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Relatividad especial

En el capítulo 1 hemos conseguido probar que la visión aristotélica del espacio y el tiempo, tan intuitiva, arrastraba un exceso de equipaje. Es decir, hemos demostrado que no hay necesidad de ver el espacio como la estructura fija, inmutable y absoluta donde suceden las cosas. También hemos visto cómo Galileo comprendió la futilidad de aferrarse a la idea del espacio absoluto, aunque siguió creyendo firmemente en la existencia de un tiempo universal. En el capítulo anterior hemos hecho parada en la física del siglo XIX, con Faraday y Maxwell como protagonistas, donde hemos aprendido que la luz no es otra cosa que la simbiosis de unos campos eléctrico y magnético que avanzan oscilando, en perfecto acuerdo con las hermosas ecuaciones de Maxwell. ¿Adónde nos lleva todo esto? Si hemos de abandonar la idea de un espacio absoluto, ¿qué ocupará su lugar? ¿A qué nos referimos con el colapso de la idea de un tiempo absoluto? El objetivo de este capítulo es dar respuesta a estas preguntas.

No cabe duda de que Albert Einstein es la figura emblemática de la ciencia moderna. Su pelo blanco desaliñado y su aire despistado constituyen hoy en día la viva imagen del «profesor». Pídele a un niño que represente a un científico y muy probablemente dibujará a alguien parecido al viejo Einstein. Sin embargo, las ideas que figuran en este libro son las de un hombre joven. A principios del siglo XX, cuando Einstein reflexionaba sobre la naturaleza del espacio y el tiempo, tenía poco más de veinte años, mujer y familia. No ocupaba ningún puesto académico en una universidad o centro de investigación, aunque solía debatir sobre física con un reducido grupo de amigos, a menudo hasta altas horas de la madrugada. Una desafortunada consecuencia del aparente aislamiento de Einstein respecto a las principales instituciones científicas es la tentación moderna de verlo como un díscolo que se enfrentó con éxito al mundo científico tradicional; desafortunada porque sirve de inspiración a muchos chiflados que creen que han descubierto por su cuenta una nueva teoría del universo y son incapaces de entender por qué nadie les hace caso. De hecho, Einstein mantenía relaciones relativamente fluidas con las altas esferas del mundo científico, aunque lo cierto es que su carrera científica no tuvo unos comienzos fáciles.

Sorprende su perseverancia al seguir explorando los grandes problemas científicos de la época pese a que no se le tuviese en cuenta de cara a ocupar un puesto académico universitario. Tras graduarse en la Escuela Politécnica Federal (ETH) de Zurich, a la edad de veintiún años, habiéndose especializado en ciencia y matemáticas, estuvo dando clases como profesor interino en varios lugares, lo que le dejaba tiempo para trabajar en su tesis doctoral. Durante 1901, mientras impartía clases en una escuela privada en Schaffhausen, en el norte de Suiza, presentó su tesis doctoral en la Universidad de Zurich, que fue rechazada. Tras esa decepción, Einstein se trasladó a Berna y, como es bien sabido, comenzó su carrera como experto técnico de tercera clase en la oficina de patentes de Suiza. La relativa estabilidad económica y la libertad que esta situación le ofrecía dieron lugar a los años más productivos de su vida, muy probablemente los más productivos de cualquier científico a lo largo de la historia.

La mayor parte de este libro trata sobre el trabajo de Einstein que desembocó en su año dorado, 1905, en el que escribió por primera vez la ecuación E = mc2, obtuvo por fin su doctorado, y terminó de escribir un artículo sobre el efecto fotoeléctrico, por el que acabaría recibiendo el premio Nobel. Curiosamente, en 1906 Einstein seguía trabajando en la oficina de patentes, donde la recompensa que obtuvo por cambiar para siempre nuestra manera de entender el universo fue un ascenso a experto técnico de segunda clase. Fue en 1908 cuando por fin obtuvo, en Berna, un puesto académico «propiamente dicho». Aunque resulte tentador imaginar lo que Einstein habría podido conseguir si durante esos años no hubiese tenido que relegar la física a la condición de pasatiempo, él siempre guardó muy gratos recuerdos de esa época en Berna. En su libro El Señor es sutil, Abraham Pais, biógrafo y amigo de Einstein, describió los años que este pasó en la oficina de patentes como «lo más parecido al paraíso en la Tierra», porque pudo dedicar tiempo a pensar en la física.

La inspiración que condujo a Einstein hacia E = mc2 surgió de la belleza matemática de las ecuaciones de Maxwell, que le impresionaron hasta tal punto que decidió tomarse en serio la predicción de que la velocidad de la luz es constante. Científicamente, no parece que este paso sea muy controvertido: las ecuaciones de Maxwell se construyeron sobre los cimientos de los experimentos de Faraday, ¿quiénes somos nosotros para rebatir sus consecuencias? Lo único que se interpone en nuestro camino son los prejuicios contra la idea de que algo pueda moverse a la misma velocidad independientemente de lo rápido que nosotros corramos tras ello. Imagina que vas en el coche a 60 kilómetros por hora y que te adelanta un coche que va a 80 kilómetros por hora. Parece bastante evidente que verás al coche alejarse a una velocidad neta de 20 kilómetros por hora. Pensar que esto es «evidente» es el tipo de prejuicio al que hemos de resistirnos si queremos acompañar a Einstein y aceptar que la luz siempre se aleja de nosotros a la misma velocidad, independientemente de lo rápido que nos estemos moviendo. Aceptemos de momento, como Einstein, que nuestro sentido común puede confundirnos y veamos adónde nos llevaría una velocidad de la luz constante.

En el núcleo de la teoría de la relatividad especial de Einstein se encuentran dos proposiciones, que en el lenguaje de la física se llaman axiomas. Un axioma es una proposición que se asume como cierta. Partiendo de los axiomas, podemos deducir sus consecuencias en el mundo real, que comprobaremos mediante la realización de experimentos. La primera parte de este método se remonta de hecho a la antigua Grecia. Como es bien sabido, Euclides la explica en sus Elementos, donde desarrolla el sistema geométrico que aún hoy se sigue enseñando en los colegios. Para construir su geometría, Euclides se basó en cinco axiomas, que él consideraba verdades manifiestas. Como veremos más adelante, la euclidiana es en realidad solo una entre muchas geometrías posibles: la de un espacio plano, como la superficie de una mesa. La geometría de la superficie terrestre no es euclidiana y viene definida por un conjunto de axiomas diferente. Otro ejemplo todavía más importante para nosotros, como enseguida veremos, es la geometría del espacio y del tiempo. La segunda parte, la comprobación de las consecuencias en la naturaleza, no fue algo que los griegos practicasen mucho. De haberlo hecho, es posible que el mundo fuese hoy en día un lugar muy diferente. Este paso, aparentemente sencillo, lo introdujeron los científicos musulmanes en el siglo XI y no arraigó en Europa hasta mucho después, en los siglos XVI y XVII. Partiendo de la sólida referencia de los experimentos, la ciencia pudo al fin progresar rápidamente, y llegaron así los avances tecnológicos y la prosperidad.

El primero de los axiomas de Einstein es que las ecuaciones de Maxwell son ciertas, en el sentido de que la luz siempre viaja por el espacio vacío a la misma velocidad, independientemente de cuál sea el estado de movimiento de la fuente o del observador. El segundo axioma sostiene que hemos de seguir los pasos de Galileo cuando afirmó que nunca se podrá llevar a cabo ningún experimento que permita identificar un estado de movimiento absoluto. Provistos únicamente con estas proposiciones, podemos ahora proceder como buenos físicos e investigar cuáles son sus consecuencias. Como sucede siempre en la ciencia, la prueba definitiva de la teoría de Einstein, derivada de sus dos axiomas, es su capacidad para predecir y explicar los resultados de los experimentos. Citando a Feynman, más extensamente esta vez: «En general, para buscar una ley nueva seguimos este proceso. Primero, planteamos una hipótesis. Después, extraemos las consecuencias de nuestra suposición para ver qué implicaría la teoría si fuese correcta. A continuación, comparamos el resultado de nuestras deducciones con la naturaleza, mediante experimentos o experiencias, o directamente a través de observaciones, para ver si concuerda. Si no está de acuerdo con los experimentos, es errónea. En esta sencilla afirmación radica la clave de toda la ciencia. No importa lo hermosa que sea tu hipótesis. Da igual lo inteligente que seas, quién plantee la hipótesis, o cómo se llame. Si no concuerda con el experimento, es errónea. Eso es todo». Esta magnífica cita pertenece a una clase grabada en 1964 que te recomendamos que busques en YouTube.

Por lo tanto, nuestro objetivo en las páginas que siguen es extraer las consecuencias que se derivan de los axiomas de Einstein. Empezaremos empleando una técnica que era del agrado del propio Einstein: el experimento mental. En particular, queremos estudiar las consecuencias de suponer que la velocidad de la luz es constante para todos los observadores, independientemente de cómo se muevan unos respecto a otros. Para hacerlo, vamos a imaginarnos un reloj de aspecto rudimentario, llamado reloj de luz, que consta de dos espejos entre los que rebota repetidamente un haz de luz. Podemos utilizarlo como reloj si contamos cada rebote del haz de luz como un pulso del segundero. Por ejemplo, si los espejos están a 1 metro de distancia, la luz tarda aproximadamente 6,67 nanosegundos en hacer un recorrido de ida y vuelta[2]. Puedes comprobar este cifra tú mismo: la luz debe recorrer 2 metros y lo hace a una velocidad de 299.792.458 metros por segundo. Se trataría de un reloj de muy alta precisión, pues daría alrededor de 150 millones de pulsos por cada latido de un corazón humano.

Imagina ahora que colocamos el reloj de luz en un tren que pasa a toda velocidad frente a una persona situada en el andén de una estación. La pregunta del millón es: ¿a qué velocidad marca el tiempo el reloj del tren según la persona que se encuentra en el andén? Antes de Einstein, todo el mundo daba por hecho que lo hacía al mismo ritmo, un pulso cada 6,67 nanosegundos.

FIGURA 2

La figura 2 muestra cómo ve un pulso del reloj en el tren la persona que está en el andén. Como el tren se está moviendo, desde el andén se observa que la luz debe recorrer una distancia mayor en cada pulso. Dicho de otra manera, para la persona que está en el andén, el punto inicial del recorrido del haz de luz no está en el mismo lugar que su punto final, porque el reloj se ha movido durante el pulso. Para que el reloj marcase el tiempo al mismo ritmo que cuando está en reposo, la luz debería viajar un poco más rápido, pues de lo contrario no completará un recorrido más largo en 6,67 nanosegundos. Eso es exactamente lo que sucede en el mundo tal y como lo veía Newton, porque la luz recibía el impulso del movimiento del tren. Pero —este es el paso fundamental— aplicar la lógica de Einstein implica que la luz no puede acelerarse porque la velocidad de la luz debe ser la misma para todo el mundo. Esto tiene la perturbadora consecuencia de que el reloj en movimiento debe marcar el tiempo realmente más despacio, simplemente porque la luz tiene que recorrer una distancia mayor, desde el punto de vista de la persona que se encuentra en el andén. Este experimento mental nos muestra que, si hemos de sostener que la velocidad de la luz es una constante de la naturaleza, como parece que Maxwell nos quiere decir, de ello se desprende que el tiempo pasa a ritmos diferentes dependiendo de cómo nos movemos respecto a otra persona. En otras palabras, el tiempo absoluto no es compatible con la idea de una velocidad de la luz universal.

Es muy importante hacer hincapié en que esta conclusión no es válida únicamente para los relojes de luz. No existen diferencias importantes entre un reloj de luz y uno de péndulo, que funciona haciendo que «rebote» el péndulo entre dos posiciones una vez por segundo. O, de hecho, con un reloj atómico, que genera los pulsos al contar el número de picos y valles de una onda de luz emitida desde un átomo. Incluso la tasa de desintegración de las células de tu cuerpo podría servir como reloj, y la conclusión sería la misma, porque todos estos dispositivos miden el paso del tiempo. En realidad, el reloj de luz es una manera, algo manida, de explicar esta teoría de Einstein, origen de innumerables y confusas discusiones, al tratarse de un tipo de reloj tan poco familiar. Es tentador atribuir la chocante conclusión a la que acabamos de llegar a esta falta de familiaridad, en lugar de aceptar que se trata de la naturaleza del tiempo en sí. Hacerlo supondría cometer un grave error, pues la única razón para utilizar un reloj de luz en lugar de uno de cualquier otro tipo es que así podemos sacar provecho, a la hora de extraer conclusiones, de la extraña exigencia de que la luz debe viajar a la misma velocidad para todo el mundo. Cualquier conclusión a la que lleguemos al pensar en relojes de luz debe ser válida también para cualquier otro tipo de reloj, por lo siguiente: imagina que nos encerramos dentro de una caja sellada con un reloj de luz y otro de péndulo, los sincronizamos y los ponemos en funcionamiento. Si son muy precisos, permanecerán sincronizados y siempre marcarán la misma hora. Ahora, subamos la caja al tren en movimiento. De acuerdo con el segundo axioma de Einstein, no deberíamos ser capaces de saber si nos estamos moviendo. Pero, si el reloj de luz se comportase de una manera diferente que el de péndulo, dejarían de estar sincronizados y, desde dentro de la caja sellada, podríamos saber sin lugar a dudas que nos estamos moviendo[3]. Por lo tanto, un reloj de péndulo y uno de luz deben marcar el tiempo de la misma manera, lo que significa que, si el reloj de luz en movimiento lo marca más despacio para la persona que lo ve desde el andén, lo mismo sucederá con cualquier otro reloj en movimiento. No se trata de una ilusión óptica: para una persona situada en el andén, el paso del tiempo en el tren en movimiento se ralentiza.

El resultado es que podemos elegir entre aferrarnos a la reconfortante idea de un tiempo absoluto y desechar las ecuaciones de Maxwell, o bien abandonar el tiempo absoluto en favor de Maxwell y Einstein. ¿Cómo podríamos cerciorarnos de que escogemos la opción correcta? Tenemos que encontrar un experimento en el que, si Einstein tiene razón, observaremos cómo el tiempo efectivamente se ralentiza para los objetos en movimiento.

Para diseñar un experimento así, antes necesitamos calcular a qué velocidad debe moverse algo para poner de manifiesto el efecto que buscamos. Debemos tener muy claro que, si un coche va a 100 kilómetros por hora por la autopista, eso no hará que el tiempo vaya mucho más despacio, porque sabemos que no es verdad que, al volver de hacer la compra, nos encontremos con que nuestros hijos han envejecido más que nosotros mientras estábamos fuera. Por tonto que parezca, tomarse en serio lo que dice Einstein implica aceptar que eso es justo lo que ocurre y, si nos moviésemos a una velocidad suficientemente alta, notaríamos la diferencia. Pero ¿qué significa una velocidad suficientemente alta? Desde el punto de vista de la persona que está en el andén de la estación, la luz viaja a lo largo de los dos lados del triángulo que se ve en el dibujo. El argumento de Einstein es que, como esta distancia es mayor que la que la luz recorrería si el reloj estuviese en reposo, el tiempo pasará más despacio porque el pulso tarda más en producirse. Todo lo que tenemos que hacer ahora es calcular cuánto más (para una determinada velocidad del tren) y tendremos la respuesta. Podemos hacerlo con una pequeña ayuda de Pitágoras.

Si no quieres seguir el desarrollo matemático, puedes saltar al párrafo siguiente, pero entonces tendrás que dar por buena nuestra palabra de que los números cuadran. Lo mismo sucederá con cualquier otro razonamiento matemático que aparezca a lo largo del libro. Siempre cabe la posibilidad de saltárselo y despreocuparse: las matemáticas ayudan a alcanzar una comprensión más profunda de la física, pero no son absolutamente imprescindibles para seguir el desarrollo del libro. Nosotros preferiríamos que les dieses una oportunidad a las matemáticas incluso si no tienes ninguna experiencia previa. Hemos tratado de hacerlas accesibles. Puede que la mejor manera de enfrentarse a ellas sea sin darles mucha importancia. Los rompecabezas lógicos que aparecen en los periódicos son mucho más difíciles de resolver que cualquier cosa que hagamos en este libro. Dicho lo cual, a continuación veremos uno de los razonamientos matemáticos más complicados de todo el libro. Pero el resultado merece la pena.

Échale otro vistazo a la figura 2 e imagina que el tiempo que tarda en producirse medio pulso en el reloj que está en el tren, tal y como lo mide la persona que se encuentra en el andén, es igual a T. Es el tiempo que tarda la luz en ir del espejo inferior al superior. Nuestro objetivo es calcular el valor de T y multiplicarlo por dos para obtener la duración de un pulso del reloj para la persona que está en el andén. Si conociésemos T, podríamos calcular la longitud del lado más largo del triángulo (la hipotenusa) como cT, es decir, la velocidad de la luz (c) multiplicada por el tiempo que tarda la luz en llegar desde el espejo inferior al superior (T). Recuerda que la distancia que recorre un objeto se obtiene al multiplicar su velocidad por la duración del recorrido. Por ejemplo, la distancia que recorre en una hora un coche que se desplaza a 100 kilómetros por hora es 100 × 1 = 100 kilómetros. No es difícil calcular el resultado para un viaje de dos horas. Lo único que estamos haciendo aquí es recurrir a la fórmula «distancia = velocidad × tiempo». Conociendo T, también podríamos calcular la distancia que recorre el reloj en medio pulso. Si el tren se mueve a una velocidad v, el reloj recorre una distancia vT cada medio pulso. De nuevo, no hemos hecho más que utilizar la fórmula «distancia = velocidad × tiempo». Esta distancia es la longitud de la base de un triángulo rectángulo y, puesto que conocemos la longitud de su lado más largo, podemos utilizar el teorema de Pitágoras para calcular la distancia entre los dos espejos. Pero ya sabemos cuál es esa distancia: un metro. Por lo tanto, el teorema de Pitágoras nos dice que (cT)2 = 12 + (vT)2. Fíjate en los paréntesis: en matemáticas se utilizan para indicar qué operaciones se realizan antes. En este caso, (vT)2 significa «multiplicamos v por T y después elevamos el resultado al cuadrado». Nada más que eso.

Ya casi hemos acabado. Conocemos c, la velocidad de la luz, y supondremos que también sabemos cuánto vale v, la velocidad del tren. Podemos entonces utilizar esta ecuación para calcular T. La forma más rudimentaria de hacerlo sería probar con un valor de T y ver si satisface la ecuación. Lo más probable es que no sea así y haya que probar con un valor distinto. Poco a poco, podríamos ir aproximándonos a la respuesta correcta. Por suerte, podemos evitar ese proceso tedioso porque la ecuación se puede «resolver». La respuesta es T2 = 1/(c2v2), que significa «calculamos primero c2v2 y después dividimos 1 por ese número». La barra inclinada es el símbolo que utilizaremos para denotar «dividir por». Así, 1/2 = 0,5 y a/b significa «a dividido por b», etcétera. Si sabes algo de matemáticas, probablemente ya estés aburrido de todo esto. Si no, quizá te preguntes cómo hemos llegado a T2 = 1/(c2v2). Este no es un libro de matemáticas, así que tendrás que confiar en que no nos hemos equivocado (siempre puedes comprobar que lo hemos hecho bien introduciendo números en la ecuación y haciendo los cálculos). De hecho, lo que tenemos es el resultado para T2, que significa «T multiplicado por T». Para obtener T calculamos la raíz cuadrada. Matemáticamente, la raíz cuadrada de un número es otro número tal que, cuando lo multiplicamos por sí mismo, obtenemos de nuevo el número original. Por ejemplo, la raíz cuadrada de 9 es 3, y la de 7 es aproximadamente 2,646. La mayoría de las calculadoras tienen un botón para calcular raíces cuadradas. Normalmente está marcado con el símbolo «» y se suelen escribir cosas como 3 = 9. Como puedes ver, calcular la raíz cuadrada es la operación inversa de elevar al cuadrado: 42 = 16 y 16 = 4.

Volviendo a la tarea que tenemos entre manos, ahora podemos expresar el tiempo que dura un pulso en el reloj, tal y como lo observa una persona que se encuentre en el andén: es el tiempo que tarda la luz en subir hasta el espejo superior y en volver a bajar; es decir, 2T. Tomando la raíz cuadrada en la expresión que hemos obtenido antes para T2 y multiplicándola por 2, obtenemos: 2T = 2/c2v2. Esta ecuación nos permite calcular el tiempo que dura un pulso, medido por la persona que está en el andén, si conocemos la velocidad del tren, la velocidad de la luz y la distancia entre los dos espejos (1 metro). Pero la duración de un pulso para alguien que se encuentre en el tren, junto al reloj, es simplemente igual a 2/c, porque para él la luz sencillamente recorre 2 metros a una velocidad c (puesto que distancia = velocidad × tiempo, entonces tiempo = distancia / velocidad). Dividiendo estos dos intervalos de tiempo entre sí obtenemos cuánto se retrasa el reloj del tren, tal y como lo mide alguien que esté en el andén. Va más despacio en un factor de c/c2v2, que, reordenando los términos, también puede escribirse como 1/1 − v2/c2. Esta es una cantidad muy importante en la teoría de la relatividad, que suele representarse con la letra griega γ (que se llama «gamma»). Date cuenta de que γ es mayor que 1, siempre y cuando el reloj se mueva a una velocidad menor que la de la luz, puesto que v/c será entonces menor que 1. Cuando v es mucho menor que la velocidad de la luz (como, por ejemplo, la mayoría de las velocidades habituales, ya que, en unidades a las que los motoristas están más acostumbrados, la velocidad de la luz es de 1.079 millones de kilómetros por hora), el valor de γ es muy próximo a 1. Solo cuando la magnitud de v es comparable a la de la velocidad de la luz γ empieza a desviarse significativamente de 1.

Ya hemos acabado con las matemáticas. Hemos conseguido calcular exactamente cuánto se dilata el tiempo en el tren para alguien que se encuentra en el andén. Pongamos números para hacernos una idea de cómo son las cosas. Si el tren se mueve a 300 kilómetros por hora, puedes comprobar que v2/c2 es un número muy pequeño: 0,000​000​000​000​077. Para obtener el valor del factor γ de «dilatación temporal», hemos de calcular 1/1 − 0.00000000000007 = 1,000​000​000​000​039. Como cabía esperar, el efecto es minúsculo: si viajases durante 100 años en el tren, tu amigo en el andén vería cómo tu vida se alargaría únicamente 0,000​000​000​0039 años, apenas algo más de una décima de milisegundo. No obstante, el efecto no sería tan minúsculo si el tren viajase a un 90 por ciento de la velocidad de la luz. El factor de dilatación temporal sería en ese caso mayor de 2, lo que significa que el reloj en movimiento marcaría el tiempo a un ritmo menor de la mitad del reloj de la estación, según la persona que se encontrase en el andén. Esta es la predicción de Einstein y, como buenos científicos, para creérnosla tenemos que comprobarla experimentalmente. Desde luego, en este momento resulta un poco increíble.

Antes de comentar el experimento que zanja la discusión, parémonos a reflexionar sobre el resultado que acabamos de descubrir. Veamos de nuevo el experimento desde el punto de vista de la pasajera del tren que se encuentra junto al reloj. Para ella, el reloj no se está moviendo y la luz simplemente rebota arriba y abajo, como lo haría para quien estuviese junto al mismo reloj en la cafetería de la estación. La pasajera debe ver que el reloj marca un pulso cada 6,67 nanosegundos, 150 millones de veces por cada latido de un corazón humano, porque tiene toda la razón al pensar que el reloj no se mueve respecto a ella, siguiendo a Galileo. Mientras tanto, la persona que está en el andén afirma que el reloj en el tren ha tardado algo más de 6,67 nanosegundos en dar un pulso. Después de 150 millones de pulsos del reloj en movimiento, su corazón habrá dado algo más de un latido. Esto es asombroso: la persona que está en el andén ve cómo envejece más rápido que la pasajera del tren.

Como acabamos de ver, el efecto es minúsculo para los trenes de verdad, que no se mueven a velocidades ni remotamente próximas a la velocidad de la luz, pero no deja de ser real. En un mundo imaginario en el que el tren recorriese una vía muy larga a una velocidad cercana a la de la luz, el efecto sería mayor y no cabría ninguna duda: desde su punto de vista, la persona que está en el andén envejecería más rápido.

En los experimentos reales, si queremos demostrar la quiebra del tiempo absoluto, necesitamos buscar la manera de estudiar objetos que se muevan a velocidades próximas a la de la luz, ya que solo entonces el factor de dilatación temporal γ será apreciablemente mayor que 1. Idealmente, también nos gustaría analizar un objeto que tenga un tiempo de vida, es decir, que muera. Así, podríamos ver si es posible prolongar su tiempo de vida simplemente haciendo que se mueva rápido.

Por suerte para los científicos, esos objetos existen. De hecho, los propios científicos están formados por ellos. Las partículas elementales son diminutos objetos subatómicos que, debido a su reducido tamaño, es fácil acelerar a velocidades enormes. Se dice que son elementales porque, hasta donde sabemos gracias a la tecnología de la que disponemos actualmente, son los componentes más pequeños de todo lo que existe en el universo. Más adelante en el libro hablaremos largo y tendido sobre las partículas elementales. De momento, nos gustaría describir solo dos: el electrón y el muón.

El electrón es una partícula a la que todos le debemos mucho, porque estamos compuestos por ellos. Es también la partícula que fluye por los cables eléctricos para hacer que nuestras bombillas brillen y nuestros hornos calienten. Es la partícula de la electricidad. El muón es idéntico al electrón en todos los aspectos, salvo en que es más pesado. Los físicos realmente no entienden por qué la naturaleza decidió darnos una copia del electrón en apariencia redundante si lo único que quería era formar planetas y personas. Sea cual fuere la razón de la existencia del muón, es muy útil para los científicos que desean comprobar la teoría de la relatividad de Einstein, porque su tiempo de vida es muy corto y es fácil acelerarlo hasta velocidades muy elevadas. Por lo que sabemos, los electrones nunca mueren, mientras que un muón que estuviese en reposo junto a ti viviría unos 2,2 microsegundos (un microsegundo es una millonésima de segundo). Cuando un muón muere, casi siempre se transforma en un electrón y en otro par de partículas subatómicas llamadas neutrinos, pero esta información adicional no nos hace falta. Todo lo que necesitamos saber es que el muón muere. Las instalaciones del sincrotón de gradiente alterno (AGS, Alternating Gradient Synchrotron) en el Laboratorio Nacional de Brookhaven de Long Island, en Nueva York, nos proporcionan una buena manera de comprobar la teoría de Einstein. A finales de la década de 1990, los científicos de Brookhaven construyeron una máquina que producía haces de muones y los hacía circular alrededor de un anillo de 14 metros de diámetro a una velocidad del 99,94 por ciento de la de la luz. Si los muones solo viviesen 2,2 microsegundos mientras recorren el anillo, únicamente podrían dar 15 vueltas antes de morir[4]. En la práctica, los muones dan unas 400 vueltas, lo que significa que su tiempo de vida se multiplica por 29, hasta alcanzar algo más de 60 microsegundos. Es un hecho experimental. Parece que Einstein va por buen camino, pero ¿con cuánta precisión?

Es aquí donde las matemáticas que hemos desarrollado en la primera parte del capítulo nos serán muy útiles. Hemos hecho una predicción precisa sobre la magnitud del retraso de un pequeño reloj que se mueve a una determinada velocidad respecto a otro que se encuentre en reposo. Por lo tanto, podemos utilizar nuestra ecuación para predecir cuánto debería ralentizarse el tiempo cuando se viaja a un 99,94 por ciento de la velocidad de la luz, y ver así en qué proporción debería ampliarse el tiempo de vida del muón. Einstein predice que el tiempo de vida de los muones de Brookhaven debería ampliarse en un factor γ = 1/1 − v2/c2, con v/c = 0,9994. Si tienes una calculadora a mano, introduce los números y mira lo que pasa. La fórmula de Einstein da 29, exactamente el mismo resultado que los experimentos de Brookhaven.

Merece la pena dedicar un momento a reflexionar sobre lo que ha pasado. Utilizando únicamente el teorema de Pitágoras y la suposición de Einstein sobre la constancia de la velocidad de la luz, hemos deducido una fórmula matemática que nos ha permitido predecir la extensión del tiempo de vida de una partícula subatómica llamada muón cuando esta se acelera en la máquina de Brookhaven hasta un 99,94 por ciento de la velocidad de la luz. Nuestra predicción era que debería vivir 29 veces más tiempo que un muón en reposo, lo que concuerda exactamente con lo que observaron los científicos de Brookhaven. Cuanto más lo piensas, más asombroso es. ¡Bienvenido al mundo de la física! Evidentemente, la teoría de Einstein ya estaba bien consolidada a finales de la década de 1990. Los científicos de Brookhaven querían estudiar otras propiedades de sus muones; los efectos de la teoría de Einstein sobre la extensión de su tiempo de vida supusieron una recompensa adicional, pues significaban que tendrían más tiempo para observarlos.

Debemos, por tanto, concluir, porque así nos lo dice el experimento, que el tiempo es maleable. La velocidad con la que pasa varía de una persona a otra (o de un muón a otro), dependiendo de cómo se muevan.

Por si este desconcertante comportamiento del tiempo no fuese suficiente, nos espera algo más, que el lector atento quizá ya haya detectado. Volvamos a los muones que dan vueltas a toda velocidad en el AGS. Pongamos una pequeña línea de meta en el anillo y contemos cuántas veces la cruzan los muones antes de morir. Para la persona que los observa, la cruzan 400 veces porque su tiempo de vida ha aumentado. ¿Cuántas veces cruzarías la meta si pudieses acompañar a los muones en su recorrido circular? Tendrían que ser también 400, desde luego; si no, el mundo no tendría ningún sentido. El problema es que, según tu reloj, cuando te mueves con los muones por el anillo, estos viven únicamente 2,2 microsegundos, porque los muones están en reposo respecto a ti, y ese es el tiempo que viven los muones en reposo. Sin embargo, tanto el muón como tú conseguís dar unas 400 vueltas al anillo antes de que el muón finalmente expire. ¿Qué ha pasado? Cuatrocientas vueltas en 2,2 microsegundos no es algo que parezca posible. Por suerte, este dilema tiene solución. La circunferencia del anillo podría reducirse desde el punto de vista del muón. Para ser del todo consistentes, la longitud del anillo, tal y como la veis el muón y tú, debe reducirse exactamente en la misma proporción en que se extiende el tiempo de vida del muón. De forma que ¡el espacio también ha de ser maleable! Como sucede con la dilatación temporal, este efecto asimismo es real. Los objetos reales se encogen cuando se mueven. Como un ejemplo extraño, imagina un coche de 4 metros de largo que intenta encajar en un garaje de 3,9 metros de longitud. Einstein predice que si el coche se mueve a más del 22 por ciento de la velocidad de la luz, se encogerá lo justo para caber en el garaje, al menos durante un instante, antes de volver a chocar con las paredes. Repetimos: si has seguido el desarrollo matemático, podrás comprobar que la cifra es efectivamente del 22 por ciento. Si el coche se mueve aún más rápido, se encogerá hasta medir menos de 3,9 metros; si va más despacio, no se encogerá lo suficiente.

El descubrimiento de que el paso del tiempo puede ralentizarse y las distancias pueden encogerse ya es suficientemente extraño cuando se aplica al mundo de las partículas subatómicas, pero el razonamiento de Einstein es igualmente válido para objetos del tamaño de los seres humanos. Puede que un día tengamos que recurrir a este chocante comportamiento para poder sobrevivir. Imagina la vida en la Tierra en un futuro lejano. En unos pocos miles de millones de años, el Sol ya no podrá proporcionar constantemente la iluminación suficiente para hacer posible la vida en nuestro mundo, y se convertirá en una estrella monstruosa en ebullición inestable, perfectamente capaz de engullir nuestro planeta cuando se hinche y se aproxime a sus rojizos estertores finales. Si para entonces no nos hemos extinguido por algún otro motivo, los humanos tendremos que escapar de nuestro hogar ancestral y emprender viaje hacia las estrellas. La Vía Láctea, nuestra propia isla espiral de 100.000 millones de soles, tiene un diámetro de 100.000 años luz, lo que significa que la luz tarda 100.000 años en atravesarla, para alguien que se encuentre en la Tierra. Esperamos que sea evidente por qué es necesario introducir este último matiz, teniendo en cuenta todo lo que hemos estado diciendo. Podría parecer que los posibles destinos de la humanidad dentro de la Vía Láctea quedarían por siempre restringidos a la diminuta proporción de estrellas muy próximas a nuestro hogar (a escala astronómica), porque cuesta imaginar que fuésemos capaces de emprender un viaje hacia los remotos confines de la galaxia adonde la propia luz tardaría 100.000 años en llegar. Pero es aquí donde Einstein acude a nuestro rescate. Si pudiésemos construir una nave espacial que nos transportase por el espacio a velocidades muy próximas a la de la luz, las distancias a las estrellas se reducirían en una proporción que aumentaría cuanto más nos acercásemos a la velocidad de la luz. Si lográsemos movernos a un 99,99999999 por ciento de la velocidad de la luz, podríamos salir de la Vía Láctea y llegar a nuestra vecina galaxia de Andrómeda, que se encuentra a casi 3 millones de años luz de distancia, en apenas cincuenta años. Hay que reconocer que no parece una tarea menor, y en efecto no lo es. La mayor dificultad radica en encontrar la manera de propulsar una nave espacial de forma que consiguiese llegar a velocidades tan altas, pero lo cierto es que, si incorporamos a nuestro pensamiento la curvatura del tiempo y el espacio, podemos imaginar viajes a lugares remotos del universo que antes parecían imposibles. Si formases parte de la primera expedición de la humanidad hacia Andrómeda, que llegaría a una nueva galaxia tras un viaje de cincuenta años, tus hijos, nacidos en el espacio, podrían querer volver a su mundo de origen y contemplar la Tierra con sus propios ojos por primera vez. Para ellos, el Planeta Azul, no sería más que un cuento infantil espacial. Si diesen media vuelta a la nave y volviesen a la Tierra, el viaje entero de ida y vuelta a Andrómeda habría durado cien años. Sin embargo, cuando volviesen a entrar en la órbita terrestre, para los habitantes del planeta habría pasado la alucinante cantidad de seis millones de años. Quién sabe si la civilización de sus antepasados habría siquiera sobrevivido. Einstein nos ha abierto los ojos a un mundo extraño y maravilloso.