Capítulo 4
EL encargado del depósito de cadáveres levantó la blanca sábana con un ademán indiferente.
Ni siquiera dirigió una mirada al cadáver. Rick Downes sí lo miró.
El capitán Maty, a su lado, gruñó:
—Bueno, ¿es la misma o no?
—Seguro. Esta es la mujer que yo encontré en la playa.
—Apareció flotando hace menos de una hora. No comprendo por qué el criminal se tomó el trabajo de arrojarla al mar, después que usted ya la había descubierto.
Rick no replicó. Estaba contemplando el blanco rostro de la muchacha muerta como si esperase verla revivir de un instante a otro.
—Apenas tenía veinte años… —murmuró.
—No creo que los tuviera — dijo Maty—. Estas chicas de ahora se meten en un lío tras otro…
El policía hizo una seña al encargado, quien corrió la sábana otra vez, cubriendo el rostro de la muerta.
Los dos echaron a andar hacia la salida, huyendo del frío y del penetrante olor a formaldehído que impregnaba toda la vasta estancia.
Al salir de nuevo al sol del exterior fue como si entraran en otro mundo. Un mundo lleno de vida.
—Me gustaría echarle el guante al bastardo que lo hizo — exclamó Rick de pronto —.
Tenerlo sólo cinco minutos a mi disposición.
—¿Qué le pasa ahora?
—Era apenas una chiquilla.
—Vamos, vamos, tómelo con calma. Es usted un veterano, Downes. Este se encogió de hombros y no añadió nada más.
Anduvieron hasta la esquina. Poco más allá estaba el edificio policíaco, de modo que en unos minutos estuvieron sentados en la oficina del capitón.
Downes estaba encendiendo un cigarrillo cuando Maty dijo:
—Identificamos al hombre, Rick; a Sam Jones quiero decir.
—¿Y…?
—Por supuesto, no se llamaba así. Su nombre auténtico era John Casey.
—Eso puede ser importante.
—No.
—¿Cómo?
—Casey estaba casado. Por lo visto había dificultades en su matrimonio. Tenía un negocio floreciente y dinero en el Banco. Cuando salió de casa con una maleta lo hizo para emprender un «corto viaje» de negocios… un viaje que le llevó al hotel.
—¿Vivía realmente en el President House?
—Efectivamente. Un apartamento lujoso por el que debió pagar una fortuna.
—Era lo que imaginé, de cualquier modo. Vino al hotel para una cita de amor… probablemente con esa chica del depósito. Un par de días de placer con esa monada y luego hubiera regresado a su casa después de un «provechoso viaje de negocios»… sólo que algo sucedió que lo echó todo por la borda.
—¿Qué cree usted que pasó?
—¿Cómo puedo saberlo?
—Sí, claro… nadie lo sabe excepto el asesino.
Rick aplastó la mitad del cigarrillo en un cenicero y se levantó.
—Voy a regresar al hotel —dijo de mal talante—. Llámeme si surge algo nuevo.
—Ya ha surgido —murmuró el capitán, dándole vuelta a un lápiz entre los dedos—. Le dije por teléfono que tenía novedades…
—¡Infiernos! ¿Qué espera para soltarlas?
—En primer lugar, las huellas en la otra copa corresponden a esa pobre chica sin ninguna duda. Comprobado.
—Era lo que podía esperarse. ¿Qué más?
—También identificamos a la muchacha…
Rick se irguió, esta vez realmente sorprendido.
—¿Tan rápido? — exclamó.
—En realidad, fue fácil. Estaba fichada, usted sabe.
—Ya veo. ¿Por qué cargos?
—La cazaron hace más de un año los de la Brigada de Costumbres.
—Entiendo; prostitución…
—Exactamente. Como era la primera vez salió bien del tropiezo, pero su ficha quedó en los archivos. Se llamaba Marie Quinn.
Downes pegó un salto.
—¿Cómo dijo? — bufó.
—Bueno, dije su nombre, el de esa chica. ¿Qué demonios tiene eso de raro? Marie Quinn… No es ningún nombre exótico, digo yo.
—Exótico quizá no, pero sí más falso que una moneda de plomo. Esta vez fue Maty quien se levantó poco a poco, boquiabierto.
—¿Falso? — jadeó—. ¿De dónde saca semejante idea?
—No es solamente una idea. Vea eso.
Colocó la fotografía que tanto admirara antes sobre la mesa.
El capitán la miró. Vio tan sólo una muchacha joven y extraordinariamente bella, pero nada más.
—Muy bien, es un monumento, de eso no cabe duda. Pero sigo sin ver de dónde saca usted la idea de que el nombre de la muerta es falso.
—La razón es sencilla, Maty… Marie Quinn es esa mujer de la foto.
—No lo creo. Está equivocado, Downes. Este sacudió la cabeza.
—Hablé con su hermano esta tarde… andaba buscándola. Él fue quien me dio la foto.
—Es indudable que hay algo muy raro en todo eso. Usted sabe cómo se verifica la identidad de una persona cuando es detenida, ¿no es cierto? Bien, pues Marie Quinn fue identificada por expertos.
—A menos…
—¿Sí?
—Quizá ese tipo mintió… o tal vez la muchacha, cuando la detuvieron, llevaba documentos falsos a nombre de Marie Quinn.
—Hábleme de ese individuo que buscaba a la mujer de la foto.
Rick le contó todo lo sucedido en el hotel con el irascible Steve Quinn.
—¿Y dice que desapareció apresuradamente antes de que usted regresara a su lado?
—Eso fue lo que me contó el mozo, y no tenía razón alguna para mentir.
—Absurdo… Hemos comprobado incluso las huellas dactilares de esa desgraciada. Le aseguro que corresponden a las de la ficha que tenemos a nombre de Marie Quinn.
Rick tomó la foto, guardándola de nuevo en el bolsillo.
—Como le eche la vista encima a ese individuo — dijo sin disimular su mal humor—, le haré escupir un par de respuestas concretas, palabra.
Maty asintió.
—Mejor será que me llame — sugirió—. Nosotros también tenemos algunas cosas que preguntarle.
—Lo haré. ¿Tiene otras sorpresas por el estilo, o ya ha vaciado el cargador?
—Está vacío, amigo. Espero que la próxima vez sea usted quien me proporcione noticias.
—Yo me limito a proporcionarle cadáveres, Maty. Eso debería ser suficiente.
—¡Al diablo con usted!
Cerró la puerta y salió del edificio cabizbajo, maldiciendo para sus adentros aquel extraño embrollo en el que nadie era quien decía ser, en el que los hermanos no lo eran, los hombres de negocios tampoco… y ni siquiera los cadáveres se comportaban con seriedad.
Anduvo hasta su coche, en el estacionamiento que había más allá de la primera esquina, en un gran solar pendiente de construcción.
Atardecía. El sol se había hundido ya y una luz suave y tamizada comenzaba a envolver la ciudad.
Rick buscó las llaves del auto en los bolsillos.
Antes que las encontrara escuchó un extraño zumbido y un agudo golpe. En el cristal del coche apareció un orificio a cuyo alrededor se formó una complicada maraña de estrías.
Obrando por puro instinto, Downes saltó a un lado zambulléndose de cabeza al suelo en el instante en que el terrible zumbido vibraba una vez más, y un nuevo agujero I surgía como por arte de magia en el cristal.
Rodó sobre sí mismo. No llevaba armas. Casi nunca las llevaba porque en su trabajo jamás las necesitaba.
Ahora hubiera sido una gran cosa disponer de su fiel 38.
Hubo todavía otro disparo con arma silenciosa. Sólo j que ahora el cristal no resistió el tercer impacto y, con un estallido, saltó en millares de partículas.
Guarecido detrás de otro coche, Rick se arriesgó a asomar la cabeza por una ventanilla. Llegó a tiempo de ver un convertible color crema acelerar brutalmente y perderse entre el tráfico.
Algunos asombrados espectadores empezaban a aproximarse.
Rick se levantó, sacudiéndose las ropas y maldiciendo todo a un tiempo.
Una mujer exclamó:
—¡Pudieron haberle matado…!
—¡Yo vi cómo huía! — cacareó otro. Downes se volvió en redondo.
—¿Vio usted al tipo que disparó?
—Este… no… no me gustan las complicaciones… Sólo vi el coche.
—¿Cuántos hombres iban en él?
—No sé… creo que sólo vi uno…
—¿Nadie pudo ver a ese individuo del auto? —preguntó casi a gritos.
Todo el mundo sacudió la cabeza. Uno tras otro perdieron interés en el asunto y se alejaron apresuradamente.
Nadie quería verse implicado en una encuesta policial, eso saltaba a la vista.
Downes sintió tentaciones de gritarles. Luego, lo pensó mejor y entrando en el coche arrancó, alejándose de aquella peligrosa vecindad.
Quince minutos después entraba en un taller cuyo propietario había pertenecido, igual que él, a la policía.
En pocas palabras le puso al corriente de lo sucedido. Luego, preguntó:
—¿Cuánto tiempo crees que tardarás en colocar el cristal?
—Un par de horas, supongo. Hay que buscar otro de recambio. Oye, ¿por qué quisieron volarte la cabeza, Rick?
—No lo sé. ¡Maldita sea! Te juro que me gustaría mucho saberlo.
—Bueno, imagino que sí sabrás en qué andas metido.
—Todo lo que sé es que encontré dos cadáveres. Pero la policía ha intervenido ya, dejándome al margen, de modo que no tiene objeto que la tomen conmigo por ese lado.
El mecánico se encogió de hombros. Luego dijo con sorna:
—Afortunadamente, tú eres soltero. Yo abandoné la policía porque mi mujer se ponía enferma cada vez que entraba de servicio. Tenía miedo. Pero tú, sin una mujer de quien preocuparte…
—Quieres decir que siendo soltero pueden volarme los sesos sin mayores complicaciones, ¿eh? Vete al demonio…
Riéndose, su ex camarada le estrechó la mano y Rick se fue.
Cuando llegó al hotel era noche cerrada y no estaba precisamente de buen humor.
* * *
El conserje, Willy, tampoco parecía tener una buena noche.
—Me lo contaron, Downes — dijo por todo saludo—. Debió ser un buen embrollo, ¿eh?
—Y usted que lo diga.
—Hay días en que el destino parece complicarlo todo… Hay una nota aquí para usted.
Es referente a una habitación libre en la que alguien anduvo revolviéndolo todo…
Rick aguzó los oídos.
—¿Qué habitación?
El conserje consultó una nota escrita a mano.
—La doscientos diez. Las camareras la encontraron revuelta, con la cama deshecha y una silla volcada. El director se puso furioso. Dijo que eso sólo podía haber sido hecho por algún granuja del personal, que se llevó a esa habitación alguna chica.
—Deme la llave de la doscientos diez. ¿La arreglaron ya?
—Por supuesto.
—Ojalá hubiese estado yo aquí… Deme la llave de todos modos. Subió, refunfuñando.
La habitación estaba en orden. Las camareras, como de costumbre, habían hecho un buen trabajo.
Downes abrió la ventana y dio un vistazo al exterior.
Bajo él se abría el oscuro abismo del acantilado. Unos metros más allá había un roquedal que se internaba en la playa, pero bajo la ventana no podía ver más que la negrura de la pared de roca.
—Muy listo… — rezongó entre dientes.
Apagó las luces y salió al pasillo. Cabizbajo, regresó a la planta baja y devolvió la llave.
—¿Encontró algo? — indagó Willy.
—Nada.
—Bueno, ¿qué esperaba que hubiera allí?
—Sinceramente, no lo sé.
Se despidió con un ademán y minutos después estaba en su habitación con la esperanza de que en esa noche no hubiera más llamadas, ni más crímenes, ni siquiera un borracho que escandalizara obligándole a intervenir.
No tardó en acostarse, y apenas su cabeza tocó la almohada quedó profundamente dormido.
Sólo que tampoco esa fue una noche tranquila.
El teléfono dejó oír su voz con insistencia, una y otra vez, con machaconería.
Nebulosamente, Rick lo oyó como si viniera de muy lejos, pero no despertó. Giró sobre sí mismo, refunfuñando en sueños.
El timbre continuó machacando sus sueños implacablemente, hasta que consiguió rompérselos.
Parpadeó en la oscuridad, lanzó un sonoro juramento con voz ronca y descolgó el aparato de un violento zarpazo.
—¡Sí! — rugió—. ¡Habla Downes!
La vocecilla de la telefonista vibró a través del auricular:
—Lo siento, señor Downes…
—Más siento yo que me hayas despertado… ¿Qué hora es, Emery?
—Las dos y quince minutos, señor Downes.
—¡Infiernos! Otra noche maldita… ¿Han matado a alguien más, o qué te pasa?
—Por favor, no bromee con estas cosas, señor Downes…
—Entonces, ¿de qué se trata?
—Hay una llamada para usted. Urgente y personal.
—¿Personal?
—Sí, señor.
—¿De quién?
—No quiso dar su nombre… Es todo muy extraño, ¿sabe?
—¿Hombre o mujer?
—Hombre…
—Está bien, páseme la comunicación. Y no necesitas escuchar, linda, yo puedo solucionar mis propios asuntos.
—¡Oh, señor Downes! Nunca lo hago —protestó la muchacha.
Sonó el chasquido de la centralilla y una voz de hombre sustituyó a la de Emery.
—¿Es usted el detective del hotel?
—Seguro. Y usted, ¿quién es?
—Necesito verle cuanto antes, Downes. ¿No es ése su nombre?
—Desde luego, así me llamo. Pero podía haber esperado a mañana, sea lo que sea que tiene que decirme.
—No puedo esperar. Es todo tan endiabladamente urgente que ya es bastante malo el tiempo que estamos perdiendo.
—No me ha dicho aún quién es usted.
—¿No lo hice?
—Seguro que no.
—Yo creo que… Bien, me llamo Steve Quinn. Rick dio un respingo.
—¡Quinn! —barbotó—. ¿Dónde diablos está usted ahora?
—¿Tiene algo a mano con que tomar nota?
—Seguro. Dispare.
Anotó las señas. Quinn insistió:
—Dese prisa. No tenemos mucho tiempo.
—No se mueva de ahí. Llegaré en cuestión de minutos.
Cortó la comunicación. Casi al instante marcó el número del capitán Maty. Le respondió una voz de mujer, una voz que él conocía bien.
—Oh, es usted, Downes — exclamó la esposa del policía cuando Rick se presentó —.
No, Jim no está aquí.
—Gracias, trataré de localizarlo en su despacho. Celebro oírla, señora Maty.
—Yo también a usted. Jim dice que ahora ya no quiere tener tratos con los viejos amigos, Downes. Nunca viene a cenar con nosotros.
—Estoy endiabladamente ocupado en este hotel, palabra. Pero lo arreglaré para una de estas noches.
—Ojalá sea cierto…
—En caso de que su esposo regrese pronto, dígale que me llame, por favor.
—Lo haré.
Colgó tras despedirse y comunicó con la oficina del capitán.
Una voz destemplada le dijo que el capitán Maty había salido en comisión de servicio y que no sabían cuándo regresaría.
De mal talante, Rick colgó de golpe.
—Al diablo — gruñó—, lo haré yo solo.
Se vistió apresuradamente y corrió al garaje. El encargado le recibió con cara de sueño.
—Necesito un coche —tronó el detective—. El mío está en reparación.
—Tome la furgoneta, señor Downes. Es el único vehículo del hotel disponible. El señor
O'Donovan se llevó el sedán y todavía no ha regresado.
—Está bien.
La furgoneta salió zumbando por la rampa hasta la calle.
No era un auto como para hacer carreras, pero Rick mantuvo hundido el acelerador hasta el fondo aprovechándose del escaso tráfico de las calles.
La casa cuyas señas había anotado era un edificio de tres plantas. En los bajos había una licorería, cerrada y con el escaparate a oscuras protegido por una reja.
La puerta de la escalera estaba junto al escaparate, abierta y tan negra como la tinta.
Downes entró en la oscuridad, tanteando hasta localizar la escalera. Con las puntas de los dedos encontró una puerta cerrada a la derecha. Tras esto, tropezó con el primer escalón y comenzó a subir a tientas.
En la segunda planta se detuvo. Encendió una cerilla para ver dónde estaba la puerta.
La tenía casi pegada a las narices.
Llamó con los nudillos y esperó, recordando la urgencia de la voz que le había hablado por teléfono.
Nadie acudió a abrir. Una extraña sensación de inquietud le invadió produciéndole escalofríos.
Llamó de nuevo, esta vez más fuerte. Tampoco ahora obtuvo resultado alguno. Probó el tirador, pero la puerta estaba cerrada y no cedió.
Envuelto en la oscuridad, en medio del completo silencio, Rick pensó que quizá se había equivocado de dirección. Saldría a la calle y lo comprobaría una vez más.
Entonces escuchó un leve roce sobre su cabeza, como el producido por un animal al acecho… o por un pie al desplazarse con infinito cuidado.
Se puso rígido. Volvió a maldecirse por no haber sacado el revólver del cajón donde lo guardaba.
—¿Hay alguien ahí? —preguntó con voz queda. Silencio.
Encendió otra cerilla sólo para ver los escalones que se perdían en la oscuridad, hacia arriba. Comenzó a subir y a mitad del recorrido la cerilla le chamuscó los dedos.
La soltó, deteniéndose para encender otra y continuar hacia arriba.
Esta le duró hasta que su cabeza asomó en el rellano superior. Se quemó otra vez los dedos y con un juramento volvió a quedarse a oscuras en el instante en que unos pies, sobre él, cambiaban de lugar.
Incluso, en medio del impresionante silencio, escuchó una violenta respiración contenida a duras penas.
—Si alguien quiere jugar al escondite… — rezongó en voz alta. Justo en aquel instante abajo una puerta se abrió.
La puerta de la segunda planta.
Rick dio un salto atrás, trastabilló en la oscuridad y estuvo a punto de caer. Luego, se lanzó escaleras abajo apresuradamente.
La puerta que antes estuviera cerrada por dentro apareció ahora abierta de par en par, al tiempo que alguien descendía la escalera a saltos, huyendo.
El detective ni siquiera titubeó. Echó a correr y al llegar abajo captó la apresurada visión de un hombre precipitándose hacia el portal.
Con un salto inverosímil, Rick brincó por encima de la barandilla. Voló materialmente en el aire antes de estrellarse contra la espalda del fugitivo, quien emitió un grito de ira y desesperación.
Ambos rodaron por el suelo. Rick notó el tremendo porrazo en todo el cuerpo, pero se levantó como impulsado por un resorte.
El otro no perdió tiempo tampoco. Saltó sobre sus pies y descargó un trallazo que cazó al detective en un lado de la cabeza, arrojándole hacia atrás.
Con un rugido, Downes atacó. Pocas veces se había sentido tan enfurecido como entonces.
Su primer golpe cazó al fugitivo en el estómago, doblándole con violencia. Disparó la rodilla hacia arriba, pero sólo pudo golpearle de refilón debido a la oscuridad y repitió el zurdazo.
Su puño encontró la sólida mandíbula de su enemigo. Sonó un grito y el hombre retrocedió a trompicones hasta estrellarse contra la pared.
Rick atravesó el estrecho zaguán mascullando maldiciones. Recibió un golpe en un costado que casi le cortó la respiración, pero una vez más su puño como una roca acertó en alguna parte vital del otro, porque sonó un agónico quejido y el hombre retrocedió a trompicones.
Si hubiese habido un poco de luz, la lucha no hubiera durado ni un minuto más, porque Downes era un experimentado luchador y, además, estaba enfurecido.
Pero en la oscuridad debía guiarse por los sonidos para pelear. Avanzó tratando de localizar al otro, pero sólo encontró la pared.
Se detuvo, conteniendo la respiración, intentando saber hacia qué lado debía golpear.
Entonces, arriba, en el piso, estalló un alarido terrible que hizo añicos el silencio y le paralizó unos instantes, lleno de estupor.
Agazapado, dudó entre continuar la lucha o correr en auxilio de quien fuera que había lanzado aquel aullido estremecedor.
Su enemigo le sacó de dudas.
Frente a él, un poco a la izquierda, hubo un fogonazo y el estampido de una pistola retumbó como una bomba. La bala, disparada a ciegas, pasó lejos de Rick, pero la sintió estrellarse contra la pared y después alejarse con un agudo chillido.
Saltó instintivamente de costado. La pistola disparó de nuevo y tras esto el enemigo corrió, pasó el portal como un rayo y se perdió en la calle.
Downes corrió tras él. Le vio cuando doblaba la esquina.
No tenía ni una oportunidad de alcanzarle, pero le quedaba la esperanza de que alguien interviniera, algún guardia de las rondas nocturnas quizá. Así que echó a correr como un gamo.
Tan pronto dobló la esquina comprendió que había fallado.
Las rojas luces de un auto se apartaban de la acera. El tipo debió arrancar en segunda, porque el convertible pegó un salto hacia adelante y se alejó a una velocidad endiablada.
Era de color crema.
Rick se quedó unos instantes plantado en la acera, furioso por haber fracasado. Sin ninguna duda, aquel era el mismo criminal que había intentado matarle a tiros en el estacionamiento.
Mientras regresaba hacia la casa advirtió que algunas ventanas se habían abierto, pero nadie parecía dispuesto a intervenir.
Los disparos, en el reducido espacio del oscuro zaguán, so debían haber resonado excesivamente en la calle. Eso explicaba la escasa alarma levantada.
Subió las escaleras a saltos, exponiéndose a romperse la crisma.
La puerta del segundo piso continuaba abierta de par en par mostrando un interior alumbrado por una lámpara de techo.
Sólo entonces cayó en la cuenta de que en ninguno de los demás pisos de la casa había aparecido nadie. Tal vez estuvieran deshabitados.
Entró, ahora con ciertas precauciones. Ante sí apareció un hall espacioso y bien amueblado, pero sin el menor signo de vida.
Lo atravesó en dos zancadas, plantándose en el umbral de una arcada interior. Allí sí había alguien.
Alguien muerto sin duda.
El hombre yacía boca abajo y alrededor de su cabeza aplastada estaba ampliándose un gran charco de sangre. Junto a la cabeza vio una pequeña escultura de metal sucio de sangre y cabellos adheridos a causa del atroz golpe que el asesino había descargado con ella.
Desentendiéndose del cadáver, Rick inspeccionó el resto del apartamento apresuradamente.
No había nadie más allí.
Pero alguien había gritado mientras abajo peleaba con el asesino… Una mujer sin ninguna duda.
Perplejo, regresó a la sala donde el muerto continuaba ensuciando el suelo.
Con cuidado de no ensuciarse las manos, ladeó un poco la cabeza, tratando de identificar al individuo. Estaba seguro que era Steve Quinn, el mismo que había hablado con él en el hotel.
No fue difícil comprobar que estaba equivocado. Nunca había visto antes a aquel hombre.
Estaba incorporándose cuando un vozarrón estalló a sus espaldas:
—¡Levante las manos y no se mueva!
Era una voz seca, autoritaria, una de esas voces que no admiten réplica.
Por otra parte, no podía tratarse del asesino porque éste hubiera disparado sin previo aviso.
De modo que Rick Downes acabó de levantarse con las manos por encima de su cabeza y permaneció muy quieto.
—Muy bien — ordenó el intruso—. Ahora vuélvase despacio, para que le vea la cara. Lo hizo, encontrándose con un policía que le apuntaba con su revólver de reglamento. Suspiró, aliviado.
El guardia gruñó:
—Eso se llama pillarle con las manos en la masa, bastardo. Ha hecho un trabajo muy sucio.
—Tómelo con calma. No es como usted piensa.
—Seguro que no. Acérquese a la pared, apoye los dedos índices en ella y dé un paso atrás. ¡Vivo!
Sabía que el guardia estaba cumpliendo con su deber. El mismo, en otros tiempos, se había comportado exactamente igual.
Así que obedeció, dejando que el policía le registrara de arriba abajo hasta asegurarse que no llevaba arma alguna.
—La mujer que me llamó dijo que oyó disparos… ¿Qué hizo usted con la pistola?
—¿Puedo enderezarme?
—Sólo cuando yo se lo diga. ¡Responda! ¿Qué hizo con la pistola?
—Estamos perdiendo el tiempo, guardia. No he disparado ni un tiro, sino que han disparado contra mí. Por otra parte, yo no maté a ese fulano. Telefonee a la Brigada de Homicidios y avise al capitán Maty. Ya tiene antecedentes de este asunto.
—No trate de confundirme, maldito sea. ¿Qué pasó aquí? Rick comenzó a impacientarse.
—¡Llame a la brigada! Dígale a Maty que soy Rick Downes y él lo aclarará todo.
—Downes, ¿eh? No me dice nada.
—¡Por Dios, hombre, no sea idiota! Llevo toda mi documentación en el bolsillo. Soy el detective del hotel Palladium.
El policía titubeó. Comenzaba a dudar del terreno que pisaba.
Por otra parte, en la escalera se oían voces de los curiosos que acudían atraídos por el suceso. No iba a poder manejar el asunto él solo.
—Muy bien, puede apartarse de la pared, pero siéntese en ese sillón, donde yo pueda verle.
Downes obedeció, acariciándose los doloridos dedos.
Sin dejar de vigilarle ni un segundo, el guardia marcó un número en el teléfono, protegiendo el auricular con un pañuelo para conservar las posibles huellas dactilares.
Cuando acabó de hablar rezongó:
—El capitán Maty no estaba en su despacho, pero viene el teniente Willard. Ya le explicará a él toda la historia.
—Oiga, ¿quién le llamó?
—Una mujer. Salió a la ventana y dijo que había oído disparos y que después dos hombres habían pasado corriendo por la acera… Otro tipo me dijo que les había visto salir de esta casa y así llegué hasta aquí.
—Debí suponerlo… ¿Sabe usted si vive alguien más en los otros pisos?
—Nadie, a excepción de éste…
—¿Conocía usted al inquilino?
—No…, y cierre el pico.
Downes encendió un cigarrillo. No comprendía nada de todo aquello y cada vez estaba más confuso.
Tuvo tiempo de fumarse dos cigarrillos antes de que el teniente Willard llegara con gran acompañamiento de sirenas, ayudantes, peritos y fotógrafos.
Durante treinta minutos Rick Downes estuvo muy ocupado dando explicaciones y tratando de aclarar, en obsequio del teniente, lo que incluso para él era un misterio.