube de confesarme que el resultado era un cero tan grande como una rueda de mi coche.

Luego me pregunté por qué demonios un tipo fatuo, engreído y sin moral como Ballinger, se había cerrado tan completamente ante mis preguntas sobre Leila. Para él era una gran cosa presumir de sus conquistas… ¿Por qué no sucedía lo mismo con la que me interesaba a mí?

Llamé al camarero, pagué y esta vez aceptó una buena propina. Después de eso, me largué con la vaga idea de que había estado haciendo el tonto.

O quizá no. Veríamos qué resultaba de mis bravuconadas con el saco de músculos sin seso.