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Espacio y tiempo
¿Qué significan para ti las palabras «espacio» y «tiempo»? Puede que te imagines el espacio como la oscuridad que ves entre las estrellas cuando alzas la mirada hacia el firmamento en una fría noche de invierno. O quizá te imagines una nave espacial revestida de aluminio dorado que surca el vacío entre la Tierra y la Luna, engalanada con la bandera estadounidense, pilotada hacia la desolada inmensidad por exploradores de cabeza rapada con nombres como Buzz. El tiempo puede ser el tictac de tu reloj o la manera que tienen las hojas de teñirse de rojo cuando el recorrido anual de la Tierra alrededor del Sol hace que las sombras se alarguen sobre las latitudes septentrionales por cinco milmillonésima vez. Todos sentimos intuitivamente el tiempo y el espacio, forman parte del tejido de nuestra existencia. Nos movemos a través del espacio sobre la superficie de nuestro planeta azul viendo pasar el tiempo.
Durante los últimos años del siglo XIX, una serie de avances científicos en campos aparentemente muy distintos entre sí obligaron a los físicos a revisar esta imagen sencilla e intuitiva del espacio y el tiempo. A principios del siglo XX, Hermann Minkowski, colega y mentor de Albert Einstein, sintió la necesidad de escribir su famoso obituario de ese escenario dentro del cual los planetas orbitaban y donde se emprendían grandes viajes: «De ahora en adelante, el espacio por sí mismo y el tiempo por sí mismo están destinados a desvanecerse entre las sombras, y solo una especie de mezcla de ambos tendrá una existencia independiente».
¿A qué se refería Minkowski con una mezcla del espacio y el tiempo? Entender esta frase, con un toque místico, equivale a entender la teoría de la relatividad especial de Einstein, la teoría que dio al mundo la ecuación más famosa de todas, E = mc2, y puso para siempre en primer plano de nuestra forma de ver el universo la magnitud que se oculta tras el símbolo c, la velocidad de la luz.
La teoría de la relatividad especial de Einstein es básicamente una descripción del espacio y el tiempo. Para la teoría es fundamental la idea de una velocidad especial, que nada en el universo, por muy potente que sea, puede superar. Es la velocidad de la luz: 299.792.458 metros por segundo en el vacío del espacio intergaláctico. A esta velocidad, un destello de luz emitido desde la Tierra tarda unos ocho minutos en llegar al Sol, 100.000 años en atravesar nuestra propia galaxia, la Vía Láctea, y más de dos millones de años en alcanzar la galaxia más próxima, Andrómeda. Esta noche, los mayores telescopios que existen en la Tierra levantarán la vista hacia la oscuridad del espacio y captarán la antigua luz de soles distantes y muertos hace mucho tiempo, situados en los confines del universo observable. Esta luz inició su recorrido hace más de 10.000 millones de años, varios miles de millones de años antes de que el colapso de una nube de polvo interestelar diese lugar a la formación de la Tierra. La velocidad de la luz es alta, pero no es, ni remotamente, infinita. Comparada con las enormes distancias que separan las estrellas y las galaxias, su lentitud puede ser frustrante; hasta tal punto que nosotros mismos somos capaces de acelerar objetos diminutos hasta velocidades extraordinariamente próximas a la de la luz con máquinas como el gran colisionador de hadrones, de 27 kilómetros de longitud, en el Centro Europeo de Investigación Nuclear (CERN), en la ciudad de Ginebra, en Suiza.
La existencia de esa velocidad especial, un límite de velocidad cósmico, es una idea extraña. Como descubriremos más adelante en el libro, vincular esta velocidad especial con la velocidad de la luz resulta ser en cierta manera una cortina de humo. De hecho, desempeña un papel todavía mucho más importante en el universo de Einstein, y existen motivos de peso por los que la velocidad de la luz es la que es. Eso lo veremos más adelante, de momento bastará con decir que, cuando los objetos se aproximan a esa velocidad especial, empiezan a pasar cosas extrañas. ¿Cómo es posible si no que un objeto no pueda superar esa velocidad? Es como si existiese una ley universal de la física que impidiese que tu coche pasase de los 120 kilómetros por hora, por muy potente que fuese su motor. No obstante, a diferencia del límite de velocidad, esta ley no necesitaría que una policía etérea garantizase su cumplimiento. El propio tejido del espacio y el tiempo está construido de tal manera que, por fortuna, es absolutamente imposible incumplir esta ley, pues de lo contrario las consecuencias serían desagradables. Más adelante veremos que, si fuese posible superar la velocidad de la luz, podríamos construir máquinas capaces de transportarnos a cualquier instante del pasado. Podríamos viajar a un momento anterior a nuestro nacimiento y, conscientemente o no, hacer que nuestros padres no se llegasen a conocer nunca. Todo esto constituye un excelente material para la ciencia ficción, pero no es forma de construir un universo, y Einstein descubrió que, en efecto, el universo no estaba hecho así. El espacio y el tiempo están cuidadosamente entretejidos de tal manera que paradojas como estas no pueden darse. Sin embargo, esto tiene un precio: debemos abandonar nuestras ideas profundamente arraigadas sobre el espacio y el tiempo. En el universo de Einstein los relojes en movimiento marcan el tiempo más despacio, los objetos en movimiento se encogen, y podemos viajar a miles de millones de años en el futuro. Es un universo en el que la duración de una vida humana puede estirarse casi indefinidamente. Podríamos presenciar la muerte del Sol, ver cómo los océanos terrestres se evaporan y cómo nuestro sistema solar se sumerge en una oscuridad perpetua. Podríamos contemplar el nacimiento de estrellas a partir de remolinos de polvo cósmico, la formación de planetas y quizá incluso los orígenes de la vida en mundos nuevos, aún inexistentes. El universo de Einstein nos permite viajar hacia el futuro lejano, pero mantiene las puertas del pasado firmemente cerradas.
En la última parte del libro, veremos cómo Einstein no tuvo más remedio que llegar a esa fantástica visión de nuestro universo, y cómo muchos experimentos científicos y aplicaciones tecnológicas han demostrado que esa imagen es correcta. El sistema de navegación por satélite de tu coche, por ejemplo, está diseñado de forma que tiene en cuenta que el tiempo transcurre a una velocidad distinta en los satélites que orbitan alrededor de la Tierra que sobre su superficie. La visión de Einstein es radical: el espacio y el tiempo no son lo que parecen.
Pero nos estamos adelantando. Para entender y valorar el descubrimiento fundamental de Einstein, primero tenemos que pensar con mucho detenimiento sobre los dos conceptos que forman el núcleo de la teoría de la relatividad: el espacio y el tiempo.
Imagina que estás leyendo un libro mientras viajas en avión. A las 12.00 miras tu reloj, decides dejar de leer, te levantas y vas a hablar con tu amigo, sentado diez filas por delante de ti. A las 12.15 vuelves a tu sitio, te sientas y retomas el libro. El sentido común te dice que has vuelto al mismo sitio. Has tenido que recorrer las mismas diez filas para volver a tu asiento, y al hacerlo te has encontrado el libro donde lo habías dejado. Detente un momento en la idea de «el mismo lugar». Puede parecer algo puntilloso, porque es intuitivamente obvio a qué nos referimos cuando hablamos de un lugar. Podemos llamar a un amigo y quedar en un bar para tomar algo, y cuando lleguemos allí el bar seguirá en su sitio. Estará en el mismo lugar donde lo habíamos dejado, muy probablemente la noche anterior. Muchas de las cosas que veremos en este capítulo inicial parecerán puntillosas en un primer momento, pero verás que tienen su sentido. Pensar con detenimiento sobre estos conceptos aparentemente obvios nos permitirá seguir los pasos de Aristóteles, Galileo Galilei, Isaac Newton y Einstein. ¿Cómo podríamos, pues, definir con precisión lo que queremos decir con «el mismo lugar»? Sabemos cómo hacerlo en la superficie terrestre: dibujando sobre un globo terráqueo una cuadrícula formada por líneas de latitud y longitud. Se puede definir cualquier punto de la superficie terrestre mediante dos números, que representan su posición en la cuadrícula. Por ejemplo, la ciudad de Manchester, en el Reino Unido, está situada a 53 grados y 30 minutos de latitud norte y 2 grados y 15 minutos de longitud oeste. Estos dos números nos indican con precisión dónde se encuentra Manchester, suponiendo que nos hayamos puesto de acuerdo sobre la ubicación del ecuador y el meridiano de Greenwich. Por tanto, trazando una sencilla analogía, una forma de especificar la ubicación de cualquier punto, tanto en la superficie de la Tierra como fuera de ella, sería imaginando una cuadrícula tridimensional que se extendiese hacia el cielo desde la superficie terrestre. De hecho, la cuadrícula también continuaría hacia el centro de la Tierra y saldría por el extremo opuesto del planeta. Entonces, podríamos utilizar su posición relativa respecto a la cuadrícula para describir dónde se encuentra cualquier objeto en el mundo, tanto si está en el aire como en la superficie o bajo tierra. De hecho, no tendríamos por qué limitarnos a nuestro planeta. La cuadrícula podría extenderse hacia la Luna, pasar por Júpiter, Neptuno y Plutón y dejar atrás la galaxia de la Vía Láctea para llegar hasta los confines más lejanos del universo. Tomando como referencia nuestra cuadrícula gigante, infinita incluso, podemos determinar dónde están todos los objetos, algo que, parafraseando a Woody Allen, es muy útil si eres de los que nunca recuerdan dónde han dejado las cosas. Nuestra cuadrícula define, por tanto, el escenario dentro del cual existen todas las cosas, una especie de caja gigante que contiene todos los objetos del universo. Es posible incluso que nos sintamos tentados de llamar a este escenario «espacio».
Volvamos a la pregunta de qué es lo que queremos decir con «el mismo lugar» y al ejemplo del avión. Puedes pensar que a las 12.00 y a las 12.15 estabas en el mismo punto del espacio. Imagina ahora cómo vería la sucesión de acontecimientos una persona que mirase al avión desde el suelo. Al ver cómo el avión la sobrevuela a unos 1.000 kilómetros por hora, ella diría que entre las 12.00 y las 12.15 te has desplazado casi 250 kilómetros. Dicho de otro modo, a las 12.00 y a las 12.15 tú estabas en distintos puntos del espacio. ¿Quién tiene razón? ¿Quién se ha movido y quién ha permanecido inmóvil?
Si no tienes respuesta para esta pregunta aparentemente sencilla, no eres el único. Aristóteles, uno de los grandes pensadores de la antigua Grecia, se equivocó por completo. Aristóteles no habría dudado en decir que eres tú, el pasajero del avión, el que se está moviendo. Aristóteles pensaba que la Tierra estaba inmóvil en el centro del universo. El Sol, la Luna, los planetas y las estrellas giraban a su alrededor, acoplados a cincuenta y cinco esferas cristalinas concéntricas, que estaban encajadas las unas dentro de las otras como muñecas rusas. Compartía, pues, con nosotros la idea intuitivamente satisfactoria de que el espacio es como un escenario o estadio que ocupan la Tierra y las esferas. Desde la perspectiva de la modernidad, esta idea de un universo formado únicamente por la Tierra y un conjunto de esferas giratorias resulta algo pintoresca. Pero imagina por un momento qué pensarías si nadie te hubiese contado que la Tierra gira alrededor del Sol y que las estrellas son soles lejanos, algunas de ellas muchos miles de veces más brillantes que nuestra estrella, pero a miles de millones de kilómetros de distancia. Desde luego, no sentimos que la Tierra esté a la deriva en un universo de un tamaño inconcebible. Nos ha costado un gran esfuerzo llegar a la forma moderna de ver el mundo, que muchas veces va contra nuestra intuición. Si la imagen del universo que hemos ido construyendo a lo largo de miles de años de experimentos y reflexión fuese evidente, los grandes pensadores de la historia, como Aristóteles, la habrían deducido por sí mismos. Esto es algo que conviene tener presente si alguno de los conceptos del libro te resulta difícil de entender: es muy probable que a las mentes más brillantes de la antigüedad les hubiese pasado lo mismo.
Para ver dónde está el error en la respuesta de Aristóteles, demos por buena su imagen del universo por un momento y veamos adónde nos lleva. Según Aristóteles, deberíamos rellenar el espacio con una cuadrícula de líneas imaginarias centradas en la Tierra y, tomándola como referencia, podríamos definir la posición de todos los objetos y determinar quién se está moviendo. Si aceptamos esta visión del universo como una caja llena de objetos en cuyo centro se encuentra fija la Tierra, entonces es evidente que tú, que vas en el avión, has cambiado de posición en la caja, mientras que la persona que te ve pasar por el aire desde la superficie terrestre se encuentra inmóvil en el espacio. Un objeto está en movimiento absoluto si, con el tiempo, varía su posición en el espacio en relación con la cuadrícula imaginaria fija respecto al centro de la Tierra.
Evidentemente, uno de los problemas de esta representación es que la Tierra no está inmóvil en el centro del universo, sino que es una bola que gira sobre sí misma mientras describe una órbita alrededor del Sol. De hecho, la Tierra se mueve a más de 100.000 kilómetros por hora respecto al Sol. Si te vas a la cama por la noche y duermes ocho horas, cuando te despiertes habrás recorrido más de 800.000 kilómetros. Incluso podrías decir que, en unos 365 días, habrás vuelto exactamente al mismo punto en el espacio, ya que la Tierra habrá completado una órbita alrededor del Sol. Podrías entonces decidir modificar ligeramente esta visión, manteniendo intacto el espíritu de Aristóteles. ¿Por qué no situar el centro de la cuadrícula en el Sol? Es una idea sencilla, pero errónea, porque el propio Sol también orbita alrededor del centro de la galaxia de la Vía Láctea. La Vía Láctea es nuestra isla de más de 200.000 millones de soles y, como puedes imaginar, es tan enorme que se tarda mucho tiempo en dar una vuelta a su alrededor. El Sol, con la Tierra a rastras, se desplaza por la Vía Láctea a unos 780.000 kilómetros por hora, a una distancia de 250.000 billones de kilómetros de su centro. A esa velocidad, se tardan 226 millones de años en completar una órbita. Entonces, quizá bastaría un paso más para preservar a Aristóteles. Si hiciésemos coincidir el centro de la cuadrícula con el de la Vía Láctea, podría pasar por la cabeza otra idea evocadora: tumbado en tu cama, imagina cómo sería el mundo la última vez que la Tierra estuvo «aquí», en este punto preciso del espacio. Un dinosaurio pastaba al amanecer, comiendo hojas prehistóricas en el lugar donde ahora está tu dormitorio. Un nuevo error. De hecho, las propias galaxias se alejan unas de otras a gran velocidad, mayor cuanto más grande es la distancia que las separa. Parece realmente difícil dilucidar cómo nos movemos entre la enorme multitud de galaxias que componen el universo.
Así pues, Aristóteles tiene un problema, porque parece imposible definir exactamente qué significa «estar inmóvil». En otras palabras, parece imposible precisar dónde habría que centrar la cuadrícula imaginaria que nos serviría para determinar la posición de todas las cosas y decidir así cuáles se están moviendo y cuáles no. El propio Aristóteles nunca tuvo que enfrentarse a este problema, porque su visión de una Tierra inmóvil rodeada por esferas giratorias no se puso verdaderamente en entredicho durante casi 2.000 años. Quizá debería haber sucedido antes, pero, como ya hemos dicho, estas cosas distan mucho de ser evidentes incluso para las mentes más preclaras. Claudio Ptolomeo trabajó en la Biblioteca de Alejandría, en Egipto, en el siglo II de nuestra era. Era un observador atento del cielo nocturno y le interesaba el movimiento aparentemente extraño a través del firmamento de las cinco «estrellas errantes» (ese es el significado de la palabra «planeta») que se conocían por aquel entonces. Si se observan desde la Tierra a lo largo de muchos meses, los planetas no siguen una trayectoria regular sobre el fondo estrellado, sino que describen tirabuzones en el cielo. Este extraño recorrido se denomina movimiento retrógrado, y ya era conocido miles de años antes de Ptolomeo. Los antiguos egipcios se referían a Marte como «el planeta que se mueve hacia atrás». Ptolomeo coincidía con Aristóteles al afirmar que los planetas giraban alrededor de una Tierra inmóvil, pero para explicar su movimiento retrógrado se vio abocado a acoplarlos a pequeñas ruedas giratorias excéntricas, conectadas a su vez a las esferas giratorias. Este complicado modelo permitía explicar el movimiento de los planetas a través del firmamento nocturno, aunque distaba mucho de ser elegante. Para llegar a la explicación correcta del movimiento retrógrado hubo que esperar hasta mediados del siglo XVI, cuando Nicolás Copérnico propuso una descripción más elegante (y más correcta), según la cual la Tierra no se encuentra estacionaria en el centro del universo, sino que orbita alrededor del Sol, junto con el resto de los planetas. El trabajo de Copérnico se topó con importantes detractores y estuvo incluido en el índice de libros prohibidos por la Iglesia católica hasta 1835. Las precisas mediciones realizadas por Tycho Brahe, junto con el trabajo de Johannes Kepler, Galileo y Newton, no solo demostraron finalmente que Galileo estaba en lo cierto, sino que dieron pie a una teoría del movimiento planetario, en la forma de las leyes de Newton del movimiento y de la gravedad. Estas leyes constituyeron nuestra mejor descripción del movimiento de las estrellas errantes, y de hecho de cualquier objeto bajo la influencia de la gravedad, de las galaxias en rotación a los proyectiles de artillería, hasta la aparición de la teoría de la relatividad general de Einstein en 1915.
La continua evolución de nuestra forma de entender la posición de la Tierra y de los planetas y su movimiento por el firmamento debería servir de lección para cualquiera que esté absolutamente convencido de que sabe algo. En el mundo hay muchas cosas que a primera vista parecen evidentemente ciertas, y una de ellas es que estamos inmóviles en el universo. Siempre cabe la posibilidad de que las observaciones futuras nos sorprendan, cosa que sucede con frecuencia. Aunque probablemente no debería sorprendernos demasiado el hecho de que la naturaleza en ocasiones no le resulte intuitiva a una tribu de observadores descendientes de simios, compuestos de carbono, que se pasean por la superficie de un mundo rocoso que orbita alrededor de una estrella de mediana edad situada en los confines de la galaxia de la Vía Láctea. Las teorías del espacio y del tiempo que veremos en este libro bien podrían resultar aproximaciones de una teoría más fundamental aún por descubrir (de hecho, es probable que acaben siéndolo). La ciencia es una disciplina que celebra la duda, y la clave de su éxito radica en admitirlo.
Galileo Galilei nació veinte años después de que Copérnico propusiese su modelo heliocéntrico del universo, y reflexionó en profundidad sobre lo que significaba el movimiento. Su intuición probablemente coincidía con la nuestra: nos parece que la Tierra está quieta, aunque el movimiento de los planetas en el firmamento indica insistentemente lo contrario. La ocurrencia genial de Galileo consistió en extraer una conclusión profunda de esta aparente paradoja. Parece que estamos quietos, aunque sabemos que nos movemos en órbita alrededor del Sol, porque no hay manera, ni siquiera en principio, de decidir qué es lo que está quieto y qué lo que se mueve. Dicho de otro modo, solo tiene sentido hablar del movimiento relativo respecto a algo. Esta idea es de una importancia extraordinaria. En cierto sentido puede parecer obvia, pero para apreciar completamente su contenido es necesario detenerse a pensar lo que implica. Puede parecer obvia porque, claramente, cuando te sientas en el avión con tu libro, este no se mueve respecto a ti. Si dejas el libro en la mesilla, permanece a una distancia constante de ti. Y, por supuesto, desde el punto de vista de alguien que se encuentre en el suelo, el libro se desplaza por el aire junto con el avión. El verdadero contenido de la idea de Galileo es que esto es lo único que puede afirmarse. Si todo lo que puedes hacer es hablar de cómo el libro se mueve respecto a ti cuando estás sentado en el avión, o respecto al suelo, o respecto al Sol, o respecto a la Vía Láctea, pero siempre respecto a algo, entonces el concepto de movimiento absoluto es superfluo.
Esta provocativa afirmación suena superficialmente profunda, a la manera de las frases de inspiración zen tan típicas de los videntes. No obstante, en este caso la idea resulta ser verdaderamente genial; la reputación de Galileo es merecida. Para ver por qué, supongamos que queremos saber si la cuadrícula de Aristóteles, mediante la cual podríamos precisar si algún objeto está en movimiento absoluto, es útil desde un punto de vista científico, lo que implica determinar si la idea tiene consecuencias observables, es decir, si tiene algún efecto que pueda detectarse a través de un experimento. Con «experimento» nos referimos a cualquier medida de lo que sea; la oscilación de un péndulo, el color de la luz que emite la llama de una vela o las colisiones de partículas subatómicas en el gran colisionador de hadrones (LHC, Large Hadron Collider) del CERN (volveremos sobre este experimento más adelante). Si una idea no tiene consecuencias observables, entonces no es necesaria para entender el funcionamiento del universo, aunque podamos darle algún supuesto valor al hecho de que nos reconforte.
Esta es una forma muy eficaz de separar el grano de la paja en un mundo pleno de ideas y opiniones diversas. En su analogía de la tetera de porcelana, el filósofo Bertrand Russell pone de manifiesto la futilidad de aferrarse a conceptos que carecen de consecuencias observables. Russell afirma que él cree que entre la Tierra y Marte orbita una tetera de porcelana tan pequeña que ni siquiera el más potente de los telescopios puede detectarla. Si se construyese un telescopio aún mayor y, tras rastrear detenida y exhaustivamente todo el firmamento, siguiese sin encontrar rastro alguno de la tetera, Russell diría entonces que esta es algo más pequeña de lo que cabía esperar, pero que sigue existiendo. Esto es lo que se conoce comúnmente como cambiar las reglas a mitad del juego. Aunque la tetera nunca se llegue a observar, dudar de su existencia es para Russell de una «presuntuosidad intolerable» por parte de la humanidad. De hecho, el resto de la humanidad debería respetar su opinión, por muy ridícula que parezca. Lo que Russell busca no es reafirmar su derecho a que le dejen tranquilo con sus delirios personales, sino poner de manifiesto que carece de sentido elaborar una teoría que no puede probarse ni refutarse mediante observaciones, en la medida en que no permite aprender nada, por muy convencido que estés de su validez. Puedes concebir cualquier objeto o idea, pero si no hay forma de observarlos, directamente o a través de sus consecuencias, no has contribuido a la comprensión científica del universo. Asimismo, la idea del movimiento absoluto solo tendrá algún sentido en un contexto científico si podemos imaginar algún experimento para detectarlo. Por ejemplo, podríamos instalar un laboratorio de física en un avión y realizar medidas de alta precisión de cualquier fenómeno físico, en un último y osado intento de detectar nuestro movimiento. Podríamos poner en movimiento un péndulo y medir el tiempo que tarda en completar una oscilación, podríamos llevar a cabo experimentos eléctricos con baterías, generadores y motores, o podríamos ver cómo se producen reacciones nucleares y realizar mediciones de la radiación emitida. En principio, si tuviésemos una aeronave lo suficientemente grande, podríamos llevar a cabo prácticamente cualquiera de los experimentos que se han realizado a lo largo de la historia de la humanidad. La idea clave que constituye la base de este libro y es también una de las piedras angulares de la física moderna es que, suponiendo que el avión no acelera ni desacelera, ninguno de los experimentos permitirá saber si nos estamos moviendo. Ni siquiera el hecho de mirar por la ventana nos dará información al respecto, porque es igualmente correcto decir que es el suelo el que se mueve a casi 1.000 kilómetros por hora, mientras nosotros estamos inmóviles. Todo lo que podemos decir es que «permanecemos estacionarios respecto al avión» o que «nos movemos respecto al suelo». Este es el principio de relatividad de Galileo: no existe el movimiento absoluto, porque no se puede detectar experimentalmente. Es muy probable que esto no te sorprenda, porque en realidad ya lo sabemos de manera intuitiva. Un buen ejemplo es la experiencia de estar sentados en un tren parado mientras el tren de la vía contigua empieza a salir lentamente de la estación. Durante unas décimas de segundo nos parece que somos nosotros quienes nos movemos. Nos cuesta detectar el movimiento absoluto porque no existe tal cosa.
Todo esto puede parecer bastante filosófico, pero lo cierto es que este tipo de reflexiones llevan a conclusiones profundas sobre la naturaleza del propio espacio, y nos permiten dar el primer paso en el camino hacia las teorías de la relatividad de Einstein. Entonces, ¿qué conclusión sobre el espacio cabe extraer del razonamiento de Galileo? La siguiente: si en principio es imposible detectar el movimiento absoluto, la idea de una cuadrícula especial que define lo que significa «en reposo» carece de valor alguno, y tampoco lo tiene, por tanto, el concepto de espacio absoluto.
Esto es importante, así que lo estudiaremos con más detalle. Ya hemos visto que, si fuese posible definir una cuadrícula aristotélica especial que cubriese todo el universo, el movimiento respecto a ella podría definirse como absoluto. También hemos razonado que, puesto que no es posible diseñar un experimento que nos permita saber si estamos en movimiento, deberíamos abandonar la idea de la cuadrícula, sencillamente porque nunca podríamos determinar a qué debería acoplarse. Pero entonces, ¿cómo deberíamos definir la posición absoluta de un objeto? En otras palabras, ¿dónde nos encontramos en el universo? Sin la cuadrícula especial de Aristóteles, estas preguntas no tienen significado científico. Solo podemos hablar de las posiciones relativas de los objetos. Por tanto, no hay forma de especificar posiciones absolutas en el espacio, y es a eso a lo que nos referimos cuando decimos que la propia idea de espacio absoluto carece de significado. Imaginar el universo como una caja gigante dentro de la cual las cosas se mueven de un sitio a otro es superfluo para los experimentos. No podemos insistir lo suficiente en la importancia de este razonamiento. El gran físico Richard Feynman dijo una vez que, sea cual sea tu nombre, por muy inteligente que seas, por muy bella que sea tu teoría, si no concuerda con los experimentos es errónea. En esta afirmación radica la clave de la ciencia. Dándole la vuelta, si un concepto no puede ponerse a prueba experimentalmente no tenemos manera de saber si es correcto o erróneo, pero en cualquier caso carece de importancia. Obviamente, esto significa que podríamos suponer que una idea es cierta aunque no haya forma de demostrarlo, pero al hacerlo corremos el riesgo de entorpecer futuros avances al aferrarnos a un prejuicio innecesario. Por lo tanto, puesto que no hay manera posible de identificar una cuadrícula especial, quedamos liberados de la idea del espacio absoluto, así como del concepto de movimiento absoluto. ¿Y eso qué implica? Para Einstein, quitarse de encima la cruz del espacio absoluto fue fundamental en el desarrollo de su teoría del espacio y del tiempo, pero para verlo habrá que esperar hasta el capítulo siguiente. De momento, hemos alcanzado la libertad, pero aún no nos hemos comportado como científicos libres. Para abrir boca, empecemos por dejar claro que, si no existe el espacio absoluto, no hay ningún motivo por el que dos observadores deban ponerse necesariamente de acuerdo en el tamaño de un objeto determinado. Esto debería resultarte muy extraño —si una pelota tiene un diámetro de 4 centímetros, no hay más que hablar—, pero sin el espacio absoluto no tiene por qué ser así.
Hasta ahora hemos tratado con cierto detalle la conexión entre el movimiento y el espacio. ¿Qué hay del tiempo? El movimiento se expresa a través de la velocidad, y la velocidad se mide en kilómetros por hora (es decir, la distancia recorrida en el espacio en un determinado intervalo de tiempo). Así que la idea del tiempo ya ha entrado en nuestros razonamientos. ¿Tenemos algo que decir sobre el tiempo? ¿Podemos hacer algún experimento para demostrar que el tiempo es absoluto, o también deberíamos abandonar esta idea, aún más arraigada? Aunque Galileo desechó la idea del espacio absoluto, su razonamiento no tiene nada que aportarnos en lo que se refiere al tiempo absoluto. Según Galileo, el tiempo es inmutable, lo que significa que es posible imaginar pequeños relojitos perfectos, todos sincronizados entre sí, que marcan el mismo tiempo en todos los puntos del universo. Habría un reloj en el avión, otro en el suelo, otro (resistente) en la superficie del Sol y otro en órbita alrededor de una galaxia lejana y, suponiendo que sean perfectamente regulares, todos marcarían la misma hora para siempre. Para nuestro asombro, resulta que esta suposición aparentemente obvia entra en contradicción con la afirmación de Galileo según la cual no existe experimento que nos permita saber si estamos en movimiento absoluto. Aunque pueda parecer increíble, la evidencia experimental que le dio la puntilla a la idea del tiempo absoluto provino de un experimento como los que muchos de nosotros hicimos en clase de física en el colegio: baterías, cables, motores y generadores. Para poder tratar la idea del tiempo absoluto, antes tenemos que hacer una parada en el siglo XIX, la edad dorada de los descubrimientos en electricidad y magnetismo.