9
Al día siguiente, Felisa tampoco fue a la escuela. Quiero decir que no apareció en nuestros rituales cotidianos, a la entrada, en la formación de saludo a la bandera o en las clases. Algunas empezaron a decir que tenía mononucleosis, una enfermedad contagiosa que te hinchaba totalmente la cara y que solamente le daba a los adolescentes. Escuché a dos chicas asegurar que no salía de su casa porque tenía vergüenza de que la vieran así, transformada en un bicho. Otras dijeron que se había vuelto a Londres, con su padre, que era un tipo relindo y siempre le estaba comprando perfumes franceses, jeans de marca y blusas de encaje que hubieran sido el sueño de cualquier chica pero que Felisa nunca se ponía. Recuerdo que en esos días algunas llegaban a pasar gran parte de los recreos especulando sobre el precio y la cantidad de esos regalos, soñando en detalle con un clóset en el que Felisa supuestamente guardaba todos esos tesoros rechazados.
Yo no podía hacer otra cosa más que esperar. Marisol también esperaba. Podía verla totalmente ocupada por esa actividad, que parecería ser un sinónimo de calma, de inacción, pero en el caso de Marisol no lo era. No le dije nada del encuentro con sus hermanos. Intuía que ella ya lo sabía y que no importaba.
Su forma de esperar también era la de una reina: mantenía una distancia protocolar, casi condescendiente, mientras en realidad vigilaba cualquier cambio, cualquier indicio que indicara mi simpatía. Desde el día de nuestro encuentro en el baño, caminaba a mi lado a la salida del colegio, interrumpía las charlas con sus admiradoras para saludarme, la descubría observándome desde el otro lado del salón o del patio. Su vigilancia (o la vigilancia de su secreto en mí) empezó a molestarme. Marisol sospechaba algo, por lo menos debía sospechar que yo sabía más de lo que le había dicho, pero no sabía cómo provocar una confidencia. Era gracioso ver sus esfuerzos, sus intentos de hallar una inflexión, un común que nos contuviera. Requiere cierto talento ser capaz de provocar en otros el deseo de hablar, crear la ilusión de que la palabra no caerá en un pozo de iniquidades ni bien abandone «el recinto sagrado de la boca». Marisol no tenía ese talento. Y yo entonces no era de las que se confesaban. «Hay quien calla porque no tiene nada que responder y hay quien calla esperando». Yo callaba porque sabía. Y si no hubiera sido porque en esos días desapareció una chica de la primaria, quizás Marisol nunca habría logrado que yo le dijera nada.
Se llamaba Natalia y tenía siete años. Había salido de la escuela al mediodía y nunca había llegado a su casa. Gioconda la había visto caminar hacia la avenida con otras dos chicas, que contaron que Natalia había regresado al colegio en la mitad del camino porque se había olvidado la billetera. Las monjas fueron las primeras en revisar cada rincón del edificio. Ni siquiera encontraron la billetera perdida. La policía cercó y revisó la zona y enseguida descartó las explicaciones más tranquilizadoras (el accidente, la escapada a la playa o un juego transformado en algo más serio). Hacia el anochecer de ese día, un viernes, ya todos hablaban de rapto y señalaban al exhibicionista. El «caso» —en unas horas, Natalia ya había dejado de ser «una chica»— llegó a la televisión ese mismo día y la tensión —medida por la frecuencia de los flashes informativos y por las caras cada vez más desencajadas de los padres en las entrevistas— fue creciendo durante todo el fin de semana.
Los Ángeles de la Guarda también salieron en la televisión, algunos enfurecidos, otros golpeándose el pecho con satisfacción de prima donnas. Otra vez se habló del libertinaje y de los tiempos pasados. Alguien recordó en cámara la época en que el barrio era un refugio de medianías y lugares comunes en los que uno podía solazarse sin problemas. Otros hablaron de degeneración. Aparecieron nuevos testimonios y teorías sobre la personalidad del exhibicionista, sobre su ropa, sus hábitos y sus frustraciones. Aunque el viejo no era más que un dibujo a lápiz hecho por un perito de la policía, con cada edición del noticiero crecía hasta adoptar nuevas facetas y señas personales mientras Natalia retrocedía al plano único y desierto de la víctima. Sus padres habían hecho circular una foto en donde se la veía vestida de blanco, muy seria y con las manos enlazadas en un rosario. Era de su primera comunión. No sé en qué piensa la gente en esas ocasiones. Probablemente no piensa. Para mí, entregar al público a esa nena vestida de blanco en la pose rígida de las felicidades familiares equivalía a darla por muerta.
Durante los días que duró la noticia, se convocó a un debate entre psicólogos y expertos policiales, que no pudieron ponerse de acuerdo sobre el perfil criminal del viejo pervertido. Hablaron de sus patologías, que más allá del exhibicionismo podían llegar al sadismo y a otras alturas literarias. También hablaron de su miedo a la soledad. No a la soledad física, sino a la soledad simbólica, dijo una experta en psicología experimental, que agregó que el hombre seguramente se sentía como una llama apagada y por eso necesitaba estar siempre encendido, con su «luz» proyectada sobre los ojos ajenos. Los gritos e insultos del público le impidieron continuar con las explicaciones. Los programas dejaron de convocar expertos y se contentaron con los conductores, que siguieron hablando de degeneración, de depravación y de castigos.
Ese domingo sonó el teléfono en mi casa. Era Marisol. Su voz era la de alguien mayor, llena de autoridad y de peso. Supe enseguida lo que quería. Pero si yo no hubiera sentido la necesidad de volver a la casa de piedra (la necesidad de saber más, de encontrar algo que aclarara la historia de Felisa, la verdad sobre sus parientes o sus espíritus), quizás nunca le habría dicho que ése era el lugar donde probablemente se escondía su tío abuelo. O por ahí fue sólo una excusa para no tener que volver a esa casa sola (hacía rato que tenía claro que no podía confiar ni en mis sentidos ni en mis afectos). Marisol iba a ser mi amuleto. No contra el mundo de los espíritus, ni siquiera contra el mundo de Felisa o contra un crimen que yo prefería no imaginar. Un amuleto contra mí misma.
Pasé a buscarla por su casa esa misma tarde. Su madre, una mujer baja y rubia, que debía de haberse pasado la vida tendida al sol, me hizo pasar a la sala, desde la que se veía el jardín, con sus lámparas intactas y sus macetas recién compradas. No había quedado ni una huella de nuestro paso por esa casa. Desvié los ojos desde la explanada verde y perfecta hacia los de Malvina Arguibel. Ella sonrió, pero su cara —que las cirugías habían liberado de cualquier tipo de obligación expresiva— ni siquiera recuperó un parentesco con lo humano. Deseé con todas mis fuerzas que no hablara. Pero lo hizo. Con una voz que sólo logró arrastrarse alrededor de unas pocas trivialidades hasta que Marisol apareció al final de las escaleras, con el pelo todavía húmedo de la ducha y vestida con un jean y un suéter negros. Llevaba, además, una mochila y el palo de hockey (le había dicho a su madre que teníamos práctica en el campo de deportes del colegio).
Cuando salimos, Marisol se calzó la mochila y me entregó el palo como si fuera un atributo que me correspondiera. Yo lo acepté sin pensar. Atravesamos el jardín y seguimos por el camino que bordeaba el río, desandando la ruta que Felisa y yo habíamos hecho unos días atrás. Marisol iba callada. Se dejaba guiar metiendo los pies en el barro, sin fijarse en nada de lo que hacía. Adiviné que pensaba en la chica (nosotras tampoco nos animábamos a nombrarla). Yo iba tratando de recomponer aquella tarde, pero todo lo que podía recordar eran esos pasos y esa sombra (¿masculina?) en las escaleras. Felisa había insistido en que la casa estaba vacía, o al menos en que ella no había oído ni visto nada. Pero ¿cómo confiar en los sentidos de alguien que se sentía presa de dos espíritus? Le advertí a Marisol que yo podía estar equivocada, que bien podía ser que no encontráramos nada, pero ella ya había decidido que Valentín Arguibel se escondía en esa casa. Y una vez que la Reina se pronunciaba sobre algo, la realidad no podía más que adaptarse a su veredicto. No hablamos de lo que íbamos a hacer en el supuesto caso de que nos encontráramos con su tío abuelo o con algo todavía peor, pero yo todavía creía que era a mí a quien le iba a tocar decidirlo.
Llegamos a la casa por el jardín. Esta vez me detuve a observar la pileta y sus estatuas. La de Neptuno —que yo no había visto la primera vez— estaba totalmente cubierta por una enredadera que parecía haberse desviado de la pared con el único propósito de ocultar al dios. Todo lo demás parecía igual: las puertas de la galería estaban abiertas y vencidas, había vidrios en el piso y en el pasto y la lámpara que yo había lanzado estaba exactamente en el mismo lugar en el que había caído. Lo único que faltaba eran las fotografías.
Fue entonces que quise regresar. Vi claramente qué lejos estábamos Marisol y yo de poder entrar (mucho más de comprender o de reparar) a un mundo como ése. Pero ella se había adelantado y ya daba vueltas entre los muebles de la sala. La inspección le llevó unos minutos. Apenas si se asomó a la cocina y al cuarto de servicio que la continuaba. Me señaló la escalera sin hacer ruido y yo la seguí tratando de no pensar más que en la chica que supuestamente íbamos a rescatar.
La escalera terminaba en un rellano al que daban tres puertas. La primera se abría sobre un cuarto pequeño en el que sólo había una vieja ampliadora y un armario. Aunque era poco probable que un hombre pudiera esconderse en ese mueble, Marisol lo abrió con mucho cuidado. Una fila de vestidos, tules y juguetes brillaron en la oscuridad. La segunda habitación tenía tres ventanas y era enorme, pero sólo contenía un reclinatorio enfrentado a una pared vacía en la que todavía podía verse la huella de un cuadro o de un tapiz que seguramente la había adornado por mucho tiempo. El gris de la tarde le daba un aspecto todavía más severo a toda la escena, el de un orden o una composición capaz de resistir la mugre y el paso de los años.
La tercera puerta daba al dormitorio de míster Lambert. Los muebles eran más o menos los mismos que había descrito Felisa. Pero no había libros ni cámaras de fotos en los estantes, tampoco papeles en los cajones del escritorio, que revisé ya sin preocuparme por no hacer ruido. Alguien había puesto un colchón mucho más chico sobre la cama, que tenía el dosel y algunas varillas rotas. También había una frazada y un plato con restos de pan y el corazón de una manzana en el piso. Las ventanas no tenían cortinas. Afuera, los leones de piedra ya empezaban a desdibujarse.
Marisol limpió una silla con la manga de su suéter y se sentó, decepcionada. Yo todavía me entretuve en revisar el placard que estaba empotrado en una de las paredes. Sólo contenía una decena de perchas. La poca ropa que había estaba tirada en un rincón: un impermeable gris, un pantalón, un sombrero y un par de zapatos negros. El sombrero fue lo que más me llamó la atención. Cuando iba a mostrárselo a Marisol, oímos el ruido de una puerta que se cerraba y la sombra de un hombre pasó corriendo hacia las escaleras.
Las dos bajamos detrás de él lo más rápido que pudimos. Esta vez Marisol llevaba el palo de hockey. Mientras corría, recordé que la casa tenía una pequeña torre, debía haber otra escalera que nosotras habíamos pasado por alto. No sé por qué pensar en eso me tranquilizó, como si encontrar algo de lógica en lo que estaba ocurriendo pudiera aplazar o detener lo que seguía. Llegué al jardín a tiempo para ver que el viejo, que casi no podía respirar, se apoyaba con las dos manos en un árbol mientras Marisol, a unos metros de distancia, no dejaba de insultarlo y de amenazarlo con el palo en un gesto risible (lo tenía agarrado con las dos manos pero apenas un poco separado del piso, no como si fuera a golpear a alguien, más bien parecía que estuviera esperando un pase en un partido). Desde la galería, pude ver que Valentín Arguibel tenía puesta una bata de tela brillante y oscura. Iba descalzo y le sangraba un pie. El jardín ya estaba lleno de sombras, pero algo de la amargura de la tarde todavía se filtraba entre los pinos.
Le quité el palo a Marisol, que, aunque seguía concentrada en el acto de insultar, temblaba y parecía incapaz de moverse. Caminé hasta el árbol sin apurarme. El viejo se había sentado en el pasto y se pasaba las manos por el pelo. Recién cuando estuve a su lado, me miró a los ojos. Los suyos eran celestes y había en ellos una luz de completa beatitud o de estupidez. Le pregunté por la chica. No respondió, pero sus labios se estiraron en una sonrisa. Ni siquiera cuando levanté el palo dejó de sonreír. En el momento en que el golpe ya se formaba en el aire, me di cuenta de que no era a mí a quien miraba sino a algo más allá de mi hombro, más allá de la casa y el jardín, más allá de nuestras formas y palabras ridículas.
Dejé caer el palo en el pasto y me arrodillé a su lado. No sé si iba a abrazarlo o a sacudirlo. Creo que solamente quería tocarlo. Pero mi mano nunca llegó a la suya. Los tres hermanos de Marisol atravesaron el jardín, uno fue hasta ella, que había dejado de gritar y se había sentado hecha un ovillo en los mosaicos de la galería, Nicolás me levantó de un tirón y el tercero fue hasta el viejo y le dio un golpe en la mandíbula.
Nunca supe si Marisol lo había planeado todo desde el principio o si sus hermanos nos habían seguido alertados por su madre, que con sólo ver mi cabeza medio rapada y oír a su hija llamarme «López» ya tenía suficientes motivos para sospechar que no éramos amigas y que jamás habíamos ido juntas al campo de deportes de la escuela.
Los tres Ángeles de la Guarda parecían tenerlo todo listo, como si hubieran ensayado «el rescate» con días de anticipación. Los dos mayores se llevaron a Valentín Arguibel en una camioneta. A pesar de haberlo golpeado, le decían «tío» y cosas como «no se preocupe, ya va a ver como todo va a volver a ser como antes». El viejo no se resistió. Caminaba con dificultad, apoyado en los dos hermanos. En el momento en que iba a subir a la camioneta, giró la cabeza. Me pareció que me buscaba. Pero puede ser que solamente quisiera corroborar que alguien más era testigo de lo que estaba pasando.
A Marisol y a mí nos llevó Nicolás en otro auto. Lo primero que hizo ella al subir fue encender la radio y sacar el paquete de cigarrillos que su hermano llevaba en el bolsillo de su camisa a cuadros (los tres vestían camisas de ese estilo y zapatos náuticos, siempre me pregunté si también se habrían puesto de acuerdo en eso). Nicolás Arguibel me miró por el espejo retrovisor y creyó prudente aconsejarme:
—Ni se te ocurra abrir la boca sobre nada de esto. Acá se acaba todo, ¿eh?
La música llenó el espacio que correspondía a mi réplica. Marisol encendió otro cigarrillo con el que ya tenía en la boca y me lo pasó. Antes de que cambiara de FM, alcancé a oír: «Todo puede suceder si tú quieres otra vez». No sé por qué esas palabras me dieron ganas de llorar. Pero tal vez eso no sea importante. Entonces yo creía que todo lo que me pasaba merecía una interpretación. Hasta mis lágrimas.
El cuerpo de Natalia Monserrat apareció esa misma noche en el colegio, detrás de la escalera que conducía al campanario de la capilla. Tenía el cuello roto. Nadie la había buscado allí porque se suponía que esa puerta estaba siempre cerrada con llave. El viernes por la noche a una de las monjas le había parecido ver un resplandor en la torre, pero no le había prestado mayor atención. No fue hasta que las dos amigas de Natalia le confesaron a la madre Imelda que habían estado jugando al juego de Marcelina que las monjas decidieron incluir los lugares favoritos de la huérfana en la búsqueda.
Una de las pruebas más difíciles para las chicas que querían entrar en la Orden consistía en robarle a Gioconda la llave del campanario, subir la escalera caracol de treinta y nueve escalones, encender una vela a la memoria de Marcelina y tocar tres campanadas fantasmales antes de bajar sin ser descubierta. Durante todos mis años en el colegio, eso había ocurrido sólo una vez, pero ninguna chica había reclamado para sí la hazaña. Quienquiera que fuese, había preferido que la leyenda de la muerta creciera en verosimilitud antes que hacer público su triunfo. Natalia había logrado pasar la parte más difícil de la prueba (robar la llave no podía haber sido tarea fácil; la misma Gioconda no había descubierto la falta hasta ese domingo por la tarde, cuando la madre superiora la había interrogado sobre el tema). Pero esa victoria inicial probablemente la había hecho descuidada, había corrido por la escalera sin tener en cuenta que el último trecho se afinaba en una vertical peligrosa y era de madera vieja y endeble. Perdió el pie en el escalón número veintisiete, que cedió entero a su peso, y cayó por el hueco de la escalera. En la caída, se golpeó la cabeza con un saliente de hierro y ese día terminó como cualquier otro: con la campana del Santa Clara tan silenciosa como siempre.
Toda esta reconstrucción —apoyada en el escalón faltante y en el trabajo de la policía provincial— no explicaba la vela encendida en el campanario. Había sido colocada dentro de un frasco de vidrio que la protegía del viento. Para el domingo a la noche —cuando los oficiales revisaron a fondo el lugar— ya estaba consumida. Ese descubrimiento tuvo a todo el colegio en suspenso. Si Natalia jamás había llegado hasta el campanario, ¿quién había dejado una vela encendida ahí durante todo el fin de semana? Y si Natalia había logrado llegar hasta arriba, ¿por qué no había tocado la campana?
Ese lunes, la escuela volvió a llenarse de rumores. Todo encajaba en la mente de las clarisas, que ahora descubrían premoniciones y señales hasta en las inscripciones en las puertas de los baños. La estatua sin cabeza de santa Bernardita —otro de los símbolos que nadie había sabido interpretar— amaneció llena de velas, ofrendas y fotos de la muerta. La aparición del viejo pervertido, la fuga de la hermana Silvia y la muerte de una chica de diez años entraron a la perfección en la densidad de una trama que se les antojaba obvia, una maldición cerrándose sobre el viejo edificio del Santa Clara. Las Hijas de la Luz propusieron un retiro espiritual a modo de purificación o de penitencia. Las que pertenecían a la Orden de Marcelina se negaron a emitir opiniones (en su silencio, más que una admisión de culpas, había algo de exhibicionismo). Gioconda sólo apareció para abrir las puertas en la mañana, con la cara demacrada y sin ningún chisme que agregar a la sobrecarga de acontecimientos. Las monjas trataron de encauzar tanta ansiedad en reuniones con las catequistas, en las que en lugar de calmar los ánimos, sólo lograron generar el ambiente propicio para que se diseminaran nuevas y más espantosas historias sobre lo que había pasado en el campanario.
Entre el fantasma de la huérfana, los remordimientos exagerados de Gioconda y otras explicaciones sobrenaturales, un último dato circuló con debilidad pero con suficiente insistencia como para que yo lo registrara: además de la vela, se decía que la policía había encontrado en el campanario varias colillas de cigarrillos y unas fotografías «indecentes».
En lugar de concluir lo obvio (que alguien más había estado en el campanario), el descubrimiento desconcertó a las chicas de la Orden. No importó mucho que especularan sobre los pasajes de la vida de la huérfana que les habían pasado desapercibidos o que buscaran y encontraran argumentos para intuir una lógica celeste detrás de todo eso. La presencia de esas fotografías en el lugar donde había muerto Marcelina era difícil de explicar, incluso apelando a los modos inusuales del Señor. El mensaje de las imágenes era simplemente demasiado para cualquiera: la huérfana parecía querer decirles algo con tanta claridad que era imposible verlo. Pero en lugar de descartarlo, de a poco lo fueron integrando a sus narrativas, como si el desgaste de la repetición pudiera reemplazar su desciframiento.
Unas dijeron que las fotos eran de huérfanas maltratadas y asesinadas por las monjas a principios de siglo (sus cadáveres estarían enterrados en distintos lugares de la escuela).
Otras pensaron que Marcelina sólo repetía su mensaje sobre la liberación del cuerpo y el fin de la dictadura del alma.
Hubo algunas que sostuvieron que las fotos estaban allí para señalar el pecado de los mayores. Pero luego citaban autoridades que se contradecían: «dejad que los niños vengan a mí»; «antes veía como niño, ahora veo como hombre»; «no seáis niños en los juicios» y «los niños que han alcanzado la edad de adolescencia son devueltos al estado de su mal para que sepan que sólo por la misericordia del Señor son apartados del infierno».
Otras sacaron cuentas y conclusiones áureas a partir de las fechas y de la cantidad de escalones que llevaban al campanario.
La mayoría sólo estaba fascinada por los detalles de la desnudez en las fotografías.
Y también hubo un montón de risas y de indiferencia.
Ese lunes, Felisa fue una de las primeras en llegar al colegio. Nunca la había visto así. Tenía los labios casi blancos y debajo de sus ojos la piel estaba quebrada y oscura. Se notaba que le costaba dominar el temblor de las manos; las tenía metidas en los bolsillos del blazer, y caminaba con la cabeza baja y la espalda encorvada. Mientras las demás agotaban la noticia del campanario en grupos de tres o cuatro, ella alternaba sus vueltas con una inmovilidad todavía más exasperante, acurrucándose en los rincones del patio en una pose que la hacía parecer una reclusa.
Entendí que el tiempo de la espera se había acabado. Quise sacudirla, obligarla a volver a la vida del colegio, al análisis sintáctico, a la música y a la química. La vida suspendida se me presentaba por primera vez como el mejor antídoto. A mi alrededor, las demás ni siquiera habían notado su presencia; estaban demasiado concentradas en la nueva muerta.
Ni bien me vio llegar —yo iba recién enterándome de lo que había pasado en el fin de semana, más preocupada por mi propio rol en la telenovela de los Arguibel que por el drama de Felisa— levantó la cabeza como si alguien le hubiera dado una señal. Su cuerpo se recompuso y caminó erguida a mi encuentro. En sus ojos había una claridad destilada por horas de insomnio. Pero cuando quiso hablar, de su boca sólo salió un sonido confuso y resquebrajado, como si se estuviera recuperando de una faringitis. Tosió, tratando de aclararse la garganta. Volvió a intentarlo y esta vez los sonidos se articularon en palabras. Pero no eran palabras en español o en inglés. Eran palabras totalmente nuevas.
Por debajo de su mezcla de los dos idiomas, Felisa hablaba en un tercero que yo desconocía.