Je l'adore
–Pienso a menudo en la imagen de la que nunca hablo. Siempre
esta ahí, en el mismo silencio. Es la única imagen de mí que me
gusta, la única en la que me reconozco, la única que me causa
placer. Ahora soy una Laura tranquila y sensata que ha tomado el
lugar de aquella jovencita bulliciosa e impulsiva que amó locamente
y que se dejó amar. El vendaval se ha convertido en un atardecer de
verano.
–Con los años llega la sensatez -apuntó María
Pancha.
–No me he vuelto sensata por hacerme más vieja, y tú lo
sabes. Peor que haber perdido a Nahuel, peor que el matrimonio con
Julián han sido estos años de aparentar un sentimiento que no
existe, una fortaleza, un conformismo y una alegría que intento
transmitir cuando en realidad el dolor me esclaviza. Quizás lo hago
por orgullo, no me gusta que sepan que tengo problemas. Alguien me
dijo una vez que el dolor, si no nos mata, ayuda a templarnos, a
convertirnos en personas más fuertes. Es cierto, pero también barre
con nuestra sensibilidad y nos transforma en seres inertes. Estoy
exhausta de mostrar una realidad que no existe. Vivo mintiendo. La
frase de Shakespeare «¡Qué bueno es estar triste y no decir nada!»,
ya no me parece tan sabia. Yo quiero gritar mi dolor a los cuatro
vientos.
–Los asuntos que quedan sin resolver siempre nos atormentan,
como ánimas en pena que no aceptan su tumba para el descanso final.
Deberías enfrentar al indio y decirle que lo que hiciste lo hiciste
para salvarlo.
–Los hechos son más contundentes que las palabras -replicó
Laura-. Me casé con Julián y lo abandoné a él. Eso es lo que
cuenta.
–¡Necia! – se mosqueó María Pancha-. ¿Acaso has olvidado que
tu esposo te amenazó? ¿No recuerdas que juró que lo denunciaría a
los militares si no accedías a casarte con él? ¿Debo recordártelo,
Laura?
–Sucumbí fácil y rápidamente a sus extorsiones -se reprochó-.
Debería haber buscado otra salida. Pero nunca,
nunca debería haber abandonado a Nahueltruz. Cuando lo dejé ir,
perdí mi única posibilidad de ser feliz.
A mediados de mayo, Magdalena le confió a Laura que Nazario
Pereda le había propuesto matrimonio y que ella había aceptado. Se
casarían en agosto y, luego de la luna de miel en Río de Janeiro,
se instalarían en casa de Nazario. Laura fue presa del pánico.
Durante esos días de reclusión, las pocas personas con quienes
platicaba constituían los pilares de su vida. Magdalena, con su
silenciosa mansedumbre, se había acercado a Laura guiada por el
instinto de madre que le indicaba que su hija atravesaba un mal
momento y, pese a saber que Laura no le abriría el corazón, le
resultaba suficiente saber que su compañía y charla intrascendente
eran un consuelo para ella.
–¿Por qué vivir en lo de Nazario cuando en esta casa sobran
las habitaciones? – se empecinó-. De ninguna manera. Nazario y
usted vivirán aquí, conmigo. Remozaremos la habitación, ampliaremos
la sala de baño, compraremos muebles nuevos, lo que sea necesario,
pero no se irá. No me dejará, mamá, no podré
soportarlo.
–Hija, ¿cómo puedes decir que te dejaré cuando lo de Nazario
está a tres cuadras de aquí? Además, pronto te casarás y también te
irás, seguirás tu camino y me dejarás atrás, como debe ser. Yo
postergué mucho tiempo mi vida, Laura. ¿No me permitirás tomar esta
oportunidad?
Laura no se reconcilió fácilmente con la idea de que su madre
dejara la Santísima Trinidad, siempre había supuesto que, luego del
matrimonio con Nazario Pereda, Magdalena seguiría viviendo allí. Se
tornó fría, casi mal educada con su futuro padrastro, que soportaba
benévolamente sus desplantes de niña. Fueron necesarias muchas
noches de razonamientos por parte de María Pancha para que Laura se
aviniera a la idea de que su madre tenía derecho a ser
feliz.
–Siempre pierdo a los que amo -se lamentó-. Júrame, María
Pancha, que tú nunca me dejarás. ¿Qué haría si no te tuviera? – se
preguntó, aferrada a la cintura de su criada.
–Tendrás que soportarme muchos años. Dicen que los hotentotes
somos longevos por naturaleza.
–¡Bendita sea la sangre hotentota!
Sólo cuando Agustín le confió que Nahueltruz y él partirían
hacia Tafí Viejo, Laura cedió a los ruegos de su abuela y le
permitió invitar a tía Carolita y a su gavilla de aristócratas
europeos a cenar. Por nada se habría sometido a la humillación de
una negativa de Guor. Para su sorpresa, Blasco Tejada aceptó,
motivado por el deseo de encontrarse con Pura Lynch, que a su vez
contemplaba al joven Blasco con beneplácito. Luego de la cena,
mientras bebían coñac en la sala, Laura se acercó al muchacho y le
sonrió.
–A pesar de que ya eres todo un hombre, un verdadero
caballero -remarcó-, te habría reconocido en cualquier parte y
circunstancia, tanto recuerdo nuestros días en Río Cuarto. Apuesto
a que, debajo de esa levita tan elegante, aún llevas el amuleto de
dientes de puma y tigre.
La piel morena de Blasco se tornó carmesí. Con los años se
había vuelto tímido y corto de genio; la proximidad de la señorita
Laura, como él seguía llamándola en sus pensamientos, y esa calidez
que le transmitían su sonrisa y sus palabras, lo dejaron mudo, en
parte avergonzado por el buen trato de la señorita cuando él había
sido tan descortés.
–No, no lo llevo -balbuceó, y sonó más tajante de lo que
habría querido-. Hace años que me lo quité. Ya no creo en esas
cosas.
Laura se decepcionó; ella jamás se separaba del suyo. Tanteó
el escote de su vestido y palpó la dureza de la alpaca contra la
seda.
–¿Estás cómodo en casa de mi tía Carolita?
–Madame Beaumont es toda generosidad y encanto, y nos atendió
como si fuéramos reyes mientras nos hospedamos en su
casa.
–¿Adonde te hospedas ahora? – se extrañó
Laura.
–El señor Rosas alquiló una casa en la calle de Cuyo, casi en
la esquina con la de las Artes.
–Muy conveniente ya que queda cerca de lo de Lynch. ¿No es
ahí donde mis sobrinas se reúnen para sus clases de
francés?
–Sí -contestó Blasco- Dos veces por semana.
–¿Cómo están Miguelito y Lucero?
–Muy bien, señora. Ya se instalaron en la quinta de
Caballito.
No seguiría indagando. Aunque por primera vez desde su
reencuentro, Blasco Tejada se mostraba predispuesto, no permitiría
que Guor pensara que ella trataba de sonsacar a sus íntimos para
averiguar acerca de él, más allá de que moría por saber cuándo
regresaría de Tafí Viejo y qué diablos era eso de la quinta de
Caballito.
Al ver a Blasco con su tía Laura, Pura se atrevió a
acercarse. Durante la comida lo había admirado desde un extremo de
la mesa, mientras observaba los esfuerzos del joven profesor para
seguir la conversación de doña Luisa del Solar y no encontrarla a
ella con la mirada. Más tarde, en el salón, cuando los hombres se
apartaron para fumar y beber y las mujeres para bordar o jugar a
las cartas, Pura creyó perdida toda oportunidad de abordarlo. Media
hora después, su tía Laura se la brindó en bandeja cuando,
espontáneamente, buscó la compañía del muchacho.
Pura tenía que acercarse y entregarle la carta que le había
escrito. No se trataba de un impulso osado sino de la contestación
a la nota que esa tarde, mientras leían un capítulo de Les miserables con las cabezas muy próximas, Blasco
le había deslizado en la palma de la mano por debajo de la mesa.
Pura aguardó a que terminara la clase y que sus primas y el
profesor se retiraran para encerrarse en su habitación a leerla.
Abrió el papel y sólo encontró una línea “Je
l'adore”. La nota de Pura, aunque más extensa, era igualmente
inflamada.
Pura se detuvo junto a Blasco y le preguntó a Laura acerca
del nuevo óleo de Turner colgado detrás de ellos, una flamante
adquisición realizada en la casa de remates Christie's en Londres por el agente de Laura, lord
Edward Leighton. Se concentraron en el cuadro y, mientras Laura
destacaba los aspectos del paisaje inglés, Pura introdujo la nota
en el bolsillo de la levita de Blasco. Laura notó el intercambio,
pero, sin variar el tono de voz, prosiguió con su exposición acerca
de los efectos de la luz y de la perspectiva en la pintura. Minutos
después, como resultaba evidente que a nadie le interesaba Turner y
su destreza para pintar paisajes, Laura se excusó y los dejó
solos.
Las notas amorosas en francés continuaron, y también las
declaraciones con doble sentido, las lecturas de libros románticos,
las miradas de soslayo y las más atrevidas y directas. Pronto,
Eulalia, Dora y Genara, también alumnas del profesor Tejada, se
convirtieron en cómplices y, con estratégicas ubicaciones, se
encargaban de ocultar a la pareja de los quevedos de la abuela
Celina, que siempre bordaba durante las clases, un ojo en la labor,
otro sobre sus nietas. Celina, sin embargo, se percató de que en la
mesa de estudio se escuchaban con mayor frecuencia suspiros,
sonrisitas estúpidas y palabras susurradas, y que, cuando levantaba
la vista, se topaba con mejillas sonrojadas, ojos chispeantes,
labios húmedos y manos trémulas. Algunos carraspeos nerviosos y
ciertos comentarios más bien explícitos por parte de la señora
Celina dieron la voz de alerta a Blasco, que no deseaba perder la
gracia de los Lynch. De inmediato cortó con la fluida
correspondencia, las miradas intencionadas y las frases con doble
sentido para volverse un circunspecto y exigente profesor de
francés. Pura, convencida de que su amado Blasco había dejado de
quererla, le confesó a su prima Genara que eso de «morir de amor»
era posible.
Mario Javier, apiadándose del estado lastimero de su amigo
Blasco, le comentó que la mulata coja que vendía confituras a la
salida de misa en San Ignacio y que espantaba las moscas con un
plumero, también hacía de estafeta sentimental. Blasco, que desde
sus días en el colegio jesuíta de Fontainebleau no iba a misa, se
presentó el domingo siguiente en la iglesia cuando las beatas
todavía decían el rosario y se apostó en la puerta para ver entrar
a la familia de José Camilo Lynch. Eulalia y Dora le habían
asegurado que sus tíos frecuentaban la misa de diez. Previamente,
había engatusado con varias monedas a Ña Micaela, la mulata coja
que vendía confituras.
–Y, dígame, señorito Blasco, ¿cuál es la moza a la que tengo
que entregar el mensajito?
–Su nombre es Pura Lynch. Yo se la señalaré a la salida de
misa.
–¡Ni falta que hace, señorito! La conozco bien, la más grande
de La Eugenia Victoria Montes, que las conozco a todas. Ya se
imaginará la de añares que hace que estoy aquí vendiendo mis
delicias.
–Y no se olvide de envolver dos confituras de coco con la
nota insistió Blasco, Genara aseguraba que eran la perdición de su
prima.
Para Blasco, los únicos que participaban de la misa esa
mañana eran los Lynch, la única que contaba, Purita, hermosa en su
vestido de blonda amarilla y mantilla de encaje blanco. Sus manos
enguantadas que sostenían un breviario de tapas nacaradas temblaban
y, aunque la mantilla le ocultaba el rostro, Blasco no tenía
dificultades en imaginar el movimiento nervioso de sus labios y el
bailoteo de sus pestañas.
Con sólo mirarlo una vez, Pura supo que Blasco aún la amaba.
Primero la sorpresa de encontrarlo en la puerta de San Ignacio la
hizo trastabillar pero una mano rápida de su padre la sostuvo. Más
tarde, al sentir los ojos de Blasco sobre la nuca, no le quedó duda
de que estaba allí por ella. Blasco no habría sabido si el
sacerdote daba el sermón o rezaba el Padrenuestro; todos sus
sentidos se dedicaban a mirar, oler, percibir, saborear a esa
criatura perfecta a escasos metros de su banco. Por fin el
sacerdote pronunció las ansiadas palabras “Ite,
misa est” y la feligresía comenzó a dispersarse. Blasco se
escabulló hacia el atrio, cruzó la calle del Potosí y se ubicó bajo
un tilo frente al puesto de Ña Micaela, que lo miró de soslayo
mientras pregonaba y sacudía el plumero sobre la
mercadería.
Pura salió del templo junto a su familia y, aunque saludaba a
parientes y amigos, el entrecejo fruncido a causa del persistente
sol y sus continuos movimientos de cabeza dieron la pauta a Blasco
de que lo buscaba con afán. Ña Micaela vendía sus confituras sin
prestar atención a los movimientos de la muchacha, tanto que Blasco
pensó que no la llamaría. A su debido tiempo, Pura pasó cerca del
puesto y la mulata la saludó cordialmente.
–No voy a comprar nada hoy, Ña Micaela -se disculpó
Pura.
–Si no quiero que me compres naa, niña Tengo algo pa'ti, algo
que un caballero me ha confiao pa'que te lo dé.
Pura se aproximó al puesto, aferró el pequeño envoltorio y
dio la espalda al gentío antes de abrirlo dos confituras de coco,
sus preferidas, y una nota en francés. Lágrimas le asaltaron los
ojos y sintió deseos de pronunciar el nombre de su
amado.
–Allí está el mozo, que te va a gastar de tanto
mirarte.
Pura se llevó una confitura a los labios y la mordió
sensualmente, cerró los ojos e hizo una mueca de placer cuando el
dulce se diluyó en su boca. Blasco seguía los movimientos y gestos
de Pura con cara de tonto y la boca hecha agua.
Las misas de diez en San Ignacio se sucedieron sin
interrupción al igual que las dos confituras de coco y las notas en
francés. Cada domingo, Blasco se sometía al mismo suplicio,
contemplar a la distancia a su adorada Pura mientras ella saboreaba
el dulce. De noche, solía tener sueños eróticos y despabilarse con
el sexo entumecido. Durante las clases de francés, vestía su
disfraz de respetable profesor, y ya no resultaban necesarios los
carraspeos nerviosos ni las frases intencionadas por parte de la
abuela Celina. Las alumnas y el profesor se comportaban con decoro
indiscutible. No obstante, cuando la doméstica traía la bandeja con
el servicio del té, Pura deslizaba subrepticiamente en el plato con
masas la confitura de coco, la que no había comido a la salida de
misa, y tanto Eulalia como Dora y Genara sabían que no podían
tocarla. Esa era de Blasco.
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