El ministro de guerra y marina
María Pancha siguió a Laura hasta su habitación. A pesar de
que, entre domésticas, cocineras, lavanderas, cocheros y
jardineros, la casa de la Santísima Trinidad contaba con una docena
de sirvientes, María Pancha se encargaba personalmente de Laura, de
su ropa, de su baño, de la limpieza de su habitación, de cada
aspecto y detalle de su vida. Del arreglo y cuidado de su cabello,
de eso se ocupaba especialmente, porque desde hacía algunos años se
había convertido en el desvelo de su niña. Nunca lo había llevado
tan largo, abundante, saludable y luminoso. Antes de lavárselo con
los jabones y afeites en los que Laura gastaba fortunas en las
tiendas de ultramarinos, María Pancha dedicaba media hora para
masajearle las puntas con aceite de almendras; se lo enjuagaba sólo
con agua de lluvia que recogía del aljibe y con la que preparaba té
de manzanilla, que le preservaba el rubio dorado; cada tanto, lo
hacía con vinagrillo, que lo volvía esplendente. Luego de secarlo
al sol, María Pancha se lo tronchaba en dos partes; con una hacía
una trenza pequeña que le enroscaba en torno a la coronilla y, con
la otra, una gruesa y compacta como la jarcia de un barco, que le
colgaba más allá de la cintura.
–Desde hace un tiempo le prestas más atención a tu cabello
que a tus escritos y libros -comentó María Pancha una mañana que le
pasaba un aceite aromático para desenredarlo-. Recuerdo -prosiguió-
que antes casi debía atarte de pies y manos para peinártelo y
lavártelo.
La mirada tímida de Laura buscó en el espejo la inquisitiva
de María Pancha.
–Era lo que a él más le gustaba de mí -expresó en un susurro,
y bajó la cabeza cuando el reflejo de su criada se tornó
borroso.
María Pancha abrió el ropero y sacó el vestido que Laura
luciría esa noche. Luego del segundo año de viudez, las normas
protocolares se suavizaban, y colores más atrevidos volvían a
formar parte del guardarropa. Laura, cansada de las tonalidades
pálidas, las perlas y la cara lavada, había decidido llevar un
traje que, sabía, haría abrir grandes los ojos a los señores y
fruncir los entrecejos a las señoras. En encaje marfil, con
holandilla de exacta tonalidad, las mangas hasta el codo y la
espalda, sin embargo, no estaban forradas, y la piel de Laura podía
apreciarse a través del intrincado bordado del género. El escote
espejo, pronunciado hasta un punto sin duda escandaloso, le
permitiría ostentar alguna joya largamente arrumbada en el
alhajero. Según madame Du Mourier, la modista de Laura y de las
mujeres más pudientes de Buenos Aires, el encaje sobre la piel
desnuda de hombros, brazos y espalda era la última moda en
París.
–¿La gargantilla de brillantes o la de zafiros? – preguntó
Laura, mientras enseñaba las alhajas, una en cada
mano.
–La de zafiros -opinó María Pancha-. Doña Ignacia pondrá el
grito en el cielo cuando te vea con ese vestido -reflexionó, con la
vista en la espalda prácticamente desnuda de su
niña.
Laura desestimó la advertencia. Hacía tiempo que la abuela
Ignacia había dejado de ser la Gorgona de su niñez. Al mito, en
parte, lo habían destruido las Memorias de
su tía Blanca Montes, cuando la bajaron del pedestal para
convertirla en un ser humano común y corriente, con más faltas y
desaciertos que las virtudes que la propia Ignacia de Mora y Aragón
se jactaba de poseer. Laura le había perdido el miedo y, a pesar de
que seguía respetándola, la trataba con indiferencia, a veces,
incluso, con cinismo.
Luego de su exilio de dos años en Córdoba, Laura había
regresado a Buenos Aires escoltada por su esposo, el doctor Riglos,
y por una vastísima fortuna, la heredada de su padre. Aunque en un
principio había temido regresar, el dolor y la desesperanza, que la
convirtieron en una mujer muy diferente a la jovencita que había
partido hacia Río Cuarto a principios del 73, le proveyeron la
coraza para enfrentar sin vacilación al mundo hostil de la capital.
La Laura Escalante -ahora de Riglos- que puso pie en la casa de la
Santísima Trinidad aquella tarde de abril del 75, lo hizo con la
seguridad que le confería saber que sus integrantes dependían
económicamente de ella, y con la frialdad y el desapego nacidos de
la amargura. Pronto resultó palmario para todos, incluso para el
mismo Riglos, que nadie opinaría sobre su vida, sus decisiones o su
dinero. Laura Escalante se había convertido en un ser feroz e
implacable. Hasta su abuela Ignacia le temía.
–Cierto que doña Ignacia habla poco y nada desde que perdió
ese diente -siguió discurriendo María Pancha, mientras le trenzaba
el cabello-. ¡Bendito sea el hueco en la encía de tu abuela! –
profirió de repente, y Laura explotó en una
carcajada.
María Pancha detuvo sus dedos y se quedó mirándola, una
mirada tierna y maternal, mientras Laura inspiraba bocanadas de
aire para sofrenar la risotada. Nada fácil reír dentro de un
corsé.
–¡Qué hermosa eres cuando ríes! – dijo, y Laura se puso
seria, perturbada por la observación tan inusual de María Pancha-.
Ojalá rieras más a menudo. Me haces acordar a la Laura de
antes.
–Aquella Laura ya no existe -aseguró sombríamente, y se puso
de pie.
–Esta noche viene el general Roca -mencionó María
Pancha.
–Sí, lo invité y aceptó. Julián lo apreciaba sinceramente.
Era justo que viniera esta noche. Roca lo ayudó con la última parte
de su libro.
–Hoy en el mercado me alcanzaron unos chismes muy
interesantes -comentó María Pancha como al pasar, y siguió
ocupándose de guardar la ropa
–Pues bien, ¿qué chismes? – se impacientó
Laura.
–Se dice que, por estos días, al general Roca lo mueven sólo
dos empeños: convertirse en el presidente de la República en el 80
y llevarse a la cama a la viuda de Riglos. Supongo que no te
sorprende. Me dijeron también que, en el Club del Progreso, se
hacen apuestas para ver quién será el primero en contar con tus
favores después del luto. Roca es el preferido.
Llamaron a la puerta, y María Pancha se apresuró a abrir
Eugenia Victoria, prima de Laura, y su hija mayor, Pura Lynch,
entraron en la habitación. Pura se echó a los brazos de María
Pancha, que la abrazó y la besó la coronilla varias veces, mientras
su madre, Eugenia Victoria, saludaba a Laura con dos besos, según
la moda en las cortes europeas.
–¡Tía Laurita! – profirió Pura, y se quedó
mirándola.
–No te preocupes, Laura -habló Eugenia Victoria-, tu ahijada
sólo ha venido a ver tu vestido. De inmediato se
va.
–¡Oh, tía Laura! – prosiguió la muchacha-. ¡Es más hermoso de
lo que madame Du Mourier aseguró!
Pura se acercó lentamente, concentrada en los detalles del
vestido de encaje. A sus ojos, tía Laura se asemejaba más a un hada
de los cuentos de Perrault que a una mortal.
–¿No vas a darme un abrazo? ¿Ni siquiera un beso? – se quejó
Laura, divertida ante la reacción desorbitada y espontánea de su
sobrina.
Pura la aferró por la cintura y hundió el rostro en el regazo
de su tía, que la abrazó y le besó la frente.
–¡Niña! – se escandalizó Eugenia Victoria-. ¡Suelta de
inmediato a tu tía Laura! ¿Que no te das cuenta de que le arrugas
el vestido?
–Como si le importara -interpuso María Pancha, contenta, pues
cada vez que Pura Lynch se encontraba cerca, a Laura le cambiaba la
cara.
–Perdón, tía -se excusó la muchacha-. ¡Qué hermosa estás! –
insistió-. Esta mañana, cuando fuimos a lo de madame para que me
tomase las medidas, nos contó que Eusebio acababa de llevarse tu
vestido, el que lucirías esta noche. Nos dijo: «C'est la plus belle robe de Buenos Aires! Et, vraiment,
ni plus ni moins, c'est la plus belle de toutes!» -exclamó, llevándose las manos al
pecho.
–Sinceramente -admitió Eugenia Victoria-, el vestido es
magnífico. De todos modos, habría que tener tu silueta para lucirlo
con tanta gracia. – Y ensayó una mueca desesperanzada al echarse un
vistazo frente al espejo. Después de cinco embarazos, la cintura de
la que se había ufanado de joven sólo era un
recuerdo.
–Daría con gusto todo lo que tengo (riqueza y silueta)
-aseguró Laura-, a cambio de la mitad de tu felicidad junto a José
Camilo.
Eugenia Victoria, de las pocas que conocía en detalle la
historia de Laura, la contempló con tristeza. Laura, que odiaba
inspirar ese sentimiento, volvió a su tocador y siguió
maquillándose. Ante la aseveración de su tía, Pura se había quedado
callada y meditabunda.
–Pero, tía -irrumpió nuevamente, con el entusiasmo de quien
ha encontrado la solución a un grave problema-, ahora que se ha
cumplido el segundo aniversario de la muerte de tío Julián, podrás
casarte de nuevo y ser tan feliz como mamá.
–¡Niña, qué necedades dices! – se escandalizó Eugenia
Victoria, mientras Laura y María Pancha se reían.
–Oh, mamá, para usted siempre estoy diciendo necedades. – Y
sin reparar en el vistazo admonitorio de Eugenia Victoria, Pura se
arrodilló junto a Laura-: Tía, por favor, por favor, lleva este
vestido en mi fiesta de quince años, por favor. Serás la más
hermosa de la fiesta, todas te envidiarán.
–Ese día -pronunció Laura-, tú serás la más hermosa de la
fiesta.
–Las dos seremos las más hermosas de la fiesta. Prométeme que
usarás este mismo vestido el día de mi fiesta.
–Madame Du Mourier me confeccionará otro para esa ocasión
-observó Laura.
–Seguramente no será tan hermoso como éste -se empacó la
muchacha.
–Esta noche viene la mitad de Buenos Aires a cenar, todos lo
habrán visto para esa fecha ¿Qué dirá la gente? ¿Que no luzco un
vestido nuevo para un acontecimiento tan especial como la
presentación en sociedad de mi ahijada?
–¿Desde cuándo te importa lo que dice la gente? – reprochó
Pura, y las tres mujeres se pasmaron-. Siempre haces y deshaces a
voluntad, eso dice la abuela Ignacia. No dejarías de complacerme
sólo por atender los comentarios de la gente,
¿verdad?
Laura le acarició la mejilla y sonrió lánguidamente. Tenía
muchos sobrinos (sus primos habían sido prolíficos) y, a pesar de
que por todos albergaba sentimientos muy profundos, a Pura Lynch la
unía un lazo más fuerte y trascendente. En la vitalidad y
desparpajo de Pura, en sus ansias por vivir y experimentarlo todo,
solía reconocer a esa Laura Escalante a la que se había referido
María Pancha hacía un momento, la joven que había muerto en Río
Cuarto seis años atrás.
–Te lo prometo -acordó Laura-, usaré este vestido el día de
tu fiesta de quince años.
–¡Gracias, gracias, tía Laura! Estarás más linda que tía
Esmeralda.
–María Pancha -intervino Eugenia Victoria-, acompaña, por
favor, a Pura hasta el coche. Teodoncio la aguarda en la
puerta.
Laura se despidió de su sobrina, y María Pancha la condujo
fuera de la habitación. Eugenia Victoria tomó asiento frente al
tocador junto a su prima y se empolvó la nariz.
–No sí qué hacer con esa criatura -suspiró.
–Absolutamente nada, eso es lo que debes hacer. Dejarla ser
tal como es, libre y desprejuiciada, llena de vida y luz. En su
personalidad radica el gran atractivo de Purita. ¿Quiénes
llegaron?
–Hasta hace un momento el abuelo Francisco entretenía a un
grupo entre los que distinguí al general Roca, a Eduardo Wilde, a
Miguel Cané y a Carlos Guido y Spano, que no sé cómo lograste que
dejara su confinamiento y se presentara esta noche. La abuela
Ignacia me dijo, medio enojada, que no habías invitado a la viuda
de mi hermano Romualdo.
–¿A tía Esmeralda? – ironizó Laura, emulando a Purita-. Sabes
que no la tolero.
–Sí, pero es la viuda de Romualdo -apuntó Eugenia
Victoria.
–Eso quería, ser la viuda de tu hermano, para heredar su
fortuna y malgastarla en frivolidades y amantes.
–No digas eso. Romualdo la quería muchísimo. Esmeralda es de
la familia.
–No de la mía -expresó Laura, y se puso de pie para
evidenciar que no tocaría el tema de Esmeralda
Balbastro.
En consideración al motivo de la cena (la presentación
postuma del libro Historia de la República
Argentina del doctor Riglos), ni siquiera a doña Ignacia se le
ocurrió objetar que debía servirse comida criolla. Se dejaron de
lado las suntuosas recetas francesas que acostumbraban servirse en
la mesa de los Montes para dar lugar a empanadas, humita en chala,
asado de carne y achuras, papas, choclos, cebollas y pimientos
cocinados sobre los rescoldos, y otros platos típicos. De postre,
la selección no era menos autóctona: pastelitos de dulce de batata
y membrillo, melcocha, flan con dulce de leche, ambrosía y variedad
de fruta en almíbar perfumado con clavo de olor. El general Roca,
ubicado a la derecha de Laura, comentó
–¿Nada como un buen asado argentino? No entiendo ese empeño
en preparar comidas del Viejo Continente cuando lo nuestro es
superior. Yo nunca como mejor que en campaña, cuando los soldados
preparan esos asados suculentos y jugosos. No hay mejor asador que
el soldado argentino -remató con orgullo.
–¿Es de su gusto este asado, general? – quiso saber Laura, y
le apreció de soslayo la pelerina azul, con orifrés, entorchados y
medallas de colores, que le sentaba de maravilla.
–De los mejores que he comido últimamente -aseguró Roca y,
sin prudencia, le miró la piel del hombro, apenas velada por los
bordados del encaje.
–Hice venir a dos peones de la estancia de Pergamino, los dos
mejores para asar en opinión del capataz.
En comparación con los demás invitados, el general Roca era
una visita reciente de la Santísima Trinidad. La amistad con Julián
Riglos había comenzado en el 74, cuando el por entonces ministro de
Guerra, Adolfo Alsina, los presentó. Volvieron a verse en contadas
ocasiones debido a que Roca, asentado en Río Cuarto, visitaba la
capital con escasa regularidad. La amistad, sin embargo, se afianzó
a través de un fluido intercambio epistolar en el cual Roca, a
pedido de Riglos, completaba escenas de la guerra del 65 contra el
Paraguay, conocida como de la Triple Alianza, que constituía la
parte final del último volumen de su Historia
de la República Argentina. Roca se explayó especialmente al
describir la cruenta batalla de Curupaytí, y no sólo mencionó los
errores estratégicos y tácticos sino los horrores que debió
presenciar ese mediodía cuando los soldados de la Alianza caían
como moscas frente a la andanada paraguaya. El aporte de Roca al
libro de Julián resultó invaluable y su nombre se mencionó en el
capítulo Agradecimientos. Desde la guerra
contra el Paraguay, Julio Roca sólo había conocido aciertos
militares que lo catapultaron a una carrera meteórica. Se podía
afirmar, sin posibilidad de error, que era el militar más relevante
de la escena política argentina.
En cuanto a los demás invitados, Laura admitió que se trataba
de hombres y mujeres de la más refinada extracción, con modales
impecables, conversación cultivada e interesante, rostros
placenteros y prendas tan elegantes como las que se habrían
encontrado en los salones de la aristocracia parisina. Aunque se
sentía a gusto entre ellos (después de todo, por nacimiento y
educación pertenecía al círculo que conformaban) invariablemente,
en su compañía, la asolaba un sentimiento oscuro e incómodo que le
impedía disfrutar.
–Hace poco recibí carta de su hermano -comentó
Roca.
–Puedo imaginarme el tenor de la epístola -aseveró
Laura.
–El padre Agustín Escalante es de los pocos misioneros que
conozco. Me refiero a un verdadero
misionero -apuntó Lucio Mansilla, y monseñor Mattera levantó la
vista del plato con aire ofendido.
–Al igual que el padre Marcos Donatti -acotó Laura, y
Mansilla asintió con solemnidad.
–Su hermano se queja -prosiguió Roca- de la pésima condición
de los soldados e indios que viven en el Fuerte Sarmiento. Afirma
que salarios y abastecimientos a veces no llegan porque los
comisionados los roban o se los juegan, y si llegan es con tal
retraso, a veces de años, que ya están completamente enajenados a
comerciantes y pulperos.
–Pobre hermano mío -suspiró Laura-. Parece un Quijote
enfrentando los molinos de viento.
La conversación derivó en el tema obligado de los últimos
meses: la campaña al desierto, la que Roca venía diseñando con
meticulosidad de orfebre desde la muerte del anterior ministro de
Guerra, Aldolfo Alsina, y para la cual había obtenido la aprobación
y presupuesto del Congreso con la famosa Ley 947 de octubre del año
anterior. En poco más de tres meses, un ejército de seis mil
hombres, armados con Remington, tratarían de extender la línea de
la frontera sur hasta el río Negro, arrasando con cuanta toldería y
malón se interpusiese en su camino. Se decía que, en realidad, esta
campaña constituiría simplemente el golpe de gracia a los indios
del sur, pues desde hacía un año el ejército argentino llevaba a
cabo una tarea estratégica de desgaste que dividía y debilitaba a
las tribus.
–La zanja de Alsina fue un error desde el vamos -opinó el
doctor Estanislao Zeballos, y varias voces se aunaron para
apoyarlo.
El joven doctor Zeballos se refería a la zanja de tres metros
de ancho y dos de profundidad que el anterior ministro de Guerra y
Marina había mandado a excavar en el 76, paralela a la línea de la
frontera sur, con el objetivo de dificultar a los malones el arreo
de ganado, una medida de protección con reminiscencia medieval, en
opinión del general Roca, que sólo había dificultado el abigeato
pero que de ninguna manera lo había exterminado.
–Esa zanja -prosiguió Zeballos- nos limita, e impone un linde
entre los territorios nacionales y los de esos salvajes que es
completamente inaceptable. No debemos dar al indio la impresión de
que queremos llegar sólo hasta allí, cuando, en realidad, Tierra
Adentro nos pertenece por derecho.
–¿Qué derecho? – quiso saber Laura.
Se contemplaron con la frialdad que caracterizaba sus
relaciones desde el día que Riglos los presentó. Zeballos, que
había querido y admirado a su profesor y amigo Julián Riglos, sabía
que la mujer magnífica e inteligente que en ese momento le sostenía
la mirada con la osadía de un guerrero celta, había sido desamorada
y cruel con su marido, convirtiéndolo en un hombre sombrío y
pesimista, proclive a la bebida. Eso no se lo perdonaba. Tampoco
que se hubiese negado a publicar su libro La
conquista de quince mil leguas el año anterior, porque toda
Buenos Aires estaba al tanto de que, si bien la Editora del Plata
se encontraba a cargo de Mario Javier, un riocuartense doctorado en
Filosofía y Letras, la verdadera propietaria era la viuda de
Riglos. Finalmente, el ministro Roca consiguió publicarlo con
fondos del gobierno.
–¿Derecho? – repitió Zeballos-. ¡Pues el derecho que nos da
la cultura, la civilización y el progreso! No podemos caer en la
misma indolencia de los salvajes, hacer la vista gorda y quedarnos
de brazos cruzados cuando ellos ocupan tierras que son vitales para
el desarrollo de la república y que se encuentran completamente
desaprovechadas, porque, claro está, estos salvajes lo único que
saben hacer es ocuparlas.
–Eso no es cierto -objetó Laura, y percibió que la tensión
entre los comensales aumentaba-. Me asombra, doctor Zeballos, que
siendo usted tan avezado en el tema de los indios del sur diga que
sólo ocupan la tierra cuando es sabido que la trabajan y con
pingues ganancias. Probablemente las técnicas que utilizan para
labrarla carezcan del avance de las usadas en nuestros campos, pero
eso no significa que mantengan la tierra ociosa. Además, crían
ganado, no sólo vacuno sino lanar, yegüerizo y equino. En esto
último no hay quien los supere.
–Señora Riglos -interrumpió Zeballos, con ostensible
sarcasmo-, me asombra que usted sea tan
avezada en materia de salvajes.
–Mi nieta está compenetrada en el tema de los indios pues su
hermano, el padre Agustín Escalante, es misionero en Río Cuarto y
trabaja con los ranqueles, como mencionó hace un momento atrás el
coronel Mansilla -explicó en vano don Francisco Montes porque, en
realidad, los presentes sospechaban que el manifiesto interés de la
señora Riglos por los indios tenía otras raíces y que a esas raíces
se había referido Estanislao Zeballos con su
comentario.
Durante meses, los porteños habían escuchado los cuentos
acerca de un romance entre la por entonces señorita Escalante y un
ranquel durante su fuga a Río Cuarto en el 73, más allá de las
afanosas explicaciones de Julián Riglos que se hartaba de aseverar
a amigos y conocidos que Laura jamás se había involucrado con un
salvaje, más bien, había sido víctima de uno de ellos, y que
afortunadamente el coronel Racedo la había salvado de la lascivia y
abyección del inmundo ranquel, pujando con su vida el acto heroico.
Esto afirmaba el «pobre Riglos», como solían llamarlo luego de su
casamiento con Laura Escalante. Ahora bien, las voces que
aseguraban que el amorío había existido y con ribetes de novela
nunca se acallaban del todo y, a pesar de los años, todavía se
repetían en voz baja las anécdotas y detalles a los más jóvenes o a
algún despistado que nunca las había escuchado.
–Debemos ocupar esas tierras -apuntó Wilde, en tono
conciliador- no sólo para no dejarlas ociosas sino por el riesgo
que existe de que nos las arrebaten los chilenos, que, desde hace
años, las miran con cariño.
Laura decidió acabar con la discusión acerca de los derechos
sobre los territorios indígenas no porque le preocupara incomodar a
los amigos de Julián sino para ahorrarle un disgusto a Magdalena,
su madre, que se había demudado. Ella guardó silencio; los demás,
en cambio, encontraban de lo más estimulante el tópico y
prosiguieron con la polémica. Preponderaban las voces de Mansilla,
Zeballos y Sarmiento, tres gallos con espolones demasiado
prominentes para coexistir sm fricciones ni
disputas.
–¿Y tu mujercita, Roca? – se interesó el ex presidente
Sarmiento, cansado de la atención casi exclusiva que le dispensaba
la viuda de Riglos al ministro de Guerra y Marina.
–En Santa Catalina, con su familia -respondió, y el modo
tajante y frío que utilizó contrastó con sus maneras normalmente
galantes.
–¿La estancia de Santa Catalina? – preguntó doña Felicitas
Cueto de Guerrero-. Tengo entendido que pertenecía a una misión
jesuítica antes de que los expulsaran en 1767.
–Así es -respondió Roca.
–No me extraña -acotó Sarmiento, con cierta ironía-, porque
Córdoba en absoluto es una provincia desprovista de conventos e
iglesias. En realidad -prosiguió-, Córdoba, toda en sí, es un gran
claustro donde la mayoría de sus habitantes son sacerdotes, monjas,
oblatos, montilones o monaguillos, con mentalidad y comportamiento
dignos de la época del oscurantismo.
Monseñor Mattera, muy ocupado con un suculento trozo de lomo,
no pudo replicar de inmediato, y perdió el turno cuando Roca
manifestó:
–Te concedo que los cordobeses están arraigados a la
tradición católica más que en otras partes y que, en ocasiones,
resulta difícil hacerlos razonar más allá de los dogmas y las
prédicas del domingo, pero, debo admitir, son buenas personas,
caritativas y gentiles.
–No, no lo son -interpuso Laura, y la sala
enmudeció.
El general Roca la miró ceñudo, mientras sopesaba si debía
replicar y mostrarse ofendido. Esa era la segunda vez en la noche
que la señora Riglos lo hostilizaba con sus comentarios, primero al
oponerse a su política con los salvajes, y ahora al referirse
despectivamente a la sociedad cordobesa, de quien su mujer, Clara
Funes Díaz, era parte hasta la médula. Finalmente, relajó el
entrecejo cuando los ojos negros y chispeantes de Laura lo
desafiaron. «Demasiado hermosa para enojarme», decidió, y la miró
con picardía, casi con ganas de provocarla.
–Pero usted es cordobesa -se escuchó la voz de
Mansilla.
–Mi padre solía decir -habló Laura, y apartó la vista del
general-: «No por que hayas nacido en un chiquero eres un
chancho».
Los invitados la miraron con incredulidad hasta que Sarmiento
lanzó una carcajada a la que pronto se unió el resto, a excepción
de monseñor Mattera, que pugnaba por tomar la palabra
irremediablemente sofocada por risotadas.
Laura se inclinó sobre la izquierda y se dirigió a Nicolás
Avellaneda, casi en un susurro para preguntarle acerca de los
últimos planes para abrir escuelas en la provincia de Entre Ríos.
Como siempre que conversaba con Avellaneda, se compenetró en el
tema y no volvió a prestar atención a las disquisiciones que se
desarrollaban en torno hasta que una palabra, una simple palabra,
le provocó un vuelco en el estómago. Alguien dijo: Racedo. Laura
levantó la vista y sus ojos se congelaron en los de María Pancha,
que le indicó con una mueca rápida que se recompusiera y continuó
sirviendo el postre.
–Eduardo Racedo dejó el fuerte de Río Cuarto hace menos de un
mes -explicó el general Roca-, el 12 de diciembre para ser más
exacto. Lo acompaña un ejército no muy numeroso. En realidad, su
expedición tiene como objetivo primordial el reconocimiento del
terreno, ubicar rastrilladas, fuentes de agua y las tolderías. Por
supuesto -acotó Roca, y una sonrisa irónica le levantó las
comisuras-, nadie será capaz de detenerlo si la Providencia lo pone
frente a un ranquel, en especial al que asesinó a su tío Hilario.
Su odio ciego por los salvajes puede convertirse en el determinante
para una victoria segura.
Laura apoyó los cubiertos y se llevó la servilleta a la boca
para ocultar que le temblaba. Sabía que Roca era un hombre que no
daba puntada sin hilo, e interpretó ese comentario tan naturalmente
vertido como la estudiada revancha por sus ataques anteriores. «Ojo
por ojo, diente por diente», sentenció. Jamás volvería a jugar con
Roca. Bebió un trago de vino tinto para reanimarse. Con mucha
compostura dejó la servilleta a un costado del plato, indicando el
final de la cena. Aunque habría correspondido a doña Ignacia darla
por terminada, Laura hizo casi omiso del protocolo y se puso de
pie. De repente le pareció que aquella cena y lo que la motivaba
eran una gran farsa que debía acabar pronto, tenía que
desembarazarse de esa gente, quedarse sola y pensar, refugiarse en
su mundo hecho de recuerdos y nada más.
Los invitados la siguieron a la sala sin murmuraciones ni
miradas significativas. Gracias a los esfuerzos de doña Luisa del
Solar, de tía Carolita y de Eugenia Victoria, los ánimos regresaban
y una conversación moderada iba ganando terreno al silencio de
momentos atrás. Roca, compungido por su desliz, se acercó a Laura y
le pidió disculpas.
–Ha sido desgraciado mi comentario acerca de la muerte del
coronel Hilario Racedo -expresó-. Mi torpeza es imperdonable, pero
quiero asegurarle que lejos de mis intenciones traerle recuerdos
dolorosos en esta noche tan especial. Le pido que me perdone. – Con
vehemencia, tomándola de la mano, imprecó-: Dígame que me perdona o
no podré volver a mirarla a la cara.
Laura levantó la vista y se topó con el rostro oscuro y
atractivo de Roca muy cerca del de ella. Para su sorpresa, se dio
cuenta de que el padecimiento del recio militar era sincero.
Descubrió también en el brillo de sus ojos pardos y en la firmeza
de su gesto la determinación que había encontrado en pocos hombres,
quizás sólo en dos, en su padre, el general José Vicente Escalante,
y en su amante, el cacique Nahueltruz Guor. Supo con certeza que el
destino de los indios del sur estaba sellado si del general Roca
dependía.
–General, no hay nada que perdonar. Aquello pasó hace muchos
años y, sí, es un recuerdo doloroso, pero de eso usted no tiene la
culpa. No se atormente con algo que ahora carece de
importancia.
–Dígame que me perdona, hágalo de corazón.
–Lo perdono, si eso necesita.
Roca le besó la mano y se alejó en dirección a sus amigos,
que platicaban animadamente mientras tomaban cigarrillos de sus
pitilleras y saboreaban el coñac y otros digestivos. Mario Javier y
su ayudante, Ciro Alfonso, ya repartían, como obsequio entre los
invitados, los volúmenes de Historía de la
República Argentina, recibidos en medio de muestras de
aspaviento y asombro, pues la edición era muy lujosa. La Editora
del Plata no había escatimado en gastos, y Mario Javier aceptaba
los elogios con timidez. A nadie pasó inadvertida la simple
dedicatoria: «Para Laura».
Guido y Spano leyó un discurso, que conformaba el prólogo del
libro, donde destacaba la grandeza de Riglos como persona y su
extraordinaria capacidad como abogado e historiador. Se refirió a
él en los términos más encomiosos; lo llamó «un hombre brillante de
nuestro siglo». Prosiguieron los panegíricos cuando Nicolás
Avellaneda y Diego Sarmiento tomaron la palabra. Finalmente se
brindó con champán y, al grito de «¡Por Julián!», todos
entrechocaron las copas.
Sólo quedaban Lucio Victorio Mansilla y su madre, doña
Agustina. Laura los acompañó hasta el vestíbulo, donde recibió con
paciencia los últimos halagos y los despidió afectuosamente. Camino
a su habitación, pasó por el comedor, donde las domésticas
cuchicheaban mientras apilaban platos, limpiaban ceniceros y
recogían copas. Por fin, la velada había
terminado.
María Pancha la aguardaba con la cama abierta y el déshabillé y las pantuflas listas. Hojeaba el primer
tomo de Historia de la República Argentina
que dejó de inmediato sobre la mesa de noche cuando Laura entró en
la habitación. La ayudó a deshacerse del vestido de encaje, del
corsé, del polizón y de la combinación de batista. Laura se sentó
frente al tocador, y María Pancha le deshizo la trenza y retiró las
presillas que sostenían la que le coronaba la cabeza. Laura se
quitó las joyas, mientras María Pancha le cepillaba el
pelo.
–Esta ha sido una noche difícil -murmuró-. Tengo una jaqueca
persistente y aguda.
–Te prepararé una infusión de valeriana -dijo María Pancha-.
Lo único que tienes es cansancio.
Por un rato, ninguna volvió a hablar y sólo se escuchaba el
sonido de la cerda del cepillo sobre el cabello de
Laura.
–Es un alivio saber que por fin se publicó el libro de Julián
-comentó-. Mario Javier hizo un excelente trabajo.
–Fue su última voluntad antes de morir -recordó María
Pancha-. No me habías dicho que te dedicó el
libro.
–Para mí también fue una sorpresa cuando leí el manuscrito.
Pensé que se lo dedicaría a Loretana o su hija, Constanza
María.
–Nunca fuiste capaz de comprender la inmensidad del amor de
ese hombre. Te amó hasta el último momento, a pesar de Loretana y
de Constanza María.
–Hablas como si, en vida, hubieses adorado a Julián cuando
sabemos que no lo soportabas.
–El doctor Riglos no me gustaba, cierto, pero eso no impide
que reconozca que te amó locamente.
–Estaba obsesionado conmigo, no me amaba -se irritó
Laura.
–Es una línea muy sutil la que separa la obsesión del amor.
El amor apasionado es una especie de obsesión. También es muy sutil
la línea que separa el amor del odio. Nunca lo olvides -enfatizó
María Pancha-. A veces lo que parece odio es sólo un profundo amor
muy contrariado.
Laura desprendió el guardapelo de su justillo y lo abrió.
Hacía tiempo que había entrelazado los dos mechones y siempre la
sobrecogía el contraste de sus tonalidades, uno tan negro, el otro
tan rubio. Como habían sido Nahueltruz y ella, uno tan distinto del
otro. En un tiempo, convencidos de que las diferencias no contaban,
se habían animado a hacer planes, pero la realidad dio al traste
con sus quimeras y les hizo comprender muy dolorosamente que las
diferencias eran infranqueables.
–Es penoso vivir con ciertos recuerdos pero imposible
abandonarlos -expresó María Pancha, sombríamente-. Sigues tan
enamorada de ese indio como el primer día.
–Sólo a ti te permito que me hables con tanta franqueza
-admitió Laura, sin visos de enojo-, a ti que me conoces como
nadie, me miras y sabes lo que pienso. Tus palabras han expresado
lo que yo misma no me atrevo a decir por miedo, ni siquiera me
atrevo a alentarlas secretamente. Porque tengo miedo, María Pancha.
Miedo de descubrir que lo sigo amando, que la herida que con tanto
afán trato de cicatrizar sigue tan abierta como el primer día. Una
vez me dijiste que el tiempo y el cariño y el cuidado de mis amigos
me harían olvidar. Ahora temo que su recuerdo permanecerá conmigo
siempre y que alterará mi vida por completo.
María Pancha dejó el cepillo sobre el tocador y acercó una
silla a la de Laura. Le levantó el rostro por el mentón y le secó
las lágrimas con el mandil.
–Vamos, dime -la alentó-, dime todo lo que no te animas
siquiera a pensar. Díselo a tu María Pancha, que te conoce del
derecho y del revés, como bien dices.
–¡Oh, María Pancha! – sollozó Laura-. Lo cierto es que, a
pesar del tiempo y de todo lo que ha pasado, nunca he dejado de
lamentar la gran desilusión de mi vida. Sólo he aprendido a
sobrellevarla. Desde que lo perdí, aprendí a vivir sin esperanzas
ni ilusiones. Las horas, los días, las semanas se enhebran como
abalorios en un collar y conforman los meses, los años. Así
transcurre mi vida. Nahueltruz Guor estaba presente en todos mis
pensamientos cuando dejé Río Cuarto a principios del 73 y lo sigue
estando ahora, seis años más tarde.
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