Capítulo III
La llegada de Arroncio le obligó a recoger sus recuerdos allí donde tan bien protegidos se encontraban, en su corazón, y asustado por su repentina presencia le urgió a hablar:
—Dime ¿le ha pasado algo a Vallesius?
—Debes ir a verle enseguida, pregunta por ti.
—Pero ¿cómo está?
—Mal, no ha mejorado nada, lo siento mucho.
Ambos se hicieron a la carrera por los pasillos del hospital hasta la habitación del enfermo, y Arroncio mandó retirarse a sus dos donados ayudantes para dejarles a solas.
Satornil le cogió una de las manos y la estrechó con fuerza entre las suyas, pretendía que sintiera su presencia allí, a su lado, además de tratar de transmitirle su energía. El calor de esas manos tan conocidas le ayudó a abrir los ojos a Vallesius, le supuso un tremendo esfuerzo realizarlo, pero tras varios intentos lo logró. De su boca prorrumpieron unas palabras las cuales debido a su débil intensidad no comprendió, por lo que el sacerdote inclinándose hacia él le alentó a repetirlas de nuevo.
—Me muero hermano… ayúdame…, tengo que testar y arreglar los trámites del más allá[46]…
Le oprimió la mano con más cariño si cabía, y entornando los ojos para que no pudiera adivinar en ellos su sufrimiento, con falso ánimo le respondió:
—No me creo que un almogávar como tú vaya a morir. Eres fuerte, saldrás de esta ya verás, y cuando te recuperes vivirás conmigo; también iremos a visitar a Balma. ¡Nos quedan tantos momentos por disfrutar juntos todavía!
—Ayúdame…
A pesar de lo mucho que esas palabras le atormentaban por su significado, convino en su importancia. Sí, su hermano se hallaba en lo cierto, debía redactar su testamento y dejar todo dispuesto para el tránsito hacia la eternidad.
—Ahora mando llamar al notario, pero mientras llega tranquilízate y descansa.
El notario Eximino se presentó transcurrida más de una hora, y después de confirmar que Vallesius quería un testamento “in scriptis”[47], se sentó al lado de la cama de este y se dispuso a escribir. Tras varios intentos fallidos por hablar, más por emoción que por flaqueza, se serenó y comenzó decidido a testar:
El notario inició el testamento con la invocación a la divinidad, de manera explícita, materializándolo en una pequeña frase. Continuó con el exordio[48], para preparar el ánimo del auditorio a través de frases hechas de carácter religioso, que además servirían para embellecer el documento; para con la notificación objetiva consistente en “por aquesto yo,” dar verdadero comienzo al documento, el cual encabezó con la intitulación[49] y la exposición[50], y siguió con la formula renunciativa[51]. Una vez realizadas todas estas disposiciones, Vallesius pasó a la elección de sepultura y a la donación de dinero para la salvación de su alma, así como para la reparación de tuertos, deudos e injurias[52]. Prosiguió con el sufragio[53], el reparto de la herencia y la designación de los albaceas[54].
Finalizó con la corroboración[55] y el escatocolo[56].
Y tras finalizar de testar, cayó desfallecido por el esfuerzo. El canónigo enfermero Arroncio le realizó de nuevo sangrías, aunque su convencimiento defendiera que las dolencias padecidas por Vallesius, eran la consecuencia cruel de cómo había vivido y que ya nada podía obrarse, lo intentó no obstante por el afecto sentido hacia Satornil. Desconocía cómo había transcurrido la vida terrenal del enfermo; y si su proceder en ella le conduciría al Cielo, siendo este el destino deseado por todos pero sin embargo para ninguno asegurado; o bien al infierno, el cual constituía el auténtico peligro; o quizás le dirigiera al purgatorio, un lugar intermedio entre ambos, donde aguardan las almas necesitadas de un tiempo de expiación para acceder a la gloria. Realmente lo ignoraba. Tampoco comprendía por qué Dios si lo había creado para ser un almogávar, y ello conllevaba su perdón por las muertes ocasionadas ¿qué finalidad perseguía al causarle tanto sufrimiento antes de separar su alma y su cuerpo? ¿Qué otras acciones habría ejecutado ese hombre para recibir semejante castigo?, se preguntaba. Al recuperar el enfermo la conciencia, le obligó a beber abundante vino al no conocer más tratamientos para aplicar; se sentía impotente, y a pesar de haber mejorado el tiempo considerablemente, su deteriorada salud todavía imposibilitaba el traslado.
En la noche siguiente comenzó a apreciársele una leve mejoría, muy somera, pero al menos no empeoraba. Todos mantuvieron en suspenso su entusiasmo, porque ciertamente desconocían si en verdad empezaba a recuperarse, o era lo denominado “mejoría antes de la muerte”, en la cual el enfermo ya no tiene dolor, está animado y consciente, siendo estos síntomas el preludio de una muerte certera. Sin embargo, esa ligera evolución dejó su huella a lo largo de bien entrado el día posterior; ya movía su cuerpo, abría los ojos, y de su boca se escuchaban palabras incoherentes para los demás pero muy racionales para él; los temblores habían disminuido en intensidad y frecuencia, y los latidos del corazón se sosegaron de su acalorada disputa por mantenerse activos o silenciarse.
Tras una semana tomando solo líquidos, Vallesius se arriesgó a consumir comida sólida, y al octavo día le prepararon para comer lo mismo que a los demás peregrinos hospedados en el hospital: garbanzos y carne acompañado con tres vasos de vino, ya que las aguas de Santa Cristina eran muy fuertes. Le supuso un terrible esfuerzo el masticar y aún más tragar; el alimento al traspasarle la garganta descendía al interior de su cuerpo como una moneda en un pozo, rápida, con decisión y enérgicamente, originándole un dolor singular en el estómago, el cual protestaba con rugidos suaves pero contundentes.
Arroncio y Satornil estuvieron de acuerdo en que Vallesius permaneciera en el hospital hasta su total recuperación, siempre y cuando Satornil no descuidara como hasta el momento sus labores diarias. La promesa de así realizarlo zanjó la cuestión, y ya confirmada la estancia por tiempo indefinido de su hermano, se dirigió a comprobar los daños causados por la nieve en los tejados de algunas de las cuadras, y también consideró conveniente inspeccionar el resto de dependencias. Mientras lo efectuaba reflexionó; ansiaba conocer las vivencias de su hermano porque hacía más de quince años que no se veían, y sentía interés y curiosidad; pero ante todo y sobre todo, pretendía averiguar por qué vestía la indumentaria de peregrino. No hallaba respuesta a semejante proceder. ¿Un almogávar en peregrinación hasta Santiago?, se repetía una y otra vez sin encontrar una contestación lógica que le convenciera. ¿Qué le habría sucedido para tomar esa decisión? Estaba dispuesto a preguntárselo cuando se repusiera del todo, pero dudaba que su paciencia aguardara ese tiempo.
Una vez verificó como la puerta principal se hallaba cerrada con llave, se acercó a visitar a Vallesius. Se sentó al lado de su cama y le observó mientras dormía. Su rostro ya no reflejaba la seguridad y confianza de antaño, ni tampoco emitía esa luz que siempre lo había iluminado. Este se encontraba muy abrasado consecuencia de los días vividos a la intemperie, o quizá por dirigirlo siempre hacia el sol, para evitar ver las sombras que acechantes no se alejaban de su persona. Buscó en su corazón algún recuerdo de cómo era entonces. Le asió una mano. La sintió áspera, poseía callosidades y numerosas cicatrices, parecía como si se hubiera aferrado durante mucho tiempo, a una soga rebosante de sueños y de ideales con todas sus fuerzas, para evitar que se distanciaran de él. Esa mano grande se encontraba ahora vacía, no conservaba ya nada del arrojo, del ímpetu de otrora, y con suavidad la acarició. No descubrió nada en ella que no supiera: reflejaba una vida muy dura de enfrentamientos, sangre, sinrazón… Contempló sus brazos desnudos. Al tocarlos los advirtió firmes, seguro que todavía, se dijo, mantenían su capacidad de destrucción. ¿A cuántas personas les habría arrebatado el orgullo con ellos?, se preguntó; un torbellino de sentimientos encontrados le invadió al pensarlo. No era ecuánime con su hermano, dictaminó. Vallesius había nacido porque Dios así lo dispuso, para mantener sus manos distraídas cuidando y sosteniendo el coltell y la azcona, y no para conservarlas despreocupadas en otras ocupaciones; para que sus piernas corrieran veloces tras los saqueadores y asesinos sarracenos, y no para postrarse de rodillas en las iglesias. Él sí lo comprendía porque había vivido en su mundo…
Se levantó y al disponerse a abandonar la habitación, escuchó unas palabras con tono suave pero firme, que le provocaron una gran sonrisa.
—Tenías razón como siempre, no he muerto.
—¿Lo dudabas? ¡Hombre de poca fe! —le respondió mientras se sentaba de nuevo a su lado.
—Sentía que me iba…
—Pero ¿cómo sabías que era la muerte si no la conoces? —intentó bromear sobre el tema.
—Porque me susurraba canciones de bienvenida al oído noche y día. Me llamaba constantemente. ¡Era insoportable! Cuando luchaba jamás tuve tanto miedo…
—Claro, estabas ocupado y no pensabas en ella; por el contrario tu inactividad y enfermedad han provocado su inevitable compañía. ¡Pero dejémosla ya! Se ha marchado y ojalá este ahora bien lejos.
—Todavía escucho su eco.
—Solo estás débil, pero ya te repondrás. Descansa y más tarde volveré.
—Gracias… —ante la expresión de sorpresa reflejada en el rostro de Satornil se explicó—. Estos días he sentido tu presencia junto a mí. Ha sido reconfortante el saberte tan próximo, al creer como creía que me moría. Rezabas, te oía desde la lejanía. Tus ruegos, oraciones y fe me han salvado…
—No te equivoques hermano, te ha salvado Dios al no considerar tus pecados tan graves como para morir por ellos.
Ya fuera de la habitación contuvo la emoción. Vallesius se recuperaría, no le cabía la menor duda de ello, y entonces tendrían mucho, mucho tiempo para hablar…
* * *
Balma se encontraba paseando sola por las inmediaciones de Jacca; la ciudad donde se había establecido mucho tiempo después de contraer matrimonio para formar un hogar, su hogar. Era otoño, un otoño especial. La naturaleza exhibía su más preciado vestuario; lucía ropajes en tonos opacos, naranjas, ocres, amarillos… Todo el conjunto participaba en la celebración de todos los años, porque deseaban despedirse unos de otros. Los árboles con el movimiento acompasado y sereno de sus ramas, comenzaban a decir adiós a los intensos rayos del sol que con tanta cortesía recaían sobre ellos; las flores también intervenían en ese acto, y se preparaban para agradecer a la unión de la luz y del calor, la fuerza suministrada para ayudarles a nacer y contribuir a embellecer más el paisaje; los animalillos desaparecerían a resguardarse del frío en sus casas, y las malas hierbas, las cuales nacían bajo el dominio de las grandes flores, rendirían a estas honores… La naturaleza se acondicionaba para esta fiesta, en la cual todos sus elementos se dicen adiós hasta la próxima primavera; fiesta en la que sueñan con encontrarse al año siguiente, y en la cual abrigan la esperanza de estar presentes para observar esa flor nueva, o ese riachuelo surgido de no saben dónde para nutrirles.
El rostro de Balma reflejó tristeza al pensar en ello, tristeza porque tras el festejo la naturaleza carecería de colorido, y lo que antes fuera un conjunto de armonía y belleza, se transformaría en formas sin seducción ni encanto…
Se detuvo para descansar, y su jadeo por el esfuerzo realizado se anuló debido al canto gozoso de unos pájaros, los cuales ignoraron la presencia de la mujer. Sus sonidos no finalizaban, se mantenían suspendidos en el espacio hasta que nuevas melodías sustituían esos rumores continuos. De súbito los pájaros abandonaron las ramas en las cuales se asentaban, y danzaron exhibiendo una sincronización magistral, ascendiendo hacia las alturas para intentar alcanzar el cielo, y así, escoltados por las nubes y la suave brisa existente, se perdieron en el espacio.
Custodiada por estos pájaros, a quienes a unos divisaba y a otros no, reanudó el paseo caminando durante unas horas más; eran tantas las emociones experimentadas a lo largo de su vida, que al rememorarlas se debatía entre llorar de felicidad, o de tristeza por ellas…
AÑO 1.232
“Sus padres ya habían fallecido: él en un combate contra los sarracenos hacía más de cinco años, y Aldonza, tan solo hacía dos. A la muerte de su padre, Belián, su marido y ella recogieron y cuidaron de su madre lo mejor que pudieron. Le resultó extremadamente difícil adaptarse a vivir dentro de una casa, libre como había sido siempre al no poseer un techo donde cobijarse, ni una puerta que cruzar para disfrutar de la naturaleza, ni una ventana por donde contemplar a través de un espacio reducido, como la luz del día se presentaba o se apagaba. Aldonza se sentía feliz durmiendo protegida por las nubes o por la luna, afortunada cuando al extender su mano, acariciaba la hierba y las flores sin la obligación de tener que ir a su encuentro, porque se encontraban a su lado, junto a ella a cada paso dado, a cada mirada dirigida a su alrededor…, pero al final se resignó. Sumisa aceptó el transcurso de los días con alguna visita esporádica de Vallesius, y más frecuentes de Satornil. En esos momentos se sentía dichosa, añorando intensamente tiempos pasados. Sonrió con ternura. Pese a las privaciones, dificultades, temores… había contado con una gran familia, la mejor, por ello siempre la llevaba en su corazón y la recordaba constantemente; los quería a todos y de todos sentía nostalgia.
Le resultó angustiosa la ausencia de su hermano del campamento, pero se apoyó en sus padres y en Vallesius, el cual siempre se encontraba pendiente de ella. Las semanas, los meses y hasta los años transcurrieron, y ese dolor fue mitigado y pospuesto gracias a Cresconio, un muchacho pastor de Jacca. Se conocieron por casualidad, cuando él pastoreaba con las ovejas y ella recogía setas para condimentar las comidas:
El rumor de una voz desconocida próxima a donde se encontraba la asustó, y temerosa corrió en dirección contraria al lugar de donde provenía. Ella solo deseaba tomar distancia, y su carrera continuó hasta hacerse esta ininteligible. Mientras descansaba observó un rebaño de ovejas, y su curiosidad le animó a acercarse a ellas. Nunca, que recordara, había contemplado tantos animales juntos, y tal era su sorpresa y fascinación al ver a estos, que no advirtió como un muchacho se escondía detrás de un árbol, próximo a donde se hallaba. Así comenzó su amistad.
Él contaba entonces con dieciséis años y ella tenía doce. Se reunían en muchas ocasiones mintiendo uno y escapándose el otro, o bien, mintiendo y escapándose los dos, en un lugar ya acordado, tomando ambos las debidas precauciones para no ser vistos ni seguidos por nadie. Juntos rodaban por la hierba, recogían frutas silvestres, se entretenían con la nieve y las ovejas, hablaban y reían, y por supuesto juntos, sufrían la hora de la despedida.
Recordó con emoción los momentos en los cuales le acompañó cuando pastaban las ovejas:
Los dos permanecían en silencio contemplándolas mientras unas jugaban encorriéndose, o bien otras simplemente paseaban calladas ajenas al ruido emitido por sus hermanas, u otras, las más impertinentes, balaban con determinación a las demás, y sin ninguna consideración desplazaban a las más débiles imponiendo así su fuerza. Ellos intentaban participar en la diversión de las más inquietas. Se acercaban hasta donde se encontraban con lentitud pretendiendo abrazarlas, pero las ovejas escurridizas les obligaban a caer al suelo y les acariciaban a su paso, agradeciéndoles de este modo su insistencia por querer hacerse sus amigos.
Cuando esa amistad tan bien consolidada cedió el lugar al amor sentido, Balma juzgó conveniente contárselo a sus padres. Sería difícil de asimilar para Cresconio porque nada sabía de ellos, y de quienes en realidad eran.
Revivió el momento exacto como si hubiera ocurrido el día anterior:
—Padre, madre, quiero decirles algo —su voz temblaba más por la posible oposición de ellos a su relación, que por la ansiedad experimentada en esos momentos.
Belián y Aldonza se miraron preocupados por los nervios evidentes y apreciables de su hija, y su padre movió la cabeza afirmativamente, dándole así a entender que continuara hablando.
—He estado viéndome con un muchacho estos últimos meses…
—¡Lumia![57] —gritó Belián interrumpiéndola a la vez que se colocaba frente a ella—. Dime ¿te ha mancillado? —le instó a responder mientras sujetándola por un brazo la zarandeaba fuertemente—. ¡Contesta!.
—No señor, no. Ni un beso nos hemos dado.
La soltó pero su enfado no desapareció, y Balma sofocada intentó calmarle:
—Yo… —dudó qué palabra escoger—, bueno… él, nosotros… ¡Tienen que conocerle! —dijo rotunda y ya más animada por haberse sincerado, e ignorándoles inició un monólogo—. Es pastor y vive en Jacca. Conduce un rebaño de ovejas y así lo conocí, en el monte. Tiene unos años más que yo. Es muy guapo y muy bueno y muy honrado —hablaba y hablaba ante las miradas sorprendidas de sus padres, quienes nunca la habían percibido tan ilusionada y feliz—. Yo de ustedes y del campamento no le he comentado nada, palabra. Ni mención. Tampoco Vallesius ni nadie saben de él…. —ante la seriedad reflejada en los rostros de sus padres decidió no hablar más, y mirando a uno y a otro sucesivamente con dulzura les preguntó—. ¿Están enfadados?
—¡Nos has deshonrado mala hija!
—¡Pero si no ha pasado nada padre!
—Es una vergüenza para nosotros el que hayas estado sola con un hombre, y no una, sino muchas veces…, has manchado nuestro honor…, y has expuesto la situación del campamento y la vida de nuestros amigos y compañeros —chilló fuera de sí—. ¿Y si es un traidor?, ¿y si solo quiere averiguar dónde nos escondemos?, además también está Ansuro…
—No es un traidor, es un pastor como lo fue usted, y aunque supiera algo no nos delataría porque tampoco quiere a los sarracenos en nuestra tierra. ¿Y por qué menciona a ese haragán de Ansuro? —preguntó confusa.
—¿Haragán? Ten más respeto a tu prometido —volvió a gritarle.
—¿Mi qué…? ¿Prometido dice? ¡No entiendo nada!
—Tú no tienes que entender nada, solo casarte con él.
—Padre ¿por qué? —le suplicó angustiada.
Ante la cara de tristeza de su hija, y haciendo una gran excepción porque a nadie, y aún menos a un hijo le debía explicaciones, le aclaró:
—Cuando tenías siete años busqué un hombre para casarte, y este es Ansuro; al cumplir tú los ocho años se realizaron los esponsales[58]. El día de los anillos[59] no solo se le entregó un anillo a tu futuro esposo, sino también nuestra honra…
—Yo, yo no me acuerdo de eso… —le retemblaba la voz.
—No estabais presentes ninguno de los dos; lo realizamos su padre Climén y yo en vuestro nombre.
Las lágrimas rodaban pertinaces una tras otra por el rostro de Balma, quien contemplaba la cabeza agachada de Aldonza asintiendo a las palabras de su padre. Nada tenía sentido. Cresconio la quería, era impensable que la hubiera utilizado para localizar a los almogávares, porque de haber sido así, ya les habrían atacado. ¿Y qué era eso de casarse? Se mareó y cayó de rodillas al suelo. En ese lento descenso decidió terminantemente no unirse a ese bribón de Ansuro. No le agradaba, siempre le evitaba porque le resultaba insoportable y repugnante, y así como lo pensaba con la cabeza muy alta, lo expresó a pesar de enfrentarse todavía más a la ira de su padre:
—No me casaré con él. ¡Lo odio con todas mis fuerzas! Me escaparé, le juro que me escaparé y me iré con Cresconio sin su consentimiento.
—¡Ospo![60] —voceó tajante Belián.
Temblándole las piernas se levantó, y ya lejos de la visión de sus padres recordó Balma, cómo corrió sin detenerse hasta fallarle la respiración, y al pararse cómo se arrojó a la tierra para continuar con su llanto. Su corazón sufría una amargura despiadada impuesta por su destino. Sintió su alma herida; su garganta gritaba en silencio puesto que su boca se encontraba sellada. Cerró los ojos y los ocultó bajo los párpados ya muy debilitados. Al recuperarse permaneció allí tumbada, y al oscurecer con la cabeza baja y arrastrando los pies regresó al campamento. Escuchó como gritaban su nombre llamándola, y reconociendo la voz de su hermano en una de ellas corrió hacia él, y de nuevo surgieron lágrimas en sus ojos.
Vallesius era conocedor de su proceder, se lo había explicado su padre, y solo deseaba encontrarla para reprocharle semejante comportamiento, pero sin embargo queriéndola como la quería al divisarla se dirigió hacia ella más aliviado que enojado. Transcurridos unos minutos fue incapaz de contenerse y le recriminó:
—¿Cómo has podido?
—No quiero más reprimendas, solo quiero irme lejos de aquí…
—Es que no entiendo por qué me lo has ocultado a mí. ¡Soy tu hermano por Dios!
—No me atrevía por si no me dejabas verle más…
—No digas nada, pero padre va a indagar sobre ese zagal y a hablar con él.
—¿Y qué pasará con Ansuro?, estoy comprometida con él.
—No lo sé… —mintió. Se hallaba perfectamente informado de qué iba a suceder pero guardó silencio; su hermana merecía un castigo por su conducta, y esa incertidumbre sobre su futuro tan solo era una parte de él.
Los ojos de Balma se iluminaron resplandecientes compitiendo con la luz de la luna, la cual comenzaba a manifestarse alumbrando todo el espacio que les rodeaba. Sonrió. Intuía que Cresconio le agradaría a su padre, estaba convencida de ello, y con esa sensación certera se fue a dormir.
Los días transcurrían muy despacio. Tenía prohibido categóricamente acercarse a Cresconio, y vigilada y controlada como se hallaba no podía ausentarse del campamento bajo ningún concepto. La noticia se propagó por este demasiado pronto; rumores unos ora inventados, ora magnificados y lejos de la verdadera realidad, pasaban de boca en boca, originando que algunas personas susurraran entre burlas y risas a su paso, y que otras la evitaran. Se encontró de súbito con una soledad muy despiadada, sin embargo cuando no la gozaba, ella la buscaba, y la conseguía resultando grosera y antipática; no soportaba los murmullos ni los comentarios descarados, y ni mucho menos que dudaran de su honor. En esos días solo hablaba con su mejor amiga, Placia; con ella a su lado todo parecía más fácil.
—¡Qué alboroto hay en el campamento! Pero tú no hagas caso, son todas unas brujas. Envidia, eso es lo que tienen, envidia —le comentó ella en una ocasión.
—Algo así debe de ser…, pero ver a madre tan apenada no me gusta.
—Ya se le pasará —la tranquilizó—. Si te hubiera acompañado yo esto no habría sucedido.
—Sí claro, y ahora tendríamos las dos problemas. Deja, deja.
—Todo se va a arreglar, ya verás. No estés tan desconsolada.
—Cresconio me habrá estado esperando estos días, y al no acudir pensará que ya no le quiero, y quizá, quizá se busque a otra chica…
—¿Pero qué dices? Imaginará que te ha ocurrido algo y te estará buscando —para distraerla de esos pensamientos cambio de tema—. No me has hablado de él. ¿Cómo es?
—Tiene los ojos de mi color y muy grandes, y mucho pelo siempre revuelto —sonrió feliz recordándolo—, unas manos fuertes y una sonrisa especial; robusto y no muy alto, la cara rolliza, una boca fina y los labios gruesos; es alegre, ingenioso, divertido…
—¿Te ha dado besos? —la miró con gesto pícaro.
—¡Qué cosas tienes! —negó con la cabeza—. Me ha respetado.
—¿Y te ha enseñado su cosa?, ¿cómo es…? —preguntó entre avergonzada y curiosa.
—¡Placia, Dios me´n guarde! ¡No! —exclamó sofocada—. Yo no soy de esas y él lo sabe.
—Escuché a madre hablar con la tuya de Ansuro, y a mí —dijo en un susurro—, a mí sí que me gusta, ¡y mucho…! ¡Qué suerte tienes Balma! Tú tienes dos hombres y yo ninguno… —le confesó con cariño pero algo celosa.
—¿Suerte dices? Me obligan a casarme a la fuerza con alguien a quien no quiero… —sonrió repentinamente y sus ojos se abrieron brillantes y esperanzados. Si yo no lo quiero y tú sí… ¿por qué no te casas con él…? Lo mencionó sin pensar, aferrándose a la única esperanza que bailaba distraída.
Balma miró expectante a su amiga con la convicción de que su respuesta, podría solucionar todos los problemas originados al no acceder a contraer matrimonio con Ansuro, y de los cuales ambas desconocían su alcance y magnitud; una contestación afirmativa significaría liberarse de ese compromiso, y la posibilidad de hacer feliz a Placia. Fueron unos segundos rebosantes de tensión. Balma contemplaba a su amiga suplicante, y esta ignorante al creer que su decisión marcaría el resto de sus vidas, meditaba nerviosa. Con emoción le cogió de la mano y contestó:
—Sí, quiero casarme con él.
Se abrazaron y rieron a carcajadas, y juntas sin soltarse de la mano se dirigieron corriendo a proponérselo a sus madres.
Sin embargo cuán equivocadas se hallaban Balma y Placia, dos niñas de tan solo doce y once años respectivamente, y ¡qué fácil les parecía solventar esa ignominia tan importante!; el honor de una familia no se recuperaba en esta circunstancia por el intercambio de personas, no, se necesitaba otro tipo de resolución para satisfacer semejante afrenta.
Los días avanzaban y nadie comentaba nada al respecto de su situación; y como no se atrevía a preguntarles a sus padres, por las noches se acercaba a hurtadillas a su hermano para interpelarle:
—¿Padre ha hablado ya con Cresconio?
—¡Qué cansina eres! Anda, déjame tranquilo.
—Pero ¿ha hablado? —insistía.
—Cuando llegue el momento será padre quien se dirija a ti, si te mencionara algo le estaría engañando, y yo no voy a traicionarle.
Durante siete noches consecutivas recibió la misma respuesta, hasta que una mañana Aldonza y Belián quisieron hablar con ella. Mientras se lo anunciaba Vallesius permaneció inexpresivo. Al finalizar de hablar este, dudó si correr hacia donde se encontraban sus padres o en dirección contraria, porque el semblante serio de su hermano le asustó. Despacio, muy despacio se encaminó hacia ellos con la cabeza erguida, y rezando para sus adentros se detuvo a cierta distancia, pero lo suficientemente próxima para poder escucharles.
Escrutó los ojos de su madre intentando descubrir algún indicio de buenas noticias, pero negros como eran no advirtió más que oscuridad, y sintiendo escalofríos por la incertidumbre les habló:
—Vallesius me ha dicho que querían verme.
—Sí. Acércate —le pidió Belián.
Ella así lo hizo y con la cabeza agachada aguardó sus palabras.
—Fuimos a donde ese zagal pastoreaba. Al divisarnos intentó defenderse —sonrió por este acto de valentía y de estupidez, puesto que eran tres contra uno—. No se amilanó, no, cojones tiene que duda cabe… Hablamos con él ese día y otros tantos; nos juró por lo más sagrado no ser un traidor, es más, manifestó admirar a los almogávares porque gracias a nosotros su rebaño podía acceder a los pastos sin problemas; nos alentó a matarlo si así lo deseábamos, pero nos aseguró no mencionar a nadie, ni a su familia siquiera que nos había visto. El muchacho tiene coraje y templanza sí señor —exteriorizó esta reflexión suya en voz alta—. Le realicé muchas preguntas y contestó con sinceridad y decencia, ya que posteriormente por un pariente de Póliz comprobamos su franqueza —Balma se mantenía sería; a pesar de ser por el momento todo favorable para ellos, desconocía la decisión adoptada por su padre con respecto a Cresconio, y no deseaba anticipar acontecimientos—. Le preguntamos si estaba comprometido y el muy tonto se ruborizó. Nos explicó que se veía con una chica desde hacía meses, y se hallaba muy preocupado porque ya contaba más de diez días sin saber nada de ella, y nos proporcionó tu descripción. Te había buscado mucho, pero al desconocer dónde vivías ni quién era tu familia porque le habías mentido, nada más podía hacer… —tras estas palabras Balma ya no reprimió más la sonrisa, y su rostro pletórico de felicidad cautivó a sus padres quienes se miraron pero no manifestaron nada.
—Entonces padre ¿dais vuestro consentimiento para que podamos vernos? —preguntó ansiosa.
Las carcajadas de Belián la desconcertaron. Ignoraba si reía porque estaba contento y accedía, o por el contrario era su manera de negarse. Esperó paciente pero como proseguía insistió de nuevo:
—Padre dígame… ¿lo permite?
—Cuando me acerqué a él, y poniéndole una mano sobre su hombro le aseguré ser yo tu padre —lo relataba entre carcajadas tan sonoras que Vallesius a pesar de encontrarse alejado de ellos las escuchó, y contagiado rió a su vez al recordar lo sucedido.
—¿Qué ocurrió?
—¡Se meó en los pantalones! Jajá, jajá.
Aldonza más discreta, también sonreía pero sin tanto alboroto; este era el único suceso divertido en todo ese dichoso asunto que tanto daño les estaba causado. Recobrando la compostura, Belián retomó la seriedad del comienzo de la conversación y prosiguió:
—Le expliqué como había deshonrado a nuestra familia por su proceder, al estar bajo sospecha cierta o no, de haber mantenido relaciones contigo fuera del matrimonio —Balma negaba con la cabeza esta suposición para tranquilidad de sus padres—. Le ofrecí escoger entre dos opciones, y así nosotros recuperar el respeto y el prestigio de los cuales ahora carecemos frente a los demás: batirse conmigo en duelo a muerte, o casarse contigo.
Un grito de pánico brotó espontáneo de la garganta de Balma, el cual fue incapaz de ahogar ni tapándose la boca con sus dos manos.
—No llegaré a matarlo puesto que ha escogido casarse contigo —afirmó dando por finalizada la conversación.
De súbito y sin previo aviso, la mano abierta de Aldonza recayó sobre una de las mejillas de Balma, obligándole a girar la cabeza con fuerza. El movimiento resultó tan brusco e inesperado que esta casi perdió el equilibrio. Dirigiendo una mano a su dolorida cara con lágrimas en los ojos la miró interrogante, a lo cual su madre declaró:
—Estate contenta de que el bofetón te lo haya dado yo, porque de haber sido padre, te brinca las varillas[61]. A partir de ahora no vas a estar más a solas con ese muchacho; hasta vuestra boda te acompañará siempre alguien. ¿Ha quedado claro? —sin poder hablar por la emoción y por el dolor Balma asintió con la cabeza—. Venga, a trabajar ahora pues.
Feliz se alejó corriendo al encuentro de Placia para contárselo, puesto que ella era la única persona a excepción de su familia, que no le había retirado la palabra en el campamento.
Capítulo IV
Esa mañana del día 31 de marzo de 1.255, la nieve, en un acto de admiración por ese almogávar que por su fortaleza y fe no había sucumbido a la muerte tan certera que todos esperaban, se desplazó a otro paraje para ceder su espacio al sol, y así contribuir en la medida de sus posibilidades a que ese singular humano acelerara su recuperación; el viento le imitó y la acompañó allí donde se dirigía, permitiendo también al sol desperezarse con libertad y sin incomodarlo tras tanto tiempo recluido. Este acto de apoyo fue agradecido por Vallesius, quien tras permanecer tantos días postrado en la cama, aprovechó la presencia de los rayos del sol para caminar, y contemplar todas las construcciones existentes las cuales conformaban el hospital. Pronto sus piernas comenzaron a resentirse debido a su largo período de inactividad, algo a lo cual se encontraban desacostumbradas; sin embargo los latidos de su corazón, esas palpitaciones que en los últimos años constantemente le habían provocado un sonido el cual traspasaba su ropa, su piel, causa de vivir en un incesante movimiento, causa de la tensión reinante en su mente, comenzaban a recobrar su ritmo natural y una serenidad inusual. Satornil lo vigilaba desde una ventana y decidió acompañarle por si desfallecía, y bien abrigado porque las bajas temperaturas todavía persistían a pesar de la exposición del sol, y dos vasos de vino hipocrás[62] caliente, al cual le había agregado nuez moscada y jengibre para intentar combatir algo más el frío presente, se encaminó hacia él.
—¿Cuánto tiempo ha transcurrido desde la última vez que estuviste aquí? —le preguntó sobresaltándolo mientras extendía el brazo para entregarle uno de los vasos de vino.
—Años…, demasiados años…, quizás desde antes de ir al choque de Aragües del Puerto. ¡Es impresionante!
—Acompáñame, voy a enseñártelo todo. Vamos primero a la iglesia, ya la conoces pero la hemos reformado.
A esta, un sencillo edificio románico, se accedía por un pórtico rejado de hierro y contaba con dos coros, “alto y bajo”, y sacristía anexa a un lado del presbiterio. Tenía muy decentes capillas y en especial la del altar mayor, con dorados las santas imágenes y columnas. El titular, Santa Cristina, y sobre la santa dos ángeles, uno a cada lado; contaba con pila de bautismo pues la iglesia era parroquia.
Vallesius se encaminaba hacia la capilla del altar mayor cuando el suelo protestó mediante un crujido. Se detuvo de inmediato. Por los tejados y cubiertas de madera, y además constató como eran de madera vieja, se filtraba la nieve, ocasionando que la humedad se concentrara en el también suelo de madera, el cual estaba podrido y así mismo viejo. Se estremeció por ello y pidió a Satornil salir de allí, no deseaba contribuir con sus pasos al moverse a un deterioro más que notable. Le pareció aberrante el no conservar en condiciones un espacio tan sagrado. Se preguntó por qué su hermano permitía semejante dejadez y abandono, sin embargo para no herirlo silenció estos sentimientos y pensamientos.
El cementerio anexo, en el cual en el transcurso de esa semana y hasta el momento, habían enterrado a un donado ayudante del canónigo sacristán[63] y a dos criados de la casa, amén de a otros dos peregrinos fallecidos, uno en el camino y otro en el hospital, lo obviaron, ni tan siquiera se detuvieron.
Continuaron el recorrido hacia el “Monasterio”[64], al cual Satornil le impidió el acceso.
—Lo siento, aquí solo podemos entrar los miembros de la comunidad religiosa y los del servicio doméstico. Vamos hacia el “Mesón” mientras te explico cómo es por dentro. Existen seis celdas: tres para los canónigos, dos para los donados y una para el servicio doméstico —suspiró—. Todas son reducidas, muy gélidas y desabrigadas.
Vallesius le miró sorprendido; siempre supuso que los sacerdotes vivían infinitamente mejor que los no privilegiados, entre los cuales se encontraba él, y también así mismo mejor que los siervos, vasallos, campesino e incluso señores. Le interrumpió para así decírselo:
—¿Cómo puede ser hermano? ¡Pertenecéis al clero y tú eres sacerdote! La iglesia no disfruta de las carencias, incomodidades, enfermedades, hambre… que padece el pueblo llano, solo hay que ver a todos los obispos como están de rollizos.
—Ten más respeto Vallesius, más respeto…, estás hablando de obispos.
—¿Y para esto te marchaste del campamento?
—Padre tomó esa decisión por mí, lo sabes. Le agradezco todos los días que él intuyera la vocación que sentía en mi interior, y que se reforzó en cuanto crucé las puertas del Monasterio de San Juan de la Peña.
—No lo entiendo, de verdad que no lo entiendo… anda, cuéntame más sobre el Monasterio.
Satornil con una sonrisa nada sarcástica en su boca provocada por la ignorancia de Vallesius, prosiguió con la exposición:
—Entre todas las estancias destaca el “capítulo” o sala capitular, donde realizamos las reuniones comunitarias los canónigos, y cuando toca, los Capítulos Generales de la orden.
—Sí, sí, muchas reuniones de esas o lo que hagáis ahí dentro, pero ¿te has visto lo flaco que estás? —le volvió a interrumpir.
—¿Puedo seguir o me vas a cortar a cada cosa que diga?
—¡Pero si es la verdad! Qué razón tenía padre cuando decía…
—¡Vallesius! —le impidió continuar antes de que pronunciara alguna blasfemia la cual le obligara a confesarse.
—Ya me callo… —accedió no sin mucha reticencia por su parte.
—Al morir o cesar el prior, nos reunimos allí la comunidad en presencia de un notario y testigos, y elegimos para ese cargo a quien consiga más de la mitad de los votos; está junto a la iglesia, al otro lado de la sacristía —mirando de reojo a su hermano y apreciando en su rostro el enojo que sentía y reflejaba, habló alegremente para distraerle de esa fijación—. Contempla al frente, en la parte baja del prado alto, allí está el “Mesón”.
Se dirigieron hacia un edificio pequeño adosado al Monasterio. Al alcanzarlo le explicó:
—El Mesón sirve de parada y fonda de viajeros, arrieros y comerciantes los cuales transitan por el camino real. Aquí se hospedan a condición de pagar al no ser considerados personas pobres, y ello nos supone una importante fuente de ingresos. Se arrienda a personas para que lo regenten solo bajo ciertos pactos.
—¿Qué pactos son esos?
—No tener cuentas pendientes ni pasadas con la justicia; no albergar fugitivos ni gentes reputadas de mal vivir, y cosas así… Y ahora vayamos al prado bajo, allí se encuentra el palacio del prior y la ermita de Santa Bárbara.
—¿Has dicho palacio?
—Sí, donde reside el prior cuando viene.
—Palacio, vaya, vaya. Seguro que ese está gordo a reventar ¿verdad?
—¿Quieres verlo o no? —preguntó un poco irritado.
—¡Por Dios! ¡Claro que no!
—Te enseñaré entonces el molino, y mientras llegamos te cuento su historia —reuniendo toda su paciencia porque escuchaba murmurar a Vallesius entre dientes, comenzó a narrársela de camino hacia él—. “El rey Alfonso dio el molino a Santa Cristina, y después de que hizo aquel donativo pusieron queja Toda, mujer de Restol de Campfranch, y Gasenda, su hija de Restol. Y elevaron demanda al rey”.
—¿Demandaron al rey? —preguntó interesado e incrédulo.
—Sí, “y por aquella demanda que hacían del molino, pusieron pleito los señores de Santa Cristina y los cofrades de Jacca, con los demandantes suprascritos”.
—Que sandez hicieron esas mujeres. Contra el rey seguro que perdieron.
—¡No! “Entregaron a ellas treinta sueldos de moneda jaquesa[65], para que no se querellaran más en adelante. Y los demandantes entregaron fianzas a los señores de Santa Cristina, García Ricolf de Jacca y Sancho Apons, su hermano, como garantía de que ya no interpondrían más demandas sobre el molino. Y que si interpusieran alguna demanda sobre el molino, pagarían cien sueldos, y que en adelante respetarían el acuerdo suprascrito”.
—Venga ¡Menudo cuento me acabas de contar!
—¡Te aseguro que no! —exclamó ofendido—. “Fueron actores y auditores de este pleito el obispo Guillermo de Pamplona, el maestro Poncio, Martín, Pedro de Limoges, Jimeno abad de Atarés, Guillermo de Aux y Guillermo Juan”.
Ya en el susodicho molino y mientras Satornil terminaba el relato, Vallesius curioseaba en su interior pensando qué habría hecho él en una situación similar… Las admiró. Lucharon al igual que él por sus propiedades; no se amilanaron aún a sabiendas de que se enfrentaban al mismísimo rey. ¡Qué orgulloso se sentía de esas mujeres! Tras permanecer allí un largo espacio de tiempo el sacerdote indicó:
—Ya solo me queda por enseñarte pequeñas construcciones como las cuadras, corrales y cobertizos.
—¿Lo dejamos para otro día?, estoy cansado y tengo frío —dijo tiritando.
—Sí, vamos a calentarnos con un poco de vino.
Y pasando su brazo por el hombro de su hermano, se encaminaron ligeros y en silencio hacia el interior del hospital.
* * *
Esa tarde Satornil reflexionó, y determinó preguntar a su hermano el motivo por el cual realizaba el camino de Santiago. Decidido se encaminó a su habitación. Hacía ya cinco días que había abandonado la enfermería y trasladado a una cuadra; por las noches todas se cerraban bajo llave, estando al cuidado de las mismas uno de los donados hospitalarios, pero pese a ello se las arreglaba muy bien para permanecer muchos momentos a solas con él.
Lo encontró tumbado sobre el almadraque, con la mirada perdida a saber en qué lugar, sin pestañear, tan solo su respiración ya normalizada aseguraba que continuaba con vida. Los demás peregrinos con los cuales compartía la habitación no se hallaban en ese instante, y aprovechando la ocasión le interpeló sin preámbulos:
—Hay algo que me intriga Vallesius —este abandonó su abstracción y todavía un poco descentrado le observó—. ¿Cómo un almogávar y más tú, con unas creencias tan arraigadas decide recorrer el camino de Santiago?; por más que lo intento no logro entenderlo. Estoy totalmente desconcertado.
Una sonrisa triste, amarga, muy amarga se dibujó en su rostro. Le miró fijamente. Debía de explicarle su vida, sus combates desde el primero hasta el último, para que así entendiera los motivos por los cuales precisaba realizar ese camino; pero desconocía sí podría exteriorizar con palabras aquello sentido en su interior. Aspiró aire pretendiendo atrapar a sus sentimientos y que fueran estos los encargados de dicha labor, y con aflicción les dejó hablar.
Septiembre del año 1.217
“Cuando abandonaste el campamento, aún transcurrieron dos años antes de participar en mi primer choque. Un día padre decidió que ya estaba preparado, y así me lo comunicó:
—Ha llegado tu momento de combatir hijo. Mañana partiremos hacia Pandicosa[66]; nos hemos enterado de la inminente invasión de la aldea, y debemos detener a los sarracenos antes de que inicien el asalto. Marcharemos al amanecer. Reza y descansa esta noche porque nos aguardan jornadas muy difíciles.
Absorto en ese recuerdo sus labios esbozaron una sonrisa, ilusorio gesto de felicidad y sincera expresión de dolor, de amargura.
Bien entrada la noche y estando tumbado, al dirigir mi mirada al cielo, al infinito, mis manos en un impulso espontáneo se posaron y acariciaron la tierra con ternura. Esa era la misma tierra por la cual iba a luchar, y quizás también morir… Sonreí porque no me importaba, creía en lo que defendíamos y como auténtico aragonés, sabía del coraje de nuestra raza y del valor de nuestros corazones, y me sentí fortalecido; y sin miedo, con un puñado de tierra sobre mis manos, me dormí con una serenidad y una paz desconocidas.
El día amaneció con un sol radiante, pero a medida que avanzaba se cubría con unas nubes deseosas de velar todo rastro de claridad. El color azul de este desapareció, dando lugar a una tonalidad gris y negra. De súbito, una tormenta estrepitosa, de una oscuridad y furor tan penetrante que hacia retumbar a los montes con sus rugidos y desprendía ráfagas de luz, nos sobrevino, y al hallarnos en campo abierto no pudimos protegernos; mientras andábamos el agua descendía con más intensidad, formando esta una cortina ante nosotros la cual traspasábamos agitando las manos. No nos detuvimos porque nada podía retrasarnos, y transcurridas unas horas en las que era complicado avanzar por el barro adherido en las abarcas, por el terreno resbaladizo y por la poca visibilidad, la lluvia amainó, sin embargo ni el esfuerzo ni la fatiga lograron desanimarme. El cese de la tormenta impuso en el monte un silencio austero, y advertí como suspiraba nuestra tierra; se encontraba extenuada por absorber tanta cantidad de agua sin descanso. Mientras caminaba comprobé como esa tierra pura y limpia desprendía un aroma singular, un perfume misterioso que me embrujaba y me animaba a proseguir. Se me mostró poderosa, como yo me sentía en esos momentos; fiel, como yo le era a ella; serena, como se exhibía mi templanza sabedora de la posibilidad de que muriera ese mismo día; fría, como mis sentimientos ante sus usurpadores; y hermosa, como así yo la consideraba y conservaba dentro de mi corazón…
En esa marcha hacia mi primer combate sostuve leguas[67] y leguas de soledad, de silencio. En ese trayecto valoré el precio de una esperanza, la esperanza de poder salvar a nuestro reino de los sarracenos; sufrí desasosiegos por desconocer que hallaría al llegar; temí a las sombras escondidas de los riscos, árboles y moles de piedra, las cuales seguro expiaban todos mis movimientos. En esos momentos de debilidad, de equilibrios para no descender al abismo del pánico, me situaba al lado de padre, y su seguridad, su ímpetu y firmeza, me ayudaban e impulsaban a proseguir sin titubeos.
Caminamos todo el día y comimos sobre la marcha, solo nos detuvimos lo imprescindible. No había tiempo que perder, nuestra gente se encontraba en peligro y solo nosotros podíamos ayudarles. Ya en Trambacastiella[68] cerca de Pandicosa, Belián decidió detenerse, mientras Biato y Ausiás se adelantaban para recabar información de la situación de los sarracenos. Oscurecía y estaba agotado, los pies me dolían y tenía mucho frío y hambre, sin embargo nada dije ni nada se me descubrió. Aguardamos allí, escondidos entre montículos de pinares y robledales, hasta el regreso de los compañeros con noticias. Los moros se hallaban acampados a más de una legua de nuestro emplazamiento, y a media legua de la villa; por su ubicación padre intuyó como se disponían para ocuparla por el vico[69] Exena, el más aislado de los cuatro que lo conforman, y a pesar de situarse en un pequeño promontorio para mayor protección suya, los vecinos nada podrían obrar. Belián determinó dormir algo antes de atacarles y así lo cumplimos. Busqué el espacio más certero y me tendí sobre la fría tierra. La noche me causó muchos sobresaltos, tan pronto me recostaba como me erguía incrédulo ante el silencio reinante; y tras esas pocas horas agitadas en las cuales las pesadillas me acosaron, y los sueños gozosos se velaron entre un paisaje caprichoso, llegó el momento de partir a luchar. La torpeza se adueñaba de todos mis actos debido al nerviosismo que comenzaba a apoderarse de mí. Me detuve. Cerré los ojos con fuerza y rogué por mi vida. La oración me tranquilizó y me animó. Padre me observaba sin yo saberlo, se acercó a mí y me preguntó:
—Dime la verdad ¿estás preparado para luchar?, porque si no es así debes quedarte aquí; cuando empiece el combate no podremos estar pendientes de ti, deberás arreglártelas solo, como bien sabes tu vida dependerá de lo que hayas aprendido todos estos años.
—Sí padre, estoy dispuesto —sentencié rotundo olvidando todos mis temores.
—Hoy vas a vivir uno de los momentos más importantes de tu vida; vas a luchar por defender a nuestra gente, y eso te honra a ti y me honra a mí —respiró hondo y mirándome a los ojos con voz firme prosiguió—. Si alguno de nosotros dos muere hoy, el dolor no nos detendrá, continuaremos luchando pese a la aflicción sentida; no obtendremos honores por ello, ni entierros fastuosos, pero sí nuestros corazones y almas se hallarán en paz con nuestra tierra.
—No te defraudaré. Lucharé con todas mis fuerzas, y con la pasión y coraje que me has transmitido y enseñado —sonriendo le espeté—. ¿Vamos ya a por ellos?
—Sí, vamos a por ellos…
El caudillo organizó el grupo de diez almogávares, y sigilosamente nos dirigimos al encuentro del campamento sarraceno guiados por Biato y Ausiás, quienes conocían con exactitud dónde se asentaba. Ya próximos a él comprobamos como se estaban preparando para atacar, al estar recogiendo las tiendas y cargando los caballos. Belián decidió que ese era el momento oportuno para arremeterles, distraídos como se hallaban no se lo esperarían. Nos dispusimos según la costumbre, y a una señal de padre comenzamos a prepararnos. ¡Fue impresionante! La emoción me embargaba, y a medida que despertaba el hierro mi rabia crecía, mi espíritu se exaltaba, y mi sangre se alborotaba deseosa de estrenarse en la lucha. La noche se alumbró por la presencia de las incontables chispas surgidas, transformándola en una noche sobrenatural, y así logramos deslumbrar a la oscuridad; sentía, sentía en cada golpe conferido, en cada destello originado, como estos me indicaban que me hallaba en el lugar correcto, realizando lo más justo…
Gritando hasta la extenuación DISPIERTA FIERRO DISPIERTA!!! ARAGÓN!!!, y con mi coltell en la mano, no sé si delante, al lado o detrás de mis compañeros me precipité al ataque. Al percatarse los moros de nuestra presencia, un delirio inhumano penetró sin autorización en sus corazones, y una bruma aterradora invadió su campamento; las murallas de sus almas se desplomaron, revelando insospechables sentimientos anidados en algunos de ellos. Desconcertados luchaban mientras intentaban huir sin lograrlo.
Ellos voceaban, pero nosotros chillábamos más alto; con sus espadas y mazas intentaban herirnos, pero nosotros los matábamos; nos envolvían e intentaban aturdirnos con su número, pero nuestro valor individual les confundía, y se dispersaban pretendiendo idear otra táctica con la cual salir victoriosos; su ataque era impetuoso y desordenado, el nuestro meditado y pasional.
Yo me encontraba eufórico, la sangre, el dolor en mi cuerpo no me detenían, al contrario, me animaban a proseguir, porque a pesar de lo insignificante que me sentía como persona en esos instantes de pelea, me consideraba invencible, y con ese convencimiento nada ni nadie poseía la facultad de contenerme. En ningún momento pedí ayuda, no sé si mi fuerza, determinación o valentía les intimidaba, pero me resultó muy fácil deshacerme de ellos. No les devolví la crueldad con la cual actuaban en las aldeas que asaltaban, simplemente al transformarse su miedo en odio hacia nosotros, yo solo me defendía matándolos; desconocían como mi fragilidad ante el dolor se había fortalecido, y también como mi compasión por ellos se había disfrazado de impaciencia, porque ansiaba que deshabitaran nuestros pueblos, nuestra tierra, nuestro Reino…
Las horas avanzaban implacables, y este transcurrir del tiempo originó que el desorden comenzara a imperar entre los sarracenos, y esa inestabilidad les condujo a un caos incontrolable. Un silencio insólito alcanzó las gargantas de los supervivientes moros antes de que los aniquiláramos. Este silencio tan inhumano consecuencia del agotamiento de sus almas, convirtió los escasos vestigios existentes del campamento en un lugar sin espíritu, un lugar cuyo único anhelo nuestro estribaba en hacerlo desaparecer. Ese silencio se interrumpió cuando empezaron a temblar de miedo, y esos temblores causaron ruido, el ruido más estrepitoso que jamás yo haya percibido.
No notaba dolor en mis heridas las cuales eran abundantes pero superficiales. La sangre recorría casi todo mi cuerpo, y desconocía cuál de ella me pertenecía y cuál correspondía a los sarracenos, pero no me importó; había sobrevivido a mi primer choque con honor, luchado con orgullo y pasión, y defendido a mi Aragón del alma con autentico fervor ¡ni yo mismo me podía pedir más! Vi a padre sonreírme en la distancia, y supe al observar la expresión de su rostro, que él también sentía como yo.
Realmente no fui consciente de haber matado a personas hasta tomar distancia de Pandicosa. Tras varias leguas recorridas las piernas debido al agotamiento y a la tensión, me obligaron a detenerme; pero no solo las piernas me fallaron, mi cabeza y mis manos tampoco me obedecían, permanecían inmóviles incapaces de articular movimiento alguno. Padre se percató de mi estado y detuvo la marcha para descansar. Se acercó a mí y ambos meditamos cómo empezar a hablar, pero las palabras se escondían como si desearan desentenderse, se ocultaban tras las palabras inútiles que no merecía la pena expresar.
Advirtió como se reflejaba la tristeza y la angustia en mi rostro, y trató de animarme:
—Es muy difícil lo que has hecho hoy. No te diré que me siento orgulloso de ti porque hayas matado a personas, sino porque has defendido con dignidad a nuestra gente y a nuestra tierra. No has mostrado debilidad ni te has acobardado…, no cambies esa actitud ahora, ya que si te atormentas pensando en lo sucedido hace unas horas transformarás tu optimismo por reproches, tu valor por derrota, y tu ilusión por fracaso. Es doloroso la primera vez…, para mí también lo fue…, pero no olvides que nosotros no hemos podido escoger, nos han obligado a ello…
—Eso ya lo sé, pero entonces ¿por qué me siento tan mal? En el combate no he dudado, es más, me envalentonaba por momentos y solo deseaba seguir, seguir…, sin embargo ahora noto como algo cae sobre mí desde muy alto, algo que me oprime y me ahoga.
—No es fácil de comprender por qué debemos matarnos unos a otros…, no sé por qué se han desvanecido los sentimientos nobles y honestos de las personas, ni por qué el respeto por los semejantes se ha envilecido y se ha acrecentado el egoísmo, pero lo que sí te diré con verdadera certeza, es que debes de cubrir las huellas existentes en tu corazón por la batalla de hoy con otras señas, pero estas de esperanza, de entusiasmo, hasta permanecer las primeras bien ocultas en el fondo de tu mente, y por mucho que las reclames sean incapaces de resurgir jamás. Solo así podrás superar este día… —Padre colocó una de sus manos sobre mi cabeza, y alborotándome el cabello con un tono de voz el cual nunca le había escuchado, me confesó unas últimas palabras antes de irse—. Estos sentimientos también te honran, te lo aseguro hijo.
Al alejarse de mí y permanecer solo, temí que quizás se hubiera extinguido la chispa de coraje la cual prendía oscilante en mi interior; observé a mis compañeros Bentura, Asenario y hasta Fabone, quien contaba con mi misma edad; animados hablaban de lo acaecido. Me senté junto a ellos y comprendí que siendo ya un almogávar debía de sobreponerme, y como bien había afirmado padre, matar no era una opción, sino nuestro deber. Arropado por todos ellos advertí encenderse con poderío esa chispa, y presentí que lograría vencer ese difícil obstáculo situado delante del camino de mi vida, ese obstáculo llamado: mi conciencia…
Ya próximos a nuestro campamento reparé en cómo la molesta pesadilla del día anterior había desaparecido, y me prometí a mí mismo desde ese instante, impedir a su sombra precederme ni asustarme, y mucho menos confundirme; ya nunca me adelantaría ni me alcanzaría, porque me hallaba totalmente convencido de mi cometido.
Nuestra llegada fue motivo de felicidad y alborozo, como cuando éramos pequeños y el grupo regresaba al cabo de los días. Busqué a madre. Se encontraba inmóvil entre el resto de las mujeres. Sus ojos permanecían muy abiertos, ni la luz cegadora provocada por el sol al posarse en la nieve, ni el dolor sentido al golpear la mente su boca deseosa de expresar sus sentimientos, le permitieron cerrarlos. Intentaban localizarnos a padre y a mí, e inquietos se movían en todas las direcciones para conseguirlo; al encontrarnos no se acercó a nosotros, tan solo desde la distancia advertí como asentía con la cabeza. Me dirigía hacia ella cuando de súbito se alejó sin esperarme; pretendí seguirla pero padre me cogió del brazo y lo impidió.
—Quiere, necesita estar sola… más tarde la veremos.
Lo averigüé más adelante, se había retirado en silencio como cada vez que padre volvía de alguna lucha, para llorar y agradecer a Dios y a San Jorge el regreso de los suyos…”
Al finalizar de departir se produjo un silencio estremecedor, ninguno de los dos encontraba las palabras precisas, como tampoco se atrevían a ser el primero en hablar. Después de varios intentos Satornil articuló la primera palabra, se hallaba convencido que a la primera seguiría la segunda y la tercera pero se equivocó, y fue Vallesius quien resuelto habló:
—Nuestras vidas han sido muy distintas ¿no es así? —opinó.
* * *
Aldonza contemplaba orgullosa en la distancia a su marido e hijo, mientras sazonaba para evitar su deterioro, las carpas y truchas pescadas por los más jóvenes del campamento. Ella no conocía otro modo de vida distinto al suyo; había nacido en un campamento, casado en otro, y durante sus años de vida, cuando no acompañó a sus padres siguió a su marido en las luchas acontecidas, y por supuesto continuaría realizándolo en las que seguro llegarían.
Reflexionó sobre su corta pero intensa vida:
Imaginaba que se sentiría al poder disfrutar de una cama para tumbarse a descansar por las noches, o de poseer un escaño[70] donde sentarse cuando la nieve se acomodaba bajo sus pies durante meses, o de contar con una chimenea para calentarse sobre todo en las épocas de frío extremo, y cerrar los ojos despreocupándose de todo aquello que ocurriera a su alrededor, porque era arduo permanecer siempre en alerta constante, ante cualquier ruido extraño próximo a donde se escondían, pero lo más insufrible de todo ello no lo provocaba el frío o el calor, ni las incomodidades o el hambre, ni la incertidumbre, ni por supuesto la soledad…, lo más doloroso sin ningún tipo de dudas había sido el enterrar a lo largo de los caminos, a sus hijos fallecidos, abandonándolos en lugares por donde ya no volvería a transitar más…, sí, terriblemente despiadado e insoportable el sufrimiento por todos los seres amados a quienes había dejado atrás…
Su vida no difería mucho de la vida de aquellas mujeres campesinas como ella, que vivían en las aldeas; salvando la desigualdad del lugar de residencia, todas se ocupaban de las comidas, de la educación de los hijos… Ella sin embargo al no poseer ganado, ni huerto, ni tierras de cultivo que cuidar, dedicaba todo ese tiempo en entregarse en cuerpo y alma a su labor de madre y esposa. Así pues, en nada tenía que envidiarlas.
Ignoraba como se sentiría al tener una casa donde poder cobijarse, pero lo que sí sabía con total seguridad a pesar de las ínfimas condiciones en las cuales vivía, era que no cambiaría la naturaleza por algo de comodidad en ningún lugar. Hallaba fascinante advertir a esta tan próxima y compartir con ella el día y la noche. Cada experiencia en su compañía se tornaba especial, mágica y única. No existía nada material que compensará la ausencia de estas sensaciones. La noche le atraía especialmente por la luna. Se sentía cautivada y seducida por ella porque contenía un embrujo especial.
Algunas noches, desamparada por encontrarse su marido lejos del campamento luchando, huía de sus temores observando como la luna tímida en un principio, solo permitía que se apreciara de ella su lejana y débil silueta; sin embargo tras unos minutos interminables, vislumbraba con emoción como adquiría vida lentamente, extendiendo las arrugas de su cuerpo hasta lograr que todas ellas desaparecieran, y como tras componerse tenía una atracción y un encanto inaudito, porque hasta su sombra humillada y avergonzada se ocultaba ante semejante belleza. Al adquirir toda su forma y resplandor, el destello de su cuerpo reflejado en las copas de los árboles más prominentes, originaba en estas la transformación de sus colores originales. Estas nuevas tonalidades plateadas acompañadas por la brisa existente en esos momentos, provocaban que a cada movimiento surgiera un brillo insólito, suspendiéndose este en el espacio y llenándolo de un viso admirable.
Sí, afirmó para sus adentros. “Esto es ser una mujer de almogávar: encontrar belleza, fuerza, comprensión, compañía, sabiduría…, donde la mayoría de las personas solo advierten incomodidades por la forma de vida”.
Su padre Marzal también fue caudillo, y tuvo en su escuadrón al hoy su marido Belián. Lo recordaba como un gran hombre, honesto, valiente, sencillo, y ante todo, un auténtico almogávar que se entregó en cuerpo y alma a la causa por la cual luchaba. Jamás nadie le objetó nada al respecto; por su celo, arrojo y decisión vencieron en todos los combates en los cuales se enfrentaron a los moros, siendo no solo un magnifico líder para sus compañeros, sino también un padre extraordinario para ella.
Su madre, sumisa, callada y leal, la aleccionó para convertirse en una buena esposa almogávar, y aprendió rápido porque era su más ansiado deseo, ser como ella. Por este motivo cuando la comprometieron con Belián, no manifestó ninguna objeción ni mostró signos de desaprobación, aceptó obediente ese designio de Dios; y al casarse y pasar a estar bajo la tutela de su marido, aplicó todas las enseñanzas de Orbita, la cual así se llamaba:
—No debes opinar ni discutir las decisiones de tu esposo, solo escuchar y guardar silencio, y apoyarle en todo te guste o no.
—Sí madre.
—Debes trabajar duro y sin queja para que él se dedique a sus menesteres.
—Sí madre.
—Debes serle siempre fiel y no mirar a otros hombres, ni tampoco hacer ningún comentario sobre ellos.
—Sí madre.
—Las sayas[71] que te pongas deben de ser de poco vuelo y cubrirte hasta los tobillos, así te facilitará el trabajo al no molestarte el tejido; y acuérdate siempre, colores pardos o pocos vivos.
—Sí madre.
—Nunca te vistas una saya con las mangas perdidas[72], y ni muchos menos con las mangas abiertas[73], porque nosotras no llevamos camisa debajo y mostrarías parte de tu cuerpo, y eso perjudicaría tu reputación. Tu saya tiene que ser con las mangas largas y cerradas.
—Sí madre…
Estas y muchas más enseñanzas se las repetía constantemente, en ocasiones hasta tres veces al día para que no las descuidara jamás. ¡Y cómo olvidarlas! Las puso en práctica tan pronto como se casó, convirtiéndose en una de las mujeres más respetada y envidiada de los campamentos en donde vivió, por su comportamiento y devoción hacia su marido.
Así mismo Belián nunca la humilló, ni la maltrató, ni la repudió o domesticó. ¿Por qué?, porque le proporcionaba todo cuanto pudiera necesitar de ella, tanto en su condición de esposa como de mujer, y él bien supo valorarlo. Esto lo consiguió gracias a los consejos de su madre, y al amor que inevitablemente surgió entre ambos. Fue naciendo discreto día a día, mostrándose con alguna sonrisa revelada disimuladamente mientras trabajaban en alguna labor juntos, con caricias espontáneas mientras hacían el amor, con miradas cruzadas en la distancia, con la seguridad y confianza de tener cada uno en el otro a su mejor y más fiel compañero, pero sobre todo, cuando por infortunios del destino y porque Dios así lo dispuso, murieron sus seis hijos mayores.
En esos momentos tan trágicos se afianzó el amor ya manifestado sentido por ambos. El dolor por estas pérdidas les unió aún más, sabiendo como sabían lo que representaba para los dos formar una familia. En tres ocasiones comprobaron cómo sus hijos varones nacían muertos, debido a la existencia de infecciones, y pese a seguir las indicaciones dadas por su madre para que nada les sucediera ni a ella, ni tampoco a los neonatos, consistente en sujetar tres granos de pimienta en la mano durante el parto, y de rezar una oración especial para la ocasión.
Recordaba mucho a sus hijos nacidos muertos y enterrados bajo grandes árboles, para que así sus ramas les protegieran del frío en los duros inviernos, y del extremo calor en los veranos. ¿Dónde se encontrarían ahora?, se preguntó con pena mirando al cielo. Allí arriba seguro que no, tenían las puertas cerradas puesto que no eran cristianos al no haber sido bautizados; en el infierno era impensable, debido a que tampoco habían conocido el pecado propio; y el purgatorio, ese lugar de paso necesario para cumplir condena por las faltas personales, faltas de las que ellos carecían. Entonces ¿dónde permanecían?, ¿en qué lugar del Más Allá los habría ubicado Dios? Las lenguas comentaban ser seres inquietantes, los cuales vagaban por las capas bajas de la atmósfera donde esta era transitada por legiones de demonios, quienes seguro los atemorizarían. ¿Qué sería de ellos solos y asustados? Las lágrimas le brotaban espontáneas al pensarlo. Este sufrimiento se habría evitado si los hubieran enterrado dentro de su casa, a su abrigo y protección, pero ellos no tenían casa… y este era el único motivo por el cual sí añoraba poseer un hogar, un hogar donde mantener a todos sus hijos a salvo…
A Ferrán, el segundo de ellos y a Tota, la quinta, gracias a Dios los bautizaron enseguida de nacer; a Ferrán el mismo día de su nacimiento porque salió muy debilitado, solo vivió un día, una dolencia intestinal se lo llevó. Tota a la cual bautizaron al día siguiente de venir al mundo, murió ahogada en un barranco próximo a donde se encontraban mientras ella recogía leña, a la edad de casi dos años; y a Tremedal, su sexta hija, un golpe de calor ocasionado por las elevadas temperaturas del momento, provocó su muerte a las tres semanas de existir.
Todo este padecimiento les fue recompensado con la llegada de Vallesius. El amparo, celo y atención desplegado hacia él se tornó excesivo, sí, pero no podía perderlo también. Si el niño alcanzaba la edad adulta existirían muchas posibilidades de que sobreviviera, y en ese empeño volcó todo su esfuerzo. Lo amamantó hasta los tres años, duración establecida por la iglesia y por la legislación para una crianza ideal. Le lavaba una vez al día después de comer, comida de la que ella se privaba para poder alimentarlo mejor. Le colocó una manta cubriéndole todo el cuerpo prendida con vendas para tenerlo seguro, y así evitar algún accidente, pero abandonó esta sujeción cuando comenzó a andar, y su protección se acrecentó aún más…
Su dicha culminó al llegar Satornil y Balma. Una felicidad gozosa se adueñó de su corazón y de su persona. Tenían ya tres hijos, entre ellos una niña la cual le aliviaría de algún trabajo, y le aseguraría una vejez en compañía. Nunca le había importado no engendrarlos ni parirlos ella, los quería como suyos propios y así se les demostró, recibiendo por parte de ellos no reconocimiento por haberlos acogido, no, sino cariño, verdadero cariño de hijo.
Tenía, a pesar de ser mujer, su propia opinión sobre la lucha almogávar aunque nunca se pronunciara al respecto. La defendía a ultranza; era absolutamente necesaria si deseaban mantener sus escasos recursos para subsistir dignamente, y no terminar sus vidas mendigando algo que llevarse a la boca, por ello la apoyaba incondicionalmente.
Era muy consciente de que podía perder a su marido o a su hijo en algún combate, o quizás a los dos a la vez, y para ello su madre nunca le pudo ni supo preparar. Asumía esa posibilidad, pero ello no evitaba que se entregara a un estado de tristeza absoluta cuando les veía marchar. Ese desasosiego, esa incertidumbre al desconocer si regresarían vivos era muy doloroso de soportar, pero como mujer de almogávar mantenía siempre la entereza, no derramando ninguna lágrima durante esas esperas, porque confiaba en Dios y en San Jorge y creía con fervor en su ayuda y protección.
A ella la parieron sobre la tierra de Aragón, impregnándose todo su cuerpo de su esencia, y así mismo deseó parir a todos sus hijos, cubiertos de polvo y sangre: de polvo para que no se olvidaran jamás de donde provenían, y de sangre para que lucharan por ella… Y Vallesius a quien ahora contemplaba orgullosa, constituía la mejor evidencia de no haber errado en su elección…
Capítulo V
Satornil paseaba por las inmediaciones del hospital. Su vida había sido tan difícil como la de Vallesius, a pesar de tomar ambos sendas totalmente diferentes; su hermano aprendió a defenderse entre armas, y él, él entre libros y manuscritos…
Año 1.215–1.220
Cuando fue admitido en el Monasterio de San Juan de la Peña no sabía leer ni escribir. Al mostrarle la ostentosa y extraordinaria biblioteca la cual este poseía, un escalofrío le recorrió el cuerpo. Desconocía la existencia de los libros, y al ofrecerle uno se quedó perplejo. Ignoraba qué manifestaba, cómo se trataba y tampoco cuál era su finalidad. Le explicaron que era aquello que sostenía con tanto miedo y respeto entre sus manos temblorosas; le asombró la maravillosa e inagotable imaginación de aquellas personas que los habían escrito, y se preguntaba cómo podían retener tantas cosas en la cabeza. Le abrumó tan solo pensar que debía leerlos cuando ni tan siquiera conocía las letras, pero al asegurarle que en el interior de esos numerosos y variados manuscritos, encontraría la cura necesaria para mantener su alma y espíritu en paz, y los cuales remediarían su más que notoria incultura y le ayudarían a evitarla, su rostro se iluminó incrédulo. No daba crédito alguno como unas páginas escritas por personas desconocidas le auxiliarían en algo, pero obediente y correcto afirmó con la cabeza, a la par de reflejar sus labios una sonrisa sarcástica.
Durante los nueve días posteriores a su ingreso definitivo y a falta de amigos, permaneció horas y horas en la biblioteca; se preguntaba qué enseñarían los libros, y al abrirlos y pasar las páginas incapaz de comprender palabra alguna, su interés y curiosidad por descifrarlos se acrecentó. Los depositaba de nuevo en su lugar con la esperanza de algún día ser capaz de entenderlos como se merecían, y sentado en una de las sillas recorría los estantes con la mirada. Pero no solo se agobió con la biblioteca. Cuando le presentaron el plan de estudios de formación para sacerdote, un miedo atroz le sobrevino. Al escuchar las palabras Trivium[74] et Quadrivium[75], las cuales formaban las siete artes liberales y todo lo que aquellas englobaban, un temblor sorprendente como jamás padeció ni aun en las extremas temperaturas tan bajas como había soportado, paralizó su raciocinio. Se aturdió y asustó. Ideó un plan para escapar y regresar al campamento, pero tras toda esa noche reflexionando reconoció que si volvía allí, sus padres se avergonzarían de él y les deshonraría. Solo tenía una opción: aplicarse. Así lo decidió, y se animó al creer como Dios le ayudaría…
A los novicios que no sabían leer ni escribir los distanciaron de aquellos más adelantados, y seis horas continuadas al día durante cuatro semanas, las dedicaron a instruirse en estas disciplinas. Fue emocionante recordó, como al abrir uno de esos libros tan temidos de la biblioteca, aquellas letras unidas y frases tan largas cobraban un sentido, una lógica aplastante; cuando fue capaz de leer un párrafo entendiendo su significado, un universo nuevo surgió para su mente, para su corazón…, y se fortaleció por el poder que ello le proporcionaba. En ese momento fue consciente de cómo le esperaba todo un mundo excitante, apasionante, de conocimientos ilimitados, de vivencias inigualables… detrás de las paredes del Monasterio, y estudió ¡vaya si estudió…!
Se preparó con ahínco. Aprendió a escribir en aragonés medieval[76], en scripta medieval aragonesa[77], y con el paso del tiempo en latín. Perfeccionó su gramática. Logró educar su tono de voz en las clases de música, y tras mucho esfuerzo, consiguió realizar tanto sumas, como restas y multiplicaciones; pero su mayor pasión era sin lugar a dudas la dialéctica, sumergiéndose horas y horas en conversaciones con sus compañeros más aventajados, meditando con ellos y en ocasiones sobresaliendo, lo cual le motivaba considerablemente para continuar su aprendizaje ya sin ningún recelo, y confiando en su capacidad intelectual.
Así mismo sufrió castigos severos por su comportamiento; no concebía mantenerse impasible y no defender ni proteger a otros compañeros, del abuso y de las humillaciones a los cuales eran sometidos por los novicios más mayores, y como para él era incomprensible siempre intercedía por los más débiles, hecho este que le acarreó en más de una ocasión ser excluido a la vez de la mesa y del oratorio; verse privado de la compañía de sus hermanos, quienes tenían prohibido acercarse a él para conversar; permanecer solo en los trabajos diarios; tomar a solas sus alimentos en la medida y hora en que el abad juzgara conveniente, y aquello que más le apenó, fue la orden estricta de que nadie le bendijera cuando pasara por su lado, como tampoco la comida proporcionada. Esos días fueron de los más complicados de su estancia, pero soportó estos castigos con entereza pensando en lo orgulloso que se sentiría su padre por su correcto proceder, a pesar de incumplir las normas.
Recordó cuando ya sin temor entró en la biblioteca, y nervioso por comenzar a leer dudó qué libro escoger. Fueron sus dedos quienes eligieron uno al azar, y excitado como se encontraba resbaló de sus manos y cayó al suelo. Lo recogió con delicadeza y sentándose se dispuso a descifrarlo. El primer libro que iba a leer en su vida se trataba de un Bestiario[78]. Se felicitó por su elección; contenía ilustraciones facilitándole la mejor comprensión de los textos a los cuales acompañaban. Leyó despacio intentando comprender las palabras, y tras horas inmerso en su nuevo mundo de cultura decidió finalizar su primera lectura en la biblioteca. Se hallaba fascinado por descubrir al fin el significado de las aves habidas en los capiteles, canecillos[79] y metopas[80], en tantas ocasiones admiradas. Ahora ya entendía por qué las águilas se representaban capturando con sus garras o pico, a un conejo o a una liebre: el águila por su fuerza y nobleza encarnaba valores positivos, inclusive al propio Cristo, y de ahí la escena reflejando el poder de Dios sobre el hombre; y también dedujo la figura del león: simbolizando las mismas cualidades del águila, considerándose estos los guardianes de los templos, y a los cuales había contemplado en las mochetas[81] de las puertas. Ellos no impedían el acceso, pero advertían con su presencia que el umbral el cual se estaba a punto de traspasar, separaba el recinto sagrado del templo del exterior profano, y debía de ser el propio hombre quien se preguntase si se encontraba en condiciones de dar ese paso; y por último los grifos[82], animal fantástico de carácter también positivo, cuya misión consistía en ser igualmente guardianes en las entradas de las iglesias, por ello los situaban en las puertas y ventanas.
Se sintió eufórico, tenía a su alrededor y a su alcance, todo un mundo de conocimientos y sabiduría el cual él, se encargaría de hacer suyo…
Fueron unos años muy agobiantes, porque además de al estudio se debía a las reglas establecidas dentro del Monasterio, las cuales determinaban el empleo de todas las horas del día. Repasó en su memoria un día normal: se levantaba antes del amanecer para ir a la iglesia a cantar los maitines[83]. Tras los maitines gozaba de una hora de tiempo de oración personal y de estudio, y una vez ya había amanecido, se reunían de nuevo para el canto de Laudes[84], y por fin tras este, el desayuno. Finalizada la primera comida dedicaba tres horas al estudio, hasta que a las doce del mediodía se celebraba la Eucaristía, que era el centro de la espiritualidad de la jornada; a la una y media comía en silencio en el refectorio, una habitación muy amplia donde se colocaban mesas mientras uno de los sacerdotes leía la Biblia en voz alta, realizándose esta labor por turnos.
Rememoró su alimentación a base de verduras y hortalizas, trozos de pan y algo de vino; la carne y el pescado se guardaba para las ocasiones especiales y para los domingos. A las tres y media de la tarde y durante más de cuatro horas, de nuevo se empleaba al estudio hasta la llegada de la hora de Vísperas[85], tras la cual venía la cena; finalizando ya el día y antes del descanso nocturno, regresaba al coro para la oración de Completas, y una vez concluida se retiraba a los dormitorios comunitarios.
Esa rutina la mantuvo diariamente durante semanas, meses y años; le supuso un gran esfuerzo adaptarse a ella, pero cada día se sentía más próximo a Dios y advertía cómo este le animaba y le ayudaba a resistir, y gracias a él y a su empeño por no defraudar a su padre, afrontó esas jornadas tan difíciles que al inicio de su estancia en el Monasterio se le tornaron insoportables.
Cuando sus escasas horas de descanso se lo permitían, se dedicaba a recorrer el interior del Monasterio; pero a los lugares donde nunca se aproximó siquiera, fueron a la casa del Abad y a la del obispo, estos se hallaban prohibidos para un novicio como él. En sus primeros reconocimientos se introdujo en el nivel inferior: aquí se encontraba una iglesia semi excavada y acomodada en la roca, dedicada a los santos Julián y Basilisa; junto a ella se descubría la Sala de los Concilios. En otro tiempo esta estancia se destinó para ubicar los dormitorios monásticos, separados unos de otros por muros, estando los residentes obligados a convivir día y noche con los abades allí inhumados bajo el pavimento, y también con los monjes enterrados dentro de las excavaciones realizadas en la misma roca; sin embargo ahora tan solo se utilizaba como lugar donde se almacenaban las donaciones recibidas, y como sala de paso a la iglesia contigua a través de una puerta mozárabe, o bien de acceso al propio Monasterio.
Una vez familiarizado con la planta baja se aventuró a descubrir el nivel superior. Este realmente le fascinó. Allí se encontró con la propia identidad del lugar. Sin saber cómo se halló en el Panteón de Nobles, en la terraza superior. Filas de tumbas empotradas en el muro separadas por cenefas ajedrezadas, pertenecientes a religiosos, nobles, miembros distinguidos del pueblo llano y soberano, convertían esta estancia en un verdadero depósito funerario, recogiendo esos nichos los huesos y despojos de los que allí yacían. Meditó como a él también le gustaría ser enterrado en esa sala, para asegurarse aún más si cabía su lugar en el Más Allá, al estar próximo a un lugar tan sagrado como era el Monasterio. Le produjo una enorme emoción ese Panteón por la fe de los creyentes que allí descansaban. Se alejó de él con sentimientos enfrentados. Se dirigió al Claustro, cobijado directamente bajo la roca que le servía de resguardo, y cerrado hacia el norte mediante un muro. La arquería de este era espectacular, nunca había contemplado conjunto más bello y perfecto. Rozó con sus dedos los capiteles temiendo causarles algún daño, e intentando descifrar su significado, pero desistió, todavía le restaba mucho por aprender, y se prometió a sí mismo regresar allí de nuevo solo cuando supiera interpretarlo, y así poderlos comprender como se merecían, porque tanto esfuerzo por erigir esa maravilla implicaba que debía de transmitir algo muy importante.
Siguió recorriéndolo y se topó, entre el Claustro y la propia peña bajo la cual se asentaban distintas dependencias monásticas para obispos, con el Panteón Real. Al no divisar a ningún hermano en las inmediaciones se adentró en su interior. Su asombro carecía de límites. Se encontraba ante las tumbas donde descansaban los restos de los reyes de Aragón. Se lo habían descrito unos novicios más mayores, pero dudó de su veracidad. Tan impactado se hallaba por su descubrimiento que se sintió incapaz de mover ni un solo miembro de su cuerpo. Instintivamente pensó en su padre y hermano, tampoco ellos se lo creerían, y con una sonrisa orgullosa se arrodilló y rezó ante las sepulturas. No deseaba abandonar el Panteón porque una sensación de amparo le arropaba, sin embargo se irguió y retrocediendo de cara a ellos les dedicó unas palabras: “No se inquieten, tienen en los almogávares a valientes guerreros los cuales luchan día a día por nuestro Reino; constantes nunca se rinden. Al igual que ustedes anhelan lo mejor para él y lo defienden con sus vidas. No podían haberlo dejado en mejores manos, sus manos aragonesas…”.
Emocionado se dirigió ya al último lugar por explorar: la iglesia superior. El altar central estaba dedicado a San Juan, y sus dos laterales se encontraban bajo la advocación de San Miguel y San Clemente respectivamente. Gracias a la existencia de antorchas pudo contemplarlo, ya que carecía de ventanales al hallarse por detrás la roca viva. Como espacio sagrado era digno de alabanza. De nuevo rezó y salió de la dependencia, y muy feliz se dirigió a proseguir con sus estudios.
* * *
Año 1.227
La aldea de Ahuero[86] próxima a Uosca, se enclavaba en una loma desde donde y de manera privilegiada, dominaba todo el valle. Rodeada de amplias laderas, bosques frondosos y praderas parecía ocultarse, sin embargo la torre de la iglesia delataba su existencia.
Se encontraba arropada al norte por sus imponentes mallos, paredes y agujas de conglomerado rocoso envueltas en arcilla y arena, las cuales mientras se moldeaban por la acción de la erosión, presenciaban como testigos mudos todos los sucesos acaecidos en la villa y en sus inmediaciones.
El desorden de piedras que conformaban el suelo de la villa, y sobre las cuales se asentaban las casas, les recordaban a sus vecinos en esos instantes mediante sus oquedades, la obra inacabada. El castillo impotente permanecía silencioso, observando desde su posición en lo alto el caos reinante. Las puertas cerradas de la iglesia del Salvador, impedían su entrada en ella a los cristianos necesitados de oración; sin embargo todo ello era ya insignificante. Lo realmente importante y preocupante se advertía en las callejas empinadas y estrechas de la aldea, al encontrarse en esos momentos palpitando agitadas por el ir y venir nervioso de sus moradores, por las miradas atentas de estos dirigidas hacia los bosques, y por el miedo existente escondido dentro de la desesperación más absoluta.
Desde la torre de la iglesia provenía un ruido estridente y agotador. El sacristán realizando un gran esfuerzo físico, no cesaba de tañer las campanas A rebato[87]; la campana los boyeros, la de los roñosos y la mediana, se movían imparables a un ritmo frenético. La sonoridad de estas, alertaba ya no solo a los habitantes de la villa del peligro inminente, sino también a los habidos en lugares a horas de distancia de allí. Al sacristán le sangraban las manos, las piernas le flaqueaban, los oídos le zumbaban y se hallaba aturdido, pero continuaba con el toque. Su responsabilidad la anteponía al dolor físico, y no cesó hasta que cayó desfallecido por el agotamiento.
Los moros bien situados y centelleándoles los ojos por una victoria que ya consideraban suya, rodeaban el lugar. Los habitantes, repartidos por todos los recovecos, se hallaban preparados para recibirles aun a sabiendas de su incapacidad frente a ellos, ya que solo unos cuantos vecinos poseían lanzas, el resto debería de defenderse con los escasos aperos de campo reunidos: picos, palos y sierras. Las mujeres y niños refugiados en las casas rezaban y suplicaban a Dios su ayuda; estas abrazaban a sus hijos para protegerles y proporcionarles la seguridad que ellas carecían. Antes del inicio del combate ya lloraban por la muerte de sus maridos y padres, sabedoras de que ya nunca más volverían con ellas.
Los almogávares, quienes soportaban ya una semana de marcha, descansando solo lo necesario y alimentándose de pan y de hierbas comestibles encontradas en el trayecto, rogaban que su presencia en Ahuero no fuera en vano. Su caudillo no permitía ni un minuto de relajación entre sus hombres, debían de apresurarse pese al cansancio ocasionado por los ascensos y los descensos de montes y de Sierras, la dificultad del camino por la existencia de nieve, y las bajas temperaturas…, porque les habían prevenido tardíamente de las intenciones de los sarracenos, y cada minuto transcurrido podría representar un aragonés muerto… Tras descender el alto del puerto de la Sierra de Santa Bárbara, y alejarse de la localidad de Salinas de Jacca, Belián se detuvo en el Cerro de la Casterella, y después de recuperarse del esfuerzo explicó a sus hombres la estratagema a seguir:
—Iremos por detrás de los Mallos para llegar al collado de San Pedro, desde donde podremos avistar en lo alto la posición de los moros, y bajaremos por la vía abierta en este directos a la aldea. En el collado despertaremos el fierro, y que Dios y San Jorge nos guarden y ayuden. ¡Adelante!.
Ya no caminaban sino que corrían, animados, eufóricos, llenos de vitalidad, sabiendo como las dificultades vencerían; se movían con gesto alegre y almas inquietas, con ese fuego interior que nunca se les agotaba. No había transcurrido ni una hora cuando alcanzaron las enormes paredes de conglomerado, separándoles de sus enemigos. Entusiasmados comenzaron a ascender el monte el cual les aproximaría a esa mole tan añosa. Al silencio, solo quebrado por sus respiraciones aceleradas, le acompañó de súbito un fragor que a los almogávares les resultó demasiado conocido. Apresuraron aún más el paso, y al alcanzar el collado de San Pedro y observar la villa, la esperanza de personarse antes que los moros y la cual todavía temblaba oscilante por el recorrido realizado, descendió al suelo convirtiéndose en añicos. Los sarracenos ya se encontraban en las entrañas de Ahuero causando un terror sin igual. No debían demorarse, y despertando presurosos el hierro de sus armas bramando enloquecidos: DISPIERTA FIERRO DISPIERTA!!! ARAGÓN!!!, se precipitaron hacia la aldea para ayudar a los lugareños.
Los gritos se escucharon en todo el valle. El eco ocasionado por estas palabras junto con la ira, la rabia y el odio, se reprodujeron a la perfección en el espacio, y allí se mantuvieron suspendidos durante mucho tiempo, el tiempo suficiente para que los moros ante semejante rumor el cual penetraba sin remedio en sus sentidos, interrumpieran su lucha entre atemorizados y sorprendidos.
Los almogávares, en esa escasa hora precedente al alba, percibieron en la distancia el rumor de las carcajadas desquiciadas e histéricas de sus asustados adversarios. Belián chillaba a sus compañeros palabras de ánimo; tropezando en la bajada y cayendo, se levantaba presuroso y encabezaba de nuevo el descenso, y con fiereza juró vengarse de los que ahora intentaban matar a los aragoneses.
Cuando se presentaron en la aldea los almogávares, esta pronto se colmó de gritos, sombras perdidas y ruido; una sinfonía aterradora se asentó en todos los rincones y penetró en los corazones de los sarracenos, siendo conscientes de lo que sucedía. Estrofas de clamor, de llanto, de desconsuelo sonaron y se posaron en sus oídos, allí se alojaron como castigo por la crueldad con la cual actuaban, regocijándose por su capacidad de permanecer inmóviles.
El amanecer demoró su presencia, porque el sol lejos de ahuyentar a las estrellas y a la oscuridad y tomar su lugar en el espacio, permaneció oculto. Un cielo enturbiado, de un color indescriptible por su fealdad, por su temeridad, veló la aldea de Ahuero. Este color tan tremendo resplandecía glorioso, manteniendo por más tiempo, para mostrar su apoyo a los almogávares, a la localidad en penumbra.
Los pocos moros sobrevivientes deambulaban a lo largo de las ya tenebrosas e intransitables calles, con inquietud y recelo, intentando escapar del reciente cementerio creado, de la amarga y cruel realidad de haber sido derrotados; se movían alterados como esas nubes al huir por el cielo acosadas por el viento. En esa carrera desenfrenada por el desconcierto, los delicados fragmentos de esperanza por sobrevivir que todavía poseían, cayeron irremediablemente sobre sus compañeros muertos destruyendo su esencia. Nada podían hacer ya sino esperar un fin rápido. Reconocieron admirar a esos intrépidos aragoneses que con tan solo su valor y su fe, les habían vencido; esos impresionantes seres, para ellos casi inhumanos por su ferocidad, su resistencia e intrepidez, les habían humillado, maltratando sus almas e hiriendo sus corazones hasta la muerte. Existía una considerable diferencia entre esos valientes y ellos, porque los aragoneses morían con la palabra Aragón brotando de sus bocas con orgullo y dignidad, con pasión y fervor; por el contrario, ellos sucumbían con sus gargantas repletas de palabras ininteligibles al pedir clemencia, con sus almas rotas y sus manos aferrándose a cualquier piedra, a cualquier resquicio insignificante suplicando su salvación. ¡Qué necios eran!
Los gritos de histeria y los lamentos de los aldeanos vivos, impedían percibir los alaridos y ruegos solicitando ayuda, provenientes de todas las callejuelas de Ahuero. Las manos de algunos de ellos se agitaban con dolor pero sin descanso, para intentar captar la atención de algún vecino. La sensación de abandono desconocida para unos y oculta para otros, inundaban sus mentes; los recelos infundados de una posible apatía de los supervivientes hacia ellos, se perdían en palabras de agradecimiento y ademanes de gratitud cuando los socorrían. Las personas quienes todavía conservaban algo de fortaleza y se mantenían en pie, se abrazaban con vehemencia a sus salvadores; la luz del día surgida les cegaba, sus mentes se hallaban confusas y alteradas sus palabras, por ello necesitaban asirles para cerciorarse de que en verdad se hallaban vivos…
Vallesius se reunió con algunos de sus compañeros; le extrañó no apreciar la presencia de su padre, y preocupado de que se hallara herido se precipitó por la aldea a buscarlo. Sorteó calles las cuales no eran calles, sino pilas de hombres hacinados unos al lado de otros, unos encima de otros. El miedo y la inquietud por la suerte de Belián comenzaron a mostrarse en su comportamiento. A escasos metros de donde ya se encontraba, divisó a Póliz agachado junto a un almogávar; así mismo también advirtió como el cuerpo postrado sobre la tierra levantaba uno de sus brazos, y reconoció en ese rostro ensangrentado a su padre. Corrió hacia él esperanzado, y una vez a su lado en seguida esta callada euforia se evaporó, retornando al mismo estado de ánimo abatido de hacía tan solo unos segundos. La sangre manaba sin control de su cuerpo; tenía una espada clavada muy próxima al corazón, tan cerca de este que a Vallesius le dolía tanto o más que a Belián. Nada podía obrarse sino aguardar su deceso. Al mirarse padre e hijo las gargantas de ambos se doblegaron ante el poder de sus mentes. El caudillo con un gesto doloroso le indicó que se aproximara a su rostro, y con mucho esfuerzo le dedicó sus últimas palabras:
—No me queda tiempo…, prométeme algo… —al asentir Vallesius con la cabeza continuó.
Asegúrame que no permitirás que maltraten tu orgullo, que no se aplacará tu coraje, tu entrega y pasión, que nunca renunciarás a tus creencias y no olvidarás tus principios…
—Sí padre, lo prometo ante ti y ante Dios.
—He vivido muchos combates… —se detuvo fatigado durante unos segundos; al proseguir la sangre emanada por su boca se mezclaba con sus palabras—. Cada uno de ellos donó desolación, muerte y caos, pero no me arrepiento de nada de lo que he hecho, luché y volvería a hacerlo porque adoro a mi tierra, Aragón…
Repentinamente sus ojos desprendieron un brillo singular originado por la calma, la quietud, y con esa mirada rebosante de paz, y las manos extendidas sobre la tierra que tanto defendió y amó, el día 17 de abril de 1.227, su vida expiró.
Para Vallesius era difícil de creer, confuso de asimilar, y más doloroso todavía el aceptarlo. Cogió las manos de su padre entre las suyas, y tras unos minutos oprimiéndolas las devolvió con delicadeza al lugar de donde las tomó. Se alejó de su lado y una furia incontrolable se adueñó de él. Al cesar esa excitación vagabundeó sin ser consciente de ello por la aldea; oía pero no escuchaba, miraba pero no observaba. De súbito le abordó una persona, un ser desconocido y le abrazó. Se sintió extrañamente reconfortado o quizá pensó, lo estrechó para sentir consuelo él mismo, pero merced a ese contacto humano, sincero y tan ocurrente, las sombras las cuales rondaban sus ojos húmedos comenzaron a alejarse. Al desunirse, a sus bocas se asomaron unas muecas, tímidas sonrisas, invitando estos gestos a la serenidad, a la esperanza, y con una mirada profunda deshaciendo las palabras, se alejaron el uno del otro agradeciéndose mutuamente esos instantes de consuelo.
Al regresar junto a Belián sus compañeros ya lo habían envuelto a este, sin ropa y sin armas, en un sudario de tela blanca proporcionado por una mujer del lugar. La azcona y el coltell tal como se encontraban cubiertos de sangre, se hallaban situados uno a cada lado del cuerpo exánime, nadie, ni tan siquiera Póliz, se atrevía a tocarlos. Vallesius los contempló. En cuántas ocasiones los había portado ayudado por la mano firme de su padre, y ahora parecía que también hubieran muerto. Mientras los recogía mantuvo la entereza y sus manos no temblaron. Los asió con fuerza, con dolor, con rabia…, los hundió en la tierra para limpiarlos no sin antes pedir disculpas a esta por este acto. Sus compañeros le observaban esperando una reacción violenta, sin embargo mantuvo la compostura. Los miró uno a uno mientras se decía a sí mismo: “Vengaré su muerte, sí, pero solo como él me enseñó: defendiendo nuestra tierra y matando a todos quienes la humillen, traicionen y dañen…”
Vallesius dudó si trasladarlo hasta el campamento para ser enterrado allí, pero recapacitó detenidamente y decidió que ese lugar también era apropiado, qué importaba el emplazamiento si la tierra era la misma, tierra aragonesa, la cual Belián tanto admiró y amó…
El cementerio situado en el exterior de la villa no era muy amplio, por ello las sepulturas se encontraban prácticamente unidas unas a otras. Sus compañeros almogávares excavaron la fosa en la tierra asegurándose de orientarla al Este[88], y también depositaron dentro de ella el cuerpo en decúbito supino[89], disponiendo su cabeza hacia occidente y los pies hacia oriente, siguiendo así las pautas para las inhumaciones cristianas; colocaron los brazos sobre su pelvis y las piernas ligeramente flexionadas, debido al escaso espacio disponible con el cual contaban.
Al retirarse todos sus compañeros y quedarse solo ante la tumba de su padre, Vallesius lloró. Era la primera vez en su vida que derramaba lágrimas, y desconocía las sensaciones que producían. A pesar de sentirse observado por algunos vecinos del lugar, no se ocultó al hacerlo; le eran indiferentes los comentarios habidos sobre él en los corrillos próximos formados. Lloraba porque así se lo exigía su corazón, proporcionándole a este un consuelo insólito; liberaba esas lágrimas por amor, por dolor, por cólera, por reconocimiento, por su madre, por sus hermanos, por él…
Cuando se sintió con fuerzas para marcharse irguió muy alta la cabeza, y sin eliminar ningún rastro que las lágrimas hubieran dejado, se encaminó hacia la puerta del cementerio. Las gentes allí presentes cesaron sus conversaciones y le contemplaron. Vallesius engrandecido se detuvo y se dirigió a todos ellos:
—¿De qué os asombráis? ¿De qué un almogávar llore…? He luchado por vosotros, por vuestra aldea, por vuestras familias sin temor, con coraje y decisión, y ¿sabéis quién me enseñó a obrar así? —se giró y señalando la tumba de su padre prosiguió—. Él, ese hombre que yace bajo la tierra, mi caudillo, mi padre… A él le agradezco todo lo que sé, todo lo que soy…, y aunque ya no esté de cuerpo presente, me seguirá guiando y adiestrando tal como ha realizado hace tan solo unos minutos. Me ha revelado como llorar…, así que acabar con vuestros murmullos sobre mí, y hablar sobre ese gran valiente que os ha salvado…
Dicho esto con lágrimas en los ojos abandonó el lugar, y se dirigió hacia sus emocionados compañeros quienes le aguardaban pacientes.
Tras el precipitado funeral de Belián, los almogávares sin su caudillo abandonaron la aldea e iniciaron el regreso a su campamento. Durante la primera legua de trayecto Vallesius sostuvo la mirada al frente, evitó posarla en sus inmediaciones y así mismo eludió tornar la cabeza hacia atrás, no deseaba contemplar lo que abandonaba porque en realidad no lo abandonaba, continuaba con él en su corazón. Permitió a su mente ocultarse durante unas horas, el tiempo necesario hasta tomar mucha distancia de la villa; obligó a sus pies a no dudar, a ser constantes en el paso; su garganta permaneció muda, y sus manos se abrazaron con fuerza para evitar posarse en cualquier piedra, o apoyarse en algún tronco de árbol y ser retenidas… Desautorizó a sus miembros a actuar libremente y a su antojo, explicándoles la necesidad de mantenerse unidos en ese trance, y estos le obedecieron durante todo el camino sin contradecirle…
* * *
Ya habían transcurrido más de cuarenta días desde la muerte de Belián, y aunque el campamento y sus integrantes continuaban sin grandes cambios, las vidas de Aldonza y de Balma sí habían variado substancialmente. La primera se negaba rotundamente a contraer de nuevo matrimonio, mientras que la segunda organizaba los preparativos para celebrar el suyo.
Por las noches Vallesius solía alejarse del campamento en busca de soledad; estas le reconfortaban, porque los recuerdos agradables con su padre retornaban con perfecta claridad, velando las imágenes recientes las cuales se convertirían con el tiempo así mismo en recuerdos. Esa noche el silencio existente se perturbó, por el ruido proveniente de los pasos cansados de Póliz, el cual se aproximaba. Una vez junto a él se sentó a su lado sin hablar, y así se mantuvo durante largo espacio de tiempo. La lobreguez del momento les arrinconó y la ausencia de sueño les traicionó, y Póliz aprovechando estas circunstancias con la voz abatida, comenzó a departir destruyendo el mutismo y la quietud de la oscuridad:
—Tu padre y yo nos conocíamos desde bien chicos. Juntos crecimos, jugamos, nos peleamos, y juntos también fuimos a nuestro primer combate… Unidos elevamos las voces al contemplar las plazas y calles de nuestro Aragón ensangrentadas, humilladas y dominadas; pero fue Belián quien hastiado de tanto ultraje, de tanto sometimiento, y sabedor de como es nuestro pueblo, fuerte, digno y valeroso, con decisión y sin miedo alentó a los más recelosos a levantar los hierros para defenderlo.
»Ese fue uno de los motivos por los cuales nos convertimos en almogávares…, y hoy por hoy los sentimientos e ilusiones de entonces siguen prevaleciendo, y por ello aún nos mantenemos unidos. Seguir peleando para que no dobleguen nuestras voluntades, y liberar de sarracenos nuestra tierra, ese es tu legado, nuestro legado transmitido por Belián.
»Estoy convencido como también lo estaba él, que te entregarás en cuerpo y alma a esta nuestra lucha; y las lágrimas derramadas de las mujeres y absorbidas por nuestra noble tierra, servirán para mantenerla más bella, y al contemplarla con tanta vida la pasión de tu corazón, los sueños de tu alma, y los anhelos de tu mente por protegerla de todos aquellos que la mancillan, todos estos sentimientos serán tu bandera para no rendirte. Así lo sentía tu padre, y así te lo trasmito.
»La principal prioridad que tenemos es defender nuestro noble y digno territorio; demostrarles que nunca nos podrán alejar para apropiarse de él… porque jamás contarán con adversarios más fieles, valerosos y aguerridos, y porque con nuestro orgullo y pundonor no lograrán vencernos… El Reino de Aragón es de los aragoneses, nos pertenece solo a nosotros, por eso nos han parido aquí, y por eso moriremos aquí…
»Tu padre, yo, y muchos compañeros, a lo largo de todos estos años como almogávares hemos padecido pesadumbres, engaños, dolor, soledad, dudas, desolación, sufrimiento y muchas emociones; hemos soportado lo indecible y tolerado suplicios, pero jamás, jamás, nuestro espíritu ha perdido la entereza ni se nos ha arrugado el corazón; nuestro objetivo primordial consistía en subsistir pese a las dificultades, situaciones insostenibles y recelos que nos aconteciesen, para proseguir con la liberación de nuestra tierra…
Vallesius no emitió palabra alguna ni realizó ningún gesto asintiendo mientras Póliz habló, se limitó a escuchar permitiéndose pestañear en alguna ocasión, pero al finalizar este le miró directamente a los ojos; al observarlo imaginó un lienzo, un lienzo impregnado de resplandor, predominaba la luz pero poseía un defecto: una mota gris en el centro. Eso le pareció Póliz, un punto negro en un fondo blanco, y se maravilló de cómo ese punto negro había conocido tan bien a su padre. Una sonrisa cómplice de su mente surgió espontánea en su rostro. Contenía esa sonrisa una esperanza, y asimismo esa esperanza incluía la misma fuerza y semejante intensidad a aquella energía transmitida por su padre, la cual le impulsaba a proseguir y a no decaer.
El monólogo de Póliz le reafirmó aquello sentido en su corazón; no era necesario que le recordara como esa tierra, la que se hallaba bajo sus pies y la cual recorría a diario importunándola con sus pisadas, era serena y pacífica, comprensiva y hermosa; en ocasiones por las noches se asustaba de lo silenciosa que permanecía, y sostenía que tal vez hubiera perecido; pero al amanecer y contemplar como persistían las plantas y arbustos, sonreía plácidamente y la acariciaba con ternura…, y juraba defenderla con su vida…
Póliz se levantó y se alejó sin esperar comentario alguno por parte de Vallesius, e igualmente con los mismos pasos cansados con los cuales apareció, regresó al campamento. Vallesius le contempló mientras tomaba distancia, y decidió apoyado en el tronco del árbol donde se encontraba, permanecer allí a la espera del ya próximo amanecer. Le apasionaba contemplar la salida del sol. Era un fulgor que irrumpía con determinación al despertar la mañana, impecable y transparente. Una luz la cual no era necesario buscar en las cimas de las montañas, a gran altura para descubrirla, porque con sencillez y sin ostentaciones no se ocultaba. Siempre admiraba atónito y ensimismado su belleza e intentaba palparla; no era un acto de locura sino de desesperación al observarla frente a él, o sentirla en su espalda tocándole, envolviéndole, y ser incapaz de asirla. En esos momentos se decía a sí mismo: “¡Cómo no voy a matar y morir por mi tierra, con todo lo que ella me ofrece sin pedir nada a cambio!”.