5
La Depravación Total sucede cuando el pecado controla todas las facultades de la pecadora, a tal punto que ella es incapaz de desear o hacer algo para convertirse a sí misma a Dios o para acercarse a su conversión.
Esa condición no necesariamente hace a la persona tan malvada como sea posible. Eso sería la Depravación Absoluta y está reservada a los demonios.
Ningún libro de catequesis se detiene a trazar esta distinción. Ninguno quiere presentar tan claramente la facilidad con la que lo humano se desprendería de sí mismo si quisiera. La línea es demasiado débil.
Felisa creía en los espíritus pero no en los demonios. Creía que los muertos transitaban por el mundo de los vivos buscando la oportunidad de pegarse a algún cuerpo, de volver a experimentar todo el dolor y la dulzura de la carne. No todos los cuerpos eran iguales. Había cuerpos como imanes.
El suyo era uno.
Al día siguiente de nuestro primer encuentro, no tuve el valor de volver al baño del quinto piso. Había pasado toda la tarde anterior meditando sobre su monólogo, en el que, más que decir algo, Felisa se había manifestado, había marcado con sus palabras no sólo el espacio para que yo dijera las mías, sino su exacto límite. Estuve horas anticipando todo lo que iba a decirle, todas las lecturas, todas las mentiras y todas las verdades que iba a contarle, planeando mi propia alternancia de preguntas y respuestas. ¿Y si era verdad que planeaba matarse? ¿Qué haría López en una situación como ésa? En un intento por disminuir la desazón que me producía la posibilidad de volver a equivocarme, de dar otro paso en falso con alguna de mis confidencias ridículas, había hecho una lista de las cosas que sabía de ella, tal como había aprendido de un escritor y espiritista inglés. Entonces todavía creía que Felisa podía ser entendida. Que yo misma buscaba serlo.
Pasé tanto tiempo meditando mi estrategia que en una sola tarde Felisa se transformó en el nombre de mi miedo. Y el miedo traicionó mis planes. Cuando sonó el timbre del recreo, ella ya no estaba en el aula. Me levanté y caminé hacia las escaleras. Vi que tenía transpiradas las manos, lo cual me recordó los dedos de Felisa golpeando involuntariamente la madera de su banco durante la clase de inglés. Después de esa demostración tan elocuente, miss Evans la había eximido de las clases. Felisa sólo estaba obligada a reunirse con ella en la sala de profesores una vez por semana para discutir una lista de libros de escritores ingleses y norteamericanos. Tampoco tenía que asistir a la clase de matemáticas, donde también había demostrado estar mucho más avanzada que nosotras. Nadie sabía qué hacía durante esas horas en las que se le permitía deambular libremente por el colegio. Incluso antes de nuestro encuentro en el baño y sin saber bien por qué, a mí me desesperaba verla salir del aula mientras nosotras seguíamos sometidas al álgebra y a la lectura en voz alta.
Desistí de la cita en el tercer piso. En lugar de seguir subiendo, doblé por el corredor que llevaba a la biblioteca, el otro rincón seguro de la escuela. Al contrario de la sala de mapas, era un lugar luminoso, de grandes ventanales y mesas de madera a las que nadie se sentaba. La hermana Virginia también era todo lo opuesto a la hermana Silvia. Todavía era joven pero su cuerpo cada vez más flaco se perdía dentro del hábito. Tenía grandes ojos verdes que no bastaban para contrarrestar su cara larga y afilada, terminada en un mentón demasiado cuadrado. Como también ayudaba en la cocina del colegio (una penitencia que ella misma se había impuesto porque odiaba fregar ollas y vigilar potajes) siempre olía a guisos o a azúcar quemado. Tenía las manos arruinadas por el trabajo. No sé si era brillante —la biblioteca heterodoxa del Santa Clara tal vez lo demostraba— pero era tan divertida como sólo pueden serlo las personas que han renunciado hace rato a la opinión del mundo.
Me conocía bien, todo lo bien que alguien podía conocer a López en esa época. Con ella había leído las vidas de los santos, a los que tenía catalogados bajo algún epíteto que, sin dejar de ser piadoso, iba siempre cargado de ironía. También a Sara Green y a Oscar Wilde. A Bustos Domecq y a Eaton Stannard Barrett. A Clemente Palma y a Leopoldo Lugones, a quien por alguna razón Virginia podía citar de memoria. Detrás de su escritorio había dos cuadros, uno de Santa Wiborada, y una reproducción de la Hipatia de Rafael, a las que supongo que nadie más en el colegio reconocía.
La hermana Virginia nunca me recomendaba libros. Me dejaba recorrer los estantes eligiendo lo que me pareciera. Guardaba sus comentarios para cuando se los devolvía. A veces se limitaba a arquear sus cejas doradas —hubiera apostado a que debajo de la cofia era pelirroja— o a torcer un poco el labio inferior. Era ella la que me había confirmado la historia de Marcelina. La que leía a san Pablo, la que decía que sor Juana, con su Hades americano, había decretado —seguía decretando— el fin de la Península, la que me había mostrado los cuadros negros de Goya, la que me había convencido de que los libros también podían adherirse a tu espíritu como muertos desesperados, como fantasmas impacientes por experimentar todo el dolor, toda la dulzura, toda la indiferencia de la carne.
Ese día tenía un libro en su regazo. Algo la preocupaba. Cuando entré a la biblioteca, levantó la vista pero no sonrió. ¿Qué estaría leyendo? ¿Alguna vez yo tendría esa cara transfigurada por la lectura? Esperaba que no. Virginia leía inclinada sobre un libro de tapas azules pero parecía que estaba mirándose en una mancha de agua, como si las páginas produjeran ondas iridiscentes que le transformaran la cara. Agarré un libro al azar y me senté a observarla. Traté de concentrarme en su piel imperfecta, llena de puntos negros, y en sus labios, partidos aquí y allá por las sonrisas en serie que la profesión decretaba. Abrí el libro en cualquier página y leí: «Esotros son diferentísimos. No ponemos nosotros la leña, sino que parece que, hecho ya el fuego, de presto nos echan dentro para que nos quememos. No procura el alma que duela esta llaga de la ausencia del Señor, sino hincan una saeta en lo más vivo de las entrañas y corazón a las veces que no sabe el alma qué ha ni qué quiere».
—No me parece que hoy hayas venido a leer. Mucho menos a santa Teresa.
Virginia había cerrado el libro y había cruzado las manos sobre la tapa, como si lo estuviera protegiendo con sus uñas cortas y transparentes de tanta lavandina.
—No. Me estoy escondiendo.
—¿De quién?
—De la chica nueva.
—Ah, otro caso. —Virginia volvió al libro, como si se hubiera desecho de una mota de polvo.
—¿Otro caso de qué?
—A veces Felisa viene por acá cuando ustedes están en clase. Dice que todas ustedes son un caso de neofobia. Parece que le causa mucha gracia. Eso es. Es una chica que se ríe mucho, me parece. —Antes de volver definitivamente al libro, agregó—: También lee bastante.
Miré el reloj en la pared. Todavía quedaban quince minutos de recreo. Hasta ese momento nunca se me había ocurrido que Felisa pudiera incluirme en su risa junto con todas las demás. Pensarlo era insoportable. Se me ocurrió que al decirlo la hermana Virginia me estaba tendiendo una trampa. Que ella y Felisa me estaban empujando al baño del quinto piso. Las imaginé juntas, riendo, como en un cuadro de Goya o leyendo. Las imaginé. Y en ese ejercicio, verdadero órgano de percepción del alma, descubrí que la biblioteca había dejado de ser un lugar seguro.
No habría podido explicar cuál era exactamente la causa de ese sentimiento. Sólo sé que dejé a la hermana Virginia concentrada en su libro y salí apretando los dientes, con los ojos fijos en mis zapatos, que nunca me habían parecido tan ridículos.
Felisa me detuvo en el rellano del primer piso, debajo de una estatua de María Auxiliadora. Lo hizo con un largo grito. Me di vuelta y la vi asomada al vacío, un piso más arriba. Cantaba. O eso parecía. Por un momento, creí que iba a saltar. Pero no. Bajó los escalones de dos en dos, todavía gritando o cantando en inglés. Cuando estuvo a mi lado, dijo:
—Iba a dejarte plantada. Pero me ganaste de mano. Well played.
Vi que el cuello de su camisa estaba manchado. Un poco de sangre bajaba desde su oreja izquierda hasta su cuello. En la otra, Felisa tenía puesto un arito con forma de libélula. No pude resistir el impulso de tocar el lóbulo partido, esa pelusa todavía húmeda de sangre. Ella corrió la cabeza hasta apoyar su mejilla en mi mano. Le pregunté qué había pasado.
—No es nada. Me acabo de pelear con Roderick. Igual ya estaba cansada de estos aretes, se me caen a cada rato.
En ese momento, elegí. Miré a mi alrededor. Estábamos solas. Las paredes repetían el eco del recreo que ocurría en alguna otra parte. Cerca, goteaba un bebedero. Pensé en las huellas de tantas otras chicas perdidas en esos escalones, destinadas a ser una insistencia en el mármol; una hendidura, testimonio de obediencia y resignación. De pronto, la vida suspendida del colegio se presentó como lo que era: un sueño, la inhalación que precede a la muerte, un prólogo a un falso advenimiento. ¿Qué había más allá? Nada. Era entonces, era ahora, la vida. Felisa era ese mensaje y, al menos en ese momento, decidí creer.
Según Felisa, lo primero que teníamos que hacer era salir de la escuela, abandonar «el rebaño». Fue fácil, porque ella ya había estudiado las posibilidades en sus horas libres. Seguimos el mismo camino que había hecho la hermana Silvia. Entramos a la capilla por la puerta principal, sin hacer ruido, cuidándonos del olor a incienso, de las estatuas blancas, de tanta tristeza preparatoria. El jardín fue más difícil, porque estaba embarrado después de tantos días de lluvia. Era la primera vez que lo veía por dentro; desde el patio del colegio sólo se veían las copas de los árboles más altos. Era más grande y salvaje de lo que esperaba. No había canteros ni secciones claramente demarcadas. Parecía que las semillas habían sido arrojadas al azar, dejando el diseño librado a la buena voluntad de la tierra. Desde sus pedestales, dos vírgenes, la del Rosario y la Inmaculada Concepción, vigilaban la indisciplina de las flores.
No vi ninguna otra puerta, pero Felisa me señaló un árbol de flores largas, de un naranja desteñido que colgaban con las corolas mirando al suelo. Cortó una de sus ramas y dijo que en inglés se llamaba «la Trompeta del Ángel». En español tenía un nombre mucho más vulgar. El árbol ocultaba un agujero en la pared. A su vez, una fila de arbustos del lado de la calle protegía el secreto del jardín de las miradas de los peatones. Así que ése era el verdadero lugar de encuentro de los amantes. Probablemente, sólo habían entrado a la iglesia cuando la lluvia no les había dejado alternativa. No sé por qué el hallazgo me decepcionó.
El agujero estaba en la base de la pared y había que arrastrarse para salir a la calle. Felisa ya lo había hecho varias veces, pero había vuelto antes del final del recreo, aburrida de dar vueltas por un barrio que había cambiado poco desde su infancia, un barrio que no ofrecía más que una sucesión de mercerías y almacenes interrumpida por casas que habían sido quintas señoriales y por edificios de departamentos en construcción. Crucé primera, arrastrándome de cara al barro, sintiendo ese goce helado en la punta de los dedos que no sentía desde que era chica.
Cuando salimos del colegio, volvió la tormenta. Caminamos unas cuadras en silencio, disfrutando también de esa lluvia que no parecía la misma, yo mirando el perfil de Felisa (la sangre en su oreja se había coagulado en un raro diamante), ella con el ceño fruncido y el pelo pesado de agua, concentrada en el piso, como si leyera un mapa en las baldosas. Sabía muy bien adónde íbamos.
La casa ocupaba media manzana a unas pocas cuadras del colegio. Yo la había visto varias veces, pero nunca me había detenido a mirarla, quizás porque la casa vecina era tan blanca y nueva que, con su pasto siempre recién cortado y su verja tan prolija, lograba que la otra desapareciera completamente. Era una casa de tres pisos, de piedra gris y techos negros con una torre en el ala derecha. Parecía abandonada. Estaba protegida por una hilera de pinos y un portón de rejas. Varias de las ventanas de la planta baja tenían los vidrios destrozados. La puerta principal estaba cerrada con una cadena gruesa y un candado. En cambio, el portón estaba abierto. Felisa lo empujó con la punta del pie y entramos, pero en lugar de seguir por el camino que marcaban los pinos, rodeamos la casa hasta llegar a los fondos.
Corrimos hundiéndonos en el pasto y en la lluvia hasta quedar sin aliento. La parte de atrás de la casa terminaba en una galería que miraba a un jardín sin flores. Sólo había árboles, enredaderas y matas de un verde antiguo, oscuro. También había un cuadrado de agua negra que alguna vez había sido una piscina custodiado por las estatuas de dos leones.
Tuve frío. Felisa abrió una de las puertas de la galería y me hizo pasar como si estuviéramos en su casa. Me sorprendió no encontrarla vacía. Había alfombras y muebles de madera muy sucios, algunas plantas hace tiempo muertas en sus macetas, un espejo enorme y un piano. El piso de la sala estaba lleno de basura, cigarrillos aplastados, papeles y vidrios rotos. Alguien había empezado a quitar el empapelado rosa y oro de las paredes pero se había cansado; lenguas de papel y pegamento seco colgaban por todas partes. Fui hasta el piano y comprobé que estaba cerrado con llave. Oí que Felisa hacía correr el agua en la cocina, encendía una hornalla y llenaba una tetera. La casa se tragó la familiaridad de esos ruidos en un segundo, como si fueran una incisión intolerable en el tiempo de su abandono. Recién entonces me fijé en que también había cuadros en las paredes.
Eran fotos de chicas. Algunas en blanco y negro, otras coloreadas en esos tonos pastel, rojo y zafiro que se usaban en las viejas tarjetas familiares. Todas eran del mismo tamaño —el doble de una postal— y estaban enmarcadas en madera negra sin adornos. Comenzando por la pared que daba a la cocina, siguiendo por toda la sala y el comedor y bordeando la escalera, las fotos formaban una secuencia que reproducía la carrera del fotógrafo: de las más viejas a las más nuevas, de las composiciones más exóticas a las más simples, de las niñas vestidas con complicados disfraces hasta las que estaban completamente desnudas. Además de su juventud —ninguna debía de tener más de doce años—, tenían otra cosa en común: a todas les habían tachado las caras con una línea de pintura negra que recorría las tres paredes.
—Ésa es una de mis favoritas —dijo Felisa señalando una de las pocas fotos de grupo de la serie.
Me alcanzó una taza de té, tomó un trago de la suya, descolgó la foto y me la pasó. Eran tres chicas disfrazadas para una composición del momento más importante en la vida de San Jorge. El santo era la más chica. Tendría unos seis años y estaba completamente desnuda, excepto por una aureola de lata, una espada y un escudo que sólo le cubría un brazo. Montaba un caballo de madera y estaba detenida en el acto de cortarle la cabeza a otra niña, que, escondida bajo una piel de tigre, hacía de dragón. La princesa era la mayor y la única que miraba a la cámara. Estaba reclinada contra la pared del estudio, detrás del dragón. Vestía una túnica blanca que le dejaba los hombros al descubierto y le marcaba los pechos diminutos. Tenía las manos atadas al frente y una corona. A pesar de la huella que la pintura había dejado sobre el vidrio, moviendo un poco el cuadro era posible verle los ojos. Lo que al principio me había parecido una tristeza resignada se reveló como un disfrute, una pose de víctima ensayada cuidadosamente no para la cámara sino para los ojos del fotógrafo.
Tomé un sorbo de té; era la cosa más dulce que había probado en mi vida, Felisa debía haberle puesto miel además de azúcar. Pero a medida que lo fui tomando, una amargura pulsante se fue asentando en mi estómago y empezó a subir y a bajar por mis venas en una onda de calor insoportable.
—Aunque ésta también compite. Mira cuánto trabajo puso en el paisaje. Debe haberla querido mucho.
Era una foto coloreada de la princesa, pero de unos años antes, cuando era mucho más chica. A su alrededor habían pintado un paisaje marítimo, lleno de rocas y de azules explosivos. Ella estaba desnuda, sentada en el piso con las piernas cruzadas; una rodilla un poco más elevada que la otra le tapaba el sexo. Parecía totalmente inconsciente de la cámara; seria, con el mentón apoyado en su mano derecha, miraba hacia un punto fijo fuera del cuadro como si estuviera tratando de resolver un problema. Había algo hermoso, insoportable en esa mirada, algo que yo conocía o había visto en alguna otra parte. Su cuerpo había sido pintado de un rosa claro, sobrenatural, que desmentía su piel oscura. El pelo negro, suelto y desordenado le llegaba hasta el pecho. El parecido con Felisa no era evidente pero planeaba en su cara como una sombra.
—Si tanto te gustan, ¿por qué las tachaste con pintura? —Yo todavía pensaba que entendía la furia de Felisa.
—¿Yo? No creerás que fui yo. La prolijidad no es mi estilo, la prolijidad no es ningún estilo. And I have style. Si yo quisiera, de verdad, de verdad —se acercó a los cuadros y los recorrió como un comprador que evalúa las consecuencias del gasto que está por hacer—, empezaría por… éste.
Descolgó la composición del mar y la arrojó hacia las puertas de la galería; un vidrio se hizo pedazos y la foto aterrizó en la alfombra.
—Eso es estilo…
Un segundo cuadro voló hacia la puerta, atravesó el vidrio roto y terminó en el jardín, éxito que ella celebró enseguida:
—Yes! Pero siempre hay que explicar. Oh, sí. Siempre. Yo también antes creía en las explicaciones. Las de Margarita eran las mejores, por lo menos mejores que las de los psicólogos, porque Margarita a todo le ponía siempre un poco de punch sobrenatural, ¿y por qué no? Explanations are never fun. Verás: érase una vez… No, no, no… Once upon a time, in a tiny little country la muy putísima Vera era una nena de ocho años que vivía en una casa de azulejos verde cielo sin perros ni gatos porque ¿quién necesita mascotas cuando se tiene un árbol familiar con toda clase de animales? Madre serpiente y padre vegetal estaban de acuerdo: la niña tenía que crecer libre de hacer amistades con quien se le antojara. «Prudente serpiente, humilde paloma, déjame ser…». ¿Te sabes esa canción? Me la cantaba mi otra niñera que se llamaba Isabel y era de las Canarias. Bueno, resulta que de todas las personas del mundo, Vera, que todavía era una niña de ocho años, eligió a un señor —dos nuevos cuadros volaron hacia los vidrios, el ruido trajo también un poco de lluvia; yo apenas podía resistir el calor que me subía desde el estómago y volvía a bajar en gotas de sudor por mi espalda y mis piernas—, un señor que amaba a las niñas y que también vivía en el pequeño país, aunque antes había vivido en miles de otras partes, principalmente en las espléndidas ciudades de provincia de la Gran Bretaña, donde era un médico que leía a Swedenborg; un científico pero también un filósofo, amigo de príncipes y sacerdotes, de actrices y aristócratas, pero sobre todo de los ángeles. Because he loved angels so much sus amigos le aconsejaron que dejara Inglaterra por un lugar menos rutilante y eligió éste, por lo menos había ferrocarriles y canchas de golf y unos parientes lejanos en una casa verde cielo que lo recibirían con los brazos abiertos y los bolsillos vacíos.
Mientras Felisa iba y venía por la sala, descolgando los cuadros, se oyeron pasos en el piso de arriba. Quise detenerla, pero mis piernas ni siquiera se movieron y de mi boca salió un aire mudo. Ella siguió como si no oyera nada, como si ni siquiera supiera que yo estaba ahí.
—Al despedirse de sus pocos amigos, dicen que preguntó: «¿Qué me harán por lo que ignoro, si por lo que sé me han muerto?». I know, all very dramatic for a doctor, pero nadie le contestó nada, porque allá la gente no es tan leída como se cree y acá tampoco, pero acá al menos nadie lo molestaba, y se pudo encerrar en su palacio de piedra a perseguir la inocencia de los ángeles… ¡Con una cámara de fotos!… I say, that’s style, isn’t it? —Acá su grito me tomó por sorpresa—. Ahí, donde menos te lo esperás, that’s really style.
La última réplica acompañó la carrera de su cuerpo, que alcanzó de un salto la mesa de la sala. En el camino, volteó una lámpara y varias estatuitas de porcelana. Medio acostada sobre su espalda, mirando al techo, como si de pronto se hubiera desconectado completamente de su relato, Felisa cantó, gritó o lloró (de verdad no sé cuál es el verbo que mejor describiría los sonidos que su cuerpo producía) unos versos de Pink Floyd. Al hacerlo, su voz sonó más espesa, casi ronca. Desde entonces, siempre que oigo esas líneas, no oigo una de las canciones más trilladas de la historia del rock. Oigo a Felisa:
So, so you think you can tell,
Heaven from Hell, blue skies from pain…
Can you tell a green field from a cold steel rail?
A smile from a veil? Do you think you can tell?
Después, rió o tosió y, con la misma rapidez que había saltado, se sentó en la mesa, cruzó las piernas, se acomodó el pelo y volvió a mirarme:
—Una de las primeras cosas que hizo Roderick fue enseñarme esa canción en la guitarra, lástima que no se me ocurrió traerla.
Los pasos se habían detenido con el grito de Felisa, pero ahora habían vuelto. Yo los oía con total claridad, los oía con la mente, con el corazón, con todo el cuerpo, y sabía que en cualquier momento llegarían a las escaleras.
—La cuestión es que el hombre, ¿ya te dije que se llamaba míster Lambert?, creía que sí se podía, de verdad, de verdad creía que en las niñas como Vera podía espiarse el cielo. Todo muy científico y muy religioso o muy de alguien a quien de verdad, de verdad se le ha botado la canica. Pero no vayas a creer que se trataba de otra cosa, como todo el mundo o como la pobre Vera, que acabó enamorándose del señor y volviéndose loca, loca, loca de odio cuando él dejó de interesarse en ella porque, come on, el cielo en las niñas nunca dura muchos años. Mucho menos para Vera, que en todo siempre fue demasiado precoz. No. Para míster Lambert, con la adolescencia se acababa todo: el juego, la gracia and the research. Pero no para Vera. ¿Y qué crees que hizo ni bien dejó de ser bienvenida en el palacio de piedra? Lo que nadie hubiera creído posible. No, no dejó de crecer (aunque eso es lo que ella hubiera querido). No, la pequeña Vera no se dio por vencida, todo lo contrario, salió al mundo y empezó a conseguir nuevas modelos para míster Lambert: amigas de un día que conocía en la calle o en alguna plaza, chicas de la escuela, primas lejanas que llegaban sin avisar y se iban sin despedirse dejando un poco de su reflejo para míster Lambert. Un rosario entero de chicas que al pasar los años se hicieron más difíciles de conseguir. Hasta su propia hermana menor. Pero nadie contaba con que Vera se fuera haciendo más vieja y más sabia, y eso fue exactamente lo que pasó: Vera se hizo la más vieja y la más sabia de todas, pero por las dudas también rezó y rezó para que los ángeles le dieran una sola, una sola niña perfecta con la que pudiera seguir jugando en el cielo de esta casa.
La voz de Felisa había ido bajando hasta volverse un suspiro. La vi pálida, transpirada y con la boca seca. Y en ese momento, entre el calor y la amargura en mi estómago, lo que fuera que se hubiera apoderado de ella acabó de entrar en mí.
En la pared de la sala quedaban pocos cuadros y los pasos se habían detenido en una sombra al comienzo de las escaleras. Con una fuerza que me sorprendió más a mí misma que a ella, levanté una lámpara de pie y la arrojé como una lanza contra las puertas de la galería. La casa entera se sacudió. Felisa soltó una carcajada y me siguió con los pocos objetos que quedaban sobre la mesa: un pisapapeles de metal, un cenicero, algunas tazas. Yo sentía que con cada ruido, con cada nuevo objeto que rompíamos, el calor, que era como una sed del cuerpo entero, disminuía. Y aunque volaba en fiebre, con cada estallido me volvía cada vez más liviana, me iba deshaciendo en un vértigo parecido a un ahogo o a una vaga repugnancia.
No podía, no quería pensar. Solamente quería que esa rabia, esa inmensa alegría animal no se acabara nunca. Y aunque debería haber pensado más, y, sobre todo, aunque debería haber visto y oído y hablado más, no quise. Por un tiempo, sólo fuimos Felisa y yo y la fuerza de nuestros brazos. Y en lo único que yo podía pensar era en cuántas cosas más seríamos capaces de destrozar ese día.