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Leer un rostro es una tarea delicada. Por detrás de la biografía que los rasgos quisieran sugerir, despunta siempre una resistencia, una línea de fuga. A veces esa línea de fuga es nada más que una deformidad, un resto: lo que queda de la emoción que dio causa a esa organización particular de la piel y sus estragos. Se equivoca la lectura cuando se concentra en los ojos. No hay nada en ellos que revele la verdad de esa emoción porque todo se reduce a la boca, a esa saliente animal que dio origen a la palabra «rostro». Quizás por eso ya nadie la usa. La gente prefiere decir «cara». Las caras pueden leerse sin problemas.
No sé qué vi ese día en el rostro de Felisa. Algo que era necesario cubrir. Sé que puse mis dedos sobre su boca. No la sacudí, pero la empujé fuera del alcance de las miradas y mientras todas las demás caminaban en desorden hacia el gimnasio, donde las catequistas ya estaban esperándolas, nosotras subimos las escaleras hacia el baño del quinto piso.
Sé que era un día de sol. Tengo el recuerdo de cuadrados enormes de luz resbalando por los escalones y el pasamanos. Sé que yo iba pensando en Nicolás Arguibel, que me había llamado la noche anterior para disculparse e invitarme a salir. Sé que yo tenía los ojos pintados y que todo era dorado y lento. María Auxiliadora y el niño brillaban en sus batas color crema recién batida y el colegio vacío y silencioso parecía una nave flotando en un mar de luces. Felisa iba con la cabeza baja, mordiéndose las uñas y riendo. Una sucesión de festejos y algarabías, de ensimismamientos y conversaciones iba suspendida en ese hilo hecho de fricativas, de palatales, de gorjeos y fricciones que había reemplazado a su habla.
Cuando llegamos al baño, fue directamente a la ventana, se subió al antepecho en el que yo siempre leía y la abrió de par en par. Extendió el brazo izquierdo en un ademán grandioso como si afuera hubiera algo distinto al patio de cemento, a los caminos de grava y a los árboles que conocíamos de memoria. Extendió el brazo y me miró. Quiero decir que volvió hacia mí su rostro insoportable.
Las puertas de los tres cubículos del baño estaban abiertas. Me fijé en el último: la pared en donde san Pablo convivía con Pavese estaba desnuda; la habían pintado y alisado durante el fin de semana (probablemente había sido el resultado de la búsqueda alrededor del fantasma de Marcelina). Afuera se oían pájaros. Pensé en ese día en que Felisa y yo nos habíamos encontrado por primera vez. Sólo habían pasado unas semanas, las más largas y más importantes de mi vida, y yo las había vivido como una sonámbula, metida en mi traje de siempre, dejando que fueran las demás las que tomaran las decisiones. Uno de los espejos capturó por un segundo mi cara. Mis ojos eran mucho más chicos de lo que las leyes de la simetría dictaban. Pero el delineador negro los agrandaba un poco y, junto con el brillo labial, balanceaba los mechones desparejos que me colgaban sobre la frente y le daba una armonía más o menos aceptable a todo el conjunto. En mis orejas todavía llevaba los aritos de oro que mi mamá me había puesto al nacer, y si me concentraba en producir una sonrisa, lograba hacer aparecer un pliegue de inocencia y un hoyuelo de perfecta rectitud en mi mejilla izquierda. En esa configuración, nada hablaba ni de inteligencias ni de emociones ni de sufrimientos. Ni siquiera la rabia de los últimos días había dejado una huella permanente. Si me concentraba lo suficiente, todavía podía tener la cara de una chica de dieciséis años.
Felisa no. Felisa jamás volvería a tener una cara. Seguía parada de espaldas a la ventana, esperando. El pelo le tapaba los ojos. Sólo podía verle la boca, llena de esa risa que la transformaba y hacía que la cicatriz pareciera apenas una mancha rosada.
Hasta el último momento, creí que volvería a hablar. Pero no lo hizo. Se sujetó a una hoja de la ventana con una mano y extendió el otro brazo hacia mí, como si quisiera hacerme parte de su descubrimiento. En ese punto, su pelo resbaló hacia atrás y pude ver sus ojos: algo en su mirada me recordó a las niñas en las fotografías de míster Lambert. Sí, parecía feliz, como una nena subida a una calesita, estirada hacia adelante en el esfuerzo por atrapar la sortija.
Fui hasta ella, apoyé mi mano en su pecho y la sostuve, sintiendo el peso de su corazón en el mío. Habría sido fácil. Ni siquiera habría tenido que hacer fuerza, habría sido sólo un envión, un acompañamiento del arco de su espalda, que entonces habría cedido completamente a ese ademán y se habría dejado caer al vacío. Pero no pude. La dejé ahí, riendo, presa de sí misma. Ya en la puerta, no pude evitar darme vuelta una vez más. Felisa había empezado a quitarse la ropa.
Bajé temblando las escaleras hasta el tercer piso y entré a la biblioteca. La hermana Virginia estaba acomodando unas cajas con libros en un estante. Al verme, preguntó:
—¿Qué hacés acá? Deberías estar en el gimnasio. ¿No vas a que te expliquen el misterio del campanario?
—¿Qué van a decir? Va a ser como cualquier otra cosa. Como cualquier otra historia, como la reconciliación y la sanación del país, como la concupiscencia o la tentación de la carne: pura retórica. Creo que todo funcionaba mejor cuando a cada pecado le correspondía un demonio. Era todo mucho más claro.
—Pensé que a vos te gustaban los policiales.
—Pero la Biblia no es un policial.
—Depende.
—Hermana Virginia, creo que Felisa va a tirarse por la ventana del quinto piso.
La sorpresa en la cara de la monja bibliotecaria duró muy poco. Dejó sobre el escritorio el libro que tenía en la mano, retiró una silla y se sentó frente a mí.
—No. No sabemos lo que va a hacer Felisa.
—Acabo de verla. Está totalmente trastornada.
—No, vos no la viste porque estuviste conmigo todo el tiempo. Me estuviste ayudando con los libros nuevos.
—¿Y eso por qué?
—Porque es mejor que no te metas, que no sepas. Hay cosas que no entenderías. Si es que salta, pero no va a saltar, quedate tranquila, es mejor decir que estaba sola, que se autodefenestró. Igual que Jezabel, que ya se había condenado a sí misma mucho antes de que llegaran sus asesinos. ¿No es gracioso cómo usamos las palabras sin saber en realidad lo que decimos? Defenestrar quiere decir eso literalmente: arrojar a alguien por una ventana. A Jezabel la defenestraron sus propios eunucos. Hay un grabado de Doré muy lindo sobre esa escena, si te fijás bien podés ver cómo ella trata de agarrarse a la pared hasta con el pie mientras abajo la esperan los perros para despedazarla.
—Eso no tiene nada que ver con Felisa.
—Pero perros hay acá lo mismo que en todas partes.
Fue en ese momento, en la biblioteca, la primera vez que me vi como me veía la hermana Virginia. Como realmente era. No como López (López había desaparecido ese domingo en el auto de Nicolás Arguibel). Ni siquiera como María de la Cruz. Vi lo absurdo de cualquier resistencia, de la rebelión tan esperada. Vi mi vulgaridad; la trama que me excedía. Virginia me pasó una de las cajas y me señaló un estante. Mientras acomodaba los libros (decenas de copias baratas de la traducción que Silvina Ocampo había hecho cuando era muy joven de Las aventuras de Querubina, lectura obligatoria en quinto grado de la primaria) oí el escándalo en las escaleras. Tres monjas subieron y volvieron a bajar. Hubo gritos, después silencio. Al rato se oyeron los pasos de las clarisas rumbo a las aulas.
Felisa no saltó por la ventana. Se quedó ahí hasta que las monjas fueron a buscarla, riendo, gritando y tirando su ropa hacia el patio, mientras las clarisas que iban hacia el gimnasio se detenían a mirarla, alucinadas. Su nuevo estado y la muerte de Natalia acabaron completándose mutuamente hasta encontrar la explicación que más les convenía: Felisa había estado en el campanario ese viernes (la llave estaba en el bolsillo de su túnica). Era ahí donde pasaba sus horas libres y los recreos, lejos de todas, alimentando sus trastornos y velando a su madre muerta (la abuela Fontes reconoció a Vera en las fotografías que un antiguo vecino le había tomado cuando era niña). La hermana Patricia fue especialmente creativa en sus interpretaciones. Sin usar las palabras «abuso», «locura» o «trauma» llegó a elaborar una complicada teoría de transferencia entre la historia del fantasma de una chica que tenía visiones y la de otra que se resistía a salir de un estado permanente de duelo y melancolía. Todo hubiera podido solucionarse con terapia. El problema era que ese viernes Natalia había seguido a Felisa hasta el campanario. Nadie sabía bien qué había pasado en la torre pero era obvio que el accidente había sido demasiado para Felisa, que seguramente también se culpaba por eso. La muerte de Natalia había sido la última gota, la que había terminado de desequilibrarla para siempre. Su padre tuvo que regresar de Europa para llevársela a una clínica psiquiátrica.
Yo, como siempre, no dije nada. Estaba demasiado ocupada tratando de entender mi nuevo atractivo.
No sé cómo fue para las demás, pero para mí conocer y desconocer a Felisa fue el comienzo de la vida verdadera. Las cosas tienden a romperse, a desunirse, a desacoplarse naturalmente. Nada de lo que hacemos tiene otra función más que acelerar ese proceso. Son muy raros los casos en los que ocurre lo contrario, cualquier acercamiento, cualquier intimidad lleva consigo la semilla potencialmente destructora del amor. La depravación absoluta no está reservada a los demonios. La depravación absoluta es la aceptación de esa verdad que te envuelve con su rara belleza. No hace falta comprender más que esa ley para entrar sin problemas en la música del mundo y su constante negación de la vida.
Las clarisas, en cambio, siguieron intentando entender, darle vueltas a la trama. Igual que los perros de Jezabel. Pero ya nadie hablaba de Marcelina ni de mensajes celestes.
Hablaban de Felisa.
De sus talentos artísticos.
De su nihilismo creativo.
De su virginidad.
De su locura.
De su clóset secreto.
De sus músicos favoritos.
De las drogas que le habían freído el cerebro.
De su diario íntimo.
De las múltiples violaciones que había sufrido desde chica.
De su poesía.
Se corregían entre sí y volvían a empezar.
Para mí, hablaban del amor: hablaban de Felisa.