Capítulo IX
Años 1.234–1.254
Vallesius, mientras caminaba por el valle, comprobaba como la panorámica la cual divisaba se desplegaba imponente. Recorrió con la mirada las inmediaciones del lugar. La quietud reinante le motivó una paz inverosímil y una emoción incontrolable.
Octubre, un mes en el cual la tierra sospecha como el frío se aproxima, por el diálogo de las ramas de los árboles que ya comienzan a despedirse, y que no cesara hasta transformar los troncos de estos en esqueletos desprotegidos; por como las flores se deslizan sobre la tierra sin tan apenas colorido; por el vuelo de las aves al alejarse con lentitud, pero sin dilación, en busca de lugares más cálidos. Sin embargo la naturaleza todavía no se había acicalado con su indumentaria de fiesta. El color verde, un verde melancólico continuaba predominando en todo el conjunto; parecía como si con este acto tratara de solidarizarse con él, proporcionándole algo de belleza a esos ojos colmados de tristeza.
Ese primer día en su casa y los siguientes hasta habituarse a su nuevo entorno, los dedicó a meditar, a realizar largas caminatas en las cuales sentía renacer la ilusión en su interior, al contemplar la sencillez y la grandiosidad de todo aquello que le rodeaba.
Debía de buscar un trabajo el cual le asegurara un jornal, porque sus ahorros disminuían muy rápido pero ¿en qué podría ocuparse?, se preguntaba pensativo. Poseía fortaleza en sus brazos y piernas, capacidad de sufrimiento y resistencia ¿qué faenas encontraría que requirieran esas cualidades? Podía dirigir a hombres, organizar estrategias, obtener comida de los lugares más insólitos…, pero se sentía incapaz de controlar a un rebaño de ovejas, o de herrar un caballo, y ni tan siquiera estaba capacitado para el uso de herramientas manuales…, no se hallaba preparado para ninguna labor, solo sabía luchar… Además de estos inconvenientes, los oficios eran hereditarios o bien se comenzaba su aprendizaje desde muy chico, tradiciones que le imposibilitaban todavía más conseguir un trabajo. Necesitaba lograr uno que le integrara en la sociedad a la cual estaba decidido a pertenecer, había perdido parte de su identidad al renunciar a ser almogávar, y no pretendía malograr la dignidad que le restaba en la mendicidad.
Tras muchos días intentándolo, al fin lo emplearon para transportar furtivamente a través de los montes, productos alimenticios, textiles y animales procedentes de Francia, cuyo destino era el mercado de Jacca, ya que él se conducía por estos con total seguridad y presteza. De este modo los comerciantes se evitaban el elevado pago de impuestos en Campfranch. Él se embolsaba una cuarta parte de los tributos defraudados, resultando ser un provechoso trabajo.
Recogía la mercancía en el Collado de la Magdalena, dirigiéndose por Las Blancas hasta el puerto de Aysa[123], y desde allí ya circulaba con normalidad por el camino hasta Jacca; el recorrido lo realizaba a la inversa si partía desde la ciudad. Lo más complicado de este trayecto residía en controlar a los puercos cuando los había; los prefería muertos, porque además de poder arrastrarlos y evitar el bullicio que ocasionaban, y con ello el posible riesgo de ser sorprendido, estos eran los que más dineros le proporcionaban. El esfuerzo obligado del trabajo no le disgustaba, ni tampoco caminar, este era su nuevo medio de vida y por el momento lo aceptaba.
En un día favorable de faena podía obtener por el çafran[124], noventa dineros; por el queso, un dinero y una mialla[125]; por el olio[126], cuatro dineros y una mialla; por el straz[127] seis dineros, y por el hilo unos doce dineros.
Gracias a esta ocupación la cual le mantenía distraído la mayor parte del tiempo, su obsesión por hallar la solución que le permitiera albergar algo de sosiego en su alma, disminuía día a día. Reconocía que con ansia y precipitación no lo lograría, y por ello procuraba a diario saciar su corazón pausadamente con fragmentos de sueños; trataba de captar belleza para sus ojos; relegaba la angustia existente en su ser, intentando descubrir los enigmas brindados por su tierra. Con estas acciones consiguió entretener a su mente, y radiante resurgió al proporcionarle numerosas emociones, emociones agradables. Sin embargo, en ocasiones el dolor implacable le mortificaba, y este considerándose invencible, se negaba a ser postergado del lugar privilegiado que ocupaba en su corazón, e injusto impedía a los labios separarse uno del otro para sonreír, o confundía a su mirada mostrándole una vegetación tan impenetrable en sus inmediaciones, que ni su mente con mucho esfuerzo podía franquear. La tristeza se había instalado con comodidad y autoridad en su persona. El vínculo con ella se presentaba intangible, debiendo aguardar su partida al no poseer la capacidad suficiente y necesaria para apresarla y expulsarla de su ser.
La nobleza de su tierra le infundía entusiasmo y energía, y optimista sonreía en momentos señalados sin desconfianza. Estas sonrisas le impulsaban a postergar las horas siniestras vividas, logrando que no las evocara. Los días transcurrían sin dilación, y su boca aunque reticente, descuidaba gradualmente la rigidez con la cual se presentó en la casa. La alegría exteriorizada era sincera, en unas ocasiones afloraba espontánea y en otras exigida por los ojos, quienes como la boca, iban adquiriendo con lentitud el brillo de la serenidad, de la paz. En ocasiones estos sentían tanta turbación por contemplar la belleza reinante, y la cual les envolvía, que alterados al suponer si todo sería una ofuscación se abrían incrédulos, temiendo esconderse por si todo aquello admirado, desaparecía.
Vallesius recogido por las noches en su casa, despreciaba la soledad provocada por la oscuridad hasta la aparición de la luz. Una luz que en momentos le penetraba por la piel, y se instalaba en el interior de su persona, de su espíritu; una luz animosa la cual le fortalecía y contribuía a proteger las esperanzas surgidas, como también le reconfortaba y proporcionaba una entereza especial, solo apreciable por los seres pletóricos de inquietudes, temores y deseos. Excitado buscaba con insistencia la sombra de esa luz y no la hallaba, al igual que trataba de escuchar su eco, un eco silencioso el cual únicamente podía percibir quien realmente creyera que existía. Así mismo se sobrecogía al apreciar como esta nunca se desplomaba al vacío, se mantenía suspendida en el aire, en los árboles, en el agua, sobre él…
Al rodearse de vecinos o conocidos se presentaba optimista, e impedía que su desánimo se advirtiera mostrándose locuaz, sin embargo al encontrarse solo el desasosiego, la indecisión y la inquietud, le abrumaban sobremanera y maldecía por ello, enfadándose consigo mismo, porque los más de seis meses transcurridos desde su llegada habían resultado muy gratificantes, sí, pero todavía su corazón no había obtenido esa tranquilidad tan necesaria, ni su mente confundida se había clarificado, ni su espíritu serenado; tan solo sus ojos habían hallado calma y comenzaban a poseer un resplandor débil. En todo ese tiempo sostuvo ocasiones en las cuales se enfrentó a su impaciencia, al no apreciar ninguna mejoría; al ser incapaz de asir de la mano alguna ilusión; al no presentir agitándose algún sueño. Se sentía defraudado. Le urgía desprenderse de los sentimientos lacerantes para permitir la llegada de una esperanza, tan solo de una…, pero no se imaginaba siquiera que esa esperanza anduviera tan lejana, y su ánimo se abatía. Se hastió de esforzarse por intentar renovar su actitud, impotente al comprobar como avanzaba el tiempo y no obtenía las respuestas precisas, la estabilidad necesaria. En esos días tan desapacibles sus ojos no distinguían esplendor en ningún lugar, la mente se recluía y rehuía la búsqueda de su equilibrio, descendiendo su espíritu sin remedio al suelo, como esas frutas las cuales debido a su tamaño se desprenden de las ramas que las han engendrado, lastimando sus entrañas por el impacto contra el terreno. Con este ánimo transcurrieron varios días, y con ellos se alejó el mes de marzo.
Su trabajo le proporcionaba un jornal con el cual sustentarse, pero para él esto no era suficiente. No disfrutaba al realizarlo a pesar de haberlo intentado, y lo más importante, no le fascinaba tanto como cuando ejercía de almogávar. Comprendía que solo se trataba de una ocupación efímera la cual le permitía sobrevivir, pero ni tan siquiera le aportaba interés ni alegría. Por ello decidió abandonarlo una temporada, y con esta voluntad comenzó a meditar de nuevo qué hacer con su vida.
Tras dos días de inactividad e incómodo por esta apatía, decidió aventurarse al monte. Acordó ascender una montaña para contemplar la magnificencia de su Aragón tan amado desde la cumbre. Necesitaba al admirarlo ratificarse en como todos los actos horrendos perpetrados, se encontraban justificados, y así poder consolar tanto a su corazón como a su sentir, al hallarse convencido de no haber errado. Anduvo centrado en su caminar, y al asomarse el sol se detuvo y ambos se saludaron. Comenzó también a percibir el rumor de la naturaleza al despabilarse, y cómo esta le presentaba los buenos días. Transitó varias horas hasta situarse ante la montaña del Aspe, la cual surgía predominando y fortaleciendo el paisaje. Allí, frente a ella, contempló como se alzaba grandiosa. Recorrió con la mirada su figura hasta vislumbrar la cima. Protegía su calvicie del sol con un generoso postizo de color blanco, el cual se encontraba despeinado acomodándose con desorden sobre sus hombros, y arropando parte de estos.
Entusiasmado inició el ascenso a esa mole tan añosa con lentitud, asegurando bien los pies antes de desplazarlos. Transcurrieron varias horas en las cuales la emoción no dejó cabida a otras sensaciones como el cansancio, la sed, el frío…, su propósito consistía en alcanzar la cumbre y como en las batallas, no se rendiría pese a las dificultades… A medida que se aproximaba a ella la nieve imponía su presencia sin discreción. Existían zonas donde esta no se había asentado, proporcionando a la montaña un colorido desigual y caprichoso. Tras dos horas más de ascensión, culminó el pico. Al lograrlo la baja temperatura existente a esa altura no le afectó, porque de su interior emanaba un calor misterioso, el calor del esfuerzo realizado por haber vencido los obstáculos; por la plenitud de unos instantes maravillosos… Sostuvo unos minutos de silencio hasta que una brisa suave le susurró palabras de bienvenida, y él complacido le rogó que permaneciera a su lado, siendo así testigo de su felicidad. En esos momentos de soledad, de quietud, le dio las gracias a los manantiales, prados, bosques, valles, árboles, flores y ríos de su región, los cuales se tendían imperturbables bajo él, su comprensión y ayuda, y sintió como hacía años no sentía, a su alma joven.
Era conmovedor contemplar la indescriptible tierra, su tierra, que se desplegaba humilde ante sus ojos. Nació sobre ella y durante muchos años luchó, para si era necesario, morir también sobre ella. Un estremecimiento le recorrió el cuerpo pero no de frío, no, sino de reconocimiento por haberle permitido venir al mundo en ese Reino, al cual no solo llevaba en su corazón, sino también en su espíritu y alma. Así mismo agradeció el continuar todavía con vida para apreciarla como lo realizaba en esos momentos, y sostuvo con absoluta certeza como ella siempre había aguardado su regreso entre tormentas, sol, ventiscas, nieblas, luchas, y muerte…, ambos se habían mantenido fieles en su sentir del uno por el otro.
Resultó desconsolador renunciar a ese modesto espacio el cual le había presentado nuevas sensaciones, anhelos e ilusiones a su corazón, pero el día comenzaba su declive, y con precipitación se obligó a iniciar el descenso de la montaña. Este fue raudo, y al atardecer ya se encontraba en su base. Se despidió de ella con voz emocionada disfrazando su pesar con una máscara sonriente, y con esa apariencia regresó a su casa.
Los días siguientes a la ascensión de esa montaña se encontró inquieto, rememoraba continuamente las sensaciones experimentadas en la cumbre. En la cima reparó como su corazón y su mente ansiaban comunicarle algo. En esos momentos no les atendió, y ahora se lamentaba porque no lograba descifrar aquello silenciado.
Esa mañana gélida, húmeda y silenciosa del mes de abril, sentado sobre la tierra acarició a esta con cariño. Permaneció horas en esa posición examinándola. No se asombró de su poder de atracción, pero sí de cómo todos quienes la amaban le manifestaban su lealtad de una forma u otra, correspondiendo ella a esta fidelidad: los campesinos la cultivaban con esmero y afecto, y ella en agradecimiento les suministraba alimentos con los cuales subsistir; los animales la saneaban, y ella satisfecha no se cansaba de proporcionarles sustento; las plantas y flores la embellecían, y ella complaciente siempre les reservaba una parte de su ser para nacer y crecer; los árboles más prominentes, vigorosos e insignes, le ofrecían su sumisión a través de sus ramas, las cuales al saciarse de hojas en vez de erguirse firmes hacia el cielo, las ladeaban hacia ella para acariciarla, presentándole de esta manera sus respetos por permitirles ser tan colosales, y ella bondadosa les autorizaba a habitar durante siglos en sus entrañas; él luchando para defenderla con pasión y orgullo, y ella dichosa, le transmitía un amor incondicional y un vinculo indestructible.
Sí, ahí residía la gran diferencia existente entre los sarracenos y ellos, reflexionó. Mientras los moros en su afán por saquear, matar, y apoderarse de aldeas, obsesionados por extender el pánico y el miedo para tomar aquello que no les pertenecía, maltrataban a su tierra humillándola y despreciándola; sin embargo los aragoneses, humildes, desprendidos, valientes y generosos, impregnados de vehemencia y pundonor por la fortaleza, belleza y sensaciones que inspira, le correspondían a esta auxiliándola con su sangre y sus vidas, felices y orgullosos de sentirse arropados por su esencia cuando les llegara la muerte. Ese era el sentir de los aragoneses hacia su Reino: abnegación, entrega y honestidad, y con estos valores…, nadie poseía el privilegio de comparárseles ni de derrotarlos…
Mientras meditaba y palpaba la tierra, su corazón y mente le transmitieron aquello que en la cima de la montaña desdeñó debido a la conmoción. En esta ocasión sí que se interesó por ello. Tras atenderles un mutismo estremecedor provino de su interior. Resuelto tomó una decisión con la cual él esperaba, deseaba, obtener el perdón por sus innombrables actos…
* * *
Año 1.231
—¡Quién te ha visto y quién te ve! —exclamó Orobio asombrado al contemplar a Vallesius acarreando un fardo de paños y pieles a su espalda, mientras irrumpía tras él en el huerto inexistente de la casa.
Molesto por el comentario le replicó:
—Si vas a faltar, ya puedes irte por donde has venido.
—¡Ola![128] ¡Pues sí que has cambiado!
Ignoró esas palabras y depositando el fardo en el interior de la casa salió con dos vasos de vino, ofreciéndole uno, en aquel entonces, compañero almogávar. Este poseía una apariencia externa bastante desagradable, la cual todavía se agravaba más debido a su extrema delgadez; también unos ojos grandes, saltones, dando la impresión de que fueran a precipitarse inevitablemente, al rostro de la persona a quien miraba, eran negros, tan negros como sus manos sucias; alto y con mucho pelo enredado.
—¿Qué se te ha perdido por aquí?
—Pasaba cerca y me ha apetecido verte.
—Mira que te conozco demasiado bien…
—Continuas tan desconfiado como siempre, doy fe de ello.
—Pues ya me has visto. Ahora dime a qué has venido, porque no me trago que te hayas presentado en mi casa solo para saludarme —preguntó desconcertado.
Orobio consideró el no enojarlo más, y sin ningún preámbulo le espetó:
—He venido para anunciarte que el rey Jaime I está organizando la conquista de Valencia, y cuenta con nosotros los almogávares. Además, el grupo tras debatirlo, quiere luchar a tu lado como en Mallorca.
—Yo ya no soy almogávar —enunció contemplando la luna para evitar fijar sus ojos en los de su amigo.
—Tú naciste almogávar y morirás almogávar, así que no me vengas con esas.
—No precisáis de mi presencia para combatir.
—¡Claro que te necesitamos! —exclamó—. Tu cometido, el mío y el de todos los aragoneses es ayudar. Estamos obligados moralmente a ello. Debes de pelear contra esa desazón la cual te ha incitado a huir de tu condición de almogávar, abandonándote a tu suerte. Tienes que dominarla…
—Puede…, pero después de Valencia surgirá otra y otra… ¡y ya no puedo más!
—¿Qué te ha ocurrido para renunciar a aquello a lo que estás destinado desde tu nacimiento?
—Tú también luchaste en Mallorca, sin embargo a ti no te afectaron como a mí las situaciones presenciadas, ni sentiste las mismas emociones. Para ti y para otros muchos es sencillo, porque no os reprocháis nada.
—Si te refieres a la muerte de…
—Sí —le interrumpió indignado—, a la muerte de tantas personas inocentes, las cuales solo cuidaban de sus casas porque no poseían nada más. Dime. ¿Qué era aquello por lo que combatíamos en un principio? Yo te lo recordaré. Nos enfrentábamos a los sarracenos para proteger a nuestras mujeres e hijos, nuestro ganado y nuestra tierra. ¡Por nada más!
—Debes olvidarte de ello…, y venir conmigo para luchar de nuevo. ¡No te das cuenta que cuántos más territorios conquistemos más insigne será nuestro Reino! —exclamó desesperado por su terquedad.
—No, no pretendo contribuir a realizar actos como los ejecutados en Mallorca. No quiero contemplar cómo las personas se reúnen en las calles aún sin conocerse, para compartir su terror; ni comprobar como desean el cielo por tejado, temerosas de que en la oscuridad de la noche agonicen abrasadas en el interior de sus casas; ni sentarme sobre pilas de escombros y observar como los supervivientes deambulan, preguntándose qué delito han perpetrado…
—Es lo que nos corresponde hacer Vallesius, por eso continuamos vivos, porque nuestro trabajo todavía no ha finalizado.
—El mío, sí —sentenció.
—Aquí, allí, en todos los lugares, la bondad es tan solo un rumor. Todos nos enfrentamos a algo de una manera u otra para sobrevivir, sin importarnos a quién traicionamos, si a nuestros amigos, vecinos o compañeros. ¿Tú opinas que ellos se opondrían a conquistar nuestro Reino si fuesen capaces? —le preguntó e igualmente respondió—. No, claro que no.
—Insisto. No deseo acarrear más muerte, sufrimiento y desolación, destruyendo corazones humanos que nada tienen que ver con nuestra cruzada. No ambiciono deshacer paisajes; ni borrar las huellas de las personas; ni despistar las ilusiones, ni entretener al silencio con gritos desgarradores. No, no voy a marchar contigo a combatir a ningún territorio.
La cantidad de vino consumido, y del cual ya habían ingerido mucho más de un cuartillo[129] cada uno, comenzó a causarles efecto, y ya sentados en el suelo, entre sonrisas estúpidas y movimientos incoherentes de sus ojos al no percibir con claridad, incitados por las pasiones que en esos momentos les dominaban, relegaron el asunto causante de su reencuentro y evocaron vivencias pasadas.
—¿Te acuerdas de cuándo Lifardo se arrojó al mar por la borda? —le consultó Orobio riendo a carcajadas.
—Sí, sí. Dijo: “con lo gordo que estoy voy a comprobar si floto”, y allá que se fue. ¡Para haberse matado!
—¡Cómo iba a flotar con las arrobas[130] que pesaba!
—Anda que no nos costó ni nada meterlo de nuevo en la tárida —indicó Vallesius muy divertido—. Yo ya no le pillé más bebiendo agua.
—¡Para qué iba a probarla, si con la que tragó casi llegamos andando a Mallorca! —las risotadas originadas por este comentario les provocó lágrimas en los ojos, lance este desconocido para ellos por ser la primera vez que les sucedía.
—Oye ¿y tú por qué lloras?
—¿Y tú? —le devolvió la pregunta Orobio.
—¡Y yo qué sé!
—¡Pues yo tampoco lo sé!
Se retiraron las lágrimas raudos con las palmas de sus manos, y giraron las cabezas a ambos lados preocupados por si existía alguna persona observándolos. Ya más moderados ignoraron lo sucedido y prosiguieron con la conversación.
—Buen tipo ese Lifardo, sin embargo algo falto de seso —afirmó Vallesius.
—¡Ya lo puedes jurar! Buen almogávar pero un tanto desajustado…
Las horas transcurrían entre risas y tragos de vino sin apenas apreciarlo, y de súbito toda su embriaguez se evaporó al contemplar la salida del sol. Ambos permanecieron en silencio ensimismados admirando el horizonte. Para los dos se trataba de un momento mágico, cuando el sol comenzaba su despertar y reclamaba su lugar en el cielo. A medida que surgía los rayos de este se desperezaban, iluminando todo aquello existente bajo él y transformándolo de color, originando un gran contraste.
Apreciaron como la oscuridad permanecía retenida en el borde de los montes; y así mismo por el contrario, la tierra al ser acariciada por estos rayos se transfiguraba en un manto de tonalidades variados: naranjas, amarillos y rojos. Era increíble. Si se alejaban de la casa unos metros tropezaban con la penumbra, si permanecían inmóviles, continuaban en la luz.
Fue Vallesius quien quebrantó la quietud.
—¿Comprendes ahora por qué no deseo alejarme de aquí?
—Sí, lo entiendo…, pero no lo acepto. Yo también amo a mi tierra y todo lo que me ofrece, posiblemente quizá más que tú, no lo sé, y este sentimiento es el que me incita a luchar de un modo u otro. Me debo a ella…, y con esto lo digo todo.
—No quiero ni causar ni padecer más dolor en mi vida. Ya tengo suficiente con mis recuerdos, los cuales se convierten en sombras por el día, y en pesadillas que me arrebatan el sueño por las noches.
—¿Qué sientes dolor?, ¿en dónde? —preguntó Orobio confundido.
—No es un daño físico, es un mal interno que desconozco de donde proviene.
—Pensaba que todos estos años de lucha, te habían proporcionado más resistencia y fortalecido el carácter.
—Y así es, no dudes de ello, pero… —enmudeció al morderse la lengua.
—¿Pero…?
Vallesius titubeó si explicarle o no sus temores, y considerando que ya le quedaba muy poco que perder porque su existencia se encontraba completamente abatida, se sinceró con él.
—He debido encolerizar a Dios al desobedecerle en algo, y ahora me envía este castigo divino.
—¿Y en qué lo has contravenido si se puede saber?
—Lo desconozco, pero este calvario profundo el cual estoy padeciendo, debe de utilizarlo como instrumento purgatorio.
—No entiendo nada. ¿De verdad no te has dado ningún golpe fuerte en la cabeza?
Vallesius ignoró el comentario y prosiguió:
—Debo alejarme de toda destrucción humana, y eso es lo que voy a hacer para redimir mi pésimo proceder. No insistas más.
— ¿Y qué les digo a los demás? ¿Qué te ha entrado un arrebato de buena conciencia?, o acaso ¿qué te dominan los remordimientos?
—Solamente que estoy herido o enfermo, sin más.
—Nunca nos hemos mentido entre nosotros…
—No les mientes. Yo me siento herido en el corazón, y tú crees que estoy enfermo de la cabeza. Ahora tú decides con cuál de las dos alternativas te quedas…
—¡Qué camandulero[131] y buco[132] eres! —exclamó sonriendo mientras le asestaba unas palmadas en la espalda—. Prefiero la última, la que estás enfermo de la cabeza.
Bebieron un cuartillo más de vino cada uno y se despidieron. Orobio se marchó por el monte hacia Jacca, mientras Vallesius entraba en su casa para planificar su viaje…
* * *
Año 1.221
“A su regreso del campamento se instaló en el monasterio hasta que le asignaran alguna parroquia la cual regir. Allí se encontraba bien, pero anhelaba alternar con la gente del pueblo llano, alejarles de los pecados que les abocaban a las puertas del infierno, administrar los sacramentos, y un sinnúmero de tareas para las cuales se hallaba dispuesto tras esos seis años de aprendizaje. Aguardó mucho tiempo y allá para San Gil (día 1 de septiembre), el abad le hizo llamar. Fue un momento muy especial cuando le comunicó su destino, como párroco principal de la iglesia de San Pelayo de Gauine[133], en el valle de Tena, sin embargo, su ocupación se demoraría hasta no fallecer el eclesiástico existente en esos momentos. No le incomodó, porque hasta entonces continuaría preparándose para transmitir lo más acertadamente posible sus conocimientos.
No obstante el abad tenía designadas otras labores para él. La reproducción de manuscritos.
Esto implicaba una gran responsabilidad, y le supuso un honor poder realizarlo. Admitió como se sentía un privilegiado, al ser uno de los pocos elegidos para ejecutar ese cometido. Todo aquello que él transcribiera habitaría en bibliotecas magníficas, sus palabras serían leídas por muchos seres cultos, nobles incluso, y con suerte algún rey. Su trabajo perduraría durante años y viajaría por todo el Reino. Existirían personas las cuales se entusiasmarían al descubrirlo, como a él le sucedió con el bestiario; otras se interrogarían sobre cuán importante sería el individuo que con tan excelente letra había ocupado tantas páginas; y otras lo estudiarían para instruirse.
El no era escriba, pero poseía una escritura firme y clara, y gran habilidad para sostener la pluma, y deslizarla rápidamente con seguridad sobre las hojas de pergamino. Sus preceptores en los años de formación le recomendaron al abad, y debido a ello fue seleccionado por este pese a sus reticencias. Y así fue como durante ocho meses, diez horas diarias, se encerró junto con seis hermanos más en el scriptorium[134], un cubículo pequeño mal iluminado y sin ventilación, contiguo a la biblioteca.
Recordaba el primer día que se sentó frente a la mesa con todo el material ante él. Sus manos temblaban por la emoción, por el miedo a cometer errores, y por el desconocimiento de la labor a realizar. El hermano Beltrán, un experto en ello, se aproximó a su lado y con paciencia le explicó la técnica:
—Estás hojas finas —colocó una de sus manos encima de las láminas—, son las hojas en las cuales deberás transcribir ese códice —con un dedo lo señaló—. Debes de ser muy cuidadoso con ellas cuando las manipules. Están realizadas con piel de oveja o de cabra, y el proceso de su elaboración es laborioso y agotador.
Satornil asentía con la cabeza sin dejar de atender.
—Tienes también una pluma de cálamo —cogiéndola se la entregó—. Toma, ya es tuya. Debes sumergir el cálamo en agua para conferirle flexibilidad; después tallas la plumilla según la forma que desees, eso dependerá del grosor del trazo el cual pretendas utilizar.
—Mi trazo es grande —logró balbucear.
—Tállala mucho, así obtendrás una escritura más pequeña; las hojas son costosas y cuanto más papel conservemos mucho mejor —le aconsejó sonriendo—. Una vez tallada la introduces en este recipiente con tinta, y ya puedes escribir.
—¿Cómo empiezo?
—Sujetas la pluma y copias palabra por palabra el códice que te he indicado…
—No me refiero a eso —le interrumpió—, sino a cómo sé en qué parte de la hoja doy comienzo, y la extensión a ocupar. ¿Lo calculo a ojo?
—Observa bien. Te voy a preparar esta hoja pero luego las siguientes las haces tú: en la primera página dibujas una retícula, en la cual señalas el espacio destinado al texto y a los márgenes; para transferir esta retícula a las páginas posteriores, debes realizar pequeñas incisiones con este cuchillo, así —le mostró como efectuarlo—, y ya está, listo para empezar.
Se concentró, respiró hondo, y tomando la pluma se dispuso a reproducir la primera letra. El trazo aunque legible era oscilante debido a los nervios, pero a medida que escribía se tranquilizaba, logrando una escritura refinada y elegante.
En esos ocho meses de ocupación solo fue capaz de copiar un códice. El trabajo era pausado y la escasa luz existente dificultaba mucho la labor, por ello debía de realizarla despacio, muy despacio, para que las palabras fueran dignas de ocupar esas láminas, no pretendía defraudar los sentidos de quienes las leyeran. Cuando en la página 340 anotó el punto y final del manuscrito, todos los huesos de su cuerpo se encontraban bastante deteriorados, debido a la postura y al deber permanecer tanto tiempo sentado; su vista también se hallaba afectada, y los dedos de sus manos habían adquirido un aspecto inusual en ellos. No le molestó. Su obra, quizá lo más importante que realizara en su vida, por fin había concluido, y se encontraba disponible para todo aquel que la demandara, se sentía feliz, orgulloso y eufórico. ¡Quién lo hubiera imaginado! Aquel niño huérfano adoptado por un almogávar, criado en un campamento en la ladera de una montaña, incapaz de enfrentarse a nadie y tampoco de sostener un coltell, había transcrito un libro el cual se mantendría durante un tiempo en la biblioteca del monasterio, donde siempre se le reservaría un lugar…
La finalización de la tarea coincidió con la Pascua, eso lo recordaba sin agrado. Se trataba de una fecha muy especial. Dentro del monasterio se percibía muy discretamente en el ambiente, la inminente Fiesta de los Locos[135]. Para ese día la iglesia efectuaba una concesión especial, y permitía expresar pública y abiertamente la risa. Pero solo unas escasas personas sabían cómo proceder, al ser una manifestación prohibida y no estar habituados a ella, y así mismo por el miedo que suscitaba la alegría. La iglesia, y él ya como su integrante, se oponían a esa forma de expresión, ya que sostenían que con docilidad y seriedad se controlaban más a las personas, consiguiendo de este modo dirigir sus conciencias por el camino correcto. Él nunca la había festejado, pero ese año y tras tantos meses recluido, necesitaba liberar sus emociones de alguna manera, y qué mejor forma pensó, que integrarse en esa celebración donde poder dar rienda suelta y sin perjuicio de ofender a Dios, a tantas sensaciones experimentadas.
Al llegar la fecha indicada el pueblo llano se hallaba dispuesto y resuelto a divertirse, como también se encontraban preparados los novicios y sacerdotes, y por supuesto él. La curiosidad le incitó a integrarse como uno más de los vecinos, y se unió a la fiesta. La alegría, las burlas y la risa, eran contagiosas al contemplar a varios clérigos menores con los rostros pintados de manera extravagante, y vestidos con trajes de sus superiores jerárquicos, sobre todo obispos, y escuchar como se burlaban públicamente de los rituales religiosos. Se asombró de cómo la ciudad de Jacca se había transformado, pero no solo la ciudad, sino también su gente. Personas devotas, trabajadoras, expulsaban su prudencia, su seriedad, y se entregaban a mofas irreverentes hacia todo aquello que hacía tan solo unas horas, veneraban y creían con fervor. Nada más lejos de la realidad. Se sentía incapaz de intervenir en un espectáculo tan grotesco como era ese, porque él sabía perfectamente quién era, qué amaba y qué creía, y no deseaba representar un papel distinto al suyo, no, no estaba dispuesto aunque tan solo fuera cuestión de unos días. Ansiaba olvidarse de sus ocho meses de confinación, quería distraerse, sí, sin embargo de otra manera. Necesita reír, mostrar alegría, pero con otro proceder…, por ello defraudado, dolido y enfadado, regresó a su celda en el Monasterio de San Juan de la Peña. Al acceder a él con la cabeza cabizbaja, no reparó cómo el abad le observaba desde una de las ventanas de la iglesia superior, como tampoco advirtió la sonrisa afable mostrada por este.
Transcurridos dos días y después de laúdes, el abad le hizo llamar al oratorio. Le enunció sin preámbulos:
—Cuando llegaste al monasterio me interesé por ti. Eras hijo de un pobre y como pobre te presentaste, sin nada que perder pero con mucho que ganar, y quise comprobar cuanto tiempo demorabas tu renuncia y abandonabas —Satornil mantenía la mirada fija en el suelo, y solo parpadeaba de vez en cuando preocupado como se hallaba por las palabras que escuchaba—. Yo fui quien ordenó que te humillaran más que a los demás novicios; quien te adjudicó los trabajos más pesados y difíciles; quien prolongó tus castigos… Era escéptico contigo, poco podías ofrecernos sin educación, sin modales ni dinero..., sin embargo tu actitud, tu proceder y tu fe, fueron y son valores muy superiores a los mostrados por los hermanos ricos o de sangre noble, y eso me honra. No he sido justo contigo, por ello ahora voy a intentar enmendar mi error. No vas a trasladarte como párroco a la iglesia de San Pelayo, te reservo otro destino más importante: desde este momento eres el nuevo canónigo hospitalero del Hospital de Santa Cristina de Somport.
Satornil elevó muy despacio la cabeza hasta alcanzar con su mirada la del abad. No daba crédito a lo escuchado, era un sueño, no podía creerlo. Sin pensarlo le espetó:
—Perdóneme usted ¿no será esta una broma para probarme?
—Te aseguro que en esta ocasión, no —hizo piruetas para mantener oculta su sonrisa—. Saldrás mañana después de los maitines. Ahora retírate y prepárate para el viaje. Que Dios te acompañe como hasta ahora.
Satornil besándole el anillo retrocedió con obediencia y sin emitir palabra alguna. Se alejaba cuando el abad le preguntó:
—Dime ¿quién te ha transmitido esa fuerza interior para sobrellevar las dificultades sin reproche alguno?
Se detuvo y volvió, y desde la distancia pronunció muy orgulloso:
—Los almogávares…
* * *
Año 1.255
La niebla, cada vez más consistente, retaba a las copas de los árboles a asomarse a través de ella para así dejar visible algo de su colorido; estas en respuesta se agitaban, no obstante, todo intento de alcanzar con sus movimientos algún resquicio donde ese cuerpo no se hubiera consolidado en un todo, resultaba inútil. El aire no sonreía, permanecía serio ante la presencia de la niebla, solo en ocasiones suspiraba, obligándola a descender o ascender a su antojo; y la luminosidad del sol se anulaba por ese color blanquecino que lo envolvía. Todo sentimiento ora de inseguridad, ora de temor, ora de enojo, se justificaba mientras no les apoyara y ayudara el viento.
La niebla al observar la tristeza de los hermanos, se solidarizó con ellos en un acto insólito. Con lentitud los grupos los cuales se hallaban abrazados, alejaron sus cuerpos unos de otros, y se dispersaron por el infinito cielo. Severos se deslizaron en busca de otro paisaje al que ocultar. La luz procedente del sol poco a poco fue invadiendo el espacio. Una vez el cielo recobró todo su color, su resplandor, y la niebla desapareció por completo, Satornil y Vallesius salieron a pasear. El día que sobrevino umbrío, había conseguido liberarse de esa oscuridad y brillaba con entusiasmo, al igual que los sentimientos del peregrino, el cual lograba día a día desprenderse del ansia asfixiante que le consumía.
Este consideró como había llegado ya el momento de explicarle a su hermano los motivos de su peregrinación, y resuelto, con una expresión dolorosa que mantuvo inamovible en su rostro, comenzó a relatarle el porqué de su decisión:
—Cuando llegué a casa me encontraba desesperado, abrumado, y necesitaba retiro. Nada poseía significado para mí, me sentía desorientado. No mantenía ninguna esperanza de hallar consuelo ni perdón por mis actos; solo vislumbraba una pequeña luz muy lejana, y el desconocer qué significaba y qué sucedería si se extinguía, me producía agonía. Regresé porque este es mi hogar. Fantaseaba con obtener una felicidad inaudita al disfrutar solo de tranquilidad…
»Ignoraba como afrontaría el mañana, cómo viviría y sobreviviría, pero no por la alimentación, no, sino por mis remordimientos. Gracias a mi tierra, porque desde el primer día en que regresé ella me auxilió con la armonía de sus formas, con sus misterios ocultos, con sus olores embriagadores de sosiego, con la desigualdad de sus paisajes, y con la alegría de sus aguas, he logrado sobreponerme, y mi alma ya no llora ni se halla temerosa de mí…
—¿De qué tenías remordimientos? —le interrumpió.
—De mis actos, de las muertes inocentes de las que fui verdugo…
—¡Ese era tu destino! ¡Naciste para ello!
—No, te equivocas. Nací para otro tipo de lucha, no para la de los últimos años.
—Eres muy cruel contigo Vallesius. Te has juzgado tú mismo en un proceso lleno de injusticias.
—Yo no lo creo así… Últimamente me comportaba como el viento, destrozando, extinguiendo a mi paso todo lo que me encontraba en el camino.
—¡Pero Dios te ha eximido! Te ha permitido vivir al librarte de tu enfermedad. ¡Qué más quieres!
—Él me habrá perdonado, pero yo no…
Se produjo un silencio desagradable el cual Vallesius suspendió al proseguir.
—Después de mucho reflexionar mi mente se clarificó, y tras constatar la recuperación de mi fortaleza, ánimo y entereza para afrontar las eventualidades que me pudieran surgir, y de asegurarme como mis recelos se hallaban confinados en lo más profundo de mi alma, decidí que era el momento idóneo para comenzar mi andadura. Confiaba y sostenía que con esa penitencia la cual en breve comenzaría, mi corazón sentiría comprensión y perdón. Era mi única, mi última esperanza…
»Me dirigí a la iglesia Concepción Santa Virgen de Jacca, para obtener los salvoconductos los cuales me eximirían del pago de impuestos y de peajes. Primeramente me dediqué a los aspectos materiales, a posteriori y más profundamente, les correspondería a los espirituales. Estos trámites me ocuparon muchas horas debido a las largas filas existentes para solicitarlos. Pensé ir a despedirme de Balma, pero recapacité y renuncié a ese propósito. No deseaba causarle llanto de nuevo, como tampoco quería… —silenció sentimientos los cuales le hubieran afligido más.
»Los tres días siguientes los consagré exclusivamente a confesarme y a rezar, a orar mucho. Me informaron como muchas personas, demasiadas, no regresaban, y otras ni tan siquiera alcanzaban Santiago porque la dureza del camino en bastantes trechos era insoportable, pero no me abrumaba en absoluto. Cuanto más esfuerzo me supusiera realizarlo más redimiría mi culpa, y solo anhelaba eso, liberarme de mi mala conciencia estimulada por el sentimiento de culpabilidad, el cual me acompaña constantemente.
»También pensé en ti. Si decidía comenzar el trayecto desde el Puerto del Somport, inevitablemente debería transitar por delante del Hospital, y no deseaba encontrarme contigo aún. Necesitaba que me vieras recorriendo el camino de Santiago, para cuando te explicara los motivos de ello, percibieras y sintieras como realmente me hallaba arrepentido de los actos cometidos, y obtuviera tu perdón y bendición. Por esta razón decidí desviarme y sortear el Hospital, y lógicamente a ti; lo que no imaginé fue enfermar, y que me descubrieras en el estado en el cual me recogisteis, más muerto que vivo…
—Para qué negarlo, me impresionó. ¡Cómo sospechar que mi hermano almogávar se había convertido en un peregrino! Fue una conmoción verte y además en esa situación; como también es un milagro el disfrutar de tu compañía en estos momentos. Nadie suponía que lograras recuperarte.
—Mantuve ocasiones en que sentía como me moría, pero me aferré con ímpetu a la vida, no por ansiar respirar más, sino porque no quería partir sin antes expulsar de mi conciencia la carga tan pesada que trasladaba.
—Te confesaste en muchas ocasiones como has mencionado. ¿No fue suficiente?
—No, necesitaba explicártelo a ti. Me conoces realmente bien, y nadie mejor que tú sabe de mis principios.
—¿Y cómo te sientes ahora?
—Es una sensación agradable el advertir como ya no lástima tanto esa desazón; por eso creo que Dios me permitió vivir más tiempo, para poder desvelártelo, y también porque deseaba que recorriera el camino.
—Bien, ya me lo has contado. ¿Y ahora? —preguntó temiendo la respuesta.
—Ahora hermano como te acabo de decir, ahora…, debo continuar mi viaje…
Capítulo X
Año 1.255
Satornil aguardaba recostado en la puerta del Hospital a Vallesius. Se encontraba inquieto y muy triste. Presentía desde lo más recóndito de su corazón, como esta despedida sería la definitiva. Ya no existirían más reencuentros, más alegrías por hallarse juntos, más abrazos donde descargar las tensiones por la ausencia… Su frágil estado de salud y la dureza del camino, le comunicaban a gritos que ya no lo vería más, y lo más desolador era, que no podía evitarlo.
Vallesius al salir para dirigirse a la iglesia en busca de su hermano, se topó de frente con él. Se miraron fijamente. Se sentían incapaces de alejar los ojos el uno del otro, y ni tan siquiera hablaron. De súbito se fundieron en un entrañable y prolongado abrazo: lo alimentaron con ilusión, podaron de un solo tajo las ramas deseosas de atormentarles, y sembraron para su reproducción semillas de afecto y cariño. Al separarse, un Satornil visiblemente emocionado afirmó:
—Tienes mi bendición. Ve con Dios.
Vallesius, también conmovido por la partida y por lo que significaban esas palabras, asintió con la cabeza. Se alejó afligido, y se dirigió hacia el camino el cual le conduciría a Santiago.
Ahora, tras dejar a su hermano, le quedaba el desconsuelo que le producía el distanciarse de nuevo de su tierra. Deseaba corresponderle de alguna manera por todo el bien que le había originado, y a pesar de no conseguir que olvidara su tormento el cual le provocaba sufrir sobremanera, sí había logrado liberarle de esa sumisión hacia, como él la llamaba, su mala conciencia. Suspiró, agradeciéndole su paciencia y comprensión, su apoyo incondicional al acompañarle en cada instante…
Cada varios metros recorridos se detenía y despedía de su entorno. Acariciaba con rapidez a los troncos de los árboles con manos oscilantes, no queriéndoles transmitir mediante el temblor de estas, su pesadumbre por alejarse de ellos; guiñaba un ojo a las ramas las cuales se arqueaban hacia él, alentándolas a soportar el peso acarreado; se aproximaba hasta los riachuelos y cascadas que hallaba, y les susurraba palabras en silencio, palabras que solo el agua comprendía. Esta en gratitud se agolpaba cercana a él, esforzándose por alcanzar el rostro de Vallesius para entregarle un beso de despedida. Muy pocas gotas lo conseguían, y cuando esto sucedía, las tomaba entre sus dedos y con ternura las devolvía a su hogar; la nieve a su paso se desprendía del lugar en donde se hallaba reposando, y se asentaba próxima a él, como pretendiendo homenajearle por su valor y sacrificio.
Al alcanzar la villa de Campfranch se detuvo para cerciorarse de que su fortaleza permanecía todavía con él. Muy a su pesar reconoció que aunque su voluntad y decisión se mantenían intactas, no se hallaba totalmente recuperado de su enfermedad; precisaba reponerse y decidió efectuar su primera parada. Algunos de los vecinos le ofrecieron alojamiento, comida y atención, esta cortesía era su contribución por no pagar impuestos, y habérseles perdonado las deudas tenidas con la justicia, amén de otras ocupaciones como la limpieza y mantenimiento de la ruta. En una de las casas de la calle-camino de cuatrocientos metros tan bien conocida, pernoctó.
Esa noche rogó a Dios la protección de la poca resistencia que conservaba para finalizar el camino, se conformaba tan solo con eso. Tuvo un sueño agitado el cual le impidió descansar lo necesario. En él su padre se mostraba y le recriminaba, como había ignorado los principios que le transmitió e inculcó, al combatir por otros objetivos. Disgustado como nunca lo apreció, le recordó como abandonó su tierra a su suerte; la había desamparado cuando ella siempre le protegió y ayudó. Le llamó ingrato, aunque más bien se lo gritó, y sin esperar ninguna aclaración la visión de su persona desapareció. Al quedarse solo se observó las manos. Temblaban y lloraban por sentirse engañadas. No encontraban consuelo. Miró en todas las direcciones buscando a su padre, y a pesar de no descubrirlo, sí sintió su presencia. Le replicó en la noche ya calmada y silenciosa: “tú me enseñaste con paciencia y entusiasmo a proteger nuestra tierra. Solo sé luchar, no me preparaste para vivir de otro modo. Mis pasos entonces eran firmes, seguros, porque sabía dónde dirigirme y qué debía de conseguir. Todo, todo lo que he realizado en mi vida ha sido servir, sufrir, temer, gozar, sentir y sobrevivir por y para mi Reino de Aragón. Sí, me alejé de él manteniendo la convicción de que mi labor se encontraba en otro lugar, y la realidad me estalló en la cara y en el alma. Yo solo acompañé a mi coraje y obedecí a mis sentidos, y si así procedí fue por el amor sentido hacia mi tierra, y eso no es ingratitud padre, eso es lealtad…”
Se levantó muy fatigado, más de lo que se encontraba el día anterior, pero decidido como estaba prosiguió su andadura. Ya en las afueras de Campfranch se dirigió hacia Uilla Nuga. Se movía con lentitud pero no le importaba, para él lo verdaderamente primordial era avanzar. Se detenía a menudo porque no respiraba con normalidad, pero tras restablecerse continuaba. Marchaba solo, no tenía miedo alguno porque si de algo sabía, esto era de defenderse. Al distinguir la pequeña fortaleza emplazada sobre la gran roca del Castillón, desde la cual se vigilaba y protegía el camino de Santiago, supo como se hallaba ya en su aldea. Alzó la cabeza y contempló quizá por última vez, el flamante macizo de Collarada, su hogar durante tantos años. No evitó emocionarse.
Sorteó la fortaleza y ascendió varios metros hasta situarse sobre la montaña. Con los dedos excavó en la tierra, y recogiendo unos puñados de esta los introdujo en su zurrón. Nada le separaría ya de ella, porque además de permanecer en su corazón, la podría sentir muy próxima y palparla siempre que le sobreviniera la añoranza. Salvó lo más raudo que le permitieron sus pies la villa, y continuó por el camino el cual transcurría en dirección al Señorio de Aruex, cuya misión consistía en auxiliar la vía de los enemigos procedentes del norte, y cuyo señor contaba con tierras y derechos reconocidos por la Corona de Aragón. Se sentía animado a pesar del esfuerzo, y se prometió dormir esa noche en Jacca. Le restaban muchas leguas para llegar hasta allí pero ello no le amilanó. Lo lograría, confiaba en él. Con estos pensamientos y alentándose constantemente, se presentó en Kastillilgo[136].
Acudió directamente a la iglesia de San Miguel. Un deseo apremiante le indujo a rezar, como también a venerar la cantidad de reliquias que allí reposaban plácidamente. Tras orar se situó en la fila donde otros peregrinos aguardaban para acariciarlas, existiendo unas correspondientes a ropa, hilos extraídos del tejido de alguna prenda, y utensilios utilizados por algunos santos, y a las cuales denominaban indirectas; así mismo se conservaban las llamadas directas: trozos de huesos, cabellos o sangre, también de algunos de ellos. No obstante el lugar donde más personas se aglutinaban era indiscutiblemente, el acceso al altar mayor, porque allí se encontraba una astilla de la cruz en la cual clavaron a Jesucristo, y una espina de la corona que le colocaron. En esa fila esperó un tiempo prolongado hasta poder situarse frente a ellas. Las observó detenidamente maravillado por lo que representaban. Las acarició, pero más que un roce significó un acto de fervor tan intenso, que sintió mediante ese contacto como le transmitían toda la esencia de la fe, la cual le había conducido hasta su presencia. ¡Tantos años viviendo tan próximo y nunca las había contemplado!, meditó; quizás porque nunca precisó encomendarse a ellas tanto como le urgía actualmente en esa etapa de su vida, lo ignoraba, pero ahora se hallaba tocándolas, y un estremecimiento de felicidad desbordante se apoderó de él en esos instantes. Deseó gritar, sin embargo un silencio impactante abrazaba el interior de la iglesia, donde la cantidad existente de peregrinos no invitaba a ello, y reprimió ese impulso. Volvió la cabeza hacia atrás, y observando el nerviosismo reflejado en los rostros de los allí presentes, acomodó sus manos, una sobre cada reliquia, e inició el juramento. Al concluir una sensación de paz inusitada conquistó el interior de su persona, y sonriendo abandonó la iglesia.
Contigua a esta se asentaba la fortaleza. Se sentó junto a sus muros para descansar y tomar algo de alimento, porque no solo se sentía exhausto por el camino recorrido, sino también por las emociones soportadas en esa jornada. Tras un tiempo prolongado de reposo, la apatía se instaló muy cómodamente en su estado de ánimo, no obstante advertía a Jacca próxima, y ello le animó a levantarse y a proseguir. Esa sería su última parada en ese día ya que allí pasaría la noche, la cual paulatinamente pero sin tregua avanzaba anhelando apropiarse de su lugar. Cuando se mentalizó que transcurridas unas horas podría al fin reposar, inició ese postrero trecho del camino con una ilusión desmedida. A este ánimo también se unió el hecho de que se presentara ante él, una vía totalmente limpia y despejada, porque desde su salida del Hospital de Santa Cristina de Somport hasta donde en esos momentos se hallaba, había peregrinado por zonas donde el avanzar resultaba casi imposible por la proximidad de los árboles, por la altura de las malas hierbas; pero ahora, con excepción de la oscuridad que cada minuto transcurrido dejaba constancia de su presencia, su andadura continuaba sin ningún contratiempo. Una sonrisa iluminó su rostro al divisar la muralla de la ciudad en la distancia, pero igualmente de la misma manera apresurada con la cual afloró, se ocultó al oír de súbito los gritos desgarradores de los truenos, los cuales se apoderaban del firmamento. A cada centelleo del relámpago, la tarde adquiría la claridad que le correspondía, causando intimidación. Cuando el trueno y el relámpago coincidían se abrazaban, y urdían al unísono venganzas y revanchas. Estos gozaban con su poderío. Se hallaban dotados con una fortaleza especial. Se desahogaban cuando lo estimaban pertinente considerándose invencibles. Se servían de ello y engendraban temor, simas de pánico y situaciones de descontrol. Solo al enronquecer el trueno y el relámpago debilitado no iluminar con potestad, era cuando se sentían derrotados y humillados, y se alejaban con rencor, garantizando su regreso para imponer de nuevo su autoridad.
Vallesius observó el cielo. Contempló aliviado como tras unos minutos interminables esas impresionantes nubes negras se retiraban, con lentitud pero sin dilación. En el espacio cedido las estrellas con su modestia habitual comenzaron a surgir, primeramente con discreción, para inmediatamente después obnubilar por su precisión y armonía, deslumbrándole con un fulgor único como jamás habían desprendido y mostrado a nadie. Ninguna en particular deseaba acaparar la atención, y por ello todas resplandecían al unísono con la misma intensidad, logrando así no confundir a ese peregrino tan singular. Con esta visión presumió de comprender solo él a su tierra, su tierra aragonesa. Sonrió porque las percepciones sentidas le comunicaron que al fin la serenidad se hallaba, gradualmente pero sin demora, asentándose en su espíritu; tomó a esta de la mano y se encaminó para sentarse a su abrigo hacia el Árbol de la Salud, en el extramuros de Jacca, convencido de que ese enorme olmo le devolvería todas las fuerzas consumidas a lo largo de esa jornada, y una vez recuperadas, le permitiría el acceso por la Portam San Ginés emplazada en la muralla norte, al interior de la ciudad, donde finalizaba su primera etapa de la Vía Tolosana por tierras aragonesas.
Al observar como ondeaba la bandera blanca en lo alto del campanario de la catedral de San Pedro, comunicando la inexistencia de peligro alguno de enfermedades, y de como la ciudad gozaba de buena salud entre sus habitantes, entró en busca de un lugar donde pernoctar. La posada donde logró alojarse se encontraba en muy precarias condiciones, pese a ello esa noche sí consiguió descansar.
Escondió los ojos bajo los párpados y permitió relajarse a su mente y a todos sus miembros, los cuales imploraban una tregua. En ese lapso de varias horas no se asomaron sueños revoltosos, ni pesadillas incomodas, no sintió y no escuchó nada, únicamente al encontrarse velados sus ojos, solo contempló oscuridad.
Amanecía cuando despertó. No se encontraba bien, pero su indisposición la achacó a que todavía no se hallaba repuesto del todo de su enfermedad, y no le prestó mayor atención. Le supuso un tremendo esfuerzo reincorporarse del lecho, como también comenzar a caminar. Tiritaba, pero ya estaba habituado a ello porque sabía que no era consecuencia del frío existente, sino del nerviosismo por su ansia de proseguir el camino. No tenía apetito y se sorprendió. Este hecho sí le intranquilizó, pero se despreocupó al oír el repicar de las campanas de la catedral. Se dirigió hasta ella para orar, y encomendarse a Dios en su segunda etapa de marcha. Cuando se disponía a acceder, en el pórtico de entrada, observó a tres peregrinos sentados en unos asientos de piedra, pecadores los cuales no podían presenciar la celebración de la eucaristía hasta no cumplir la penitencia, y recibir la absolución; allí situados tomaban conciencia de su condición, y se exponían a la vista de todos como penitentes. Dudó si colocarse junto a ellos, a pesar de que el sacerdote el cual le confesó antes de iniciar el viaje le exculpó de sus faltas. Se aproximó en varias ocasiones, pero las personas que entraban a la catedral le rodeaban y sin pretenderlo, fue transportado por ellas al interior.
Oía pero no escuchaba, rezaba pero no sentía la oración. Se encontraba descentrado, absorto en nada, porque nada entretenía a su mente. Finalizó la homilía, y avanzando lentamente se encaminó al crismón trinitario[137] del tímpano. Su hermano le había explicado que prestara mucha atención a las imágenes de osos y leones, porque la escultura narraba que entre esas imágenes, una vez eliminado el mal, Dios protegía al hombre, le protegería a él. Así lo realizó, y una seguridad inexplicable se apoderó de su persona. Agradecido como se hallaba besó y acarició la columna situada a la izquierda, y la cual ya presentaba una visible hendidura en el fuste, consecuencia del reconocimiento de tantos peregrinos que como él también la habían besado y acariciado.
Salió al exterior de la catedral por la puerta meridional destinada solo para ellos, y aun sin advertir mejoría en su salud, decidió acudir a una casa de baños públicos para asearse, porque además de necesitar desprenderse de ese olor tan desagradable que ya hacía algunos días le acompañaba, podría así mismo lograr que el agua arrastrase sus pecados, y de este modo liberarle de ellos. Los Baños Viejos de propiedad real se hallaban ubicados en extramuros, junto a un acceso a la ciudad, eran los más grandes y mejores, pero debido al lugar en donde él se encontraba determinó utilizar los Baños Nuevos, concedidos a los templarios, y los cuales tenía a escasos metros de distancia.
Una vez allí, esperó tras la puerta el turno establecido y correspondiente a su condición de hombre y cristiano, para poder acceder a su interior. La cantidad de peregrinos habidos dentro del agua le sorprendió, y depositando sus pertenencias en el suelo se unió a ellos. Observándolos imitó el ritual que practicaban. Sentados no hablaban unos con otros, no se movían, tan solo rezaban dirigiendo sus miradas unos hacia el cielo, y otros hacia el agua. El silencio existente en ese baño contrastaba con el ruido proveniente de los baños contiguos, pero ninguno se distraía, todos se mantenían concentrados en sus oraciones. Al salir del agua y sentirse limpio notó mejoría en su estado de ánimo, y también creyó él, en su estado físico.
Ansiaba proseguir el camino, pero se permitió pasear por la ciudad con más detenimiento que en la última ocasión. Zapateros, artesanos y comerciantes invadían algunas de las calles principales, prestando sus servicios a todos aquellos que requerían sus productos. Tampoco esta vez visitó a su hermana, lo deseaba con todo su corazón, pero no estaba preparado para alejarse nuevamente de ella. Con su imagen en el pensamiento partió de la ciudad para tomar el camino Real a Navarra.
Siguiendo unas flechas amarillas las cuales encontraba trazadas sobre los troncos o las piedras, y conservando una distancia prudencial con los peregrinos que le precedían, caminaba en solitario y en silencio por sendas arropadas de todo tipo de vegetación, pese a las bajas temperaturas y la nieve existente. Sentía sus piernas cansadas, cada paso discurrido se tornaba un sacrificio, pero lo achacó a su edad y al castigo al que habían sido sometidos sus miembros durante toda su vida. Ese dolor no le desmotivaba, al contrario, con más ahínco y fuerza depositaba su pisada para dejar constancia de su tránsito por el lugar. Ya próximo al monasterio de San Juan de la Peña su agotamiento era tan insoportable, que se detuvo. La tristeza le invadió. Ya no le quedaba casi nada de su personalidad de almogávar; de aquel que corría veloz, que saltaba los arbustos con una agilidad increíble, que rebosaba vitalidad, y de aquel que ni el cansancio ni el sufrimiento le impedían proseguir…
Sentado sobre una piedra dirigió su mirada hacia Collarada. Se estremeció de emoción. Sintió un vacío tan inmenso en su interior que este le produjo un pinchazo intenso en el corazón. Se estaba alejando de su aldea, de su naturaleza, y dentro de muy pocas leguas de su tierra tan amada. Sí, porque al no hallarse ya protegido por sus árboles ni resguardado por las montañas, era cuando más advertía su ausencia, y apreció como las riberas, fuentes, prados y también los bosques espesos habitaban en él. Habitaban en él por encontrarse lejos del murmullo producido por las aguas al viajar, invitándole a acompañarle en ese trayecto que ni ellas mismas conocían donde finalizaría; lejos de esa luna que al reflectarse en un arroyo iluminaba su silueta, y le sumía en un mundo mágico; lejos de ese cielo limpio, claro y alegre, que solía permitir a las nubes pasearse por él en el día, y negro, enturbiado por pequeñas figuras geométricas que lo embellecían, proporcionándole un esplendor y un encanto inexplicable, por la noche; lejos de esos pájaros y pequeños animales, que bien fuera por el dinamismo de sus alas y su donaire al volar, o por su carrera, con su lustre y elegancia al moverse, hacía que sintiera envidia por disfrutar de cada porción de tierra que pisaban; lejos de ese sol que en escasos minutos transformaba la noche en día, ahuyentando sus temores y espantando a la oscuridad; lejos de esas plantas las cuales después de engendrar flores en la primavera, se recogían en el otoño; lejos de esa nieve pura y sincera que en su descenso albergaba deseos, y le motivaba sueños e ilusiones; lejos de los árboles, los cuales sufrían desvelos por las noches para proporcionarle conversación, y con ello conseguir que no se sintiese tan solo.., por todo esto y mucho más, sabía que habitaban en él… Se levantó con pereza y sonrió, siempre que sintiera melancolía de su tierra, volvería la cabeza hacia atrás para regresar al amparo de las emociones sentidas en ella, y que eran ya recuerdos, recuerdos gratos y permanentes los cuales le escoltarían durante el resto de su vida.
Al dejar atrás el Monasterio de San Juan de la Peña, le agradeció a este de corazón todo el bien que había efectuado en su hermano, como también en la persona en quien le había convertido. Siempre se halló en deuda con él, y quizá ese fuera otro de los motivos por el cual no abandonó antes la lucha, para proporcionarle más poder y riqueza. Lo rebasó sosteniendo, que aún había realizado muy poco en proporción con el milagro obrado en la persona de Satornil.
Proseguía solo y así lo prefería. No deseaba conversar con nadie, solo consigo mismo. Cada paso avanzado representaba un triunfo obtenido; cada latido de su corazón, una pequeña batalla ganada a la vida; cada mirada, un acumular de recuerdos en su memoria, la cual suponía ya no tendría capacidad para retener más; cada suspiro, una expresión de aprobación al considerar que actuaba correctamente, como también un desahogo para su alma.
Caminando lentamente atravesó la aldea de Sancta Cecilia de Berbues[138], no se detuvo, la tarde decaía y ya había desaprovechado bastante tiempo en Jacca y descansando; sin embargo su cuerpo le animaba a reposar, mientras su mente ante la oscuridad que pronto vencería a la luz, le recomendó proseguir. Debía apresurarse para llegar a Arraisi[139], era la segunda etapa del camino, y como buen almogávar que fue y rememorando esos años, no se rendiría por un malestar insignificante. Para entretener a su mente y relegar el dolor existente en su cuerpo cada vez más insistente, se dedicó a tratar de capturar a su sombra. De súbito, cuando esta se hallaba distraída, se precipitaba con rapidez al suelo para así aprisionarla con su silueta. La sombra siempre reaccionaba con celeridad, y burlona se situaba a un lado o delante de él para mostrarle su fracaso en el intento. Cuando esto sucedía se levantaba presuroso y pisoteaba con impetuosidad la nieve, pretendiendo con esta acción herirla para que cesara su ironía. No lo lograba, y así, sin tan apenas apreciarlo, transcurrieron cerca de dos horas de persecución. La noche se presentó sin permiso antes de alcanzar Vallesius su destino, Arraisi, el lugar donde se detendría para cenar y pernoctar. A medida que avanzaba se sintió seducido por la oscuridad, y abandonando el camino se adentró en su interior. Un resplandor extraordinario le arropaba como así mismo un silencio insólito. Observó como los árboles añosos precipitaban sus extremidades despojadas de hojas hacia la nieve, pretendiendo palpar los brazos de los arbustos más jóvenes para provocarles; extraño era el comportamiento del cielo, el cual no emitía ninguna exhalación suscitada por el cosquilleo de las estrellas al permanecer en él; enigmática se presentaba el agua al manar inexplicablemente alrededor de una piedra, deteniéndose junto a ella y no discurrir, originándose un apacible remanso; y más singulares le parecieron las espinas de algunos matorrales, las cuales insistentes todavía se aferraban a las ramas de estos, mostrándose esplendorosas y proporcionando una belleza singular. Se sintió embrujado por una música inexistente, por un colorido inapreciable, y por un calor tan oscuro como la noche. Al avanzar volvía continuamente la mirada hacia atrás para comprobar si al alejarse todo desaparecía…
El salvoconducto el cual le expidieron antes de comenzar el camino, le evitó de pagar las rentas del pontaje[140] al cruzar el puente de Astorito[141], un dinero que emplearía para pagarse un buen condumio cuando se encontrara en Arraisi. Sin embargo, la lobreguez del atardecer unida al agotamiento, los dolores de cabeza y de sus miembros, los cuales con mayor asiduidad sentía más fuertes y constantes, le impedían concentrarse ayudándole a equivocarse de sendero, por lo cual ya recorridos muchos metros debió retroceder, y atravesar nuevamente el puente para proseguir por la vía correcta.
Por la dureza de la senda, se exigió recortar distancia para situarse más próximo de los peregrinos que le precedían, temeroso como se hallaba de poder desfallecer. Divisó Arraisi en la distancia y respiró aliviado. De súbito una tos insistente le sobrevino obligándole a detenerse. Al cesar esta y retirarse la saliva, la cual tras abandonar la boca se deslizaba por su barbilla, con la manga del abrigo, se percató de cómo una sustancia espesa había ensuciado la tela. Era sangre. Su nariz sangraba. Se alarmó. La cabeza comenzó a palpitarle velozmente y su cuerpo a padecer escalofríos, su estabilidad se tambaleaba, y fue incapaz de sujetarse a ninguna rama porque sus piernas sin previo aviso se flexionaron hasta alcanzar el suelo. “No, otra vez no”, dijo para sí. Unas punciones caprichosas le impulsaban a arquearse de dolor, y gritó. Intuyó como esta dolencia distaba mucho de ser como la anterior padecida. Sentía a su corazón quebrarse en pedazos, y como estos se diseminaban por el interior de todo su ser. Dolía ¡cuánto dolía! Le abrasaban las entrañas, el sudor le rezumaba por la frente y temblaba. Habló para quien quisiera escucharle: “si este sufrimiento corresponde a mi castigo, lo acepto”, y con dignidad y orgullo como un auténtico almogávar, interrumpió sus lamentos y mantuvo la entereza. Consideró como su momento se aproximaba inevitablemente, al contemplar el rostro de su hermano frente a él.
—Es imposible…, estoy delirando…
—Vallesius ¿me oyes?, Vallesius —Satornil lo zarandeó con brusquedad para que reaccionara.
—Gracias, Dios, por permitir que me acompañe alguien cercano en estos mis últimos instantes de vida, aunque solo sea una ilusión —logró balbucear.
—No estás desvariando, estoy aquí.
—¿Cómo…?
—Te he estado siguiendo. No te encontrabas totalmente recuperado, y temí que enfermases de nuevo.
—Me voy…, no permitas que la mala muerte[142] me lleve.
Satornil le administró el sacramento de la confesión y al finalizar, ambos se observaron con ojos locuaces, comunicando estos todo aquello que sus gargantas silenciaban. Tras unos minutos mirándose fijamente, Satornil se repuso y se fundió en un gran abrazo con su hermano. La emoción surgió espontánea, siendo incapaces de evitarla ninguno de los dos. Al separarse Vallesius poseía en sus ojos un resplandor extraño, muy extraño, reflejando este seguridad y confianza. Con una sonrisa de victoria en sus labios habló:
—Creo que he engañado a mi destino. Este me tenía dispuesta una misión, él confiaba en mi resignación y en el cumplimiento de su orden, pero se equivocó. No le atendí. Le ignoré y traicioné. He buscado y hallado mi propio destino, el que yo he decidido…
De súbito sintió calor y luz en su alma, y advirtió como se aproximaba raudo el fin de su existencia; al ser consciente de ello rogó un último deseo:
—Por favor, retira la nieve de ese lugar —le indicó sin mover la mano pero extendiendo un dedo—, y dame la vuelta.
—¿Qué? —preguntó perplejo.
—Me muero, y deseo tener mi corazón lo más cerca posible de mi tierra… A ella le pertenezco… por favor hermano, no me queda mucho tiempo…
Este así lo realizó. Apartaba la nieve con pena junto con resignación, con rudeza pero así mismo con delicadeza. Cuando logró una superficie despejada en la cual solo se apreciaba polvo, introdujo sus manos en la nieve con la palma de estas hacia arriba, y situándolas bajo la espalda de su hermano le giró con rapidez. El cuerpo quedó ubicado boca abajo, tal y como él anhelaba, unidos ambos corazones, el de su tan amada tierra aragonesa y el suyo.
A Vallesius le restaron fuerzas suficientes para acariciarla, y tras besarla con pasión, cerró los ojos con una expresión maravillosa de paz en su rostro, no pudiendo enturbiar su sueño nunca más, ningún ruido procedente de ella…
Capítulo XI
Año 1.255
Resguardados por las estrellas y la luna, la cual mostraba toda su silueta con amargura, Satornil y dos peregrinos se dirigieron, cargando con el difunto Vallesius, hacia el monasterio de Santa Columba, situado a unos cuatrocientos metros del lugar donde había fallecido. Algunos de los vecinos profesos, los cuales compaginaban las tareas de monjes y campesinos del lugar de Arraisi donde ya se encontraban, al avistarles fueron presurosos a atenderles. Un viento inesperado surgió de súbito mostrándose impetuoso en sus sacudidas, era como si se hallara dolido y enfurecido descargando todo su pesar con violencia. Los presentes se miraron unos a otros y sujetaron con más fuerza el cadáver, pero la palpitación del aire les obligó a detenerse. Imposible avanzar. Satornil nunca lo había percibido en ese estado. Ignoraba si era consecuencia del dolor que tanto le oprimía el corazón, y que le obligaba a imaginar comportamientos extraños, pero consideró que ese viento manifestado sin previo aviso deseaba llevarse con él, el alma de su hermano. En un ataque de pánico al creer este propósito, se precipitó sobre el cuerpo inerte depositado sobre la nieve y lo abrazó. Observó como sobre su cabeza se alejaban transportados por este, y conducidos sin piedad ni descanso por el cielo, ramas, insectos y nidos, alterando a la naturaleza. Con coraje lo estrechó más enérgicamente. No lo permitiría, Vallesius sería enterrado con su padre, debían, necesitaban estar juntos… Ante tal resistencia el viento agotado cesó de agitarse y se serenó, provocando un gran desconcierto a los presentes pero no a Satornil, el cual agradeció a Dios su ayuda.
Ya en el monasterio, Satornil aseó y acondicionó a su hermano con los escasos recursos existentes, y tras ello ofició una misa Réquiem[143] en la iglesia ubicada en su interior. Fue emotiva, y le resultó muy complicado proceder imparcialmente en esa situación, porque los sentimientos afloraban espontáneos, y las palabras en ocasiones se confundían con los recuerdos y anécdotas, siendo incapaz de evitarlo.
Vallesius, envuelto en un sudario proporcionado por un vecino de Arraisi, yacía sobre una mesa en una de las dependencias del monasterio. Allí permanecería toda la noche. Los monjes le habían facilitado a Satornil el lugar en donde podría alquilar una caballería a la mañana siguiente, para transportar el cuerpo de su hermano hasta la aldea de Ahuero, para así ser enterrado cumpliendo con los deseos manifestados en su testamento. No se sintió con ánimo para dejarlo solo en esa estancia, y continuó a su lado.
Al marcharse Vallesius del Hospital, la sensación de vacío existente en el interior de su persona, junto con sus temores por una certera recaída, le indujeron a caminar tras él. Al observar como tomaba distancia, su corazón se había sumido en la desesperación al pensar en él, y en cómo sufriría en esos momentos, solo, alejándose de su tierra y con la incertidumbre de ignorar si hallaría lo que ansiaba. También meditó si por el contrario huía por cobardía, para no afrontar el presente el cual se mostraba ante sus ojos, aunque eso pareciera improbable ya que su hermano era una persona, almogávar o no, con sentimientos profundos. Al verle avanzar intuyó, como su hermano trasladaba consigo el recuerdo de los escasos años compartidos juntos, tal vez para alentarse al sostener momentos de decaimiento, o quizás, para aferrarse a ellos y proseguir. Lo ignoraba. Paradójicamente le satisfacía su decisión de haberlo seguido, porque no había fallecido solo o entre desconocidos, y porque a diferencia de sus padres, había logrado despedirse de él…
No podía contemplar su rostro, pero sí percibía la dignidad y el orgullo que traspasaban el sudario de un hombre, que un día juró defender y morir por su Reino, y así mismo proteger la tierra que le sostuvo al nacer; un hombre al fin domado por sus sentimientos dignos e íntegros… Ese ser que había salvado a tantos aragoneses, que luchó con pasión, honor y valentía, ese gran hombre se encontraba ahora muerto, y él solo era capaz de gritar con rabia, con dolor, escondiendo las lágrimas entre las arrugas de su sufrimiento. Cansado y abatido como se hallaba, cerró los ojos y rogó por su alma el resto de la noche, era lo único que sabía hacer, lo único que ya podía hacer…
El luto del silencio finalizó con los primeros rayos del sol, y Satornil se dispuso a preparar todo lo necesario para comenzar el viaje. Ya en camino, el día se mostró tan apenado como se encontraba él. Al sol le escoltaban unas nubes grises, y la luz aunque presente disminuía en su transparencia. Un color nebuloso se apoderaba del ambiente, pudiéndose capturar. Los elementos de la naturaleza también se transformaban de tonalidad, y esa luminosidad tan tenue invitaba a la nostalgia y a la tristeza. Las aguas de las cascadas y riachuelos no desprendían ese encanto singular, que dentro de su sencillez les hacía sumamente encantadoras. Nada, nada parecía lo mismo. Satornil opinó como la naturaleza honraba a su hermano, como antes lo realizara el viento, y hacía escasos instantes la luz. Se sintió molesto con este homenaje, porque en vez de brindarle una despedida reconfortante, se manifestaban lastimados desplegando su lado más secreto e indigno.
Durante todo el trayecto hacia Ahuero, Satornil no mantenía otro pensamiento que no fuera cómo reaccionaría al enterrar a Vallesius. Iba a entregar a la tierra el cuerpo de su hermano, y en el mismo momento se encontraría con el de su padre. Un hecho inevitable…, porque debía de estar presente como familiar y como representante de Dios. Crueles las emociones que aflorarían sin duda alguna cuando observara los dos cuerpos, el del padre y el del hijo: el primero fallecido luchando contra los sarracenos, y el segundo luchando contra sí mismo…
Cuando llegó se estremeció al contemplar el modesto cementerio de la aldea. La vegetación se abría paso a la fuerza deseando recuperar el terreno arrebatado. Montículos de tierra mal conformados indicaban como el espacio ya se encontraba ocupado por otras fosas, y debido a su proximidad anduvo sobre algunas de ellas. Al localizar la correspondiente a Belián un dolor inmenso le sobrevino. El enterrador comenzó a retirar la tierra hasta dejar bien visible la mortaja existente. Se sintió tremendamente enojado al comprobar como ese gran almogávar, el cual había dado su vida por su Reino, se hallaba enterrado en una fosa simple. Ninguna losa lo protegía, ninguna losa lo resguardaba. Ayudó a mover lo que restaba del cuerpo de su padre, para introducir al nuevo compañero. El hueco no era amplio pero lograron emplazarlos uno al lado del otro. Al disponerse a cubrir la fosa con la tierra extraída, Satornil pidió unos momentos para permanecer a solas con ellos. Necesitaba hablarles, despedirse de los dos. Dirigiendo su mirada al fondo de la tumba, alternando sus ojos entre la mortaja, ya sucia y deteriorada por el tiempo transcurrido de su padre, y la blanca reciente de su hermano, departió en voz alta: “Siempre he rezado para que vosotros me sobrevivierais, no deseaba perder a otro padre, y ni mucho menos a un hermano excepcional. Sabía lo improbable que resultaría debido a vuestra labor, y hoy ese sueño al no ser cumplido, también muere dentro de mi ser. No me resigno a separarme de vuestras sonrisas, consejos, miradas furtivas, paciencia, y sobre todo del profundo amor que me procesasteis, amor que tanta seguridad proporcionó a mi vida. Temía este momento: vosotros allí abajo, yo aquí arriba; vosotros callados escuchando, yo hablando; vosotros sonriendo por vuestro reencuentro, yo reteniendo las lágrimas por vuestra ausencia… El desconsuelo inunda mis entrañas al ser consciente de que ya no os tendré más a mi lado. Mi espíritu se halla desgastado de tanto dolor, y mis pasos serán torpes y sin razón tras vuestra perdida. No os veré más, pero estaréis presentes en mi corazón allá a donde vaya, porque padre, hermano, os aseguro que nunca permitiré que os alejéis de mi alma…”
El enterrador aguardaba con una pila de losas a unos metros de distancia de él. Satornil le había ordenado conseguir algunas de ellas, pretendía reforzar la sepultura en el lateral norte y cubrirles parcialmente con ellas. Una vez todo dispuesto y el enterrador comenzar a colocar las losetas, el sacerdote le interrumpió de nuevo:
—No, no las ponga.
—Lo que usted mande padre —se detuvo, y mirándole extrañado permaneció inmóvil y atento a una nueva orden.
El sacerdote permaneció en silencio hasta que el enterrador nervioso por la espera le preguntó:
—¿Qué hago…?
—Cúbrala solo con tierra, como estaba antes —le replicó cerrando con fuerza los ojos.
El hombre realizó veloz la faena antes de que el cura rectificara de nuevo su parecer, y mientras lanzaba la tierra la cual rápidamente cubría los cuerpos, Satornil reflexionaba sobre su decisión. Hubiera deseado otra inhumación más acorde con sus sentimientos, pero sabía que a ellos esta les disgustaría. Su pasión, equilibrio, locura, templanza y gratitud, habían sido siempre para con su tierra; ella siempre se había hallado presente en los bordes de sus ojos, en sus manos y entre sus uñas…; ellos siempre la abrazaron con el corazón, y ahora se merecían que ella les devolviera ese abrazo, envolviéndoles con toda su esencia, con todo su candor. Sí, esa era la mejor sepultura, la más sencilla…
No se percató de como se hallaba solo en el cementerio con sus pensamientos, hasta que no transcurrió bastante tiempo. Suspiró, y tras santiguarse comenzó a alejarse del lugar. Su paso era lento, triste, y a los pocos metros se detenía y volvía la cabeza. La emoción le embargaba. Les dirigió las últimas palabras antes de su marcha definitiva: “Os ha traicionado la muerte, pero no nuestra tierra…”, y con la cabeza alta mirando hacia el cielo, traspasó la puerta del cementerio inundando las lágrimas su rostro…
* * *
Llegó con la noche entrada a Jacca. Las estrellas le acompañaban. Esa noche decidieron desplegar todo su encanto, y deseosas de ser advertidas y apreciadas no se refugiaron tras las nubes. Desde el inicio emergieron radiantes, acariciando al cielo con su presencia para agradecerle esa oportunidad de poder exhibirse. Satornil les agradeció su luz y su compañía. Todavía le restaba un trago importante que superar, porque debía comunicarle la noticia de la muerte de Vallesius a su hermana. Otro dolor más a incorporar a su deformado corazón. Sus sentimientos le sugerían que se dirigiera al Hospital de Santa Cristina de Somport, y prosiguiera con su vida, pero su sensatez opinaba lo contrario. Ya no se entendía con estos como antaño, ahora cada uno discurría por senderos opuestos y le preocupó este proceder. Dormiría y ya más relajado tomaría una decisión.
Las emociones vividas en las últimas jornadas no le privaron del sueño, pero sí del descanso, y al amanecer se levantó más abatido y hundido que los días anteriores. Su conciencia le indicaba visitar a Balma, y sumiso la obedeció, sin embargo su paso era demasiado lento, aplazando el momento de su encuentro con ella. Se entretenía en todos los comercios; se detenía a observar las calles… Presenció cómo ajusticiaban, al matar a un invitado de su señor e incumplir el pago de la pena pecuniaria de cuatrocientos sueldos, a un asesino; también acompañó al séquito a enterrarlo, aunque en esta ocasión no accedió al cementerio, no deseaba observar como abrían de nuevo otra fosa y colocaban al homicida debajo de la persona asesinada.
Tras recorrer la ciudad, al fin se situó frente a la casa de su cuñado. Permaneció tras la valla.
Sus manos expresaban el pesar de su alma y se movían inseguras, buscando algún apoyo en el cual sostenerse y aferrarse. Cuando resolvió traspasar esa barrera, la puerta de la casa se abrió saliendo Balma al exterior. La presencia de Satornil a esas horas, un día cualquiera, le anunció un trágico suceso. El miedo se anticipó a su garganta bloqueándole la voz. El sacerdote no pudo sostenerle la mirada, y derrotado la desvió hacia el suelo. Ella con mucho esfuerzo logró balbucear:
—Vallesius…
—Sí.
Balma giró la cabeza en ambas direcciones, todo a su alrededor parecía sin vida, carente de armonía. Incapaz de articular palabra alguna y con una mano colocada sobre el corazón, sus ojos desprendieron una lluvia desigual cubriéndole el rostro. El dolor se transformó en un delirio incapaz de expresarse; se sintió vacía y sombría. Tambaleándose llegó hasta su hermano y ambos se abrazaron. Sentimientos, esperanzas y sueños, se deshicieron en ese instante. La realidad tan lastimada como ellos, retumbaba desnuda y pálida a su alrededor, sobre sus cabezas y en lo más profundo de sus corazones, dando forma al silencio existente. Una sima de emociones, de ilusiones extraviadas, se liberaron de manera concluyente de sus almas descendiendo sin remedio al suelo. Satornil intentó reconfortar a su hermana, enredando la aflicción entre sus dedos temblorosos.
—Vallesius solo morirá cuando le olvidemos, pero eso nunca sucederá. Estará siempre presente en nuestros pensamientos, lo sentiremos a nuestro lado ayudándonos, protegiéndonos…
—¿Sufrió? —solo fue capaz de preguntar.
Una sonrisa sincera y espontánea le iluminó el rostro sin tan apenas apreciarlo, y con ella le respondió:
—Tuvo un buen morir; fue afortunado hasta en eso. No se fue privado de los sacramentos ni de consuelo.
—Pero no se marchó luchando, defendiendo a nuestro Reino como él deseaba…
—Se ha ido con honor, con dignidad, y arropado por la tierra que tanto amaba. Eso es lo que realmente ansiaba, poder estar próxima a ella y sentirla antes de abandonarla definitivamente.
—¡Tenía tantos remordimientos!
—Porque poseía un corazón noble y unos sentimientos íntegros.
Los labios de Balma abandonaron su rigidez, y se dilataron mostrando una frugal y rápida sonrisa.
—No han podido con él esos malditos sarracenos, ese es mi único consuelo.
Antes de responder recordó las horas de desvelo padecidas por Vallesius. Evocó cómo colocó rejas a su esperanza; cómo buscaba desesperadamente a su sombra para ocultarse en ella; cómo intentaba esconder día a día las heridas profundas y muy notables existentes en su alma… Todas esas horas desgarradoras las compartió con él. Lo observó rendido en los muslos de la desesperación; escuchó el silencio de sus palabras; estrechó unas manos desmayadas, abrumadas por el dolor… No, los sarracenos no le habían clavado una espada aniquilándole, pero sí le hirieron de muerte, y no precisaron de arma alguna… Se sentía incapaz de comentarle nada de esto a su hermana, por ello afirmando con la cabeza se unió a sus palabras.
—No, no han podido.
—¿Cómo voy a vivir ahora sin él? Cuando se marchaba a luchar, siempre mantenía la esperanza de su regreso, pero ahora, ahora se ha ido para no volver.
—Puedes vivir con la tranquilidad y la seguridad, de que tras una vida tan arriesgada y peligrosa, al fin ha encontrado un refugio muy tranquilo y nada convulso para descansar.
—Quiero ir a despedirme de él. ¿Dónde está enterrado?
—Con padre, es lo que él deseaba. Ahora están los dos juntos otra vez.
—¿Te das cuenta que de nuevo estamos solos tú y yo? ¿Por qué todos nos abandonan hermano? —interpeló llorando.
Satornil guardó silencio. No se hallaba preparado para esa pregunta. No comprendía a la vida, solo entendía de los designios de Dios, y si él lo había decidido así tendría sus muy buenos motivos.
—Balma, no es porque Dios nos esté castigando, simplemente nuestras vidas han sido y son más apacibles…
—¿Te has preguntado alguna vez qué hubiera sido de nosotros si Belian no llega a aparecer ese día…?
—Sí, muchas veces.
—¿Y…?
—No tengo respuestas, como creo que tú tampoco las tienes.
—Hemos sido muy afortunados con nuestra familia: madre, padre, Vallesius…
—Todo que somos se lo debemos a ellos, no lo olvides nunca hermana.
Ambos permanecieron en silencio, y utilizaron esa quietud para reclamar a sus memorias recuerdos conservados, pero estos surgieron precedidos de tanta pena, que en vez de proporcionarles la paz y serenidad que buscaban al recuperarlos, les produjeron tormentosas sensaciones de melancolía. Satornil para distraer ese desconsuelo, se concentró jugando con los dedos de sus manos, mientras Balma lloraba silenciosamente. Los blancos copos de nieve que con su serena presencia comenzaron a incurrir sobre ellos, les devolvieron a la realidad. Satornil debía de regresar al hospital y se despidió de su hermana, no sin antes intentar de nuevo consolarla con sus palabras:
—Debo marcharme, pero antes te voy a pedir algo: Cree con fe que Vallesius allá donde se encuentre, ya siente la paz que tanto anhelaba…
Los dos ofrecieron unas sonrisas forzadas y levantaron sus cabezas hacia el cielo; un hasta luego hermano pronunció Satornil, un hasta luego hermano pronunció Balma…
* * *
Satornil abandonó la ciudad de Jacca con su alma rebosante de suspiros, suspiros que expulsaban las emociones anidadas en ella. Como aragonés también amaba a su tierra, pero le faltaba semejante pasión y entrega como la mostrada por su hermano. Vallesius la percibía, la admiraba, la idolatraba de una manera tan especial, tan entrañable, que nadie podía permanecer indiferente hacia este sentir, contagiando estos sentimientos a las personas quien extasiadas los tomaban como suyos. Se detuvo y observó el terreno el cual importunaba con sus pisadas. Se arrodilló y retirando la nieve que la cubría, colocó sus dos manos sobre la superficie. Cerró los ojos. Estas se sobresaltaron, su cuerpo se estremeció, y su corazón tembló de emoción. Nunca lo había realizado antes, y sintió como una paz desconocida e inimaginable se instalaba en algún rincón de su alma, ocupando el vacío existente ocasionado por la muerte de Vallesius. Resultaba una sensación tan placentera que continuó en esa posición durante largo tiempo. Al retirar sus manos las contempló. No sentía el frío, ni como la sangre circulaba alborotada en su interior, solo recaló en su tamaño. Se extrañó de como siendo tan pequeñas, le habían proporcionado esos momentos de sosiego, de esperanza y de fe tan desconocidos. Se sintió un ser miserable por haberse mostrado tan indiferente con su tierra. En ese instante comprendió con total lucidez el amor tan incondicional y desinteresado de su hermano. Miró al cielo y lo vio suspendido a su lado. “Una lluvia armoniosa y suave recaía sin cesar sobre Vallesius. No le molestaba, es más, mantenía una sonrisa inamovible cargada de misterio. Advirtió en lo más hondo de sus ojos como su Aragón amado descansaba en ellos. Apreció la pasión que le transmitía su piel aún permaneciendo húmeda; y como ahí de pie, inmóvil, poseía la capacidad de abrazar a su tierra, pero no con la mirada ni con sus manos, sino con el corazón…”
Obnubilado por esa alucinación que él juzgó muy real, al hallarse su cuerpo abrigado en un calor singular, distinto al proporcionado por el sol o por el fuego, segó el silencio de esa visión levantándose para localizar un lugar donde verter sus lágrimas, y disculparse por no haber valorado antes la grandeza de la tierra la cual le sostenía. Tras este revelador desahogo prosiguió la marcha. La noche silenciosa era su compañera, y en esa extraña quietud el eco de las palabras de su hermano durante su estancia en el hospital, le relampagueó el pensamiento.
Mientras caminaba veneró la figura de ese hombre, de ese almogávar, de ese aragonés… que había sido su hermano. Vallesius había vivido con plenitud: sufriendo, disfrutando, sintiendo, experimentando… Había matado, sí, pero no era un asesino; había robado, sí, pero no era un ladrón; había llorado, sí, pero no era un cobarde; tan solo había sido un hombre, y ¡era tan difícil ser y demostrar que uno era un hombre…! Jamás renegó de sus sentimientos hacia su tierra, nunca la defraudó. Había sido un luchador en vida y en las puertas de su muerte, nada se le podía reprochar. Cayó y se levantó muchas veces, demasiadas, para continuar por el sendero trazado desde su nacimiento; poseyó, perdió y recuperó los principios y valores inculcados por su padre, y eso solo lo podía realizar un gran hombre y aún mejor almogávar. Vencedor nato del sufrimiento y orgullo de un Reino, su Aragón fue siempre la fuerza que le inspiró y animó a no decaer, a ser perseverante y leal con su sentir. Nadie le derrotó, pero de ahí no provenía su verdadera grandeza, sino de la devoción y entrega hacia sus creencias. Vagó por caminos al encuentro de la muerte; se arrastró por los rincones más ínfimos de la tierra para protegerla; se extravió y hundió en los más insospechables desiertos del remordimiento y la culpa, pero ni estallándole todo el dolor en su corazón, ni sangrándole el alma, ni aun así, se rindió. Hizo de su lucha su bandera, porque todo lo que era, todo lo que tenía se lo debía a su tierra. Su valor residió en cómo supo sufrir y sobreponerse; su dignidad, en sentir más de lo que se le demandaba; su fe, era el honor de poder ayudar a su Reino. El transcurrir de los años le había ocasionado no ser ya tan fiero, ni tan audaz, ni tan ágil y decidido, pero lo que no le había transformado este avanzar de la vida, era lo que siempre había demostrado: ser una gran persona. Sí, estaba totalmente convencido de que el Reino de Aragón no hubiera sido el mismo, de no haber existido él…
Satornil se detuvo, levantó la cabeza hacia el cielo, y gritando lo más fuerte que su garganta le permitió se dirigió a su hermano:
“Ya no más luchas, ya no más dolor, ahora te toca disfrutar de tu recompensa: el descanso eterno”.
[1] Gaita común; la piel de animal para contener el aire va cubierta con una tela de flores, que tiene la forma como de un vestido de niña, con volantes y todo.
[2] Actual Jaca.
[3] Actual Huesca.
[4] Actual Villanúa. Villa nueva.
[5] Capitán o jefe máximo de los almogávares, elegido entre ellos.
[6] Especie de espinilleras que ataban a la pierna con unas tiras de cuero.
[7] Cuchillo largo y fuerte y muy afilado.
[8] Piedra.
[9] Lanza corta arrojadiza que arrojaban al adversario.
[10] Semejante a una lanza pequeña y delgada que se tiraba con el brazo. Eran capaces de atravesar los escudos de los adversarios.
[11] El puerto más alto. Puerto que marca la frontera entre España y Francia, entre los valles de Aragón y de Aspe.
[12] Certificado expedido por las autoridades eclesiásticas y dado a los peregrinos cuando acaban su recorrido a modo de indulgencia, el cual permitía reducir a la mitad el tiempo del alma en el purgatorio.
[13] La villa estaba obligada a tener expedito de nieves el camino, a cambio de la percepción de determinadas cantidades a los viajeros, ganaderos y mercaderes.
[14] Actual Canfranc. Campus Francus: Campo franco. Tierras libres.
[15] 1 legua: 5,57 Km. Un quarto: 1,3925 Km.
[16] Actual Candanchú.
[17] Impuesto que gravaba el tránsito mercantil.
[18] Noble no titulado.
[19] Sistema mediante el cual el rey sin perder su soberanía sobre los territorios cedidos, se aseguraba la ayuda de sus vasallos nobles en la lucha contra los musulmanes.
[20] Camino abierto en la maleza.
[21] Cuello postizo y suelto de seis u ocho dedos de ancha pegada alrededor.
[22] Bolso en el que se guardaba comida, dinero, pliegos, salvoconductos y otros efectos personales.
[23] Bastón.
[24] Uno de los tres mejores hospitales de mundo. El “Códice Calixtino” o “Liber Sancti Iacobi” lo coloca a la par que los hospitales de Jerusalén y de Mont-Joux en el Gran San Bernardo.
[25] Segunda dignidad del Hospital. Eclesiástico encargado del cuidado del hospital, que colabora en su mantenimiento y cuidado.
[26] Ayudante que atendía a las personas que se acogían a la hospitalidad del Hospital; realizaba tareas de ayuda, de cuidado a los peregrinos y en el coro.
[27] Gratuita.
[28] Habitaciones separadas por sexos y categorías de los viajeros.
[29] Colchón actual.
[30] Llevaba la cura de las almas administrando los sacramentos, predicaba y confesaba; con la ayuda de un donado cuidaba a los viajeros enfermos.
[31] Mantiene que el cuerpo humano está compuesto de cuatro sustancias básicas llamadas humores (líquidos), cuyo equilibrio indica el estado de la salud de la persona. Estos eran: sangre, bilis amarilla, bilis negra y flema.
[32] Llamaba Lalana a las habitaciones de servicio doméstico, como la cocina y el refectorio.
[33] Flor. Tanto el tallo como las hojas están cubiertas de un vello blanquecino, terminando aquél en forma de espiga con flores amarillas.
[34] Actual Alquezar.
[35] Pequeños túneles en alto sobre los cuales hay viviendas. Se aprovechaban para situar viviendas voladas, ganando espacio en la casa.
[36] Astuto.
[37] Pillo.
[38] Torpe.
[39] Melindroso.
[40] Toque alegre de las campanas a ritmo vivo, propio de los días festivos. Señala el comienzo de los oficios.
[41] Volteo total de las campanas, de la grande y de la pequeña. Es el toque festivo por excelencia.
[42] Campanadas de la grande.
[43] Toque campana pequeña.
[44] Ofrenda y sacrificio que se hace a Dios.
[45] Acción de gracias a Dios por el día que se acaba, y en la cual se le pide su protección divina para el descanso nocturno.
[46] Asegurarse el arrepentimiento final, y el cumplimiento de ritos y ayudas para que su alma se garantice el purgatorio.
[47] Testamento puesto por escrito por un notario, o por alguien que estuviera acompañando al moribundo.
[48] Preámbulo.
[49] Identificación diciendo el nombre, seguido o no de su alias.
[50] Aclaración de las circunstancias que habían acompañado el acto jurídico.
[51] Evita que el testamento pudiera ser considerado nulo en un futuro, revocando otro documento de últimas voluntades redactado con anterioridad.
[52] Penitencia ad mortem que conminaba a los albaceas a reparar faltas cometidas por el otorgante.
[53] Dinero destinado para la eucaristía, la oración y la limosna por su ánima.
[54] Persona encargada de cumplir las últimas voluntades del otorgante, también llamados ejecutores testamentarios.
[55] Cláusula que cierra el dispositivo y sirve para confirmar la validez legal del documento.
[56] Formulas para cerrar el testamento consistentes en indicación de dónde y cuándo se ha redactado el testamento, y de los testigos existentes.
[57] Mala mujer.
[58] Promesa en la que los dos contrayentes se comprometían a una futura boda entre ambos.
[59] Ceremonia de esponsales en la que los novios se entregaban unos anillos.
[60] Vete; fuera.
[61] Expresión aragonesa equivalente a “romper la mandíbula”.
[62] Bebida popular en la Edad Media; consistente en vino con miel y especies: canela, clavo, pimienta negra, jengibre, etc.
[63] Tenía a su cargo el mantenimiento de la iglesia y sacristía con la ayuda de dos donados y cuatro “infantillos”, a modo de monaguillos, que también ayudaban en el coro.
[64] Conjunto de estancias donde estaban las celdas y “oficinas”. Remítanse al (32)
[65] También conocida en distintas cecas del Reino de Aragón, como Dinero de Vellón. Se acuñó en Jacca. Moneda de un gramo que contenía aproximadamente 0,35 gramos de plata, y el resto de cobre.
[66] Actual Panticosa.
[67] Medida de longitud equivalente a 5,57 kilómetros aproximadamente.
[68] Actual Tramacastilla de Tena.
[69] Barrio.
[70] Asiento a modo de banco con respaldo, en el que pueden sentarse tres o más personas.
[71] Vestido de una sola pieza, ceñido a la cintura por un cinturón.
[72] Mangas anudadas y libremente colgantes o enrolladas en torno al brazo hasta el codo, dejando colgar la bocamanga.
[73] Mangas que se acampanan desde el codo o desde el antebrazo, dejando ver la camisa interior.
[74] Tres vías o caminos. Agrupaba: la gramática (conocimiento y significado de la lengua); la dialéctica (coherencia lógica de la misma); y la retórica (su aplicación al discurso y la palabra).
[75] Cuatro caminos. Agrupaba: la aritmética (los números); geometría (los ángulos); astronomía (los astros); y la música (los cantos).
[76] Lengua romance que se hablaba en el Reino de Aragón en la Edad Media.
[77] Forma de romance aragonés medieval, que se utilizaba en los documentos y textos oficiales de la Edad Media.
[78] Compendió de bestias. Volúmenes ilustrados que describían animales, plantas o motivos orgánicos de la naturaleza.
[79] Piezas pétreas colocadas en la parte superior del muro, sobresaliendo del mismo y sirviendo de base al alero del tejado.
[80] Panel o pieza rectangular de piedra, mármol o terracota, que ocupa parte del friso de un entablamento dórico, situada entre dos triglifos. Está decorada con bajorrelieves.
[81] Elemento que cubre los dos ángulos de las puertas de acceso a los templos, sobresaliendo la creatividad y riqueza de los temas decorativos, al ser el lugar principal de acceso desde el espacio profano al sagrado.
[82] Formados por cabeza y alas de águila con cuerpo de león.
[83] Es la hora más temprana del amanecer que servía de rezo.
[84] Acción de gracias a Dios por el día que empieza.
[85] Se venera la memoria de la sepultura de Jesucristo o su descenso de la Cruz.
[86] Actual Agüero.
[87] Toque general y desorganizado que avisa de algún peligro grave.
[88] Esta orientación está relacionada con la situación de Jerusalén, y la supuesta ubicación del Paraíso Terrenal, que es la región de la Luz. Cristo ascendió al cielo por el Este, por donde también aparecerá el día del Juicio Final.
[89] Tumbado boca arriba.
[90] Soldado.
[91] Embarcación de gran tamaño para el transporte de tropas, animales, mercancías y maquinaria pesada.
[92] Catapulta de tipo torsión adicionándosele ruedas y una cuchara en lugar de honda, para poder lanzar proyectiles incendiarios; la fuerza de empuje es almacenada al torcer una madeja de cuerdas. Podía lanzar rocas a más de 200 metros.
[93] Arma más precisa y perfecta que la catapulta. Empleada para destruir murallas o lanzar proyectiles sobre sus muros. Alcance sobre los 275 metros.
[94] Puerta principal de la Medina.
[95] Regente de la Corona de Aragón durante la minoría de edad de Jaime I; cuando este alcanza la mayoría, se convierte en su consejero.
[96] Venta pública de bienes que se hace con la intervención de la justicia, adjudicándolos al que ofrece mayor precio.
[97] Porciones de tierra suficientes para un caballero y su familia.
[98] Locución utilizada en la Edad Media en la Corona de Aragón, para referirse a determinadas costumbres feudales.
[99] Derecho del señor a maltratar a su siervo.
[100] Pequeña aportación que hace el esposo antes de la boda, y que siempre es muy inferior a la dote.
[101] Todo lo que la mujer entrega al marido cuando se casa.
[102] Tras la boda la mujer salía de la casa paterna para habitar en la del marido. Era lo que se consideraba la entrega de la mujer.
[103] Transcurrida la primera noche de bodas la mujer recibía a cambio de su virginidad, un regalo del marido.
[104] Recipiente semiesférico, ancho, no muy grande ni muy hondo y sin asas ni labio, usado individualmente para comer con cuchara y beber sorbiendo.
[105] Sábanas de tela de lino.
[106] Colchonetas muy finas normalmente rellenas de pluma. Equivale a la actual manta delgada.
[107] Cuidado de la cría.
[108] Facilidad para ir en rebaño.
[109] Carnicería.
[110] Zapatería.
[111] Prueba judicial que dictaminaba, atendiendo a supuestos mandatos divinos, la inocencia o culpabilidad de una persona o cosa, acusada de pecar o de quebrantar las normas jurídicas.
[112] Caray.
[113] Todo aquel que entrase en lugar sagrado –iglesia, catedral o templo rural–, era recogido por el santo patrón y recibía su protección, recibiendo techo y comida.
[114] Enfermedad producida por un déficit de vitamina C, debido a la falta de alimentación de verduras frescas y frutos cítricos.
[115] Zumo de uvas verdes, ácidas, sin madurar. Da un sabor agridulce.
[116] Alimentos que acompañan al pan.
[117] La Regla de San Benito.
[118] Túnica con capucha. No es un ornamento litúrgico. Es un hábito monástico muy ancho, con pliegues longitudinales, y unas grandes y largas mangas.
[119] Pieza de la vestimenta monacal. Pieza de tela consistente en una tira con una abertura, por donde se mete la cabeza y que cuelga sobre el pecho y la espalda, pendiente de los hombros. Símbolo del yugo de Cristo.
[120] Termino utilizado para designar la lengua catalana, y denominado mediante el nombre de unos de los dialectos occitanos.
[121] Corona del Reino de Aragón. Se designaba con este nombre el conjunto de posesiones del rey.
[122] Unión con arreglo al derecho aragonés medieval. Mientras no haya descendiente varón, el esposo solo cumple la función de gobierno, pero no la de cabeza de la casa, que solo se otorgará al heredero.
[123] Actual Aisa.
[124] Azafrán.
[125] Mitad de un dinero.
[126] Aceite.
[127] Trapo de ropa basta.
[128] Expresión que denota sorpresa.
[129] Equivalente a 0,50 litros.
[130] Equivalente a 12,5 kilogramos.
[131] Liante.
[132] Cabrón.
[133] Actual Gavín.
[134] Habitación del Monasterio dedicada a la copia de manuscritos por parte de los escribas monásticos.
[135] Festividad celebrada el día 28 de diciembre.
[136] Actual Castiello de Jaca.
[137] Representación o símbolo del monograma de Cristo: XP. X (ji) y P (ro), que son las iniciales de Cristo en griego. En el crismón trinitario destaca la utilización de la S (Espíritu Santo), aludiendo a la trinidad. Dios es tres personas en una.
[138] Actual Santa Cilia de Jaca.
[139] Actual Arrés.
[140] Peaje que se cobraba en los puentes a todos los que los atravesaban.
[141] Actual Puente la Reina.
[142] Desgracia más temida en la Edad Media. Muerte súbita sin confesión.
[143] Misa de enterramiento oficiada por el muerto, pudiendo estar de cuerpo presente.