La casa de la calle Chavango
Recuperar el patrimonio familiar era de las cosas que le
otorgaban mayor satisfacción a Laura, no sólo las propiedades sino
las obras de arte, las joyas, los muebles, la vajilla. Gastó una
fortuna en remozar la casa de la Santísima Trinidad, que parecía
caerse a pedazos el año que regresó de Córdoba. Le hizo poner
sistema de agua por tuberías y luces de gas, y fue de las primeras
casas porteñas en contar con estas modernidades. Se colocaron
artesonados en todas las salas y dormitorios y, en el comedor y
salón principal, se doraron a la hoja. Se quitaron las alfombras de
Kidderminster, arrasadas por las polillas, y se cubrieron los
nuevos pisos de parquet con unas de Persia. Se colgaron espejos
venecianos con candelabros de pared que le otorgaron el aspecto de
un gran salón de baile, dorado y luminoso. Se recuperaron y
mandaron a restaurar los cuadros de los pintores flamencos del
Renacimiento, debilidad de la baronesa de Pontevedra, y Laura
encomendó a su agente en Londres, lord Leighton, que comprara
pinturas de los prerrafaelistas, un grupo de artistas jóvenes que
revolucionaba el arte en Europa. La abuela Ignacia encontró las
pinturas demasiado modernas y decididamente carentes de buen gusto.
Se retapizaron sillas, sillones, confidentes y canapes con
jacuards y brocados de Lyon, y la bergère con un damasco azulino, el mismo de tiempos
de la abuela Pilarita. Se recuperó la araña de cristal de Murano,
orgullo de la baronesa, vendida a los Alzaga para pagar impuestos,
que volvió a brillar, esta vez con bujías a gas, en el salón más
lujoso de Buenos Aires, en opinión del poeta Guido y Spano,
proclive a estas expresiones exuberantes. Cuando por fin terminaron
las obras, la mansión ostentaba el boato y la elegancia de los
tiempos de Abelardo Montes, barón de Pontevedra.
En honor a la verdad, el placer de Laura no residía en echar
mano a los objetos que habían integrado la inmensa fortuna del
barón o en embellecer la casa que había constituido su orgullo en
vida, el placer residía en el poder y la autoridad que eso le
confería frente a sus parientes. El dinero la volvía descarada, a
veces tirana y despiadada.
Esa mañana, sin embargo, Laura disfrutaba sinceramente de su
última adquisición, al igual que Eusebio, el cochero, que había
soñado con conducir una victoria desde el día en que se enteró de
que existían. Estrenaba además una librea de calicó azul con cuello
y puños verdes, los colores que, según doña Ignacia, habían
predominado en el escudo de armas de la dinastía del duque de
Montalvo.
Inusualmente, la familia Montes había regresado de San Isidro
a la casa de la Santísima Trinidad la noche anterior para asistir
ese día, 30 de enero, a la consagración de la Capilla de Santa
Felicitas, levantada en honor de Felicitas Guerrero de Alzaga,
muerta siete años atrás, en el 72. En realidad, toda la
aristocracia porteña y las personalidades relevantes del gobierno
habían abandonado sus retiros en el campo para participar del
recordatorio en honor de la celebrada belleza
porteña.
Alrededor de las once de la mañana, los padres de Felicitas,
Carlos Guerrero y Felicitas Cueto, aguardaban a parientes y amigos
para iniciar la ceremonia. Laura, junto a sus tías Dolores y
Soledad, su madre y su abuela (el abuelo Francisco había preferido
quedarse en San Isidro) marcharon en la victoria nueva protegidas
por parasoles y pequeñas sombrillas hacia la parte sur de la
ciudad, cerca del Riachuelo, en la zona de
Barracas.
–A la quinta de Alzaga, en Montes de Oca y Pinzón -ordenó
Laura a Eusebio, que de inmediato puso en marcha el
coche.
–¡Qué pesar! – exclamó Dolores-. Tener que volver al lugar
donde Felicitas sufrió tanto.
No volvieron a hablar durante el trayecto, el recuerdo de la
muerte de Felicitas las dejó pesarosas y meditabundas. Es que lo de
Felicitas Guerrero, viuda de Álzaga, se había tratado de un crimen
pasional. Acababa de anunciar su boda con Samuel Sáenz Valiente
cuando un enamorado, Enrique Ocampo, que la había perseguido
durante años (se dice que la amaba desde antes del matrimonio con
el viejo Álzaga), en un acto de rabia y despecho la asesinó de un
disparo por la espalda. Al caer en la cuenta del acto atroz e
irreversible que había cometido, Ocampo se suicidó. Esto decía la
crónica policial, aunque, en realidad, se sospechaba que Ocampo
había muerto a manos de un amigo de Felicitas, Cristian Demaría,
que lo sorprendió instantes después del disparo y lo mató a sangre
fría. De otro modo, nadie se explicaba un suicidio con dos balas.
Laura y Cristian eran grandes amigos y, a pesar de que nunca
hablaban abiertamente del asesinato de Felicitas, en una
oportunidad Cristian le dio a entender que lo que se sospechaba era
cierto.
A lo largo de la misa y de la consagración de la capilla se
escucharon sollozos reprimidos, suspiros, carraspeos y sonaderas,
en especial durante el sermón, cuando el obispo Mattera se explayó
en las infinitas virtudes de «esa excelsa dama porteña» Luego de la
misa, se sirvió un ambigú en la galería de la casona de Álzaga y
los entusiasmos se recobraron poco a poco. Se hablaba de lo hermosa
que era la capilla, de la magnífica estatua de Felicitas y su hijo
Félix (muerto de pequeño, víctima de la fiebre amarilla), de la
magnífica ceremonia, del acertado sermón, y se mencionaron también
las incontables obras de caridad llevadas adelante por Felicitas y
sus amigas, entre las que se destacaba Carolina Montes de Beaumont,
que daba fe de cuanto se decía y aprovechaba para postular entre
los más ricos y mondarles las billeteras como en una mesa de juego.
Todos se dejaban engatusar por las socalinas de Carolina Beaumont,
que, a pesar de los años, conservaba la frescura y dulzura de la
primera juventud. Como miembro vitalicio de la sociedad de
Beneficencia, Carolina Beaumont se mostraba tan interesada por el
destino de los pobres y afligidos como lo había estado su madre, la
baronesa de Pontevedra, que se contaba entre las
fundadoras.
Laura se mantuvo cerca de Cristian Demaría, a quien encontró
especialmente abatido; hablaba poco, en voz baja y, a pesar de que
no se refería a su querida Felicitas, como si mencionarla fuera más
de lo que su atribulado corazón podía soportar, Laura no dudaba de
que Cristian no cesaba de pensar en ella. Se mantuvieron apartados
en la galería, y las voces de los invitados les llegaban como
mareas de sonidos intrascendentes.
–A veces creo -se animó a expresar Laura-, que no deberíamos
llorar a nuestros muertos; después de todo, sabemos que ellos están
mejor junto al Señor que en este valle de lágrimas. En el caso de
Felicitas, de quien nadie duda de que ya goza de la Gloria Divina,
el reencuentro con su hijo Félix debe de haberla hecho doblemente
feliz.
–Lo que me duele, querida Laura -dijo Cristian-, es su
ausencia.
Se le anegaron los ojos. Laura le tomó la mano y se la besó
fraternalmente. Al levantar la vista, se topó con la mirada intensa
y ceñuda del general Roca, que la incomodó, como si le debiese una
explicación por aquel gesto amistoso. Aprovechó que Climaco Lezica
se aproximaba, y lo dejó a cargo de Cristian. Se dirigió a la
capilla dando un gran rodeo para evitar a la gente. Una vez dentro,
la paz y el estado de recogimiento que prevalecían la embargaron
fácilmente. El perfume de las flores y del olíbano, sumado a la
media luz y a la frescura, le devolvieron la serenidad. Se aproximó
a la estatua de Felicitas y de su hijo Félix y se quedó
contemplándola con interés. Casi de inmediato regresaron a su mente
las facciones de esa joven que tantas veces había visitado la casa
de la Santísima Trinidad junto a su esposo, Martín de Álzaga. A
pesar de su corta edad, Laura había intuido que esa muchacha de
quince años, a quien habían casado con un hombre de sesenta, no era
feliz. De una belleza indiscutible, el semblante taciturno de
Felicitas era lo que más descollaba a sus ojos de
niña.
Luego de lo que ella llamaba «la gran desilusión de su vida»,
Laura tendía a buscar referentes con quien compartir su dolor,
mujeres sufridas, con vidas trágicas, que se convertían en
parangones de entereza y resignación. La primera que le había
servido de consuelo había sido su tía Blanca Montes, su madre en
cierta forma también la acompañaba, porque había amado tanto al
general Escalante sin conseguir nada a cambio, María Pancha, modelo
de abnegación y fortaleza, su tía Dolores incluso, que había
perdido en un tris a su esposo bígamo y a su hijo, ahora también
contaba Felicitas Guerrero, que se sumaba al grupo de las
desconsoladas y sufrientes. De ese modo, Laura no se sentía tan
sola.
Estiró el brazo para tocar el piecito de mármol de Félix,
pero lo retiró casi de inmediato cuando un cambio en el juego de
luces de la capilla le advirtió que alguien acababa de entrar.
Escuchó el chirrido de los zapatos sobre los mazaríes, y tuvo la
certeza de que la persona se acercaba en dirección a ella.
Inexplicablemente, la asaltó una sensación de acoso e
incertidumbre, como si una fiera la acechara, como si fuera a caer
víctima de un abordaje violento. Se dio vuelta, era Roca. Lo tenía
muy cerca, a dos pasos. Su perfume tan característico, esa mezcla
exótica de almizcle y fragancias a madera, le inundo las fosas
nasales.
–La he asustado -dijo con voz gruesa, para nada afectado por
la quietud de la capilla.
–No, no, general -susurró Laura apenas.
–¿Conoció a la señora de Álzaga? – preguntó él de inmediato,
y dirigió la mirada a la escultura.
–Sí. Su esposo, Martín de Álzaga, era amigo de mi abuelo
Francisco. Felicitas lo acompañaba a menudo a la Santísima
Trinidad.
–¿Era tan hermosa como se comenta? Guido y Spano acaba de
pronunciar que Felicitas Guerrero era la mujer más linda de la
República.
–Sí, lo era. Sus modos, dulces y naturales, sólo conseguían
embellecerla aun más.
–No tengo dudas -habló Roca, luego de una pausa- de quién es
la que ostenta el título de «la mujer más linda de la República»
por estos días.
Hacía tiempo que Laura no se permitía envanecerse con un
halago. Aquellas palabras del ministro de Guerra la habían alterado
como si se tratara de las primeras que le dirigía un caballero
galante a una niña casadera. Se abanicó, en parte para ocultar el
arrebol de sus mejillas, pero también para alejar la sensación de
sofoco que le provocaba la cercanía de ese hombre.
Roca le detuvo la mano y se la alejó del rostro. Le pasó el
brazo por la cintura e intentó besarla.
–¿Queriendo ganar la apuesta, mi general? – se mofó Laura, la
cara ligeramente escorzada-. Usted es nuevo en esta ciudad y quizás
no esté al tanto de que aquí todo se sabe; incluso las apuestas que
los caballeros secretamente escriben en el libro del Club del
Progreso.
Se trataba de una acusación grave, y Roca se debatía entre
ofenderse o pedir disculpas. Finalmente, expresó:
–Usted no tiene pelos en la lengua.
–No, no los tengo.
–Eso me gusta -admitió, e intentó besarla nuevamente, sin
éxito-. ¿Acaso le molesta que yo sea un hombre
casado?
–El hecho de que sea casado no es lo único que me aleja de
usted, general.
–¿Mi propósito de exterminar a los indios del sur,
quizás?
Roca percibió de inmediato el estremecimiento de Laura
Escalante. Una palidez, acentuada en la luz mortecina que se
filtraba por los vitrales, le otorgó un aire angelical y
vulnerable. Antes de que bajase los párpados, Roca notó que los
ojos negros le brillaban.
–No use esa palabra, general. Por favor, no diga «exterminar»
como si aquellas gentes fueran bestias.
–Usted parece muy preocupada por la suerte de los indios del
sur. Se ha puesto pálida. ¿Tengo que pensar que son ciertas las
habladurías que la tienen como protagonista de un romance con un
indio?
–Sí, son ciertas. Hace muchos años de aquello y, sin embargo,
general Roca, puedo asegurarle que, a pesar de mis amigos y
conocidos, aquel indio sigue siendo el mejor hombre que
conozco.
–Eso es porque todavía no me conoce a mí.
La aferró por la nuca y la besó. Su boca cubrió la de ella
con posesiva ferocidad, y Laura sintió la aspereza de sus bigotes
sobre la piel. El poderío de ese hombre la abrumó, y permaneció
blanda entre sus brazos, mientras él seguía besándola y
embriagándola con el aroma de su perfume y el gusto dulce de su
boca, que sabía a las almendras de la horchata.
Las manos del general aflojaron la presión y se retiraron de
la cintura de Laura, que se llevó la mano a la boca; sentía los
labios calientes y palpitantes.
–Será mejor que salgamos -admitió Roca-. Vaya usted primero;
yo la seguiré después
–No -replicó Laura-, saldremos los dos juntos como si aquí
dentro acabásemos de escuchar misa.
Dos días más tarde, mientras las mujeres Montes se aprestaban
para regresar a San Isidro, un mensajero entregó una esquela a
nombre de la señora Riglos. Laura rompió el lacre y leyó: «Señora
Riglos, supongo que no le resultará una sorpresa si le confieso que
me encuentro irresistiblemente atraído por usted. Me he tomado el
atrevimiento de reservar una mesa para nosotros en el hospedaje
“Los catalanes” de la calle de las Garantías n° 242. Espero verla
allí mañana a la una de la tarde. Su más sincero y humilde
servidor. R.». Laura le pasó la nota a María
Pancha.
–Ha elegido un lugar muy apartado para el encuentro -comentó
la criada, pues la calle de las Garantías pertenecía a la Recoleta,
zona de descampados, huertas y quintas-. No me extrañaría que el
hospedaje “Los catalanes” mañana sólo trabajase para él. – Luego,
cambió el aire para advertir-: Éste no es un nene de pecho,
Laura.
–Nunca me han gustado los flojos y
timoratos.
–Cierto, pero éste es un zorro, un bribón redomado muy
distinto a todo cuanto estás acostumbrada.
–No sé qué me atrae de este hombre -admitió
Laura.
–Por cierto -siguió María Pancha-, el general Roca no es como
tus eternos enamorados que cantan al son de tu melodía. Es más, me
atrevería a decir que es él quien marca el compás entre
ustedes.
Laura meditó esas palabras y se dijo que, si pudiera
comprender qué hacía del general un hombre tan distinto del resto
de sus conocidos, tal vez lograría dominar la inquietud que le
sobrevenía cuando la rondaba. Si pudiera descubrirle el talón de
Aquiles tal vez impondría su voluntad como con los demás. Por el
momento, se encontraba a su merced, subyugada por el simple
contacto de su boca y de sus manos, que le despertaba una
excitación que la avergonzaba. Era consciente de que Roca, con sólo
dirigirle la palabra o lanzarle uno de sus vistazos, le infundía el
mismo respeto y admiración que debían de experimentar sus soldados.
Roca, para ella, jamás pasaba inadvertido.
Se preguntó adónde radicaría el secreto de su encanto cuando,
en realidad, era parco, a veces brusco, y tan práctico y racional
que se habría mofado de sus ideales románticos de conocerlos.
Quizás se trataba de su ímpetu, que Laura creía irrefrenable, o de
su inteligencia, que no se atrevía a subestimar, o de su figura de
militarote consumado, que le sentaba a su aspecto ceñudo y hosco, a
su rostro curtido y a esos ojos un tanto celados por los párpados,
que hablaban de su naturaleza reservada. Se inclinaba a pensar que,
a diferencia de ella, el general no le temía a nada y se reputaba
capaz de enfrentar a cualquier enemigo, militar o político. Esta
característica de su temperamento constituía lo que,
irremediablemente, la seducía.
–Me confunde, me turba -se quejó en voz alta-, nada en el
general es lo que busco en un hombre y, sin embargo, admito que me
seduce la idea de someterme a su fuerza. Como la más débil de mi
sexo, me ilusiona su protección y, a pesar de que con esta idea he
retrocedido siglos de evolución femenina, acepto que la
preponderancia que, temo, él ejerce sobre mí, me haría caer bajo su
influjo sin mayores conflictos. – Levantó la vista y encontró la
mirada misteriosa de su criada-. Me resulta difícil mantenerme
impávida al empuje de este hombre, a quien, después de todo,
debería contar entre mis enemigos mortales.
De regreso de compras, Ignacia, Dolores, Soledad y Magdalena
se dieron con la noticia de que Laura no regresaría a San Isidro. A
media voz, sin abrir mucho la boca, la abuela Ignacia despotricó
contra la naturaleza veleidosa de su nieta, y tía Soledad remarcó
lo inapropiado de que se quedara en una casona tan grande con la
servidumbre por toda compañía. Dolores, tentada de verter su
opinión, se mordió la lengua, temerosa de las represalias de su
sobrina. Años atrás, en una acalorada discusión en la cual le
reclamaba las extravagancias de su matrimonio con Riglos, la
muchacha, sin vueltas ni ritornelos, le espetó que, al menos,
Julián no era bígamo.
Por lo de su capricho de no regresar a San Isidro, nadie le
pidió explicaciones y Laura no pensó que debiera darlas. Marchó a
su recámara donde se abocó al décimo capítulo de su novela
La verdad de Jimena Palmer, que se
publicaba como folletín en La Aurora, el
semanario de la Editora del Plata, y que a tantas lectoras atraía.
Jimena abandonaba a su esposo, déspota y machista, y se rebelaba
ante una sociedad que contemplaba con impasibilidad cómplice los
abusos de los hombres sobre sus mujeres. Laura también escribía
cuentos infantiles para deleite de sus sobrinos más pequeños, y las
hadas madrinas y los duendes verdes de Irlanda nunca se hallaban
ausentes. A contrapelo de la costumbre de la época, no usaba
seudónimo sino su nombre y apellido de soltera, extravagancia que
la mayoría reputaba de mal gusto e indecente. Por supuesto que
La verdad de Jimena Palmer provocaba la
reacción de los sectores más conservadores, y la abuela Ignacia,
avergonzada, repetía entre quejidos y lamentos «¡Si al menos
firmara Periquita Pérez!»
Laura no participaba en columnas políticas y, cuando tomaba
la pluma para referirse a otros temas que no fueran sus folletines,
escribía sobre la educación, en especial la de las mujeres, siempre
tan postergada. De todos modos, La Aurora
era un semanario de un claro sesgo político, que Mario Javier
mantenía con coherencia a lo largo de las tiradas.
Indiscutiblemente, La Aurora apostaba al
liberalismo y al progreso, y en eso iba a tono con el gobierno,
pero también denunciaba aquellas maniobras que minaban los derechos
inalienables de los seres humanos. Por cierto, se había convertido
en el más encarnizado enemigo de la aclamada conquista del desierto
que tenía como paladín al general Roca.
El silencio del cuarto de Laura se rompió cuando un tropel de
niños se precipitó sin anunciarse. Detrás apareció Eugenia
Victoria, que, a gritos, impartía toda clase de amenazas a sus
hijos menores. Purita, más femenina y recatada desde la proximidad
de su fiesta de quince, entró junto a María Pancha, que escuchaba
una confidencia. Laura soltó la pluma y recibió en un abrazo a sus
sobrinos que, a coro, le pedían mil cosas. Les besaba las cabecitas
y las mejillas y les decía que sí a todo.
–¡Basta, niños! ¡O se pasarán un mes sin postre! – amenazaba
en vano Eugenia Victoria; a Laura, le explicó-. No pude evitar que
corrieran hasta aquí cuando María Pancha les dijo que estabas
escribiendo. Quieren saber cómo sigue la historia de Paco y el elefante verde.
–¡Sí, tía! ¡Cuéntanos cómo sigue! – imploró Adela, una mocosa
de cuatro años que obtenía de su tía Laura lo que se propusiese.
Daba saltitos y levantaba las manos como en
plegaria.
–Temo que tendrán que esperar al próximo número de La Aurora -expresó, con un mohín.
–Pero, tía -se quejó Rafael, de siete años-, nos iremos
mañana a Carmen de Areco y no estaremos aquí cuando salga La Aurora. ¡Nos perderemos la
publicación!
–El problema es que aún no he terminado el capítulo -explicó
Laura-. ¿Cómo se te ocurre que voy a permitir que pierdas la
publicación? Le pediré a Mario Javier que guarde copia para cada
uno de ustedes y se las haré llegar por tren a “La Armonía”
-prometió, refiriéndose a la estancia de los
Lynch.
María Pancha los engatusó con la sugerencia de limonada
recién preparada y tarta de duraznos y crema pastelera, y los
cuatro marcharon detrás de la criada hacia la cocina. Purita eligió
quedarse con su madre y su tía, para nada interesada en las
boberías que dirían y harían sus hermanos, a pesar de que había
jugado con ellos y sus muñecas hasta pocos meses atrás. La
inminencia de su fiesta de quince años le había cambiado la vida
radicalmente.
–Aprovechamos este viaje a Buenos Aires por lo de Felicitas
Guerrero e hicimos algunas compras -comentó Eugenia Victoria-.
Fuimos a la tienda de Climaco Lezica y nos hicimos de entredós y
puntillas para el vestido de Pura. Ya se los llevamos a madame Du
Mourier.
–¿Encontraron todo lo que necesitaban? – se interesó
Laura.
–¡Oh, sí! – se apresuró a contestar Eugenia Victoria-. El
señor Lezica fue en extremo atento con nosotras. Él mismo nos
ofreció la mejor mercadería y hasta me fió la
compra.
–Eso sí que es inusual -admitió Laura, porque era sabido que
Climaco Lezica vendía estrictamente al contado.
–¿Vio cómo me miraba el señor Lezica, mamá?
–No -se incomodó Eugenia Victoria-. No creo que te haya
mirado de ninguna manera especial.
–Pues le digo que me miraba con ojos blandos y, cuando usted
se entretenía con esos abanicos de seda, me aferró la mano. Por
supuesto que se hizo el pavo, como que, mientras juntaba los
galones y las puntillas, su mano tropezó con la mía, pero yo
percibí que lo había hecho a propósito.
–¡Qué idea, Pura! – se exasperó Eugenia Victoria-. El señor
Lezica es un gran amigo de tu padre, un hombre honorable, de las
familias más reconocidas de Buenos Aires, ¿por qué querría hacer
algo tan impropio como aferrarle la mano a una
niña?
–¡No soy una niña!
–Por supuesto que no -terció Laura, que había escuchado el
intercambio con atención-. Tu madre quiere decir que eres muy niña
para Climaco Lezica, que es un cuarentón.
Eugenia Victoria contempló a su prima con gesto contrariado.
Laura, que no indagaría en presencia de Pura, cambió el tema de
conversación y preguntó por los detalles de la fiesta que, aunque
tendría lugar a mediados de abril, requería una antelada
preparación.
De ninguna manera iría al hospedaje “Los catalanes” en su
landó con José Pedro en el pescante (Eusebio había conducido a San
Isidro al cuarteto de brujas, como se las llamaba entre la
servidumbre), pues tanto el coche como la librea de calicó azul y
verde eran tan conocidos en Buenos Aires como el edificio del
Cabildo. A sugerencia de María Pancha, tomó un coche de plaza cerca
del mercado del pasaje de las Carabelas, que avanzó sin
inconvenientes y a buena velocidad, pues las calles se encontraban
prácticamente vacías. Adrede, Laura calculaba llegar unos quince
minutos pasada la una de la tarde.
En el interior de la volanta, zamarreada por los brincos a
causa de las calles mal adoquinadas, Laura trataba de serenarse. La
embargaba la habitual sensación de anticipación, entre incómoda y
placentera, que la asaltaba cuando el general Roca se hallaba
presente. Ahora no sólo se hallaría presente sino que estaría a
solas con él. Una vez a merced de ese caballero, nadie impediría
los acontecimientos. Se distrajo mirando por la ventanilla, la
nariz cubierta con un pañuelo embebido en colonia debido a los
malos olores que se levantaban del río. Como si su mente se negara
a pensar en Roca y en lo que esa cita implicaba, se dejó encantar
por el paisaje tan pintoresco como ajeno, ya que ella rara vez
abandonaba el perímetro del centro.
Alrededor de la una y veinte, el coche se detuvo y el
conductor dejó el pescante para abrir la portezuela. Laura le pagó
y lo despidió. Sorprendida, pues en los últimos años ese lugar
apartado de la capital había medrado considerablemente, no advirtió
que la llamaban.
–¡Señora Riglos! – pronunció una voz
masculina.
Laura, a un paso de cruzar el portal de “Los catalanes”,
volteó para dar con la figura redonda y graciosa de un hombre de
bigotes espesos y ojos chispeantes. Dijo llamarse coronel Artemio
Gramajo.
–El general Roca me pidió que la lleve al lugar de vuestra
cita -expresó el hombre con tanta naturalidad que Laura no
consiguió fastidiarse, aunque sí incomodarse. Roca demostraba poca
cortesía y menos aún tacto al enviar a un esbirro para concretar
sus affaires non sanctos.
Gramajo la condujo hasta una galera y subieron. En el
trayecto, el coronel logró ganarse la buena predisposición de
Laura. Fue prudente y no volvió a mencionar al general Roca o a la
entrevista; habló de naderías y rió la mayor parte del tiempo, y
hasta se permitió ser obsequioso al expresar que, aunque le habían
advertido de la belleza de la viuda de Riglos, ninguna descripción
le habría hecho justicia. El viaje no duró mucho pues el encuentro
tendría lugar en una casa de la calle de Chavango, cerca de la
iglesia de Nuestra Señora del Pilar, en el mismo barrio de la
Recoleta. La casa, una construcción sólida, de estilo colonial,
rodeada por campos y huertos, se hallaba en un paraje que le habría
conferido el aspecto de completo aislamiento si la torre de Nuestra
Señora del Pilar no se hubiese columbrado tan
vividamente.
El mismo Roca abrió la puerta del vestíbulo y pronunció en un
acento medido pero autoritario:
–Por fin llegas, Artemio.
–Disculpe el retraso, general.
–Fue mi culpa -intervino Laura-. Yo llegué
tarde.
Roca aflojó el ceño y le extendió la mano.
–Por favor, señora Riglos, pase, no haga caso de mi mal humor
Pensé que mi amigo Gramajo la había convencido de comer en “Los
catalanes” y olvidarme aquí la tarde entera.
–De ninguna manera, general ¿Cómo se le ocurre? – se quejó
Gramajo.
En la sala, los aguardaba la mesa puesta. Una doméstica de
aspecto indígena recibió los guantes y el bolso de Laura y los
acomodó sobre el dressoir del
vestíbulo.
–Enséñame qué has preparado para comer, Lucila -pidió Gramajo
a la muchacha, y partieron hacia los interiores de la
casona.
–El apetito del coronel Gramajo es proverbial -expresó Roca,
y sonrió con calidez.
–Pensé que comeríamos en “Los catalanes” -apuntó Laura, con
malicia.
–Un pequeño engaño -admitió Roca-. Mea
culpa -agregó, con la mano en el pecho-. Consideré que si la
citaba en un lugar público obtendría su aceptación más fácilmente.
Quizás se haya sorprendido, incluso molestado, al encontrar a
Gramajo en la puerta de “Los catalanes”. Sepa que él es de mi más
absoluta confianza. Pondría mi vida en sus manos sin pensarlo dos
veces. Asimismo, estas medidas fastidiosas también las tomé para
evitar poner en entredicho su reputación.
–Mi reputación, general, es algo de lo que usted no tiene que
preocuparse. Está tan dañada como puede esperarse después de haber
hecho y dicho lo que he querido toda mi vida. Siempre he creído
-acentuó Laura- que lo que haga o deje de hacer sobre esta Tierra
es un asunto que sólo nos concierne a Dios y a mí. De todos modos,
no estoy molesta por su engaño y considero que las medidas que tomó
están justificadas, no por mi reputación sino por la suya, que es
un hombre de gobierno. ¿De quién es esta casa? – preguntó casi de
inmediato, y miró en torno.
–Es de un hermano de Artemio, radicado en el Brasil. Artemio
la cuida y administra.
Comieron en un ambiente amistoso y relajado, que en parte se
logró gracias a la compañía del coronel Gramajo, que no dudó en
aceptar la invitación de la señora Riglos, a pesar de las señas que
le lanzaba el general Roca. Con el tiempo, Laura llegó a
encariñarse profundamente con Artemio Gramajo y a contarlo entre
sus mejores amigos. Le gustaba porque era un hombre simple y en
extremo bondadoso, y también porque la hacía reír. Solía mimarlo
con regalos gastronómicos, y los buñuelos y las frutas de mazapán
de María Pancha se convirtieron en la debilidad del coronel. A
leguas se notaba que no padecía de dispepsia, por el contrario, su
digestión resultaba asombrosa; no pasaba una hora de la última
comida que ya vociferaba: «¡Estoy famélico!». Según el propio
Gramajo, su secreto radicaba en beber vino tinto con las
comidas
–Yo me retiro, general -anunció Gramajo, finalizado el
postre-. Tengo muchos pendientes en el despacho.
Se despidió de Laura y marchó hacia el vestíbulo en compañía
de su jefe, que le enumeraba una ringlera de encargos y
diligencias. Roca volvió a la sala y Laura ya se colocaba los
guantes de tafilete.
–Yo también me retiro, general.
Tomó el bolso del dressoir y caminó
hacia la puerta. Pero Roca no le permitió pasar, y enfatizó su
posición echándole llave. Se miraron fijamente, y Laura se dio
cuenta de que perdía terreno segundo a segundo. Roca, compuesto y
dueño de sí, acortó el paso que los distanciaba y la abrazó como si
se hubiese propuesto absorber el cuerpo de ella con el suyo. Se
miraron nuevamente, y él la besó en los labios. La sorprendió que
no lo hiciera con la ferocidad con que la había abordado en la
capilla de Santa Felicitas. Se trataba del beso de un amante
paciente y benévolo, para nada relacionado con la imagen de tipo
hosco y gruñón que se había formado.
Roca la despojó del bolso y de los guantes, que regresaron al
dressoir, y la condujo de la mano al
dormitorio. Él mismo la desvistió, prenda por prenda, con delicada
pericia. Laura se mantenía quieta y callada y, aunque no
colaboraba, como si quisiera oponerlo con el pensamiento hasta
último momento, no lo resistía físicamente. Cerró los ojos y echó
la cabeza hacia atrás al sentir las manos ásperas y curtidas de
Roca cerrarse en torno a sus pechos apenas celados por la almilla
de lino. La respiración de él, irregular y caliente, le golpeó la
piel del escote cuando su boca le acarició los pezones a través de
la delicada tela. Laura comenzó a gemir, y la paciencia y la
benevolencia del general acabaron en ese instante. La recostó sobre
la cama y la poseyó rápidamente, sin dudas de que la encontraría
preparada para recibirlo.
Durante su matrimonio con Julián Riglos, Laura no había
reparado en su postergada índole de mujer. Insensible a causa de la
pena, se olvidó de lo que la pasión y la virilidad de un hombre
podían obrar en ella. Había rechazado a muchos, algunos que se
decían amigos de Riglos, incluso al mismo Alfredo Lahitte, cuando
aún vivía Amelita Casamayor. Con Roca, sin embargo, no había
encontrado la determinación para rehuir a la fuerza con que,
finalmente, le quebró la voluntad.
Roca cayó exánime sobre el pecho de Laura y, mientras le
bañaba el rostro de besos, le confesó que la había deseado desde la
primera vez que la vio, aquella primera vez en el invierno del 73,
cuando entró en la sala de “La Paz”, la estancia de su suegro en
Ascochinga, y la divisó entre sus cuñados y cuñadas, flanqueada por
su padre, el general Escalante, y doña Eloísa, su suegra. Le dijo
también que, en contraste con el resto, él había recibido la
impresión de que ella brillaba, como si de su pelo rubio y de su
piel tan blanca manara luz. Y no se lo dijo para no romper la magia
del momento, pero en aquella oportunidad, además de golpearlo la
contundencia de su belleza, lo sorprendió la profunda tristeza que
trasuntaban sus ojos negros.
Aunque Roca calló esto último, Laura de inmediato volvió al
73, esa época de labios apretados y ojos enrojecidos en la que se
dormía llorando, en la que no concillaba el sueño fácilmente, en la
que no comía, no hablaba, no rezaba, no leía, no escribía, sólo
sentía lástima de sí; esa época en la que su padre, María Pancha,
incluso su tía Selma creyeron que terminaría por perder la razón.
Se acordó de esa época y también del hombre inexorablemente
relacionada con ella.
Roca percibió que el encanto se había esfumado y, aunque
contrariado porque no sabía qué había provocado esa mudanza en
Laura, le permitió que abandonase la cama y se
vistiera.
Laura no se detuvo en la sala, donde un batallón de
domésticas a cargo de María Pancha pulía la platería, limpiaba
vidrios, rasqueteaba pisos y lustraba los muebles de caoba. La
familiaridad del lugar, el aroma a cera de abejas, el bullicio de
las criadas y las órdenes vociferadas de María Pancha la hicieron
sentir a gusto. Marchó a su habitación a paso quedo, donde se
encerró con llave. Necesitaba estar sola. María Pancha la vio pasar
y no intentó seguirla o detenerla. Cuando llegase el momento, Laura
le contaría. Dejó el plumero sobre la mesa y enfiló hacia la cocina
a preparar una lavativa, porque, si bien la entusiasmaba que su
niña tuviera un amante, para nada la divertía pensar que tuviera un
bastardo.
Sin quitarse el sombrero y los guantes, Laura se acomodó en
la mecedora y contempló el cuadro de colores que componían los
rosales de su abuela en el jardín. Soltó un suspiro y se dejó
llevar por lo vivido en la casa de la calle Chavango apenas dos
horas atrás. Tan seguro había estado el general Roca, que la
condujo a la habitación y la desvistió sin pronunciar palabra. A
medida que sus prendas regaban el piso, el deseo de pertenecerle la
despojaba de los últimos vestigios de vergüenza y pudor. La pasión
que evidenciaba ese hombre la convencía de que en ese instante nada
le parecía más hermoso que ella, que su cuerpo y que el placer que
iba a procurarle
Temía que si el general le pidiese que volviera a él, ella lo
haría, a pesar de que en ese instante no podía deshacerse de ese
ridículo sentimiento de culpa. «Él ya no existe, tanto como no
existe el pasado. No lloraré, no recordaré; en cambio, trataré de
pensar en los besos del general, en sus palabras susurradas, en su
seguridad, en su fuerza. Me sobrepondré. Mi vida seguirá. Él ya no
existe. No existen sus besos ni sus caricias, nuestras noches de
pasión se esfumaron al amanecer, la mañana a orillas del río Cuarto
quizás fue un sueño, y nuestras conversaciones y discusiones tal
vez nunca las sostuvimos. ¿Por qué me tiemblan los labios, por qué
se me nubla la vista?».