Más allá de un affaire
Como era su costumbre, Eduarda Mansilla visitó a Laura a la
hora del té y la encontró de un ánimo peculiar; aunque en
apariencia soslayara el ataque de Lezica, lucía, sin embargo, muy
afectada. Eduarda no podía saber que la despedida con Roca el día
anterior la había dejado sumida en la angustia, no porque
desconfiara de la nobleza del general -estaba segura de que no
denunciaría a Nahueltruz-, sino porque, luego de la entrevista, no
sabía si, en realidad, quería terminar con él. Al prometerle que se
abstendría de denunciar a Nahueltruz, Roca había demostrado la
grandeza de su corazón y también su sentido de Justicia, porque,
más allá de que lo hiciera por ella, Roca había juzgado el papel de
Guor como el de un hombre que defendió el honor de su
mujer.
Ya extrañaba sus encuentros. La pasión que le había prodigado
con generosidad después de años de haber vivido sumida en la pena
le había devuelto en parte la esperanza perdida en Río Cuarto.
Extrañaba las conversaciones que sostenían después de hacer el
amor, intercambios intensos y sutiles que le habían dado la pauta
de la sagacidad del general. Lo extrañaba irremediablemente. Pero
nunca volvería a la casa de la calle Chavango porque hacerlo no
habría sido correcto. A pesar de su permanente desafío a los
cánones sociales y de su comportamiento anacrónico, Laura entendía
que, en ciertas ocasiones, había que obrar de acuerdo con aquellos
principios ancestrales que determinaban con tajante firmeza lo que
es bueno y lo que es malo, sin ambigüedades. De todos modos, ya
comenzaba a retribuir el favor había mandado llamar a Mario Javier
para instruirlo acerca de la postura que adoptaría La Aurora con respecto a las próximas elecciones
presidenciales.
–Mi madre está muy enfadada contigo -manifestó
Eduarda.
–¿Por qué?
–Leyó el último capítulo de La gente de
los carrizos, donde aseguras que el cacique Mariano Rosas es
hijo ilegítimo de mi tío Juan Manuel.
–Eso aseguraba la cacica Mariana, la madre de Mariano
Rosas.
–Mi madre asegura que es una calumnia.
–Doña Agustina -dijo Laura con gracia- no debería ofenderse
tan fácilmente cuando de la moralidad de su hermano se trata.
¿Acaso ella desconoce el rol que jugó la pobre Eugenia Castro
durante años en la quinta de San Benito? ¡Le dio siete hijos, por
Dios Santo! Todos sobrinos de ella y primos hermanos
tuyos.
–En mi casa nunca se habla de Eugenia Castro -admitió
Eduarda.
–Pues deberían ocuparse de esa pobre mujer. Ella y sus hijos
han vivido prácticamente de la caridad desde el 52. La vida ha sido
muy dura con ella. Tu tío le robó la niñez y la juventud, y la dejó
sola en el peor momento con una caterva de niños. Discúlpame,
Eduarda, eres la última persona con la cual deseo ser dura, pero me
irritan las hipocresías. Doña Agustina ya debería saber que su
hermano no sólo fue apasionado en su lucha contra los
unitarios.
–¿Qué noticias hay de Lezica? – preguntó Eduarda, y Laura
respeto que deseara acabar con el tema de la personalidad de su tío
Juan Manuel.
–Esta mañana vino a verme el comisario Cores, que esta a
cargo de la investigación. Parece que Lezica cruzó el río y ahora
está en Montevideo. No presenté cargos, sólo detallé los hechos.
Todo se ha resuelto muy convenientemente para mí y eso es lo que
cuenta.
–Intentó asesinarte, Laura.
–Estaba borracho Además, yo lo había llevado a un extremo
crítico al amenazarlo con develar su matrimonio secreto con esa
muchacha del campo. Su reacción fue lógica, máxime entrado en copas
como estaba.
–El señor Lezica resultó un cretino. Bien engañados nos tenia
a todos.
–No presentaré cargos -reiteró Laura-. No quería destruir a
Lezica, ni siquiera ahora es mi intención hacerlo a pesar del
espectáculo de anteanoche. Solamente quería que dejara de lado la
estupidez del matrimonio con Pura. Eso está logrado. Que cada uno
prosiga con su vida. Mi abogado, que estuvo presente durante la
visita del comisario Cores, me explicó que la policía y la Justicia
actuarán de oficio, más allá de que yo presente cargos o no. Pero
ya sabes que, si no hay quien instigue desde afuera, estas causas
terminan por languidecer y finalmente por desaparecer. Lezica tiene
muchos amigos en el gobierno. Alguno lo ayudará para que la causa
languidezca más temprano que tarde.
–Te has convertido en un paladín de nuestro sexo -expresó
Eduarda-. Aunque muchas mujeres callen para no enfadar a sus
maridos, sé que te admiran por tu valor y desenfado. Algunas ya se
preguntan cuál será tu próxima víctima entre los hombres, tu
próxima hazaña.
Laura suspiró y bebió un trago de té. De repente, Eduarda le
notó el cansancio en la mirada; había algo de melancolía
también.
–No más hazañas. No me resultan divertidas. Lo cierto es
-dijo, y su voz pareció debilitarse- que he sido demasiado
independiente. Ahora desearía que me mimasen y que me protegieran.
Ya me cansé de luchar sola, Eduarda.
María Pancha anunció a la señora Lynch, y Laura le indicó que
la hiciera pasar. Eugenia Victoria no venía sola; la acompañaba su
cuñada, Esmeralda Balbastro. Mientras le extendía una taza de té,
María Pancha miró a los ojos a Esmeralda y logró desconcertarla; se
suponía que el servicio doméstico no se tomaba la atribución de
mirar a los ojos a los patrones; la sumisión era requisito
sine qua non. Aunque, tratándose de la
sirviente personal de la señora Riglos, podía esperarse que saliera
de lo usual. En tanto, María Pancha pensaba: «Algún día le diré a
esta muchacha que ella y yo somos parientas». La madre de María
Pancha Sebastiana Balbastro, había sido prima hermana del abuelo de
Esmeralda. A diferencia de Laura, ella apreciaba a la viuda de
Romualdo Montes y no entendía el origen del encono; Esmeralda
siempre demostraba que la quería y admiraba. Celos, tal vez, pues
Laura había estado medio enamorada de su primo
mayor.
A Laura la incomodó la presencia de Esmeralda. Si bien nunca
le había caído en gracia, desde que ella y Lorenzo Rosas eran más
que buenos amigos la inquina se había acentuado. Mostró elemental
cortesía y se cuidó de no mirarla ni hablarle. Esmeralda, por su
parte, se limitaba a escucharla y estudiarla para luego elaborar un
informe acertado para Lorenzo, que le había pedido que concurriera
a la casa de la Santísima Trinidad para interiorizarse del estado
de su dueña. Pues bien, Laura lucía magnífica, como siempre. Aunque
una mirada más intensa y aguda habría descubierto que el esplendor
de meses atrás se había opacado; que la majestuosidad y el rigor
que inspiraba parecían ausentes de su porte, que ya no intimidaba
ni causaba miedo, y, lo que era más curioso, parecía haber perdido
el interés en hacerlo. Una sutil pero perceptible transformación se
había operado en ella. Eso también le diría a
Lorenzo.
Más tarde, faltando poco para la cena, María Pancha entró en
el dormitorio de Laura y le dijo que Blasco la aguardaba en el
vestíbulo. Laura, que acostumbraba a recostarse unos minutos antes
de cenar, se incorporó con pereza y se dirigió al
tocador.
–¿Por qué no lo has hecho pasar a la sala?
–No quiere, dice que en el vestíbulo está bien. Ayer vino a
buscarte tres veces. En la última oportunidad lo agarró tu tía
Dolores y le ladró como perro rabioso. Terminó
echándolo.
Laura se presentó en el vestíbulo e insistió en que pasaran a
la sala.
–Aquí estoy bien, señorita Laura. Sólo deseo hablar unas
palabras con usted. Disculpe la hora.
–Esta es mi casa, Blasco. Aquí se
hace lo que yo ordeno. Y ahora te ordeno que pases a la sala y te
pongas cómodo.
Se sentaron, y Laura pidió un aperitivo.
–Te quedarás a cenar.
–¡Oh, no! – exclamó Blasco, y las orejas se le pusieron
coloradas.
–Oh, sí -emuló Laura-. Si llegas a casarte con mi sobrina
Pura nosotros pasaremos a ser tu familia y compartiremos muchas
veladas juntos. Es hora de que te vayas
acostumbrando.
–Casarme con su sobrina Pura -repitió el muchacho con aire
abatido-. Creo que será imposible. Su primo, el señor Lynch, jamás
me aceptará.
–Blasco -dijo Laura con acento imperioso-, lo último que
deseo para mi sobrina es un hombre pesimista que no hace frente a
los escollos por juzgarlos demasiado grandes. ¡Ánimo, Blasco! Las
circunstancias están de nuestro lado, ¿es que no logras ver eso?
Después de haber desenmascarado a Lezica, el camino se allanó
notablemente.
–Sí, es cierto -concedió, carente de vehemencia-. Pero, usted
sabe, yo soy poca cosa para Pura. Ella está tan por encima de mí.
¿Que puedo ofrecerle? No quiero que pase necesidades ni que sea
infeliz por mi culpa. Yo… -pareció dudar-. En fin, después de haber
sido testigo de lo que les ocurrió a ustedes, a Nahueltruz y a
usted…
Laura levantó la mano y lo mandó callar.
–Disculpe -musitó Blasco, sin mirarla
Ninguno habló inmediatamente. El muchacho, por vergüenza.
Ella, porque estaba sumamente afectada. Blasco, de las pocas
personas que conocían en detalle los vaivenes de aquellos
vertiginosos días en Río Cuarto, se había cuidado de mencionarlo
desde su regreso en abril, es más, se había mantenido alejado e
indiferente. Desde el primer momento, había hecho manifiesto que
compartía el rencor de Nahueltruz Guor y que no deseaba reiniciar
la amistad. Tiempo más tarde, las circunstancias los habían
acercado. De todos modos, eso no le confería el derecho para
abordar un tema tan doloroso e irrumpir con comentarios que no
estaba preparada para escuchar.
–A ti y a Pura no les ocurrirá lo que a nosotros -expresó
casi en un susurro, y, de inmediato, agregó-. Ayer estuve con mi
primo, José Camilo Lynch, y accedió a recibirte en su casa como
festejante de su hija -Blasco levantó rápidamente la mirada, se le
había iluminado el rostro moreno y de nuevo tenía las orejas como
granadas-. Sí, es cierto. Te permitirá visitarla. Pero no voy a
mentirte, Blasco. El señor Lynch no mira con buenos ojos tu
cortejo. Quedará en tus manos destruir los prejuicios que se ha
formado respecto de tu persona. Deberás demostrarle que, además de
amar profundamente a su hija, estás dispuesto a progresar para
ofrecerle una vida digna de la hija de un Lynch. Mi primo no es de
la filosofía «Contigo pan y cebolla». Te ofrezco mi ayuda. Ya sabes
que cuentas con ella. Además -agregó, porque le pareció que Blasco
se había desmoralizado-, tú y Pura son jóvenes. Ella acaba de
cumplir quince años. Aún tienen mucho tiempo para conocerse.
Crecerán y madurarán juntos. Hay tiempo, Blasco -repitió, mientras
le palmeaba la mano-, mucho tiempo.
–¿Cuándo volveré a ver a su sobrina, señorita
Laura?
–Regresará a Buenos Aires pasado mañana junto a doña Luisa
del Solar. Podrás verla en la función de La
traviata en el Teatro Colón.
–¿Pasado mañana? ¿En el Teatro Colón? ¿El que está frente a
la Plaza de la Victoria? – Laura asintió-. Mañana mismo iré a
comprar la entrada. ¿Quedarán lugares o ya se habrán agotado?
Faltando tan poco y siendo La traviata tan
popular, dudo que queden entradas. No importa, me plantaré en la
puerta del teatro. Siempre hay gente que revende sus entradas. Así
sucedía en el Palais Garnier. Estoy dispuesto a pagar cualquier
precio, por exagerado que sea, todo para volver a verla. No
importa. Y si no consiguiese una entrada, entonces me quedaré en la
puerta para saludarla cuando la ópera haya terminado. Quizás doña
Luisa me permita escoltarlas hasta su casa.
–Toma un poco de aire, Blasco -sugirió Laura, entre risas-.
No hará falta que corras mañana a comprar ninguna entrada. Ocuparás
una de las butacas de mi palco. Y si logramos sortear la
persistente custodia de doña Luisa, podrás sentarte junto a mi
sobrina. Debo advertirte que mi prima, Eugenia Victoria, también
estará allí. No desfallezcas, ella no es de la misma opinión del
señor Lynch respecto de la relación de ustedes.
Blasco parecía refulgir de dicha Laura lo contemplaba
embelesada. Una sonrisa amplia y blanca le ocupaba el rostro. Sólo
en Río Cuarto Laura lo había visto sonreír de ese modo. Daba la
sensación de que se pondría de pie y comenzaría a saltar y a gritar
de alegría. Ella conocía con profundidad ese estado de plenitud, a
pesar de que hacía años que no lo experimentaba. No pudo evitar
sentir envidia, incluso resentimiento, que no iba dirigido a nadie
en particular, lo que resultaba sumamente frustrante. Quizás, la
única culpable de tanto dolor era ella misma.
–Esta felicidad me embarga de culpa -expresó Blasco, y Laura
supo que le haría una confesión que no deseaba escuchar-. Por
Nahueltruz, me refiero.
–Al igual que el señor Lynch, Guor tendrá que avenirse a tu
relación con Pura.
Blasco la miró confundido; era la dureza de la señorita Laura
lo que lo había desorientado. Además, sonó chocante que lo llamara
Guor y que se expresara de él como si se tratase de un
extraño.
–No me refiero a mi relación con su sobrina. Él ya se ha
avenido a la idea. Al menos así parece. De todos modos, Nahueltruz
está sufriendo cuando yo me siento tan feliz. Él ha sido un padre
para mí, me ha dado todo lo que tengo. A él le debo lo que soy. A
él le debo incluso haber conocido a Pura. Cuando digo que sufre me
refiero a que sufre por nuestro pueblo, por lo que pasó con ellos
mientras él se hallaba tan alejado de todo. Él sufre por su tío
Epumer, a quien tienen preso en Martín García. El senador
Cambaceres no ha podido conseguir el permiso para visitarlo. Ese es
su gran pesar. Sé que quizás se trate de una imprudencia de mi
parte, hasta podría tomarlo como una impertinencia, pero, ¿usted no
podría ayudarlo, señorita Laura? Usted cuenta con amigos entre la
gente de gobierno. Quizás podría hablar con alguno de ellos. Con el
general Roca, por ejemplo. Se dice que es su
amigo.
–Se dice que es mi amante.
Blasco se puso rígido. Laura, en cambio, prosiguió con
soltura, como si no hubiese dicho lo que dijo.
–No creo que Guor acepte mi ayuda. Desde que llegó a Buenos
Aires ha dejado en claro que mi presencia le es aborrecible. En
pocas palabras, Blasco, Guor me detesta.
–Él no la detesta, señorita. Está resentido, pero no la
detesta.
–No sé si quiero hablar de este tema
contigo.
–En un principio -prosiguió el muchacho-, yo también estaba
resentido con usted. A mí me tocó decirle a Nahueltruz que usted se
había casado con el doctor Riglos. Y lo vi sufrir. Lo vi llorar,
señorita. Cuando creía que yo dormía, Nahueltruz lloraba, un llanto
reprimido, casi silencioso, pero yo lo escuchaba igualmente. Jamás
pensé que un hombre como él pudiera llorar. Ahora entiendo que un
hombre también puede llorar, pero en aquel momento me afectó
profundamente. Supongo que, cuando él la perdió a usted, deseó
morir. – En un tono bajo, casi inaudible, agregó-: Creo que aún la
ama.
Dolores Montes entró en la sala y se detuvo repentinamente al
ver a Blasco.
–Ah, tía Dolores -dijo Laura, y se quitó las lágrimas
pasándose una mano impaciente por la mejilla-. ¿Por qué no me avisó
que el señor Tejada vino a visitarme ayer por la
tarde?
Dolores no respondió y se quedó mirándolos con
frialdad.
–Pídale a Esther -prosiguió Laura- que coloque otro lugar en
la mesa. El señor Tejada nos acompañará esta
noche.
–¿A cenar? – se escandalizó la mujer.
–Sí, a cenar. Vamos, tía, ¿qué espera? Incluso para usted lo
que acabo de decir es una orden fácil de entender.
A criterio de Roca, los porteños poseían la inútil cualidad
de imputar las culpas a las personas y situaciones más
disparatadas, errando de plano los verdaderos promotores del
conflicto. Así, achacaban a su candidatura todos los males que
asolaban al país. Personajes destacados como Bartolomé Mitre y
Rufino de Elizalde, ambos del Partido Nacionalista, aseguraban que
una “liga de gobernadores” pretendía imponer por el fraude y la
violencia a un general como presidente. Roca encontraba
irresponsable esta afirmación porque, viniendo de personalidades
tan destacadas y admiradas, servía para enardecer los ánimos de por
sí caldeados.
Por su parte, Sarmiento, aunque no era porteño, aprovechaba
la sazón para promocionar su segunda candidatura agregando su cuota
de jaleo al escándalo. Nada deseaba más que volver a ocupar el
sillón presidencial. Él sostenía que, cualquiera de las dos
propuestas, la de Roca o la de Tejedor, harían retroceder veinte
años al país, sumiéndolo nuevamente en la guerra civil. Y como
todos le temían a esa posibilidad, parecía factible que su deseo se
convirtiera en realidad.
A pesar de tener a grandes como Mitre y Sarmiento en contra,
Roca no se amilanaba, y, si bien no estaba solo, el mayor poderío
que lo acompañaba radicaba en su propia mesura y sensatez. Cierto
que sus enemigos no le daban tregua la corriente tejedorista
encontraba cabida en la mayoría de los diarios y pasquines
porteños, incluso en las escuelas, en los clubes y en cada hogar se
infundía la idea de que Roca representaba poco menos que al
demonio, mientras Carlos Tejedor se había convertido en el paladín
defensor de Buenos Aires. Eran tan burdas las objeciones en contra
de su propuesta que Roca no entendía cómo prosperaban, la población
se había idiotizado al son de discursos rimbombantes y vociferados.
Recordaba el viejo refrán L'argent fait la
guerre, que, infalible, le marcaba el norte en aquella rencilla
poco digna. Porque si bien se instaba a la población de Buenos
Aires a tomar armas en contra del Gobierno Nacional con la excusa
de la libertad y la independencia, el verdadero y antiguo motivo de
encono se escondía como un cobarde los ingresos aduaneros. A Roca
lo admiraba la ingenuidad de los porteños. ¿Acaso creían que si se
convertía en presidente de la República haría desaparecer a Buenos
Aires del mapa?
Esa mañana, Artemio Gramajo le había alcanzado los periódicos
más relevantes. El Mosquito, con sus
conocidas y mordaces caricaturas y La
Nación, de Bartolomé Mitre, que lo atacaban ferozmente, un
artículo del primero se inmiscuía en su vida privada y hasta
mencionaba abiertamente a la viuda de Riglos. El diario El Pueblo, de reciente creación para sostener la
campaña roquista, no se quedaba atrás y arremetía contra Tejedor
con la misma insidia. A Tejedor, sin embargo, era difícil
involucrarlo en affaires non sanctos fuera
del matrimonio, demasiado recto e inflexible para pillarlo en un
desliz de esa índole.
Roca apartó los periódicos con un gesto de desagrado. Lo
sorprendió encontrar bajo la pila un ejemplar de La Aurora, no se trataba de un periódico que Artemio
soliera llevarle. Esa mañana, en primera plana, había una columna
firmada por su director, Mario Javier, donde se comentaba la
reciente creación del Tiro Nacional en Palermo. «Resulta poco
propicia, – rezaba el artículo-, la creación de un predio para
aprender el manejo de armas de fuego en un momento en que la
población toda se encuentra exaltada y propensa a la violencia.
Esto demuestra la poca sensibilidad de un gobierno enceguecido en
su sed por alcanzar el poder nacional». Si bien en ninguna línea se
advertía el apoyo a Roca y su candidatura, la prosa manifestaba
explícitamente su rechazo a una propuesta de localismo exacerbado
que «sólo conducirá al quiebre de la Nación, con la consecuencia
inevitable de una guerra civil. ¿Cuánta sangre de hombres útiles
necesitamos derramar los argentinos para comenzar a ser un país
serio? ¿No basta la ya derramada?». En un artículo en la parte
interior del periódico se condenaba el accionar de un grupo de
hombres armados conocidos como “los rifleros”, que, en su camino
hacia el Tiro Nacional, se habían detenido bajo la ventana del
despacho del ministro de Guerra y Marina y habían vociferado
«¡Muera Roca!». «No se trata éste, – decía el artículo-, del
comportamiento digno de una sociedad democrática y republicana. En
fin, parece que algunos porteños cobardes se han olvidado del
espíritu que trataron de inculcarnos los hombres de Mayo e intentan
imponer en un país donde la palabra libertad es sagrada, su
voluntad antojadiza a fuerza de amenaza y
coerción.»
Un amanuense llamó a la puerta y anunció la llegada de la
señora Riglos. Roca soltó el periódico y se puso de
pie.
–Que pase, que pase -dijo, visiblemente
sorprendido.
Laura entró y detrás de ella se cerró la puerta. Nuevamente
solos Roca se aproximó y la besó casualmente en la mejilla. Laura,
sin mirarlo, sonrió con complicidad.
–¿Cómo estás?
–Bien.
–¿Tus hijos?
–Bien, gracias.
–¿Y Clara?
–Con ganas de irse a Córdoba
Laura se sentó en la silla indicada. Roca ocupó la butaca de
su escritorio frente a ella. A ambos le resultó extraña la
distancia que los separaba.
–¿Tomarás algo?
–No, Julio, gracias. No voy a quitarte demasiado tiempo. Sé
que estas muy ocupado.
–Ocupado en leer las apologías a mi persona. Tu interrupción
ha sido más que oficiosa. Comenzaba a creerme lo que se dice de
mí.
–Y de la viuda de Riglos -acotó Laura, y señaló rápidamente
el ejemplar de El Mosquito-. Lo leí esta
mañana. Mi tía Dolores lo mencionó frente a mis abuelos y a mi
madre durante el desayuno.
–Lo siento
–A mí me tiene sin cuidado. Es por ellos que me apeno, que le
dan tanta importancia a esos comentarios.
–De veras te importa bien poco, ¿no?
–Sabes que no me afecta lo que dicen los demás. Mi madre
asegura que es un defecto.
–Yo lo creo una virtud -dijo Roca.
–No lo estimo ni una virtud ni un defecto. Simplemente, soy
así. De todos modos, no quisiera que esos comentarios perjudicaran
tus propósitos.
–Los comentarios acerca de nuestra relación no perjudicarían
en un ápice algo que ya está demasiado complicado de por sí. Es
más, para la opinión pública podría significar una práctica de baja
calaña utilizar un chisme del cual no existen pruebas fehacientes
para manchar mi buen nombre y dañar la moral de mi familia. La
gente no se ha encariñado conmigo, pero lo ha hecho con mi mujer y
los chicos. Esta triquiñuela terminará por volverse en contra de
quienes la urden
Laura no estaba de acuerdo. Conociendo a los porteños, ella
sí consideraba que la mención del amorío podía
perjudicarlo.
–Creo que será la postura fanática de Tejedor lo que
terminará por volvérsele en contra.
–No estoy tan seguro -objetó Roca-. Los porteños han recibido
el fanatismo de Tejedor con los brazos abiertos. Es más, parecen
dispuestos a la lucha armada.
–Ni falta que hace que lo aclares. Antes de que saliera para
aquí, Ciro Alfano, un empleado de la Editora del Plata, llegó sin
aliento a casa para avisarme que los rifleros habían atacado a
pedradas la fachada de la editorial. Las consecuencias se limitan a
un escándalo de vidrios rotos y manipostería dañada. No es eso lo
que me fastidia, sino la farsa en la que decimos vivir ¿Adonde está
la mentada libertad de expresión que tanto pregonan los
constitucionalistas? ¿Por qué El Mosquito
puede decir de mí lo que se le antoja y cuando La Aurora, con respeto y decoro, da su opinión sólo
consigue que un grupo de salvajes lo ataquen? ¡Después dicen que
los indios son bárbaros!
–Mandaré poner una guardia a la puerta de la
editorial
–No, Julio. Esa medida sólo conseguirá empeorar las cosas.
Esta vez he decidido hacer la vista gorda.
–¡Pero no dejarás que esos cerdos se salgan con la suya! Es
sabido que la Editora del Plata es tu propiedad. ¿Qué harán la
próxima vez, lapidarte en plena calle Florida?
Roca estaba sinceramente contrariado y Laura se arrepintió de
haberle hecho el comentario. Pero esa sensación insoslayable que
experimentaba junto a él, esa seguridad y protección que Julio Roca
le inspiraba, la habían llevado a hablar. A veces, cuando el peso
de las responsabilidades se tornaba agobiante, la asaltaba la
necesidad de compartir la carga con él.
–Dejemos de lado ese tema. No merece nuestro tiempo ni
consideración. He venido a molestarte por otra cosa. He venido a
pedirte un favor.
–Lo que quieras.
–No te apresures Quizás no te encuentres tan dispuesto cuando
escuches qué tengo que pedirte. Hasta podrías ofenderte y enojarte
conmigo, echarme de tu despacho y no querer volver a verme nunca
más.
–Eso sería imposible. Siempre deseo verte.
Laura sonrió complacida, mientras buscaba las palabras para
comenzar su petitorio. Desde que tomó la decisión de usar su
amistad con Julio para conseguir el permiso para que Nahueltruz
visitara a su tío Epumer, había ensayado varios discursos. En ese
momento, frente a quien había sido su amante, nada de lo bosquejado
parecía apto.
–Se trata del indio, ¿verdad?
Laura asintió y no lo miró al decir:
–Es por eso que me resulta tan difícil exponerte mi pedido.
Temo abusar de nuestra amistad. Temo lastimarte.
–Vamos, dímelo. Me halaga que recurras a mí.
–Se trata del cacique Epumer Guor, tío de Nahueltruz, que se
encuentra prisionero en Martín García. Es un permiso de visita al
presidio de la isla lo que he venido a pedirte.
Roca asintió gravemente y, con un movimiento de mano, le
indicó que prosiguiese. Laura le contó acerca de la estrecha
relación que, desde niño, Nahueltruz había mantenido con el menor
de los hijos de Parné y de Mariana, heredero al trono a la muerte
de Mariano Rosas. Si bien no se había destacado como líder ranquel,
en nada comparable a Parné o a Mariano, Epumer era el último varón
de la dinastía y el más querido por Nahueltruz Guor. Debía
reconocerse que, al igual que Mariano Rosas, Epumer siempre había
bregado por la paz. No se trataba de un hombre de gran
discernimiento, pero en absoluto inútil. Su habilidad para trabajar
la madera era reconocida, como también su manejo del ganado vacuno
y equino. Por último, le dijo que desperdiciar a un hombre aún
joven y provechoso resultaba imperdonable.
–Es sabido que en Martín García las condiciones son
paupérrimas -prosiguió Laura- Supe que el año pasado debieron traer
a varios presos a Buenos Aires para que fueran tratados de fiebre
bubónica. Ninguno sobrevivió. En el caso de Epumer, sería un crimen
dejarlo morir cuando podría resultar útil en cualquier estancia o
chacra.
–Me parece que bregas por algo más que por un permiso de
visita. En realidad, estás bregando por su liberación -Laura no
comentó al respecto y se limitó a contemplarlo de manera
significativa-. Supongo -retomó el general- que, al acudir a mí,
estás utilizando tu último recurso.
–Eres el primero a quien acudo -manifestó Laura, y Roca
levantó las comisuras con aire irónico-. Aunque debo ser honesta e
informarte que las primeras gestiones las realizó el senador
Cambaceres a pedido de mi hermano Agustín.
–Y no consiguió nada.
–Nada -ratificó Laura-. No sé exactamente qué oficios inició
ni a quién recurrió para solicitar el permiso. Creo que Agustín
mencionó que el senador visitaría al ministro del
Interior.
–A Laspiur -añadió Roca-, mi enemigo mortal por estos
días.
–Oh.
–Laspiur apoya incondicionalmente la candidatura de Tejedor
porque él mismo ya se ve como vicepresidente.
–Entiendo -musitó Laura.
–Querida, no te desanimes. Laspiur no es el único con poder
para extender la autorización. No olvides que la isla Martín García
es predominantemente un asentamiento militar. Y yo soy el ministro
de Guerra y Marina. Si Cambaceres hubiera recurrido a mí, el
permiso ya habría sido concedido.
–Como no deseaba que mi nombre figurase en esta gestión (no
deseaba que figurase en absoluto, Julio)
-Roca asintió-. Bien, pues yo había pensado que hablases
directamente con el senador. Pero como no sé en qué términos están
tus relaciones con él, en fin.
–Por estos días es difícil saber con quién se cuenta,
querida. Pocos son los enemigos que muestran sus verdaderos
rostros. Pero deja de mirarme con esos ojos de cordero inmolado y
quita ese mohín de tus hermosos labios. Bien sabes que apenas
traspusiste esa puerta ya habías conseguido lo que venías a
pedir.
–No, no lo sabía. Más bien, me asaltaban toda clase de dudas
acerca de tu disposición para colaborar en un tema tan rispido
entre tú y yo.
–Ya ves que mi cariño va más allá de todo tema
rispido.
Laura sonrió, y Roca notó que se le coloreaban las
mejillas.
–Sin embargo, hay un aspecto que aún me preocupa -continuó
Laura-. ¿Cómo harás para explicar al senador Cambaceres tu
repentina piedad para con el indio Epumer, es decir, tu repentino
interés en otorgar el permiso para la visita?
–Me dijiste que es tu hermano, el padre Agustín Escalante,
quien pidió a Cambaceres que obtuviera la autorización,
¿verdad?
–Sí
–¿Y no es acaso cierto que el padre Agustín y yo somos amigos
de mis tiempos en el Fuerte Sarmiento en Río Cuarto? Pues bien,
diremos que alguien me comentó acerca del
gran ahínco con que el padre Agustín busca concertar ese encuentro
con el cacique Epumer y diremos también que alguien me contó que era el senador Cambaceres quien
lo ayudaba en las gestiones. Nadie sospechará de mi repentino
interés por el bienestar y el destino de un bárbaro que hasta hace
veinte minutos atrás me importaba un comino. Ahora bien -retomó el
general-, lo que sí podría resultar extraño es que un hombre como
Lorenzo Rosas, un hombre más bien extraño a la realidad argentina,
que ha vivido los últimos años en París, vaya a visitar a un hombre
como el cacique Epumer. Levantaría sospechas.
–Supongo que ése es un riesgo que Rosas ha decidido correr.
De todos modos, al igual que tú, él podría invocar su amistad con
mi hermano Agustín y decir que la gestión la realiza por orden y
cuenta de su gran amigo el padre Escalante. Además, nadie tiene por
qué enterarse de que Rosas visitará Martín García.
–Por supuesto -acordó Roca-, nadie tiene que saberlo. A
excepción, claro está, del senador Cambaceres.
Laura se puso de pie Roca la imitó con
presteza.
–¿Ya te vas?
–Sí, Julio. Te he entretenido demasiado con mis asuntos.
Además, debo ir a prepararme. La función en el Colón será en pocas
horas. ¿Irás?
–Clara no me perdonaría si no lo hiciera. Tiene gran interés
en ver La traviata.
–¿Estarás en el palco oficial?
–Así es, junto a Avellaneda y su mujer.
–Nos encontraremos allí, entonces. Y podremos mirarnos frente
a frente, ya que el palco oficial se opone al mío -dijo
Laura.
–Y dejaremos que los demás nos miren como si fuéramos
fenómenos de feria -acotó el general-. En especial en un día como
hoy en el que El Mosquito se ha atrevido a
mencionar tu nombre tan abiertamente relacionado al mío. Y hasta
quizás podríamos escandalizarlos un poco si tú me arrojases un beso
y yo te lo devolviera.
Laurá se rió y el general, en un impulso, la besó ligeramente
en los labios.
–Será divertido -dijo Laura- convertirse en el blanco de
todos los binoculares del teatro.
Cruzaron el despacho en silencio, uno al lado del otro. Cerca
de la puerta, Julio Roca la obligó a detenerse y le confesó al
oído.
–No me acostumbro a este trato tan civilizado y amistoso
cuando no hace tanto eras mía en la casa de
Chavango.
Laura le apoyó la mano sobre la mejilla y lo
acarició.
–De una u otra forma, siempre voy a ser tuya, Julio. Ocupas
un lugar preponderante en mi corazón. No creas que para mí es fácil
dejar de lado nuestros encuentros. Te extraño tanto. Extraño la
pasión que compartíamos y también echo de menos tu compañía y
nuestras pláticas.
–Pero no volverás a la casa de Chavango,
¿verdad?
–No
–Aquel asunto -dijo Roca-, el que tocamos en nuestro último
encuentro -Laura asintió, y resultó fácil entrever su ansiedad
reprimida-. Pues bien, ese asunto está
finiquitado.
–Gracias, Julio -y lo besó en la mejilla, cerca de la
comisura de la boca.
Y como si él hubiese estado agazapado esperando esa pequeña
debilidad de ella, le envolvió la cintura con un brazo y,
aferrándole la nuca con la mano, se apoderó de su boca con
intemperancia. Laura soltó un quejido ahogado, pero no intentó
resistirlo. Cedió casi de inmediato, abandonándose al placer que le
prodigaba la intimidad con ese hombre. La rudeza del primer momento
desapareció, y la pasión de meses atrás tomó su lugar. Cuando se
separaron, Roca la miró con provocación, como desafiándola a
quejarse. Pero ella no dijo nada. Se mesó el cabello y se alisó la
falda, y caminó los últimos pasos hasta la puerta.
–Laura -dijo Roca-, no quiero que La
Aurora siga mostrando su inclinación por mi candidatura. La
situación es tensa y más grave de lo que muchos quieren aceptar. Lo
que los rifleros hicieron hoy en la fachada de la Editora del Plata
es sólo una pequeña muestra de lo que son capaces si se les da la
excusa. No deseo que te expongas. No lo permitiré.
–No tengo miedo, Julio. La Aurora
seguirá manifestando su opinión como siempre lo ha hecho, como, se
supone, tiene derecho a hacerlo en una nación que se reputa de
civilizada.
–¡Laura, por amor de Dios! No seas incrédula. Los civilizados
de días atrás se convertirán en salvajes para defender lo que tanto
codician. Lo que sucede es que no eres consciente de lo que podría
sucederte.
El general repasó las distintas alternativas, pero se abstuvo
de expresarlas a viva voz. Aunque Laura se mostrara intrépida, él
sabía que su naturaleza era sensible y frágil.
–¿Tanto te importa ese indio que por agradecimiento eres
capaz de arriesgarte de esta forma? Porque lo haces por
agradecimiento, ¿verdad? Sólo eso te mueve -agregó, sin ocultar el
reproche y la decepción.
–En parte -replicó Laura, muy serena-. Pero si me conocieras
profundamente, sabrías que no lo hago sólo
por eso. Lo hago también porque estoy convencida de que eres el
presidente que la Argentina necesita en este momento. Harás grandes
cosas por este país, lo sé, te conozco. Una vez te dije que, aunque
discrepáramos en ciertas cuestiones, yo te admiraba y respetaba.
Nunca habría sido tuya en caso contrario. Te dije también que me
parecía una cualidad inapreciable de tu persona que llevaras a cabo
tus propósitos guiado por principios y convicciones claros y
firmes. No me cabe duda de que lucharás por la presidencia movido,
en parte, por el orgullo y el afán de poder que todos los hombres
con ambiciones y horizontes amplios tienen derecho a tener, pero
también sé que lucharás por la presidencia porque estas enamorado
de tu patria. Eres un hombre sensato, práctico e inteligente,
llegarás a donde te has propuesto. Conseguiste tenerme en tu cama,
terminaste con el problema del indio, y ahora serás presidente no
importa a quién tengas que enfrentar. Además -agregó, dejando de
lado el tono circunspecto-, sólo me gusta apostar a los que sé que
ganarán.
Roca le tomó el rostro con ambas manos y volvió a besarla,
esta vez con delicadeza, sin visos de celos ni pasión. Por fin,
abrió la puerta. El amanuense, que escribía en un escritorio
apartado, se puso de pie y estudió a Laura con
admiración.
–Y espero, general -habló ella, con gesto iracundo-, que, de
acuerdo a lo que me ha prometido, tome cartas en el asunto. Resulta
inadmisible que un pasquín como lo es El
Mosquito deshonre el apellido de mi esposo, que fue un hombre
honorabilísimo, y arroje mi reputación a los perros con la única
finalidad de perjudicarlo a usted en las próximas elecciones. Las
artimañas de estas personas son tan infames como
ellos.
Ante la inesperada representación de Laura, Roca sufrió un
momento de desconcierto. Enseguida se repuso y aseguró
vehementemente que se encargaría de interponer una demanda por
calumnias e injurias en contra del mencionado periódico. Antes de
abandonar el recinto, Laura se dio vuelta y, aprovechando la
distracción del amanuense, guiñó un ojo al general, que tosió para
ocultar la risa.
Roca volvió a su despacho y le ordenó al empleado que lo
siguiera. El muchacho entró con un lápiz y un anotador en la
mano.
–Ordene, general.
–Escribirás una esquela al senador Cambaceres donde le
expresarás mi deseo de entrevistarme con él lo antes
posible.
–Sí, general.
El amanuense salió del despacho y Roca echó llave a la
puerta. Necesitaba un momento a solas, sin riesgo de inoportunas
interrupciones. Se sirvió una copa de coñac y se estiró en el sofá.
Pensó en Laura, en el favor que ya le había hecho y en el que iba a
hacerle. Conseguir un permiso para visitar a un presidiario de
Martín García era nada comparado con lo que ya había hecho por ella
ocultar la identidad del asesino del coronel Hilario Racedo e
informarlo como muerto en los legajos correspondientes. En este
tema, se había arrogado los atributos de un juez. Quizás debería
haberlo denunciado, porque, si era verdad que Guor había defendido
a Laura de la lascivia de Racedo, lo habrían absuelto en cualquier
juzgado. No, no era cierto. Justicia para un indio en el mundo de
los cristianos era una quimera. El juicio se convertiría en una
pantomima. La historia se encarga de mostrar que una raza nunca ha
sido imparcial juzgando a otra, menos aún cuando tanta sangre se ha
derramado. En esos casos, el velo de la Justicia cae y la balanza
se inclina escandalosamente. Roca se conformó pensando que había
procedido correctamente. Él confiaba en Laura, que nunca le había
mentido, la sinceridad había caracterizado su relación desde el
principio. Ella era de las personas más genuinas y llanas que
conocía. Y Racedo. A él también lo había conocido.
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