TRECE

TRECE

Maggard

Bandos

Lobos Lunares

El princeps Turnet escuchó con atención las órdenes que le estaban llegando. Cassar no podía oír la transmisión que el princeps estaba recibiendo de forma directa, y tampoco quería. Estaba demasiado concentrado en no vomitar. Cada vez que dejaba que la mente le vagara por los sistemas del Dies Irae no veía más que los restos retorcidos de ruinas chamuscadas. Su conciencia se retiró al interior de la máquina de guerra y concentró toda su percepción en la enorme forma del titán.

El Dies Irae estaba recuperándose a su alrededor. Sintió cómo las piernas del titán se llenaban de nuevo de energía y las armas se recargaban de munición. El reactor de plasma que se encontraba en el corazón de la máquina palpitaba al unísono con el suyo propio. Era una bola de fuego nuclear que ardía con la fuerza inquebrantable del mismísimo Emperador.

Incluso en esos momentos, rodeado como estaba por la muerte y por el horror, el Emperador se hallaba a su lado. El dios-máquina era el instrumento de su voluntad y se mantenía firme entre tanta destrucción. Aquella idea reconfortaba a Cassar y lo ayudaba a concentrarse. Si el Emperador se encontraba allí, él los protegería.

—Órdenes procedentes del Espíritu Vengativo —dijo Turnet con un tono de voz enérgico—. Moderati, abra fuego.

—¿Que abra fuego? —preguntó Aruken—. Señor, los isstvanianos ya no están. Han muerto todos.

A Cassar la voz de Aruken le sonó lejana, ya que se encontraba sumido en los sistemas del titán, pero oyó la voz de Turnet con tanta claridad como si le hubiera hablado al lado del oído.

—Contra los isstvanianos no —contestó Turnet—. Contra la Guardia de la Muerte.

—¿Cómo, princeps? —insistió Aruken—. ¿Contra la Guardia de la Muerte?

—No tengo por costumbre repetir las órdenes que doy, moderati —replicó Turnet—. Dispare contra la Guardia de la Muerte. Han desafiado al Señor de la Guerra.

Cassar se quedó helado. Como si no hubiera ya suficientes muertos en Isstvan III, el Dies Irae debía ponerse a disparar contra la Guardia de la Muerte, la fuerza a la que se suponía debían apoyar.

—Señor, eso no tiene sentido —dijo Cassar.

—¡No tiene por qué tenerlo! —le gritó Turnet, que había perdido ya la paciencia—. Cumpla la orden.

Titus Cassar miró al princeps Turnet directamente a los ojos y la verdad le llegó como si el propio Emperador hubiese alargado una mano desde Terra y lo hubiera llenado con la luz de la certeza.

—No fueron los isstvanianos los que provocaron esto, ¿verdad? —preguntó en voz alta—. Ha sido el Señor de la Guerra.

En el rostro de Turnet apareció lentamente una sonrisa, y Cassar se dio cuenta de que se llevaba una mano a la pistola que tenía al cinto.

Cassar no le dio la oportunidad de llegar el primero y desenfundó su propia pistola automática.

Ambos lo hicieron a la vez y dispararon al mismo tiempo.

* * *

Maggard dio un paso hacia adelante desenvainando su dorado sable kirliano y desenfundando una pistola. Su corpachón era todavía más grande de lo que Sindermann recordaba. Estaba hinchado de un modo grotesco hasta proporciones más allá de las humanas, más parecidas a las de un miembro del Adeptus Astartes. ¿Habrían recompensado a Maggard de ese modo por los servicios prestados al Señor de la Guerra?

Qruze alzó el bólter sin perder tiempo en hablar y le disparó, pero la armadura que Maggard llevaba puesta era la equivalente a la de un Astartes y el disparo sólo sirvió para señalar el inicio de un duelo.

Sindermann y Mersadie se agacharon en cuanto Maggard abrió fuego con la pistola. El sonido de los dos guerreros lanzados el uno contra el otro mientras disparaban era ensordecedor.

Keeler contempló con calma cómo los disparos de Maggard arrancaban trozos de la armadura de Qruze, pero antes de que le diera tiempo a disparar más veces, el marine espacial ya se le había echado encima.

Qruze le dio un puñetazo a Maggard en el estómago, pero el asesino mudo giró sobre sí mismo y desvió la mayor parte de la fuerza del golpe. Luego siguió girando sobre sí mismo e intentó cortarle la cabeza a Qruze con la espada aprovechando el movimiento. El Astartes esquivó el mandoble echándose hacia atrás, pero la espada de Maggard le atravesó la armadura a la altura del estómago.

De la herida surgió un breve chorro de sangre y Qruze cayó de rodillas por el repentino dolor un momento antes de desenvainar su cuchillo de combate, que tenía la misma longitud que la espada de su oponente.

Maggard aprovechó la ventaja para echársele encima y abrió un nuevo y profundo tajo en la armadura de Qruze a la altura de un costado. Otro chorro de sangre salió del cuerpo del venerable Astartes. Maggard lanzó otro feroz mandoble contra Qruze, pero en esta ocasión el cuchillo de combate detuvo al sable kirliano provocando una lluvia de chispas llameantes. El Astartes fue el primero en recuperarse, y lo aprovechó para clavar la hoja del cuchillo en el hueco que había en el borde de una de las grebas de Maggard. El asesino retrocedió trastabillando y Qruze se puso en pie con movimientos inseguros.

Maggard volvió a la lanzarse a la carga e intentó propinarle otro tajo. El asesino tenía un poderío físico casi igual al de Qruze, y gozaba de la ventaja de la juventud, pero hasta Sindermann fue capaz de darse cuenta de que era más lento que el Astartes, como si todavía no se hubiese acostumbrado a su nuevo cuerpo, como si hiciera poco que había empezado a utilizarlo.

Qruze se echó a un lado para esquivar el tremendo mandoble de Maggard y después se metió en el interior de la guardia de su adversario, alargó un brazo y consiguió aprisionarle la cabeza en el hueco del codo.

El Astartes se apresuró a mover el otro brazo para clavarle la daga en la garganta a Maggard, pero éste logró agarrarle la mano y se la inmovilizó en una presa de hierro, deteniendo la afilada hoja a escasos centímetros de su palpitante yugular.

Qruze se esforzó por hacer subir el cuchillo, pero la fuerza que le habían proporcionado a Maggard demostró ser superior. El asesino empezó a desplazar la hoja hacia un lado. En la frente de Qruze aparecieron una serie de gotas de sudor, y Sindermann se dio cuenta en ese momento de que era una lucha que el marine espacial no conseguiría ganar solo.

Se puso en pie y echó a correr hacia la pistola que Maggard había dejado caer. Su acabado negro mate era frío y le hacía tener un aspecto letal. Aunque estaba diseñada para que la empuñara un humano normal, le parecía que la pistola seguía teniendo un tamaño ridículamente enorme en sus manos.

El iterador empuñó el arma con las dos manos por delante y se dirigió hacia los dos guerreros, que continuaban forcejeando. No podía arriesgarse a disparar a ninguna clase de distancia, ya que jamás había utilizado un arma y era tan probable que le diera a su salvador como al asesino.

Se acercó a ellos hasta que colocar el cañón de la pistola directamente en la herida sangrante donde Qruze había conseguido apuñalar a Maggard. Luego apretó el gatillo. El retroceso del arma casi le destrozó la muñeca, pero el resultado de su intervención justificó con creces el dolor.

Maggard abrió la boca para lanzar un silencioso grito y se le estremeció todo el cuerpo por la repentina sensación de agonía. El asesino aflojó su presa sobre la mano que empuñaba el cuchillo y Qruze lo clavó en la base de la mandíbula de su oponente al mismo tiempo que lanzaba un rugido de rabia. La hoja se le hundió en la boca hasta que le atravesó el paladar por completo.

El asesino de armadura dorada se dobló sobre sí mismo y se desplomó hacia un lado con la pesadez de un árbol derribado. Maggard y Qruze rodaron hasta que el Astartes quedó encima de su oponente sin haber soltado la empuñadura del cuchillo.

Quedaron cara a cara durante un momento, y Maggard le escupió un chorro de sangre a Qruze en todo el rostro. El Astartes empujó con más fuerza el cuchillo contra la mandíbula de Maggard hasta que la hoja se le clavó por fin en el cerebro.

Maggard se estremeció y su cuerpo sufrió una serie de convulsiones antes de quedarse quieto. Cuando por fin lo hizo, Qruze miró fijamente a un par de ojos muertos de expresión vacía.

Después, el Astartes se puso en pie.

—Cara a cara —dijo Qruze jadeante debido al esfuerzo que le había supuesto matar a Maggard—. No mediante una traición a miles de kilómetros de distancia. Cara a cara.

Miró a Sindermann y le hizo un gesto de asentimiento para darle las gracias. El guerrero estaba herido y agotado, pero conservaba un aire de tranquila serenidad.

—Recuerdo cómo solía ser —comentó—. En Cthonia éramos hermanos. No sólo entre nosotros, sino también con nuestros enemigos. Eso fue lo que el Emperador vio de nosotros cuando llegó por primera vez a las colmenas. Éramos bandas de asesinos, iguales a los que existían en un millar más de mundos, pero creíamos en un código de honor que era más valioso para nosotros que nuestras propias vidas. Eso es lo que forjó como parte de los Lobos Lunares. Creí que aunque el resto de nosotros lo llegáramos a olvidar algún día, el Señor de la Guerra no podría hacerlo, porque era él a quien el Emperador había elegido para dirigirnos.

—No —le contestó Keeler—. Tú eres el último que no lo ha olvidado.

—Y cuando me di cuenta de eso, yo… me limité a decirles lo que querían oír. Intenté ser uno de ellos, y lo conseguí. Casi lo había olvidado todo, hasta… hasta ahora.

—La música de las esferas —comentó Sindermann en voz baja. Qruze miró fijamente de nuevo a Keeler y la expresión de su rostro se endureció.

—Yo no he hecho nada, El Que se Oye a Medias —respondió Keeler a la pregunta que no había llegado a hacer—. Lo has dicho tú mismo. El modo de vida de Cthonia fue el motivo por el que el Emperador te escogió a ti y a tus hermanos para que formarais parte de los Lobos Lunares. Quizá fue el Emperador quien te lo recordó.

—He visto venir lo que iba a suceder desde hace mucho tiempo, pero dejé que sucediera porque pensaba que éste era mi código ahora, pero nada ha cambiado, en verdad, nada ha cambiado. El enemigo no ha hecho más que moverse desde ahí fuera hasta colarse entre nosotros.

—Mirad, por muy profundo que pueda llegar a ser todo esto, ¿podemos irnos de una puñetera vez? —los interrumpió Mersadie.

Qruze asintió y les indicó con un gesto del mentón que entraran en la cañonera Thunderhawk.

—Tiene usted toda la razón, señorita Oliton. Salgamos de esta nave. Para mí, sólo alberga la muerte.

—Vamos con usted, capitán —le dijo Sindermann mientras caminaba detrás de Qruze tratando de evitar el cadáver de Maggard.

El Adeptus Astartes parecía haber rejuvenecido, como si la energía que había perdido durante el combate le estuviera volviendo, pero multiplicada. Sindermann captó un brillo en sus ojos, un brillo que no había visto con anterioridad.

Ver la luz de la comprensión encendida de nuevo en la mirada de Iacton Qruze le recordó a Sindermann que todavía había esperanzas.

Y no había nada tan peligroso en toda la galaxia como un poco de esperanza.

* * *

El disparo de Turnet salió demasiado alto y el de Cassar demasiado desviado. Jonah Aruken se agachó para ponerse a cubierto cuando los proyectiles empezaron a rebotar por el techo curvado del puente de mando. Turnet se echó a rodar detrás de la silla de mando al mismo tiempo que Cassar se levantaba de la suya, que se encontraba en la parte baja de la cabina, a la altura de los ojos del titán. El moderati disparó de nuevo. El proyectil se enterró en uno de los paneles electrónicos que rodeaban la silla de Turnet y provocó una lluvia de chispas.

El princeps respondió al disparo y Cassar se dejó caer a su vez en el hueco formado por su propio asiento. Las conexiones se le soltaron del cuero cabelludo cuando se movió y la sangre empezó a bajarle en pequeños regueros por el rostro mientras unos cuantos cables monofilamento se le quedaron colgando sobre la parte posterior del cuello.

La mente le palpitaba por la súbita y desgarradora desconexión del dios-máquina.

—¡Titus! —gritó Aruken—. ¿Qué estás haciendo?

—¡Moderati, ríndete o morirás aquí mismo! —aulló Turnet—. Tira tu arma y ríndete.

—¡Esto es una traición! —le respondió Cassar a su vez, también a gritos—. Jonah, sabes que tengo razón. Ha sido el Señor de la Guerra el que ha provocado todo esto. ¡Ha destruido esta ciudad simplemente para acabar con los creyentes!

Turnet disparó a ciegas desde detrás de la decorada maquinaria que formaba parte de la silla de mando.

—¿Creyentes? ¿Vas a traicionar a tu Señor de la Guerra por esa religión? ¡Estás enfermo!, ¿lo sabes? La religión es una plaga, y debería haber acabado contigo hace mucho tiempo ya.

Cassar pensó con rapidez. Tan sólo existía una salida de la cabina de mando, la puerta que conducía a la cavidad dorsal del titán, donde se encontraba el generador de plasma junto a los ingenieros y tripulantes que se encargaban de su funcionamiento. No podía echar a correr hacia allí por temor a que Turnet lo matara de un tiro en cuanto abandonara su cobertura.

Sin embargo, Turnet estaba en la misma situación.

Ambos estaban atrapados.

—Lo sabía —dijo de repente—. Sabía lo del bombardeo.

—Por supuesto que lo sabía. ¿Cómo puedes ser tan ignorante? ¿Ni siquiera sabes lo que está ocurriendo en este planeta?

—Que están traicionando al Emperador —contestó Cassar.

—Ya no hay Emperador alguno —le replicó a gritos Turnet—. Nos abandonó. Le ha dado la espalda al Imperio por el que tantos guerreros murieron al conquistarlo en su nombre. A él eso no le importa, pero al Señor de la Guerra sí. Él ha sido en realidad quien ha conquistado esta galaxia y quien debería gobernarla, pero hay idiotas que todavía no lo comprenden. Ellos son los que han obligado al Señor de la Guerra a llevar a cabo este acto, para que se haga lo que se debe hacer.

Aquello no le cabía en la cabeza a Cassar. Turnet había traicionado todo cuanto había construido el Emperador. El moderati cayó en la cuenta de que, en realidad, lo que estaba ocurriendo en el puente de mando era representativo de lo que estaba sucediendo a una escala mucho mayor.

Turnet se levantó de repente y disparó sin mirar mientras corría hacia la puerta. Los dos proyectiles se estrellaron contra el mamparo del puente de mando situado detrás de Cassar.

—¡No permitiré que lo haga! —aulló Cassar devolviendo el fuego.

El primer disparo salió demasiado alto, pero un momento después, el princeps Turnet tuvo que detenerse para hacer girar el cierre de rueda de la compuerta.

Cassar apuntó con cuidado la pistola hacia la espalda de Turnet.

—¡Titus! ¡No lo hagas! —exclamó Aruken al mismo tiempo que accionaba los controles de los motores principales del titán. La máquina de guerra se bamboleó de un modo violento y todo el puente de mando se inclinó, como la cubierta de un barco sacudido por una tremenda tormenta. Cassar salió disparado de espaldas contra el mamparo y perdió la oportunidad de disparar contra Turnet. El princeps abrió la compuerta de un tirón y de un salto abandonó el puente de mando del titán, por lo que quedó fuera de la línea de tiro de Cassar.

El moderati se puso en pie al mismo tiempo que el titán recuperaba la verticalidad. Alguien se colocó delante de él, y estuvo a punto de dispararle antes de darse cuenta de que se trataba de Jonah Aruken.

—Venga, Titus, por favor —le pidió Aruken—. No hagas esto.

—No tengo más remedio. Es una traición.

—No tienes por qué morir.

Cassar giró la cabeza hacia el ojo del titán, a través del cual todavía se podía ver a los guerreros de la Guardia de la Muerte avanzar por las trincheras cubiertas de ceniza.

—Ellos tampoco. Sabes que tengo razón, Jonah. Sabes que el Señor de la Guerra ha traicionado al Imperio. Sí logramos controlar al Dies Irae, quizá podamos hacer algo al respecto.

Aruken apartó la mirada del rostro de Cassar y la fijó en el arma que éste empuñaba.

—Se acabó, Cassar. Tú… tú dame eso.

—Conmigo o contra mí, Jonah —le respondió Cassar con frialdad—. ¿Con los fieles al Emperador o con sus enemigos? Tú decides.

* * *

A menudo se oye decir que un marine espacial no tiene miedo a nada.

Eso no es literalmente cierto. Un marine espacial puede tener miedo, pero ha recibido un entrenamiento y dispone de una disciplina que le permite hacerle frente y no dejar que lo afecte en el campo de batalla. El capitán Saúl Tarvitz no era una excepción a esa regla. Se había enfrentado a intercambios de disparos y a alienígenas monstruosos, incluso había percibido las siluetas de los enloquecedores depredadores del espacio disforme, pero cuando Angron se lanzó a la carga, echó a correr.

El primarca atravesó las ruinas como un juggernaut. Aulló de un modo demente, y con un mandoble de su hacha sierra partió por la mitad a dos Devoradores de Mundos fieles, mientras que con la otra atravesaba el torso de un tercero. Los Devoradores de Mundos traidores saltaron por encima de los escombros disparando las pistolas y blandiendo las armas de sierra.

—¡Morid! —aulló a su vez el capitán Ehrlen cuando los lealistas respondieron a la carga y se lanzaron contra sus enemigos como un solo guerrero. Tarvitz estaba acostumbrado a los Adeptus Astartes, que luchaban fintando y contraatacando, solapando campos de disparo, eliminando al enemigo unidad a unidad o atravesando sus filas con agilidad y precisión. Los Devoradores de Mundos no combatían con la perfección de los Hijos del Emperador. Luchaban con rabia y con odio, con brutalidad y con el ansia de destruir.

Y lucharon con más odio que nunca contra sus propios camaradas, contra sus hermanos de batalla junto a los que habían combatido durante muchos años.

Tarvitz retrocedió ante aquella matanza. Varios Devoradores de Mundos pasaron a su lado empujándolo para que se apartara y se lanzaron a la carga contra Angron. Sin embargo, los cuerpos destrozados que yacían a los pies del primarca indicaban el destino que les aguardaba. El capitán de los Hijos del Emperador bajó un hombro y se abrió paso a través de una pared semiderruida echándola abajo. Cayó de bruces en un patio donde había varias estatuas ennegrecidas y descabezadas por los combates librados a lo largo de ese día.

Miró a su espalda y vio a miles de Devoradores de Mundos trabados en un terrible huracán de degüellos y desmembramientos que se lanzaban de un modo incesante los unos contra los otros. En el centro de aquel torbellino sangriento se alzaba Angron, gigantesco y terrible, lanzando golpes a diestro y siniestro con sus hachas.

El capitán Ehrlen cayó al suelo a poca distancia de él. Lo miró un momento antes de rodar sobre sí mismo para ponerse de nuevo en pie. Tenía la cara destrozada, convertida en una máscara roja ensangrentada en la que lo único apenas reconocible eran los ojos. Un grupo de Devoradores de Mundos se abalanzó contra él y lo derribó de nuevo antes de proceder a propinarle tajos como si no fuera más que un gran trozo de carne.

Varias andanadas de disparos de bólter acribillaron las paredes y el combate se extendió hasta llegar al patio donde se encontraba. Los Devoradores de Mundos forcejeaban entre ellos, alzaban los bólters para dispararse a quemarropa o destripaban a sus hermanos de batalla con las hachas sierra. Tarvitz se puso en pie de un salto y echó a correr un momento antes de que otra pared cayera derribada y apareciera otra decena de traidores.

Se puso a cubierto detrás de una columna a la que unos cuantos disparos de bólter arrancaron trozos de mármol por la fuerza explosiva de los impactos. El sonido del combate lo siguió, y Tarvitz decidió que tenía que encontrar a los Hijos del Emperador. Sólo con sus camaradas guerreros conseguiría poner un poco de orden en aquella batalla caótica.

Echó a correr de nuevo y se dio cuenta de que le estaban disparando desde todos lados. Cruzó a la carrera las ruinas de un enorme comedor hasta llegar a una cocina de paredes de piedra de aspecto cavernoso.

Siguió corriendo y abriéndose camino entre las ruinas hasta que se encontró en las calles de la Ciudad Coral. Una cañonera envuelta en llamas pasó rugiente por encima de él y se estrelló contra un edificio, donde se convirtió en una bola de fuego anaranjada. El tableteo de las armas continuó repiqueteando entre las ruinas que acababa de dejar atrás, y el feroz rugido de Angron resonó por encima del estruendo de la batalla.

La magnífica cúpula del palacio del Señor del Coro seguía alzándose por encima de los combates que se estaban desarrollando entre los restos ennegrecidos de la ciudad.

Tarvitz se deslizó en dirección a sus queridos Hijos del Emperador, y mientras lo hacía, se prometió a sí mismo que si debía morir en aquel desgraciado mundo lo haría entre sus hermanos de batalla, y desafiando hasta su último aliento el odio que el Señor de la Guerra había sembrado entre ellos.

* * *

Loken contempló a los Hijos de Horus aterrizar al otro lado del Sagrario de la Sirena. Sus marines espaciales, ya no era capaz de pensar en ellos como Hijos de Horus, estaban desplegados alrededor de la torre-tumba más cercana en una formación defensiva formidable.

Las armas pesadas del destacamento tenían cubierto el valle de capillas por el que los atacantes tendrían que avanzar, y los marines tácticos defendían posiciones fortificadas entre las ruinas, donde combatirían con ventaja.

Sin embargo, el enemigo no sería el ejército isstvaniano, sino sus propios hermanos.

—Creí que nos bombardearían de nuevo —comentó Torgaddon.

—Deberían haberlo hecho —contestó Loken—. Algo salió mal.

—Seguro que es cosa de Abaddon —apuntó Torgaddon—. Debe de morirse de ganas por tener la oportunidad de enfrentarse cara a cara con nosotros. Horus no habrá sido capaz de impedírselo.

—O quizá se trate de Sedirae —añadió Loken con un tono de disgusto en la voz.

El sol del atardecer flotaba semioculto por velos entre las sombras de las murallas y de las torres-tumba.

—Jamás pensé que acabaría así, Tarik —dijo Loken al cabo de unos momentos—. Quizá que moriría en el asalto a una ciudadela alienígena o defendiendo… defendiendo Terra, algo semejante a lo que ocurre en los poemas épicos, algo romántico, algo que los rememoradores podrían utilizar en sus composiciones. Nunca creí que moriría defendiendo un agujero como éste, y contra mis propios hermanos de batalla.

—Ya, pero es que tú siempre has sido un idealista.

Los Hijos de Horus avanzaban por el extremo de la torre-tumba situada al otro lado del valle, el lugar óptimo desde donde atacar. Loken sabía que aquélla iba a ser la batalla más dura que jamás tendría que librar.

—No tenemos por qué morir aquí —le dijo Torgaddon.

Loken lo miró.

—Lo sé. Podemos ganar. Podemos atacarlos con todo lo que tenemos. Me pondré en vanguardia y quizá tengamos la oportunidad de…

—No —lo interrumpió Torgaddon—. Me refiero a que no tenemos por qué enfrentarnos a ellos aquí. Sabemos que podemos pasar por las puertas principales para llegar hasta la ciudad. Si nos dirigimos al palacio del Señor del Coro podremos reagruparnos con los Hijos del Emperador y con los Devoradores de Mundos. Lucius me dijo que quien los avisó fue Saúl Tarvitz, que fue él quien les advirtió de que habíamos sido traicionados.

—¿Saúl Tarvitz está en Isstvan III? —le preguntó Loken, quien sintió un nuevo hálito de esperanza en el pecho.

—Al parecer, sí —asintió Torgaddon—. Podríamos apoyarlos. Fortificar el palacio.

Loken miró de nuevo al otro lado de la maraña de capillas y de torres-tumba.

—¿Tú te retirarías?

—Lo haría si no existiera posibilidad alguna de victoria y en otro sitio pudiéramos luchar en mejores condiciones para nosotros.

—Jamás tendremos otra oportunidad de enfrentarnos a ellos en mejores condiciones para nosotros, Tarik. La Ciudad Coral ha desaparecido, y todo el puñetero planeta está muerto. De lo que se trata es de castigarlos por su traición y por los hermanos que hemos perdido.

—Garvi, todos hemos perdido hermanos aquí, pero morir sin necesidad no hará que vuelvan con nosotros. Yo también quiero tener mi venganza, pero a lo que no estoy dispuesto es a desperdiciar las vidas de los pocos guerreros que quedan en un acto inútil de desafío. Piensa en eso, Garvi. Piensa bien en por qué quieres enfrentarte a ellos aquí.

Loken oyó las primeras ráfagas de disparos y se dio cuenta de que Torgaddon estaba en lo cierto. Seguían siendo la legión mejor entrenada y más disciplinada de todas, y también sabía que si quería luchar contra aquellos que los habían traicionado debía hacerlo con la cabeza, no con el corazón.

—Tienes razón, Tarik —admitió Loken—. Deberíamos reagrupamos con Tarvitz. Tenemos que organizarnos para lanzar un contraataque.

—Garvi, podemos hacerlos sufrir de verdad. Podemos obligarlos a librar una batalla larga y así retrasarlos. Si Tarvitz ha conseguido avisarnos a nosotros, ¿quién te dice que no hay otros que se están encargando de avisar a Terra? Quizá las demás legiones ya saben lo que ha ocurrido. Alguien nos subestimó y creyó que esto sería una simple matanza, pero yo digo que no se lo permitamos. Convertiremos Isstvan III en una guerra.

—¿Crees que podremos hacerlo?

—Somos los Lobos Lunares, Garvi. Podemos hacer cualquier cosa.

Loken estrechó la mano a su amigo, reconociendo así que volvía a estar en lo cierto. Luego se volvió hacia la escuadra que tenía a la espalda y que apuntaba con sus armas al valle que se extendía a sus pies.

—¡Astartes! —gritó—. Todos sabéis lo que ha ocurrido, y comparto vuestro dolor y vuestra rabia, pero necesito que os concentréis en lo que debemos hacer y que no dejéis que la furia os impida ver la fría realidad de la guerra. Se han destruido los lazos de hermandad y ya no somos Hijos de Horus. Ese nombre ya no tiene significado alguno para nosotros. ¡Somos de nuevo los Lobos Lunares, los guerreros del Emperador!

Un rugido de aprobación ensordecedor respondió a sus palabras antes de que Loken pudiera continuar hablando.

—Abandonaremos esta posición y atravesaremos las puertas para dirigirnos al palacio. El capitán Torgaddon y yo encabezaremos las unidades de asalto y dirigiremos la punta de lanza.

A los pocos momentos, los nuevos y rebautizados Lobos Lunares estaban preparados para ponerse en marcha mientras Torgaddon daba las órdenes correspondientes para que las unidades de asalto se desplegaran en vanguardia. Loken se encargó de uno de los grupos de guerreros y formaron una bolsa de resistencia a la sombra de la torre-tumba.

—Matar por los vivos y matar por los muertos —le dijo Torgaddon mientras acababan de prepararse para avanzar.

—Matar por los vivos —le respondió Loken al mismo tiempo que la punta de lanza, de quizá unos dos mil Lobos Lunares, se movía a través del paisaje sepulcral que era el Sagrario de la Sirena en dirección a las enormes puertas.

Loken miró hacia atrás, a lo largo del valle, y vio las siluetas de los Hijos de Horus que avanzaban hacia sus posiciones. Distinguió las formas de algunos objetos de mayor tamaño y más oscuros que aplastaban las ruinas ennegrecidas de las capillas y de las estatuas hasta convertirlas en polvo. Se trataba de transportes de tropas de la clase Rhino, de pesados Land Raiders e incluso le pareció ver también la silueta en forma de cilindro de un dreadnought.

Pensó que debería sentirse lleno de tristeza ante la tragedia de tener que enfrentarse en combate a sus hermanos, pero no sentía tristeza alguna.

Tan sólo odio.

* * *

La mirada de Aruken estaba vacía, y no dejaba de sudar. Cassar se sintió asombrado al ver que su habitual arrogancia se había visto sustituida por un sentimiento de miedo. Sin embargo, a pesar de ese miedo, Cassar sabía que no podía confiar del todo en Jonah Aruken.

—Titus, esto tiene que acabar —le insistió Aruken—. No querrás ser un mártir, ¿verdad?

—¿Un mártir? Es una palabra muy extraña viniendo de alguien que proclama no ser un creyente.

En el rostro de Aruken apareció una leve sonrisa.

—No soy tan estúpido como crees, Titus. Eres un buen hombre, y un tripulante excelente. Tú sí que crees en las cosas, que es más de lo que muchas personas pueden conseguir en la vida, así que preferiría que no murieras.

Cassar no respondió al tono frívolo de las palabras de Aruken.

—Por favor, Jonah… Sé que estás diciendo todo eso por el princeps. Estoy seguro de que puede oírlo todo desde el otro lado de la puerta.

—Probablemente sí, pero sabe que en cuanto abra esa puerta le volarás la cabeza, así que supongo que tú y yo podemos decir lo que nos venga en gana.

La mano con la que Cassar empuñaba la pistola se relajó un poco.

—¿No estás de su parte?

—Eh, hemos pasado juntos por una situación bastante complicada hace poco, ¿verdad? Sé por lo que estás pasando —contestó Aruken. Cassar negó con la cabeza.

—No, no lo sabes, y sé lo que estás intentando hacer. No puedo echarme atrás. Voy a actuar en nombre del Emperador. No me rendiré.

—Mira, Titus, si tienes que creer, tienes que creer, pero no estás obligado a demostrárselo a nadie.

—¿Crees que estoy haciendo esto para demostrar algo? —le preguntó Cassar al mismo tiempo que apuntaba la pistola a la garganta de Aruken.

Éste levantó las dos manos y rodeó la silla de mando de Turnet caminando lentamente hasta acabar en mitad del puente enfrente de Cassar.

—El Emperador no es simplemente una figura a la que recurrir para que te dé ánimos —le explicó Cassar—. Es un dios. Tiene una santa que realiza milagros, y los he visto. ¡Y tú también los has visto! Piensa en todo lo que has visto, Jonah, y te darás cuenta de que tienes que ayudarme.

—He visto unas cuantas cosas extrañas, Titus, pero…

—No quieras negar lo que has visto —lo interrumpió Cassar—. Ocurrieron de verdad. Es tan cierto como que tú y yo estamos ahora en este puente de mando. Jonah, existe un Emperador, y su gracia nos observa. Nos juzga por las decisiones que tomamos cuando tomar esas decisiones es duro. El Señor de la Guerra nos ha traicionado a todos, y si me echo atrás y permito que eso suceda, estaré traicionando a mi Emperador. Aruken, existen principios que todos debemos defender. ¿Es que no te das cuenta? Si ninguno de nosotros actúa, entonces el Señor de la Guerra se saldrá con la suya y ni siquiera quedará el recuerdo de esta traición.

Aruken hizo un gesto negativo con la cabeza movido por la frustración.

—Cassar, si pudiese hacerte entender…

—¿Pretendes decirme que no has visto nada en lo que puedas creer? —le preguntó Cassar. Apartó la cabeza decepcionado y se quedó mirando a través de los chamuscados cristales de la portilla de observación cómo se reagrupaban los guerreros de la Guardia de la Muerte.

—Titus, no he creído en nada desde hace mucho tiempo —le dijo Aruken—. Es algo que lamento de verdad, lo mismo que lamento esto.

Cassar se volvió y vio que Jonah Aruken había desenfundado su pistola y le apuntaba con ella directamente al pecho.

—¿Jonah? —exclamó Cassar—. ¿Vas a traicionarme? ¿Después de todo lo que has visto?

—Tan sólo hay una cosa que quiera en este mundo, Titus, y es tener el mando de mi propio titán. Quiero ser un día el princeps Aruken, y eso jamás ocurrirá si te permito seguir con esto.

—Saber que lo que toda esta galaxia ansía es creer, y pensar que quizá tú eres el único que cree…, y a pesar de eso, seguir creyendo. Eso es fe, Aruken. Ojalá pudieras entenderlo —le respondió.

—Es demasiado tarde para eso, Cassar. Lo siento.

La pistola de Aruken disparó tres veces y llenó el puente con explosiones de luz y de sonido.

* * *

Tarvitz observó la batalla desde la sombra de un arco de entrada que conducía al palacio del Señor del Coro. Había conseguido escapar del huracán de sangre que Angron había provocado y estaba en camino de reunirse con sus propios guerreros en el palacio, pero la visión del primarca de los Devoradores de Mundos en pleno combate se le había grabado como un vívido horror carmesí en la mente.

Miró de nuevo hacia el palacio y vio los pasillos abovedados repletos de cadáveres quemados de los guardias, que se ennegrecían aún más debido a que el sol se estaba poniendo y las sombras se hacían cada vez más largas. No tardaría en anochecer.

—Lucius —dijo Tarvitz a través de la aullante estática en un intento por comunicarse—. Lucius, ¿me recibes?

—Saúl, ¿qué es lo que ves?

—Cañoneras y también cápsulas de desembarco. Llevan nuestras insignias, y acaban de aterrizar al norte de nuestra posición.

—¿El primarca nos ha bendecido con su presencia?

—Más bien parece Eidolon —respondió Tarvitz con un tono especial en la voz.

Los canales de comunicación estaban cargados de estática. Sabía que las fuerzas del Señor de la Guerra estarían intentando interferirles la comunicación sin bloquear del todo las suyas.

—Escucha, Lucius. Angron va a llegar hasta aquí. Los Devoradores del Mundo leales no van a conseguir contenerlo. Seguro que se dirige al palacio.

—Entonces habrá un buen combate —respondió Lucius—. Espero que Angron sea un rival digno para mi espada.

—Por mí encantado. Tenemos que lograr que esta resistencia dure y sirva para algo. Que comiencen a levantar barricadas en la cúpula central. Luego seguiremos fortificando las cúpulas principales y los cruces de pasillos si Angron nos da el tiempo suficiente.

—¿Desde cuándo te has convertido en el jefe? —le preguntó Lucius con arrogancia—. Fui yo quien mató a Vardus Praal.

Tarvitz sintió que la rabia se apoderaba de él cuando oyó la infantil respuesta de su amigo en un momento tan delicado, pero se contuvo.

—Ponte en marcha y ayuda a defender las barricadas. No tenemos mucho tiempo antes de que el combate llegue hasta nosotros.

* * *

La Thunderhawk se alejó con rapidez del Espíritu Vengativo, y adquirió mayor velocidad todavía cuando Qruze activó los posquemadores. Mersadie se sentía increíblemente aliviada de haber salido por fin de la nave del Señor de la Guerra, pero de repente se dio cuenta de que no tenían adónde ir. Aquella idea hizo que se preocupara de nuevo cuando vio los puntos centelleantes, que eran el resto de las naves de la flota, que los rodeaban.

—Y ahora, ¿qué? —preguntó Qruze—. Ya hemos salido, pero ¿adónde vamos?

—Te dije que no carecíamos de amigos, ¿verdad, Iacton? —le respondió Euphrati mientras se sentaba al lado del guerrero Astartes en la silla del copiloto.

El Astartes la miró de reojo un momento.

—Eso no importa, rememoradora. Los amigos no nos servirán de mucho si morimos aquí fuera.

—Pero qué muerte sería —le contestó Keeler con el rastro de una sonrisa fantasmal.

Sindermann la miró con preocupación. Sin duda se preguntaba si se habían excedido al confiar en que Euphrati los podría llevar hasta un sitio seguro en la oscuridad del espacio. El anciano tenía un aspecto frágil y pequeño, y ella le tomó las manos.

Mersadie contempló a través del cristal de la proa el espacio cubierto de puntos de luz centelleantes. Se trataba de las naves estelares que pertenecían a la Sexagésimo Tercera Expedición, y todas y cada una de ellas les eran hostiles.

Como si quisiera contradecirla, Euphrati señaló hacia arriba, a través también del cristal de la proa, hacia la panza de una nave de feo aspecto bajo la cual acabarían pasando si mantenían aquel rumbo. El débil sol del sistema Isstvan se reflejaba en el casco metalizado carente de pintura.

—Dirígete hacia ésa —ordenó Euphrati, y Mersadie se quedó sorprendida al ver cómo Qruze giraba el timón sin una sola palabra de protesta.

Mersadie no sabía mucho acerca de naves espaciales, pero lo que sí sabía era que un crucero como aquél estaría cubierto de torretas artilleras que podrían acabar con la Thunderhawk en cuanto se acercara, eso sin contar con la posibilidad de que fuera capaz de lanzar cazas de ataque.

—¿Por qué nos tenemos que acercar? —se apresuró a preguntar—. ¿No sería mejor alejarse cuanto antes?

—Confía en mí, Sadie —le pidió Euphrati—. Así es como tiene que ser.

«Al menos, será rápido», pensó Mersadie mientras la nave crecía de tamaño a medida que se acercaban.

—Es de la Guardia de la Muerte —comentó Qruze.

Mersadie se mordió un labio y miró a Sindermann. El anciano parecía tranquilo.

—Toda una aventura, ¿eh? —se limitó a decirle.

Mersadie no pudo evitar sonreír.

—¿Qué vamos a hacer, Kyril? —le preguntó Mersadie con los ojos llenos de lágrimas—. ¿Qué es lo que nos queda?

—Ésta sigue siendo nuestra lucha, Mersadie —le dijo Euphrati dándole la espalda al cristal de la cabina—. A veces, la lucha se traduce en un combate abierto. En otras ocasiones se debe librar con palabras y con ideas. Nosotros debemos cumplir nuestra parte.

Mersadie dejó escapar un jadeo, incapaz de creer, y sin ganas de hacerlo, que tuvieran aliado alguno en el crucero que se encontraba sobre ellos.

—No estamos solos —la tranquilizó Euphrati con una sonrisa.

—Pero es que esta lucha… me parece es que demasiado grande para mí.

—Te equivocas. Todos y cada uno de nosotros tenemos tanto derecho como el Señor de la Guerra a decidir cuál será el destino de la galaxia. Nuestro convencimiento será el modo de derrotarlo.

Mersadie asintió y contempló cómo el crucero que tenían sobre ellos se acercaba cada vez más. Su larga y oscura silueta tenía los bordes iluminados por la luz de las estrellas, y los motores estaban rodeados de nubes de gases cristalizados.

—Cañonera Thunderhawk, identifíquese —dijo una voz grave por el restallante comunicador.

—Sé sincero —le advirtió Euphrati a Qruze—. Todo depende de eso.

Qruze asintió antes de contestar.

—Me llamo Iacton Qruze, antaño de los Hijos de Horus.

—¿Antaño? —fue la respuesta.

—Sí, antaño —insistió Qruze.

—Explícate.

—Ya no pertenezco a esa legión —respondió Qruze, y Mersadie notó el dolor que le provocaba decir algo semejante—. Ya no puedo formar parte de lo que está haciendo el Señor de la Guerra.

La voz contestó tras una larga pausa.

—Entonces eres bienvenido a mi nave, Iacton Qruze.

—¿Con quién hablo? —quiso saber éste.

—Soy el capitán Nathaniel Garro, de la Eisenstein.