4

Si después de la clase de inglés, los chismes y exageraciones sobre «la chica nueva» no continuaron por mucho tiempo, fue porque en el colegio ocurrieron dos incidentes todavía más espectaculares que la llegada de Felisa: la fuga de la hermana Silvia y la aparición del exhibicionista.

Las dos cosas pasaron casi al mismo tiempo.

Un día, a las seis de la mañana, Gioconda, la portera del colegio, bajó los escalones de piedra para abrir el portón de rejas que daba a la calle casi una hora antes de lo acostumbrado. El proceso no era nada fácil para ella, una vieja gorda, sin sutilezas ni sonrisas enigmáticas, que apenas podía manipular su propio cuerpo. Con los años, la grasa se le había ido asentando en los muslos y en la cadera; cuando ya no había tenido adónde ir, había trepado descaradamente por su espalda hasta formar lo que parecía un segundo par de nalgas que ni el delantal gris lograba disimular. Nadie sabía por qué Gioconda no se jubilaba. Además de ser la distribuidora de todos los chismes de la zona, su única función era la de abrir y cerrar las puertas del colegio y conducir a los visitantes por los corredores hasta el despacho de la madre superiora; un rol que perfectamente podría haber desempeñado cualquiera de las monjas. Algunas decían que Gioconda era la última huérfana del Santa Clara y que no se jubilaba porque no tenía a donde ir.

Esa mañana, como le contó después a todo el que quisiera oírla, Gioconda se había levantado más temprano porque estaba nerviosa. Era Semana Santa y la madre superiora le había dado un trabajo nuevo: cubrir las imágenes de la capilla con sábanas negras. Las flores y las estatuas de la capilla siempre habían estado a cargo de la hermana Inés, que no dejaba que nadie interfiriera con su combinación secreta de colores y pétalos, directamente conectada con su jerarquía privada de santos y virgencitas. Siempre recibía felicitaciones de los curas encargados de oficiar la misa y no faltaban las monjas que le envidiaran su talento cromático. Pero Inés había muerto el verano anterior —la habían encontrado tirada en el jardín, detrás de una mata de coronas de novia, con las manos envueltas en un rosario negro—, sin transmitir a ninguna el secreto de su arte. Previendo la ola de celos y rencillas que desataría el lugar vacante, la madre Imelda había demorado el momento de designar a su sucesora y había preferido confiar la tarea a Gioconda «mientras su corazón se pronunciaba». También cabe la posibilidad de que la madre superiora pensara que el arreglo de las flores y las estatuas no era en realidad tan importante, que cualquiera con un poco de criterio podía hacer un buen trabajo. Dárselo a la portera era también una lección para las hermanas. «El hierro se aguza con más hierro», habría dicho la madre Imelda.

A Gioconda no le gustaba la tarea. Para ella, lo mismo daba un gladiolo que dos claveles o tres rosas; además no le gustaba tener que agacharse a picar la tierra del jardín o negociar con el tipo del vivero. No veía la hora de que el corazón de la madre Imelda al fin se pronunciara. A pesar de haber estado pendiente de los encargos durante todo el mes, el día anterior había estado tan ocupada con el cuidado del jardín, que se había ido a dormir sin darse cuenta de que las imágenes de la capilla debían amanecer cubiertas. Contó que había dormido mal, agitada, como si su cuerpo supiera que estaba en falta. Se despertó al amanecer y quiso Dios que antes de hacer nada más, sus ojos se fijaran en el almanaque de la cocina. Marcaba el día de San Venancio de Tomhom. Gioconda recordaba muy bien al mártir de Oceanía (de chica, la hermana Herminia le había hecho aprender de memoria el santoral), un jesuita que había sido «cruelmente precipitado al mar por algunos apóstatas y nativos seguidores del paganismo como señal de su odio a la fe cristiana». Tanta mala suerte tuvo San Venancio que se estrelló contra las rocas de un acantilado un 28 de marzo, fecha desde todo punto de vista poco afortunada, porque tendía a coincidir con las preparaciones de la Semana Santa, «tiempo en el que el culto a los santos debe eclipsarse ante la obra magna de la Redención». Nadie se acordaba nunca de las vírgenes y mártires de la última semana de marzo, cuando los altares se desnudan y las campanas callan para significar la tristeza de la Iglesia ante la muerte de su divino Esposo. Gioconda, en cambio, se los sabía de memoria, porque siempre aparecían en alguna pregunta del examen de la hermana Herminia. Tan bien los había aprendido que había olvidado cuestiones más importantes, como qué cuentas hay que hacer para saber cuándo empieza la Cuaresma o qué es el Viernes de los Dolores. Ese día, san Venancio de Tomhom probó que no olvidaba a sus devotos, porque no sólo la despertó una hora antes, sino que le recordó que debía ir a la capilla antes de que a las monjas se les ocurriera improvisar una novena o simplemente controlar que todo estuviera en orden.

Gioconda se vistió y desayunó con tranquilidad, ceremonia que no estaba dispuesta a acelerar ni por todas las redenciones del mundo. Llovía. Como había llovido todo el mes pasado y seguiría lloviendo el siguiente, de acuerdo con el pronóstico. Todos los días tenía que recoger ramas, atar tallos quebrados y controlar la invasión de los caracoles en el jardín. Hasta había tenido que colocar mallas de alambre sobre algunas plantas para que las flores no perdieran todos sus pétalos por la violencia de la lluvia.

Decidió abrir primero las puertas del colegio para ocuparse de las estatuas sin estar pendiente de los padres que llegaban temprano para deshacerse de sus hijas camino a la oficina. Se puso el impermeable y salió, armada con un paraguas y el llavero que abría todas las puertas de la escuela. Al bajar las escaleras de piedra, vio un auto azul estacionado en la esquina. Algún padre desesperado, pensó. Los había tan descarados que se pegaban al timbre hasta que ella tenía que salir a recoger a la niña como si fuera un paquete urgente. Había una en particular, Vanesa Presta, que siempre llegaba antes, con las trenzas a medio hacer y el uniforme bastante desarreglado. Padres divorciados, adivinaba Gioconda, que se consideraba buena para las inducciones.

Pero no había nadie al volante del coche. Tampoco se veía a nadie en la vereda. Gioconda puso la llave en la cerradura tratando de recordar dónde guardaba la hermana Inés los lienzos de Semana Santa, cuando una mano se aferró a las rejas.

La chica era flaca y tenía la cara llena de pecas. No era del grupo de las que siempre llegaban antes de hora y por eso Gioconda no recordaba su nombre. Tampoco era su obligación recordar el nombre de todas las alumnas. Si sabía el de Vanesa Presta era porque su padre había sido el arquitecto encargado de diseñar las ampliaciones del gimnasio el verano pasado, un hombre que movía mucho las manos al hablar y recorría la obra con una botella de agua mineral en la mano, siempre apurado y mirando a todos, las monjas incluidas, como si le estorbaran.

La chica de las pecas —que iba a primer año, se llamaba Marina y ya era de por sí muy blanca— estaba pálida y empapada, había corrido tres cuadras sin parar; en la carrera había perdido el paraguas, dos biromes, algunas monedas y una libreta que ni se había preocupado en detenerse a recuperar. Ese día, todo había empezado mal. Su padre estaba con gripe y su madre no sabía manejar, así que había tenido que tomar el colectivo. Como llovía, había salido con anticipación, preocupada por llegar tarde; era la segunda o tercera vez que iba sola al colegio y no estaba segura de la parada en la que tenía que bajarse. En su casa habían cortado la electricidad y se había tenido que vestir a oscuras. Recién a la luz de ese amanecer en el que se podía jurar que era la luna la que salía por el horizonte, había descubierto que se había puesto dos medias de pares diferentes, cualquiera podía darse cuenta de que una era de un azul más oscuro que la otra. Iría pensando en todo esto, o en los ejercicios de matemáticas que había olvidado resolver, iría eligiendo los charcos menos profundos, la vista fija en las baldosas, pisando con cuidado de no mojarse demasiado o de no resbalar, cuando sus ojos se posaron en un par de zapatos de cuero negro con una hebilla plateada al costado, un par de zapatos que no estaban empapados, apenas se habían salpicado con barro y algunas gotas de lluvia en la punta. Al levantar los ojos sólo vio dos cosas más: un impermeable gris que se abría despacio, como sin querer, y un montón de pelos negros con una verga, aparentemente flácida, asomándose por el borde de la tela.

Hasta entonces, los únicos genitales masculinos que Marina había visto en su vida eran los de las estatuas. Quizás pensó en eso mientras corría, decepcionada; en cómo eso era en realidad un pedazo de carne roja y arrugada que en nada se parecía al apéndice prolijo de los cupidos. «Algo que cuelga», dijo. Por ahí ésa era la intención del exhibicionista. No hay que descartar que hubiera algo de altruismo en su parafilia que, además de comportarse como un niño de tres años maravillado con su instrumento, tuviera la secreta intención de alertar a las chicas católicas sobre la verdad detrás de la ignorancia y la farsa que actúan de Gran Misterio. Sin duda, estaba completando nuestra educación sexual con un capítulo muy esperado. «¡Liberaos! Esto es todo lo que hay», debería haber dicho con los brazos al costado del cuerpo sosteniendo el impermeable, una pose que por alguna razón es la favorita de muchos santos; en todo caso, se repite en muchas estatuas del Sagrado Corazón o de san Diego de Guadalupe, hombres inmortalizados con los brazos en esa posición, que por más que signifique la bienvenida al buen camino o el hecho de que nada tienen que esconder bajo la túnica, si una se topa con la estatua desde atrás, nada la diferencia de la pose del exhibicionista. «No descubrirás la desnudez de tu padre ni de tu madre. No descubrirás la desnudez de la esposa de tu padre, pues es la misma desnudez de tu padre». La Biblia está llena de pasajes que prohíben la visión de la desnudez ajena, sobre todo la del padre, pero nada dice de exponer el cuerpo propio. Al contrario, está llena de profetas que se lanzan desnudos al desierto, al mar, a la muchedumbre o a los brazos de sus amigos como señal de que los habita la Magnífica Palabra. No está claro que en todos estos casos la desnudez signifique inocencia reencontrada. ¿Habría algo de esta sabiduría o al menos de esta ambigüedad en el exhibicionista del Santa Clara? El hecho de que el tipo se animara a exponer su miembro en estado vegetativo era de por sí bastante ponderable. Porque en el fondo, para cualquier chica es una suerte que su primer encuentro con el miembro viril suceda con la cosa en reposo. Desaparecen la mayoría de las advertencias, de las hipérboles y de las metáforas y lo único que queda es (lamentable imagen, hay que reconocerlo, pero es la que Marina usó en su relato) «algo que cuelga», un pedazo de carne más parecido a un sobrante o a una malformación que a lo único que, según el farsante de Viena, quieren todas las mujeres.

También cabía la posibilidad de que el exhibicionista hubiera leído demasiados libros o que los hubiera tomado demasiado en serio. ¿Qué sería de ciertos escritores sin la niña inocente a la que asedian con su erección de palabritas? Ni hablar de las fantasías lésbicas con las que manosean la sombra de sus muchachas. ¿Tendría él también los bolsillos llenos de chocolatines? Igual que la chica a la que todas llamaban López, el tipo bordeaba la estupidez, la genialidad o la patología.

Así lo pensé entonces, aunque tal vez no con tanta claridad. Es que no podía más que reconocerlo: bien podía ser que el tipo del impermeable tuviera, incluso sin quererlo, todas las respuestas, que fuera mi propia imagen invertida. ¿Acaso no había ido yo en busca del Perfecto Desconocido? El mismo asco social, el mismo juego del miedo sobre el que no había querido cavilar aparecía ahora a unas pocas cuadras del colegio. Y de una manera que no hubiera sabido explicar, me sentía responsable. Como si López, con su propia depravación, hubiera atraído a ese ser aparentemente monstruoso que pronto sería el centro de todas las historias y preocupaciones del Santa Clara.

Gioconda entendió enseguida lo que había pasado. Con tantos años en el colegio, estaba entrenada para identificar viejos verdes y sospechosos solitarios en las esquinas. Hasta juraba que podía distinguir en la mirada de ciertos hombres la chispa que distinguía al violador del simple cobarde que no hacía más que mirar a las mujeres, sin esperanzas ni recursos para el daño.

Durante los años cincuenta, la policía había patrullado la zona durante meses en busca del Hombre del Perramus, un tipo alto, vestido con esa prenda en color azul y especializado en convencer a las niñas a la salida de la escuela de que las llevaría a un lugar maravilloso. Las que lo seguían acababan mal. Dos de ellas jamás volvieron a emitir palabra; crecieron y envejecieron en un estado de completa beatitud o de idiotez. Una tercera se arrojó a las vías del tren unos días después de que la encontraran vestida con las mejores ropas del momento deambulando por una plaza. Lo único que alcanzó a decir era que el hombre tenía un ángel a su lado, que era muy bueno y le había comprado muchos regalos y que, después de haber visitado su castillo, no podía vivir en ninguna otra parte. Nadie entendió lo que significaba. Dijeron que el Hombre del Perramus venía de la capital, que se tomaba el tren hacia los suburbios, donde le era más fácil encontrar víctimas. La policía jamás logró aprehenderlo, pero con el aumento de la vigilancia, fue desapareciendo. Con los años, se volvió una leyenda del barrio y algunos empezaron a reivindicarlo, a decir que era un pobre tipo que había perdido a su hija en un accidente y sólo buscaba reemplazarla. Otros sostenían que el hombre simplemente se negaba a envejecer y que por eso necesitaba que su casa estuviera siempre llena de niñas. Después hubo otros acosadores. Pero menos persistentes. Se limitaban a una o dos apariciones y cambiaban de barrio. Últimamente era más difícil identificarlos, decía Gioconda, porque la mayoría andaba en coche. Así les era mucho más fácil escapar o variar cada tanto el radio de sus perversiones.

La portera hizo pasar a la chica, pero en lugar de alertar al resto de la escuela, siguió con su plan de encargarse de las estatuas. Con lo que le costaba moverse, una vez que tenía un plan de acción no había forma de desviarla de su curso. Marina estaba demasiado alterada como para quedarse sola en la portería, así que decidió llevarla consigo: no sólo la iba a distraer del incidente; entre las dos terminarían antes la tarea. Así, sin saberlo, Gioconda condujo a la joven a su segunda experiencia traumática del día, porque apenas abrieron la puerta de la capilla, lo primero que vieron fue a un hombre alto, vestido de traje y corbata abrazado a una mujer menuda, de pelo corto y enrulado. Los dos estaban de pie cerca del altar. El camisón largo y blanco de ella brilló a la luz de las velas cuando inició su carrera hacia la puerta lateral, que se abría sobre el jardín de la hermana Inés y de allí a la calle o a la vida. Él dudó todavía unos segundos. Le echó una mirada furtiva al Cristo blanco (todas las imágenes de la capilla eran blancas y de tamaño natural, lo cual no sólo despejaba cualquier duda acerca de la humanidad de esos santos y sus caras inexpresivas, sino que le daba un matiz primitivo, feral, a cualquier devoción que se llevara a cabo bajo sus miradas), se persignó a toda velocidad y salió por la misma puerta.

A Gioconda le costó identificar a la mujer —sólo la había visto de perfil—, pero enseguida reconoció al arquitecto del gimnasio, que era el dueño del auto azul estacionado en la esquina. Ahora se explicaba por qué había días en los que la pobre llegaba tan temprano. De la mujer sólo podía afirmar que, por el camisón y los zapatos cuadrados que vestía, se trataba de una monja. Fue Marina la que identificó a la hermana Silvia, una de las más jóvenes del colegio y la encargada de la sala de mapas y material didáctico.

Si unos meses antes nos hubieran dicho que esa monja de piel de cera iba a estar envuelta en un romance con el padre de una alumna, no lo habríamos creído. La hermana Silvia nunca salía de esa sala sin luz, donde pasaba el tiempo desempolvando maquetas de indios y aldeas coloniales, jugando a armar y desarmar los órganos de cerámica del hombre modelo que ya nadie usaba para las clases de biología. Tal vez el contacto con los mapas, sus islas de nombres afortunados o el diseño tenaz que organizaba la vida de sus muñecos le dio cierta consciencia de la miniatura de su destino.

«No hay puerta demasiado pequeña para la tentación», habría dicho la madre Imelda. Nadie sabía cómo pero lo cierto era que la hermana Silvia y Ricardo Presta se habían conocido. No como Romeo y Julieta. No como Paolo y Francesca. Se habían conocido en el sentido que sólo la Biblia puede darle a esa acción. Como Adán conoció a Eva. Y después todo lo demás. Porque fue la Caída la que permitió al ser humano conocer, de otro modo habríamos sido como ángeles o como animales. El amor, tal como la escritura quiere venderlo, no es más que eso: lo que queda después de la Caída. Su más completa dimensión se alcanza sólo luego del acontecer del mal. «Entonces, abrieron los ojos y conocieron que los dos estaban desnudos». Así como conocer es hallarse desnudo, también es entrar con la propia desnudez en el cuerpo ajeno. ¿Cómo no leer algún designio secreto en la coincidencia de la fuga de la hermana Silvia y la aparición del exhibicionista?

Entonces no pensé en nada de esto, estando (como estaba) yo misma a punto de caer. Pero para muchos, el mensaje estaba claro: el mundo se derrumbaba y había que actuar rápido. No había tiempo para ponerse a interpretarlo.

Los Arguibel fueron los primeros en reaccionar. Formaron una comisión de padres para presionar a la policía. A la semana siguiente, ya habían logrado que pusieran un patrullero en la esquina de la escuela, lo cual no impidió que el exhibicionista volviera a «atacar» otra mañana de lluvia, esta vez a dos chicas de primaria que venían caminando juntas. Por sus declaraciones quedó claro que se trataba de un viejo. Un viejo muy viejo, dijo una de ellas, que había tratado de frustrar la lección de anatomía concentrándose en la cara. Como el hombre llevaba puesto un sombrero que se la cubría casi totalmente, la chica sólo recordaba las arrugas de su cuello. Pliegues y más pliegues de carne flácida que la respiración agitaba entre la sombra y el gris de las solapas.

A partir de entonces, todos los abuelos se volvieron sospechosos. Muchos dejaron de ir a buscar a sus nietas al colegio. Algunos directamente preferían no salir de sus casas antes que arriesgarse a ser tomados por un pervertido. La misma comisión de padres organizó escuadrones de vigilancia. Los llamaron «los Ángeles de la Guarda», grupos de dos o tres personas que escoltaban a las chicas desde la avenida hasta la puerta de entrada de la escuela. Fue sorprendente la cantidad de voluntarios que convocaron. Los tres hermanos de Marisol fueron los primeros en ofrecerse. Pero el viejo volvió a burlarlos. Aparecía de la nada y se desvanecía a voluntad. La vigilancia, en lugar de disuadirlo, parecía aumentar el placer de la transgresión y, en cada nuevo relato, el viejo cobraba más y más poderes, hasta que pareció volverse un ser sobrenatural. Las rondas y guardias aumentaron. El único resultado obvio fue el de arruinar todos nuestros rituales de la mañana.

Las rebeldes ya no podían escaparse a la playa de Olivos o a las galerías de la avenida mientras sus mamás se iban tranquilas a la sesión con el psicólogo. Las que fumaban ya no podían demorarse en el paredón de la esquina a disfrutar de ese último minuto de gracia. Y las que tenían novio ya no podían contar tan fácilmente con la complicidad del amanecer, una hora que ningún padre cree propicia para los ejercicios amatorios. Por supuesto que las Hijas de la Luz eran las más convencidas de la necesidad de esa vigilancia, se sabe que el demonio las prefiere creyentes, no pierde el tiempo con chicas sin convicciones, con esas que no son «ni chicha ni limonada» (hermana Patricia dixit). Arrebatarle a Dios un alma camino de la santidad es su triunfo más grande.

La situación generó más de un dilema en la mente de las clarisas. ¿Ver a un hombre desnudo era pecado? ¿Era lo mismo que mirar una película pornográfica? Y, sobre todo, ¿en qué consistía exactamente el pecado del exhibicionista? Las catequistas tuvieron que organizar charlas especiales sobre la desnudez en la Biblia. Pero las prohibiciones con incisos interminables del Levítico, la borrachera de Noé y los pasajes en los que Dios ordena a distintos hombres entrar en determinada mujer o levantar la simiente de su hermano, no hicieron más que confundir a la mayoría de las alumnas. Al fin, la hermana Patricia tuvo que recurrir a fuentes menos ortodoxas. Explicó que toda forma de agresión tenía su origen en una frustración, que el exhibicionista era un tipo que se sentía inferior al resto y por lo tanto necesitaba generar miedo, aumentar su imagen en el susto de la mirada ajena. En realidad, había que compadecerlo. No llegó a decir que había que rezar por él, pero faltó poco. Lo importante era no caer en la tentación de mirar. Lo mejor que una podía hacer si se encontraba con el exhibicionista era mantener la calma. «Matarlo con la indiferencia», concluyó satisfecha la hermana Patricia.

La fuga de la hermana Silvia también requirió cierta inversión en charlas y explicaciones, porque para algunas clarisas pronto se convirtió en una especie de heroína. Ahora creían recordar el brillo de entendimiento en sus ojos cada vez que se cruzaba con alguna amonestada, cada vez que te alcanzaba el mapa político de Europa o cuando le arreglaba las enaguas y el peinetón a la dama antigua que habíamos heredado de un museo de la provincia. Ahora todas veían con más respeto el cubículo del confesonario, sabiendo que la capilla había sido el lugar de encuentro de los dos amantes. ¿En dónde lo habrían hecho? Las clarisas no podían menos que especular. Aunque la hermana Patricia se encargó de incentivar el rumor de que la relación entre Ricardo y Silvia era absolutamente casta, que la monja, confundida entre el deseo carnal y sus votos, había optado por largas conversaciones con el arquitecto en las que, tomados de la mano, se habían limitado a implorar juntos que fuera el Cielo el que iluminara el camino a seguir, todas preferían concentrarse en el deseo carnal y la decena de rincones auspiciosos que el templo le ofrecía.

La madre Imelda manejó el escándalo como lo manejaba todo. «Hay cuatro cosas inescrutables: el sendero del águila en el cielo, el sendero de la serpiente sobre la roca, el sendero del navío en alta mar y el sendero del hombre en la doncella». Con esa sentencia, dejó a todos bastante perplejos. Incluso a los padres que se habían acercado para indagar sobre las consecuencias del mal ejemplo en la formación de sus hijas. ¿Quería decir la madre Imelda que el hombre no dejaba huella alguna en la mujer? ¿Qué la mujer era inalcanzable e incorruptible por naturaleza? ¿Que era como el cielo, como la roca o como el mar, sobre los que nadie puede, en definitiva, dejar su mancha o su nombre? Entonces, la hermana Silvia estaba salvada. Seguía siendo pura y casta a pesar de sus pecados. O, por el contrario, ¿se refería el enigma a la perfidia natural del corazón femenino, al que nada hace mella, ni siquiera el amor o la torpeza masculina? Un corazón de aire, de agua y de piedra. Un corazón que resiste.

Resiste, pensé yo sin necesidad de decirlo, sin necesidad de ponerlo al arbitrio de las palabras, de dejar entrar a mi pensamiento en la carrera peligrosa de la sociedad humana.

Un corazón que resiste, pensé yo con toda la espléndida desarticulación de mis dieciséis años.

¿Pero para qué aventurarse a interpretar lo inescrutable, lo que está más allá de nuestro entendimiento?

La hermana Silvia ni siquiera regresó al colegio a explicarse o a recoger sus cosas. Huyó en camisón y sin moraleja. Aunque es dudoso que las monjas tengan cosas en sus celdas o palabras por las que volver sobre sus pasos. Así nos lo recordaba el himno a la santa patrona de la escuela.

Nada posee Clara,

nada le pertenece,

como lirio del campo

libre respira y crece.

Nada de lo que fluye

su párpado estremece,

Clara mira y escucha

al Verbo que acontece.

Pero mirar y escuchar también pueden ser pecados. Y de los peores.