CAPÍTULO II.


El ministro de guerra y marina

Laura Escalante entró en la sala con el andar majestuoso de una reina. Como en cortejo, la seguían sus abuelos, sus tías, su madre y María Pancha. Aunque la misa había terminado a las cinco en punto, los saludos en el atrio habían durado más de lo previsto. Eran las seis y media de la tarde y, en menos de tres horas, los invitados a la cena comenzarían a llegar. La familia, sin pronunciar palabra, se encaminó hacia los interiores para aprestarse.


María Pancha siguió a Laura hasta su habitación. A pesar de que, entre domésticas, cocineras, lavanderas, cocheros y jardineros, la casa de la Santísima Trinidad contaba con una docena de sirvientes, María Pancha se encargaba personalmente de Laura, de su ropa, de su baño, de la limpieza de su habitación, de cada aspecto y detalle de su vida. Del arreglo y cuidado de su cabello, de eso se ocupaba especialmente, porque desde hacía algunos años se había convertido en el desvelo de su niña. Nunca lo había llevado tan largo, abundante, saludable y luminoso. Antes de lavárselo con los jabones y afeites en los que Laura gastaba fortunas en las tiendas de ultramarinos, María Pancha dedicaba media hora para masajearle las puntas con aceite de almendras; se lo enjuagaba sólo con agua de lluvia que recogía del aljibe y con la que preparaba té de manzanilla, que le preservaba el rubio dorado; cada tanto, lo hacía con vinagrillo, que lo volvía esplendente. Luego de secarlo al sol, María Pancha se lo tronchaba en dos partes; con una hacía una trenza pequeña que le enroscaba en torno a la coronilla y, con la otra, una gruesa y compacta como la jarcia de un barco, que le colgaba más allá de la cintura.

–Desde hace un tiempo le prestas más atención a tu cabello que a tus escritos y libros -comentó María Pancha una mañana que le pasaba un aceite aromático para desenredarlo-. Recuerdo -prosiguió- que antes casi debía atarte de pies y manos para peinártelo y lavártelo.

La mirada tímida de Laura buscó en el espejo la inquisitiva de María Pancha.

–Era lo que a él más le gustaba de mí -expresó en un susurro, y bajó la cabeza cuando el reflejo de su criada se tornó borroso.

María Pancha abrió el ropero y sacó el vestido que Laura luciría esa noche. Luego del segundo año de viudez, las normas protocolares se suavizaban, y colores más atrevidos volvían a formar parte del guardarropa. Laura, cansada de las tonalidades pálidas, las perlas y la cara lavada, había decidido llevar un traje que, sabía, haría abrir grandes los ojos a los señores y fruncir los entrecejos a las señoras. En encaje marfil, con holandilla de exacta tonalidad, las mangas hasta el codo y la espalda, sin embargo, no estaban forradas, y la piel de Laura podía apreciarse a través del intrincado bordado del género. El escote espejo, pronunciado hasta un punto sin duda escandaloso, le permitiría ostentar alguna joya largamente arrumbada en el alhajero. Según madame Du Mourier, la modista de Laura y de las mujeres más pudientes de Buenos Aires, el encaje sobre la piel desnuda de hombros, brazos y espalda era la última moda en París.

–¿La gargantilla de brillantes o la de zafiros? – preguntó Laura, mientras enseñaba las alhajas, una en cada mano.

–La de zafiros -opinó María Pancha-. Doña Ignacia pondrá el grito en el cielo cuando te vea con ese vestido -reflexionó, con la vista en la espalda prácticamente desnuda de su niña.

Laura desestimó la advertencia. Hacía tiempo que la abuela Ignacia había dejado de ser la Gorgona de su niñez. Al mito, en parte, lo habían destruido las Memorias de su tía Blanca Montes, cuando la bajaron del pedestal para convertirla en un ser humano común y corriente, con más faltas y desaciertos que las virtudes que la propia Ignacia de Mora y Aragón se jactaba de poseer. Laura le había perdido el miedo y, a pesar de que seguía respetándola, la trataba con indiferencia, a veces, incluso, con cinismo.

Luego de su exilio de dos años en Córdoba, Laura había regresado a Buenos Aires escoltada por su esposo, el doctor Riglos, y por una vastísima fortuna, la heredada de su padre. Aunque en un principio había temido regresar, el dolor y la desesperanza, que la convirtieron en una mujer muy diferente a la jovencita que había partido hacia Río Cuarto a principios del 73, le proveyeron la coraza para enfrentar sin vacilación al mundo hostil de la capital. La Laura Escalante -ahora de Riglos- que puso pie en la casa de la Santísima Trinidad aquella tarde de abril del 75, lo hizo con la seguridad que le confería saber que sus integrantes dependían económicamente de ella, y con la frialdad y el desapego nacidos de la amargura. Pronto resultó palmario para todos, incluso para el mismo Riglos, que nadie opinaría sobre su vida, sus decisiones o su dinero. Laura Escalante se había convertido en un ser feroz e implacable. Hasta su abuela Ignacia le temía.

–Cierto que doña Ignacia habla poco y nada desde que perdió ese diente -siguió discurriendo María Pancha, mientras le trenzaba el cabello-. ¡Bendito sea el hueco en la encía de tu abuela! – profirió de repente, y Laura explotó en una carcajada.

María Pancha detuvo sus dedos y se quedó mirándola, una mirada tierna y maternal, mientras Laura inspiraba bocanadas de aire para sofrenar la risotada. Nada fácil reír dentro de un corsé.

–¡Qué hermosa eres cuando ríes! – dijo, y Laura se puso seria, perturbada por la observación tan inusual de María Pancha-. Ojalá rieras más a menudo. Me haces acordar a la Laura de antes.

–Aquella Laura ya no existe -aseguró sombríamente, y se puso de pie.

–Esta noche viene el general Roca -mencionó María Pancha.

–Sí, lo invité y aceptó. Julián lo apreciaba sinceramente. Era justo que viniera esta noche. Roca lo ayudó con la última parte de su libro.

–Hoy en el mercado me alcanzaron unos chismes muy interesantes -comentó María Pancha como al pasar, y siguió ocupándose de guardar la ropa

–Pues bien, ¿qué chismes? – se impacientó Laura.

–Se dice que, por estos días, al general Roca lo mueven sólo dos empeños: convertirse en el presidente de la República en el 80 y llevarse a la cama a la viuda de Riglos. Supongo que no te sorprende. Me dijeron también que, en el Club del Progreso, se hacen apuestas para ver quién será el primero en contar con tus favores después del luto. Roca es el preferido.

Llamaron a la puerta, y María Pancha se apresuró a abrir Eugenia Victoria, prima de Laura, y su hija mayor, Pura Lynch, entraron en la habitación. Pura se echó a los brazos de María Pancha, que la abrazó y la besó la coronilla varias veces, mientras su madre, Eugenia Victoria, saludaba a Laura con dos besos, según la moda en las cortes europeas.

–¡Tía Laurita! – profirió Pura, y se quedó mirándola.

–No te preocupes, Laura -habló Eugenia Victoria-, tu ahijada sólo ha venido a ver tu vestido. De inmediato se va.

–¡Oh, tía Laura! – prosiguió la muchacha-. ¡Es más hermoso de lo que madame Du Mourier aseguró!

Pura se acercó lentamente, concentrada en los detalles del vestido de encaje. A sus ojos, tía Laura se asemejaba más a un hada de los cuentos de Perrault que a una mortal.

–¿No vas a darme un abrazo? ¿Ni siquiera un beso? – se quejó Laura, divertida ante la reacción desorbitada y espontánea de su sobrina.

Pura la aferró por la cintura y hundió el rostro en el regazo de su tía, que la abrazó y le besó la frente.

–¡Niña! – se escandalizó Eugenia Victoria-. ¡Suelta de inmediato a tu tía Laura! ¿Que no te das cuenta de que le arrugas el vestido?

–Como si le importara -interpuso María Pancha, contenta, pues cada vez que Pura Lynch se encontraba cerca, a Laura le cambiaba la cara.

–Perdón, tía -se excusó la muchacha-. ¡Qué hermosa estás! – insistió-. Esta mañana, cuando fuimos a lo de madame para que me tomase las medidas, nos contó que Eusebio acababa de llevarse tu vestido, el que lucirías esta noche. Nos dijo: «C'est la plus belle robe de Buenos Aires! Et, vraiment, ni plus ni moins, c'est la plus belle de toutes!» -exclamó, llevándose las manos al pecho.

–Sinceramente -admitió Eugenia Victoria-, el vestido es magnífico. De todos modos, habría que tener tu silueta para lucirlo con tanta gracia. – Y ensayó una mueca desesperanzada al echarse un vistazo frente al espejo. Después de cinco embarazos, la cintura de la que se había ufanado de joven sólo era un recuerdo.

–Daría con gusto todo lo que tengo (riqueza y silueta) -aseguró Laura-, a cambio de la mitad de tu felicidad junto a José Camilo.

Eugenia Victoria, de las pocas que conocía en detalle la historia de Laura, la contempló con tristeza. Laura, que odiaba inspirar ese sentimiento, volvió a su tocador y siguió maquillándose. Ante la aseveración de su tía, Pura se había quedado callada y meditabunda.

–Pero, tía -irrumpió nuevamente, con el entusiasmo de quien ha encontrado la solución a un grave problema-, ahora que se ha cumplido el segundo aniversario de la muerte de tío Julián, podrás casarte de nuevo y ser tan feliz como mamá.

–¡Niña, qué necedades dices! – se escandalizó Eugenia Victoria, mientras Laura y María Pancha se reían.

–Oh, mamá, para usted siempre estoy diciendo necedades. – Y sin reparar en el vistazo admonitorio de Eugenia Victoria, Pura se arrodilló junto a Laura-: Tía, por favor, por favor, lleva este vestido en mi fiesta de quince años, por favor. Serás la más hermosa de la fiesta, todas te envidiarán.

–Ese día -pronunció Laura-, tú serás la más hermosa de la fiesta.

–Las dos seremos las más hermosas de la fiesta. Prométeme que usarás este mismo vestido el día de mi fiesta.

–Madame Du Mourier me confeccionará otro para esa ocasión -observó Laura.

–Seguramente no será tan hermoso como éste -se empacó la muchacha.

–Esta noche viene la mitad de Buenos Aires a cenar, todos lo habrán visto para esa fecha ¿Qué dirá la gente? ¿Que no luzco un vestido nuevo para un acontecimiento tan especial como la presentación en sociedad de mi ahijada?

–¿Desde cuándo te importa lo que dice la gente? – reprochó Pura, y las tres mujeres se pasmaron-. Siempre haces y deshaces a voluntad, eso dice la abuela Ignacia. No dejarías de complacerme sólo por atender los comentarios de la gente, ¿verdad?

Laura le acarició la mejilla y sonrió lánguidamente. Tenía muchos sobrinos (sus primos habían sido prolíficos) y, a pesar de que por todos albergaba sentimientos muy profundos, a Pura Lynch la unía un lazo más fuerte y trascendente. En la vitalidad y desparpajo de Pura, en sus ansias por vivir y experimentarlo todo, solía reconocer a esa Laura Escalante a la que se había referido María Pancha hacía un momento, la joven que había muerto en Río Cuarto seis años atrás.

–Te lo prometo -acordó Laura-, usaré este vestido el día de tu fiesta de quince años.

–¡Gracias, gracias, tía Laura! Estarás más linda que tía Esmeralda.

–María Pancha -intervino Eugenia Victoria-, acompaña, por favor, a Pura hasta el coche. Teodoncio la aguarda en la puerta.

Laura se despidió de su sobrina, y María Pancha la condujo fuera de la habitación. Eugenia Victoria tomó asiento frente al tocador junto a su prima y se empolvó la nariz.

–No sí qué hacer con esa criatura -suspiró.

–Absolutamente nada, eso es lo que debes hacer. Dejarla ser tal como es, libre y desprejuiciada, llena de vida y luz. En su personalidad radica el gran atractivo de Purita. ¿Quiénes llegaron?

–Hasta hace un momento el abuelo Francisco entretenía a un grupo entre los que distinguí al general Roca, a Eduardo Wilde, a Miguel Cané y a Carlos Guido y Spano, que no sé cómo lograste que dejara su confinamiento y se presentara esta noche. La abuela Ignacia me dijo, medio enojada, que no habías invitado a la viuda de mi hermano Romualdo.

–¿A tía Esmeralda? – ironizó Laura, emulando a Purita-. Sabes que no la tolero.

–Sí, pero es la viuda de Romualdo -apuntó Eugenia Victoria.

–Eso quería, ser la viuda de tu hermano, para heredar su fortuna y malgastarla en frivolidades y amantes.

–No digas eso. Romualdo la quería muchísimo. Esmeralda es de la familia.

–No de la mía -expresó Laura, y se puso de pie para evidenciar que no tocaría el tema de Esmeralda Balbastro.


En consideración al motivo de la cena (la presentación postuma del libro Historia de la República Argentina del doctor Riglos), ni siquiera a doña Ignacia se le ocurrió objetar que debía servirse comida criolla. Se dejaron de lado las suntuosas recetas francesas que acostumbraban servirse en la mesa de los Montes para dar lugar a empanadas, humita en chala, asado de carne y achuras, papas, choclos, cebollas y pimientos cocinados sobre los rescoldos, y otros platos típicos. De postre, la selección no era menos autóctona: pastelitos de dulce de batata y membrillo, melcocha, flan con dulce de leche, ambrosía y variedad de fruta en almíbar perfumado con clavo de olor. El general Roca, ubicado a la derecha de Laura, comentó

–¿Nada como un buen asado argentino? No entiendo ese empeño en preparar comidas del Viejo Continente cuando lo nuestro es superior. Yo nunca como mejor que en campaña, cuando los soldados preparan esos asados suculentos y jugosos. No hay mejor asador que el soldado argentino -remató con orgullo.

–¿Es de su gusto este asado, general? – quiso saber Laura, y le apreció de soslayo la pelerina azul, con orifrés, entorchados y medallas de colores, que le sentaba de maravilla.

–De los mejores que he comido últimamente -aseguró Roca y, sin prudencia, le miró la piel del hombro, apenas velada por los bordados del encaje.

–Hice venir a dos peones de la estancia de Pergamino, los dos mejores para asar en opinión del capataz.

En comparación con los demás invitados, el general Roca era una visita reciente de la Santísima Trinidad. La amistad con Julián Riglos había comenzado en el 74, cuando el por entonces ministro de Guerra, Adolfo Alsina, los presentó. Volvieron a verse en contadas ocasiones debido a que Roca, asentado en Río Cuarto, visitaba la capital con escasa regularidad. La amistad, sin embargo, se afianzó a través de un fluido intercambio epistolar en el cual Roca, a pedido de Riglos, completaba escenas de la guerra del 65 contra el Paraguay, conocida como de la Triple Alianza, que constituía la parte final del último volumen de su Historia de la República Argentina. Roca se explayó especialmente al describir la cruenta batalla de Curupaytí, y no sólo mencionó los errores estratégicos y tácticos sino los horrores que debió presenciar ese mediodía cuando los soldados de la Alianza caían como moscas frente a la andanada paraguaya. El aporte de Roca al libro de Julián resultó invaluable y su nombre se mencionó en el capítulo Agradecimientos. Desde la guerra contra el Paraguay, Julio Roca sólo había conocido aciertos militares que lo catapultaron a una carrera meteórica. Se podía afirmar, sin posibilidad de error, que era el militar más relevante de la escena política argentina.

En cuanto a los demás invitados, Laura admitió que se trataba de hombres y mujeres de la más refinada extracción, con modales impecables, conversación cultivada e interesante, rostros placenteros y prendas tan elegantes como las que se habrían encontrado en los salones de la aristocracia parisina. Aunque se sentía a gusto entre ellos (después de todo, por nacimiento y educación pertenecía al círculo que conformaban) invariablemente, en su compañía, la asolaba un sentimiento oscuro e incómodo que le impedía disfrutar.

–Hace poco recibí carta de su hermano -comentó Roca.

–Puedo imaginarme el tenor de la epístola -aseveró Laura.

–El padre Agustín Escalante es de los pocos misioneros que conozco. Me refiero a un verdadero misionero -apuntó Lucio Mansilla, y monseñor Mattera levantó la vista del plato con aire ofendido.

–Al igual que el padre Marcos Donatti -acotó Laura, y Mansilla asintió con solemnidad.

–Su hermano se queja -prosiguió Roca- de la pésima condición de los soldados e indios que viven en el Fuerte Sarmiento. Afirma que salarios y abastecimientos a veces no llegan porque los comisionados los roban o se los juegan, y si llegan es con tal retraso, a veces de años, que ya están completamente enajenados a comerciantes y pulperos.

–Pobre hermano mío -suspiró Laura-. Parece un Quijote enfrentando los molinos de viento.

La conversación derivó en el tema obligado de los últimos meses: la campaña al desierto, la que Roca venía diseñando con meticulosidad de orfebre desde la muerte del anterior ministro de Guerra, Aldolfo Alsina, y para la cual había obtenido la aprobación y presupuesto del Congreso con la famosa Ley 947 de octubre del año anterior. En poco más de tres meses, un ejército de seis mil hombres, armados con Remington, tratarían de extender la línea de la frontera sur hasta el río Negro, arrasando con cuanta toldería y malón se interpusiese en su camino. Se decía que, en realidad, esta campaña constituiría simplemente el golpe de gracia a los indios del sur, pues desde hacía un año el ejército argentino llevaba a cabo una tarea estratégica de desgaste que dividía y debilitaba a las tribus.

–La zanja de Alsina fue un error desde el vamos -opinó el doctor Estanislao Zeballos, y varias voces se aunaron para apoyarlo.

El joven doctor Zeballos se refería a la zanja de tres metros de ancho y dos de profundidad que el anterior ministro de Guerra y Marina había mandado a excavar en el 76, paralela a la línea de la frontera sur, con el objetivo de dificultar a los malones el arreo de ganado, una medida de protección con reminiscencia medieval, en opinión del general Roca, que sólo había dificultado el abigeato pero que de ninguna manera lo había exterminado.

–Esa zanja -prosiguió Zeballos- nos limita, e impone un linde entre los territorios nacionales y los de esos salvajes que es completamente inaceptable. No debemos dar al indio la impresión de que queremos llegar sólo hasta allí, cuando, en realidad, Tierra Adentro nos pertenece por derecho.

–¿Qué derecho? – quiso saber Laura.

Se contemplaron con la frialdad que caracterizaba sus relaciones desde el día que Riglos los presentó. Zeballos, que había querido y admirado a su profesor y amigo Julián Riglos, sabía que la mujer magnífica e inteligente que en ese momento le sostenía la mirada con la osadía de un guerrero celta, había sido desamorada y cruel con su marido, convirtiéndolo en un hombre sombrío y pesimista, proclive a la bebida. Eso no se lo perdonaba. Tampoco que se hubiese negado a publicar su libro La conquista de quince mil leguas el año anterior, porque toda Buenos Aires estaba al tanto de que, si bien la Editora del Plata se encontraba a cargo de Mario Javier, un riocuartense doctorado en Filosofía y Letras, la verdadera propietaria era la viuda de Riglos. Finalmente, el ministro Roca consiguió publicarlo con fondos del gobierno.

–¿Derecho? – repitió Zeballos-. ¡Pues el derecho que nos da la cultura, la civilización y el progreso! No podemos caer en la misma indolencia de los salvajes, hacer la vista gorda y quedarnos de brazos cruzados cuando ellos ocupan tierras que son vitales para el desarrollo de la república y que se encuentran completamente desaprovechadas, porque, claro está, estos salvajes lo único que saben hacer es ocuparlas.

–Eso no es cierto -objetó Laura, y percibió que la tensión entre los comensales aumentaba-. Me asombra, doctor Zeballos, que siendo usted tan avezado en el tema de los indios del sur diga que sólo ocupan la tierra cuando es sabido que la trabajan y con pingues ganancias. Probablemente las técnicas que utilizan para labrarla carezcan del avance de las usadas en nuestros campos, pero eso no significa que mantengan la tierra ociosa. Además, crían ganado, no sólo vacuno sino lanar, yegüerizo y equino. En esto último no hay quien los supere.

–Señora Riglos -interrumpió Zeballos, con ostensible sarcasmo-, me asombra que usted sea tan avezada en materia de salvajes.

–Mi nieta está compenetrada en el tema de los indios pues su hermano, el padre Agustín Escalante, es misionero en Río Cuarto y trabaja con los ranqueles, como mencionó hace un momento atrás el coronel Mansilla -explicó en vano don Francisco Montes porque, en realidad, los presentes sospechaban que el manifiesto interés de la señora Riglos por los indios tenía otras raíces y que a esas raíces se había referido Estanislao Zeballos con su comentario.

Durante meses, los porteños habían escuchado los cuentos acerca de un romance entre la por entonces señorita Escalante y un ranquel durante su fuga a Río Cuarto en el 73, más allá de las afanosas explicaciones de Julián Riglos que se hartaba de aseverar a amigos y conocidos que Laura jamás se había involucrado con un salvaje, más bien, había sido víctima de uno de ellos, y que afortunadamente el coronel Racedo la había salvado de la lascivia y abyección del inmundo ranquel, pujando con su vida el acto heroico. Esto afirmaba el «pobre Riglos», como solían llamarlo luego de su casamiento con Laura Escalante. Ahora bien, las voces que aseguraban que el amorío había existido y con ribetes de novela nunca se acallaban del todo y, a pesar de los años, todavía se repetían en voz baja las anécdotas y detalles a los más jóvenes o a algún despistado que nunca las había escuchado.

–Debemos ocupar esas tierras -apuntó Wilde, en tono conciliador- no sólo para no dejarlas ociosas sino por el riesgo que existe de que nos las arrebaten los chilenos, que, desde hace años, las miran con cariño.

Laura decidió acabar con la discusión acerca de los derechos sobre los territorios indígenas no porque le preocupara incomodar a los amigos de Julián sino para ahorrarle un disgusto a Magdalena, su madre, que se había demudado. Ella guardó silencio; los demás, en cambio, encontraban de lo más estimulante el tópico y prosiguieron con la polémica. Preponderaban las voces de Mansilla, Zeballos y Sarmiento, tres gallos con espolones demasiado prominentes para coexistir sm fricciones ni disputas.

–¿Y tu mujercita, Roca? – se interesó el ex presidente Sarmiento, cansado de la atención casi exclusiva que le dispensaba la viuda de Riglos al ministro de Guerra y Marina.

–En Santa Catalina, con su familia -respondió, y el modo tajante y frío que utilizó contrastó con sus maneras normalmente galantes.

–¿La estancia de Santa Catalina? – preguntó doña Felicitas Cueto de Guerrero-. Tengo entendido que pertenecía a una misión jesuítica antes de que los expulsaran en 1767.

–Así es -respondió Roca.

–No me extraña -acotó Sarmiento, con cierta ironía-, porque Córdoba en absoluto es una provincia desprovista de conventos e iglesias. En realidad -prosiguió-, Córdoba, toda en sí, es un gran claustro donde la mayoría de sus habitantes son sacerdotes, monjas, oblatos, montilones o monaguillos, con mentalidad y comportamiento dignos de la época del oscurantismo.

Monseñor Mattera, muy ocupado con un suculento trozo de lomo, no pudo replicar de inmediato, y perdió el turno cuando Roca manifestó:

–Te concedo que los cordobeses están arraigados a la tradición católica más que en otras partes y que, en ocasiones, resulta difícil hacerlos razonar más allá de los dogmas y las prédicas del domingo, pero, debo admitir, son buenas personas, caritativas y gentiles.

–No, no lo son -interpuso Laura, y la sala enmudeció.

El general Roca la miró ceñudo, mientras sopesaba si debía replicar y mostrarse ofendido. Esa era la segunda vez en la noche que la señora Riglos lo hostilizaba con sus comentarios, primero al oponerse a su política con los salvajes, y ahora al referirse despectivamente a la sociedad cordobesa, de quien su mujer, Clara Funes Díaz, era parte hasta la médula. Finalmente, relajó el entrecejo cuando los ojos negros y chispeantes de Laura lo desafiaron. «Demasiado hermosa para enojarme», decidió, y la miró con picardía, casi con ganas de provocarla.

–Pero usted es cordobesa -se escuchó la voz de Mansilla.

–Mi padre solía decir -habló Laura, y apartó la vista del general-: «No por que hayas nacido en un chiquero eres un chancho».

Los invitados la miraron con incredulidad hasta que Sarmiento lanzó una carcajada a la que pronto se unió el resto, a excepción de monseñor Mattera, que pugnaba por tomar la palabra irremediablemente sofocada por risotadas.

Laura se inclinó sobre la izquierda y se dirigió a Nicolás Avellaneda, casi en un susurro para preguntarle acerca de los últimos planes para abrir escuelas en la provincia de Entre Ríos. Como siempre que conversaba con Avellaneda, se compenetró en el tema y no volvió a prestar atención a las disquisiciones que se desarrollaban en torno hasta que una palabra, una simple palabra, le provocó un vuelco en el estómago. Alguien dijo: Racedo. Laura levantó la vista y sus ojos se congelaron en los de María Pancha, que le indicó con una mueca rápida que se recompusiera y continuó sirviendo el postre.

–Eduardo Racedo dejó el fuerte de Río Cuarto hace menos de un mes -explicó el general Roca-, el 12 de diciembre para ser más exacto. Lo acompaña un ejército no muy numeroso. En realidad, su expedición tiene como objetivo primordial el reconocimiento del terreno, ubicar rastrilladas, fuentes de agua y las tolderías. Por supuesto -acotó Roca, y una sonrisa irónica le levantó las comisuras-, nadie será capaz de detenerlo si la Providencia lo pone frente a un ranquel, en especial al que asesinó a su tío Hilario. Su odio ciego por los salvajes puede convertirse en el determinante para una victoria segura.

Laura apoyó los cubiertos y se llevó la servilleta a la boca para ocultar que le temblaba. Sabía que Roca era un hombre que no daba puntada sin hilo, e interpretó ese comentario tan naturalmente vertido como la estudiada revancha por sus ataques anteriores. «Ojo por ojo, diente por diente», sentenció. Jamás volvería a jugar con Roca. Bebió un trago de vino tinto para reanimarse. Con mucha compostura dejó la servilleta a un costado del plato, indicando el final de la cena. Aunque habría correspondido a doña Ignacia darla por terminada, Laura hizo casi omiso del protocolo y se puso de pie. De repente le pareció que aquella cena y lo que la motivaba eran una gran farsa que debía acabar pronto, tenía que desembarazarse de esa gente, quedarse sola y pensar, refugiarse en su mundo hecho de recuerdos y nada más.

Los invitados la siguieron a la sala sin murmuraciones ni miradas significativas. Gracias a los esfuerzos de doña Luisa del Solar, de tía Carolita y de Eugenia Victoria, los ánimos regresaban y una conversación moderada iba ganando terreno al silencio de momentos atrás. Roca, compungido por su desliz, se acercó a Laura y le pidió disculpas.

–Ha sido desgraciado mi comentario acerca de la muerte del coronel Hilario Racedo -expresó-. Mi torpeza es imperdonable, pero quiero asegurarle que lejos de mis intenciones traerle recuerdos dolorosos en esta noche tan especial. Le pido que me perdone. – Con vehemencia, tomándola de la mano, imprecó-: Dígame que me perdona o no podré volver a mirarla a la cara.

Laura levantó la vista y se topó con el rostro oscuro y atractivo de Roca muy cerca del de ella. Para su sorpresa, se dio cuenta de que el padecimiento del recio militar era sincero. Descubrió también en el brillo de sus ojos pardos y en la firmeza de su gesto la determinación que había encontrado en pocos hombres, quizás sólo en dos, en su padre, el general José Vicente Escalante, y en su amante, el cacique Nahueltruz Guor. Supo con certeza que el destino de los indios del sur estaba sellado si del general Roca dependía.

–General, no hay nada que perdonar. Aquello pasó hace muchos años y, sí, es un recuerdo doloroso, pero de eso usted no tiene la culpa. No se atormente con algo que ahora carece de importancia.

–Dígame que me perdona, hágalo de corazón.

–Lo perdono, si eso necesita.

Roca le besó la mano y se alejó en dirección a sus amigos, que platicaban animadamente mientras tomaban cigarrillos de sus pitilleras y saboreaban el coñac y otros digestivos. Mario Javier y su ayudante, Ciro Alfonso, ya repartían, como obsequio entre los invitados, los volúmenes de Historía de la República Argentina, recibidos en medio de muestras de aspaviento y asombro, pues la edición era muy lujosa. La Editora del Plata no había escatimado en gastos, y Mario Javier aceptaba los elogios con timidez. A nadie pasó inadvertida la simple dedicatoria: «Para Laura».

Guido y Spano leyó un discurso, que conformaba el prólogo del libro, donde destacaba la grandeza de Riglos como persona y su extraordinaria capacidad como abogado e historiador. Se refirió a él en los términos más encomiosos; lo llamó «un hombre brillante de nuestro siglo». Prosiguieron los panegíricos cuando Nicolás Avellaneda y Diego Sarmiento tomaron la palabra. Finalmente se brindó con champán y, al grito de «¡Por Julián!», todos entrechocaron las copas.

Sólo quedaban Lucio Victorio Mansilla y su madre, doña Agustina. Laura los acompañó hasta el vestíbulo, donde recibió con paciencia los últimos halagos y los despidió afectuosamente. Camino a su habitación, pasó por el comedor, donde las domésticas cuchicheaban mientras apilaban platos, limpiaban ceniceros y recogían copas. Por fin, la velada había terminado.

María Pancha la aguardaba con la cama abierta y el déshabillé y las pantuflas listas. Hojeaba el primer tomo de Historia de la República Argentina que dejó de inmediato sobre la mesa de noche cuando Laura entró en la habitación. La ayudó a deshacerse del vestido de encaje, del corsé, del polizón y de la combinación de batista. Laura se sentó frente al tocador, y María Pancha le deshizo la trenza y retiró las presillas que sostenían la que le coronaba la cabeza. Laura se quitó las joyas, mientras María Pancha le cepillaba el pelo.

–Esta ha sido una noche difícil -murmuró-. Tengo una jaqueca persistente y aguda.

–Te prepararé una infusión de valeriana -dijo María Pancha-. Lo único que tienes es cansancio.

Por un rato, ninguna volvió a hablar y sólo se escuchaba el sonido de la cerda del cepillo sobre el cabello de Laura.

–Es un alivio saber que por fin se publicó el libro de Julián -comentó-. Mario Javier hizo un excelente trabajo.

–Fue su última voluntad antes de morir -recordó María Pancha-. No me habías dicho que te dedicó el libro.

–Para mí también fue una sorpresa cuando leí el manuscrito. Pensé que se lo dedicaría a Loretana o su hija, Constanza María.

–Nunca fuiste capaz de comprender la inmensidad del amor de ese hombre. Te amó hasta el último momento, a pesar de Loretana y de Constanza María.

–Hablas como si, en vida, hubieses adorado a Julián cuando sabemos que no lo soportabas.

–El doctor Riglos no me gustaba, cierto, pero eso no impide que reconozca que te amó locamente.

–Estaba obsesionado conmigo, no me amaba -se irritó Laura.

–Es una línea muy sutil la que separa la obsesión del amor. El amor apasionado es una especie de obsesión. También es muy sutil la línea que separa el amor del odio. Nunca lo olvides -enfatizó María Pancha-. A veces lo que parece odio es sólo un profundo amor muy contrariado.

Laura desprendió el guardapelo de su justillo y lo abrió. Hacía tiempo que había entrelazado los dos mechones y siempre la sobrecogía el contraste de sus tonalidades, uno tan negro, el otro tan rubio. Como habían sido Nahueltruz y ella, uno tan distinto del otro. En un tiempo, convencidos de que las diferencias no contaban, se habían animado a hacer planes, pero la realidad dio al traste con sus quimeras y les hizo comprender muy dolorosamente que las diferencias eran infranqueables.

–Es penoso vivir con ciertos recuerdos pero imposible abandonarlos -expresó María Pancha, sombríamente-. Sigues tan enamorada de ese indio como el primer día.

–Sólo a ti te permito que me hables con tanta franqueza -admitió Laura, sin visos de enojo-, a ti que me conoces como nadie, me miras y sabes lo que pienso. Tus palabras han expresado lo que yo misma no me atrevo a decir por miedo, ni siquiera me atrevo a alentarlas secretamente. Porque tengo miedo, María Pancha. Miedo de descubrir que lo sigo amando, que la herida que con tanto afán trato de cicatrizar sigue tan abierta como el primer día. Una vez me dijiste que el tiempo y el cariño y el cuidado de mis amigos me harían olvidar. Ahora temo que su recuerdo permanecerá conmigo siempre y que alterará mi vida por completo.

María Pancha dejó el cepillo sobre el tocador y acercó una silla a la de Laura. Le levantó el rostro por el mentón y le secó las lágrimas con el mandil.

–Vamos, dime -la alentó-, dime todo lo que no te animas siquiera a pensar. Díselo a tu María Pancha, que te conoce del derecho y del revés, como bien dices.

–¡Oh, María Pancha! – sollozó Laura-. Lo cierto es que, a pesar del tiempo y de todo lo que ha pasado, nunca he dejado de lamentar la gran desilusión de mi vida. Sólo he aprendido a sobrellevarla. Desde que lo perdí, aprendí a vivir sin esperanzas ni ilusiones. Las horas, los días, las semanas se enhebran como abalorios en un collar y conforman los meses, los años. Así transcurre mi vida. Nahueltruz Guor estaba presente en todos mis pensamientos cuando dejé Río Cuarto a principios del 73 y lo sigue estando ahora, seis años más tarde.