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¿Y por qué debería importarnos?
Sobre átomos, ratoneras y la energía de las
estrellas
Hemos visto cómo la famosa ecuación de Einstein nos obliga a repensar nuestra forma de entender la masa. Nos hemos dado cuenta de que la masa no es únicamente una medida de la cantidad de materia de que consta un objeto, sino que es también una medida de la energía latente acumulada en la propia materia. También hemos visto que, si somos capaces de liberarla, dispondríamos de una fuente de energía extraordinaria. Pasaremos parte de este capítulo explorando las maneras en que puede liberarse la energía almacenada en forma de masa. Pero antes de pasar a cosas más prácticas, nos gustaría dedicar algo más de tiempo a hablar de la ecuación que acabamos de descubrir, E = mc2 + ½mv2, con más detenimiento.
Recuerda que esta versión de E = γmc2 es tan solo una aproximación, aunque bastante buena para velocidades de hasta el 20 por ciento de la velocidad de la luz. Escribirla de esta manera pone de manifiesto la separación entre la energía debida a la masa y la energía cinética. Recuerda asimismo que podemos construir un vector en el espacio-tiempo cuya longitud en la dirección espacial representa una magnitud que se conserva, que, para velocidades pequeñas en comparación con la de la luz, se reduce a la antigua ley de conservación del momento lineal. Igual que se conserva la longitud del nuevo vector momento lineal espaciotemporal en la dirección espacial, también se conserva su longitud en la dirección temporal, que es igual a mc2 + ½mv2. Hemos reconocido ½mv2 como la expresión de una magnitud que los científicos conocen desde hace mucho tiempo, la energía cinética, y por tanto identificamos la magnitud conservada con la energía. Es muy importante el hecho de que no nos hemos propuesto encontrar la conservación de la energía, sino que ha aparecido por sorpresa mientras tratábamos de encontrar una versión espaciotemporal de la ley de conservación del momento lineal.
Imagina un cubo lleno de ratoneras ya armadas, que almacenan energía en sus muelles. Sabemos que los muelles en tensión acumulan energía porque cuando la trampa salta suena un golpe fuerte (que es energía liberada en forma de sonido) y la trampa puede salir por los aires (energía convertida en energía cinética). Imagina ahora que una de las trampas salta y provoca que lo hagan también las demás. Se oye un enorme estruendo cuando la energía almacenada en los muelles se libera y las ratoneras se cierran con un chasquido. Lo que es más, puesto que todas las trampas estaban inicialmente en reposo, la energía total debe ser igual a mc2, donde m es la masa total del cubo de trampas preparadas. Después tenemos un montón de trampas ya disparadas y la energía que se ha liberado. Para que la energía total antes y después sea la misma, la masa del cubo con las ratoneras armadas ha de ser mayor que cuando las ratoneras se han disparado. Veamos otro ejemplo, esta vez relacionado con la contribución a la masa debida a la energía cinética. Una caja llena de gas caliente tiene una masa mayor que una caja idéntica que contenga la misma cantidad de gas a una temperatura más baja. La temperatura da una medida de la velocidad a la que las moléculas se agitan dentro de la caja: cuanto más caliente está el gas, más rápido se mueven las partículas que lo componen. Puesto que se mueven más rápido, tienen una mayor energía cinética (es decir, el resultado de sumar los valores de ½mv2 para todas las moléculas es mayor para el gas caliente) y, por lo tanto, la caja tiene una masa mayor. Esta lógica se aplica a todo lo que almacena energía. Una batería nueva tiene más masa que una usada, un termo con café caliente tiene más masa que uno frío, un pastel de carne y patata recién hecho, comprado durante el descanso del partido en el campo del Oldham Athletic una lluviosa tarde de sábado tiene más masa que el mismo pastel, intacto, al final del partido.
Como vemos, la conversión de masa en energía no es un proceso tan insólito. Sucede continuamente. Cuando descansas junto a un fuego crepitante estás absorbiendo calor proveniente de las brasas ardientes, lo que hace que disminuya la energía del carbón. A la mañana siguiente, cuando el fuego se ha extinguido, podrías recoger con diligencia toda la ceniza y pesarla en una balanza de una precisión inalcanzable, e incluso en el caso de que, milagrosamente, consiguieses aglutinar todos los átomos de ceniza, comprobarías que esta pesa menos que el carbón original. La diferencia sería igual a la cantidad de energía liberada dividida por la velocidad de la luz al cuadrado, como predice E = mc2; es decir, según m = E/c2. Es muy fácil calcular lo minúscula que sería la variación de la masa para un fuego como el que encenderías para calentar tu casa al anochecer. Si el fuego genera 1.000 vatios de potencia durante 8 horas, la producción total de energía es igual a 1.000 vatios × (8 × 60 × 60) julios (porque tenemos que utilizar segundos, en lugar de horas, para que el resultado venga dado en julios), lo que equivale a algo menos de 30 millones de julios. La pérdida de masa correspondiente debe ser, por lo tanto, igual a 30 millones de julios divididos entre la velocidad de la luz al cuadrado, lo que equivale a menos de una millonésima de gramo. Esta minúscula reducción de la masa es consecuencia directa de la conservación de la energía. Antes de encender el fuego, la energía total del carbón es igual a su masa total multiplicada por la velocidad de la luz al cuadrado. Al arder, el fuego desprende energía. Finalmente, el fuego se extingue y solo queda la ceniza. Según la ley de conservación de la energía, la energía total de la ceniza debe ser menor que la del carbón en una magnitud igual a la energía que se ha invertido en calentar la habitación. La energía de la ceniza es igual a su masa multiplicada por la velocidad de la luz al cuadrado, y debe ser más ligera que el carbón original en la proporción que acabamos de calcular.
El proceso de convertir masa en energía, y viceversa, es, por lo tanto, absolutamente fundamental en el funcionamiento de la naturaleza, es un fenómeno cotidiano. Para que cualquier cosa suceda en el universo, deben producirse trasvases continuos entre la masa y la energía. ¿Cómo es posible que alguien consiguiese explicar cualquier cosa relacionada con la energía antes de que tuviésemos conocimiento de lo que parece ser uno de los elementos básicos del funcionamiento de la naturaleza? Merece la pena recordar que Einstein escribió por primera vez la ecuación E = mc2 en 1905, en un mundo que distaba mucho de ser primitivo. El primer tren interurbano de pasajeros, propulsado por locomotoras de vapor alimentadas a base de carbón, se había inaugurado en 1830 entre Liverpool y Manchester. Los transatlánticos de vapor llevaban casi setenta años surcando el Atlántico, y la era del carbón había llegado a su apogeo, con la inminente botadura de buques propulsados por modernos sistemas de turbinas de vapor, como el Mauretania y el Titanic. No cabe duda de que en la Inglaterra victoriana sabían cómo quemar carbón de forma eficiente y con resultados espectaculares, pero ¿cómo pensaban los científicos de la época sobre la física de la combustión antes de Einstein? Un ingeniero del siglo XIX habría dicho que el carbón contiene una energía latente (similar a la energía acumulada en un montón de ratoneras en miniatura) y que las reacciones químicas que se producen durante su combustión hacen que las ratoneras salten, liberando la energía. Esta representación es útil, y permite hacer cálculos con la precisión necesaria para diseñar máquinas tan magníficas como un transatlántico o una locomotora de vapor. La visión posterior a Einstein no sustituye dicha representación, sino que la complementa. Es decir, ahora entendemos que la energía latente está indisociablemente ligada al concepto de masa. Cuanta más energía latente contiene un objeto, mayor es su masa. Antes de Einstein, a los científicos no se les habría ocurrido imaginar que existía un vínculo entre la masa y la energía, porque no había nada que les indicase que era así. La visión que tenían de la naturaleza era lo suficientemente precisa como para permitirles explicar el mundo que observaban y resolver los problemas a los que se enfrentaban, porque las variaciones en la masa eran tan minúsculas que no necesitaban saber que estas se producían.
Esta es otra idea importante sobre el funcionamiento de la ciencia: cada nuevo nivel de comprensión da lugar a una representación del mundo más precisa. Nunca podemos llegar a afirmar que la visión actual es correcta, puesto que uno de los pilares de la ciencia es que en su seno no tienen cabida las verdades absolutas. El acervo científico en cualquier momento determinado de la historia, incluido el actual, es simplemente el conjunto de teorías y representaciones del mundo que aún no se ha demostrado que sean erróneas.
Los ejemplos que acabamos de ver implican variaciones de la masa proporcionalmente muy pequeñas, pero es evidente que la cantidad de energía liberada en cada caso puede ser muy importante. Un fuego nos calienta y un pastel recién hecho es mucho más sabroso que uno frío. En el caso de la combustión del carbón, la energía almacenada es al principio energía química. Las moléculas que componen el carbón se reorganizan y se convierten en ceniza como resultado de la reacción química en cadena que da comienzo cuando se enciende una cerilla. A medida que los enlaces entre las moléculas van rompiéndose y volviéndose a formar, y los átomos se recombinan entre sí para dar lugar a nuevas moléculas, se libera energía y la masa disminuye. La energía química tiene su origen en la estructura de los átomos. El ejemplo más sencillo es un solo átomo de hidrógeno, compuesto por un único electrón que orbita alrededor de un solo protón. Es lo suficientemente sencillo como para que los físicos hayan podido aplicar la física cuántica para calcular cómo ha de variar la masa del átomo con el movimiento orbital del electrón. Existe un límite inferior para la masa del átomo de hidrógeno, un valor en extremo minúsculo de 0,00000000000000000000000000000000002 kilogramos menos que la suma de las masas de un electrón y un protón cuando están muy alejados el uno del otro. No obstante, esa diferencia, si se transforma en energía, es muy relevante. Puedes preguntarle a cualquier químico o experimentar su efecto tú mismo si te sientas junto a ese hermoso fuego de carbón.
Los físicos de partículas son tan vagos como cualquiera, y no les gusta escribir números muy pequeños con montones de ceros y cifras decimales, por lo que normalmente no utilizan el kilogramo como unidad de masa. En su lugar emplean una unidad denominada electronvoltio, que en realidad sirve para medir energías. Un electronvoltio es la cantidad de energía que adquiere un electrón cuando es acelerado por una diferencia de potencial de un voltio. Parece algo enrevesado, y corremos el riesgo de volver a acabar cubiertos de polvo de tiza. En palabras más sencillas: si tienes una batería de 9 voltios y construyes con ella un pequeño acelerador de partículas, podrás proporcionarle 9 electronvoltios de energía a un electrón. El electronvoltio se convierte en masa dividiéndolo por c2 (recuerda que E = mc2). Utilizando este vocabulario, más apropiado, el límite inferior para la masa del átomo de hidrógeno es de 13,6 eV/c2 menos que las masas del protón (938.272,013 eV/c2) y del electrón (510,998 eV/c2) juntas (1 eV es la abreviatura para una energía de 1 electronvoltio). Fíjate en que, al mantener un factor de c2 «en las unidades», es fácil calcular la energía almacenada en un protón en reposo. Puesto que la energía se obtiene multiplicando la masa por c2, ambos factores se cancelan entre sí y la energía es simplemente 938.272,013 eV.
Fíjate también en que la masa de un átomo de hidrógeno es menor, no mayor, que la suma de sus componentes. Es como si el átomo almacenase algún tipo de energía negativa. En este contexto, la energía negativa no tiene nada de extraño: «Energía negativa almacenada» significa simplemente que descomponer el átomo cuesta un esfuerzo, que suele denominarse «energía de enlace». El siguiente valor mínimo de la masa del átomo de hidrógeno es de 10,2 eV/c2, menos que la suma de las masas de sus componentes[9]. El enigmático nombre de la teoría cuántica, sujeta con frecuencia a interpretaciones erróneas, proviene precisamente del hecho de que masas como estas toman valores discretos («cuantizados»). Por ejemplo, no existe un átomo de hidrógeno que tenga una masa 2 eV/c2 mayor que el límite inferior. Este es todo el misterio de la palabra «cuántico». Las distintas masas corresponden de hecho a distintas órbitas de los electrones alrededor del núcleo atómico, que en el caso del hidrógeno está compuesto por un solo protón.
Dicho lo cual, hemos de ser muy cuidadosos al imaginarnos las órbitas de los electrones, porque en realidad no son como las de los planetas alrededor del Sol. En términos generales, en el átomo con la masa más pequeña de todas el electrón se encuentra más próximo al protón que en el átomo cuya masa tiene el valor justo por encima del mínimo. El átomo de hidrógeno en el que el electrón está lo más cerca posible del protón, y cuya masa es la menor de todas las posibles, se dice que se encuentra en su «estado fundamental». Si se le proporciona la cantidad de energía apropiada, el electrón saltará a la siguiente órbita disponible y el átomo se volverá un poco más pesado, sencillamente porque se le ha añadido una pequeña cantidad de energía. En ese sentido, suministrar energía a un átomo es como tensar el muelle de una ratonera.
Todo esto nos lleva a plantearnos la siguiente pregunta: ¿cómo es que conocemos con tanto detalle el comportamiento de los átomos de hidrógeno? Desde luego, no será porque nos dedicamos a medir esas minúsculas diferencias de masa con básculas, ¿verdad? En el núcleo de la teoría cuántica se encuentra la denominada ecuación de ondas de Schrödinger, que podemos utilizar para predecir el valor de las masas. Dice la leyenda que Schrödinger descubrió la ecuación, una de las más importantes de la física moderna, durante una estancia en los Alpes con su amante en las Navidades de 1925. Lo que los libros de texto no suelen contar es cómo le explicó la situación a su mujer. Cabe suponer que su amante disfrutó de los frutos de su trabajo tanto como generaciones enteras de estudiantes de física que se saben su ecuación de memoria. El cálculo no es demasiado complicado para un átomo tan simple como el del hidrógeno, y ha hecho acto de presencia en innumerables hojas de exámenes universitarios desde entonces. Pero el hecho de que se puedan realizar los cálculos matemáticos tiene poco valor si no disponemos de las evidencias experimentales que los corroboren. Por suerte, es relativamente sencillo observar las consecuencias de la naturaleza cuántica de la estructura atómica. En la teoría cuántica existe una regla general que dice aproximadamente así: si se deja a su suerte, algo más pesado se transformará en algo más ligero, siempre que dicha transformación sea posible. No es tan difícil de entender: si el objeto se deja a su suerte, no es posible que se convierta en algo más pesado, puesto que no se le suministra energía, mientras que siempre cabe la posibilidad de que desprenda energía y se vuelva más ligero. Evidentemente, la tercera opción es que no haga nada y siga igual, cosa que a veces sucede. En el caso del átomo de hidrógeno, esto significa que la versión más pesada en algún momento se desprenderá de parte de su masa. Al hacerlo, emite una única partícula de luz, el fotón con el que nos hemos topado antes. Por ejemplo, un átomo de hidrógeno en el segundo estado menos pesado en un momento dado se transformará espontáneamente en un átomo en el estado menos pesado, debido a una variación en la órbita del electrón. El exceso de energía se expulsa mediante la emisión de un fotón[10]. También puede darse el proceso inverso. Un fotón que se encuentre en las proximidades del átomo puede ser absorbido por este, que saltará entonces a un estado de mayor masa, porque la energía absorbida hace que el electrón pase a una órbita más alta.
Quizá la forma más habitual de suministrar energía a los átomos sea calentándolos, lo que provoca que los electrones salten a órbitas más altas para después volver a saltar hacia abajo, emitiendo fotones al hacerlo (esta es la base física de las farolas de vapor de sodio). La energía que transportan estos fotones es igual a la diferencia de energía entre las órbitas, y, si fuésemos capaces de detectarlos, nos permitirían asomarnos directamente a la estructura de la materia. Por suerte, estamos detectándolos continuamente, porque nuestros ojos no son ni más ni menos que detectores de fotones, cuya energía se registra en forma de colores. El azul celeste de un mar tropical salpicado de islas, el amarillo jaspeado de las estrellas de Van Gogh y el color rojo que el hierro le da a tu sangre son el resultado de la medición directa que tus ojos realizan de la estructura cuantizada de la materia. La búsqueda del origen de los colores que emiten los gases calientes fue una de las razones que llevaron al descubrimiento de la teoría cuántica a principios del siglo XX. El nombre que hemos dado al gas del que están rellenos los globos de las fiestas de cumpleaños es nuestra manera de honrar los años que innumerables científicos dedicaron diligentemente a la cuidadosa observación de la luz emitida por casi cualquier sustancia. «Helio» proviene del término griego «helios», que significa «sol», porque la primera vez que se observó la traza de este átomo, por el astrónomo francés Pierre Janssen en 1868, fue en la luz proveniente de un eclipse solar. Así fue como se descubrió el helio en nuestra estrella antes de hacerlo en la Tierra. Hoy en día, para tratar de encontrar indicios de vida en mundos remotos, los astrónomos buscan la traza característica del oxígeno en la luz estelar que atraviesa las atmósferas de los planetas que se cruzan en su trayectoria desde las estrellas hasta nosotros. La espectroscopia, que es como se denomina esta rama de la ciencia, es una potente herramienta para la exploración del universo, tanto dentro como fuera de nuestro planeta.
Todos los átomos de la naturaleza poseen una torre de energías (o masas) característica, que depende de dónde se encuentran los electrones y, puesto que, salvo en el caso del hidrógeno, todos los átomos tienen más de un electrón, la luz que emiten cubre todos los colores del arco iris y va más allá, motivo por el que, en última instancia, nuestro mundo es tan colorido. La química es, a grandes rasgos, la parte de la ciencia que estudia lo que sucede cuando montones de átomos se aproximan entre sí (pero no demasiado). A medida que dos átomos de hidrógeno se acercan el uno al otro, los protones se repelen, puesto que ambos tienen carga positiva, pero la atracción entre el electrón de cada átomo y el protón del otro se sobrepone a esa repulsión. El resultado es que existe una configuración óptima en la que se forma un enlace entre ambos átomos, que forman una molécula de hidrógeno. Los átomos están ligados en el mismo sentido en que lo está el electrón que orbita alrededor del núcleo de un solo átomo de hidrógeno. El hecho de que estén ligados significa simplemente que es necesario «hacer un esfuerzo» para separarlos, que no es sino una manera imprecisa de decir que hace falta suministrar cierta cantidad de energía. Si necesitamos suministrar energía simplemente para romper la molécula, esta debe tener una masa menor que los dos átomos de hidrógeno originales, igual que la masa del átomo de hidrógeno es menor que la suma de las masas de sus componentes. En ambos casos, la energía de enlace se debe a la fuerza electromagnética de la que hemos hablado al principio del libro.
Como sabe cualquiera que haya tenido un profesor de química distraído en el instituto y haya pasado por un laboratorio de química con una caja de cerillas, las reacciones químicas a veces dan lugar a la producción de energía. Un fuego de carbón es un ejemplo perfecto y controlado; un pequeño impulso en forma de cerilla encendida hace que se libere energía de forma constante y durante horas. Mucho más espectacular es la explosión de un cartucho de dinamita, que libera una cantidad de energía similar que el fuego, pero lo hace mucho más rápido. La energía no proviene de la cerilla que prende el fuego o el cartucho, sino que está almacenada en los materiales que arden. La conclusión es que, si se libera alguna cantidad de energía, la masa total de los productos de la reacción ha de ser menor, en todos los casos, que la masa inicial.
Un último ejemplo puede servir para ilustrar la idea de la liberación de energía a través de reacciones químicas. Imagina que estamos en una habitación llena de moléculas de hidrógeno y de oxígeno. Deberíamos poder respirar perfectamente y, a primera vista, cabría pensar que es un lugar seguro y agradable, ya que para separar los dos átomos que componen una molécula de hidrógeno hace falta energía. Esto parece indicar que el hidrógeno molecular debería ser una sustancia estable. Sin embargo, se puede descomponer mediante una reacción química que genera una impresionante cantidad de energía: tan impresionante, de hecho, que el hidrógeno gaseoso es muy peligroso. Es altamente inflamable en contacto con el aire, pues un pequeño chispazo basta para desencadenar el desastre. Gracias al vocabulario que acabamos de aprender, podemos analizar el proceso con algo más de detalle. Supón que mezclamos un gas de moléculas de hidrógeno (dos átomos de hidrógeno ligados) con uno de moléculas de oxígeno (dos átomos de oxígeno ligados). Es muy posible que te ponga nervioso saber que la masa conjunta de dos moléculas de hidrógeno y una de oxígeno es mayor que la de dos moléculas de agua juntas, cada una de las cuales está compuesta por dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno. En otras palabras, la masa de los cuatro átomos de hidrógeno y los dos átomos de oxígeno que al principio formaban parte de sendas moléculas es mayor que la de las dos moléculas de H2O. El exceso de masa es de aproximadamente 6 eV/c2. Las moléculas de hidrógeno y de oxígeno preferirán por lo tanto reorganizarse para formar dos moléculas de agua. La única diferencia será la configuración de los átomos (y sus correspondientes electrones). A primera vista, la energía que libera cada molécula es minúscula, pero en una habitación caben del orden de 1026 moléculas[11], lo que se traduce en alrededor de 10 millones de julios de energía, más que suficientes para, como efecto colateral, reorganizar las moléculas que constituyen tu propio cuerpo. Por suerte, si tenemos cuidado evitaremos acabar carbonizados porque, aunque la masa de los productos finales es menor que la de los iniciales, es necesario algo de esfuerzo para colocarlos, a ellos y a sus electrones, en la configuración adecuada. Es parecido a tirar un autobús por un precipicio: hace falta empujar un poco para que empiece a caer, pero una vez que está en movimiento ya no hay forma de pararlo. Dicho lo cual, sería muy poco aconsejable encender una cerilla, cosa que proporcionaría energía más que suficiente para desencadenar el proceso de reorganización molecular que daría lugar a la producción de agua.
La liberación de energía química al reordenar átomos o de energía gravitatoria al reordenar objetos pesados (como, por ejemplo, enormes cantidades de agua en las centrales hidroeléctricas) es uno de los medios por los que nuestra civilización genera energía útil. También estamos desarrollando la capacidad de aprovechar los abundantes recursos en forma de energía cinética que la naturaleza pone a nuestra disposición. Cuando sopla el viento, acelera las moléculas de aire, y podemos convertir esa energía cinética descontrolada en energía útil si colocamos una turbina en su trayectoria. Las moléculas chocan con las palas de la turbina, lo que hace que pierdan velocidad al transmitir su energía cinética a la turbina, que empieza a rotar (por cierto, este es otro ejemplo de conservación del momento lineal). De esta forma, la energía cinética del viento se transforma en energía rotatoria de la turbina, que a su vez puede utilizarse para alimentar un generador. La manera de aprovechar la energía del mar es muy similar, con la salvedad de que, en este caso, la energía cinética que se transforma en energía útil es la de las moléculas de agua. Desde un punto de vista relativista, todas las formas de energía contribuyen a la masa. Imagina una caja gigante llena de pájaros volando. Podrías colocar la caja sobre una balanza y pesarla, lo que te permitiría inferir la masa total de los pájaros y la caja. Como los pájaros están volando, poseen energía cinética y, por consiguiente, la caja pesará un poquito más que si todos los pájaros estuviesen durmiendo.
La energía liberada mediante reacciones químicas ha sido la principal fuente de energía para nuestra civilización desde la época prehistórica. La cantidad de energía que puede liberarse a partir de una determinada cantidad de carbón, petróleo o hidrógeno viene determinada, al nivel más fundamental, por la intensidad de la fuerza electromagnética, ya que es esta fuerza la que fija la intensidad de los enlaces entre átomos y moléculas que se rompen y se recomponen en las reacciones químicas. Sin embargo, en la naturaleza existe otra fuerza con el potencial de proporcionar una cantidad mucho mayor de energía para una determinada cantidad de combustible, sencillamente porque es mucho más intensa.
En las profundidades del átomo se encuentra su núcleo, un conjunto de protones y neutrones que se mantienen unidos gracias al pegamento de la fuerza nuclear fuerte. Al estar pegados entre sí, cuesta un esfuerzo separar un núcleo, igual que los átomos que forman una molécula, y su masa es, por lo tanto, menor que la suma de las masas de los protones y neutrones individuales que lo componen. Trazando una analogía perfecta con lo que sucede en las reacciones químicas, podemos preguntarnos si es posible hacer que los núcleos interactúen entre sí de tal manera que esa diferencia de masa pueda emitirse en forma de energía útil. Romper los enlaces químicos y liberar la energía almacenada en los átomos puede ser tan sencillo como encender una cerilla, pero liberar la energía acumulada en un núcleo atómico es algo muy diferente. Suele ser complicado acceder a ella, para lo cual hacen falta normalmente ingeniosos aparatos. Aunque no siempre es así: en ocasiones, la energía nuclear se libera de forma natural y espontánea, con consecuencias inesperadas y extremadamente importantes para el planeta Tierra.
El uranio, un elemento pesado, tiene 92 protones y, en la más estable de sus formas que existen en la naturaleza, 146 neutrones. Esta variedad tiene una vida media de 4.500 millones de años, lo que significa que en ese tiempo la mitad de los átomos de un pedazo de uranio se habrán dividido espontáneamente y habrán dado lugar a elementos más ligeros (el más pesado de los cuales es el plomo), liberando energía en el proceso. En términos de E = mc2, diremos que el núcleo de uranio se divide en dos núcleos más pequeños, cuya masa conjunta es algo menor que la del núcleo original. Esta pérdida de masa es la que se manifiesta como energía nuclear. El proceso por el cual un núcleo pesado se divide en dos más ligeros se denomina fisión nuclear. Junto con la forma del uranio que contiene 146 neutrones, también existe en la naturaleza otra menos habitual que consta de 143 neutrones, que se divide en una forma distinta del plomo, con una vida media de 704 millones de años. Estos elementos se pueden utilizar para medir con precisión la edad de rocas casi tan antiguas como la propia Tierra, que tiene unos 4.500 millones de años.
La técnica es de una hermosa sencillez. Existe un mineral llamado circonio cuya estructura cristalina, de forma natural, contiene uranio pero no plomo. Por lo tanto, se puede suponer que todo el plomo presente en el mineral proviene de la desintegración radiactiva del uranio, lo que permite medir con gran precisión la edad de la formación del circonio, con tan solo contar el número de núcleos de plomo que existen, conociendo la velocidad de desintegración del uranio. El calor que se genera durante la división del uranio también es muy importante para mantener la temperatura terrestre, y está detrás de la fuerza que mueve las placas tectónicas y da lugar a la creación de nuevas montañas. Sin este impulso, alimentado con energía nuclear, la tierra se desmoronaría en el mar como resultado de la erosión natural. No diremos más sobre la fisión nuclear. Ha llegado el momento de adentrarnos en el núcleo atómico y aprender un poco más sobre la energía que almacena y sobre el otro proceso importante que, de producirse, puede propiciar que se libere: la fusión nuclear.
Imaginemos dos protones (sin electrones a su alrededor esta vez, para eliminar la posibilidad de que se unan en una molécula de hidrógeno). Si los dejásemos a su suerte, saldrían disparados en direcciones opuestas, ya que ambos tienen una carga eléctrica positiva. Así pues, podríamos pensar que no tiene sentido acercar los protones entre sí. No obstante, supongamos que lo hiciésemos y veamos qué sucedería. Una forma de hacerlo sería lanzar un protón contra el otro a gran velocidad. La fuerza de repulsión entre los protones aumenta a medida que estos se acercan entre sí. De hecho, su intensidad se duplica cada vez que la distancia se reduce a la mitad. Parece, por tanto, que nuestros protones siempre estarían abocados a salir despedidos. Sin duda, eso sería lo que sucedería si la repulsión eléctrica fuese la única fuerza de la naturaleza. Pero esta debe competir con las fuerzas nucleares, fuerte y débil. Cuando los protones están tan cerca que casi se tocan sucede algo extraordinario (como los protones no son bolas macizas, podemos incluso imaginar que se superponen). No ocurre siempre, pero a veces, al acercar dos protones así, uno de ellos se transforma de manera espontánea en un neutrón y el exceso de carga eléctrica positiva (el neutrón, como su propio nombre indica, es eléctricamente neutro) se desprende en forma de una partícula llamada positrón. Los positrones son exactamente iguales que los electrones, salvo por el hecho de que tienen carga positiva. También se emite una partícula denominada neutrino. Comparados con el protón y el neutrón, cuyas masas son muy parecidas, el electrón y el neutrino son muy ligeros y se alejan rápidamente, dejando atrás al protón y al neutrón. Conocemos muy bien los detalles de este proceso de transmutación gracias a la teoría de las interacciones débiles, desarrollada por los físicos de partículas en la segunda mitad del siglo XX. En el capítulo siguiente veremos cómo funciona. Lo único que necesitas saber de momento es que el proceso puede suceder, y sucede. Al no existir entre ellos repulsión eléctrica, el protón y el neutrón pueden aproximarse bajo el influjo de la fuerza nuclear fuerte. Ligados de esta forma, un protón y un neutrón dan lugar a lo que se denomina un deuterón, y el proceso por el que un protón se transforma en un neutrón con la emisión de un positrón (o viceversa, con la emisión de un electrón, cosa que también es posible) se conoce como desintegración beta.
¿Cómo encaja todo esto con nuestra idea de energía? Los dos protones originales tienen cada uno una masa de 938,3 MeV/c2. 1 MeV es igual a 1 millón de eV (la «M» significa «mega», o «millón»). La conversión entre MeV/c2 y kilogramos es bastante fácil: 938,3 MeV/c2 corresponden a una masa de 1,673 × 10−27 kilogramos[12]. Los dos protones originales tienen una masa conjunta de 1.876,6 MeV/c2. El deuterón tiene una masa de 1.875,6 MeV/c2, y el positrón y el neutrino se llevan la 1 MeV restante. De esta, alrededor de la mitad se invierte en crear el positrón, ya que su masa es aproximadamente ½ MeV/c2 (los neutrinos casi no tienen masa). Por lo tanto, cuando dos protones se transforman en un deuterón, una parte relativamente minúscula (alrededor de 1/40 de un 1 por ciento) de la masa total se destruye y se transforma en la energía cinética del positrón y del neutrino.
Juntar dos protones para crear un deuterón es una manera de liberar la energía asociada a la fuerza nuclear fuerte, y constituye un ejemplo de fusión nuclear. El término «fusión» se utiliza para describir cualquier proceso que libere energía como resultado de la unión de dos o más núcleos. A diferencia de la energía que se libera en una reacción química, que se debe a la fuerza electromagnética, la fuerza nuclear fuerte genera una enorme energía de enlace nuclear. Compara, por ejemplo, el ½ MeV que se libera cuando se forma un deuterón con los 6 eV liberados en la explosión del hidrógeno y el oxígeno. Conviene recordar lo siguiente: la energía que se libera en una reacción nuclear es normalmente un millón de veces mayor que la correspondiente a una reacción química. El motivo por el que la fusión no está presente en absoluto en nuestra experiencia cotidiana aquí en la Tierra es que, como la fuerza nuclear fuerte únicamente opera a distancias cortas, solo entra en acción cuando los componentes están muy cerca unos de otros y decae enseguida para distancias muy superiores a un femtómetro (que es aproximadamente el tamaño del protón). Pero no es fácil acercar protones a esa distancia, debido a su repulsión electromagnética. Una forma de conseguirlo requiere que los protones se muevan a velocidades extremadamente altas, lo que a su vez implica temperaturas muy elevadas, ya que la temperatura es básicamente una medida de la velocidad media de las cosas; las moléculas en una taza de té caliente se agitan más que las de una jarra de cerveza fría. Para que dé comienzo la fusión es necesario alcanzar una temperatura de al menos unos 10 millones de grados, aunque es preferible que sea mucho más alta. Por suerte para nosotros, existen lugares en el universo donde las temperaturas alcanzan, e incluso superan, los valores necesarios para la fusión nuclear: el interior de los núcleos de las estrellas.
Retrocedamos en el tiempo a la edad media cósmica, menos de 500 millones de años tras el big bang, cuando el universo solo contenía hidrógeno, helio y pequeñas cantidades de los elementos químicos más ligeros. Lentamente, a medida que continuaba la expansión del universo, los gases primigenios empezaron a condensarse en cúmulos bajo el influjo de la gravedad, que se aceleraban a medida que se iban acercando unos a otros, como este libro se aceleraría hacia el suelo si lo dejases caer. Que el helio y el hidrógeno se moviesen cada vez más rápido significaba que estaban cada vez más calientes, por lo que las grandes bolas de gas se volvieron aún más calientes y densas. A una temperatura de unos 10.000 grados, los electrones abandonan sus órbitas alrededor de los núcleos, dejando tras ellos un gas de protones y neutrones denominado plasma. Electrones y protones siguen cayendo juntos de manera inexorable, cada vez más rápido, en un colapso continuamente acelerado. El plasma escapa a esta caída en apariencia inevitable cuando, al alcanzar los 10 millones de grados, sucede algo muy importante, algo que transforma la ardiente bola de protones y electrones en la luz y la vida del universo, una espléndida fuente de energía nuclear: una estrella. Los protones individuales se fusionan en deuterones, que a su vez se fusionan con otros protones para producir helio, liberando en cada paso valiosa energía de enlace. Así, la nueva estrella transforma lentamente una pequeña parte de su masa original en energía, lo que hace que su núcleo se caliente y le permite detener y resistir el colapso gravitatorio, al menos durante unos pocos miles de millones de años, durante los cuales los planetas fríos y rocosos se mantienen calientes, el agua fluye, los animales evolucionan y las civilizaciones emergen.
Nuestro Sol es una estrella que se encuentra actualmente en una plácida fase intermedia de su vida: está quemando hidrógeno y generando helio. Durante este proceso, pierde 4 millones de toneladas de masa cada segundo de cada día de cada milenio, al transformar 600 millones de toneladas de hidrógeno en helio cada segundo. Este despilfarro, del que depende nuestra existencia, no puede continuar indefinidamente, ni siquiera en nuestra propia bola de plasma, un millón de veces más grande que la Tierra. ¿Qué sucede entonces cuando se agota el suministro de hidrógeno en el núcleo de una estrella? Sin la fuente de presión nuclear hacia el exterior, la estrella empezará de nuevo a colapsar sobre sí misma, y al hacerlo se irá calentando. En un momento dado, a una temperatura de unos 100 millones de grados, el helio comienza a arder y el colapso se detiene de nuevo. Estamos utilizando el verbo «arder», pero eso no es muy preciso. Lo que en realidad queremos decir es que tiene lugar la fusión nuclear y que la masa neta de los productos finales es menor que la masa del material original que se fusiona. La pérdida de masa da lugar a la producción de energía, según E = mc2.
El proceso de combustión del helio es digno de verse en detalle. Cuando se fusionan dos núcleos de helio, dan lugar a una determinada forma de berilio, el berilio 8, compuesta por cuatro protones y cuatro neutrones y que solo vive una diezmillonésima de milmillonésima de segundo antes de descomponerse de nuevo en dos núcleos de helio. La vida del berilio 8 es tan fugaz que la probabilidad de que tenga tiempo de fusionarse con cualquier otra cosa es muy reducida. De hecho, sin ayuda externa, eso es exactamente lo que sucedería siempre, lo que impediría la progresión hacia la síntesis de elementos más pesados en el interior de las estrellas. En 1953, cuando apenas se empezaba a comprender la física nuclear de las estrellas, el astrónomo Fred Hoyle se dio cuenta de que el carbono tenía que haberse formado en su interior, con independencia de lo que dijesen los físicos teóricos, pues estaba firmemente convencido de que no podía haberse creado en ningún otro lugar del universo. Junto a su sagaz observación de que los astrónomos existen, propuso que esto solo sería posible si existía a su vez un tipo de núcleo de carbono ligeramente más pesado, que se habría formado tras un proceso de fusión muy eficiente entre el fugaz berilio 8 y un tercer núcleo de helio. Hoyle calculó que, para que su teoría funcionase, el carbono pesado debía tener una masa 7,7 MeV/c2 mayor que el carbono normal. Una vez que esta nueva forma del carbono se hubiese creado en la estrella, el camino hacia los elementos más pesados quedaba despejado. En esa época no se conocía ninguna forma del carbono como la que proponía, pero, espoleados por las predicciones de Hoyle, los científicos no tardaron ni un instante en empezar a buscarla. Apenas días después de que Hoyle hiciese su predicción, los físicos nucleares del laboratorio Kellogg del Instituto de Tecnología de California (Caltech) la confirmaron sin ningún género de dudas. Es una historia extraordinaria, en buena medida porque asienta nuestra confianza en la idea que tenemos de cómo funcionan las estrellas: no hay mejor justificación de una bella teoría que la verificación experimental de una de sus predicciones.
Hoy en día disponemos de muchas más evidencias que respaldan la teoría de la evolución estelar. Encontramos un ejemplo llamativo en el estudio de los neutrinos que se producen cada vez que un protón se transforma en un neutrón en el proceso de fusión. Los neutrinos son partículas fantasmagóricas que apenas interactúan con nada y, por eso mismo, la mayoría de ellos salen despedidos del Sol en cuanto se producen, sin ningún impedimento. De hecho, el flujo de neutrinos es tal que, cada segundo, alrededor de 100.000 millones atraviesan cada centímetro cuadrado de la Tierra. Es fácil leerlo, pero cuesta imaginarlo. Levanta la mano y mírate la uña del dedo pulgar. Cada segundo, la atraviesan 100.000 millones de partículas subatómicas provenientes del núcleo de nuestra estrella. Por suerte para nosotros, y de hecho para la Tierra en su conjunto, es como si no existiesen. No obstante, muy de vez en cuando, un neutrino interactúa, y el truco consiste en construir experimentos capaces de detectar estos eventos tan poco frecuentes. El experimento Super-Kamiokande, en las profundidades de la mina Mozumi, cerca de la ciudad de Hida, en Japón, es uno de ellos. Super-Kamiokande es un enorme cilindro de 40 metros de diámetro y otros 40 de altura, que contiene 50.000 toneladas de agua pura y está rodeado por más de 10.000 tubos fotomultiplicadores capaces de detectar los destellos de luz muy tenues que se producen cuando un neutrino choca con un electrón en el agua. Como resultado, el experimento es capaz de «ver» los neutrinos que llegan desde el Sol, y el número que detecta coincide con el esperado, que se basa en la teoría según la cual son el resultado de procesos de fusión en el interior del Sol.
Llegará un momento en que a la estrella se le agote el suministro de helio y comience a colapsarse aún más. Cuando la temperatura de su núcleo supere los 500 millones de grados, será posible la combustión del carbono, lo que producirá toda una variedad de elementos más pesados, hasta llegar al hierro. Tu sangre es roja porque contiene hierro, el punto final de los procesos de fusión que tienen lugar en el núcleo de las estrellas. Los elementos más pesados que el hierro no se pueden crear mediante fusión en el núcleo, porque esta sigue una ley de rendimientos decrecientes y los núcleos más pesados que el del hierro no liberarían energía al fusionarse con otros núcleos. Dicho de otro modo, añadir protones o neutrones a un núcleo de hierro solo hará que sea más pesado (no más ligero, como tendría que ser para que la fusión actuase como fuente de energía). Los núcleos más pesados que el del hierro prefieren en cambio desprenderse de protones o neutrones, como hemos visto antes para el uranio. En estos casos, la suma total de las masas de los productos es menor que la masa del núcleo inicial y, por lo tanto, cuando un núcleo pesado se divide se libera energía. El hierro es el caso particular que se sitúa entre ambas situaciones, lo que significa que es extraordinariamente estable.
Como no dispone de ninguna otra fuente de energía que pueda evitar lo inevitable, una estrella cuyo núcleo es rico en hierro se encuentra en realidad en el punto de no retorno, y la gravedad retoma su implacable tarea. A la estrella solo le queda una última oportunidad de escapar al colapso definitivo. Se vuelve tan densa que, como consecuencia del principio de exclusión de Pauli, los electrones que habían estado circulando libremente desde que fueron arrancados de los átomos de hidrógeno durante su nacimiento se resisten a seguir compactándose. Este es un principio importante dentro de la teoría cuántica, crucial para la estabilidad y estructura de los átomos. En pocas palabras, afirma que existe un límite a partir del cual los electrones no se pueden comprimir más. En una estrella densa, los electrones ejercen una presión hacia fuera que aumenta a medida que la estrella se colapsa, llegando a tener la fuerza suficiente para contrarrestar el hundimiento gravitatorio. Una vez que esto sucede, la estrella queda atrapada en un estado disminuido pero extraordinariamente duradero. No tiene combustible que gastar (esa es la razón por la que se estaba colapsando) y la presión de los electrones evita que siga hundiéndose. Este tipo de estrella se llama enana blanca —un monumento en honor de una majestuosidad irremediablemente mermada y que se desvanece con lentitud—, el brillante lugar donde tiempo atrás se crearon los elementos de la vida, cuyos restos han quedado reducidos al tamaño de un planeta pequeño. En un futuro mucho más lejano que la edad actual del universo, las enanas blancas se habrán enfriado tanto que llegarán a desvanecerse. Esto nos recuerda las hermosas reflexiones del padre de la teoría del big bang, Georges Lemaître, al pensar sobre el inexorable viaje universal de la luz a las tinieblas, del que ni siquiera las estrellas podrán escapar: «La evolución del universo se asemeja a un espectáculo de fuegos artificiales que acaba de terminar: unos pocos vestigios luminosos, cenizas y humo. Desde un frío cúmulo de cenizas, contemplamos cómo los soles se desvanecen mientras tratamos de rememorar el brillo desaparecido del origen de los mundos».
A lo largo de este libro hemos pretendido explicar con detalle por qué las cosas son como son y proporcionar argumentos y evidencias mientras avanzábamos. La descripción que aquí ofrecemos de cómo funciona una estrella puede parecer caprichosa, y no cabe duda de que nos hemos alejado de nuestro estilo riguroso y expositivo. Podrías incluso objetar que, puesto que no es posible realizar experimentos de laboratorio directamente con estrellas, no se sabe a ciencia cierta cuál es su funcionamiento. Pero esta no es la razón de nuestra parquedad. Si no nos hemos extendido más es porque entrar en detalles nos habría desviado demasiado de nuestro camino. El extraordinario trabajo de Hoyle y el éxito de experimentos como el Super-Kamiokande tendrán que bastar como evidencia, junto con una última predicción del físico indio Subrahmanyan Chandrasekhar. A principios de la década de 1930, provisto únicamente de la física establecida, predijo que debía existir un límite superior para cualquier estrella enana blanca (que no rotase sobre sí misma). Chandrasekhar estimó en un primer momento que este límite era de aproximadamente una masa solar (es decir, la masa del Sol), y cálculos más refinados condujeron tiempo después a un valor de 1,4 masas solares. En la época en que Chandrasekhar publicó sus trabajos, solo se habían observado unas pocas enanas blancas. Hoy en día, este número asciende a unas 10.000, cuya masa es normalmente del orden de la del Sol. Ni una sola de ellas tiene una masa superior al valor máximo de Chandrasekhar. Una de las mayores alegrías que la física nos proporciona es la de comprobar cómo leyes descubiertas en experimentos de sobremesa, en la penumbra del laboratorio en la Tierra, tienen validez a lo largo y ancho del universo, y Chandrasekhar aprovechó esta universalidad para hacer su predicción, por la que recibió el premio Nobel en 1983. La confirmación de su predicción es una de las evidencias que permiten a los físicos tener una gran confianza en que entienden realmente cómo funcionan las estrellas.
¿Comparten todas las estrellas el destino de acabar convertidas en enanas blancas? El párrafo anterior parece indicar que es así, pero lo cierto es que solo cuenta parte de la historia, y da una pista de cuál es la situación real. Si no puede existir una enana blanca cuya masa supere 1,4 veces la del Sol, ¿qué les sucede a las estrellas que sí la superan? Aparte de la posibilidad de que las estrellas grandes se desprendan de parte de su material para evitar superar el límite de Chandrasekhar, el destino les depara dos alternativas. En ambos casos, una gran masa inicial implica que, a medida que el colapso avanza, los electrones en algún momento empezarán a agitarse a velocidades próximas a la de la luz. Una vez que eso sucede, ya no cabe otra posibilidad: su presión nunca será suficiente para contrarrestar la fuerza gravitatoria. Para estas estrellas masivas, el estadio siguiente es una estrella de neutrones, en la que la fusión nuclear vuelve a entrar en acción por última vez. Los protones y los neutrones se mueven tan rápido que llega un momento en que su energía es suficiente para iniciar la fusión entre protón y electrón, dando lugar a un neutrón. Es la reacción opuesta al proceso de desintegración beta, en el cual un neutrón se descompone espontáneamente en un protón y un electrón, con la emisión de un neutrino. De esta manera, todos los protones y los electrones se transforman progresivamente en neutrones, y la estrella acaba convertida en una gran bola de neutrones. La densidad de una estrella de neutrones es extraordinaria: una pequeña cucharada de materia de la estrella pesa más que una montaña. Son más masivas que el Sol, aunque apenas ocupan el tamaño de una ciudad[13]. Muchas de las estrellas de neutrones que conocemos giran a velocidades asombrosas, emitiendo al espacio haces de radiación cual faros cósmicos. Estas estrellas, auténticas maravillas del universo, se denominan púlsares. Algunos de los púlsares conocidos tienen masas que casi doblan la del Sol, diámetros de tan solo 20 kilómetros, y dan más de 500 vueltas por segundo. Imagina la violencia de las fuerzas que deben existir en objetos como esos. Hemos descubierto maravillas que van más allá de nuestra imaginación.
Más allá de las estrellas de neutrones, un destino final espera a las estrellas más grandes. Igual que los electrones pueden alcanzar velocidades próximas a la de la luz en las enanas blancas, los neutrones que componen una estrella de neutrones pueden toparse con el límite que impuso Einstein. Cuando esto ocurre, no existe fuerza conocida capaz de evitar el colapso total, y la estrella acabará dando lugar a un agujero negro. A día de hoy, el conocimiento que tenemos de la física del espacio y el tiempo dentro de un agujero negro es incompleto. Como veremos en el capítulo final, la presencia de la masa hace que el espacio-tiempo se curve, distanciándose del espacio-tiempo de Minkowski que ya conocemos, y, en el caso de un agujero negro, esta curvatura es tal que ni siquiera la luz puede escapar de sus garras. En entornos tan extremos, las leyes de la física tal y como las conocemos en la actualidad dejan de tener validez. Uno de los grandes retos a los que ha de hacer frente la ciencia del siglo XXI es precisamente el de encontrar la manera de seguir progresando, ya que solo entonces podremos contar la historia de las estrellas de principio a fin.