Capítulo 5
RICK encendió el último cigarrillo que le quedaba.
A su alrededor había tenido lugar la rutina policial y al fin el apartamento había quedado casi tan silencioso como cuando él llegó.
Los fotógrafos se habían marchado. Los peritos estaban guardando sus instrumentos y el cadáver acababa de ser retirado. En el suelo quedaba la nauseabunda mancha pardusca y la silueta del cuerpo dibujada con tiza.
Y, junto a la puerta, hablando con voz queda, el teniente Willard daba las últimas instrucciones a su ayudante.
Cuando volvió al interior empujó su sombrero hacia atrás y gruñó:
—El capitán Maty está en camino. Espero que él sepa más que yo de todo este maldito embrollo.
Downes se encogió de hombros, fastidiado.
—Nadie sabe mucho al respecto, como no sea la certeza I de que están apareciendo cadáveres en abundancia.
—Y por lo que usted me ha contado, nadie sabe tampoco a ciencia cierta quiénes son esos cadáveres.
—Excepto uno.
—Excepto uno, es cierto. Otra cosa que también me gustaría saber —añadió el policía—, es quién era la mujer que chilló mientras usted estaba abajo, sacudiéndose con el criminal.
—Ni siquiera la vi. Debió abandonar la casa cuando salí corriendo detrás del bastardo que me soltó dos tiros.
La llegada del capitán Marty cortó el diálogo. Pidió que le explicasen lo sucedido, y tampoco él pareció muy satisfecho con la historia.
—Eso no tiene ni pies ni cabeza. Downes, si ese Steve Quinn le llamó por teléfono, forzosamente debía saber que usted estaba a punto de llegar, y, sin embargo, no dudó en liquidar a ese tipo, sea quien sea, y luego trató de matarle a usted. ¿Cree que sólo le hizo venir para tenderle una trampa?
—Eso fue lo que pensé al principio. Pero la cosa no parece tan fácil… Si únicamente quería liquidarme, todo lo que tenía que hacer era abrir la puerta cuando llamé y soltarme dos tiros. No; no creo que fuera ésa la razón de su extraña conducta. Aunque sin ninguna duda es el mismo individuo que ya quiso matarme en el estacionamiento, tal como les he explicado.
—Hay muchas cosas absurdas en este embrollo, Rick… Por ejemplo: ¿por qué la mujer estaba oculta en el rellano del tercer piso? Creo que podemos suponer que subió a ocultarse allí cuando le oyó llegar a usted, pero, ¿qué estaba haciendo ella aquí?
—No se me ocurre una sola razón válida para el comportamiento de esa desconocida. Debió darse mucha prisa en huir cuando yo salí a la calle. Estuve afuera apenas dos minutos.
Willard carraspeó. Luego dijo:
—También me sorprende que el criminal, con el poco tiempo de que dispuso, tuviera la sangre fría necesaria para desperdiciarlo vaciándole los bolsillos al muerto. No le dejó ni el polvo. Nada en absoluto.
—Eso sí tiene una explicación razonable — terció
Rick—. Quiso retrasar todo lo posible la identificación. Si ya se tomó la molestia de arrojar el cadáver de una mujer al mar, sólo para que no pudiésemos saber quién era, y antes que eso ya había hecho desaparecer otro cadáver de una habitación…
—Se me ocurre que nuestro asesino es un tipo muy activo, ¿no creen? — masculló el teniente.
—Una atareada hormiguita — dijo Maty rechinando los dientes—. Me gustaría mucho saber si piensa obsequiarnos con algún otro «tieso» antes que consigamos echarle el guante.
—Yo estaría dispuesto a apostar que en sus cálculos entra otro asesinato —murmuró Rick
—¿El suyo, Downes? — rió el capitán
—No bromee con mi cabeza. No… Me refería al de la mujer que salió de aquí esta noche… y cuya fotografía ya vio usted.
—¿Qué le hace pensar eso?
—El interés de Quinn por encontrarla. No dudó en arriesgarse mostrándose a cara descubierta, sólo para localizarla. Eso hace que ella sea muy importante para ese maldito tipo.
—Downes, acaba usted de darnos una excelente razón por la que el asesino quiera matarle. Usted es el único que puede identificarle a él. ¿Ha pensado en eso?
—Le aseguro que ese pensamiento me pone enfermo.
—Mejor será que viva prevenido, si quiere conservar la cabeza sobre los hombros — aconsejó Willard.
—Lo mismo digo, Rick. No me gustaría tener que investigar tu propio asesinato.
—Me largo. Entre los dos conseguirán que me preocupe más de la cuenta.
—Vuelva al hotel, pero no dude en llamarnos si por casualidad ve a Quinn en alguna parte.
—No creo que sea lo bastante loco para venir a mi encuentro de ahora en adelante, pero de cualquier modo lo tendré en cuenta.
Se despidió, reflexionando amargamente en que esa noche también estaba perdida por completo…
* * *
Había amanecido cuando entró en el vestíbulo del hotel.
Willy, tras su mostrador, daba frecuentes miradas al reloj, quizá pensando que las manecillas se movían más despacio que de costumbre.
Pero cuando advirtió la presencia de Rick olvidó el reloj momentáneamente.
—Ya empezaba a pensar que no apareciera usted, Downes.
—¿Qué pasa, más problemas?
—En todo caso, es uno de esos problemas que resultan muy agradables de resolver.
—¿De qué está hablando?
—De la chica.
Rick dio un respingo.
—¿Qué chica?
—Está esperándole hace horas. Vino que todavía era noche cerrada. Una damita por la que uñó haría cualquier cosa, desde andar cabeza abajo hasta pegarse un tiro.
—Pégueselo si quiere, pero después de decirme dónde está ahora ese monumento.
—Bueno, le dije que podía esperarle en el bar. No hay nadie allí ahora, de modo que su presencia no puede despertar ninguna curiosidad.
Aún estaba hablando cuando ya el detective se encaminaba al bar moviéndose con grandes zancadas.
La mujer estaba sentada en una mesa adosada a un rincón. Erguida y muy tiesa, no advirtió la presencia de Downes hasta que éste carraspeó.
Entonces ladeó la cabeza y se levantó al verle.
—Soy Rick Downes…
Se interrumpió de pronto al fallarle la voz.
Aquella era la muchacha de la fotografía que continuaba en su bolsillo. Sólo que entonces no parecía tan hermosa.
Su cara estaba extremadamente pálida y profundos círculos oscuros rodeaban sus ojos. Toda la piel de sus mejillas parecía tensa como un pergamino.
Estaba rígida ante él, apretando su pequeño bolso entre las manos, estrujándolo casi.
—Siéntese — dijo Rick—. ¿No se encuentra usted bien?
—Usted… usted es el detective del hotel, ¿no es cierto? Su voz temblaba.
—En efecto.
Volvió a sentarse, muy rígida, tan tensa como un cable.
El tanteó instintivamente sus bolsillos en busca de un cigarrillo antes de recordar que había agotado el paquete en el apartamento del crimen.
Se hundió en una butaca frente a la muchacha. Ella tenía unas piernas largas, perfectas. Vestía con elegancia y la estrecha falda moldeaba apretadamente sus muslos bajo una cintura delicada y frágil.
—Bueno, dígame qué puedo hacer por usted a estas horas… A juzgar por lo que me ha dicho el conserje, usted tampoco ha pegado un ojo esta noche, así que no perdamos tiempo.
De pronto se le ocurrió que aquella muy bien podía ser la mujer que gritó en el apartamento mientras él luchaba con el asesino, la misma que permaneció oculta en el tercer rellano cuando todo se precipitó.
Sólo que si era así no comprendía por qué ahora acudía a él. Y ella dijo con una voz delgada, a punto de quebrarse:
—Yo… no sé aún por qué he acudido a usted. Estoy tan asustada…
—¿Por qué está asustada?
—Es algo increíble, sórdido y terrible, señor Downes.
—Ya que está aquí, cuéntemelo sin rodeos.
—Creo que he venido porque aquí empezó todo… y porque sé que está trabajando también en este caso. Y porque él creía lo mismo.
Su voz se extinguió como si le faltara el aliento.
Rick sacudió la cabeza.
—No tengo uno de mis días brillantes — gruñó—, pero de cualquier modo no entiendo nada. ¿Por qué no empieza por el principio y me dice con claridad qué quiere de mí, empezando por su nombre, por supuesto?
—Oh, sí, claro… Me llamo Marie Quinn.
Él había esperado algo semejante, pero a pesar de todo se quedó mudo. Ella escrutaba su rostro con expresión anhelante.
—Bien, parece usted sorprendido, señor Downes…
—Lo estoy, en cierta forma. Vamos a hacer las cosas por orden para que no haya líos después. ¿Tiene su documentación a mano?
—Por supuesto, pero…
—Deje que la vea.
Sorprendida, ella abrió el bolso y le mostró su tarjeta de identidad y el permiso de conducir.
Ambos eran auténticos, extendidos a nombre de Marie Quinn y con su fotografía perfectamente clara.
—Ajá, ahora por lo menos sé que usted es realmente usted — rezongó él, devolviéndoselos.
—No comprendo…
—Hubo otra Marie Quinn, según mis noticias.
—¿Otra…?
—Eso dije.
—Eso es absurdo, increíble.
—Todo este asunto es absurdo e increíble. Y podría añadir algunos calificativos más.
Ahora veamos su historia, ¿sí?
—Creo que empiezo a comprender… Otra Marie Quinn, naturalmente… eso lo explicaría todo…
—De momento, a mí no me aclara nada. Ella se estremeció.
—Yo… yo fui quien llamó desde una habitación de este hotel, la otra noche, cuando encontré un hombre muerto.
Rick se irguió, perplejo.
—¿Usted? Yo creí que había sido la otra. ¡Maldita sea! En este maldito embrollo nada es lo que parece… Pero siga, aunque hágalo con cierto orden, por favor.
—Tal vez sea mejor que le diga por qué vine. Todo empezó en Bakersfield cuando alguien me llamó por teléfono. Una mujer, ¿sabe? Fue una cosa tan ridícula que no hice caso.
—¿Usted vive regularmente en Bakersfield?
—Sí; tengo una gran perfumería allí. Siempre he vivido en el mismo sitio, en la casa que fue de mis padres.
—Bien, adelante. ¿Qué fue lo que le dijeron por teléfono?
—Ya le dije que fue una mujer. Dijo que por lo visto yo había sabido arreglarme sin que nadie supiera nada, pero que para que las cosas siguieran igual debía pagar cinco mil dólares o todo el mundo en Bakersfield sabría qué era yo y dónde había estado… Le juro que no entendí nada, pero me asusté. No se necesitaba ser muy lisia para comprender que intentaban hacerme chantaje.
—¿Y…?
—Esa primera vez la mujer colgó antes que pudiera replicar.
—Pero hubo otras llamadas, supongo.
—Sí… Me dijo que destruiría completamente mi «fachada», que las organizaciones femeninas de la población sabrían que yo había sido una… una cualquiera, y que estaba fichada como prostituta —terminó apresuradamente.
—Ya veo. ¿Pagó usted?
—No. Todo era falso y acudí al comisario. Es un hombre excelente, que me conocía de toda la vida. Se lo conté todo. El me tranquilizó, pero no se tomó la cosa muy en serio.
—¿No hizo nada?
—Por lo menos, sus pesquisas no dieron ningún resultado. No pudo encontrar a la mujer que me había amenazado.
—¿No intervino su teléfono?
—No.
—Eso fue un error.
—Bueno, pasaron dos semanas sin que ella diera más señales de vida. Luego, un día, volvió a telefonearme. Se mostró segura de sí misma, demostrando que me conocía muy bien, que sabía todo sobre mi vida. Y dijo que debida a las dificultades que yo le estaba creando al acudir a la policía, la cantidad se había elevado a diez mil dólares. Me dio un plazo de una semana para pagar.
Rick sonrió.
—El comisario fue un estúpido al no intervenir su teléfono, pero esa dama tampoco era muy lista que digamos. ¿Qué pasó después?
—Bueno, decidí decírselo a mi hermano. Él vivía aquí, en la ciudad.
—¿Tenía usted dinero suficiente para pagar diez mil dólares?
—Sí lo tenía. Mi negocio marcha muy bien, y hace muchos años que lo tengo. Pero yo no quería pagar ni un centavo. No por una causa tan vil como ésa.
—Naturalmente.
—Decidí pedirle a Steve que viniera a verme. Steve es mi hermano… Era mi hermano
—su voz se quebró y, necesitó un esfuerzo para contener los sollozos.
Rick murmuró:
—Sigue siéndolo, según mis noticias.
Ella sacudió la cabeza. El detective no insistió. Necesitaba saber toda la historia si quería saber por dónde navegaba.
—Volvamos a la chantajista. Usted no quiso pagar, pero ella insistió, supongo que dándole otro plazo. ¿Fue así?
—No exactamente. Tres días después del ultimátum me dijo que lo tenía todo listo para destruirme ante toda Bakersfield. Al mismo tiempo, me dio instrucciones pan pagar. Ya sabe; donde debía llevar el dinero, la manera de entregarlo… todo eso.
—¿Algún lugar desierto tal vez?
—Al contrario. Debía hacer entrega del paquete con diez mil dólares en este hotel.
—¡Que me ahorquen! Por eso estaba usted aquí anoche…
—¿Lo sabía usted… antes que yo se lo dijera?
—Por supuesto. Es usted muy hermosa, Marie. Un botones la vio sentada en el vestíbulo y se fijó bien en usted.
—Comprendo… Sí, estuve aquí. Pero siguiendo las instrucciones de mi hermano entregué un paquete envuelto en papel fuerte conteniendo solamente recortes de periódico.
—Vayamos por partes. ¿A quién lo entregó?
—Al recepcionista.
—¿Qué?
Casi se levantó, sorprendido.
—Eran las instrucciones. Debía entregarlo en recepción, a nombre de Margie, nada más. Sólo que pensé descubrirla, ¿sabe? Por eso me quedé en aquel rincón, casi oculta por una palmera enana. Fueron las horas más largas de mi vida.
—Ahora comprendo… y vio a la tal Margie, por supuesto.
—Sí.
—¿Era alguien a quien usted conocía?
—No lo sé… su figura y lo poco que vi de su rostro me recordaban a alguien, pero sólo la vi unos instantes, muy fugazmente, cuando recogió el paquete. Ella estaba de espaldas a mí y yo no me atreví a mostrarme, ¿sabe? Pero la vi subir en el ascensor, llevando el paquete. Yo subí por las escaleras casi corriendo… Bueno, ella entró en la habitación doscientos seis.
—Debí suponer que íbamos a llegar a eso. Pero continúe.
Ella tardó unos segundos en hablar de nuevo. Su voz pareció perder fuerza cuando murmuró:
—Fui una estúpida. No me atreví a llamar porque oí una voz de hombre en el interior. Tampoco tuve valor suficiente para acudir a la policía. Había algo sórdido en todo aquello, ¿comprende? Aquella mujer parecía tan segura… pensé que si lo tenía todo tan bien planeado, podría perjudicarme realmente. ¿Se da cuenta de lo que quiero decir, señor Downes?
—Creo que sí.
—Bueno, me fui a la calle tratando de hallar el valor que me faltaba para terminar con todo de una vez. Fui en busca de mi hermano, pero no pude encontrarle. Cené en cualquier parte y volví a intentar reunirme con Steve. Tampoco estaba en casa. Después supe que había salido con una chica y que no regresó hasta mucho más tarde.
—Está bien, usted regresó aquí — dijo él, enderezando el relato.
—Sí. Al fin me decidí. Así que volví, subí a la habitación doscientos seis y llamé a la puerta varias veces. No me respondió nadie. Probé el tirador y la puerta se abrió, ¿sabe? Y entonces lo vi… ¡Dios mío, aquel hombre muerto…!
—¿Está segura que no había nadie más que el cadáver en la habitación?
—No… no había nadie. Estuve a punto de desmayarme. Luego, vi el teléfono y di el aviso. Pero tenía un miedo espantoso y tan pronto colgué salí corriendo.
—Un momento. Según mis noticias, el conserje no la vio salir.
—Me extravié por los pasillos. Estaba como loca… Encontré una escalera estrecha y descendí por ella. Al final había otro laberinto, una cocina desierta…
—Ya veo. Salió usted al jardín posterior del hotel.
—Sí.
—¿Y cuando abandonó, en la habitación no había nadie más que el hombre muerto?
—Yo no vi a nadie más.
Rick suspiró, notando un escalofrío recorriéndole el espinazo.
—Muchacha, creo que usted volvió a nacer aquella noche.
—¿Por qué dice usted eso?
—Porque estoy seguro que el asesino estaba oculto en alguna parte… en el baño quizá.
—¡Dios Santo, no!
—No puede ser de otro modo, para que el escaso tiempo que pasó desde su llamada hasta que yo subí a investigar fuera suficiente para que él hiciera desaparecer el cadáver arrojándolo por la ventana. Debió salir de estampida después de hacerlo, y así y todo estoy seguro que le pisé los talones…
—Es horrible… y esta noche, Steve…
—Mató al tipo hundiéndole el cráneo —le interrumpió él de mal talante—. ¿Quién era el fulano, un cómplice de la chantajista?
Ella desorbitó los ojos.
—¿Qué dice?
—Yo hablé con su hermano esta noche pasada, y el tipo muerto que yo vi no era él.
—¡Que usted…! Es todo una locura.
—Quizá me equivoque, pero usted era la muchacha oculta en la escalera, a oscuras, cuando yo me chamusqué los dedos tratando de verla.
Ella se levantó de un salto, aturdida.
—¡Era usted! El cabeceó.
—¿Qué le parece? Y huyó usted para venir en mi busca. ¿Qué estaba haciendo allí?
—Había ido a ver a mi hermano… estaba asustada, aturdida. Conseguí encontrarle por teléfono… me dijo que estaba esperando a alguien, pero que fuera, que entre los dos podríamos arreglar mejor todo el asunto…
—Estaba esperándome a mí — dijo Rick—. Pero algo debió suceder para que se decidiera a matar al otro tipo antes que yo llegara.
Ella estaba temblando, como si estuviera al borde de un ataque de histeria.
—¡Usted no comprende…! ¿No se da cuenta señor Downes? ¡Es a mi hermano a quien mataron!
Esta vez fue él quien dio un brinco.
—¿A su hermano? —balbuceó—. ¿Quiere decir que el hombre muerto en aquel apartamento de la calle Redlands era su hermano?
Ella asintió. Al fin, las lágrimas habían desbordado sus ojos y rodaban por sus mejillas.
—No lo entiendo… yo hablé con alguien que me dijo que era Steve Quinn… y le aseguro que no se parecía en nada al hombre que yo he visto muerto esta noche.
La muchacha no replicó, luchando por contener las lágrimas. Al cabo de unos segundos, Rick añadió:
—Cálmese. Perdiendo los estribos no llegaremos a ninguna parte, muchacha.
—Ha sido todo tan horrible que todavía no comprendo cómo no me volví loca.
—Lo comprendo. Ahora, volvamos a la noche. Usted fue al encuentro de su hermano, a ese apartamento. Pero no entró en él, desde el momento que estaba oculta en la escalera cuando yo llegué. ¿Por qué?
—Porque oí voces excitadas en el interior cuando llegué ante la puerta. Traté de entender lo que decían, pero fue imposible. No supe si llamar o no… mi hermano me había dicho que esperaba a alguien y que entre los dos podríamos arreglar más fácilmente todo el desagradable asunto. Bueno, titubeé, porque el tono de las voces era de disputa. Me disponía a llamar cuando le oí subir a usted y tuve miedo.
—Comprendo. El asesino debió descargar su golpe en aquellos precisos instantes…
Ella se estremeció, mirándole con sus grandes ojos cargados de incertidumbre y temor.
Y de pronto dijo:
—Si yo… si hubiera sabido desde un principio que usted intervenía en el caso…
—¿Sí?
—Sé que puedo confiar en usted, señor Downes — confesó espontáneamente—. Ojalá lo hubiera sabido cuando estuve aquí aquella tarde, con mi ridículo paquete de recortes de periódico.
El sonrió.
—Tal como usted dice, ojalá lo hubiera hecho. Posiblemente, muchas cosas que han ocurrido se hubieran podido evitar.
Ella sostuvo su mirada y en sus ojos había un brillo extraño y húmedo.
—¿Qué cree que podemos hacer ahora? — murmuró
—En primer lugar, algo que va a resultarle desagradable. Quiero que vea el cadáver de una mujer.
Ella dio un respingo.
—¿Por qué yo? — balbuceó.
—Porque no me cabe duda que es la mujer que quiso extorsionarla. En segundo lugar, porque quizá usted al verla pueda aclarar muchas cosas que todavía son un misterio… entre ellas, la razón por la cual utilizaba el nombre de Marie Quinn para sus embrollos.
La muchacha se quedó boquiabierta de asombro.
—¿Mi nombre? —dijo en un susurro—, ¿Cómo es posible?
—Eso es lo que quisiera saber, y tengo la esperanza de que se aclare en cuanto usted la vea. Le diré que esa mujer que ahora está muerta es la que recogió el paquete de recortes de periódico y que usted sólo pudo ver de refilón.
—Comprendo…
—Vamos, le contaré el resto por el camino.
Rick condujo el coche en silencio durante unos minutos. Después dijo inesperadamente:
—¿Vive usted sola en Bakersfield?
—Sí… en una casa demasiado grande. Mi hermano me cedió su parte porque él está… está… estaba establecido aquí, en la ciudad. Mi negocio es bueno y vivo bien, conozco a todo el mundo…
Su voz se extinguió de pronto.
Él sonrió.
—Cálmese —dijo—. Dentro de un tiempo todo habrá pasado y sólo será un recuerdo, cada vez más lejano. No se detiene la vida sólo porque recibamos algún que otro porrazo, ¿comprende?
—Sí, sí, claro… ¿Sabe usted? Es bueno tener a alguien en quien poder confiar.
El la miró de refilón. Le sonrió y siguió conduciendo rumbo al depósito de cadáveres.