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La curvatura del espacio-tiempo

Hasta ahora hemos imaginado que el espacio-tiempo era fijo e invariable, como un decorado o un escenario tetradimensional en el que «pasan cosas». También hemos aprendido que el espacio-tiempo posee una geometría claramente distinta de la geometría euclidiana. Hemos visto cómo la idea del espacio-tiempo conduce de forma natural a E = mc2 y cómo esta sencilla ecuación y la física que representa se han convertido en los cimientos tanto de nuestras modernas teorías de la naturaleza como del mundo industrializado. Una última pregunta, fruto de nuestra curiosidad, nos acercará aún más al giro final de nuestra historia: ¿es posible que la curvatura del espacio-tiempo sea distinta en diferentes lugares del universo?

La idea del espacio curvo no nos debería pillar de nuevas. El espacio euclidiano es plano, pero el de Minkowski es curvo, lo que significa que en este último no tiene validez el teorema de Pitágoras, sino que en su lugar se aplica la versión con signo negativo de la ecuación para la distancia. Sabemos asimismo que la distancia entre dos puntos en el espacio-tiempo es análoga a la distancia entre distintos puntos sobre un mapa de la Tierra, puesto que la distancia más corta entre dos puntos no es una línea recta en el sentido habitual de la palabra. Así, el espacio-tiempo de Minkowski y la superficie terrestre son ejemplos de espacios curvos. A la vista de lo anterior, la distancia entre dos puntos en el espacio-tiempo de Minkowski siempre satisface que s2 = (ct)2x2, lo que significa que su curvatura es la misma en todos sus puntos. Lo mismo puede decirse de la superficie terrestre. No obstante, ¿podría tener sentido hablar de una superficie cuya curvatura varía de un punto a otro? ¿Qué aspecto tendría el espacio-tiempo si esto fuese posible, y qué implicaría para los relojes, las reglas y las leyes físicas? Para explorar esta posibilidad, ciertamente enigmática, bajaremos una vez más de las abrumadoras cuatro dimensiones a solo dos, mucho más manejables, y centraremos nuestra atención en la superficie de una esfera.

La curvatura de una bola pulida es la misma en todos sus puntos. Hasta aquí todos de acuerdo. Pero no sucede lo mismo con una pelota de golf, con sus hoyuelos. De la misma manera, la superficie terrestre tampoco es una esfera perfecta. Si la vemos de cerca, encontraremos valles y colinas, montañas y océanos. La ley de la distancia entre dos puntos de la superficie terrestre es solo aproximadamente la misma en toda ella. Para tener una respuesta más precisa, necesitamos saber cómo varía la superficie cuando nuestro recorrido nos lleva por valles y montañas. ¿Podría ser que el espacio-tiempo tuviera hoyuelos como los de una pelota de golf, o valles y montañas como la Tierra? ¿Es posible que «se combe» entre dos puntos?

Cuando deducíamos la ecuación para la distancia en el espacio-tiempo, parecía que no cabía la posibilidad de que variase de un lugar a otro. De hecho, hemos argumentado que la expresión precisa de la ecuación de la distancia venía determinada por los requisitos que imponía la causalidad. Pero hemos aceptado una suposición muy importante. Hemos supuesto que el espacio-tiempo es igual en todas partes. Se puede afirmar que esta suposición funciona muy bien y las evidencias experimentales la avalan en buena medida, puesto que ha sido crucial para poder llegar a E = mc2, pero quizá no hemos prestado suficiente atención a los detalles. ¿Es posible que el espacio-tiempo no sea igual en todas partes? ¿Podría esto tener consecuencias observables? La respuesta es un sí rotundo. Para llegar a esta conclusión, sigamos los pasos de Einstein por última vez. Este camino supuso para él diez años de duras luchas, hasta llegar a otro destino majestuoso: la teoría de la relatividad general.

El recorrido que condujo a Einstein a la relatividad especial tuvo su punto de partida en una pregunta sencilla: ¿qué significaría el hecho de que la velocidad de la luz fuese la misma para todos los observadores? El camino hacia la relatividad general, mucho más tortuoso, partió de una observación igualmente sencilla que le impresionó tanto que no se quedó tranquilo hasta que comprendió su verdadero significado. El hecho es el siguiente: todas las cosas caen hacia el suelo con la misma aceleración. Eso es todo. Eso es lo que provocó su entusiasmo. Hay que tener una cabeza como la suya para intuir la profundidad de lo que se oculta tras un hecho aparentemente tan trivial.

En realidad, se trata de un hecho famoso de la física, conocido mucho antes de Einstein. Se atribuye a Galileo el mérito de ser el primero en darlo por cierto. Dice la leyenda que subió a lo alto de la Torre Inclinada de Pisa, dejó caer desde allí dos bolas de distintas masas y vio cómo llegaban al suelo a la vez. Lo importante no es si realizó el experimento o no, sino que dedujo correctamente que ese sería su resultado. Sabemos sin lugar a dudas que el experimento se acabó realizando, aunque no en Pisa, sino en la Luna, en 1971, por el comandante del Apolo 15, David Scott, que dejó caer una pluma y un martillo y observó cómo llegaban al suelo al mismo tiempo. No podemos realizar el experimento en la Tierra porque una pluma siente el efecto del viento, que ralentiza su caída, pero su resultado es espectacular cuando se lleva a cabo en el alto vacío existente en la superficie lunar. Obviamente, no es necesario ir a la Luna para comprobar que Galileo estaba en lo cierto, pero eso no le resta ningún encanto al vídeo de la demostración del Apolo 15, que merece mucho la pena. Lo importante es que, si pueden despreciarse los factores que complican la situación, como el aire, todo cae a la misma velocidad. La pregunta evidente es: ¿por qué es así? ¿Por qué caen a la misma velocidad, y por qué le estamos dando a esto tanta importancia?

Imagina que estás en un ascensor inmóvil. Tus pies pisan el suelo con firmeza y la cabeza te pesa sobre los hombros. Tu estómago está en su sitio, en el interior de tu cuerpo. Ahora imagina que tienes la mala suerte de encontrarte dentro de un ascensor que cae en picado hacia el suelo porque se han cortado los cables. Puesto que todas las cosas caen a la misma velocidad, tus pies ya no se apoyan sobre el suelo, la cabeza no te pesa sobre los hombros y tu estómago flota libremente dentro de tu cuerpo. En resumen, están en ingravidez. Esto es muy importante, porque es exactamente como si alguien hubiese pulsado un botón para apagar la gravedad. Es lo mismo que sentiría un astronauta que flotase libremente en el espacio. Para ser más precisos, mientras el ascensor cae no puedes realizar en su interior ningún experimento que te permita distinguir entre las posibilidades de que estés cayendo hacia la Tierra o flotando en el espacio exterior. Obviamente, sabes cuál es la respuesta, porque has entrado en el ascensor, y es posible que el indicador luminoso esté acercándose al «piso bajo» a una velocidad alarmante, pero eso no es lo importante. Lo importante es que las leyes físicas son idénticas en ambos casos. Esto es lo que le afectó tan profundamente a Einstein. La universalidad de la caída libre tiene un nombre: se denomina principio de equivalencia.

En general, la gravedad varía de un lugar a otro. Es más fuerte cuanto más cerca de la Tierra estés, aunque no hay demasiada diferencia entre el nivel del mar y la cima del Everest. Es mucho más débil en la Luna, porque su masa es mucho menor que la de la Tierra. Análogamente, la intensidad de la gravedad del Sol es mucho mayor que la de la Tierra. Pero, independientemente del lugar del sistema solar donde te encuentres, la fuerza de la gravedad en tus inmediaciones no variará demasiado. Imagina que estás de pie en el suelo. La gravedad en tus pies es ligeramente más intensa que en tu cabeza, pero la diferencia es muy pequeña. De hecho, será menor para una persona baja que para una alta. Recurramos una vez más a un experimento mental e imaginemos cosas cada vez más pequeñas, hasta llegar a un «ascensor» diminuto, tan pequeño que podemos suponer que la gravedad en su interior es constante. Dentro del ascensor diminuto hay físicos aún más diminutos cuya tarea consiste en realizar experimentos dentro de él. Imaginemos ahora que el ascensor está en caída libre. En ese caso, ninguno de los diminutos físicos pronunciaría jamás la palabra «gravedad». Una descripción del mundo basada en las observaciones realizadas por este grupo de diminutos físicos en caída libre tiene la sorprendente cualidad de que la gravedad sencillamente no existe. Nadie pronunciaría con voz aguda la palabra «gravedad» porque dentro del ascensor no se podría efectuar ninguna observación que indicase que tal cosa existe. Pero ¡espera un momento! Está claro que hay algo que hace que la Tierra orbite alrededor del Sol. ¿Se trata tan solo de un juego de manos, o hay aquí algo importante?

Dejemos por un momento la gravedad y el espacio-tiempo y volvamos a la analogía con la curvatura de la superficie terrestre. Un piloto que tenga intención de viajar de Manchester a Nueva York evidentemente necesita tener en cuenta que la superficie terrestre es curva. Por el contrario, cuando vas del salón a la cocina puedes ignorar sin problemas la curvatura de la Tierra y suponer que la superficie es plana. Dicho de otro modo, la geometría es (muy aproximadamente) euclidiana. Esta es la razón, en definitiva, por la que los humanos tardamos tanto tiempo en descubrir que la Tierra no es plana, sino esférica: su radio de curvatura es mucho mayor que las distancias que manejamos habitualmente en nuestra vida diaria. Imagina que troceásemos la superficie terrestre en un montón de pequeños pedazos cuadrados, como se muestra en la figura 25. Cada uno de los pedazos es prácticamente plano, y cuanto más pequeños los hagamos, más planos serán. En cada pedazo, es válida la geometría euclidiana: las líneas paralelas no se intersecan y el teorema de Pitágoras funciona. La curvatura de la superficie solo se pone de manifiesto cuando tratamos de cubrir un área más extensa de la superficie terrestre con nuestros pedazos euclidianos. Necesitamos coser juntos montones de estos pequeños remiendos para reconstruir fielmente la superficie curva de la Tierra.

FIGURA 25

Volvamos ahora a nuestro pequeño ascensor en caída libre e imaginemos que hay muchos otros como él, uno en cada punto del espacio-tiempo. El espacio-tiempo dentro de cada uno de ellos es aproximadamente el mismo en todos los puntos, y esta aproximación mejora si disminuye el tamaño del ascensor. Recuerda que en el capítulo 4 hemos tenido la precaución de indicar que estábamos suponiendo que el espacio-tiempo debía ser «invariable e igual en todas partes», y que eso fue fundamental para poder desarrollar la fórmula para la distancia en el espacio-tiempo de Minkowski. Puesto que espacio-tiempo dentro de cada ascensor diminuto es también «invariable e igual en todas partes», se deduce que podemos aplicar la fórmula de Minkowski para la distancia dentro de cada uno de los ascensores.

Afortunadamente, empieza a atisbarse la analogía con la esfera. Donde antes decíamos «pedazo plano de la superficie terrestre», ahora diremos «ascensor en caída libre en el espacio-tiempo», y donde decíamos «superficie curva de la Tierra», diremos ahora «espacio-tiempo curvo». De hecho, esta es la razón por la que los físicos suelen referirse al espacio-tiempo de Minkowski como «espacio-tiempo plano». El espacio-tiempo de Minkowski desempeña en esta analogía el papel del espacio plano euclidiano. En el libro, hemos reservado el uso de la palabra «plana» para la geometría euclidiana, y el signo negativo en la versión de Minkowski del teorema de Pitágoras nos ha llevado a utilizar el término «curvo». A veces, el uso del lenguaje no es tan sencillo como nos gustaría. Por lo tanto, la unión de los pequeños ascensores en el espacio-tiempo es análoga a la de los pequeños pedazos de la esfera. La gravedad ha desaparecido de cada uno de los ascensores, pero podemos imaginar que unimos los pequeños pedazos de Minkowski para formar un espacio-tiempo curvo, como hemos hecho con los pedazos planos euclidianos para reconstruir la superficie curva de la Tierra. Si no hubiese gravedad, nos bastaría un único gran ascensor cuya geometría sería la de Minkowski. Así, lo que acabamos de aprender es que, si la gravedad está presente en los alrededores, podemos hacer que desaparezca, pero solo a costa de hacer que el espacio-tiempo se curve.

Dándole la vuelta, parece que hemos descubierto que la fuerza de la gravedad no es en realidad más que una señal de que el espacio-tiempo es curvo. ¿Es realmente así? ¿Cuál es la causa de la curvatura? Puesto que la gravedad está presente en las inmediaciones de la materia, podríamos llegar a la conclusión de que el espacio-tiempo se curva también en las inmediaciones de la materia y, puesto que E = mc2, de la energía. El grado de curvatura es algo sobre lo que de momento no hemos hablado. Y no pensamos decir mucho al respecto porque, como suelen decir los físicos, no es trivial. En 1915, Einstein escribió una ecuación capaz de cuantificar con precisión cuánta curvatura debía existir en presencia de materia y energía. Su ecuación supone una mejora respecto a la antigua ley de gravitación de Newton, porque satisface automáticamente los requisitos de la teoría de la relatividad especial (cosa que no sucede con la ley de Newton). Por supuesto, en la mayoría de los casos que nos encontramos en nuestra vida cotidiana, los resultados que da esta nueva ecuación son muy similares a los de la teoría de Newton, pero pone de manifiesto que esta no es más que una aproximación de aquella. Para entender las distintas formas de pensar sobre la gravedad, veamos cómo describirían Newton y Einstein el movimiento orbital de la Tierra alrededor del Sol. Newton diría algo como: «La Tierra se ve atraída hacia el Sol por la fuerza de la gravedad, y esa atracción evita que salga despedida hacia el espacio y la obliga a moverse describiendo una enorme trayectoria circular»[16]. Es parecido a hacer girar alrededor de tu cabeza una bola atada a una cuerda. La bola seguirá una trayectoria circular porque la tensión de la cuerda impide que haga otra cosa, pero, si la cortases, la bola continuaría en línea recta. De manera análoga, si apagases súbitamente la gravedad solar, según Newton la Tierra saldría despedida en línea recta hacia el espacio exterior. La descripción de Einstein es muy diferente, y dice así: «El Sol es un objeto con masa y, como tal, deforma el espacio-tiempo en sus inmediaciones. La Tierra se mueve libremente a través del espacio-tiempo, pero la curvatura de este hace que la Tierra se mueva en círculos».

Para ver cómo es posible que una fuerza aparente no sea más que una consecuencia de la geometría, podemos pensar en dos amigos que caminan sobre la superficie terrestre. Se les indica que partan del ecuador y caminen en paralelo en dirección norte, según dos líneas perfectamente rectas, cosa que hacen obedientemente. Un tiempo después, verán que se van acercando y, si continúan andando durante el tiempo suficiente, sus caminos se cruzarán en el Polo Norte. Habiendo comprobado que ninguno de los dos ha hecho trampas y se ha desviado de su trayectoria, bien podrían llegar a la conclusión de que entre ellos había actuado una fuerza que los había atraído entre sí mientras caminaban hacia el norte. Esta es una forma de entender la situación, pero, obviamente, existe otra explicación: la superficie de la Tierra es curva. La Tierra hace prácticamente lo mismo mientras gira alrededor del Sol.

Para entender mejor de qué estamos hablando, fijémonos de nuevo en uno de nuestros intrépidos caminantes sobre la superficie terrestre. Como antes, se le pide que camine siempre en línea recta. A escala local, puede seguir esta instrucción sin ninguna confusión, porque en cualquier punto de la Tierra puede suponer que la geometría euclidiana es perfectamente válida y, en consecuencia, tiene muy clara la idea de una línea recta. Aun así, su recorrido acaba siendo circular, aunque podamos pensar que el círculo está compuesto por innumerables pequeñas líneas rectas. Volvamos ahora al caso de la gravedad y el espacio-tiempo. La idea de una línea recta a través del espacio-tiempo curvo es completamente análoga a la de una línea recta sobre la superficie terrestre. La dificultad surge porque el espacio-tiempo es una «superficie» tetradimensional, mientras que la superficie terrestre tiene solo dos dimensiones. Pero, una vez más, la dificultad tiene más que ver con lo limitada que es nuestra imaginación que con una mayor complejidad matemática. De hecho, las matemáticas de la geometría sobre la superficie de una esfera no son más difíciles que las de la geometría en el espacio-tiempo. Partiendo de la idea de las líneas rectas (también llamadas geodésicas) en el espacio-tiempo, nos atreveremos a sugerir cómo funciona la gravedad. Hemos visto que podemos hacer que la gravedad desaparezca a cambio de introducir el espacio-tiempo curvo, y que, localmente, este es el espacio-tiempo «plano» de Minkowski. A estas alturas del libro, sabemos muy bien cómo se mueven los objetos en un entorno como ese. Por ejemplo, si una partícula está en reposo seguirá así (a menos que aparezca algo que la empuje o tire de ella). Eso significa que sigue una trayectoria espaciotemporal en la que se desplaza únicamente a lo largo del eje temporal. De la misma manera, los objetos que se mueven con velocidad constante seguirán moviéndose en la misma dirección y a la misma velocidad (a menos, de nuevo, que aparezca algo que los empuje o tire de ellos). En este caso, se moverán trazando líneas rectas inclinadas respecto al eje temporal en el diagrama espaciotemporal. Así, en cada uno de los diminutos pedazos de espacio-tiempo, todos los objetos deberían describir líneas rectas, a menos que sobre ellos actúe alguna influencia externa. La imagen completa de la gravedad se pone de manifiesto cuando unimos todos los pequeños pedazos, pues es en ese momento cuando las líneas rectas individuales se juntan para dar lugar a algo más interesante, como la órbita de un planeta alrededor del Sol. No hemos dicho cómo se han de unir los pedazos para dar lugar a la curvatura del espacio-tiempo, algo que viene exactamente determinado por la ecuación de Einstein de 1915. Pero el resultado final no podría ser mucho más sencillo: hemos hecho que la gravedad desaparezca y la hemos sustituido por geometría pura.

Por lo tanto, la gravedad es geometría y todas las cosas se mueven describiendo líneas rectas en el espacio-tiempo, a menos que algo las desvíe. Pero por cualquier punto dado del espacio-tiempo pasa un número infinito de geodésicas, exactamente igual que por cualquier punto de la superficie terrestre (o de cualquier superficie, en realidad) pasan infinitas líneas rectas. ¿Cómo calcularemos entonces la trayectoria espaciotemporal que seguirá un objeto? La respuesta es muy sencilla: las circunstancias son las que la dictan. Por ejemplo, la persona que camina alrededor del mundo podría echar a andar en cualquier dirección. Elige qué camino seguir. De la misma manera, si se deja caer cerca de la superficie terrestre un objeto que estaba inicialmente en reposo, empezará a describir una geodésica, mientras que si otro objeto se lanza, la geodésica que describa será diferente. Si conocemos la dirección en la que se mueve un objeto a través del espacio-tiempo en un punto determinado, sabremos por tanto cuál es su trayectoria completa. Más aún, todos los objetos que se mueven en esa misma dirección describen necesariamente la misma trayectoria, con independencia de sus propiedades internas (como la masa o la carga eléctrica). Simplemente siguen una línea recta, eso es todo. Así, la imagen de la gravedad que ofrece el espacio-tiempo curvo recoge perfectamente el principio de equivalencia que tanto intrigó a Einstein.

Nuestras cavilaciones sobre la naturaleza del espacio y del tiempo nos han llevado a entender que la Tierra no hace otra cosa que caer en línea recta alrededor del Sol. Lo único que sucede es que esta línea recta se encuentra en un espacio-tiempo curvo, y se manifiesta como una órbita (casi) circular en el espacio. No hemos llegado a demostrar que el Sol deforma el espacio-tiempo de tal manera que la Tierra cae describiendo una geodésica cuya sombra en el espacio tridimensional es (casi) circular. Y no lo hemos hecho simplemente porque requiere demasiadas matemáticas. También requiere que hagamos una afirmación sobre la manera en que los objetos curvan el espacio-tiempo, algo que hemos tratado de evitar. La complejidad matemática es la razón principal por la que Einstein tardó diez años en desarrollar la teoría. La relatividad general es bastante sencilla conceptualmente, pero matemáticamente es difícil, aunque no cabe duda de que esta dificultad no empaña su belleza. De hecho, muchos físicos consideran que la teoría de la relatividad general de Einstein es la más bella de todas nuestras teorías de la naturaleza.

Es muy probable que hayas caído en la cuenta de que nada de lo que hemos dicho se refería a ningún tipo de objeto en concreto. En particular, la propia luz también debería moverse a través del espacio-tiempo según una geodésica. En cada uno de los pedazos de espacio-tiempo que atraviesa, la luz se desplaza a lo largo de una de las líneas de 45 grados que hemos visto en el capítulo 4, pero, cuando unimos todos los pedazos, obtenemos una trayectoria que se curva en el espacio. Esta curvatura simplemente refleja la manera en que la presencia de masa y de energía hace que el espacio-tiempo se combe. Igual que en el caso de la órbita terrestre alrededor del Sol, su trayectoria a través del espacio es una sombra de su geodésica tetradimensional. El alcance del principio de equivalencia y de la curvatura de la luz que este implica queda de manifiesto en el siguiente experimento mental.

Imagina que estás en la Tierra y disparas un haz de láser en dirección horizontal. ¿Qué le sucede? El principio de equivalencia nos da la respuesta: la luz cae hacia el suelo con la misma velocidad exactamente que cualquier otro objeto que, partiendo del reposo, se soltase en el preciso momento en que se dispara el láser. Einstein predice que, si Galileo hubiese dispuesto de un láser y lo hubiese disparado horizontalmente desde la Torre Inclinada de Pisa en el mismo instante en que dejó caer la bola de cañón, el haz de láser habría llegado al suelo a la vez que la bola. El problema con este experimento en la práctica es que la curvatura de la superficie terrestre hace que esta se aleje muy rápidamente y el láser nunca llegaría a tocar el suelo, porque este se acabaría antes. Si, en lugar de lo anterior, imaginamos que la Tierra es plana, el problema desaparece y cabría esperar que el láser llegase al suelo exactamente a la vez que la bola de cañón, aunque a muchísima distancia de esta. De hecho, si la bola tardase un segundo en caer, el láser tocaría el suelo a una distancia de un segundo luz de la torre, que equivale a prácticamente 300.000 kilómetros.

No cabe duda de que la descripción de la gravedad como geometría es enormemente satisfactoria y permite sacar conclusiones sorprendentes, pero, como hemos venido repitiendo a lo largo del libro, carecería de utilidad en última instancia si no diese lugar a predicciones que puedan ser comprobadas experimentalmente. Por fortuna para Einstein, solo tuvo que esperar cuatro años para ver cómo se confirmaban sus insólitas predicciones.

La primera gran prueba de la nueva teoría de Einstein llegó en 1919, cuando Arthur Eddington, Frank Dyson y Charles Davidson publicaron un trabajo titulado «A Determination of the Deflection of Light by the Sun’s Gravitational Field, from Observations Made at the Total Eclipse of May 29, 1919» («Una determinación de la desviación de la luz por el campo gravitatorio solar, a partir de las observaciones realizadas durante el eclipse total del 29 de mayo de 1919»). El trabajo se publicó en las Philosophical Transactions de la Royal Society de Londres y contiene estas palabras imperecederas: «Ambos apuntan a la desviación total de 1,75 segundos de arco que predice la teoría de la relatividad general de Einstein». De la noche a la mañana, Einstein se convirtió en una superestrella global. Los nada desdeñables esfuerzos de Eddington, Dyson y Davidson habían refrendado su esotérica teoría sobre el espacio-tiempo curvo: para ver el eclipse tuvieron que organizar expediciones a Sobral, en Brasil, y Príncipe, en la costa occidental de África. El eclipse les permitió observar las estrellas que normalmente quedan ocultas por la luz del Sol. La luz de estas estrellas es la más apropiada para comprobar la teoría de Einstein, ya que es la que debería sufrir una mayor desviación, pues la curvatura del espacio-tiempo es mayor cuanto más cerca está uno del Sol. Básicamente, Eddington, Dyson y Davidson querían ver si variaba la posición de las estrellas a medida que el Sol se desplazaba por el firmamento. En un sentido muy literal, el Sol hace que el espacio-tiempo se curve y actúa como una lente que distorsiona la distribución de las estrellas en el firmamento.

Hoy en día, la teoría de Einstein se ha comprobado con gran precisión gracias a unos de los objetos más extraordinarios del universo: las estrellas de neutrones giratorias llamadas púlsares. Las estrellas de neutrones y los púlsares, de los que ya hemos hablado al final del capítulo 6, abundan en el universo. De entre todos los objetos que podemos estudiar en detalle desde la Tierra utilizando telescopios, las estrellas de neutrones giratorias destacan porque nos permiten observar distorsiones importantes del espacio-tiempo con un preciso patrón temporal, cuya estabilidad está a la altura de los mejores relojes atómicos. Si quisiésemos imaginar un objeto que nos ofreciese un entorno ideal en el que poner a prueba la teoría general de la relatividad, nos costaría encontrar uno mejor que el púlsar. Los púlsares marcan su patrón temporal mediante la emisión de haces de ondas de radio mientras giran. Puedes imaginártelo como un faro, cuyo fino haz de luz barre el horizonte alrededor de una vez por segundo. Estos objetos maravillosos y útiles fueron descubiertos accidentalmente en 1967 por Jocelyn Bell Burnell y Tony Hewish. Te preguntarás cómo es posible toparse con una estrella de neutrones por accidente. La respuesta es que Bell Burnell estaba buscando fluctuaciones en la intensidad de las ondas de radio emitidas por objetos lejanos llamados cuásares. Se sabía que las fluctuaciones se debían a los vientos solares que soplan en el espacio interestelar. Como buena científica, Bell siempre estaba buscando cosas interesantes en sus datos y, una noche de noviembre, detectó una señal regular que, naturalmente, tanto ella como su director de tesis, Hewish, supusieron que era de origen humano. Observaciones posteriores los convencieron de que no podía ser así, y de que la señal debía provenir de una fuente extraterrestre. «Me fui a casa esa noche muy contrariada —contaría más tarde Bell sobre sus observaciones—. Ahí estaba yo, tratando de sacar una tesis doctoral mediante la aplicación de una técnica nueva, y a unos estúpidos hombrecitos verdes se les tenía que ocurrir elegir mi antena y mi frecuencia para comunicarse con nosotros».

Aunque los púlsares son bastante habituales en el universo, solo conocemos un caso de dos púlsares que orbiten uno alrededor del otro. Los radioastrónomos probaron su existencia en 2004, y observaciones posteriores han dado lugar a la comprobación más precisa de la teoría de Einstein que se ha llevado a cabo hasta la fecha.

El púlsar doble es algo extraordinario. Ahora sabemos que está formado por dos estrellas de neutrones que distan alrededor de un millón de kilómetros entre sí. Imagina la violencia de un sistema así. Dos estrellas, cada una con la masa del Sol comprimida en el tamaño de una ciudad, que rotan cientos de veces por segundo y se persiguen mutuamente a una distancia apenas tres veces mayor que la que separa a la Tierra de la Luna. La ventaja de poder utilizar dos púlsares para comprobar la teoría de Einstein es que las ondas de radio que emite uno de ellos a veces pasan muy cerca del otro. Esto significa que el haz de ondas de radio extremadamente periódico atraviesa una región del espacio-tiempo de gran curvatura, lo que lo ralentiza. Observaciones detalladas permiten medir el retardo y así confirmar la teoría de Einstein.

Otra ventaja del sistema del púlsar doble es que las estrellas, al orbitar la una alrededor de la otra, inducen ondulaciones en el espacio-tiempo que se propagan hacia fuera. Las ondulaciones detraen energía del movimiento rotatorio del par de estrellas, lo que provoca que estas se vayan acercando poco a poco en un movimiento en espiral. Estas ondulaciones se denominan ondas gravitatorias, y su existencia constituye otra predicción de la teoría de Einstein (en la gravitación newtoniana no existen). En lo que supone uno de los mayores éxitos de la ciencia experimental, utilizando el telescopio Parkes (de 64 metros), en Australia, el telescopio Lovell (de 76 metros), situado en Jodrell Bank, en el Reino Unido, y el Green Bank (de 100 metros), ubicado en Virginia Occidental, han medido la velocidad a la que las dos estrellas del púlsar se acercan en su movimiento en espiral, obteniendo un valor de tan solo 7 milímetros al día, que concuerda con la predicción de la relatividad general. La hazaña es asombrosa. Se trata de estrellas de neutrones giratorias que orbitan la una alrededor de la otra a una distancia de un millón de kilómetros entre sí, y a 2.000 años luz de la Tierra. Su comportamiento se predijo milimétricamente aplicando una teoría desarrollada en 1915 por un hombre que quería entender por qué dos pedazos de materia que se habían soltado desde una torre inclinada en Pisa tres siglos antes habían llegado al suelo en el mismo instante.

Por muy ingeniosas y misteriosas que resulten las mediciones del púlsar doble, la relatividad general también se deja notar aquí en la Tierra en un fenómeno mucho más ordinario. El correcto funcionamiento del sistema de satélites GPS, que cubre todos los rincones del mundo, depende de la precisión de las teorías de Einstein. Se trata de una red de veinticuatro satélites, cada uno de los cuales orbita alrededor de la Tierra a 20.000 kilómetros de altitud y completa dos vueltas al planeta por día. Los satélites incorporan relojes de alta precisión que utilizan para «triangular» posiciones en la Tierra. En sus órbitas a gran altitud, los relojes experimentan un campo gravitatorio más débil, lo que significa que para ellos la curvatura del espacio-tiempo es distinta que para relojes similares que se encuentren en la Tierra. Este efecto hace que los relojes se adelanten unos 45 microsegundos cada día. Aparte del efecto gravitatorio, debido a la alta velocidad a la que se desplazan los satélites (alrededor de 14.000 kilómetros por hora), la dilatación temporal que predice la teoría especial de Einstein hace que los relojes se retrasen 7 microsegundos al día. En conjunto, los dos efectos resultan en un adelanto neto de 38 microsegundos al día. No parece mucho, pero ignorarlo llevaría en unas pocas horas a un fallo total del sistema GPS. La luz recorre unos 30 centímetros en un nanosegundo, que es una milmillonésima de segundo. Por tanto, 38 microsegundos equivalen a desviaciones de unos 10 kilómetros en la posición cada día, lo que haría que la navegación no fuese precisa en absoluto. La solución es muy sencilla: los relojes de los satélites se retrasan 38 microsegundos cada día, lo que permite que el sistema funcione con imprecisiones del orden de metros, en lugar de kilómetros.

El adelanto de los relojes de los satélites GPS respecto a los de la superficie terrestre se puede entender fácilmente utilizando lo que hemos aprendido en este capítulo. De hecho, la aceleración de los relojes es en realidad una consecuencia del principio de equivalencia. Para entender cómo se produce, retrocedamos en el tiempo hasta 1959, y entremos en un laboratorio de la Universidad de Harvard. Robert Pound y Glen Rebka se han propuesto diseñar un experimento para «dejar caer» luz desde lo alto de su laboratorio hasta el sótano, 22,5 metros más abajo. Si la luz cae siguiendo estrictamente el principio de equivalencia, entonces, al caer, su energía debería aumentar exactamente en la misma proporción que para cualquier otro objeto que cayese[17]. Necesitamos saber qué le sucede a la luz a medida que va ganando energía. En otras palabras, ¿qué es lo que Pound y Rebka esperarían encontrar cuando la luz llegase al extremo inferior de su laboratorio? Solo hay una manera de que se incremente la energía de la luz. Sabemos que su velocidad no puede aumentar, porque ya alcanza el límite de velocidad universal, pero sí puede hacerlo su frecuencia. Recuerda que podemos pensar que la luz sigue un movimiento ondulatorio, una serie de picos y valles como los de las ondas que se producen en el agua cuando lanzamos una piedra a un estanque en reposo. La frecuencia de las ondas es simplemente el número de picos (o valles) que pasan por un determinado punto cada segundo, y estos picos y valles se pueden utilizar para marcar el paso de un reloj. En particular, en el experimento de Pound y Rebka podríamos imaginar a Pound sentado junto a la fuente de luz en lo alto de la torre. Puede contar cuántos picos de luz se emiten por cada latido de su corazón. Supongamos ahora que en el sótano Rebka está sentado junto a una fuente de luz idéntica. También él puede contar cuántos picos se corresponden con cada latido de su corazón, y debería obtener el mismo resultado que su colega, porque los relojes de las fuentes de luz son idénticos, y los corazones también. Vale, solo obtendrán exactamente el mismo número si tienen corazones realmente idénticos, cosa que no sucederá, pero, para nuestro razonamiento, podemos suponer que sus corazones laten al unísono. Pensemos ahora en cómo ve Rebka, sentado en el sótano, la luz que proviene de la fuente que maneja Pound en lo alto. Como la energía de la luz ha aumentado, y con ella su frecuencia, Rebka verá que los picos se suceden más rápido de lo que lo harían si tuviese la fuente de luz al lado. Pero los picos están sincronizados con el corazón de su colega, lo que significa que según Rebka, que está en el sótano, el corazón de Pound estaría latiendo a mayor velocidad, y por tanto envejecería más rápido. El efecto es minúsculo, equivalente a un adelanto de un 1 segundo cada 13 millones de años. El hecho de que Pound y Rebka lograsen diseñar un experimento capaz de detectarlo demuestra su habilidad y su ingenio. Esta aceleración del tiempo es precisamente la que se produce en los relojes de los satélites GPS. Están a una altitud muy superior a los 22,5 metros del laboratorio de Harvard, pero la idea fundamental es la misma: los relojes van más rápido cuando los campos gravitatorios son más débiles.

La teoría de la relatividad general de Einstein, maravillosamente confirmada por los experimentos, ha hecho que veamos el espacio-tiempo no como una combinación invariable del espacio y el tiempo, sino como una entidad más dinámica, que puede verse afectada por la presencia de materia y, puesto que, gracias a E = mc2, sabemos que la masa y la energía son intercambiables, también por la de energía. A su vez, la estructura dinámica del espacio-tiempo rige la manera en que los objetos se mueven en él. Ya no podemos pensar en el espacio como un escenario inerte en el que las cosas suceden, y en el tiempo como el avance inmutable y absoluto de un reloj gigante en el firmamento. Quizá la lección más importante que pueda extraerse de esta revisión radical es que no conviene extrapolar nuestras experiencias cotidianas más allá de su ámbito natural. ¿Por qué razón deberían los objetos que se mueven muy rápido seguir las mismas leyes que los objetos con los que nos encontramos en la vida diaria, que se mueven a velocidades bajas? En el mismo sentido, ¿por qué habríamos de poder inferir el comportamiento de objetos muy masivos a partir del estudio de los muy ligeros?

Parece evidente que nuestras experiencias cotidianas no nos han servido bien como guías y, como Einstein nos ha hecho ver, la imagen de la naturaleza a un nivel más fundamental es mucho más elegante. Al combinar conceptos tan dispares como la masa y la energía, el espacio y el tiempo, y, en última instancia, la gravedad, las teorías especial y general de Einstein perdurarán eternamente como dos de los mayores logros del intelecto humano. Es muy posible que, en el futuro, nuevas ideas, basadas en nuevas observaciones y experimentos, hagan necesaria una revisión de los planteamientos que hemos presentado aquí. De hecho, muchos físicos ya vislumbran un nuevo orden, en su búsqueda de teorías más precisas y de más amplio alcance. La lección de humildad de que no debemos extrapolar más allá de las pruebas que tengamos no se limita a la relatividad. El otro gran avance de la física del siglo XX fue el descubrimiento de la teoría cuántica, que rige el comportamiento de todos los objetos a escala atómica, o más pequeña aún. Nadie habría podido imaginar nunca cómo funciona la naturaleza a distancias pequeñas basándose únicamente en la experiencia cotidiana. Para los seres humanos, cuyas observaciones directas se limitan a las «cosas grandes», la teoría cuántica es completamente contraria a nuestra intuición, pero es tan determinante para una parte tan importante de nuestras vidas en este siglo XXI, desde las imágenes médicas a las últimas tecnologías de computación, que hemos de aceptarla, tanto si nos gusta como si no.

Hoy en día los físicos se enfrentan a un dilema. La teoría de la relatividad general de Einstein, nuestra mejor teoría de la gravitación, no encaja con la teoría cuántica. Alguna de las dos, o ambas, han de revisarse. ¿«Se descompone» el espacio-tiempo a escalas diminutas? Quizá ni siquiera existe como tal, sino que es tan solo una ilusión creada por el creciente conjunto de «cosas que pasan». ¿Son los objetos fundamentales de la naturaleza diminutas vibraciones de energía llamadas cuerdas? ¿O la solución se encuentra en otra teoría aún por descubrir? Esta es la frontera de la física fundamental y, para quienes la pueblan, dirigir su mirada hacia lo desconocido es emocionante y apasionante.

Al terminar un libro sobre las teorías de la relatividad de Einstein, es muy fácil contribuir al desafortunado culto a la personalidad que rodea al gran hombre, pero no es esa nuestra intención. De hecho, es probable que ese culto dificulte el progreso en el futuro, porque puede dar la impresión de que la ciencia es el coto privado de superhombres dotados de mentes privilegiadas a las que el resto de nosotros no tenemos acceso. Nada más lejos de la realidad. La relatividad no fue obra de un solo hombre, aunque un libro dedicado a ella pueda a veces dar esa impresión. Einstein fue sin duda uno de los grandes practicantes del arte de la ciencia, pero, como hemos repetido a lo largo del libro, llegó a su revisión radical del espacio y el tiempo gracias a la curiosidad y el ingenio de muchos otros. No fue una anomalía de la naturaleza, ni su inteligencia era sobrenatural. Fue simplemente un gran científico que hizo lo que hacen los científicos: se tomó en serio las cosas sencillas y llevó hasta el final sus consecuencias lógicas. Su genio radica en asumir con todas sus consecuencias la constancia de la velocidad de la luz, resultante de las ecuaciones de Maxwell, y el principio de equivalencia, ya enunciado por Galileo.

Esperamos haber escrito un libro que permita que los no científicos comprendan las hermosas teorías de Einstein. Esta comprensión está al alcance de los no expertos porque la ciencia en realidad no es tan difícil. Si partimos desde el lugar apropiado, el camino hacia una comprensión más profunda de la naturaleza se recorre con pasos pequeños y cuidadosos. La ciencia es fundamentalmente una tarea modesta, y esta modestia es la clave de su éxito. Las teorías de Einstein inspiran respeto porque, hasta donde sabemos, son correctas, pero no son libros sagrados. Se mantendrán en pie, por decirlo claramente, hasta que aparezca algo mejor. Asimismo, a las grandes mentes científicas no se las venera como profetas, sino como diligentes mediadores en nuestra comprensión de la naturaleza. Algunos de sus nombres son muy populares, pero, por brillante que sea su reputación, ninguna puede mantener sus teorías a salvo de la severa crítica de los experimentos. La naturaleza no respeta las reputaciones. Galileo, Newton, Faraday, Maxwell, Einstein, Dirac, Feynman, Glashow, Salam, Weinberg… todos son grandes, pero los cuatro primeros solo tuvieron razón de manera aproximada, y es probable que el resto corran la misma suerte a lo largo del siglo XXI.

Pese a lo anterior, no nos cabe absolutamente ninguna duda de que las teorías especial y general de la relatividad de Einstein se recordarán siempre como dos de los mayores logros del intelecto humano, en buena medida porque ponen de manifiesto lo potente que puede llegar a ser nuestra imaginación. A partir de una inspirada combinación de pensamiento puro y unos pocos datos experimentales, un hombre fue capaz de cambiar nuestra manera de entender el tejido mismo del universo. Que la física de Einstein sea satisfactoria tanto estética como filosóficamente, a la par que extremadamente útil, nos ofrece una importante lección, cuyo verdadero significado rara vez se aprecia. La ciencia en todo su esplendor es el fruto de mentes curiosas con libertad para soñar, capacidad técnica y disciplina de pensamiento. Si la sociedad en la que floreció Einstein hubiese decidido que necesitaba una nueva fuente de energía para satisfacer las necesidades de sus ciudadanos, no parece posible imaginar que algún político iluminado hubiese destinado fondos públicos a la exploración de la naturaleza del espacio y el tiempo. Pero, como hemos visto, fue precisamente este camino el que condujo a E = mc2 y permitió encontrar la llave con la que liberar el potencial del núcleo atómico. Partiendo de la idea más sencilla —que la velocidad de un haz de luz debe ser la misma para cualquiera en el universo— se descubrió un tesoro de riquezas. «Partiendo de la idea más sencilla»… si tuviésemos que escribir un epitafio para las mayores hazañas científicas de la humanidad, podría perfectamente comenzar con estas seis palabras. El deleite en la observación y el estudio de los detalles más pequeños y aparentemente insignificantes de la naturaleza ha llevado una y otra vez a las conclusiones más majestuosas. Estamos rodeados de maravillas y, si somos capaces de abrir nuestros ojos y nuestras mentes para verlas, nuestras posibilidades son ilimitadas. A Albert Einstein se le recordará mientras los seres humanos sigan existiendo en el universo, como fuente de inspiración y como ejemplo para todos los que sienten la curiosidad natural de entender el mundo que los rodea.