CAPÍTULO XI.


Je l'adore

Confinada en la casa de la Santísima Trinidad, Laura manejaba sus asuntos a través de esquelas y mensajeros, rechazaba cuanta invitación le extendían y salía en contadas ocasiones, para misa o en caso de extrema necesidad. Recibía a pocas personas, quienes la mantenían en contacto con el mundo exterior, entre ellos, Eduarda Mansilla y Ventura Monterosa. Mayormente leía y escribía y ayudaba a su abuela Ignacía a cuidar el jardín. Conocía demasiado bien su vulnerabilidad para aventurarse nuevamente en presencia de Guor. Ya no deseaba esas miradas displicentes ni un discurso como el del hotel Roma. Sólo con María Pancha se sinceraba y, mientras la criada le cepillaba el pelo cada noche, se animaba a decir en voz alta lo que le había dado vueltas en la cabeza durante el día.


–Pienso a menudo en la imagen de la que nunca hablo. Siempre esta ahí, en el mismo silencio. Es la única imagen de mí que me gusta, la única en la que me reconozco, la única que me causa placer. Ahora soy una Laura tranquila y sensata que ha tomado el lugar de aquella jovencita bulliciosa e impulsiva que amó locamente y que se dejó amar. El vendaval se ha convertido en un atardecer de verano.

–Con los años llega la sensatez -apuntó María Pancha.

–No me he vuelto sensata por hacerme más vieja, y tú lo sabes. Peor que haber perdido a Nahuel, peor que el matrimonio con Julián han sido estos años de aparentar un sentimiento que no existe, una fortaleza, un conformismo y una alegría que intento transmitir cuando en realidad el dolor me esclaviza. Quizás lo hago por orgullo, no me gusta que sepan que tengo problemas. Alguien me dijo una vez que el dolor, si no nos mata, ayuda a templarnos, a convertirnos en personas más fuertes. Es cierto, pero también barre con nuestra sensibilidad y nos transforma en seres inertes. Estoy exhausta de mostrar una realidad que no existe. Vivo mintiendo. La frase de Shakespeare «¡Qué bueno es estar triste y no decir nada!», ya no me parece tan sabia. Yo quiero gritar mi dolor a los cuatro vientos.

–Los asuntos que quedan sin resolver siempre nos atormentan, como ánimas en pena que no aceptan su tumba para el descanso final. Deberías enfrentar al indio y decirle que lo que hiciste lo hiciste para salvarlo.

–Los hechos son más contundentes que las palabras -replicó Laura-. Me casé con Julián y lo abandoné a él. Eso es lo que cuenta.

–¡Necia! – se mosqueó María Pancha-. ¿Acaso has olvidado que tu esposo te amenazó? ¿No recuerdas que juró que lo denunciaría a los militares si no accedías a casarte con él? ¿Debo recordártelo, Laura?

–Sucumbí fácil y rápidamente a sus extorsiones -se reprochó-. Debería haber buscado otra salida. Pero nunca, nunca debería haber abandonado a Nahueltruz. Cuando lo dejé ir, perdí mi única posibilidad de ser feliz.

A mediados de mayo, Magdalena le confió a Laura que Nazario Pereda le había propuesto matrimonio y que ella había aceptado. Se casarían en agosto y, luego de la luna de miel en Río de Janeiro, se instalarían en casa de Nazario. Laura fue presa del pánico. Durante esos días de reclusión, las pocas personas con quienes platicaba constituían los pilares de su vida. Magdalena, con su silenciosa mansedumbre, se había acercado a Laura guiada por el instinto de madre que le indicaba que su hija atravesaba un mal momento y, pese a saber que Laura no le abriría el corazón, le resultaba suficiente saber que su compañía y charla intrascendente eran un consuelo para ella.

–¿Por qué vivir en lo de Nazario cuando en esta casa sobran las habitaciones? – se empecinó-. De ninguna manera. Nazario y usted vivirán aquí, conmigo. Remozaremos la habitación, ampliaremos la sala de baño, compraremos muebles nuevos, lo que sea necesario, pero no se irá. No me dejará, mamá, no podré soportarlo.

–Hija, ¿cómo puedes decir que te dejaré cuando lo de Nazario está a tres cuadras de aquí? Además, pronto te casarás y también te irás, seguirás tu camino y me dejarás atrás, como debe ser. Yo postergué mucho tiempo mi vida, Laura. ¿No me permitirás tomar esta oportunidad?

Laura no se reconcilió fácilmente con la idea de que su madre dejara la Santísima Trinidad, siempre había supuesto que, luego del matrimonio con Nazario Pereda, Magdalena seguiría viviendo allí. Se tornó fría, casi mal educada con su futuro padrastro, que soportaba benévolamente sus desplantes de niña. Fueron necesarias muchas noches de razonamientos por parte de María Pancha para que Laura se aviniera a la idea de que su madre tenía derecho a ser feliz.

–Siempre pierdo a los que amo -se lamentó-. Júrame, María Pancha, que tú nunca me dejarás. ¿Qué haría si no te tuviera? – se preguntó, aferrada a la cintura de su criada.

–Tendrás que soportarme muchos años. Dicen que los hotentotes somos longevos por naturaleza.

–¡Bendita sea la sangre hotentota!

Sólo cuando Agustín le confió que Nahueltruz y él partirían hacia Tafí Viejo, Laura cedió a los ruegos de su abuela y le permitió invitar a tía Carolita y a su gavilla de aristócratas europeos a cenar. Por nada se habría sometido a la humillación de una negativa de Guor. Para su sorpresa, Blasco Tejada aceptó, motivado por el deseo de encontrarse con Pura Lynch, que a su vez contemplaba al joven Blasco con beneplácito. Luego de la cena, mientras bebían coñac en la sala, Laura se acercó al muchacho y le sonrió.

–A pesar de que ya eres todo un hombre, un verdadero caballero -remarcó-, te habría reconocido en cualquier parte y circunstancia, tanto recuerdo nuestros días en Río Cuarto. Apuesto a que, debajo de esa levita tan elegante, aún llevas el amuleto de dientes de puma y tigre.

La piel morena de Blasco se tornó carmesí. Con los años se había vuelto tímido y corto de genio; la proximidad de la señorita Laura, como él seguía llamándola en sus pensamientos, y esa calidez que le transmitían su sonrisa y sus palabras, lo dejaron mudo, en parte avergonzado por el buen trato de la señorita cuando él había sido tan descortés.

–No, no lo llevo -balbuceó, y sonó más tajante de lo que habría querido-. Hace años que me lo quité. Ya no creo en esas cosas.

Laura se decepcionó; ella jamás se separaba del suyo. Tanteó el escote de su vestido y palpó la dureza de la alpaca contra la seda.

–¿Estás cómodo en casa de mi tía Carolita?

–Madame Beaumont es toda generosidad y encanto, y nos atendió como si fuéramos reyes mientras nos hospedamos en su casa.

–¿Adonde te hospedas ahora? – se extrañó Laura.

–El señor Rosas alquiló una casa en la calle de Cuyo, casi en la esquina con la de las Artes.

–Muy conveniente ya que queda cerca de lo de Lynch. ¿No es ahí donde mis sobrinas se reúnen para sus clases de francés?

–Sí -contestó Blasco- Dos veces por semana.

–¿Cómo están Miguelito y Lucero?

–Muy bien, señora. Ya se instalaron en la quinta de Caballito.

No seguiría indagando. Aunque por primera vez desde su reencuentro, Blasco Tejada se mostraba predispuesto, no permitiría que Guor pensara que ella trataba de sonsacar a sus íntimos para averiguar acerca de él, más allá de que moría por saber cuándo regresaría de Tafí Viejo y qué diablos era eso de la quinta de Caballito.

Al ver a Blasco con su tía Laura, Pura se atrevió a acercarse. Durante la comida lo había admirado desde un extremo de la mesa, mientras observaba los esfuerzos del joven profesor para seguir la conversación de doña Luisa del Solar y no encontrarla a ella con la mirada. Más tarde, en el salón, cuando los hombres se apartaron para fumar y beber y las mujeres para bordar o jugar a las cartas, Pura creyó perdida toda oportunidad de abordarlo. Media hora después, su tía Laura se la brindó en bandeja cuando, espontáneamente, buscó la compañía del muchacho.

Pura tenía que acercarse y entregarle la carta que le había escrito. No se trataba de un impulso osado sino de la contestación a la nota que esa tarde, mientras leían un capítulo de Les miserables con las cabezas muy próximas, Blasco le había deslizado en la palma de la mano por debajo de la mesa. Pura aguardó a que terminara la clase y que sus primas y el profesor se retiraran para encerrarse en su habitación a leerla. Abrió el papel y sólo encontró una línea “Je l'adore”. La nota de Pura, aunque más extensa, era igualmente inflamada.

Pura se detuvo junto a Blasco y le preguntó a Laura acerca del nuevo óleo de Turner colgado detrás de ellos, una flamante adquisición realizada en la casa de remates Christie's en Londres por el agente de Laura, lord Edward Leighton. Se concentraron en el cuadro y, mientras Laura destacaba los aspectos del paisaje inglés, Pura introdujo la nota en el bolsillo de la levita de Blasco. Laura notó el intercambio, pero, sin variar el tono de voz, prosiguió con su exposición acerca de los efectos de la luz y de la perspectiva en la pintura. Minutos después, como resultaba evidente que a nadie le interesaba Turner y su destreza para pintar paisajes, Laura se excusó y los dejó solos.

Las notas amorosas en francés continuaron, y también las declaraciones con doble sentido, las lecturas de libros románticos, las miradas de soslayo y las más atrevidas y directas. Pronto, Eulalia, Dora y Genara, también alumnas del profesor Tejada, se convirtieron en cómplices y, con estratégicas ubicaciones, se encargaban de ocultar a la pareja de los quevedos de la abuela Celina, que siempre bordaba durante las clases, un ojo en la labor, otro sobre sus nietas. Celina, sin embargo, se percató de que en la mesa de estudio se escuchaban con mayor frecuencia suspiros, sonrisitas estúpidas y palabras susurradas, y que, cuando levantaba la vista, se topaba con mejillas sonrojadas, ojos chispeantes, labios húmedos y manos trémulas. Algunos carraspeos nerviosos y ciertos comentarios más bien explícitos por parte de la señora Celina dieron la voz de alerta a Blasco, que no deseaba perder la gracia de los Lynch. De inmediato cortó con la fluida correspondencia, las miradas intencionadas y las frases con doble sentido para volverse un circunspecto y exigente profesor de francés. Pura, convencida de que su amado Blasco había dejado de quererla, le confesó a su prima Genara que eso de «morir de amor» era posible.

Mario Javier, apiadándose del estado lastimero de su amigo Blasco, le comentó que la mulata coja que vendía confituras a la salida de misa en San Ignacio y que espantaba las moscas con un plumero, también hacía de estafeta sentimental. Blasco, que desde sus días en el colegio jesuíta de Fontainebleau no iba a misa, se presentó el domingo siguiente en la iglesia cuando las beatas todavía decían el rosario y se apostó en la puerta para ver entrar a la familia de José Camilo Lynch. Eulalia y Dora le habían asegurado que sus tíos frecuentaban la misa de diez. Previamente, había engatusado con varias monedas a Ña Micaela, la mulata coja que vendía confituras.

–Y, dígame, señorito Blasco, ¿cuál es la moza a la que tengo que entregar el mensajito?

–Su nombre es Pura Lynch. Yo se la señalaré a la salida de misa.

–¡Ni falta que hace, señorito! La conozco bien, la más grande de La Eugenia Victoria Montes, que las conozco a todas. Ya se imaginará la de añares que hace que estoy aquí vendiendo mis delicias.

–Y no se olvide de envolver dos confituras de coco con la nota insistió Blasco, Genara aseguraba que eran la perdición de su prima.

Para Blasco, los únicos que participaban de la misa esa mañana eran los Lynch, la única que contaba, Purita, hermosa en su vestido de blonda amarilla y mantilla de encaje blanco. Sus manos enguantadas que sostenían un breviario de tapas nacaradas temblaban y, aunque la mantilla le ocultaba el rostro, Blasco no tenía dificultades en imaginar el movimiento nervioso de sus labios y el bailoteo de sus pestañas.

Con sólo mirarlo una vez, Pura supo que Blasco aún la amaba. Primero la sorpresa de encontrarlo en la puerta de San Ignacio la hizo trastabillar pero una mano rápida de su padre la sostuvo. Más tarde, al sentir los ojos de Blasco sobre la nuca, no le quedó duda de que estaba allí por ella. Blasco no habría sabido si el sacerdote daba el sermón o rezaba el Padrenuestro; todos sus sentidos se dedicaban a mirar, oler, percibir, saborear a esa criatura perfecta a escasos metros de su banco. Por fin el sacerdote pronunció las ansiadas palabras “Ite, misa est” y la feligresía comenzó a dispersarse. Blasco se escabulló hacia el atrio, cruzó la calle del Potosí y se ubicó bajo un tilo frente al puesto de Ña Micaela, que lo miró de soslayo mientras pregonaba y sacudía el plumero sobre la mercadería.

Pura salió del templo junto a su familia y, aunque saludaba a parientes y amigos, el entrecejo fruncido a causa del persistente sol y sus continuos movimientos de cabeza dieron la pauta a Blasco de que lo buscaba con afán. Ña Micaela vendía sus confituras sin prestar atención a los movimientos de la muchacha, tanto que Blasco pensó que no la llamaría. A su debido tiempo, Pura pasó cerca del puesto y la mulata la saludó cordialmente.

–No voy a comprar nada hoy, Ña Micaela -se disculpó Pura.

–Si no quiero que me compres naa, niña Tengo algo pa'ti, algo que un caballero me ha confiao pa'que te lo dé.

Pura se aproximó al puesto, aferró el pequeño envoltorio y dio la espalda al gentío antes de abrirlo dos confituras de coco, sus preferidas, y una nota en francés. Lágrimas le asaltaron los ojos y sintió deseos de pronunciar el nombre de su amado.

–Allí está el mozo, que te va a gastar de tanto mirarte.

Pura se llevó una confitura a los labios y la mordió sensualmente, cerró los ojos e hizo una mueca de placer cuando el dulce se diluyó en su boca. Blasco seguía los movimientos y gestos de Pura con cara de tonto y la boca hecha agua.

Las misas de diez en San Ignacio se sucedieron sin interrupción al igual que las dos confituras de coco y las notas en francés. Cada domingo, Blasco se sometía al mismo suplicio, contemplar a la distancia a su adorada Pura mientras ella saboreaba el dulce. De noche, solía tener sueños eróticos y despabilarse con el sexo entumecido. Durante las clases de francés, vestía su disfraz de respetable profesor, y ya no resultaban necesarios los carraspeos nerviosos ni las frases intencionadas por parte de la abuela Celina. Las alumnas y el profesor se comportaban con decoro indiscutible. No obstante, cuando la doméstica traía la bandeja con el servicio del té, Pura deslizaba subrepticiamente en el plato con masas la confitura de coco, la que no había comido a la salida de misa, y tanto Eulalia como Dora y Genara sabían que no podían tocarla. Esa era de Blasco.