Introducción

 

 

Un viento insolente acompañaba la deliciosa melodía surgida entre las maltrechas paredes de lo que se semejaba a una casa, la cual se filtraba por los resquicios de la puerta y las aberturas existentes en la ventana, pretendiendo de esta manera que todos los habitantes de la villa disfrutaran de esos momentos de quietud, y se relajaran al son de los acordes.

El sonido emitido por la magnífica Gaita de Boto[1] con la cual se entretenía un vecino de la aldea, paralizaba la respiración, sumiendo implacablemente a toda persona que lo escuchara en un estado de profundo éxtasis, manteniéndole ajeno a los sucesos acaecidos en el exterior de las casas donde solo los bosques eran testigos de lo que allí ocurría.

El viento se excitaba según el ritmo de la música que lo acariciaba, y pasaba de un estado de relativa calma a otro más convulso con un ímpetu descontrolado, en escasos segundos, como también realizaba piruetas absurdas a ras del suelo o sobre los tejados de las casas. En su danza o bien abrazaba o bien vapuleaba a las ramas de los árboles, impidiéndoles descansar ni un instante; creaba torbellinos sobre la tierra alzando a esta a gran altura cuando las notas sonaban más penetrantes, y se arrastraba sobre el suelo besándolo al disminuir su intensidad. Los animales se refugiaban temerosos de poder ser escogidos como pareja de baile, y las plantas encogían sus escasos y tiernos brotes para tratar de pasar inadvertidas cuando se presentaba con ese ritmo tan frenético, aterradas al saberse muertas entre sus brazos si resultaban ser las seleccionadas. El viento solo se tranquilizó cuando la música cesó, entonces, de súbito, desapareció tan raudo como había llegado, y toda la villa recobró la seguridad y la confianza arrebatada durante unas horas, unas horas gratas pero implacables sin igual…

Recuperaron la serenidad porque sabían con certeza absoluta que en esas montañas tan próximas y a la vez tan lejanas, arropados por la noche y protegidos por su oscuridad, se escondían los almogávares, y aunque la distancia entre ellos fuera considerable, no permitirían se hallaran donde se hallaran que nada les sucediese. Posiblemente se encontraran descansando, o quizás estuvieran despertando sus armas, o tal vez en esos momentos ya habrían iniciado la lucha contra los invasores sarracenos, lo ignoraban; pero lo que sí sabían con total certeza era como esas luchas de cristianos contra moros engrandecían aún más, a quienes se alzaban victoriosos.

Las personas enfermas y de mayor edad, como así mismo los más jóvenes, dirigían sus miradas emocionadas al abrupto paisaje que les envolvía con rabia contenida; deseaban pelear codo con codo con sus vecinos, amigos y compañeros almogávares; sin embargo apesadumbrados, se confinaban en sus casas mientras esos intrépidos combatían por ellos, por sus pueblos, por sus tierras… Batallaban con furia y arrojo, nada ni nadie les podía detener; les impulsaba el ansia de defender sus propiedades y familias ya enojados y crispados por el abuso y la dominación, y también al constatar como todo lo poco obtenido a lo largo de sus vidas, les era despojado en las invasiones perpetradas por los sarracenos. Luchaban por el afán de amparar a sus mujeres e hijos, violadas y secuestrados, cuando no asesinados; por auxiliar al ganado base de su escasa alimentación, el cual al impedir los moros el acceso a los pastos peligraba de morir de hambre, sino les eran robados antes; por odio, por desesperación, por justicia, ya debilitados por beber gota a gota diariamente, la realidad del sufrimiento, del padecimiento; ya cansados de observar como los aragoneses en vez de alzar sus cabezas como símbolo de vida y de ilusión, las agazapaban ocultando sus rostros entre la ropa; pero ante todo peleaban por su orgullo y dignidad, y por supuesto por su reino: Aragón.

Los hijos de estos valientes y nobles almogávares, se preparaban desde muy temprana edad para esa ruda vida en las montañas. Ello no se trataba de una tradición heredada de padres a hijos, no, simplemente representaba un honor el continuar con esa labor; no lo concebían ni como una imposición ni como una orden establecida, porque nadie les presionaba ni les obligaba, sino como un principio inherente a ellos que lo llevaban en la sangre y recorría todo su cuerpo. Observaban a sus heroicos padres luchadores natos, los cuales no vacilaban, siempre dispuestos, siempre resueltos. Nunca habían recibido una caricia de ellos, sin embargo las miradas entrecruzadas, las palmadas de ánimo recibidas en la espalda y sus enseñanzas, demostraban más amor que unas palabras o unos ademanes los cuales ellos no podrían entender jamás, porque ignoraban su significado y su finalidad en la vida. Ambicionaban ser, luchar y morir como ellos; así lo vivían porque así lo sentían. Sus juegos favoritos eran las grescas con los amigos del campamento, sin embargo responsables comprendían como estos no se trataban solo de una mera diversión, ya que en un futuro no muy lejano se convertiría en su forma de subsistir, y se afanaban concienzudamente en instruirse en ese arte de combatir para permanecer el mayor tiempo posible, dentro de la fina y delicada línea la cual delimitaba la vida de la muerte; y pese a ello y a todas las privaciones, frugalidades e incomodidades soportadas, esta forma de actuar no constituía una cultura de vida, era irremediablemente debido a las circunstancias, un modo de vida…

Las madres demostraban a sus hijos la misma complacencia que manifestaban a sus maridos. Palabras de aliento, de estímulo, se escuchaban constantemente cuando alguno de ellos debido a su corta edad flaqueaba. Los lamentos se postergaban para la soledad de la noche, y la ternura se quebraba en fragmentos en cada movimiento de sus hijos con las lanzas. Su fortaleza a pesar de en momentos peligrar debía mostrarse firme y sin vacilaciones, no  podían llorar ante su presencia porque este signo de debilidad observado por ellos, les influiría en su desarrollo. Su cometido estribaba en ocultarles cualquier signo, demostración o situación de fragilidad, porque su mayor anhelo como madres residía en que sus hijos crecieran animosos y enérgicos, para de esta manera alcanzar una dilatada vida.

Con los almogávares en las montañas las aldeas se hallaban protegidas; sus moradores no ignoraban como estos cuidaban de ellos, y también intuían que muchos ya mayores no vivirían lo suficiente para reunirse de nuevo con sus hijos, nueras y nietos…; el sacrificio impuesto de hallarse separados, representaba un sufrimiento difícil de soportar; familias alejadas para obtener seguridad y una existencia mísera…, pero sin lugar a dudas una existencia…; a pesar de ello se sentían orgullosos y se emocionaban al recordarlos. Nada existía tan digno, incluso el dolor de perder a un hijo en la batalla, que el saberlos muertos en los combates al luchar por una causa tan grande, tan justa y tan honesta; motivo por el cual siempre se encontraban presentes en sus oraciones, en sus ruegos y suplicas. Imploraban a Dios que les confirieran ora de fuerza suficiente para continuar empuñando con entereza, las armas con las cuales protegían a tantas personas; ora de arrojo necesario para no cejar en sus propósitos, ora de empeño preciso para sus corazones no vacilar…, porque el miedo había cedido el lugar a la indignación; la justicia clamaba venganza, y eran conscientes de que nadie mejor que ellos mismos, nadie, podría defenderles de los sarracenos.

La madrugada del 28 de febrero de 1.209 se presentó muy gélida, con una temperatura de cuatro grados bajo cero, lo cual originó que la saliva arrojada por las nubes durante la noche en su constante animación al agotador dance del viento, se encontrara helada sobre el terreno. El viento enojado con esa saliva la había desplazado ora con energía, ora con cariño, ora con despreocupación, alejándola del lugar en donde él se encontraba. Se entretuvo disfrazando con ella a plantas y arbustos; cubriendo caminos y senderos hasta ser totalmente irreconocibles; bañando la piel de la tierra…, y ya escaso de fuerzas, los últimos copos los depositó en la parte superior de los árboles. Existían zonas en las cuales la nieve se acumulaba varios centímetros resultando muy complicado su acceso, y otras que carecían de cualquier indicio de perturbación, siendo esta la consecuencia del caprichoso baile del viento.

Sin embargo la arrogante ventisca a pesar de su insistencia, no logró acicalar ni las paredes ni el tejado del discreto pero espectacular, austero pero soberbio, Monasterio de San Juan de la Peña. Algunos de los copos lo ignoraron, y aquellos que no se resignaron a evitarlo no alcanzaron a posarse con seguridad y rápidamente se disiparon, sobresaliendo aún más si cabía de entre todo el manto blanco desplegado a sus pies, y el cual envolvía las inmediaciones.

El Monasterio, enclavado en la ladera norte de la sierra y roca del mismo nombre, y orientado hacia las escarpadas cumbres pirenaicas, se ubicaba a poca distancia del suroeste de Jacca[2] (Uosca)[3]. Semi edificado en el interior de una enorme roca se acomodó forzosamente a ella; esta le cobijaba, proporcionándole abrigo en los temporales de viento, agua o nieve, y alivio en los períodos de altas temperaturas. La naturaleza en un acuerdo consigo misma, destinó este maravilloso pedazo de ella para su edificación, y congregó a la vegetación a su alrededor para rendirle homenaje. Tal proporción de belleza causaba estremecimiento a cualquier peregrino, monje, almogávar e incluso rey, al contemplarlo.

Dos monjes benedictinos abrieron la puerta de la iglesia situada en el nivel inferior del Monasterio, a los pies del camino de Santiago, y antes de permitir la salida a los almogávares presentes en su interior, se cercioraron paseando por las inmediaciones de que no existiera peligro alguno para ellos. Tan solo avistaron a tres peregrinos exhaustos en estado deplorable, adormilados al resguardo de unos arbustos, eventualidad esta la cual aprovecharon para aproximarse a donde se encontraban y auxiliarles, mientras el grupo compuesto por doce almogávares, todos ellos decididos, todos ellos sonrientes, desalojaba la iglesia. Devotos, siempre intentaban rezar antes de iniciar cualquier combate; eran cristianos, y a pesar de que en breves horas matarían a otras personas, encontraban serenidad y entereza en la oración. Estos valientes abandonaron el recinto con sigilo. Los animales salvajes los cuales merodeaban el lugar se retiraban a su paso para no incomodarles; esta acción no significaba ausencia de hambre, no, se desviaban porque al mirarles a los ojos percibían fiereza, determinación, y a pesar de ser animales entendían la expresión de una mirada, de esas miradas, y no se hallaban dispuestos a morir ese día.

El escuadrón al mando de Belián, de treinta y cuatro años de edad, complexión atlética, un metro y setenta centímetros de estatura, rostro endurecido y resentido por los años de lucha y vida a la intemperie; cejas espesas y arqueadas las cuales protegían unos ojos despiertos, y una nariz chata que dejaba visible aún más sus labios sensuales. Natural de la aldea de Uilla Nuga[4] (Uosca), sita a dos horas de camino de Jacca, de profesión antes pastor por herencia y tradición familiar, y ahora caudillo[5] de los almogávares por elección de sus compañeros (los cuales le habían erigido en su líder al servir de ejemplo a los demás por su valor, intrepidez e inteligencia, y el cual les sometía a una disciplina férrea), encabezaba la partida en dirección a Jacca por el Monte Oroel. Se dirigían al encuentro de un campamento sarraceno descubierto por los pastores de la zona unos cuantos días atrás, y ante los rumores persistentes de los campesinos de allí, de que pretendían trasladarse a otra parte del valle para invadir nuevas aldeas, decidió junto con sus leales, aguerridos y sobre todo amigos, atacarlo.

Cabellos largos, piel morena curtida por el sol, barba crecida, de estatura aventajada, musculosos, bien formados de miembros y sin más carnes que las convenientes para luchar; estas máquinas colosales de matar avanzaban ligeros y ágiles. El terreno helado y la nieve acumulada no les impedían la marcha. La humedad acumulada minuto a minuto en sus abarcas de cuero, único calzado utilizado, no les molestaba, y si era así ninguno daba muestras de incomodidad; unas calzas de cuero les servían de antiparas[6]. Su vestido consistía únicamente en una camisa corta o gonella, tanto en verano como en invierno; no llevaban escudo, pero sí un grueso cinturón de cuero para guardar el coltell[7]. De su espalda pendía un zurrón donde protegían las escasas provisiones limitadas a pan, la naturaleza ya les prestaba hierbas y agua, y una piedra de fuego[8]. En la cabeza soportaban una redecilla de hierro o cuero, la cual bajaba en forma de sayo como las antiguas capelinas. Tan solo empleaban como armas un coltell, una azcona[9] y dos dardos[10], amén de su singular gallardía y ferocidad.

El silencio, solo rasgado por la respiración acompasada de todos los integrantes del escuadrón, predominaba en el trayecto. Se desplazaban a pie, no utilizaban caballos, preferían la lucha cuerpo a cuerpo en la cual sus brazos era la más sobresaliente arma que poseían, musculosos y poderosos ningún moro escapaba a ellos cuando se cernían alrededor de sus cuellos; sí, combatir al enemigo de cerca y brazo a brazo para satisfacer más fácilmente su venganza, eso les gustaba y así lo realizaban. Ascendieron la roca de la Peña con dificultad, por doquier encontraban nieve helada y resbalaban continuamente, desandando lo recorrido; sin embargo esto no era obstáculo que los amilanara, duchos como eran en ese tipo de andaduras. Una vez superada la roca todo un monte bajo y alto se mostró ante ellos. El monte bajo se presentó como el preludio del alto. Encinas y quejigos crecían sin orden; los matorrales nacidos espontáneamente llenaban las oquedades naturales del suelo. Franqueados estos, un sotobosque denso con bojs, aliagas y erizones de todas las alturas les escondió. Debido a su proximidad y espesura la nieve había sido incapaz de asentarse con comodidad sobre la tierra, y a medida que se adentraban en él apenas distinguían su presencia. Los árboles imponentes que les arropaban se semejaban a ellos: sus ramas se reproducían; sus troncos se alzaban con majestuosidad; poseían un lugar, un espacio propio el cual nadie les podría arrebatar jamás, porque sus raíces se hallaban demasiado extendidas para conseguir acabar con todas ellas, y vigorosamente las extendían hacia las entrañas de la tierra porque allí habían nacido, allí conservaban su esencia, y porque allí, era un orgullo vivir… Entre maleza y árboles transcurrió aproximadamente una hora; no percibieron ruidos extraños más allá de los provenientes del propio bosque, solo avistaron siluetas pertenecientes a animales cuando estas se alejaban raudos al percatarse de su presencia; todo transcurría sin sobresaltos ni imprevistos.

Ya rebasado el arbolado la nieve se presentó de nuevo ante sus pies, la falta de huellas en ella les confirmó la ausencia de peligro aparente pese a encontrarse en campo abierto, y continuaron extremando las precauciones. El ser conocedores perfectos del terreno por el que se movían, originó que tras varias horas de camino divisaran en la distancia columnas de humo oscilante, procedentes de los últimos rescoldos de las hogueras del asentamiento sarraceno al que se proponían atacar. Al descender la última ladera la cual les separaba de sus enemigos, descubrieron extensos prados en espera de ser pisados. El color blanco, solo alterado por algunas rocas y un manantial del cual el agua fluía con rapidez, formaba un paisaje casi irreal. Ni la excitación, ni la euforia del momento les incitaron a detenerse; absortos en el sonido de los copos de nieve al aterrizar ora sobre la nieve consolidada, ora sobre las ramas de los árboles, ora sobre sus cuerpos, prosiguieron la marcha no sin dificultad, escuchando con avidez  los ruidos existentes y agudizando sus sentidos como ellos tan bien los habían ejercitado para no perderse ningún pormenor, hacia su objetivo. 

El amanecer ya despuntaba cuando los almogávares se situaron a escasos metros del campamento moro. Sin fatiga aparente, a pesar del complicado trayecto recorrido hasta allí de más de cinco horas, acompañados de abundante nieve y de una temperatura muy baja, acrecentado por la tensión del posible encuentro con adversarios en el camino que les obligaba a mantenerse en alerta permanente, ni un ápice de debilidad se reflejaba en sus rostros y todavía menos en sus cuerpos, al contrario, un ardor inaudito fruto de la confianza en su esfuerzo personal y en su arrojo, inundaba sus semblantes.

Frente a ellos, los usurpadores musulmanes dormían plácidamente ajenos a lo que se les avecinaría en escasos minutos; ni tan siquiera los vigías detectaron la presencia del escuadrón. La justicia se manifestaba serena acompañando a esos bravos hombres aragoneses, sabiendo como estos no consentirían que ningún moro les arrebatara sus tierras, estas les pertenecían a ellos por derecho legítimo, y las protegerían con sus vidas como se encontraban dispuestos a demostrar…

Los almogávares, desdeñosos de la vida propia y despiadados de las ajenas, se alinearon todos en una sola fila; con aspavientos inhumanos se miraron unos a otros, y a una seña de Belián comenzaron a golpear sus armas entre sí, y contra las piedras de fuego extraídas de sus zurrones y depositadas en el suelo, originando imponentes chispas electrizadas las cuales provocaban una luz que brillaba incesante deslumbrando con determinación, y con una intensidad excepcional iluminaba el despertar de una mañana que se estrenaba más radiante de lo habitual. El hierro almogávar había comenzado su despertar, y enunciaba el momento previo al combate brutal que estaba a punto de entablarse. Alborozados, porque no solo habían despertado el hierro de sus armas sino también el de sus almas y corazones, observaban ansiosos a su caudillo a la espera de la consigna para atacar, mientras continuaban golpeando sus armas. La diferencia existente entre el número de combatientes de cada bando era considerable, porque mientras los almogávares eran tan solo doce, los sarracenos se  contaban por decenas, pero ello no les amedrentó. Matar con determinación o morir en el intento, este era su lema, no había término medio. Belián adelantándose a sus compañeros para encabezar la lucha levantó su coltell, y en un instante el color blanco predominante en todo rededor, ese blanco impoluto el cual pronto se teñiría de rojo, sobresalió resplandeciente, y del mismo modo se arrugó al oír las palabras que resonaban por todo el valle al grito ensordecedor, unánime y continuado, emitido por los almogávares mientras se abalanzaban contra los sarracenos: DISPIERTA FIERRO DISPIERTA!!! ARAGÓN!!!

El pavor sentido por el adversario ante esa demostración de luz y sonido inmovilizó a estos; el estupor y desconcierto causaron estragos, y a estos sentimientos se unió la desesperación al ser difícil de creer y de aceptar lo que en esos momentos les sucedía. Nadie se hallaba preparado para un lance como el acaecido, y todos ellos se desmoronaron en el vacío de la incredulidad. La conmoción de los primeros instantes cedió ante el frenesí, y tras este surgió el terror, porque al reaccionar comprobaron como los almogávares ya les habían lanzado sus dardos con tanta fuerza, pujanza y tan certeramente, que estos habían traspasado los escudos con los cuales se protegían y sus cotas de malla y riquísimas telas, de parte a parte, cuando no, con sus más horribles alaridos caían sobre ellos con espectaculares saltos causándoles la muerte. Nada, nada podían obrar ante semejantes bestias humanas. Advertían como sus compañeros sucumbían uno tras otro. Provistos de una energía descomunal los retenían paralizándoles, mientras con los coltell los degollaban. Temían, mucho más que a los dardos y a esos cuchillos, su destreza en el arte de la lucha, la dureza de sus embestidas, su valor indomable, su impetuosidad en la pelea y la ausencia de miedo a la muerte; esas eran armas contra las cuales desconocían cómo podían combatir y vencer, sin embargo resistieron hasta el final.

Los almogávares, infatigables, en un estado de euforia incontrolada no se detenían a descansar, y movían sus cabezas de un lado a otro continuamente buscando más sarracenos a quien matar. Estos suplicando les rogaban clemencia y perdón, sin embargo resultaban vanas estas peticiones porque todos ellos morirían. Transcurridas alrededor de tres horas de lucha el sol se coronó en lo alto, destacando y alumbrando el color rojo ya predominante sobre la nieve. La sangre se diseminaba en todas las direcciones regando la tierra de los almogávares, la tierra de Aragón. Se comprobó lo ya presumido por adelantado: había resultado una masacre. Ningún sarraceno sobrevivió, ningún almogávar pereció. Tras ayudar a sus compañeros heridos porque a ninguno se le abandonaba, al grito de ¡Aragón! saquearon el campamento; se hicieron con armas, comida y bienes, y más animados y felices que antes de comenzar la pelea se alejaron con su botín de allí. A los sarracenos los dejaron tendidos tal cual habían caído para servir de alimento a las aves rapaces y a los animales, porque hasta que estos llegaran, la mejor tumba era la más sencilla, y qué mayor sencillez que yacer postrados sobre tierra aragonesa…