Capítulo 1
EL gran hotel resplandecía de luces en la noche. La masa imponente del edificio irguiéndose sobre el mar hubiera parecido un monstruo dormido de no haber sido justamente por las luces.
Ellas le daban vida.
Una vida agitada en sus entrañas, con una humanidad latiendo y viviendo, amando, odiando… y muriendo.
El reloj rozaba las dos treinta de la madrugada. Willy, el conserje de noche, aprovechaba para dar un vistazo a los resultados de las carreras de caballos.
Peter, el espabilado botones, daba frecuentes vistazos al conserje, y a la puerta de la oficina interior. Después, como quien no quiere la cosa, dirigía la mirada hacia la pared de cristal detrás de la cual, y bajo una suave luz que arrancaba chispas a sus cabellos, estaba Emery Caine, la hermosa telefonista.
Peter había perdido la brújula por la muchacha. No tenía muchas esperanzas, pero había muchos sistemas para emplear con Emery.
Uno de ellos eran los bombones.
Emery estaba tan loca por los bombones de chocolate como Peter por ella.
Así que la cosa parecía bastante fácil, si no fuera que una caja de bombones costaba demasiado dinero para adquirirla un día sí y otro también.
Por eso, Peter había llegado a un acuerdo secreto con el encargado de la dulcería del hotel, y esa noche justamente el acuerdo comenzaba a dar sus frutos.
Vio que el conserje estaba distraído. Tampoco en la oficina del señor O'Donovan, el jefe de servicios, había actividad alguna, y se desplazó como quien no quiere la cosa hacia el rincón más próximo a la mampara de cristal.
Había una gran maceta con una hermosa planta tropical de grandes hojas, colocada estratégicamente en el rincón, entre los confortables butacones. De un zarpazo se apoderó del pequeño envoltorio oculto en la maceta, y como si se deslizara sobre el brillante mosaico desapareció detrás de los cristales.
Emery Caine estaba leyendo una novela de terror cuando Peter surgió a su lado como una aparición. Dejó escapar un pequeño gritito, sólo para quedar bien, y luego susurró.
—Me asustaste, querido —sus larguísimas pestañas se movieron tan aprisa que el botones casi sintió el aire agitarse—. ¿Qué traes ahí con tanto misterio?
—Pensé que… que… estarías aburrida, todas esas horas ahí, y se me ocurrió…
—¿Sí?
El lanzó un dramático suspiro.
—Toma, para ti.
—¿Qué es, Peter?
—Bombones.
Esta vez el gritito fue de entusiasmo, y lo bastante fuerte para que él empezara a preocuparse. Si el conserje se daba cuenta… Y Willy era un chismoso, eso todo el mundo lo sabía.
—¡Qué amable eres conmigo, querido Peter! —runruneó la muchacha, llevándose el primer bombón a la boca. Hubo un instante en que sus labios adoptaron una posición curiosa, casi como un rojo corazón. Peter comenzó a sentir como si flotara en el aire sólo con dejarse llevar de la imaginación.
Ella saboreó el bombón golosamente, casi sensualmente, según apreciación del encandilado Peter.
—Yo… tú sabes, Emery…
Se cortó, como le sucedía siempre. Ella le sonrió arrobadoramente, como incitándole a seguir.
Quizá lo hubiera logrado de no mediar el maldito teléfono.
Una luz verde se encendió en el tablero, al tiempo que un leve zumbido se alzaba de la centralita. Ella hizo un mohín y se volvió.
Estableció comunicación y habló con su voz dulce, profesional:
—¿Diga, señor?
Escuchó. Peter oía su voz con la misma devoción con que un melómano escucharía una sinfonía clásica.
Pero de pronto, aquella voz dulce saltó semejante al chirrido de una sierra:
—¿Qué está… diciendo…?
Instintivamente, la joven telefonista se levantó. Peter enarcó las cejas, asombrado.
—¡Emery! ¿Qué sucede?
Ella había quedado igual que petrificada. Una hermosa estatua de mármol rosado, la mirada desorbitada fija en el número cuyo pequeño bulbo verde seguía brillando.
—¡Emery! —repitió el muchacho, asustado.
Ella se tambaleó. Sus piernas cedieron y cayó sentada sin que ningún sonido brotara de su garganta. Sólo giró la cabeza y sus inmensos ojos miraron al botones como si no le hubiera visto en su vida.
El la sacudió por los hombros.
—¡Emery, por el cielo! ¿Qué te pasa? ¡Háblame!
—Peter…
Semejó un quejido.
—¡Sí, sí, soy Peter! ¿Qué…?
—Un… un crimen… El casi dio un salto.
—¿Estás loca? No matan a nadie por teléfono.
—No, no… llama a alguien… a Willy… o al señor O'Donovan.
—¿Hablas en serio?
—¡Oh, sí! En la doscientas seis… mira la comunicación…
El miró, la llamada había sido hecha, efectivamente, desde la habitación doscientos seis.
—Pero, ¿qué demonios te han dicho? Ella soltó un sollozo.
—¡Es horrible… esa voz! Llama a alguien.
—Avisaré al señor Downes — decidió Peter por su propia cuenta.
Rick Downes, en cuya puerta un rótulo dorado pregonaba que era el jefe de seguridad del hotel, no tenía una de sus mejores noches precisamente.
Esa tarde había perdido nada más y nada menos que cien pavos en las carreras de caballos. Además, un asunto sensacional con una rubia se había ido al diablo a causa aún no sabía bien por qué.
Y por si todo eso fuera poco, el insomnio le impedía descansar desde que se metiera en su cama. Quizá fuera el suave zumbido del aire acondicionado, o el whisky que había trasegado a última hora en compañía de dos huéspedes a los que hubo que contentar porque eran gente importante…
De cualquier modo, estaba empezando a conciliar el sueño cuando los golpes en la puerta le hicieron dar un brinco entre las sábanas.
Parpadeó, ahogando un juramento. Los golpes se repitieron, apremiantes.
—¡Condenación! — bufó—. ¿Qué pasa ahora?
—¿Señor Downes? — dijo una voz que amenazaba quebrarse de un momento a otro—. Soy Peter, señor.
—Bueno, entra de una maldita vez antes que eches la puerta abajo.
El botones se coló en la habitación al tiempo que el detective del hotel encendía la lamparilla de la cabecera.
Dio un vistazo al rostro alterado del botones y frunció el ceño.
—Caray, ¿has visto un fantasma? Te juro que si me has roto el sueño… El botones jadeó, cortándole la voz:
—¡Un muerto, señor Downes!
—¿Dónde?
—En la doscientos seis.
—¿Lo has soñado, o alguien olvidó una botella de whisky fuera de su sitio?
—¡Asesinado, señor Downes!
Rick sacó los pies fuera de la cama sentándose en el borde.
Al incorporarse, un doloroso pinchazo en las sienes le recordó que quien había bebido demasiado había sido él. Hizo una mueca y gruñó:
—Un asesinato, ¿eh? Valiente historia. ¿Has visto tú un cadáver en toda tu vida, Peter?
—No, señor.
—Entonces, ¿cómo sabes que ése está muerto?
—No lo vi. Llamó por teléfono. Pregúntele a Emery…
—¿El cadáver llamó por teléfono?
Rick se había enfundado en los pantalones y estaba abrochándose la camisa.
—¡No, no! —jadeó Peter, apurado—. Alguien llamó por teléfono, desde la doscientos seis.
—¿Y dijo que había alguien muerto allí?
—¡Asesinado!
—Como todo esto sea un cuento de un borracho alguien va a pagarlo caro. Andando. Empujó al muchacho fuera de la habitación.
Cuando llegaron a la centralita Emery estaba temblando como si repentinamente hubiera entrado en una cámara frigorífica.
—¿Qué historia es ésa, muchacha? — le espetó Rick. Ella señaló la comunicación, todavía establecida.
—¡Dijo que estaba muerto, señor Downes! —sollozó la telefonista—. ¡Asesinado… lo dijo una y otra vez…!
—¿Quién infiernos dijo eso?
—No lo sé… una mujer… su voz era horrible… Rick Downes suspiró.
—¿Quién ocupa esa habitación?
—El señor Sam Jones.
—Ese nombre huele a cuento…
Echó a andar hacia la recepción. Willy abandonó el periódico y arrugó el ceño.
—¿Todavía levantado? —exclamó—. Si los pencos le han dado el mismo resultado que a mí no me sorprende que esté desvelado.
—Cien pavos. En la cuarta.
—Cincuenta. En la segunda — suspiró el conserje.
—¿Tienes la llave de la doscientos seis?
—No. Debe estar arriba.
—¿Quién es ese Sam Jones, es cliente conocido?
—Nunca le había visto. Entró ayer, a última hora de la tarde.
—¿Equipaje?
—Sólo una maleta, que yo recuerde. Un tipo bien parecido… Bueno, tuve la impresión de que iba a esperar a alguien, ya sabe…
—¿A una mujer?
—Eso pensé. El tipo clásico. Y aquí hay una nota suya… Una botella de champaña esta tarde, con hielo y dos cepas.
Rick empezó a preocuparse.
—¿Vino la dama?
—No lo sé. Si vino, no preguntó nada aquí abajo.
—Está bien. No deje que salga nadie del hotel. Willy se inclinó sobre el mostrador.
—¿Qué pasa, ha hecho algo ese tipo?
—En todo caso, le han hecho a él.
Se encaminó a los ascensores. A esa hora de la noche sólo había un empleado en ellos, de modo que entraron en el aparato Rick y el botones. El detective gruñó el número de la habitación y el elevador salió disparado hacia arriba.
El pasillo era amplio, cubierto por una mullida alfombra que ahogó sus pasos cuando lo recorrieron casi en toda su extensión.
La puerta que buscaban estaba perfectamente cerrada. Rick llamó con los nudillos.
Nadie acudió a abrir.
Insistió, más fuerte, sólo para asegurarse. Luego, introdujo la llave maestra en la cerradura y abrió la puerta.
La luz estaba encendida. Ante él vio una salita confortable, con un tresillo, una baja mesita de centro, un aparato de televisión en la esquina y una estantería en la que había algunas chucherías de adorno.
En la mesita, un cubo mediado de agua, con una botella de champaña en la que faltaba la mitad. Dos copas con restos de bebida parecían extrañamente abandonadas una en cada extremo de la mesa.
Rick atravesó la salita. Peter se quedó pegado a la puerta cerrada. Casi le castañeteaban los dientes.
Rick empujó la puerta del dormitorio. También allí la luz estaba encendida, pero no había nadie, ni vivo ni muerto. La cama estaba revuelta y la almohada desplazada a un lado.
El detective se aproximó y palpó las ropas. Estaban frías.
Se dirigió al baño. Allí hubo de encender la luz porque estaba a oscuras. Y desierto.
Soltó una maldición y apagó la luz.
—Conque un muerto — rezongó — y asesinado por añadidura… Esa chica ha bebido.
—¿Emery? — protestó Peter—. Le aseguro que ella nunca bebe, señor Downes.
—Bueno, ¿ves tú algún «tieso» por aquí?
—No… claro que no. Pero quizá en el armario…
—Está bien, mira bajo la cama entretanto.
—¿Quién, yo? — jadeó el botones.
—¿Por qué no? Si hay un «tieso» no te morderá.
El abrió el gran armario empotrado. Había un traje colgado, un par de camisas y un pijama arrugado. La maleta estaba sobre el estante superior.
Se volvió. Peter no se había movido, como pegado a la puerta.
—Valiente héroe — rezongó el detective. Debajo de la cama no había ni siquiera pelusilla.
—Ya lo viste. Ni muertos ni vivos… Se bebieron la mitad de la botella, luego, algo pasó en la cama y al fin se largaron. Quizá él acompañó a la dama hasta su nido, cualquiera sabe. Vamos, salgamos de aquí.
Apagó las luces y volvió a cerrar la puerta al salir. Rezongando, disgustado, regresó a la centralilla telefónica.
***
La telefonista les miró con sus grandes ojos desorbitados.
—¿Quiere decir que no había nadie en esa habitación, señor Downes?
—Nadie, ni muerto ni vivo.
—¡Pero le juro que me llamaron! — insistió la muchacha, estremeciéndose.
—Sería de otro cuarto, quizá. Peter intervino:
—Yo vi encenderse la lucecilla de la doscientos seis. Fue de «esa» habitación desde donde hicieron la llamada. Puedo jurarlo.
El detective se alborotó su crespo cabello negro.
—Pues sería una broma, maldita sea su estampa. Alguien con un podrido sentido del humor en todo caso.
Se fijó en la novela que Emery tenía sobre el tablero.
—Niña, deberías cambiar de lecturas o acabarás viendo fantasmas a tu alrededor. ¿Por qué, en lugar de novelas de horror, no te dedicas a leer historias amorosas como todas las mujeres?
—Mire, señor Downes; eso no tiene nada que ver. Le juro que una mujer me dijo que había un hombre asesinado en la habitación… y su voz sonaba llena de miedo… aterrorizada…
—¿Qué más dijo?
—Nada más. Colgó tan pronto lo hubo dicho.
—Está bien, de todos modos no hables de eso con nadie. Y lo mismo vale para ti, Peter.
Giró sobre los talones y fue a reunirse con Willy, que había arrojado el periódico a la papelera y esperaba, muy preocupado.
—¿Ocurre algo, Downes?
El detective se encogió de hombros.
—Tal vez una broma, pero uno nunca puede estar seguro… ¿Hay inscrita alguna mujer sola en el hotel?
—Que yo sepa no.
—Asegúrese.
El conserje revisó las inscripciones y al final movió la cabeza.
—Ninguna — dijo.
—¿Ha salido alguien esta noche, poco antes de que me sacaran a mí de la cama? El hombre sacudió la cabeza.
—Nadie, de eso estoy seguro.
—Es curioso. No cabe duda que alguien ha llamado a Emery dándole un susto de muerte. Esa chica está un poco loca, pero no tanto como para oír voces que no existen. Y en la habitación no había un alma.
—Pero bueno, ¿puedo saber de qué se trata todo este lío?
—Una mujer le dijo a Emery que había un hombre asesinado en la doscientos seis, eso es todo.
—¡Cristo! ¿Y no era cierto?
—Afortunadamente. Cuando vuelva Sam Jones, reténgalo y llámeme. ¿Entendido?
—Muy bien, pero si todo ha sido una broma idiota no veo por qué hemos de preocuparnos. ¿Le parece que avise al señor O'Donovan?
—¿Para qué? Con que me hayan estropeado la noche a mí es suficiente.
Refunfuñando, el detective regresó a su habitación. Disgustado, se sirvió un poco de whisky y lo bebió puro. Encendió un cigarrillo, dudando entre acostarse inmediatamente o ponerse a leer un rato. Sabía que no podría conciliar el sueño hasta más tarde. De un tiempo a esta parte las cosas no iban bien en alguna parte de su cuerpo. Le costaba dormir, sus nervios estaban tensos y por cualquier motivo estallaba. Eso, en un hotel de lujo, podía resultar fatal.
Apuró el cigarrillo. Luego, apagó la luz y abrió el ventanal. Su habitación daba casi en la esquina, de modo que para ver el mar necesitaba asomarse. Se asomó. Le gustaba ver el resplandor de la luna sobre las quietas olas, y escuchar el eterno susurro del agua en las rocas.
Sólo que ahora escuchó algo más. Un débil grito.
El débil grito de una mujer.
Sacó medio cuerpo fuera de la ventana, preguntándose si lo habría oído realmente o se trataba de una jugarreta de sus sentidos, todavía preocupado por lo ocurrido anteriormente.
No escuchó nada más, excepto la canción del mar.
Salió de la habitación. En lugar de dirigirse por el pasillo hacia el vestíbulo, torció a la izquierda y se internó por el laberinto que conducía a las dependencias del hotel.
En la cocina, casi a oscuras, vio la silueta del vigilante dormitando sentado en una silla.
El hombre se levantó de un brinco al verle.
Rick gruñó:
—¿Ha pasado alguien por aquí en la última hora, abuelo?
—Nadie, seguro. ¿Hay algo que va mal, señor Downes?
—Maldito si lo sé. Tenga los ojos abiertos por si acaso.
Atravesó la inmensa nave. El aire olía a una mezcla extraña, de salsas, desinfectantes y cualquiera sabía qué.
Rick abrió la puerta que comunicaba con el exterior y salió.
Allí, el rumor del mar era más fuerte. Las olas se estrellaban a poca distancia, más allá de la esquina. Anduvo rápidamente, un poco avergonzado de sí mismo por estar perdiendo el tiempo de semejante manera.
No obstante, le pagaban un buen sueldo para algo más que para estar tumbado en la cama, así que prosiguió hasta las rocas y allí contempló el brillo de la luna en el agua, los escarpados riscos sobre los que se asentaba el hotel, la blanca espuma de las olas al romper con mansedumbre en las rocas, y más allá, la playa de fina arena exclusiva del establecimiento.
Rick conocía el terreno pulgada a pulgada. Sabía dónde estaban los rompientes y cada roca del risco y de la playa. En cierta forma, y a pesar de su clase especial de trabajo, el detective tenía mucho de romántico y había pasado infinidad de horas contemplando el mar, soñando quizá en incitantes aventuras con hermosas huéspedes…
Por eso descubrió el bulto oscuro en la arena, allí donde las olas morían. Un bulto que podría haber sido una roca si él no hubiese sabido que no había rocas en esa parte de la playa.
Con un juramento soltado entre dientes, Rick se descolgó por el risco hasta llegar abajo. Corrió hundiendo los zapatos en la fina arena sintiendo una extraña opresión en el pecho.
El bulto era un cuerpo humano, retorcido de mala manera.
Una ola le inundó los zapatos hasta los tobillos. Se inclinó, contemplando las largas piernas bellamente moldeadas que la corta falda dejaba al descubierto hasta los muslos. Un gran desgarrón de la oscura blusa mostraba un breve sujetador lleno de sutiles encajes. El sujetador parecía sostenido sobre el cuerpo por el cuchillo hundido hasta la cruz en el pecho de la mujer.
Rick Downes agarró los chorreantes cabellos y tiró, volviéndole la cabeza. Vio un rostro hermoso de suaves facciones y labios carnosos. Los ojos estaban cerrados y gotitas de agua se desprendían de las pestañas.
Soltó la cabeza y ésta produjo un chapoteo al caer sobre el agua que en ese momento llegaba envuelta en espuma. De nuevo sus zapatos se inundaron sin que apenas lo advirtiera.
—Valiente embrollo —rezongó entre dientes—. Eso no va a gustarles nada a los jefazos…
Al fin, tomó el cuerpo entre sus brazos y retrocedió, dejándolo en la arena, pero fuera del alcance de las olas. Empezó a darse cuenta de que tenía los pies chorreando y los bajos de los pantalones también. Volvió a contemplar el hermoso rostro de la mujer muerta preguntándose de dónde diablos habría salido para llegar hasta la playa privada del hotel y hacerse matar allí.
Cuando se decidió a regresar arriba habían pasado escasos minutos, pero todo era ahora muy distinto.
Willy advirtió que algo sucedía sólo con verle la cara.
Luego, descubrió el rastro de humedad que sus pies dejaban en el suelo y exclamó:
—¿De dónde sale ahora, Downes? Está poniendo perdido el suelo.
—Telefonee a O’Donovan y que éste llame al director. La cosa va a ponerse buena.
—¿Qué cosa?
—Haga lo que le digo. Y déjeme una línea directa con el exterior en mi despacho.
—Está bien, pero… El ya no le escuchó.
Su oficina era un cuchitril pequeño, pero equipado lujosamente, destinado más a impresionar a cualquier visitante que a la efectividad.
Rick abrió el armario donde guardaba los vasos y las botellas. Llenó uno hasta la mitad y con él en la mano fue a sentarse junto al teléfono.
Bebió un sorbo. Después, descolgó y marcó un número que sabía de memoria. Una voz monótona dijo:
—Policía. Hable.
—¿Está de turno el capitán Maty?
—Creo que no… un momento, le pongo con Homicidios.
Hubo una serie de chasquidos y luego otra voz destemplada preguntó algo que Rick no entendió.
—¿El capitán Maty? — preguntó a su vez.
—Tiene libre esta noche. Le pongo con el teniente…
—Espere. Es con Jim Maty con quien deseo hablar. Deme su número privado.
—Lo siento, eso va contra el reglamento. ¿De qué se trata?
Downes dijo algo poco académico y colgó de golpe. Consultó la guía hasta hallar el teléfono del domicilio privado de Jim Maty.
De nuevo esperó un buen rato, hasta que una voz disgustada y soñolienta le llegó a través del auricular:
—¡Está bien! ¿Qué infiernos pasa ahora?
—¿Maty?
—Jim Maty… creo.
—Siento estropearle la noche, capitán.
—Ya me la estropeó. ¿Ha dicho su nombre o estaba demasiado dormido para…?
—Aquí Rick Downes.
—¡Cuernos! ¿Qué le pasa, tiene insomnio?
—Tengo insomnio, tengo resaca y tengo un cadáver. Cualquiera de las tres cosas es bastante mala.
—¿Dijo un cadáver?
—Un hermoso cadáver, capitán.
—¿En ese hotelucho?
—Si le oyeran los consejeros… Exactamente en la playa. —Y ya que me llama a mí imagino que se tratará de un asesinato.
—¿Qué otra cosa? Tiene un cuchillo hundido en el pecho.
—Y ha tenido que suceder en mi noche libre. ¿Por qué no avisa a la brigada y me deja en paz?
—Usted lo sabe. No quiero publicidad si puedo evitarlo. El hotel me paga para evitar líos, y los reporteros y todo lo demás no es una publicidad atrayente para nosotros.
—Ya veo… Está bien, estaré ahí en media hora, supongo. Espéreme fuera y ocúpese de que nadie vaya pisoteando la arena alrededor del cuerpo.
—Gracias, Maty.
—Sí, gracias…
Rick dejó el auricular y se echó atrás en la butaca, saboreando el whisky. No le encontró un sabor agradable precisamente.
Levantándose, fue al gran vestíbulo. Willy estaba loco de curiosidad.
—¿Puedo saber ahora qué pasa, Downes? O'Donovan está sobre ascuas. Ha llamado al director, pero quieren saber de qué se trata.
Rick empujó la puerta que comunicaba con el despacho del jefe de servicios. Era una oficina grande, y esa sí estaba destinada a ser eficiente. La atravesó y después de recorrer otro corto pasillo llamó con los nudillos a una puerta.
—¡Pase!
Entró. O'Donovan era un hombre delgado, todo nervios y eficiencia.
—¡Hombre, usted! —exclamó, abrochándose los pantalones.
—¿Qué ha dicho el director?
—Es mejor que lo ignore. No me sorprendería que quisiera despedirle sólo por romper su sueño.
—Va a tener otras preocupaciones. Hay un cadáver abajo, en la playa.
—¿Un qué?
—Una mujer muerta. Asesinada con un cuchillo. O'Donovan se estremeció.
—¿En «nuestra» playa? — jadeó.
—Ni más ni menos.
Se quedó sin habla. En menos de un minuto acabó de vestirse.
—Vamos — musitó sin voz.
Tomaron un elevador de servicio. La residencia del director estaba en el ático, un pequeño pero confortable apartamento en el que había luz cuando llegaron.
Hogart era el tipo clásico de director de un gran hotel. Alto, elegante, sofisticado, de ademanes que reflejaban su aplomo, tenía un rostro impersonal pero capaz de expresar a su antojo cualquier clase de emoción. Pero sólo cuando le convenía para el negocio.
Cuando entraron les miró y esta vez su expresión era de completo reproche.
—¿Puedo saber al fin qué clase de alboroto es ése, señor Downes?
—El alboroto no ha hecho más que empezar. Realmente, empezó cuando una mujer llamó a la centralita…
Cuando acabó de hablar, la ecuanimidad había desaparecido de la actitud del director.
—¡Imposible! —bufó—. Eso no había sucedido nunca en nuestro establecimiento… No quiero ni pensar en lo que dirán los consejeros…
—Creo que deberíamos preocuparnos más por los periodistas que por los consejeros
—gruñó Rick destempladamente.
—Señor Downes, no me gustan sus modales —estalló el director—. Nunca me gustaron, realmente. Pero es eficiente y por eso se le ha mantenido en su puesto. Sin embargo, no abuse de su buena suerte.
—Déjese de historias. Abajo hay un fiambre y eso no pueden ocultarlo los consejeros ni nadie, señor Hogart.
Refunfuñando, los tres descendieron a la planta baja.
Uno tras otro se encaminaron a la playa, un silencioso desfile en la noche tibia.
—Usted se encargará de que haya la menor publicidad posible, señor Downes — dijo Hogart de pronto.
—Ya pensaba hacerlo…
Se interrumpió, deteniéndose estupefacto. En la playa no había ningún cadáver.
La hermosa mujer muerta había desaparecido.