Capítulo I

 

Año  1.255

 

 

Un silencio estridente como jamás había escuchado le estremeció; sus manos comenzaron a moverse a un ritmo desordenado siendo incapaz de controlarlas, advirtió como su corazón latía sin causa aparente con intensidad, y su vista ya desgastada por la edad se tornó borrosa, distinguir lo que se hallaba próximo a él le resultaba casi imposible. De súbito, unas fuertes convulsiones inesperadas sacudieron su frágil cuerpo sin consideración alguna. ¿Qué le sucedía?, se preguntó mientras se desplomaba irremediablemente al suelo.

Tumbado sobre la fría nieve constató como el temblor de sus manos cesaba y su corazón se serenaba; intentó gritar, pero su garganta reseca como se encontraba impidió a cualquier sonido pronunciarse; deseó también llorar, pero sus ojos lejos de derramar lágrimas le impusieron con total nitidez secuencias vividas de su pasado; ya no notaba el frío, ya no advertía como el atardecer le envolvía en su regazo, ya no percibía el olor a vida, y lo más desgarrador de todo, ya no sentía nada…

Vallesius, de cincuenta y dos años de edad, un metro y sesenta y cinco centímetros de estatura, ojos pequeños color avellana, con un rostro demacrado por el devenir de la vida, un cuerpo maltrecho y remendado por las heridas, unos miembros débiles, inseguros y cansados, y un alma que se debatía entre el orgullo y el remordimiento, quedó tendido sin conocimiento sobre la tierra ahora cubierta con abundante nieve. Ni él mismo podía haberse imaginado jamás, ese lamentable final para un honorable y genuino almogávar como fue…

 

*  *  *

 

Extenuados, sin aliento, y flaqueándoles las piernas, un grupo de peregrinos procedentes de la localidad francesa de Arles, desde donde a tres de ellos el pueblo entero les había despedido después de un acto religioso en el cual recibieron su bendición y las prendas que vestían, alcanzaron el Summus Portus[11] del Somport, situado a 1.640 metros de altitud. Las cumbres pirenaicas aragonesas y francesas lo rodeaban, mostrándose insignificantes ante él; sin embargo en la disputa de ambos por la belleza que ofrecían, ninguno vencía; las cumbres por su panorámica desde las alturas y el puerto por su paisaje desde el suelo, hacía muy complicado que uno superase al otro, y se conformaban con compartir las sensaciones y emociones suscitadas.

El grupo de peregrinos compuesto por nueve personas movidas por diferentes intereses, se había formado a lo largo de las etapas del camino francés, para protegerse frente a los ladrones que sin duda alguna les asaltarían; tres de ellas realizaban esta peregrinación por un sentir estrictamente religioso, embarcándose no solo en ese tremendo trayecto hasta Santiago para conseguir la  Compostela[12], sino también por el afán de venerar las innumerables reliquias existentes en casi todas las ermitas e iglesias del camino; les era indiferente a quienes pertenecieran: si a importantes santos, o a discípulos del apóstol Santiago, o acaso a los patrones locales del lugar, era tal su devoción y agradecimiento por las gracias concedidas por los santos, que mediante este acto de fe pretendían devolverles parte del amor por el cual ellos habían sacrificado sus vidas. Sin embargo para las dos prostitutas y un desertor presentes, simplemente se trataba de una manera de subsistir sin trabajar viviendo de la caridad; y puntual era la finalidad que impulsaba al peregrino de alquiler habido, el cual tras cobrar un sueldo, efectuaba el viaje hasta Santiago por manda testamentaria para rogar por el alma del difunto. Por último el grupo concluía con la presencia de dos delincuentes, a quienes los tribunales les habían impuesto embarcarse en dicho camino como penitencia tras la confesión, para así alcanzar la indulgencia plenaria en vez de ir a la cárcel.

Optaron una vez en España proseguir el camino a Santiago por la Vía tolosana, debido a la existencia del Derecho de Rota[13] de Campfranch[14], el cual les aseguraba una ruta trazada y transitada, y a pesar de desembolsar algunas monedas a su paso por la villa, el importe pagado bien valía la seguridad reportada; y también por ser el paso que mayor tiempo permanecía abierto a lo largo del año, tan solo cerraba tres días.

Ya en la vertiente norte aragonesa, a un quarto de legua[15] de la raya de Francia, en la más sobrecogedora quietud de los montes Pirineos y dentro de la jurisdicción de la ciudad de Jacca, los peregrinos creyeron divisar no sin gran esfuerzo debido a la niebla existente, el Castillo de Candaljub[16], en el cual estaban exentos de pagar el peaje[17]. Este castillo, levantado para la defensa “del paso fronterizo más importante” habido entre el reino de Aragón y las tierras francesas, al absorber el puerto del Somport buena parte del tráfico de bienes y personas existentes entre ambas vertientes del Pirineo, era de grandes dimensiones: contaba con una Torre del Homenaje, lugar donde residía el señor cuando permanecía allí, y así mismo albergaba las estancias principales y el almacén de víveres, encontrándose en la posición más abrigada para servir como último refugio en caso de ataque; poseía también una torre barbacana, fortificación situada frente a las murallas destinada a proteger la puerta de acceso; almenas, donde se cobijaban los defensores del castillo; un rastrillo junto al puente levadizo y la barbacana, cuya pesada reja se encontraba rematada en su parte inferior en puntas; y el llamado Patio de Armas, un gran espacio abierto donde se ubicaban la capilla, la sala de recepciones y las estancias de la tropa, y por el cual se entraba al castillo y se podía acceder al resto de las dependencias. Todo el recinto se hallaba cercado por una alta y gruesa muralla, en la cual de trecho en trecho, se intercalaban torreones para diversificar los ángulos de tiro y defenderse. Era posesión del monarca pero lo regía un vasallo llamado Coarasa; lo gobernaba a cambio de un salario y unos beneficios. Este hidalgo[18] mediante el sistema de honores y tenencias[19] lo mantenía activo, administraba sus territorios jurisdiccionales, y formaba parte con sus hombres del ejército real en operaciones ofensivas y defensivas.

Los peregrinos se encontraban animosos porque sabían que tras rebasar el castillo, muy próximo a él, se hallaba el tan anhelado y esperado Hospital de Santa Cristina de Somport, donde al fin podrían descansar y comer caliente tras la dura y complicada jornada de viaje de ese día. La tarde caía sin remedio, y la niebla dispersa en pequeños grupos se entretenía entrelazando sus manos, juntando sus cuerpos, para terminar fundiéndose en una masa grisácea, sólida, ocultando al cielo y al sol impidiéndoles así ser capaces de suministrar luz, y originando que cada paso recorrido significara un peligro al no distinguir con certeza las personas donde situaban los pies, si sobre la nieve o sobre el vacío de algún precipicio. Los peregrinos no percibían el sendero, como tampoco los extensos prados ni las masas de pino negro, abetos y bojes que les acompañaban, concentrados como se hallaban en  caminar muy lentamente para no resultar heridos.

Cada paso recorrido representaba un valioso triunfo, no solo ante el peligro y las dificultades existentes, sino también en la pugna contra el miedo. Desconocedores del lugar, permitían ser conducidos por uno de los delincuentes habidos, siendo este el más osado que no valiente. La única finalidad de este desinteresado proceder, era su principal interés como propósito, de alcanzar con vida ese tan deseado Hospital, y a no estar dispuesto a confiar su existencia en unas personas desconocidas e indecisas. Este obligado peregrino encabezaba la marcha, decidido, sin prestar atención a sus compañeros, centrado únicamente ora en no errar al escoger la senda correcta ante una bifurcación; ora en atender y obedecer a su instinto al introducirse por las trochas[20]; ora en mantenerse alejado de los barrancos existentes, y ora en soslayar los obstáculos con los que se topaba en el camino.

Gracias a la niebla, la cual no satisfecha con toda la desconfianza originada se reía burlona, y al hacerlo despedía gotas de agua extraviándose la mayoría antes de alcanzar la tierra, la evidente debilidad de los peregrinos quedaba protegida de la vigilancia constante de los buitres que les espiaban, manteniéndoles ocultos de ellos, pero a pesar de ello se estremecieron al escucharlos con total claridad a tan solo unos pocos metros de distancia de donde se encontraban. Marchaban todos bien juntos, porque la presencia de animales salvajes hambrientos en las inmediaciones tampoco les reportaba ninguna tranquilidad. Cualquier ruido extraño a su alrededor más allá del ocasionado por sus propios pasos, ocasionaba que se detuvieran con la respiración agitada, y unos sudores repentinos y antinaturales debido a la baja temperatura se apoderaban de todos ellos, mientras temblando rezaban con fervor desmesurado por sus vidas. Sabios como eran los animales, los peregrinos mantenían la convicción de que se encontraban acechantes, y cuando hallaran la oportunidad más propicia se abalanzarían sobre ellos, o bien aguardaban pacientes la muerte de algún peregrino para precipitarse sobre el cuerpo sin piedad; por ello y a pesar de no distinguirse los rostros con total nitidez, intuían como el miedo se hallaba instalado en todos y cada uno de ellos.

A medida que avanzaban la presencia de los buitres la sentían más próxima, y debido a la obcecación por estos rapaces y por los lobos, atendían más al cielo y a las inmediaciones que al   terreno en donde pisaban, y fue en uno de estos pasos cuando una de las dos peregrinas prostitutas trastabilló y rodó por el suelo. El temor de los primeros instantes de que algún animal aprovechara esta circunstancia, y se lanzara sobre la mujer tendida en la nieve, desapareció de súbito, instalándose en su lugar comentarios jocosos y distendidos ajenos a las protestas de ella, la cual enojada se defendía de las burlas. La insistencia de esta en justificar su traspié por la presencia en el camino de algún animal muerto, y relacionarlo con el vuelo de los buitres sobre ellos les indujo a buscar con vehemencia, con la única intención de proveerse de comida para el largo itinerario que les restaba. Moviéndose de rodillas por la nieve posaban sus manos sobre todo aquello que destacase considerablemente; transcurridos unos minutos interminables el grito de uno de ellos informó del hallazgo de algo.

Se situaron alrededor del cuerpo localizado el cual distaba mucho de ser similar al de un animal, y tras constatar que no se trataba de un leproso, sino de otro peregrino como ellos porque su indumentaria así lo indicaba, al reconocer el sombrero redondo de ala ancha, el abrigo corto, la capa con la esclavina[21] de cuero para resguardarse del frío y la inseparable esportilla[22], y descubrir clavado en la nieve el alto bordón[23] con punta de hierro, y sujeto a este mediante una cuerda la calabaza portando vino, se aproximaron con más curiosidad a él. Lo zarandearon para comprobar si  todavía continuaba con vida, y en uno de esos movimientos bruscos un leve y débil suspiro de vida surgió de la garganta del allí postrado, y con un hilo de voz casi imperceptible, suplicó ayuda…

 

*  *  *

 

El hospital de Santa Cristina de Somport se construyó en un lugar estratégico, a tan solo dos kilómetros de la cima del puerto a orillas del recién nacido río Aragón, y a unos 1.520 metros de altura, junto al camino real y rodeado de los amplios pastizales de Candaljub. “La leyenda de la“piadosa y milagrosa” fundación de Santa Cristina, quiere que unos caballeros compadecidos de los innumerables pasajeros que en este puerto perecían, ya consumidos de la hambre, ya sepultados en la nieve, ya comidos por fieras, determinaran construir allí un pequeño refugio. Cuando abrían los cimientos del edificio, “se apareció una muy blanca paloma con una cruz de oro que traía en la boca”, y la  depositó antes de desaparecer, sobre el lugar donde se construiría la iglesia. Corrió la fama de esta maravilla por toda la tierra, y con las numerosas limosnas que se ofrecieron se construyó no el pequeño refugio proyectado, sino “la magnífica y sumptuosa obra a finales del s: XI”.

 

*  *  *

 

Restaba menos de una hora para ponerse el sol y cerrar sus puertas el Unum Tribus Mundi[24], cuando cinco peregrinos se presentaron ante ellas. El canónigo hospitalero[25] Satornil los recibió, y tras escuchar el relato de esas personas, debatiéndose entre la admiración y la misericordia y en un acto inusual por el peligro que conllevaba, ordenó a dos de los donados[26] a su servicio, ir al encuentro del resto de los peregrinos para auxiliarles con el enfermo desconocido.

El hospital ofrecía posada franca[27], y mientras otro donado acompañaba a los recién llegados al interior, y los conducía a las cuadras[28] donde se alojarían como máximo tres días, puesto que este era el tiempo permitido para alojarse allí, Satornil, de aproximadamente cuarenta y nueve años de edad, de estatura baja y muy delgado, cabellos castaños, frente amplia y viva y alta la mirada, de carácter sensible, desprendido y bondadoso, permaneció esperando tras las puertas la aparición de todo el grupo con ese misterioso hombre. Sentía curiosidad por conocer a esa persona, le resultaba imposible de creer cómo en el estado en el cual le habían referido que se hallaba, y por las condiciones climáticas de temperaturas muy bajas alcanzando valores de bajo cero, habidas durante todo lo que llevaban de semana, pudiera continuar todavía con vida.

La impaciencia le consumía y sentía desasosiego. La ventisca surgida repentinamente dificultaría sin lugar a dudas la llegada hasta allí. Mientras aguardaba rezó, encomendando sus vidas a los designios de Dios. Reflexionando le asombró sobremanera como el ser humano ante una situación desesperada se asía a una esperanza, tan sola a una, para intentar dominar esa situación. Se admiraba al comprobar cómo las personas se aferraban a la vida al igual que ese peregrino; su ansia por vivir le proporcionaba la única energía que seguro poseía para resistir, aun hallándose enfermo, desprotegido, indefenso y rodeado de animales salvajes acechándole en busca de comida. Él no se resignaba a renunciar a sus propósitos y sueños, y tenaz resistió hasta que milagrosamente otros peregrinos lo localizaron… Los minutos transcurrían lentamente, y Satornil se mostraba ante el avance de cada uno de ellos, más escéptico por la salvación de ese hombre, y se hallaba totalmente convencido de que lo depositarían directamente en el cementerio situado anexo a donde él se encontraba, donde reposaría en compañía de otros peregrinos y viajeros fallecidos también en el camino, o en el Hospital; o quizá ninguno de ellos regresase al haber sido atacados por los lobos o algún oso, debido al olor tan penetrante que desprendía la certera muerte…

Abandonado en el silencio que envolvía el interior del hospital, de súbito le pareció escuchar unas voces en el exterior; suplicó que fueran ellos. Salió y gritó enérgico. Nadie respondió excepto el viento, el cual le replicó con unos rugidos pausados pero tan convincentes, que estos lograron anular todos sus pensamientos confundiéndole. Sujeto al tronco de un árbol para mantenerse en pie, lo maldijo. Reconoció su potestad: era hábil en transportar a las nubes al lugar decidido por él; ducho en atemorizar cuando se presentaba insolente y autoritario como en esos momentos, y quizás lo más importante, poseía la capacidad de rasgar con su presencia cualquier sentimiento de sosiego, de soledad. Se desentendió del árbol en el cual se refugiaba y protegía, y resuelto se dirigió por el camino de Santiago a su encuentro. Dios le guiaría, pensó. Con su fe de compañera anduvo bastantes metros hasta creer distinguir como en la distancia, unas personas se aproximaban a él con mucha dificultad. Fue en su ayuda presuroso. Ya junto a ellos no se entretuvo a comprobar el estado del enfermo, y sin detenerse prosiguieron por el sendero. Exhaustos pero firmes y seguros en sus pasos, recibiendo palabras de ánimo del sacerdote, los peregrinos le seguían sin lamento alguno, y tras unos quince minutos terroríficos e interminables consiguieron alcanzar el interior del hospital. Rápidamente fueron atendidos por varios donados, y al enfermo lo trasladaron a un cuarto independiente del resto. Una vez tendido en el almadraque[29] el canónigo enfermero[30] se ocupó de él. Satornil personalmente se encargó de llevarle vino para reanimarle, y al aproximárselo a la boca para intentar suministrárselo y el hombre debilitado abrir los ojos, un sudor gélido le sobrevino. Un silencio estremecedor, doloroso, inundó la habitación. Las miradas de ambos tropezaron sintiendo temor de ser lo suficientemente sinceras para anular a las palabras. El vaso resbaló de sus manos y descendió sin remedio con todo su contenido hacia el frío suelo. La sorpresa unida a la alegría ocasionó que Satornil se abalanzara sobre esa persona para abrazarlo. Fue un abrazo emotivo en el cual se fundió afecto, nostalgia y recelos; en este danzaron angustias indecibles; se escaló hasta la cima de ambos corazones y se constató la belleza del cariño, de la amistad. Este abrazo pertinaz gracias al cual se arrinconó a la soledad, representó instantes de derroches de luz emitidos por los ojos, y cascadas de esperanzas resueltas a emanar de continuo; también se desprendieron las espinas que en ocasiones les habían herido, surgidas por desavenencias y malentendidos…

Al separarse los cuerpos sus miradas ya se hallaban más serenas. Satornil oprimió los labios unos instantes, y tras relajarlos solo pudo exclamar:

—Vallesius…

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capítulo II

 

 

El estado de Vallesius era extremadamente delicado, por este motivo no se atrevían a trasladarlo en caballería hasta Campfranch, donde existía un hospital secundario dependiente de ellos dotado con mejores medios y personal más adecuado; allí probablemente lograrían salvarle la vida, ya que en el Hospital de Santa Cristina de Somport solo podían confiar en su fortaleza y aguardar que la fe, tanto la de él como la de todos quienes le rodeaban y cuidaban, produjera el milagro de deshacer la enfermedad que padecía. Su debilidad, unida al frío y a la ventisca la cual golpeaba en las paredes insistente, arremetiendo sin piedad contra el tejado como exigiendo que le abriesen las puertas para llevarse al enfermo con ella, y transportarlo a parajes más bonitos donde pudiera despedirse de la vida con dignidad, también hacían inviable ese traslado.

Arroncio, el canónigo enfermero, ordenó a sus donados ayudantes retirarle las prendas mojadas a Vallesius y taparle con abundantes pieles de oveja, para aislarle del ambiente frío reinante esa noche en el interior del hospital. Una vez así realizado le proporcionaron para beber vino tinto, ya que era el mejor remedio seco para las enfermedades húmedas, siguiendo la teoría de los cuatro humores[31] que tanto gustaba de practicar Arroncio. Este dedujo por sus conocimientos, que el enfermo poseía un déficit de flema siendo el elemento predominante el agua, y por consiguiente supuso que tanto su cerebro como pulmón se hallaban afectados; también contaba con un superávit de sangre siendo en este caso el elemento el aire, ocasionándole daños el corazón. Aguardó bastante tiempo hasta lograr algo de orina para inspeccionar, y con ella tratar de obtener un diagnostico e intentar salvarlo. Tras interpretar las capas de sedimento de esta distinguidas en el recipiente depositada, consideró la necesidad urgente de practicarle sangrías para aumentar su frecuencia respiratoria, y purgas para facilitar la eliminación del exceso de humor causante de las arritmias, amen de posibles males que no podía ni sabía identificar.

Se retiró a la oficina[32] para preparar una infusión de flores de Gordolobo[33], la cual  ayudaría al enfermo a regular la respiración, las alteraciones del ritmo cardiaco y le provocaría sudoración, todo ello necesariamente imprescindible para detener los temblores padecidos y los cuales no cesaban. Para elaborarla tomó medio puñado de flores secas por litro de agua y las filtró, separando los estambres; con lo obtenido calculó que si sobrevivía tendría para dos días, a razón de cuatro tazas diarias, y veloz se dirigió a suministrársela.

Mientras los donados recelosos de la salvación del enfermo se ocupaban de él, Satornil se encontraba en la iglesia rezando. De rodillas, con las manos unidas y entrelazados sus dedos, elevó sus plegarias con verdadera devoción y fe. Era tanta la admiración, el agradecimiento, y sobre todo el amor sentido por ese ser quien ahora se debatía entre la vida y la muerte, que notaba como unas punzadas de angustia atravesaban su piel, ocasionándole estremecimientos de amargura tan solo al considerar su posible fallecimiento. Un dolor frío le oprimió la garganta y le paralizó. Se sentía tremendamente roto. Un miedo desconocido se instaló de súbito en su mente, en su alma y corazón, un miedo insistente y enloquecedor. Transcurridos unos minutos logró serenarse. Mientras Vallesius le había defendido en más de una ocasión acabando bastante lastimado, él solo conocía un modo de ayudarle, y este era la oración. No poseía más arma que esa. Encomendó a Dios sus ruegos y suplicas en silencio con la esperanza de que fueran escuchadas y atendidas, y al finalizar se sentó en el suelo con las piernas flexionadas y abrazadas por los brazos, y cerró los ojos. El recuerdo se encargó de revelarle imágenes con la más perfecta claridad; imágenes las cuales resurgían triunfantes como las esculturas que los patriotas tallan en los campos de batalla, sembrados con huesos, abonados con sangre…

 

 

AÑO  1.213

 

“Tumbado junto al cuerpo exánime de su madre y abrazado a su hermana Balma de cuatro años, no lloraba ni chillaba, tan solo contemplaba perplejo todo lo que acaecía en su aldea, Alkeçar[34], situada en pleno corazón de la Sierra de Guara, vigilada  y protegida por el río Vero, y muy próxima a Uosca.

La población residente dentro del recinto amurallado del castillo, se había trasladado fuera de la fortaleza debido a la cantidad de pobladores llegados. La villa se extendió entonces, por toda la planicie y falda a los pies de la roca donde se asentaba dicho castillo, deteniéndose próxima a los cortes verticales que descendían hasta el río Vero, llamándose Burgo Novo Alchezaris (Barrio Nuevo de Alkeçar), y dejando el castillo tan solo habitado por algunos religiosos.

Las tres puertas existentes en la villa y por las cuales se accedía al interior de esta, tenían sus portalones abiertos, puesto que hasta las cinco de la tarde no se cerraban, circunstancia que aprovecharon los sarracenos para penetrar en la villa sin ningún problema ni obstáculo. Irrumpieron por las tres al mismo tiempo, desconcertando y cogiendo desprevenidos a la población. Por la puerta principal se internó el grueso de los enemigos, dirigiéndose enardecidos, por la facilidad con la cual habían entrado dentro de la villa, hacia la Plaza Mayor, y una vez allí todos reunidos comenzó la lucha…

Las casas apiñadas en un trazado sinuoso y adaptadas a los desniveles, ardían bajo el atento control de los moros, surgiendo las llamas hasta de los rincones más insospechables del lugar; el olor a sangre inundaba el ambiente; y los ecos de los gritos ora de ánimo, ora de dolor, ora de terror, viajaban de un lado a otro de la villa. El propósito de los musulmanes, sabedores como eran de la escasa presencia militar en el castillo, consistía en alcanzar la Colegiata de Santa María la Mayor, arduo trabajo para ellos. A pesar de ser inexpugnable por hallarse situada en la cresta de una escarpada e inaccesible roca, con un único acceso a ella mediante una rampa escalonada en zigzag, senda defendida por doble muralla almenada y un par de torreones, y los demás lados de la roca no necesitar esta defensa al poseer protección natural, y por tratarse de impresionantes acantilados abocados al río Vero, se precipitaban empujados por la codicia, la soberbia, la gloria y el reconocimiento por los callizos[35], para alcanzar el otro extremo de la aldea en donde se ubicaba y así evitar las calles, construidas a base de gruesos cantos de piedra clavados en el suelo de tierra sin ningún tipo de argamasa para la unión, pero siempre se topaban con algún almogávar o vecinos del lugar esperándoles a su salida; o bien con sus magníficos caballos se abrían paso entre los habitantes sin ninguna consideración. Sin embargo, por muy cerca que se hallaran de la Colegiata, nunca lograban aproximarse lo suficiente para poder acceder a ella.

No entendía nada, desconocía los motivos que inducían a tantas personas a luchar y a matarse tan cruelmente, y tras mover el cadáver de su madre y esta no inmutarse, tampoco sabía qué sería de ellos a partir de ese momento. Con tan solo siete años cogió a su hermana en brazos, e intentando esquivar los cuerpos postrados sobre la tierra se alejaron de los últimos vestigios de su casa. Un brioso caballo se interpuso en su camino, y cuando un hombre con color de piel muy oscura, turbante en la cabeza, calzones anchos y una capa espectacular desmontó, y riendo, con una espada ancha, recta y corta en alto se aproximó amenazante hasta ellos, el miedo le paralizó. Estrechó con más intensidad a su asustada hermana e inesperadamente, ignorando cómo, ese hombre misterioso cayó de bruces a sus pies. Alojaba una lanza en su espalda. Todo sucedió demasiado aprisa. De súbito se hallaron abrazados a un desconocido quien los sujetaba fuertemente con uno de sus brazos, y el cual avanzaba con una agilidad asombrosa. Solo podía valerse de una mano, pero le restaba para defenderse de todo aquel que se les aproximara. Con su coltell se abría paso sin vacilar, y su movilidad extraordinaria le permitía esquivar las espadas y lanzas destinadas a su encuentro. Una seguridad inexplicable se adueñó de él y sonrió, desconocía los motivos pero sonreía, y aún se estrechó con más energía a ese individuo anónimo.

El hombre atravesando la puerta baja del pueblo que era la única que todavía permanecía abierta, se alejó de este tan rápido como sus piernas le permitieron, y comprobando como nadie les había seguido los ocultó entre la maleza, rodeados de árboles frondosos y protegidos del cauce del río Vero para no ser descubiertos.

No habían escuchado todavía su voz, por ello cuando les habló con tono firme se impresionaron.

—No os mováis de aquí y no hagáis ruido. Vendré a buscaros cuando todo termine.

Ambos asintieron y se tumbaron en la tierra sin moverse. Se mantuvieron en silencio mirándose el uno al otro fijamente, verificando como sus rostros desfigurados por el miedo, adquirían con lentitud su expresión natural. Balma extenuada, se durmió enseguida rendida por los acontecimientos, mientras él atendía ansioso al regreso de ese hombre de nariz chata y labios  gruesos, de cejas densas, de rostro inexpresivo, mirada ausente y manos que realzaban una vida muy difícil, el cual les había salvado la vida…

Recordó con exactitud ese momento tan esperado del fin de la lucha, al sentir más y más débiles los gritos, ruegos y choque de armas, hasta desaparecer por completo. Al imperar el silencio, toda la angustia experimentada mientras aguardaban la expulsó en forma de lágrimas. Lágrimas por la muerte de su madre y con toda seguridad también la de su padre; lágrimas por el terror vivido, y lágrimas por el desconocimiento de la vida que les esperaba… Intentó eliminar de su cara todo rastro de llanto antes de la llegada de su salvador, no deseaba ser tachado de cobarde, debía mantenerse inconmovible tal y como su padre siempre le insistía y recordaba; se obligó a ocultar sus sentimientos y emociones y cuando así lo realizó, reconoció que ese fue el instante… en que se convirtió en un hombre…

El admirable desconocido regresó tal y como les había garantizado, cubierto de sangre pero con el rostro muy relajado y ojos más amigables. Le acompañaban muy pocas personas, pero por su tamaño y constitución le pareció todo un ejército. Los libraron de su escondite, y con aquellos impresionantes y disciplinados valientes en el silencio más absoluto, emprendieron un camino. Rememoró como a los pocos metros recorridos protestó y se desentendió de los brazos que lo sostenían, era un hombre y como tal debía de comportarse. Sí, porque el niño de hacía tan apenas una hora al cesar la lucha, hubiera buscado llorando desconsoladamente, los cadáveres de sus padres hasta localizarlos; aferrado a cualquier escombro para no ser alejado de su aldea, y de los escasos vestigios existentes de su hogar; y pataleado y gritado hasta desfallecer…, pero ahora no, ni tan siquiera volvió su cabeza para despedirse del lugar, porque su deber consistía en mantener la mirada al frente…

En la primera parada realizada para comer y descansar, el enigmático hombre se dirigió a ellos:

—Me llamo Belian ¿y vosotros?

—Mi hermana Balma, y yo Satornil —contestó él con la boca llena de comida, negándose a no desaprovechar ni un segundo en masticar debido al hambre soportada.

—Debes de tener más o menos la edad de mi hijo.

Él encogió los hombros pero no como muestra de indiferencia, sino por el desconocimiento de su edad y sobre todo de la del hijo de ese señor.

Belián sonrió, y con sus palabras ahora sí captó toda su atención porque el movimiento de su boca desapareció:

—Viviréis los dos con mi familia y estaréis protegidos; a mi mujer le hará muy feliz tener una hija.

La sonrisa tan amplia y sincera desplegada por Satornil, provocó carcajadas de alegría a Balma; no sabía qué sucedía, pero si su hermano estaba contento ella también.

La primera jornada de viaje les resultó agotadora tanto a su hermana como a él. Cuando Belián localizó un emplazamiento seguro para pernoctar y se detuvieron, se recostó en la tierra desfallecido, sin embargo debido al cansancio y al dolor en sus pies por las heridas aparecidas, por la dureza del terreno, y por la cantidad de horas caminando, fue incapaz de conciliar el sueño, y se dedicó a contemplar las estrellas, la luna, ignorando cómo el influjo de esta le adormecía; al despertar a los primeros rayos del sol esbozó una sonrisa. Se encontraba con fuerzas, se sentía animado. Observó las inmediaciones y creyó hallarse en un paraje casi divino. La espesura existente formada por una gran diversidad de árboles, y la presencia de unos pájaros quienes con su delicado y alegre canto aparentaban desconocer qué sucedía, todo ese conjunto, le ayudó a olvidar el motivo por el cual se encontraba allí. Se sentía feliz; quizá fuera por contemplar la armonía de todo aquello que le rodeaba, pero una incertidumbre extraña le sobrevino repentinamente al suponer si todo sería una ilusión. Esta inseguridad le condujo a acariciar plantas y arbustos; a acercarse con lentitud a los árboles como si temiese que se alejaran corriendo…

Belián ya preparado desde hacía bastante tiempo le observaba desde la distancia, y sonriendo se aproximó hasta él y le explicó:

—El lugar donde nos dirigimos y el cual va a ser vuestro nuevo hogar, se llama Collarada. Es una montaña. Allí existen bosques impenetrables para nuestros enemigos, en los cuales el acceso les es denegado por los árboles al entrelazar sus ramas a modo de abrazo, impidiéndoles el paso, y cuando estas no se alcanzan naciendo grandes arbustos a sus pies saciados de espinas. Allí descubrirás extensos prados de un verde tan intenso en época de calor, que conminan a las vacas, ovejas y caballos a aproximarse y comer en ellos; ibones en los cuales por su color, parece que el cielo haya descendido y adentrado en sus aguas; rocas con formas variadas… —sonrió—. Todo esto y mucho más hallarás en nuestra montaña…

Dejándole con la palabra en la boca se alejó, “que su imaginación se encargue del resto” se dijo, y encabezando la marcha prosiguieron el regreso al campamento.

Anduvieron varios días realizando pocos descansos pero más de los habituales, en deferencia a los muchachos. Comprobó como miradas emocionadas surgieron en los rostros serios y adustos de todos los integrantes del escuadrón, cuando por fin alcanzaron el río Aragón en las proximidades de Jacca. Este, alterable y poco sereno, paseaba con arrogancia a través del valle de su mismo nombre. En el interior de sus aguas protegía con celo las vivencias de los habitantes del lugar. Se consideraba un testigo privilegiado al ser el primero en advertir cómo con sacrificio y tesón, se fundaron aldeas como Campfranch, Uilla Nuga…; y fiel, retenía las confidencias de los ladrones, asesinos e incluso reyes. Se mostraba risueño ante un amanecer pulcro e iluminado, y enfurecido e irritado ante las tormentas, las cuales con sus siniestros estruendos le despertaban en la noche impidiéndole reposar. Sí, el río Aragón, el emblema más importante del valle, la esencia de la región…

Los almogávares ya en las inmediaciones de Jacca evitaron los extramuros de la ciudad. La muralla que la rodeaba les protegía, sin embargo siempre existían personas en la Porta Nova y la Portam San Ginés, dos de los accesos posibles, entrando o saliendo por ellas; debido a esta circunstancia se alejaron de la muralla y del Camino de la Bola, que se encontraba en paralelo y muy próximo al Camino de Santiago, dejando ambos a su izquierda, y prosiguieron la andadura con mucho sigilo y precaución.

Desconocía qué era una ciudad, y al contemplarla desde el lugar en donde se encontraban no pudo ni imaginar la cantidad de casas, de personas, ni de niños como él que habitarían en su interior. Hubiera deseado traspasar una de sus puertas y recorrer las calles, pero se conformó con admirarla desde su posición. Se hallaba impactado por su tamaño. Caminaba y caminaba y la muralla parecía nunca finalizar. Le extrañó como esta no incluía un gran número de edificaciones y se demoró para valorarlo.

—No te detengas —le amonestó Belián acercándose a él.

—¿Por qué esas casas no están dentro de la muralla? —preguntó señalándolas—. ¿Acaso son gente mala y no les permiten convivir con los demás? —se colocó a su lado extrañado continuando la marcha.

—¡No, qué va! —exclamó riendo divertido—. Ha llegado tanta gente a la ciudad que no caben todos dentro de la muralla, y han creado un barrio nuevo en el extramuros de ella. Esas casas por las cuales preguntas forman el Burgo Novo, habitado por comerciantes, artesanos y hospederos; mira si es grande que posee tres iglesias: la de San Esteban, la de Nuestra Señora de Bornou y la de San Andrés, y también cuenta con el Hospital de San Juan de los Hospitalarios.

—¡Pues sí que es enorme!

—¡Cómo no va a serlo!, es la capital de nuestro Reino de Aragón —afirmó orgulloso.

Tras rebasar Jacca tan solo restaban unas horas para  alcanzar el campamento situado en una ladera de la montaña de Collarada, la cual imponente y áspera se elevaba a 2.886 metros de altura, alzándose majestuosa vigilando y protegiendo la aldea de Uilla Nuga. Una villa en la cual no existía ninguna casa por la que desde sus ventanas no se apreciara un árbol o una roca; o al alzar o girar la cabeza a ambos lados no se pudiera contemplar alguna pradera o bosque, porque se hallaba arropada por auténtica naturaleza que obligaba irremediablemente a respirar vegetación, y estimulaba desde cualquier rincón de ella a sentir el alma, la esencia de la tierra aragonesa…

Transcurridas cuatro horas de camino al fin se situaron a los pies de Collarada. Belián colocando una de sus manos sobre su hombro le explicó:

—Ahí, en el interior de esta exorbitante e insigne montaña vais a vivir. Obsérvala bien, y comprobarás como se postra y extiende sus manos deseosa de que nos adentremos en su cuerpo —emocionado suspiró mientras la contemplaba—. Al ascender por ella descubrirás una sensación inigualable de paz que solo se experimenta a su lado, transformándote en un ser insignificante ante su presencia. Debes de sentirla, porque ese calor que de inmediato se convierte en escalofrío es inexplicable, y aquello imposible de manifestar es porque contiene algo maravilloso, nacido únicamente para permanecer dentro de cada uno sin posibilidad de emerger nunca al exterior. ¿Me entiendes? —le preguntó.

—Sí, claro que sí —respondió resuelto a pesar de no comprender el significado de la mayoría de las palabras escuchadas, y ni mucho menos aquello que intentaba transmitirle.

Belián sonrió. Supuso que no había entendido nada, pero se hallaba totalmente convencido de que algún día haría suyos esos sentimientos, y sin dar mayor importancia a la expresión de recelo manifestada en el rostro del muchacho, ordenó comenzar la subida por el lecho de un barranco; lo abandonaron unos pocos metros más adelante para pasar a una orilla de él, donde continuaba el sendero solo conocido por ellos. Alcanzaron altura siguiendo por la margen derecha, por una pequeña pedrera, y prosiguiendo por los restos del sendero llegaron a unas amplias praderas. Prescindieron de ellas y se dejaron acompañar por la orilla del barranco, el cual ya se encontraba reducido a una simple depresión; sobre los 900 metros de altitud alcanzaron una gran explanada, ahora cubierta por un manto blanco debido a las abundantes nieves invernales.

A medida que avanzaban se preguntaba qué tipo de aldea existiría en esa montaña, y se extrañaba de su ubicación tan escondida, pero no se desanimó en ningún momento porque tampoco conocía la ciudad de Jacca, y se quedó maravillado al contemplarla, es más, durante todo el trayecto imaginó cómo sería su nuevo hogar, y la ilusión por averiguarlo le obligó a realizar un considerable esfuerzo, no obstante al descubrir el campamento sus sueños se desvanecieron tan rápido como se habían creado. No halló ninguna casa, tan solo unas telas gruesas sujetas a las ramas de los árboles y las cuales llegaban hasta el suelo, con una abertura para acceder a su interior; comida semi enterrada en la nieve; montones de troncos y astillas repartidos por diferentes lugares, y pilones de pastizales y hojas de distintos tipos dispuestos a modo de lechos, infinitamente peores de los existentes en su anterior casa; no se apreciaba rastro de ningún animal, solo existía nieve, árboles y más nieve…; se desmoronó y con mucha rabia logró contener las lágrimas. ¿Qué era ese lugar? No era una aldea, era, era un grupo de personas morando todos juntos. ¿Quiénes eran? ¿Por qué vivían así? Se estremeció. Observó a Balma y cómo miraba asombrada su alrededor. Nunca había salido de Alkeçar y a diferencia de él, todo le pareció maravilloso…

Recuerdos de alborozo y mucha felicidad de cuando llegaron se entremezclaban en su cabeza. Las mujeres y los niños les tocaban y les acosaban a preguntas, preguntas a las cuales respondían con monosílabos. Al apaciguarse los ánimos, Belián se acercó hasta donde se encontraban acompañado de una mujer joven. Su faz apacible y expresiva irradiaba seguridad; gozaba de una frente estrecha, una boca fina y una nariz recta; su cabello castaño, desordenado y algo sucio, no desentonaba con la piel tostada de su rostro. Le transmitía tranquilidad y confianza, sensaciones que necesitaba urgentemente en esos momentos de desconcierto y miedo. Sus ojos, esos ojos los cuales jamás había podido olvidar le impactaron. Era incapaz de desviar los suyos de ellos; negros y profundos como el fondo de una ciénaga, siendo imposible de averiguar aquello escondido dentro de ella; sin embargo su mirar era dulce, tierno, y por primera vez desde su llegada a ese lugar se serenó.

Ella, callada hasta el momento, se colocó de rodillas sobre la nieve y cogiéndoles muy delicadamente una mano a cada uno les habló:

—Soy Aldonza, la mujer de Belián, pero me podéis llamar madre, porque a partir de ahora voy a cuidar de vosotros.

Balma aproximándose a ella se acomodó en su regazo; él ya como hombre no debía a pesar de desearlo, actuar como su hermana, y resignándose y sonriendo asintió con la cabeza, y en vez del calor de una madre que no era la suya, se conformó con unas palmadas en la espalda por parte de Belián, el que iba a ser su padre también desde ese instante.

No rememoraba casi nada más de su primer día en el campamento. Los recuerdos, confusos, aparecían y desaparecían con tanta rapidez que le era complicado capturar alguno, pero lo que sí evocó con total nitidez fue cuando a la mañana siguiente conoció a su hermano.

El calor desprendido por un cuerpo cercano le reconfortaba, e igualmente le asustó cuando al despabilarse lo sintió muy próximo a él. No realizó ningún movimiento para no incomodarle, y buscó a su hermana con la mirada. La localizó abrazada a su recién estrenada madre. Sonrió. Quizá no se hallaran tan mal junto a esas personas; les protegerían y alimentarían ¡qué más podía pedir!, pensó. Su nuevo padre le distrajo de sus reflexiones, y al chico situado junto a él le despertó al gritar sus nombres llamándolos.

Él rápidamente se puso en pie, y saliendo al exterior comenzó a saltar para entrar en calor, mientras el muchacho desconocido continuaba tumbado y le observaba divertido.

—Tú eres Satornil. Padre me habló ayer de vosotros.

—Sí… y tú debes ser su hijo —contestó un tanto nervioso.

—Vallesius, y di mejor, tu hermano.

Al contemplar esa sonrisa desplegada tan natural, se dejó llevar por ella y también sonrió, enfadándose Belián al no ser obedecido.

Este ordenó a Vallesius ir con los demás muchachos del campamento a ejercitarse en el arte de la guerra, mientras junto con su otro hijo se alejaba en dirección opuesta en silencio. Lo condujo hasta una hondonada donde no pudieran molestarles, y comenzó a hablarle con la cabeza muy erguida:

—Te preguntarás quiénes somos y por qué vivimos así, escondidos y en estas condiciones. Pues bien, voy a intentar explicártelo. Los salvajes que intentaron arrasar tu aldea y mataron a tus padres y a tantos vecinos, son sarracenos. Intentan invadirnos. Nos roban nuestras tierras y animales, matan a nuestras familias, y nos dejan todavía más pobres de lo que ya somos. Pero lo que no lograrán jamás será privarnos de nuestra dignidad, y mucho menos apoderarse de nuestro Reino de Aragón —alzando el brazo con la mano extendida le indicó las inmediaciones y todo aquello inapreciable—. Chico, te aseguro que desconocen nuestra capacidad para defendernos. Como auténticos aragoneses que somos, nos precede y avala nuestro valor, orgullo, decisión, nobleza y lealtad… —se tomó un respiro y con la voz quebrada por la emoción prosiguió—. Se empeñan en saquearnos y apoderarse de nuestras pobres y humildes propiedades, y nosotros más obstinados que ellos, un día ya cansados y humillados y sin nada que perder, decidimos unirnos para frenar su avance y salvar nuestro Reino. Ellos —se giró señalando el campamento—, tú y yo, somos los hombres a quienes nuestra tierra, esta la cual pisamos ahora —agachándose tomó un poco de ella en sus manos, y con delicadeza la dejó resbalar por entre sus dedos y regresar al lugar a donde pertenecía. Con las manos impregnadas de esta esencia se levantó y continuó hablando—, ha elegido y nos estimula y anima para defenderla, amenazada y destrozada como se encuentra en estos tiempos.

»Solo teníamos una opción antes de dejarla morir: matar por ella…, porque nadie proveniente de otro Reino nos puede ayudar, porque nadie que no sea aragonés lo puede sentir como nosotros, y porque nadie que ame a este Reino de Aragón puede descansar en paz bajo él, mientras se empapen sus cuerpos con la sangre de los suyos filtrada gota a gota a través de la tierra —Satornil atendía respetuosamente a todas y cada una de las palabras de Belián; todos estos sentimientos eran desconocidos para él. Su verdadero padre nunca le habló así, como a un hombre, y se sentía muy orgulloso, identificándose con las palabras escuchadas hasta el momento—. Debido a ello nos unimos, y nos escondemos para lograr sobrevivir y poder aleccionar a nuestros hijos. Sencillamente somos unos aragoneses que aunque nos parieron pastores, moriremos luchando con honor por la tierra que nos vio nacer. Recuerda siempre esto que te voy a decir hijo —le dio una palmada en la espalda—, cuando estamos en peligro, todo, todo está permitido, excepto no defenderse…

La palabra hijo le caló muy hondo, y entre el miedo y la emoción se atrevió a preguntar:

—Señor ¿me enseñará a luchar?

—¿Empezamos ahora? —le contestó riendo a carcajadas.

Recordó como lo intentó, lo procuró de verdad, entregó todo su corazón y empeño en aprender, pero a pesar de sostener las armas se sentía incapaz ni siquiera de imaginar dirigirlas y matar a otras personas, aunque ello significara su propia muerte. Vallesius le animaba, le ayudaba y aconsejaba a su manera:

—Para comer eres muy raboso[36] y tafurín[37], pero para esto de luchar mira que eres zaforas[38]; ¡pero quieres lanzar la azcona! ¡Ya te habrían matado! Debes de ser más rápido que ellos, ¡es tu vida o la suya!

—Es muy fácil decirlo, pero esto de pelear no va conmigo… no sirvo como tú, no lo llevo en la sangre. Además mírame, no tengo ni vuestra constitución ni vuestra fortaleza, y ni mucho menos vuestra energía, ánimo e ilusión. Hago vuestra lucha como mía, y creo en la honestidad de los sentimientos que nos obligan a ella, pero no puedo…, lo siento, lo siento.

Su hermano en esos momentos se sentaba junto a él, y pasándole un brazo sobre su hombro siempre le animaba para así distraer su frustración. Belián los observaba en la distancia con emociones encontradas; se sentía feliz por su unión y complicidad, y triste porque Satornil no se adaptaba al campamento. Reconocía amarle como a un hijo y qué decir de Balma, pero admitió con todo el dolor de su corazón que el muchacho no encajaba en ese lugar; tras casi dos años todavía no les había acompañado sin intervenir, a ningún combate; no estaba ni estaría preparado nunca. Urgía tomar una decisión con respecto a su futuro. Su mujer también le quería como a un hijo, no deseaba ocasionarla ningún sufrimiento pero…, debía de marcharse. Se dirigió a su encuentro para anunciárselo:

—Tengo que pensar en algo para Satornil

—Sigue sin aprender a luchar ¿verdad?

—Sí, y no solo es eso, todos los zagales hasta los más pequeños se le ríen. Debe de estar padeciendo mucho, y aunque no comenta nada yo lo advierto.

—Puede ocuparse de otras labores, hay mucho que hacer —dijo Aldonza intuyendo las intenciones de su marido.

—No, aquí no puede continuar —sentenció rotundo.

—Les aseguramos que los protegeríamos y cuidaríamos de ellos cuando llegaron…

—Vallesius ya ha peleado con varios amigos para defenderlo, y casi todos los días se está enfrentando con alguno de ellos; tú sabes bien que no solo dependemos de nosotros mismos cuando luchamos, sino también en ocasiones de nuestros compañeros. Debe de confraternizar de nuevo con todos, y la única manera de lograrlo es que Satornil se marche del campamento.

—Sí, tienes razón; pero no te puedes ni imaginar lo que me  duele…, lo quiero como a un hijo aunque no lo haya parido yo —comentó con lágrimas en los ojos.

—Voy a esperar unos días y mientras pensaré dónde puedo llevarlo. No digas nada a nadie.

Aldonza sintió una congoja intensa en el corazón. Sabía del sufrimiento de todos cuando se marchara: su padre, su hermana, ella…, e indudablemente quien más lo advertiría sería Vallesius. ¡Detestables sarracenos! maldijo; y si era mucho el odio sentido hacia ellos, en ese momento agradeció no tener a ninguno enfrente suyo, porque de ser así, ella misma lo mataría…

Los días posteriores Belian meditó dónde enviar a Satornil; sopesó llevarlo a Uilla Nuga o Campfranch, y allí comenzar a formarse para llegar a ser carpintero, u orfebre, artesano o herrero, además a él lo conocían en la zona y le favorecerían. También existía otra posibilidad pensó, intentar su ingreso en el Monasterio de San Juan de la Peña para instruirse y llegar a ser un sacerdote. Esa idea no le disgustó, es más, le pareció la más apropiada debido a las limitaciones físicas y carácter del chico. ¿Quién podría ayudarle? se preguntó.

Andaba deambulando por el campamento reflexionando en quién recurrir, cuando recayó en su compañero y amigo Póliz. Se acercaría a la iglesia de Campfranch y se haría acompañar por él; el cura de allí lo conocía muy bien al haber bautizado a sus seis hijos.

A la mañana siguiente ambos se encaminaron hacia la aldea, ignorando el almogávar el motivo por el cual se dirigían allí. Belián había mantenido en secreto sus propósitos, y él nada había preguntado. En el trayecto le reveló sus intenciones:

—Hay que conseguir sí o sí, introducir a Satornil en el Monasterio de San Juan de la Peña como novicio, por eso te he pedido que vinieras; tú has tratado con el cura Medardo y a ti te escuchará.

—¡Hombre, por fin te has decidido a sacarlo del campamento! Siento decírtelo, pero comenzaba a ser un problema.

—Habla claro, empezaba no, es un gran problema desde hace ya tiempo. ¡Ese chico…! Lo más irritante es que es un buen muchacho, honesto y sincero, pero no, no consigo convencerle de que aprenda a combatir.

—Es un dengue[39] —sentenció Póliz.

—Tiene agallas, pero él dice que prefiere luchar de otra manera, sin armas. ¡No sé cómo va a luchar sin armas! ¿Lo entiendes tú?

—Pues francamente no; pero estate tranquilo que lo colocaremos.

Belián no lo presumía tan fácil pero se contagió del optimismo de su amigo, y hablando y hablando llegaron a las puertas de la iglesia.

—Déjame que se lo proponga yo —le pidió Póliz. Ante su mirada sorprendida le tranquilizó—. Se lo que me digo.

Entraron, se santiguaron, y rápidamente se dirigieron a la sacristía. Encontraron al sacerdote Medardo sentado en un rincón dormido y roncando, y tras propinarle unos golpecitos lo más suaves posible en uno de sus hombros, este se despertó sobresaltado. Al recuperar la compostura, miró a ambos detenidamente y se dirigió a Póliz:

—¿Vienes a encargar otro bautizo? ¡Mira que con este ya son siete!

Rieron por la agudeza y los reflejos del cura, y sentándose uno a cada lado de él, Póliz le expuso la petición.

—Mire, nos hemos acercado hasta aquí para hablar con usted porque necesitamos su favor. Mi amigo Belián —le señaló y este agachó la cabeza en señal de respeto—, recogió en Alkeçar a un muchacho huérfano que ahora contará con unos nueve o diez años, y lo hizo hijo suyo —el cura asentía callado turnándose en observar a uno y a otro sin ningún disimulo—. El caso es que el chico es muy listo y espabilado, y para no desperdiciar esas virtudes su padre y yo habíamos pensado…, si usted podría facilitarnos su ingreso como novicio en el Monasterio de San Juan de la Peña.

Belián no salía de su asombro al oír esas palabras. De esa visita no obtendrían nada, se hallaba convencido de ello, pero aun así le dejó continuar.

—¿Y  por qué dices que es tan listo el muchacho? —preguntó interesado.

—Se queda uno embobado cuando lo oye hablar, tiene muchas palabras y razones para las cosas. Es muy agudo el chaval…

El cura Medardo se rascó la barbilla mientras movía la cabeza de un lado a otro. Transcurridos unos minutos interminables para los almogávares les comentó:

—Bueno, bueno…, traérmelo el día de San Jorge, hablaré con él y ya veré…

Ambos asintieron y se despidieron con gratitud. Póliz, contento, observaba de reojo a su amigo, y ante el silencio de este optó por permanecer también callado. Ignoraba que le sucedía, quizás no encontraba palabras de agradecimiento por haberle ayudado en tan difícil empresa, y se sobresaltó de repente al no esperarse el arrebato de furia de Belián increpándole.

—¿Cómo has sido capaz de hablar así de Satornil?, ¡has mentido al cura!, ¡tienes que confesarte ya!

—No he mentido. El chico es agudo.

—¡Claro!, y por eso me has dicho antes que era un dengue.

Póliz se detuvo y muy serio le contestó:

—Que el zagal no sirva para las armas no significa que no posea otros valores. Entiende todo a la primera, nunca hay que repetírselo dos veces; además, a pesar de cómo le tratan todos y de tenerlos en su contra, siempre les ayuda cuando lo necesitan, les habla y reconforta. ¿O acaso no te has dado cuenta tú que eres su padre?

Belián agachó la cabeza avergonzado. No, tan obsesionado se encontraba intentando enseñarle a luchar y a defenderse, que no había prestado atención a otros comportamientos. Se sentía un estúpido por ello, pero se animó al pensar que ahora quizás pudiera remediarlo si lograban su admisión, para lo que tras escuchar a Póliz sabía, se hallaba convencido, era su vocación.

Cuando llegó al campamento fue al encuentro de Aldonza y le explicó su decisión. Esta suspiró aliviada. Satornil podría conseguir un futuro infinitamente mejor en un lugar más acorde con su carácter, y alejado de tantas penurias como las que soportaba ahora. Triste pero tranquila, acompañó a su marido para conversar con él.

Lo localizaron sentado sobre unas piedras, con la mirada sin luz ni alegría, examinándose las manos como si así pudiera hallar una explicación a la negativa de estas de querer sostener armas. Belian situándose a su lado comenzó a hablarle:

—Hace ya casi dos años que Balma y tú estáis con nosotros, y nos sentimos muy felices por ello. Como hijo mío me hubiera colmado de felicidad que lucharas a mi lado… Sé que te has esforzado mucho, y que lo has intentado una y otra vez, pero los dos sabemos que nunca llegarás a ser un almogávar…  Por este motivo he pensado en algo para evitarte sufrir como hasta ahora lo estás haciendo para no defraudarme —el muchacho alternando en su rostro expresiones, que de súbito manifestaban tanto incertidumbre como impaciencia, le miraba fijamente—. Voy a procurar tu ingreso en el Monasterio de San Juan de la Peña, lo tengo decidido. Allí seguro obtendrás una vida más apacible, y cuando te ordenen sacerdote podrás ayudar a las personas curando sus almas.

Satornil temblaba, eso significaba abandonar el campamento y separarse de su familia, pero sin embargo al imaginarse lejos sintió una inmensa paz interior.

—¿Y a ustedes no les volveré a ver?, ¿y tampoco a mis hermanos?

—¡No! —exclamó Aldonza presurosa—. Iremos a verte o tú vendrás aquí cuando te permitan salir. No nos vas a perder, solo estarás un tiempo separado de nosotros para asegurarte un futuro tan difícil de lograr en estos días. Es lo mejor para ti, y por eso tu padre ha tomado esta determinación. No olvides nunca que eres nuestro hijo…, y estés donde estés nada ni nadie lo podrá cambiar —le explicó conteniendo las lágrimas.

—Para San Jorge bajaremos a la aldea de Campfranch; te reunirás con el cura de allí y hablarás con él. Después decidirá si tienes cualidades para ser sacerdote. Estamos en las manos de Dios, ya no podemos hacer nada más —le informó Belián.

Satornil lo comprendió todo y asintió con la cabeza desconcertado, se encontraba confuso porque en ese momento sus emociones debatían de qué manera manifestarse, pero lo que sí sintió con total certeza fue unas ansias desconocidas porque llegara ya ese día, aunque ello significara distanciarse de su familia…

Fue a Vallesius a quien más le afectó la posible partida de su hermano; sentía un cariño especial por él, quizás más que por Balma; durante un tiempo se mostró enfadado con todos, pero remediablemente el transcurrir de los días aplacó esta aflicción, y poco a poco tornó a ser el alegre y decidido muchacho de siempre gracias a las palabras de Satornil.

¡Y por fin llegó el día tan esperado! Aseado y con las mejores ropas que pudieron conseguirle, el aspirante a novicio se encaminó con gran parte de los integrantes del campamento a celebrar el día de San Jorge, patrón de la Corona de Aragón a Campfranch. Todos le animaban, las mujeres le pellizcaban con cariño en las mejillas, y más de uno disimuladamente le miraba con envidia. Se sentía importante, era como si él solo hubiera luchado y ganado un combate, sí, “es una sensación maravillosa” se decía para sus adentros.

Desde el campamento se dirigieron al Ibón de Ip, encontrándose en el camino fuertes pendientes, llanos despejados de bosque, pinares, pastizales y angostos barrancos, pero nadie se quejó; contrarrestaban el esfuerzo realizado disfrutando del maravilloso paisaje desplegado ante ellos. Coníferas, azores, sarrios… les acompañaron durante buena parte del trayecto, y tras seis horas de marcha pudieron contemplar la aldea en la distancia.

Esta se hallaba situada en medio de un valle profundo, donde la grandiosidad de sus colosales picos y caudalosos torrentes, rodeaban y protegían las humildes moradas de sus habitantes. Solo existían dos calles: una vigilada por el río Aragón, y la otra custodiada por el Monte Gabardito, el cual se alzaba dominando el paisaje. Ubicada en un enclave idílico, había nacido como ejemplo de villa fronteriza, caracterizándose por su gran acogida a viajeros y peregrinos que transitaban por el Camino de Santiago aragonés.

Se encontraban próximos al río Aragón cuando escucharon el primer repique[40] de campanas, proveniente de la torre de la iglesia de la Asunción de Nuestra Señora; a este le siguió el bandeo[41], enunciando la fiesta grande e importante que el pueblo iba a celebrar: “San Jorge”. Tras este toque llegó otro, el de oración[42], y a continuación el toque de misa[43]. Apresuraron el paso, y una vez salvado el río por el Puente de la Trinidad, mientras las mujeres y los niños se dirigían hacia la parroquia, los almogávares se ocultaban en las proximidades del cementerio.

El silencio predominó en todo momento entre los almogávares, y solo se interrumpió al escuchar el tañido de las campanas de la torre, seguido por el de una campanilla, la cual les indicaba que el sacerdote alzaba en ese instante la hostia y el cáliz. El oficio pronto finalizaría, y animosos y pacientes esperaron hasta que todos los feligreses abandonaran el lugar, para que así sus dos compañeros, Belián y Póliz, accedieran a su interior sin ser vistos. Resultó más  fácil de lo esperado, debido a que la única preocupación de las personas residía en intentar divertirse lo antes posible, ignorando la presencia del resto de vecinos y visitantes.

Al desalojarse la parroquia el cura Medardo recibió en la sacristía a Satornil y a su padre, y  exigió quedarse a solas con el chico. Belián y Póliz caminaban de un lado a otro mirándose preocupados, ignoraban de qué estarían hablando, y qué decisión final tomaría el sacerdote; para aplacar esa incertidumbre decidieron aguardar rezando, y junto a Aldonza quien permanecía orando apasionadamente de rodillas, encomendaron la suerte del zagal a Dios.

Transcurrida más de una hora salieron de la sacristía. El sacerdote descansaba uno de sus brazos sobre los hombros de Satornil. Ambos sonreían. Se encaminaron hacia ellos, y el cura respetando ese momento de oración que supuso finalizaría prontamente al ser advertidos, se dirigió hacia las puertas exteriores de la iglesia para cerrarlas con llave. A su regreso los tres ansiaban escuchar sus palabras. Este no se hizo esperar.

—Es un gran muchacho, y aunque no hemos hablado lo suficiente intuyo que puede convertirse en un buen sacerdote, pero eso solo dependerá de él, y por lo que me ha confesado desea lograrlo.

—¿Y ahora qué debemos de hacer? —preguntó excitado Belián.

—Lo sabrás enseguida. Seguirme los cuatro —dijo andando hacia el altar.

Los colocó uno al lado del otro frente a este, y se dirigió solo a los padres:

—Debéis de ofrecer vuestro hijo a Dios. Hacer la petición en voz alta y Póliz y yo seremos los testigos; tenéis que consagrarlo junto con la oblación[44], envolviendo la petición y la mano de Satornil con el mantel del altar.

Una vez preparados Belián habló:

—Señor, te ofrecemos a nuestro hijo varón Satornil para que bajo tu amparo lo asistas; también te brindamos nuestro sacrificio por tener que alejarnos de él, y te entregamos este presente de pan, vino y frutas cumpliendo así con nuestra obligación. Prometemos bajo juramento que nunca le vamos a dar cosa alguna, ni vamos a procurar ocasión de poseer, ni por nosotros mismos ni por tercera persona, ni de cualquier otro modo.

Al finalizar la petición las lágrimas contenidas por Aldonza durante tantos días brotaron espontáneas, y sin poder ni querer evitarlo, abrazó a su hijo como jamás antes lo hiciera a ninguna otra persona, orgullosa como se sentía de él, y aprovechó ese momento de emoción desbordada para susurrarle al oído unas palabras: “vas a ser un gran hombre, ya lo verás”.

Tras esta muestra de afecto el cura se dirigió al chico:

—Anda, ve a jugar, porque antes de las completas[45] te vendrás conmigo al Monasterio de San Juan de la Peña.

Una vez fuera de la parroquia el zagal, invitó a los padres y a Póliz a sentarse en uno de los bancos y les habló con sinceridad:

—Os voy a explicar ahora lo que le va a suceder a Satornil a su llegada al Monasterio: van a probar su espíritu para confirmar si es de Dios, no recibiéndole fácilmente. Si el muchacho aguanta con paciencia durante cuatro o cinco días las injurias que se le hagan y la dilación de su ingreso, y persiste en su petición de entrar en la vida monástica, se le permitirá ingresar y permanecerá en la hospedería unos días; después pasará a vivir en la residencia de los novicios. Se le asignará un anciano que sea apto para ganar almas, para que vele sobre él con todo cuidado. El anciano estará atento para ver si Satornil busca verdaderamente a Dios, para obediencia y las humillaciones. Si promete perseverar en la estabilidad, estará admitido.

Tras estas palabras los tres coincidieron en que el muchacho lograría acceder, se hallaban completamente seguros de ello, porque había demostrado con creces su paciencia al sufrir sin alterarse su ánimo, los trabajos encomendados para llevarlos a buen fin, así como las dificultades surgidas; y también porque había soportado humillaciones constantes, perdonando al instante a quienes se las habían procurado, todo ello en multitud de ocasiones durante su estancia en el campamento.

Una vez aclaradas algunas dudas sobre lo anteriormente explicado por el sacerdote, los almogávares se despidieron de él emocionados y muy agradecidos, sintiéndose Belian en deuda de por vida con el cura Medardo haciéndoselo así saber, y estrechando su mano para dejar constancia ante Dios de dicha promesa. Tras abrirles las puertas ambos abandonaron la iglesia con precaución; Aldonza decidió permanecer un tiempo más en su interior para mostrar su gratitud a San Jorge por el milagro obrado, al permitir a su hijo alejarse de la miseria y de la muerte en la que ahora se encontraba sumido, así como también para manifestarle su reconocimiento por su apoyo a los Almogávares, y a la Corona de Aragón.

Balma y Vallesius se habían reunido con Satornil al salir este de la iglesia. Corrieron  y  jugaron y al detenerse para descansar, la emoción se quebró al surgir un abrazo espontáneo entre los dos hermanos varones; ambos mantuvieron las miradas impávidas e inquebrantables las voces, no derramando ninguna lágrima. En ese abrazo se dejó constancia del cariño sentido, en esos instantes se congelaron sus sonrisas y se ocultaron las palabras, pero por el contrario, también se iniciaron nuevas esperanzas…

El 23 de abril se celebraba una de las fiestas más importantes para los aragoneses, el día de San Jorge, patrón de la Corona de Aragón y por ende, patrono de todos sus condados integrantes.

También constituía un día muy especial para los almogávares. Tal devoción suya como la de todo el Reino devenía de la batalla de Alcoraz, villa próxima a Uosca, en la cual San Jorge montado a caballo ayudó al ejército del rey Pedro I frente a las tropas del islam; por ello los almogávares sabedores de como el santo apoyaba la causa aragonesa y daba sentido importante a la lucha armada, invocaban su ayuda, y se encomendaban a él cada vez que se dirigían a alguna batalla.

La celebración de ese día se merecía todo el esfuerzo que la gente del pueblo llano pudiera realizar, por ello Campfranch se mostraba totalmente diferente a como se encontraba habitualmente. Las dos calles y la plaza, se hallaban decoradas con tapices y paños suspendidos en las ventanas de las viviendas; se observaban luminarias encendidas en las casas principales y más importantes; y el suelo tras limpiarlo concienzudamente, se había cubierto con paja y juncos para evitar el barro. Los habitantes y visitantes se exhibían con sus mejores ropas. Los músicos con flautas, tamboriles y violas, recorrían las calles animando a bailar a las personas; los vendedores de objetos captaban la atención de los curiosos; y los acróbatas y aquellos quienes realizaban malabares con el fuego, provocaban las delicias de los más pequeños.

Los almogávares manteniéndose alejados del tumulto y de la presencia de desconocidos, disfrutaron como espectadores no interviniendo en ninguna actuación. Los aldeanos les conocían, les apoyaban y les ocultaban si era menester, pero su presencia entre ellos creaba expectación, y no deseaban restar protagonismo a aquellos que habían llegado a la aldea para procurar diversión  y entretenimiento.

Satornil se alejó de sus hermanos con sentimientos encontrados. Le resultó muy difícil no girar la cabeza hacia atrás, porque sabía que si la volvía su boca le traicionaría; pero aún más arduo le supuso el mantener la mirada hacia delante, al ignorar qué le depararía de nuevo en esta ocasión el mañana…

El momento de su partida ineludiblemente se presentó. El zagal se despidió uno a uno, de todas las personas del campamento que se encontraban allí, y al llegar el turno de sus padres los tres mantuvieron la compostura, no existiendo más lágrimas ni muestras de cariño por ninguna de las partes, porque cada cual ya conocía su destino: los almogávares continuarían defendiendo sus tierras y su Reino, y Satornil el día de San Jorge de 1.215, se marcharía como un hombre… y de seguro algún día, regresaría como sacerdote…”