La amante del doctor Riglos
–Querida -había interpuesto doña Luisa días atrás-, ¿cómo
piensas reunir a toda la gente que concurrirá al aniversario de
Juliancito en la capilla de la baronesa, que, apretados, sólo
admite una veintena de personas? Sabes lo querido y apreciado que
era, todos sus amigos querrán estar allí, amén de tus parientes,
los míos y los de él.
A pesar de que Julián Riglos había vuelto a casarse luego de
la muerte de Catalina del Solar, para doña Luisa seguía siendo
Juliancito, su adorado yerno. Que lo hubiera hecho con Laurita
Escalante exaltó el cariño y buen concepto que le tenía. Por eso,
la matrona porteña se creía con derecho a hacer y deshacer cuando
de honrar la memoria de Juliancito se trataba, y Laura la
dejaba.Doña Luisa del Solar, ubicada junto a ella en la primera
banca, entonaba las estrofas del Gloria con
voz chillona y disonante, pronunciando pésimamente el latín, pero
no se amilanaba, por el contrario, desplegaba la seguridad y la
prestancia de una soprano Laura se llevó el abanico a la boca para
ocultar una sonrisa, después de todo, nadie habría aprobado que la
viuda riera en la misa por su difunto esposo.
De hecho, las amistades y conocidos de Laura Escalante
estaban curados de espanto, y si la joven viuda se hubiese echado a
reír a carcajadas mientras el sacerdote pronunciaba el sermón, no
se habrían sorprendido. Escandalizado, sí, pero no sorprendido. De
la Escalante esperaban cualquier cosa. ¿Acaso no había dado de qué
hablar exactamente dos años atrás al negarse a usar el luto cuando
falleció su esposo Julián? Todos achacaban la decisión a la
frialdad con que siempre lo había tratado. Lo cierto era que Laura
encontraba absurda la imposición y el negro, de lo más
desagradable.
–El negro nunca me ha sentado y no voy a andar mal arreglada
porque a la sociedad se le ocurra que ése es el color con el que se
honra a los muertos. Yo honro a Julián en mi corazón por el cariño
que le tuve y lo recordaré siempre en mis oraciones, a pesar de lo
tormentoso que fue nuestro matrimonio -manifestó el día que sus
tías y su abuela le propusieron mandar a teñir los
vestidos.
De todos modos, se cuidó de llevar los colores despampanantes
a los que tenía acostumbrados a sus amigos, y limitó el guardarropa
a discretas tonalidades malva, gris y marrón. Tampoco usó joyas
dispendiosas sino clásicas perlas. Esa tarde, para la misa, eligió
cuidadosamente el vestido, en tafetán de seda púrpura, con cuello y
puños en encaje negro. A pedido de Magdalena, su madre, le indicó a
la modista que lo confeccionara sin escote, completamente cerrado,
a pesar de que era enero y el calor, insoportable. Había elegido un
collar y unas arracadas de amatistas, y lucía en la mano izquierda
el brillante del tamaño de un garbanzo que Julián le había
obsequiado meses después de la boda y que ella jamás usó en vida de
su esposo. Como siempre, bajo el vestido y prendido con un alfiler
de oro a su justillo, llevaba un guardapelo de
alpaca.
Con disimulo, Laura dirigió la mirada hacia el ala derecha de
la Catedral donde se hallaban ubicados en la primera banca algunos
de los mejores amigos de Julián. Repasó esos rostros familiares con
detenimiento ahora que todos parecían atentos a la homilía de
monseñor Mattera. El primero, Nicolás Avellaneda, que desde el 74
ostentaba el título de presidente de la República Argentina, una
posición con nombre rimbombante y realidad más bien inestable,
continuamente amenazada por alzamientos provinciales y traiciones
partidarias. A Laura le gustaba Nicolás Avellaneda, y en varias
ocasiones habían conversado y acordado acerca de la imperiosa
necesidad de combatir el analfabetismo, tarea que la mantenía
ocupada gran parte del tiempo. El último censo había arrojado un
guarismo alarmante en la Argentina, el sententa y uno por ciento de
los habitantes no sabía leer ni escribir. Esto había disparado una
serie de medidas destinadas a aniquilar ese mal, en especial
durante el gobierno de Sarmiento, cuando Avellaneda era ministro de
Instrucción Pública Laura pensó «Esta noche le preguntaré a Nicolás
si cree que se ha conseguido disminuir ese setenta y uno por
ciento», porque esa noche los más íntimos estaban invitados a cenar
en la casa de la Santísima Trinidad.
Junto al presidente, se encontraba su ministro de Guerra y
Marina, el general Julio Roca, a quien Laura había conocido en
Ascochinga en el 73, como el esposo de una aristócrata cordobesa,
una de las Funes Diaz, Clara, pacata y melindrosa en opinión de
Laura, irremediablemente enemistada con la sociedad de Córdoba que
tan mal había tratado a su tía Blanca Montes. Con Roca, sin
embargo, la atracción había sido mutua Laura no sólo lo encontraba
seductor, sino irreverente y seguro de sí, lo que lo convertía
decididamente en alguien de su interés. Aunque no se lo había
confesado siquiera a María Pancha, estaba segura de que si le
hubiese dado pie, Julio Roca le habría propuesto convertirla en su
amante. Roca desvió la mirada hacia ella y sus ojos se encontraron
momentáneamente, hasta que el ministro apenas sesgó los labios en
una sonrisa artera y Laura bajó el rostro, se había puesto
colorada.
Trató de concentrarse en el sermón, pero un movimiento
furtivo entre las columnas de la izquierda atrajo su atención. La
reconoció de inmediato, aunque iba completamente de negro y con una
mantilla sobre la cara. Se trataba de Loretana Chávez El año
anterior, a pesar de que no habían anunciado la misa en la sección
de sociales, Loretana también había asistido, aquella vez, en la
Iglesia de San Ignacio Laura lo comentó con María Pancha, que, sin
inmutarse, manifestó:
–Fui yo quien le avisó a Loretana de la misa por el doctor
Riglos.
Laura miró de hito en hito a su criada, que, con la misma
parsimonia, explicó:
–Tú le debes mucho a esa mujer, que gracias al amor que le
brindó al doctor Riglos, te hizo el matrimonio más llevadero ¿O
piensas que Riglos te habría dejado tan tranquila si no hubiera
tenido otra que lo apaciguara? Aunque él nunca se enamoró de ella,
sabía que ella estaba ahí, aguardándolo siempre, y eso era
suficiente para llenar el vacio que tú no tenías pensado
ocupar.
–Ahora ella es una santa y yo debo estarle agradecida -se
enfureció Laura.
–En cierta forma, sí
–¡Pues la odio!
María Pancha no insistió, consciente del motivo que
alimentaba ese encono, que en nada se relacionaba con los cinco
años de amoríos de la pulpera con su esposo.
La mirada de Loretana se tropezó con la de Laura Escalante, y
enseguida volvió a ocultarse detrás de la columna. La ira y el
desprecio inundaron a Laura, que se abanicó enérgicamente. Clavó la
vista en monseñor Mattera y, aunque simuló apreciar las palabras de
encomio que el obispo prodigaba al difundo doctor Riglos, le
llegaban como un sonido distante y ajeno. Sus pensamientos habían
regresado a la casa vecina al polvorín de Flores, un sitio apartado
del centro de la ciudad donde Julián había instalado a Loretana;
allí la visitaba casi a diario.
Ese mañana a principios de enero del 77, particularmente
bochornosa, Julián se quejó de un fuerte dolor de cabeza y Laura,
durante el desayuno, lo obligó a beber las famosas gotas de Hoffman
que, según tía Carolita, eran furor en París para combatir
jaquecas. Julián partió hacia el bufete, como de costumbre, y Laura
no volvió a pensar en él, como de costumbre. Horas más tarde,
mientras la casa de la Santísima Trinidad dormía la siesta,
insistentes golpes de aldaba en la puerta principal sacudieron del
letargo a sus integrantes. Un muchachito con aspecto de indigente
le explicó a María Pancha que sólo hablaría con la señora Riglos.
Laura, que escribía en su habitación, se presentó en el recibo y
tomó la nota que le extendía el mensajero. Evidentemente había sido
garabateada en un apuro. Rezaba: «Señora Riglos, su esposo se ha
descompuesto en mi casa y pide por usted. Loretana Chávez». Más
abajo detallaba la dirección. María Pancha entregó unas monedas al
mensajero, mientras Laura explicaba las novedades a sus abuelos, su
madre y sus tías.
–¿Irás a la casa de ésa? – se escandalizó la abuela
Ignacia.
–Eres siempre tan oportuna, Ignacia -masculló don
Francisco
Laura le ordenó a Magdalena que enviara al doctor Eduardo
Wilde a la dirección indicada en la esquela. Deprisa, con el
cuarteto de brujas opinando a porfía detrás de ella, dejó la sala y
se dirigió a su dormitorio para prepararse. El viejo Eusebio,
cochero de toda la vida de los Montes, ya aprestaba los caballos.
Media hora más tarde, cruzaban al galope la Plaza de la Victoria
rumbo al barrio de San José de Flores.
La misma Loretana abrió la puerta. Laura apenas movió la
cabeza en señal de saludo y entró, con María Pancha a su lado.
Loretana las condujo en silencio. Julián yacía en la cama
matrimonial de una habitación primorosamente decorada. Laura se
acercó a la cabecera y contempló a su esposo detenidamente. Lucía
pálido, y la mueca amarga de la boca indicaba que sufría. Se
sujetaba el brazo izquierdo a la altura del pecho.
Julián parpadeó lentamente. Le tomó un momento reconocer a su
esposa.
–Temí que no vinieras -farfulló, y Laura se sentó en la silla
que le acercó Loretana.
–¡Cómo no iba a venir! – dijo en voz baja, compelida por las
circunstancias, por el silencio, por la penumbra, por la poca
fuerza que manaba del cuerpo de ese hombre al que había considerado
invencible.
–Temí que no vinieras -insistió Riglos- porque me
odias.
–No te odio -aseguró Laura.
–Sí, me odias. Y para nada cuenta que yo te ame más allá del
entendimiento.
Laura percibió que Loretana se movía furtivamente y dejaba la
habitación. Julián, ajeno al martirio de su amante, extendió la
mano sin esfuerzo, y Laura se la sostuvo. Se contemplaron
directamente a los ojos.
–Deberías haberte casado con Loretana y permitido que yo lo
luciera con Nahueltruz Guor -expresó por fin.
–Jamás -replicó Julián-. No con un indio.
Laura se refrenó de confesarle que ese indio era hijo de su
tía Blanca Montes, nieto de Juan Manuel de Rosas y del doctor
Leopoldo Montes, biznieto del barón de Pontevedra, tataranieto del
duque de Montalvo y sobrino segundo de Lucio Victorio Mansilla.
Quiso decirle, en resumidas cuentas, que por las venas de Guor
corría sangre con más blasones y tradición que la de él. Y se
abstuvo porque ella no había amado a Guor porque fuese un indio o
un patricio, lo había amado simplemente por ser el hombre que
era.
A pesar de que el doctor Eduardo Wilde bromeó con Julián y le
aseguró que en pocos días volverían a encontrarse en la confitería
de Baldraco, a Laura le refirió otro panorama. De ninguna manera se
lo movería de esa cama; y así Laura y María Pancha visitaron lo de
Loretana a diario, por la tarde. Les abría la doméstica, las
invitaba a pasar y, mientras Laura permanecía en la habitación
junto a su esposo, Loretana aguardaba en la cocina. La presencia de
la señora Riglos no la incomodaba, se disponía a soportar éso y
otros inconvenientes siempre que Julián permaneciera en su cama,
donde ella pudiera cuidarlo y mimarlo a discreción. Lo amaba como
jamás pensó que llegaría a amar a ese hombre a quien, en un
principio, solo había considerado el mejor recurso para escapar del
tedio y la mediocridad de Río Cuarto. Julián Riglos la había
enamorado. La había hecho sentir a gusto con la seguridad que le
brindaban su dinero y su experiencia, la habían complacido sus
modos galantes, tan distintos a los de los soldados del Fuerte
Sarmiento, y la entretenía la infinidad de anécdotas que solía
relatarle, había vivido en Europa, y eso, para ella, equivalía a lo
máximo que una persona podía aspirar. Le había prometido que algún
día la llevaría.
En un principio, la sorprendió que un hombre así le rondara
los pensamientos aun después de que dejaba la casa; con el tiempo
terminó por admitir que el doctor Riglos encarnaba al príncipe azul
de los cuentos de hadas que la convertiría en la princesa que ella
añoraba ser. Julián la había protegido de las ferocidades de una
ciudad grande y cosmopolita que la habría devorado sin
misericordia; la había ayudado a mejorar y a superarse, y había
satisfecho cuanto capricho y veleidad le había cruzado por la
cabeza. Le había dado una hija, Constanza María, su razón de vivir.
A veces, contrariada, la conciencia cargada de remordimientos, se
preguntaba por qué Dios le daba tanto cuando ella había sido
responsable de tanto dolor. A menudo evocaba sus años mozos, cuando
sólo le importaba convertirse en una princesa de ciudad, se
acordaba de las locuras y los desatinos, de Nahueltruz Guor también
se acordaba, a quien seguía amando secretamente, un amor muy
distinto al que sentía por Julián, un amor menos agradecido y
respetuoso, más carnal y mundano, más como la Loretana de
antes.
Al quinto día, una tarde caliginosa en la que Julián había
estado inquieto y molesto, Loretana pidió a la señora Riglos unas
palabras. Laura, hastiada de la situación, molesta por el calor,
aceptó a regañadientes y entró en el despacho. Loretana fue al
grano y le dijo que tenía que pedirle perdón, que la conciencia así
se lo dictaba
–Sinceramente, Loretana -expresó Laura con agobio innegable-,
no siento que deba perdonarte absolutamente nada.Tu relación con mi
esposo…
–No es por eso que tengo que pedirle perdón.
Laura levantó las cejas.
–La conciencia me tortura por algo que sucedió años atrás,
algo que cambió mi vida y la suya. A mí la fortuna me sonrió.
Usted, en cambio, ha sido muy desdichada.
Laura se puso rígida. Las palabras de Loretana le habían
herido el orgullo. No le gustaba que la gente supiera que era
infeliz, que se sabía incompleta y frustrada. Desde su regreso a
Buenos Aires, se había esmerado en crear la imagen de una mujer
desprejuiciada y satisfecha. Aunque María Pancha opinara que quería
tapar el sol con un dedo, Laura se afanaba en ese propósito. Que
Loretana, a quien ella consideraba muy por debajo, le espetara la
verdad tan meticulosamente celada, la irritó
sobremanera.
–Su desdicha, señora Riglos -prosiguió Loretana-, es toda por
mi culpa. Fui yo la que le dijo al coronel Racedo aquel día en Río
Cuarto que usted estaba en el establo.
Laura, que había evitado mirarla a los ojos, movió la cabeza
con rapidez y le clavó la vista.
–Lo hice a propósito -admitió la mujer, decidida a exponer la
verdad completa, a sacarse ese peso de encima de una vez y para
siempre-. Sabía que Nahueltruz estaba enamorado de usted, los había
visto juntos. ¡Ah, cómo la amaba! Me sentí morir porque yo creía
que Nahueltruz era mío. Pero al verlo junto a usted me di cuenta de
que nunca lo había sido. Y sentí rabia, despecho, celos… Y le dije
a Racedo que usted lo esperaba en el establo porque sabía que
Nahueltruz y usted estaban ahí, despidiéndose. Por mi culpa, Racedo
y Nahueltruz pelearon ese día. Por mi culpa, Nahueltruz tuvo que
matarlo y convertirse en un fugitivo. Por mi
culpa…
Laura le propinó una bofetada de revés y Loretana lloró con
angustia sincera, las manos sobre el rostro. Laura se quedó
mirándola, la mente en blanco, atenta al llanto de Loretana, que
terminó por crisparle los nervios. Quería que se callara. No
soportaba su gemido lastimero, lo martillaba los oídos. Un impulso
malévolo la hizo mirar en torno. Sus ojos se toparon con el
pisapapeles de mármol y sus dedos se cerraron en torno a él; los
nudillos se le volvieron blancos y las uñas rojas. Lo levantó en el
aire y se abstrajo mirando el contraste de su mano y el mármol
verde, consciente del efecto de la piedra fría sobre su piel, de lo
contundente que sería al caer sobre la cabeza de Loretana. Imaginó
el sonido del cráneo al partirse y el olor metálico de la sangre,
que se encharcaría rápidamente sobre la alfombra. El estómago le
dio un vuelco y el asco le produjo ganas de vomitar. Como si la
hubiese quemado, soltó el pisapapeles, que cayó con estruendo sobre
el escritorio.
–Ni siquiera vales la pena -expresó al pasar junto a
Loretana.
Julián Riglo murió esa noche, y Laura indicó a la compañía
funeraria que buscase el cuerpo en el barrio de San José de Flores
y lo trajese a la casa de la calle de la Santísima Trinidad, donde
la capilla de la baronesa se aprestaba para recibir el
ataúd.
Laura se arrodilló y el monaguillo hizo sonar la campana.
«Aunque sea, – se dijo-, prestaré atención al momento de la
consagración de la eucaristía», y no volvió a dirigir la mirada
hacia la columna de la izquierda.