Capítulo 3
—BIEN —dijo el capitán—; ahora sabemos que hay dos cadáveres. Eso ya es algo. Rick hizo una mueca.
—Celebro que le parezca algo. Yo sé que tenemos «un» cadáver. El otro todavía anda danzando en alguna parte.
—No complique las cosas. Usted vio a la mujer muerta y yo creo su palabra. Es usted un tipo experimentado, Rick. Fue uno de los mejores oficiales de policía que he tenido a mis órdenes. Si usted dice que vio un fiambre es que lo vio. Y contando con ese tipo que estaba despatarrado ahí abajo son dos muertos. ¿Sí o no?
Downes se encogió de hombros.
—Estoy cansado, Maty. No he pegado ojo en toda la noche.
—¿Y qué con eso?
—Quiero decir que le dejo eh pastel para usted solo. Yo ya he evitado el escándalo y la publicidad. Ahora, encuentre usted al asesino… si puede.
—Lo encontraremos, seguro. En cuanto identifique al tipo ese… Sam Jones, las cosas se resolverán por sí mismas.
—Le apuesto doble contra sencillo a que ése no era su verdadero nombre.
—Desde luego, suena mal.
—Por si le interesa, es casi seguro que salió del President House, ese edificio nuevo que…
—Lo conozco. ¿Cómo lo averiguó usted, hombre?
—Por el taxista. Y ahora, llévese a sus esbirros y déjeme en paz, ¿quiere? Si O'Donovan se ha olvidado de mí quizá pueda dormir un poco esta mañana.
—Es usted un tipo afortunado… De todos modos tenga los ojos abiertos por aquí, cuando no esté durmiendo, desde luego.
Riéndose entre dientes, el policía abandonó la pequeña oficina.
Rick Downes cerró la puerta y suspiró. Fastidiado, encendió otro cigarrillo diciéndose una vez más que estaba fumando demasiado.
Apuró el cigarrillo hasta el final. Tras esto, se encerró en su habitación, corrió las cortinas para mitigar la luz del sol y se echó sobre la cama después de arrojar la chaqueta sobre una silla.
Se durmió casi al instante.
Le parecía que acababa de cerrar los ojos cuando el estridente timbre del teléfono le hizo dar un salto y quedar sentado en el lecho, aturdido y parpadeando.
—¡Maldita sea! —bufó, descolgando el auricular—, ¿A quién se han cargado ahora? La voz del recepcionista dijo con calma:
—Llevo un siglo buscándole, Downes… Tenemos un problema.
—¿Qué clase de problema?
—Mejor será que venga aquí y se entere. Temo no poderlo manejar yo solo…
—Está bien.
Colgó y miró el reloj. Se llevó una sorpresa al advertir que eran las tres de la tarde. Había dormido mucho más de lo que imaginara y eso le reconcilió en parte con el conserje.
El vestíbulo estaba sumamente concurrido cuando llegó. El recepcionista le hizo una discreta seña.
—¿De qué se trata? — rezongó.
—He conseguido que el tipo se fuera al bar para esperarle a usted.
—¿Qué tipo?
—Joven, agresivo. Dice que anda buscando a su hermana y que está seguro que se encuentra aquí. Dispuesto a armar un escándalo si no le ayudamos a encontrarla.
Rick se estremeció al pensar en la muchacha asesinada que viera en la playa.
—Veré si le calmo — dijo, encaminándose al bar.
Estaba casi lleno, pero le fue fácil descubrir al individuo porque estaba solo en un extremo de la barra, ceñudo, con un vaso intacto ante él.
Se colocó a su lado. Hizo una seña al mozo y luego dijo procurando controlar su voz:
—Entiendo que ha venido usted buscando a su hermana…
El hombre se volvió hacia él. Tendría unos veintiocho años y sus facciones correctas delataban la agresividad de su carácter.
—¿Es usted Downes? — gruñó.
—Para usted, señor Downes. No empiece a sacar los pies del cesto antes de hora.
—¿Qué demonios…?
—Mire, usted no es cliente del hotel. Ha venido aquí amenazando con armar escándalo. Mi trabajo es evitar los escándalos, de un modo o de otro. Así que no haga las cosas difíciles si puede evitarlo.
—Muy bien, se lo haré fácil — dijo rechinando los dientes de ira—. Sé que mi hermana está aquí, en este hotel. Quiero encontrarla, pero ese idiota de la recepción se ha negado a ayudarme.
—Su trabajo no es buscar a la gente. El mío, sí. ¿Cómo se llama su hermana?
—Marie Quinn. Yo me llamo Steve Quinn.
—¿Soltera o casada?
—Soltera.
—Aquí no hay ninguna mujer inscrita con ese nombre.
—Debe haber utilizado otro, quizá.
—Tampoco tenemos inscrita ninguna mujer sola.
El mozo depositó un vaso de whisky y hielo delante de Rick. Este lo tomó y bebió un sorbo.
Steve Quinn masculló:
—Yo no he dicho que estuviera sola. Puede… puede haberse instalado como esposa de alguien.
—Ya veo. ¿Puede decirme para qué quiere encontrarla?
—Eso maldito si le importa a nadie.
—A mí sí. ¿Qué edad tiene su hermana?
—Veinticinco.
—Mayor de edad. Para decirlo sin circunloquios, ella puede hacer lo que le dé la gana, amigo.
—¿Va a ayudarme usted sí o no?
—Me parece que no.
Bebió otro sorbo de whisky. Quinn estaba pálido y tenía los labios apretados de furia. Rick añadió:
—Suponiendo que ella esté aquí en compañía de un hombre, eso no le concierne a usted ni a nadie, mientras no den motivo de escóndalo al hotel.
—Si cree que desistiré de buscarla sólo porque a ustedes les asusta el escándalo…
—Ahí es donde se equivoca. A mí no me asusta ningún escóndalo; simplemente, los evito. Ese es mi trabajo.
Durante unos instantes Quinn permaneció callado, dominándose. Al fin gruñó:
—Usted gana. Olvidemos el escándalo y todas esas tonterías. Todo lo que yo quiero es hablar con Marie. Encuéntrela y dígale que fije un lugar donde pueda verla, fuera del hotel.
—De nuevo confunde mis funciones aquí. Pero haré algo por usted… ¿Tiene alguna fotografía de su hermana?
—Por supuesto.
Sacó una cartera del bolsillo y de ella una foto tamaño postal.
Rick la tomó, examinándola. Suspiró cuando comprobó que no era la mujer que viera muerta en la playa, como había temido al principio sin saber muy bien por qué.
—Espere aquí — dijo.
Se llevó la fotografía, que mostró al conserje.
—¿La ha visto alguna vez por aquí? —indagó.
El hombre la miró con suma atención. Era la foto de una muchacha hermosa, de grandes ojos expresivos y labios carnosos.
—No — dijo—. Estoy seguro que no.
Hizo la misma pregunta al portero con uniforme de almirante, con igual resultado negativo.
Después al ascensorista, que sacudió la cabeza y murmuró:
—Es preciosa, ¿eh, señor Downes? La recordaría…
Estaba a punto de regresar al bar cuando un botones se le acercó apresuradamente.
—Le llaman al teléfono, señor Downes. Cabina número dos.
—Gracias. A propósito, ¿has visto alguna vez a esta dama? El botones miró la fotografía. Sin titubear dijo:
—Seguro. Estuvo aquí ayer tarde… a última hora. Rick dio un respingo.
—¿Sin ninguna duda?
—En absoluto. La recuerdo muy bien. Estaba sentada en una butaca, cerca de la palmera del rincón, mirando a los que entraban y salían. Pensé que esperaba a alguien. Después, cuando regresé de un recado, ya se había ido.
—¿La viste hablar con alguien?
—Eso no. Sólo estaba ahí, sentada, muy quieta.
—¿A qué hora más o menos?
—Bueno… alrededor de las siete creo yo.
—Si vuelves a verla, llámame.
Fue al teléfono. Reconoció la voz del capitán Maty cuando le dijo:
—Las huellas dactilares del hombre muerto corresponden a las de una de sus copas, Rick. El muerto era Sam Iones.
—Estaba seguro de ello. ¿Ha logrado su identificación definitiva en el President House?
—Tengo a los muchachos ocupados en ese trabajo. Ya le diré lo que saquen en claro.
—No deje de hacerlo. Y gracias. Colgó, regresando al bar.
Buscó a Steve Quinn con la mirada y no lo vio. Sorprendido, le preguntó al mozo, quien elijo:
—Salió disparado poco después que usted se fue, señor Downes.
—¿Qué quieres decir con eso de que salió disparado?
—Bueno, estaba apurando su bebida. De pronto, saltó del taburete, dejó un billete sobre la barra y casi corrió hacia la salida. Ni siquiera esperó el cambio.
—Ya veo. ¿Te parece que vio a alguien y fue tras él, o más bien se esfumó temeroso de que le descubrieran?
El mozo se rascó el cogote.
—No sabría decirle. Sólo me fijé en sus prisas y en el dinero que dejaba.
—Está bien, olvídalo.
El también apuró los restos de su propio whisky antes de volver a su despacho.
Estuvo unos minutos quieto, sentado ante la mesa, mirando la fotografía de la hermosa muchacha llamada Marie Quinn. Había algo en aquel rostro que le sugestionaba.
Quizá fuera la limpia mirada de los grandes ojos, profundos y sinceros, o la irresistible ternura de los labios sonrientes que inducían a pensar en un abismo de pasión…
De cualquier modo, Rick se confesó que en toda su vida no había sentido semejante impacto ante ninguna mujer, y menos viéndola solamente en fotografía.
Entonces sonó el teléfono, rompiendo el hechizo, y la voz del capitán Maty acabó de arrancarle de aquel mundo que durante unos instantes le había elevado por encima del sórdido asunto que estaba en marcha.
—Rick, necesito que venga — dijo el policía—. Tenemos a la mujer apuñalada.
—Está bien, salgo ahora mismo.
—Hay algo más, pero se lo diré cuando llegue…
Colgó, guardó la fotografía en el bolsillo y salió en busca del coche.