6
«En el pecado se lleva la penitencia». La madre Imelda pronunció la frase sin mirarnos, de cara a la ventana de la rectoría, los dedos ocupados en el rosario que pendía de su cintura, como si sus manos tuvieran mejores cosas que hacer que el resto de su cuerpo. Felisa no apartaba la vista de un punto fijo a la altura de su cofia. Yo, en cambio, lo veía todo. Los muebles hartos de tragarse la luz de las ventanas, la sangre del Sagrado Corazón, la silla en la que el tedio de tantas chicas todavía hablaba.
Si con esa sentencia la madre superiora pretendía dejar en nuestras manos o en el curso natural del pecado el castigo que nos correspondía, significaba que Felisa y yo habíamos ido más lejos, que ya estábamos en algún lugar entre la vida suspendida y la vida real, un limbo al que no afectaban las amonestaciones o la divina amenaza. Un lugar en el que ya no había nada que hacer salvo esperar.
Como la flor en la semilla, como el fruto en la flor, como la podredumbre que late en el azúcar del fruto, el pecado avanzaba su ciclo de vida y muerte adentro nuestro. También eso lo vi con total claridad. ¿Podía ser que todo fuera tan fácil? La madre superiora no sabía ni la mitad de lo que Felisa y yo habíamos hecho el día anterior pero parecía adivinarlo. Para nosotras no alcanzaban las penitencias contables, sólo cabía esperar el renacimiento en el pecado.
Habíamos entrado a dos casas más ese día. Sólo a los jardines. Pero desde allí habíamos arrojado piedras a las ventanas, destrozado estatuas de ninfas y macetas y liberado animales domésticos, un perro que nos siguió por unas cuadras y un loro con las alas recortadas. Yo todo lo recordaba como una carrera hacia el río, una carrera impulsada por la urgencia del descubrimiento: la felicidad es el sonido de algo que se rompe, ese instante entre el ser perfecto del objeto y su fantasma, entre el sí y el no, entre la autosuficiencia de la forma y la liberación de su pluralidad secreta.
También recordaba haber vomitado en un rincón del porche de una de esas casas. Un líquido morado y espumoso que antes había sido té, que antes había sido flor, que antes había sido semilla. «Es normal», dijo Felisa. «Es normal. Siempre pasa con la Flor del Ángel». Y me sostuvo la cabeza. Cuando pasaron las arcadas, vi que había vomitado sobre una pila de raquetas, zapatillas y pelotas que la gente de esa casa guardaba al aire libre. Toda una triste familia deportiva se revolvía en ese cajón de madera; un cajón de cosas listas para usar, embarradas de usos anteriores, de pasto, de sudor y de costumbre. También eso lo vi con claridad, los sentidos afilados por la flor que crecía en mi estómago.
Resultó que esa casa era de los Arguibel, que esa familia deportiva era la de Marisol y que todos pensaron que ese líquido asqueroso era una afrenta deliberada a sus ceremonias de natural esparcimiento. Todas, incluidas las monjas y las profesoras, rodearon a la Reina con nuevas muestras de cortesía y adoración. Nadie conectó nuestra escapada con la serie de destrozos que había sacudido el barrio. Se habló de una pandilla, de «la diferencia entre libertad y libertinaje», de la mala educación de los muchachos consentidos, de los efectos de la música punk. La madre Imelda pensaría en todo eso cuando decidió que ni siquiera merecíamos un castigo por habernos escapado del colegio. Pensaría en la hermana Silvia y en el exhibicionista, en cuándo dejaría de llover, en cómo y por qué Dios elegía formas tan vulgares de señalar un camino.
Porque había un camino. Felisa y yo lo sabíamos sin necesidad de decirlo. Yo creía que Felisa y yo veíamos lo mismo, una inminencia, un advenimiento en los ojos clausurados de nuestras compañeras y de eso, de esa gracia, de esa comprensión, huíamos.
López no. López se limitaba a anotar para el futuro. López sabía que tenía un futuro. Al día siguiente le dolía la cabeza y trató de convencerse de que todo aquello, esos ímpetus, esa carrera bajo el agua, había sido un sueño. Podría haberlo sido, excepto por la claridad con la que ahora veía las cosas. Una luz distinta iluminaba las aulas del colegio, las calles de ese barrio insignificante, los perros callejeros. Hasta le había costado vestirse esa mañana. Su ropa le había parecido un epílogo y no un comienzo, su cara en el espejo, tan lejana de la verdad que no convenía mirarla demasiado. También podía oír el ruido de las imágenes descascarándose en sus pedestales, las células de piel adolescente cayendo sobre la madera de los escritorios; por todas partes y en todo momento, la música cierta de la descomposición.
El efecto duró unos días, días en los que las formas de los hombres y su empresa se me presentaron agotadas. Cualquier objeto, por mínimo que fuera, cedía ante su propio ridículo y revelaba su enemistad natural. Donde todos veían una bicicleta abandonada sobre el césped con las ruedas todavía en movimiento, yo adivinaba el goce del equilibrio roto, la riqueza del accidente; lo que para todos eran jardines elegantes, para mí eran artificios de aplazamiento y acumulación; gente que creía que porque gastaba suntuosamente sus días podía detenerlos, que vivía amparada por el mal gusto de sus estatuas, de sus jardineros, de sus acoplamientos de fin de semana. Pero mis favoritos eran los coches. Una piedra bien lanzada podía crear un vitral de mil digresiones en lo que antes era una ventanilla o un parabrisas; si además era uno de esos autos importados, con alarmas, el placer del estruendo se multiplicaba en el desconcierto de los dueños, que, despojados de la máscara de urbanidad con la que regaban las plantas todos los días, corrían por la vereda descalzos y dispuestos a todo con tal de salvar lo que quedara de esa complacencia, de esa seguridad.
Seguí haciéndolo. Sin plan ni método. Porque sí, porque podía. A pesar de López, que todavía se preguntaba por qué, que todavía quería creer que estaba intoxicada. Resistir el impulso era mucho peor; resistir significaba clavarme las uñas en la palma de la mano, hundir con lentitud la pata de un compás en la parte más gorda de mi pierna, golpearme casi inadvertidamente la frente contra la hoja abierta de una ventana. Porque yo también formaba parte de esa música rota. Yo también, en cada reflejo sorpresivo que el mundo me regalaba, revelaba con crudeza mi propia inadecuación. También ése, en cierto modo, era el efecto que producía alguien como Felisa.
En cambio, estar en la calle me tranquilizaba. Me daba la sensación de estar encargándome del problema. Dar vueltas por esas cuadras que tan bien conocía sin buscar nada pero encontrando de pronto un ventanal particularmente ofensivo, el despropósito de un teléfono público o el ruego de una hamaca desvencijada que necesitaba liberarse de la tabla del asiento era una forma de restaurar cierta armonía. Incluso jugaba con la idea de encontrarme con el exhibicionista. Imaginaba conversaciones inverosímiles con el viejo, lo veía diseñando su propia ronda del escándalo, calculando sus ataques con cuidado, completando mis pequeñas profanaciones a su manera.
Cuando pienso en esos días, en ese año, siempre lo recuerdo como una sucesión de destrozos. Las radios pasaban música que trataba de ser ultraviolenta pero se ahogaba en su propia ingenuidad. Las chicas empezaban a usar las medias y los jeans rotos. El público de los recitales de rock saludaba a los músicos extranjeros con patadas y botellazos mientras en las páginas de los diarios seguían apareciendo tumbas sin nombre, muertos condenados a la identidad única de sus esqueletos. Mientras, la gente invocaba a sus demonios de juguete en los programas de opinión y todos los que creían que el horror había llegado a su fin ni siquiera sospechaban que ése era nada más que otro principio (el principio de un desenterramiento constante, de una arqueología instalada para siempre en el pan nuestro de cada día). Tener dieciséis años en esa época era tener un corazón de piedra o salir a la calle a romper todo, a coleccionar heridas.
Lo cierto es que después de unos días y de algunos moretones, López dejó de hacer preguntas.
En el aula, busqué la mirada de Felisa, pero ella actuaba como si no me conociera. La estrategia no fue suficiente para detener a las demás. Las versiones fueron y vinieron rápidas de un grupo a otro y se encargaron de convencerme de mi nuevo estado, de mi derecho inalienable a la rareza: además de los libros y de los militares, a López le gustaban las chicas. No dejaba de tener cierto encanto (siempre es liberador que los demás nos ahorren las definiciones). Yo hubiera agregado a esa lista de ofensas ficticias la voluptuosidad que me producían ciertas palabras en desuso o el ruido de un vidrio partiéndose en pedazos. Pero en esos días no era tan valiente. Me limité a dejar que López sonriera, y a guardarme bien hondo mi descubrimiento.
Esas ideas sobre lo que pasaba entre Felisa y yo no salían enteramente de la cabeza de las clarisas. Habían sido puestas allí durante años, crecido a la sombra de los muchachos en flor y de cientos de hombres temerosos del poder de tantas jovencitas juntas, ideas que habían explotado en palabras solamente después de mucho callar. Clarisa con clarisa era la segunda fantasía más popular en el autoerotismo de los merodeadores. Para la primera, bastaba la provocación de la juventud, la religión y el uniforme. La verdad era que había tan pocas lesbianas en el colegio, que las clarisas no tenían más opción que recurrir a los mitos masculinos (cuando no era el demonio, eran los hombres los que venían a allanar el mundo con sus explicaciones). ¿Qué otra cosa pueden hacer más que toquetearse tantas chicas juntas todo el día? A López le divertía la idea justamente porque nada tenía que ver ni con la verdad de sus sentimientos ni con su jerarquía de los sentidos («ver y oír son las únicas cosas nobles que contiene la vida»). Decidió representar su papel con total naturalidad: se cortó el pelo, dejó de pintarse la cara y agregó una risa brutal a sus silencios.
Felisa tardó en comentar mi transformación. Después de la reprimenda de la madre Imelda, faltó varios días a la escuela y el resto de esa semana estuvo lejos, abstraída, quizás arrepentida de todo lo que me había contado. Pero mis hazañas no le pasaron desapercibidas.
Además de las imágenes en la capilla y el jardín, el colegio tenía una gruta en uno de los patios que reproducía en tamaño natural la advocación de Lourdes. Una mañana sin lluvia pero especialmente gris, la estatua de santa Bernardita apareció decapitada. No era difícil descubrir, si una miraba con atención, que la santa era de yeso hueco, mientras que la virgen era de un material más noble y seguramente maciza. Quizás por eso la expresión en la cara de la niña siempre me había parecido más de retraso mental que de arrobamiento. Probablemente las dos imágenes habían sido fabricadas en lugares diferentes. Las vírgenes son complicadas. Hay que hacerlas por encargo. Cada una tiene sus atributos: las rosas doradas en los pies de la Virgen de Lourdes, la serpiente de la Inmaculada Concepción, la corona y el niño de María Auxiliadora. En cambio, las niñas santas sin nombre ni señas particulares se venden hasta en los cementerios.
Las monjas trataron de restarle importancia al crimen. No hablaron de profanación. Hablaron de tristeza y de almas confundidas. Culparon a la misma banda de chicos que había asaltado las mansiones del río. «El que pesa los corazones comprende», dijo la madre Imelda y nos ordenó olvidarnos del asunto. Pero las clarisas no olvidaron. Empezaron a encender velas alrededor de la imagen decapitada y a dejar ofrendas a los pies de la santa: pañuelos, flores, pulseras y hasta cartas y dibujos en sobres color pastel. Los ojos extraviados y la sonrisa torcida de Bernardita nunca habían generado tanta devoción. Las monjas bien podían contar todo el episodio como una victoria.
La mañana en que Bernardita perdió su cabeza, mientras formábamos en el patio principal, Felisa pasó su brazo por detrás de la espalda de Esperanza Núñez y me dio un papel arrugado en el que había escrita una sola palabra en tinta azul casi ilegible: «Pronto». Mientras las demás degradaban el acontecimiento en codazos y murmullos, busqué sus ojos, con el papel todavía quemándome en el puño. No había alarma ni preocupación en ellos. En los ojos de Felisa había la misma pregunta de siempre, la que yo había visto ese primer día, el día en que me había dicho que algún día iba a matarse. Era una pregunta que me incluía. Al día siguiente, en medio de la clase de música (yo había logrado colocarme a su lado en la tarima del coro), Felisa levantó la manga de mi camisa delante de todas las otras chicas. Al ver la huella que había dejado un punzón en mi antebrazo, sonrió, cerró los ojos y siguió cantando. Las clases de música eran una de las pocas ocasiones en las que ella perdía su mueca de desprecio.
A pesar de esos gestos de reconocimiento, Felisa me evitaba. En esos días, se fue abriendo entre las dos un vacío (con ella hubiera sido imposible llenar esos silencios con trivialidades) y lo que al principio pensé como una forma de disimulo, pronto se reveló como un verdadero deseo de soledad. Parecía caminar en trance todo el tiempo. Ya casi no hablaba. O lo hacía en voz muy baja, como si contara. A las profesoras les contestaba con monosílabos y, en cuanto podía, abandonaba el salón de clases. No sé dónde se metía en los recreos. La busqué en la biblioteca, en el jardín, en la capilla y en el gimnasio, fingiendo dar vueltas al azar para no revelar mi inquietud. No tenía el valor para enfrentarla delante de las otras (cuánto peor es el rechazo cuando está lleno de testigos). Entendí que había sido yo la que me había equivocado. Nuestro acercamiento había sido un acontecimiento único, irrepetible. O tal vez Felisa esperaba un gesto que yo todavía no encontraba, un gesto que de alguna manera yo le había prometido. Dejé de buscarla, pero igual siempre terminaba mi recorrido en el baño del quinto piso.
Fue a Marisol y no a Felisa a la que encontré un día al principio del recreo mirándose en el espejo de ese baño, las manos cerradas sobre el borde de la pileta. Iba a volver sobre mis pasos pero ella me llamó sin darse vuelta, buscando mis ojos en el espejo. Pensé que iba a pedirme ayuda con el Romanticismo en el Río de la Plata pero empezó una pregunta y no supo cómo terminarla. Después solamente dijo en voz muy baja:
—Felisa y vos.
Por fin alguien se animaba a preguntar. En el silencio que siguió, pude medir toda mi recién adquirida importancia. Marisol Arguibel dudaba. Ni siquiera la Reina sabía darle un nombre a la sospecha colectiva. Mantuve mis ojos fijos en los suyos. Fue ella la que tuvo que bajar la mirada. Emitió un «¿por qué?» medio desmayado que sonó más a reproche que a curiosidad.
—Porque sí —contesté.
Aunque puede ser que dijera otra cosa. Que dijera «de ahora en adelante, a nadie más conoceré en lo humano; de ahora en adelante y si es necesario, comeré vidrio, sangre o sombra para marcar mi diferencia». Puede ser que dijera eso. Como también puede ser que dijera alguna vulgaridad. En pocos días ya había dejado de asombrarme de mí misma y de las palabras que salían de mi boca.
Los dedos de Marisol apretaron con más fuerza el borde de la pileta pero su cara no reveló nada. Se pasó una mano por el pelo; en la otra, algo plateado brilló por un segundo. Agarré al vuelo su muñeca y cerré mis dedos hasta hacerle daño. Ella abrió los suyos: en su palma había un arito con forma de libélula.
—Lo encontré en el piso de casa. Es de ella, ¿no? Además, la señora que limpia dijo que había visto a dos chicas por la ventana. Lo que no entiendo es cómo hizo para convencerte. Lo único que les pido es que no se lo cuenten a nadie. No sabés todo lo que ya sufrió mi familia con todo esto.
—Está bien —dije sin saber de lo que hablaba.
Me alcanzó con adivinar el miedo en sus ojos. En ese momento, la vi como seguramente sólo la habían visto sus padres o quizás su novio: cerca, todo lo cerca que la ansiedad y la preocupación pueden empujar a un rostro. Nunca me había parecido tan linda. Que supiera que nosotras habíamos destrozado las lámparas de su jardín y vomitado en su baúl de implementos deportivos no me preocupaba. Lo que me preocupaba era que los Arguibel se creyeran el centro de un complot y que Marisol descubriera que su secreto, cualquiera que fuera, estaba a salvo. Guardé el aro de Felisa en el bolsillo de mi túnica y mentí:
—Felisa no tuvo que convencerme de nada. Fui yo la de la idea.
—¿Pero cómo supiste? Mi mamá lo tuvo encerrado un tiempo en una quinta, nunca quiso dejarlo en un hospital. Hasta eso le daba vergüenza. Pero ahora que está tan viejo pensó que iba a ser más fácil controlarlo y se lo trajo a vivir con nosotros.
¿Sentirán los curas algo de ese calor, de ese poder en sus confesonarios? Marisol parecía no darse cuenta de lo que hacía. Esperaba una penitencia cualquiera, una que le asegurara que a pesar de tener un monstruo en su familia, seguía siendo la más hermosa, la más admirable y la más querida de todas. Con razón los Arguibel eran los que más insistían en la vigilancia del colegio y en las escoltas de los Ángeles de la Guarda. No estaban preocupados por las chicas; era al pariente trastornado al que buscaban y protegían.
Marisol se había aprendido de memoria la saga familiar que la absolvía (acaso no todas las felicidades se parezcan). Pareció aliviada de poder recitar el parlamento que había ensayado durante tanto tiempo. Porque todas las familias afortunadas tienen un monstruo y el de los Arguibel era apenas vergonzoso, la marca que necesitaban para confirmar su propia nobleza. A los ojos de la historia familiar, en la que se listaban varios generales sanguinarios, una beldad nacional que escondía salteadores en el sótano y el Conde de los Álamos (el primer argentino en cruzar el océano en un yate privado, famoso por sus polainas, sus orgías flotantes y sus imprecaciones racistas en el carnaval de Montevideo), el tío abuelo de Marisol era solamente un anormal. Como no tenía ni siquiera la excusa de la ambición (a los veintiocho años había cobrado su parte de la herencia familiar y se había ido a vivir al campo), sus extravagancias pesaban con especial preocupación sobre el apellido. Pero varias décadas de frugalidad y mansedumbre y un capataz más o menos eficiente habían convencido a todos de que el tío Valentín era inofensivo. Lo olvidaron pronto. Mientras, la estancia decaía. A la capital llegaron rumores que los Arguibel eligieron ignorar: que don Valentín visitaba el pueblo por las tardes disfrazado de gaucho y asustando a las mujeres, que se había dado a la bebida, que hablaba incoherencias. Algunos decían que había perdido la razón en un accidente con un caballo y con ello también sus últimas inhibiciones, porque unos días después de recuperarse del golpe había insistido en quitarse toda la ropa. Por un tiempo no salió más de la estancia; se dedicó a deambular entre las vacas y a estorbar el trabajo de los peones. Unos años después, se casó con una mujer analfabeta que iba de pueblo en pueblo vendiendo miel. No tuvieron hijos. En la casa, los dos andaban sin ropa, sucios y con el pelo enmarañado. Una de las anécdotas más repetida los colocaba almorzando bajo un grupo de eucaliptos, completamente desnudos, compartiendo la mesa con sus perros y gallinas. Cuando ella murió, él terminó de enloquecer. Para entonces, los peones ya le decían «el Degenerado» y no faltaban relatos que le adjudicaran poderes sobrenaturales. Uno a uno los sirvientes fueron abandonando la casa. Las mujeres fueron las primeras. Las siguió el capataz. Al invierno siguiente se derrumbó la mitad del techo de la estancia. El viejo se mudó a los establos, en donde vivió por un tiempo con los animales y gracias a la caridad de unos tamberos, que acabaron por contactar a la familia.
Ninguno de los parientes quiso hacerse cargo de las ruinas, mucho menos del degenerado. Hasta que Malvina, la madre de Marisol, convenció a su marido de que no podían dejarlo viviendo en esas condiciones. Lo trajeron a Buenos Aires. Aunque no estaba físicamente enfermo (todo lo contrario, la locura parecía darle nuevas e insospechadas energías) le consiguieron una enfermera que lo mantenía más o menos sedado y lo instalaron en una quinta. Malvina lo visitaba de vez en cuando para controlar que todo estuviera en orden. Pero al poco tiempo, la enfermera renunció y lo mismo pasó con las que la sucedieron. La última amenazó con denunciarlos a la policía, no se sabía si por el maltrato al anciano o por sus escapadas. Los Arguibel no tuvieron más opción que trasladarlo a su casa cerca del río.
Ni siquiera Marisol creía en la bondad repentina de su madre, sabía que detrás de su preocupación por el tío de su marido, Malvina mal ocultaba su interés por la herencia que el viejo había cobrado años atrás. La había oído interrogarlo sobre el tema. La había visto sentada sobre la cama del anciano durante horas, mostrándole viejas fotografías familiares o simplemente observándolo en una especie de duelo de miradas (la de Valentín Arguibel, perdida en el escote de su sobrina política; la de Malvina, llena de un líquido aceitoso que en nada se parecía a las lágrimas). A Marisol, el recuerdo de esa escena la horrorizaba más que la demencia que sus genes pudieran haber heredado. ¿Qué podía querer su madre con unos billetes o unos bonos que seguramente ya habrían perdido gran parte de su valor?
—Yo lo dejé salir, ¿entendés? Mamá lo tenía encerrado en ese cuarto todo el día solo, estoy segura de que en el campo habría estado mucho mejor. Primero intenté hablar con él, pero no pude sacarle una palabra. Dicen que hace años que no habla. Entonces me fui y dejé la puerta abierta a propósito. A la mañana siguiente ya no estaba.
En ese punto de la historia, creí que Marisol iba a llorar. Pero no lo hizo. Hubiera sido demasiado. Se acercó a la ventana como si le faltara el aire. Había cierta incomodidad en su pose de chica de telenovela que sabe que ha hecho lo correcto y sin embargo todo le ha salido mal. Porque Marisol no había contado con que el viejo fuera todo lo que sus parientes decían, mucho menos con que apareciera deambulando desnudo por el barrio. Ahora sólo le preocupaba que la descubrieran.
—Lo que no entiendo es por qué. ¿Por qué lo hace? ¿Cómo alguien puede transformarse en eso?
La palabra «eso» se desprendió de sus labios y trepó por todos los adjetivos que yo había conquistado en esa semana. Fue como si me hubieran dado un golpe. Me costaba creer que el exhibicionista fuera nada más que un degenerado. Tenía que haber algo más en él, una racionalidad o un deseo, una voluntad de trastornar al mundo. ¿Cómo podía ser que Marisol no lo percibiera? Busqué algo para herirla. Pero en cambio dije:
—El pecado se transforma en verdadero placer sólo cuando hay alguna posibilidad de que te descubran.
Mark Twain nunca debe de haber aparecido en labios menos apropiados. Pero ya no había razón para esconder mi inteligencia, para no usarla con coquetería. Marisol me miró como si yo hubiera dicho un disparate.
—Pero es una enfermedad. La madre Imelda lo dijo. Lo que pasa es que no tiene cura. Y lo peor es que nadie sabe dónde se metió. Hasta que no lo encontremos, no tenemos manera de ayudarlo.
Me di cuenta de que no valía la pena discutir esas cosas con ella. Lo único que les preocupaba a los Arguibel era dar con el viejo y volver a encerrarlo, esta vez en una clínica de lujo. Mientras ella me explicaba la lógica detrás de esta conclusión, recordé los pasos en la casa de piedra. Había apenas unas cuadras de distancia entre la casa de míster Lambert y la de los Arguibel, no era imposible que el exhibicionista se hubiera refugiado allí. Pero decidí no decir nada hasta no estar segura.
Marisol y yo volvimos al aula. A ella no parecía importarle lo que pensaran las otras cuando nos vieran juntas. Y yo estaba demasiado ocupada en entender los acontecimientos de los últimos días, mis propios arrebatos, mi obsesión con Felisa. Sabía que algo iba a pasar y pronto. Si Felisa todavía planeaba matarse, lo iba a hacer en esos días. «Pronto», había escrito. Y si yo quería entender, si quería representar el papel que ella me había asignado, tenía que volver a repasar lo que habíamos visto y hablado esa tarde después de salir de la casa de las fotografías.
Hacia el final de esa carrera triunfal bajo la lluvia, el ímpetu había sido todo mío. Felisa me había seguido entre divertida y extrañada de mi nueva ferocidad, pero la suya había llegado a su límite en la casa de piedra. Recién en la playa habíamos vuelto a hablar de lo que había pasado. El cielo seguía lleno de nubes pero ya no llovía. Nos habíamos sentado debajo de un muelle de madera. Felisa había apoyado la cabeza en un poste y cerrado los ojos. Entonces, yo había empezado con las preguntas.