CAPÍTULO III.


La casa de la calle Chavango

Durante el verano, las familias decentes abandonaban el bochorno de Buenos Aires, que se tornaba pestilente e insalubre, y se refugiaban en la frescura de sus quintas y estancias. Los Montes partían religiosamente hacia San Isidro. Para deleite de su madre, que adoraba ese lugar, Laura había recuperado la quinta hipotecada en tiempos de Justiniano de Mora y Aragón, el marido bígamo de tía Dolores, y que años más tarde Francisco Montes, aconsejado por Julián Riglos, vendió para pagar deudas largamente postergadas.


Recuperar el patrimonio familiar era de las cosas que le otorgaban mayor satisfacción a Laura, no sólo las propiedades sino las obras de arte, las joyas, los muebles, la vajilla. Gastó una fortuna en remozar la casa de la Santísima Trinidad, que parecía caerse a pedazos el año que regresó de Córdoba. Le hizo poner sistema de agua por tuberías y luces de gas, y fue de las primeras casas porteñas en contar con estas modernidades. Se colocaron artesonados en todas las salas y dormitorios y, en el comedor y salón principal, se doraron a la hoja. Se quitaron las alfombras de Kidderminster, arrasadas por las polillas, y se cubrieron los nuevos pisos de parquet con unas de Persia. Se colgaron espejos venecianos con candelabros de pared que le otorgaron el aspecto de un gran salón de baile, dorado y luminoso. Se recuperaron y mandaron a restaurar los cuadros de los pintores flamencos del Renacimiento, debilidad de la baronesa de Pontevedra, y Laura encomendó a su agente en Londres, lord Leighton, que comprara pinturas de los prerrafaelistas, un grupo de artistas jóvenes que revolucionaba el arte en Europa. La abuela Ignacia encontró las pinturas demasiado modernas y decididamente carentes de buen gusto. Se retapizaron sillas, sillones, confidentes y canapes con jacuards y brocados de Lyon, y la bergère con un damasco azulino, el mismo de tiempos de la abuela Pilarita. Se recuperó la araña de cristal de Murano, orgullo de la baronesa, vendida a los Alzaga para pagar impuestos, que volvió a brillar, esta vez con bujías a gas, en el salón más lujoso de Buenos Aires, en opinión del poeta Guido y Spano, proclive a estas expresiones exuberantes. Cuando por fin terminaron las obras, la mansión ostentaba el boato y la elegancia de los tiempos de Abelardo Montes, barón de Pontevedra.

En honor a la verdad, el placer de Laura no residía en echar mano a los objetos que habían integrado la inmensa fortuna del barón o en embellecer la casa que había constituido su orgullo en vida, el placer residía en el poder y la autoridad que eso le confería frente a sus parientes. El dinero la volvía descarada, a veces tirana y despiadada.

Esa mañana, sin embargo, Laura disfrutaba sinceramente de su última adquisición, al igual que Eusebio, el cochero, que había soñado con conducir una victoria desde el día en que se enteró de que existían. Estrenaba además una librea de calicó azul con cuello y puños verdes, los colores que, según doña Ignacia, habían predominado en el escudo de armas de la dinastía del duque de Montalvo.

Inusualmente, la familia Montes había regresado de San Isidro a la casa de la Santísima Trinidad la noche anterior para asistir ese día, 30 de enero, a la consagración de la Capilla de Santa Felicitas, levantada en honor de Felicitas Guerrero de Alzaga, muerta siete años atrás, en el 72. En realidad, toda la aristocracia porteña y las personalidades relevantes del gobierno habían abandonado sus retiros en el campo para participar del recordatorio en honor de la celebrada belleza porteña.

Alrededor de las once de la mañana, los padres de Felicitas, Carlos Guerrero y Felicitas Cueto, aguardaban a parientes y amigos para iniciar la ceremonia. Laura, junto a sus tías Dolores y Soledad, su madre y su abuela (el abuelo Francisco había preferido quedarse en San Isidro) marcharon en la victoria nueva protegidas por parasoles y pequeñas sombrillas hacia la parte sur de la ciudad, cerca del Riachuelo, en la zona de Barracas.

–A la quinta de Alzaga, en Montes de Oca y Pinzón -ordenó Laura a Eusebio, que de inmediato puso en marcha el coche.

–¡Qué pesar! – exclamó Dolores-. Tener que volver al lugar donde Felicitas sufrió tanto.

No volvieron a hablar durante el trayecto, el recuerdo de la muerte de Felicitas las dejó pesarosas y meditabundas. Es que lo de Felicitas Guerrero, viuda de Álzaga, se había tratado de un crimen pasional. Acababa de anunciar su boda con Samuel Sáenz Valiente cuando un enamorado, Enrique Ocampo, que la había perseguido durante años (se dice que la amaba desde antes del matrimonio con el viejo Álzaga), en un acto de rabia y despecho la asesinó de un disparo por la espalda. Al caer en la cuenta del acto atroz e irreversible que había cometido, Ocampo se suicidó. Esto decía la crónica policial, aunque, en realidad, se sospechaba que Ocampo había muerto a manos de un amigo de Felicitas, Cristian Demaría, que lo sorprendió instantes después del disparo y lo mató a sangre fría. De otro modo, nadie se explicaba un suicidio con dos balas. Laura y Cristian eran grandes amigos y, a pesar de que nunca hablaban abiertamente del asesinato de Felicitas, en una oportunidad Cristian le dio a entender que lo que se sospechaba era cierto.

A lo largo de la misa y de la consagración de la capilla se escucharon sollozos reprimidos, suspiros, carraspeos y sonaderas, en especial durante el sermón, cuando el obispo Mattera se explayó en las infinitas virtudes de «esa excelsa dama porteña» Luego de la misa, se sirvió un ambigú en la galería de la casona de Álzaga y los entusiasmos se recobraron poco a poco. Se hablaba de lo hermosa que era la capilla, de la magnífica estatua de Felicitas y su hijo Félix (muerto de pequeño, víctima de la fiebre amarilla), de la magnífica ceremonia, del acertado sermón, y se mencionaron también las incontables obras de caridad llevadas adelante por Felicitas y sus amigas, entre las que se destacaba Carolina Montes de Beaumont, que daba fe de cuanto se decía y aprovechaba para postular entre los más ricos y mondarles las billeteras como en una mesa de juego. Todos se dejaban engatusar por las socalinas de Carolina Beaumont, que, a pesar de los años, conservaba la frescura y dulzura de la primera juventud. Como miembro vitalicio de la sociedad de Beneficencia, Carolina Beaumont se mostraba tan interesada por el destino de los pobres y afligidos como lo había estado su madre, la baronesa de Pontevedra, que se contaba entre las fundadoras.

Laura se mantuvo cerca de Cristian Demaría, a quien encontró especialmente abatido; hablaba poco, en voz baja y, a pesar de que no se refería a su querida Felicitas, como si mencionarla fuera más de lo que su atribulado corazón podía soportar, Laura no dudaba de que Cristian no cesaba de pensar en ella. Se mantuvieron apartados en la galería, y las voces de los invitados les llegaban como mareas de sonidos intrascendentes.

–A veces creo -se animó a expresar Laura-, que no deberíamos llorar a nuestros muertos; después de todo, sabemos que ellos están mejor junto al Señor que en este valle de lágrimas. En el caso de Felicitas, de quien nadie duda de que ya goza de la Gloria Divina, el reencuentro con su hijo Félix debe de haberla hecho doblemente feliz.

–Lo que me duele, querida Laura -dijo Cristian-, es su ausencia.

Se le anegaron los ojos. Laura le tomó la mano y se la besó fraternalmente. Al levantar la vista, se topó con la mirada intensa y ceñuda del general Roca, que la incomodó, como si le debiese una explicación por aquel gesto amistoso. Aprovechó que Climaco Lezica se aproximaba, y lo dejó a cargo de Cristian. Se dirigió a la capilla dando un gran rodeo para evitar a la gente. Una vez dentro, la paz y el estado de recogimiento que prevalecían la embargaron fácilmente. El perfume de las flores y del olíbano, sumado a la media luz y a la frescura, le devolvieron la serenidad. Se aproximó a la estatua de Felicitas y de su hijo Félix y se quedó contemplándola con interés. Casi de inmediato regresaron a su mente las facciones de esa joven que tantas veces había visitado la casa de la Santísima Trinidad junto a su esposo, Martín de Álzaga. A pesar de su corta edad, Laura había intuido que esa muchacha de quince años, a quien habían casado con un hombre de sesenta, no era feliz. De una belleza indiscutible, el semblante taciturno de Felicitas era lo que más descollaba a sus ojos de niña.

Luego de lo que ella llamaba «la gran desilusión de su vida», Laura tendía a buscar referentes con quien compartir su dolor, mujeres sufridas, con vidas trágicas, que se convertían en parangones de entereza y resignación. La primera que le había servido de consuelo había sido su tía Blanca Montes, su madre en cierta forma también la acompañaba, porque había amado tanto al general Escalante sin conseguir nada a cambio, María Pancha, modelo de abnegación y fortaleza, su tía Dolores incluso, que había perdido en un tris a su esposo bígamo y a su hijo, ahora también contaba Felicitas Guerrero, que se sumaba al grupo de las desconsoladas y sufrientes. De ese modo, Laura no se sentía tan sola.

Estiró el brazo para tocar el piecito de mármol de Félix, pero lo retiró casi de inmediato cuando un cambio en el juego de luces de la capilla le advirtió que alguien acababa de entrar. Escuchó el chirrido de los zapatos sobre los mazaríes, y tuvo la certeza de que la persona se acercaba en dirección a ella. Inexplicablemente, la asaltó una sensación de acoso e incertidumbre, como si una fiera la acechara, como si fuera a caer víctima de un abordaje violento. Se dio vuelta, era Roca. Lo tenía muy cerca, a dos pasos. Su perfume tan característico, esa mezcla exótica de almizcle y fragancias a madera, le inundo las fosas nasales.

–La he asustado -dijo con voz gruesa, para nada afectado por la quietud de la capilla.

–No, no, general -susurró Laura apenas.

–¿Conoció a la señora de Álzaga? – preguntó él de inmediato, y dirigió la mirada a la escultura.

–Sí. Su esposo, Martín de Álzaga, era amigo de mi abuelo Francisco. Felicitas lo acompañaba a menudo a la Santísima Trinidad.

–¿Era tan hermosa como se comenta? Guido y Spano acaba de pronunciar que Felicitas Guerrero era la mujer más linda de la República.

–Sí, lo era. Sus modos, dulces y naturales, sólo conseguían embellecerla aun más.

–No tengo dudas -habló Roca, luego de una pausa- de quién es la que ostenta el título de «la mujer más linda de la República» por estos días.

Hacía tiempo que Laura no se permitía envanecerse con un halago. Aquellas palabras del ministro de Guerra la habían alterado como si se tratara de las primeras que le dirigía un caballero galante a una niña casadera. Se abanicó, en parte para ocultar el arrebol de sus mejillas, pero también para alejar la sensación de sofoco que le provocaba la cercanía de ese hombre.

Roca le detuvo la mano y se la alejó del rostro. Le pasó el brazo por la cintura e intentó besarla.

–¿Queriendo ganar la apuesta, mi general? – se mofó Laura, la cara ligeramente escorzada-. Usted es nuevo en esta ciudad y quizás no esté al tanto de que aquí todo se sabe; incluso las apuestas que los caballeros secretamente escriben en el libro del Club del Progreso.

Se trataba de una acusación grave, y Roca se debatía entre ofenderse o pedir disculpas. Finalmente, expresó:

–Usted no tiene pelos en la lengua.

–No, no los tengo.

–Eso me gusta -admitió, e intentó besarla nuevamente, sin éxito-. ¿Acaso le molesta que yo sea un hombre casado?

–El hecho de que sea casado no es lo único que me aleja de usted, general.

–¿Mi propósito de exterminar a los indios del sur, quizás?

Roca percibió de inmediato el estremecimiento de Laura Escalante. Una palidez, acentuada en la luz mortecina que se filtraba por los vitrales, le otorgó un aire angelical y vulnerable. Antes de que bajase los párpados, Roca notó que los ojos negros le brillaban.

–No use esa palabra, general. Por favor, no diga «exterminar» como si aquellas gentes fueran bestias.

–Usted parece muy preocupada por la suerte de los indios del sur. Se ha puesto pálida. ¿Tengo que pensar que son ciertas las habladurías que la tienen como protagonista de un romance con un indio?

–Sí, son ciertas. Hace muchos años de aquello y, sin embargo, general Roca, puedo asegurarle que, a pesar de mis amigos y conocidos, aquel indio sigue siendo el mejor hombre que conozco.

–Eso es porque todavía no me conoce a mí.

La aferró por la nuca y la besó. Su boca cubrió la de ella con posesiva ferocidad, y Laura sintió la aspereza de sus bigotes sobre la piel. El poderío de ese hombre la abrumó, y permaneció blanda entre sus brazos, mientras él seguía besándola y embriagándola con el aroma de su perfume y el gusto dulce de su boca, que sabía a las almendras de la horchata.

Las manos del general aflojaron la presión y se retiraron de la cintura de Laura, que se llevó la mano a la boca; sentía los labios calientes y palpitantes.

–Será mejor que salgamos -admitió Roca-. Vaya usted primero; yo la seguiré después

–No -replicó Laura-, saldremos los dos juntos como si aquí dentro acabásemos de escuchar misa.


Dos días más tarde, mientras las mujeres Montes se aprestaban para regresar a San Isidro, un mensajero entregó una esquela a nombre de la señora Riglos. Laura rompió el lacre y leyó: «Señora Riglos, supongo que no le resultará una sorpresa si le confieso que me encuentro irresistiblemente atraído por usted. Me he tomado el atrevimiento de reservar una mesa para nosotros en el hospedaje “Los catalanes” de la calle de las Garantías n° 242. Espero verla allí mañana a la una de la tarde. Su más sincero y humilde servidor. R.». Laura le pasó la nota a María Pancha.

–Ha elegido un lugar muy apartado para el encuentro -comentó la criada, pues la calle de las Garantías pertenecía a la Recoleta, zona de descampados, huertas y quintas-. No me extrañaría que el hospedaje “Los catalanes” mañana sólo trabajase para él. – Luego, cambió el aire para advertir-: Éste no es un nene de pecho, Laura.

–Nunca me han gustado los flojos y timoratos.

–Cierto, pero éste es un zorro, un bribón redomado muy distinto a todo cuanto estás acostumbrada.

–No sé qué me atrae de este hombre -admitió Laura.

–Por cierto -siguió María Pancha-, el general Roca no es como tus eternos enamorados que cantan al son de tu melodía. Es más, me atrevería a decir que es él quien marca el compás entre ustedes.

Laura meditó esas palabras y se dijo que, si pudiera comprender qué hacía del general un hombre tan distinto del resto de sus conocidos, tal vez lograría dominar la inquietud que le sobrevenía cuando la rondaba. Si pudiera descubrirle el talón de Aquiles tal vez impondría su voluntad como con los demás. Por el momento, se encontraba a su merced, subyugada por el simple contacto de su boca y de sus manos, que le despertaba una excitación que la avergonzaba. Era consciente de que Roca, con sólo dirigirle la palabra o lanzarle uno de sus vistazos, le infundía el mismo respeto y admiración que debían de experimentar sus soldados. Roca, para ella, jamás pasaba inadvertido.

Se preguntó adónde radicaría el secreto de su encanto cuando, en realidad, era parco, a veces brusco, y tan práctico y racional que se habría mofado de sus ideales románticos de conocerlos. Quizás se trataba de su ímpetu, que Laura creía irrefrenable, o de su inteligencia, que no se atrevía a subestimar, o de su figura de militarote consumado, que le sentaba a su aspecto ceñudo y hosco, a su rostro curtido y a esos ojos un tanto celados por los párpados, que hablaban de su naturaleza reservada. Se inclinaba a pensar que, a diferencia de ella, el general no le temía a nada y se reputaba capaz de enfrentar a cualquier enemigo, militar o político. Esta característica de su temperamento constituía lo que, irremediablemente, la seducía.

–Me confunde, me turba -se quejó en voz alta-, nada en el general es lo que busco en un hombre y, sin embargo, admito que me seduce la idea de someterme a su fuerza. Como la más débil de mi sexo, me ilusiona su protección y, a pesar de que con esta idea he retrocedido siglos de evolución femenina, acepto que la preponderancia que, temo, él ejerce sobre mí, me haría caer bajo su influjo sin mayores conflictos. – Levantó la vista y encontró la mirada misteriosa de su criada-. Me resulta difícil mantenerme impávida al empuje de este hombre, a quien, después de todo, debería contar entre mis enemigos mortales.

De regreso de compras, Ignacia, Dolores, Soledad y Magdalena se dieron con la noticia de que Laura no regresaría a San Isidro. A media voz, sin abrir mucho la boca, la abuela Ignacia despotricó contra la naturaleza veleidosa de su nieta, y tía Soledad remarcó lo inapropiado de que se quedara en una casona tan grande con la servidumbre por toda compañía. Dolores, tentada de verter su opinión, se mordió la lengua, temerosa de las represalias de su sobrina. Años atrás, en una acalorada discusión en la cual le reclamaba las extravagancias de su matrimonio con Riglos, la muchacha, sin vueltas ni ritornelos, le espetó que, al menos, Julián no era bígamo.

Por lo de su capricho de no regresar a San Isidro, nadie le pidió explicaciones y Laura no pensó que debiera darlas. Marchó a su recámara donde se abocó al décimo capítulo de su novela La verdad de Jimena Palmer, que se publicaba como folletín en La Aurora, el semanario de la Editora del Plata, y que a tantas lectoras atraía. Jimena abandonaba a su esposo, déspota y machista, y se rebelaba ante una sociedad que contemplaba con impasibilidad cómplice los abusos de los hombres sobre sus mujeres. Laura también escribía cuentos infantiles para deleite de sus sobrinos más pequeños, y las hadas madrinas y los duendes verdes de Irlanda nunca se hallaban ausentes. A contrapelo de la costumbre de la época, no usaba seudónimo sino su nombre y apellido de soltera, extravagancia que la mayoría reputaba de mal gusto e indecente. Por supuesto que La verdad de Jimena Palmer provocaba la reacción de los sectores más conservadores, y la abuela Ignacia, avergonzada, repetía entre quejidos y lamentos «¡Si al menos firmara Periquita Pérez!»

Laura no participaba en columnas políticas y, cuando tomaba la pluma para referirse a otros temas que no fueran sus folletines, escribía sobre la educación, en especial la de las mujeres, siempre tan postergada. De todos modos, La Aurora era un semanario de un claro sesgo político, que Mario Javier mantenía con coherencia a lo largo de las tiradas. Indiscutiblemente, La Aurora apostaba al liberalismo y al progreso, y en eso iba a tono con el gobierno, pero también denunciaba aquellas maniobras que minaban los derechos inalienables de los seres humanos. Por cierto, se había convertido en el más encarnizado enemigo de la aclamada conquista del desierto que tenía como paladín al general Roca.

El silencio del cuarto de Laura se rompió cuando un tropel de niños se precipitó sin anunciarse. Detrás apareció Eugenia Victoria, que, a gritos, impartía toda clase de amenazas a sus hijos menores. Purita, más femenina y recatada desde la proximidad de su fiesta de quince, entró junto a María Pancha, que escuchaba una confidencia. Laura soltó la pluma y recibió en un abrazo a sus sobrinos que, a coro, le pedían mil cosas. Les besaba las cabecitas y las mejillas y les decía que sí a todo.

–¡Basta, niños! ¡O se pasarán un mes sin postre! – amenazaba en vano Eugenia Victoria; a Laura, le explicó-. No pude evitar que corrieran hasta aquí cuando María Pancha les dijo que estabas escribiendo. Quieren saber cómo sigue la historia de Paco y el elefante verde.

–¡Sí, tía! ¡Cuéntanos cómo sigue! – imploró Adela, una mocosa de cuatro años que obtenía de su tía Laura lo que se propusiese. Daba saltitos y levantaba las manos como en plegaria.

–Temo que tendrán que esperar al próximo número de La Aurora -expresó, con un mohín.

–Pero, tía -se quejó Rafael, de siete años-, nos iremos mañana a Carmen de Areco y no estaremos aquí cuando salga La Aurora. ¡Nos perderemos la publicación!

–El problema es que aún no he terminado el capítulo -explicó Laura-. ¿Cómo se te ocurre que voy a permitir que pierdas la publicación? Le pediré a Mario Javier que guarde copia para cada uno de ustedes y se las haré llegar por tren a “La Armonía” -prometió, refiriéndose a la estancia de los Lynch.

María Pancha los engatusó con la sugerencia de limonada recién preparada y tarta de duraznos y crema pastelera, y los cuatro marcharon detrás de la criada hacia la cocina. Purita eligió quedarse con su madre y su tía, para nada interesada en las boberías que dirían y harían sus hermanos, a pesar de que había jugado con ellos y sus muñecas hasta pocos meses atrás. La inminencia de su fiesta de quince años le había cambiado la vida radicalmente.

–Aprovechamos este viaje a Buenos Aires por lo de Felicitas Guerrero e hicimos algunas compras -comentó Eugenia Victoria-. Fuimos a la tienda de Climaco Lezica y nos hicimos de entredós y puntillas para el vestido de Pura. Ya se los llevamos a madame Du Mourier.

–¿Encontraron todo lo que necesitaban? – se interesó Laura.

–¡Oh, sí! – se apresuró a contestar Eugenia Victoria-. El señor Lezica fue en extremo atento con nosotras. Él mismo nos ofreció la mejor mercadería y hasta me fió la compra.

–Eso sí que es inusual -admitió Laura, porque era sabido que Climaco Lezica vendía estrictamente al contado.

–¿Vio cómo me miraba el señor Lezica, mamá?

–No -se incomodó Eugenia Victoria-. No creo que te haya mirado de ninguna manera especial.

–Pues le digo que me miraba con ojos blandos y, cuando usted se entretenía con esos abanicos de seda, me aferró la mano. Por supuesto que se hizo el pavo, como que, mientras juntaba los galones y las puntillas, su mano tropezó con la mía, pero yo percibí que lo había hecho a propósito.

–¡Qué idea, Pura! – se exasperó Eugenia Victoria-. El señor Lezica es un gran amigo de tu padre, un hombre honorable, de las familias más reconocidas de Buenos Aires, ¿por qué querría hacer algo tan impropio como aferrarle la mano a una niña?

–¡No soy una niña!

–Por supuesto que no -terció Laura, que había escuchado el intercambio con atención-. Tu madre quiere decir que eres muy niña para Climaco Lezica, que es un cuarentón.

Eugenia Victoria contempló a su prima con gesto contrariado. Laura, que no indagaría en presencia de Pura, cambió el tema de conversación y preguntó por los detalles de la fiesta que, aunque tendría lugar a mediados de abril, requería una antelada preparación.


De ninguna manera iría al hospedaje “Los catalanes” en su landó con José Pedro en el pescante (Eusebio había conducido a San Isidro al cuarteto de brujas, como se las llamaba entre la servidumbre), pues tanto el coche como la librea de calicó azul y verde eran tan conocidos en Buenos Aires como el edificio del Cabildo. A sugerencia de María Pancha, tomó un coche de plaza cerca del mercado del pasaje de las Carabelas, que avanzó sin inconvenientes y a buena velocidad, pues las calles se encontraban prácticamente vacías. Adrede, Laura calculaba llegar unos quince minutos pasada la una de la tarde.

En el interior de la volanta, zamarreada por los brincos a causa de las calles mal adoquinadas, Laura trataba de serenarse. La embargaba la habitual sensación de anticipación, entre incómoda y placentera, que la asaltaba cuando el general Roca se hallaba presente. Ahora no sólo se hallaría presente sino que estaría a solas con él. Una vez a merced de ese caballero, nadie impediría los acontecimientos. Se distrajo mirando por la ventanilla, la nariz cubierta con un pañuelo embebido en colonia debido a los malos olores que se levantaban del río. Como si su mente se negara a pensar en Roca y en lo que esa cita implicaba, se dejó encantar por el paisaje tan pintoresco como ajeno, ya que ella rara vez abandonaba el perímetro del centro.

Alrededor de la una y veinte, el coche se detuvo y el conductor dejó el pescante para abrir la portezuela. Laura le pagó y lo despidió. Sorprendida, pues en los últimos años ese lugar apartado de la capital había medrado considerablemente, no advirtió que la llamaban.

–¡Señora Riglos! – pronunció una voz masculina.

Laura, a un paso de cruzar el portal de “Los catalanes”, volteó para dar con la figura redonda y graciosa de un hombre de bigotes espesos y ojos chispeantes. Dijo llamarse coronel Artemio Gramajo.

–El general Roca me pidió que la lleve al lugar de vuestra cita -expresó el hombre con tanta naturalidad que Laura no consiguió fastidiarse, aunque sí incomodarse. Roca demostraba poca cortesía y menos aún tacto al enviar a un esbirro para concretar sus affaires non sanctos.

Gramajo la condujo hasta una galera y subieron. En el trayecto, el coronel logró ganarse la buena predisposición de Laura. Fue prudente y no volvió a mencionar al general Roca o a la entrevista; habló de naderías y rió la mayor parte del tiempo, y hasta se permitió ser obsequioso al expresar que, aunque le habían advertido de la belleza de la viuda de Riglos, ninguna descripción le habría hecho justicia. El viaje no duró mucho pues el encuentro tendría lugar en una casa de la calle de Chavango, cerca de la iglesia de Nuestra Señora del Pilar, en el mismo barrio de la Recoleta. La casa, una construcción sólida, de estilo colonial, rodeada por campos y huertos, se hallaba en un paraje que le habría conferido el aspecto de completo aislamiento si la torre de Nuestra Señora del Pilar no se hubiese columbrado tan vividamente.

El mismo Roca abrió la puerta del vestíbulo y pronunció en un acento medido pero autoritario:

–Por fin llegas, Artemio.

–Disculpe el retraso, general.

–Fue mi culpa -intervino Laura-. Yo llegué tarde.

Roca aflojó el ceño y le extendió la mano.

–Por favor, señora Riglos, pase, no haga caso de mi mal humor Pensé que mi amigo Gramajo la había convencido de comer en “Los catalanes” y olvidarme aquí la tarde entera.

–De ninguna manera, general ¿Cómo se le ocurre? – se quejó Gramajo.

En la sala, los aguardaba la mesa puesta. Una doméstica de aspecto indígena recibió los guantes y el bolso de Laura y los acomodó sobre el dressoir del vestíbulo.

–Enséñame qué has preparado para comer, Lucila -pidió Gramajo a la muchacha, y partieron hacia los interiores de la casona.

–El apetito del coronel Gramajo es proverbial -expresó Roca, y sonrió con calidez.

–Pensé que comeríamos en “Los catalanes” -apuntó Laura, con malicia.

–Un pequeño engaño -admitió Roca-. Mea culpa -agregó, con la mano en el pecho-. Consideré que si la citaba en un lugar público obtendría su aceptación más fácilmente. Quizás se haya sorprendido, incluso molestado, al encontrar a Gramajo en la puerta de “Los catalanes”. Sepa que él es de mi más absoluta confianza. Pondría mi vida en sus manos sin pensarlo dos veces. Asimismo, estas medidas fastidiosas también las tomé para evitar poner en entredicho su reputación.

–Mi reputación, general, es algo de lo que usted no tiene que preocuparse. Está tan dañada como puede esperarse después de haber hecho y dicho lo que he querido toda mi vida. Siempre he creído -acentuó Laura- que lo que haga o deje de hacer sobre esta Tierra es un asunto que sólo nos concierne a Dios y a mí. De todos modos, no estoy molesta por su engaño y considero que las medidas que tomó están justificadas, no por mi reputación sino por la suya, que es un hombre de gobierno. ¿De quién es esta casa? – preguntó casi de inmediato, y miró en torno.

–Es de un hermano de Artemio, radicado en el Brasil. Artemio la cuida y administra.

Comieron en un ambiente amistoso y relajado, que en parte se logró gracias a la compañía del coronel Gramajo, que no dudó en aceptar la invitación de la señora Riglos, a pesar de las señas que le lanzaba el general Roca. Con el tiempo, Laura llegó a encariñarse profundamente con Artemio Gramajo y a contarlo entre sus mejores amigos. Le gustaba porque era un hombre simple y en extremo bondadoso, y también porque la hacía reír. Solía mimarlo con regalos gastronómicos, y los buñuelos y las frutas de mazapán de María Pancha se convirtieron en la debilidad del coronel. A leguas se notaba que no padecía de dispepsia, por el contrario, su digestión resultaba asombrosa; no pasaba una hora de la última comida que ya vociferaba: «¡Estoy famélico!». Según el propio Gramajo, su secreto radicaba en beber vino tinto con las comidas

–Yo me retiro, general -anunció Gramajo, finalizado el postre-. Tengo muchos pendientes en el despacho.

Se despidió de Laura y marchó hacia el vestíbulo en compañía de su jefe, que le enumeraba una ringlera de encargos y diligencias. Roca volvió a la sala y Laura ya se colocaba los guantes de tafilete.

–Yo también me retiro, general.

Tomó el bolso del dressoir y caminó hacia la puerta. Pero Roca no le permitió pasar, y enfatizó su posición echándole llave. Se miraron fijamente, y Laura se dio cuenta de que perdía terreno segundo a segundo. Roca, compuesto y dueño de sí, acortó el paso que los distanciaba y la abrazó como si se hubiese propuesto absorber el cuerpo de ella con el suyo. Se miraron nuevamente, y él la besó en los labios. La sorprendió que no lo hiciera con la ferocidad con que la había abordado en la capilla de Santa Felicitas. Se trataba del beso de un amante paciente y benévolo, para nada relacionado con la imagen de tipo hosco y gruñón que se había formado.

Roca la despojó del bolso y de los guantes, que regresaron al dressoir, y la condujo de la mano al dormitorio. Él mismo la desvistió, prenda por prenda, con delicada pericia. Laura se mantenía quieta y callada y, aunque no colaboraba, como si quisiera oponerlo con el pensamiento hasta último momento, no lo resistía físicamente. Cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás al sentir las manos ásperas y curtidas de Roca cerrarse en torno a sus pechos apenas celados por la almilla de lino. La respiración de él, irregular y caliente, le golpeó la piel del escote cuando su boca le acarició los pezones a través de la delicada tela. Laura comenzó a gemir, y la paciencia y la benevolencia del general acabaron en ese instante. La recostó sobre la cama y la poseyó rápidamente, sin dudas de que la encontraría preparada para recibirlo.

Durante su matrimonio con Julián Riglos, Laura no había reparado en su postergada índole de mujer. Insensible a causa de la pena, se olvidó de lo que la pasión y la virilidad de un hombre podían obrar en ella. Había rechazado a muchos, algunos que se decían amigos de Riglos, incluso al mismo Alfredo Lahitte, cuando aún vivía Amelita Casamayor. Con Roca, sin embargo, no había encontrado la determinación para rehuir a la fuerza con que, finalmente, le quebró la voluntad.

Roca cayó exánime sobre el pecho de Laura y, mientras le bañaba el rostro de besos, le confesó que la había deseado desde la primera vez que la vio, aquella primera vez en el invierno del 73, cuando entró en la sala de “La Paz”, la estancia de su suegro en Ascochinga, y la divisó entre sus cuñados y cuñadas, flanqueada por su padre, el general Escalante, y doña Eloísa, su suegra. Le dijo también que, en contraste con el resto, él había recibido la impresión de que ella brillaba, como si de su pelo rubio y de su piel tan blanca manara luz. Y no se lo dijo para no romper la magia del momento, pero en aquella oportunidad, además de golpearlo la contundencia de su belleza, lo sorprendió la profunda tristeza que trasuntaban sus ojos negros.

Aunque Roca calló esto último, Laura de inmediato volvió al 73, esa época de labios apretados y ojos enrojecidos en la que se dormía llorando, en la que no concillaba el sueño fácilmente, en la que no comía, no hablaba, no rezaba, no leía, no escribía, sólo sentía lástima de sí; esa época en la que su padre, María Pancha, incluso su tía Selma creyeron que terminaría por perder la razón. Se acordó de esa época y también del hombre inexorablemente relacionada con ella.

Roca percibió que el encanto se había esfumado y, aunque contrariado porque no sabía qué había provocado esa mudanza en Laura, le permitió que abandonase la cama y se vistiera.


Laura no se detuvo en la sala, donde un batallón de domésticas a cargo de María Pancha pulía la platería, limpiaba vidrios, rasqueteaba pisos y lustraba los muebles de caoba. La familiaridad del lugar, el aroma a cera de abejas, el bullicio de las criadas y las órdenes vociferadas de María Pancha la hicieron sentir a gusto. Marchó a su habitación a paso quedo, donde se encerró con llave. Necesitaba estar sola. María Pancha la vio pasar y no intentó seguirla o detenerla. Cuando llegase el momento, Laura le contaría. Dejó el plumero sobre la mesa y enfiló hacia la cocina a preparar una lavativa, porque, si bien la entusiasmaba que su niña tuviera un amante, para nada la divertía pensar que tuviera un bastardo.

Sin quitarse el sombrero y los guantes, Laura se acomodó en la mecedora y contempló el cuadro de colores que componían los rosales de su abuela en el jardín. Soltó un suspiro y se dejó llevar por lo vivido en la casa de la calle Chavango apenas dos horas atrás. Tan seguro había estado el general Roca, que la condujo a la habitación y la desvistió sin pronunciar palabra. A medida que sus prendas regaban el piso, el deseo de pertenecerle la despojaba de los últimos vestigios de vergüenza y pudor. La pasión que evidenciaba ese hombre la convencía de que en ese instante nada le parecía más hermoso que ella, que su cuerpo y que el placer que iba a procurarle

Temía que si el general le pidiese que volviera a él, ella lo haría, a pesar de que en ese instante no podía deshacerse de ese ridículo sentimiento de culpa. «Él ya no existe, tanto como no existe el pasado. No lloraré, no recordaré; en cambio, trataré de pensar en los besos del general, en sus palabras susurradas, en su seguridad, en su fuerza. Me sobrepondré. Mi vida seguirá. Él ya no existe. No existen sus besos ni sus caricias, nuestras noches de pasión se esfumaron al amanecer, la mañana a orillas del río Cuarto quizás fue un sueño, y nuestras conversaciones y discusiones tal vez nunca las sostuvimos. ¿Por qué me tiemblan los labios, por qué se me nubla la vista?».