SEIS

SEIS

El alma de la legión

Todo será distinto

Abominación

Loken encontró a Abaddon en la cúpula de observación que sobresalía como una ampolla de las cubiertas superiores del casco del Espíritu Vengativo. La estructura transparente estaba orientada hacia la superficie desolada de Isstvan Extremis. El recinto permanecía tranquilo y en silencio. Era un sitio perfecto para la reflexión y la calma, por lo que Abaddon parecía estar fuera de lugar. Su poder y su energía eran como las de una bestia enjaulada dispuesta a atacar en cualquier momento.

—Loken —le dijo Abaddon en cuanto entró en la estancia—. ¿Has sido tú quien me ha convocado a este lugar?

—Sí.

—¿Por qué? —le exigió saber Abaddon.

—Por lealtad —contestó Loken con sencillez.

Abaddon soltó un bufido.

—Tú conoces el verdadero significado de esa palabra. Nunca la has visto puesta a prueba.

—¿Como te pasó a ti en Davin?

—Ah —exclamó Abaddon—, así que es eso de lo que va todo esto. No te atrevas a intentar darme una lección, Loken. Tú no habrías sido capaz de tomar las decisiones que nosotros tomamos para salvar al Señor de la Guerra.

—Quizá porque fui el único que se mantuvo firme.

—¿Frente a qué? ¿Habrías dejado que el Señor de la Guerra muriera antes que aceptar que quizá existe algo en este universo que tú no entiendes?

—No te he llamado para discutir lo que ocurrió en Davin —le replicó Loken, que tenía la sensación de que ya había perdido el control de la conversación.

—Entonces, ¿para qué me has llamado? Tengo que terminar de organizar a mis guerreros, y no perderé el tiempo contigo hablando de tonterías.

—Te hice venir porque necesito respuestas. Sobre esto —le espetó Loken al tiempo que dejaba caer al suelo de mosaico de la cúpula de observación el libro que había encontrado en la capilla escondida detrás del strategium.

Abaddon se inclinó y recogió el libro del suelo. Parecía diminuto en las enormes manos del primer capitán, poco más que uno de los panfletos de Ignace Karkasy.

—Así que ahora te has convertido en un ladrón —le soltó Abaddon.

—No te atrevas a decirme algo así, Ezekyle. Por lo menos hasta que me hayas dado todas las respuestas que necesito. Sé que Erebus ha conspirado contra nosotros. Robó el anatam de los interexianos y lo llevó a Davin. Lo sé, y tú también.

—No sabes nada de nada, Loken —le replicó Abaddon con un tono de voz burlón—. Lo que está ocurriendo en esta cruzada ocurre por el bien del Imperio. El Señor de la Guerra tiene un plan.

—¿Un plan? ¿Y ese plan incluye la muerte de inocentes? ¿De Hektor Varvaras? ¿De Ignace Karkasy? ¿De Petronella Vivar?

—¿Los rememoradores? —se rió Abaddon—. ¿De verdad te importa toda esa gente? Son una clase inferior, Loken. Están por debajo de nosotros. El Consejo de Terra quiere asfixiarnos con esos miserables burócratas para someternos y acabar con las ambiciones que tenemos de conquistar toda la galaxia.

—Erebus —dijo de repente Loken mientras intentaba contener la rabia que sentía—. ¿Por qué estaba a bordo del Espíritu Vengativo?

Abaddon cruzó la distancia que los separaba, casi toda la anchura de la cúpula de observación, en menos de un segundo.

—No es asunto tuyo.

—¡También es mi legión! —le gritó Loken—. Eso hace que sea asunto mío.

—Ya no.

Loken sintió que la cólera se apoderaba todavía más de su mente y cerró las manos en un gesto de furor.

Abaddon vio cómo la tensión se apoderaba de su cuerpo.

—¿Estás pensando resolver esto como un guerrero? —le preguntó.

—No, Ezekyle —respondió Loken con los dientes apretados—. A pesar de todo lo que ha ocurrido, sigues siendo mi hermano del Mournival y no lucharé contra ti.

—El Mournival —repitió Abaddon con un gesto de asentimiento—. Fue una idea noble mientras duró, pero me arrepiento de haberte admitido. De todas maneras, si hubiera que llegar a un enfrentamiento, ¿de verdad crees que podrías vencerme?

Loken hizo caso omiso de aquel comentario despectivo.

—¿Erebus sigue por aquí?

—Erebus es un invitado de la nave insignia del Señor de la Guerra —le indicó Abaddon—. Harías bien en recordarlo. Si te hubieras unido a nosotros cuando tuviste la oportunidad en vez de darnos la espalda, tendrías todas las respuestas que quieres, pero es lo que escogiste, Loken. Tendrás que aceptar las consecuencias de tu elección.

—Ezekyle, la logia es algo dañino que Erebus trajo a nuestra legión, puede que también a otras legiones. Es algo que viene del espacio disforme. Es lo que mató Jubal y lo que se apoderó de Temba en Davin. ¡Erebus nos está mintiendo a todos!

—Y nos está utilizando, ¿a que sí? ¿Erebus nos está manipulando para levarnos a todos a un destino peor que la propia muerte? —le espetó Abaddon—. Sabes muy poco. Si comprendieras la verdadera dimensión de los planes del Señor de la Guerra, nos suplicarías que te admitiésemos de nuevo entre nosotros.

—Entonces cuéntamelo, Ezekyle, y quizá te lo suplique. Fuimos hermanos una vez, y podemos volver a serlo.

—¿De verdad crees eso, Loken? Ya has dejado bastante claro que estás contra nosotros. Torgaddon lo dijo con bastante convicción.

—Por mi legión, por mi Señor de la Guerra, siempre habrá un modo de volver a nuestro pasado —le contestó Loken—. Siempre que tú sientas lo mismo.

—Pero jamás te rendirás, ¿verdad?

—¡Jamás! No cuando el alma de mi propia legión se encuentra en juego.

Abaddon meneó la cabeza en un gesto negativo.

—Nos enlazamos con unos vínculos tan fuertes porque individuos como nosotros son demasiado orgullosos para transigir.

—Transigir será nuestra muerte, Ezekyle.

—Olvídate de todo esto hasta después de Isstvan, Loken —le aconsejó Abaddon—. Después de Isstvan, todo acabará.

—No pienso olvidarme de nada, Ezekyle. Tendré las respuestas que quiero —le replicó Loken con voz iracunda antes de darse la vuelta y alejarse a grandes zancadas de su hermano.

—Si te enfrentas a nosotros, perderás —le prometió Abaddon.

—Quizá —contestó Loken—, pero otros os harán frente también.

—Entonces, también morirán.

* * *

—Gracias por venir —dijo Sindermann, algo superado y atemorizado por la cantidad de gente que estaba reunida ante él—. Aprecio el hecho de que hayáis tenido que correr un riesgo tan grande para venir hasta aquí, pero esto es demasiado.

Los fieles abarrotaban el oscuro hangar de mantenimiento, que tenía las paredes cubiertas de grasa y estaba repleto de tuberías que dejaban escapar suaves silbidos. Habían llegado procedentes de todos los lugares de la nave para oír las palabras de la santa, ya que, erróneamente, creían que había despertado. Sindermann vio entre la multitud uniformes de tripulantes de titanes, operarios de mantenimiento de la flota, personal médico y de seguridad, e incluso unos cuantos soldados del Ejército Imperial. Varios individuos armados vigilaban las entradas al hangar, y su presencia constituía un amargo recordatorio del peligro en que se encontraban por acudir a aquel lugar.

Una reunión tan numerosa era algo muy arriesgado, ya que cualquiera se percataría con facilidad de su celebración. Sindermann sabía que tenía que hacer que se dispersasen, y con rapidez, antes de que los descubrieran. Además, debía procurar que no se convirtiera en una huida enloquecida.

—Habéis logrado que nadie se dé cuenta de la existencia de estas reuniones por su reducido tamaño, pero no pasará mucho tiempo antes de que alguien se entere de que hay tanta gente reunida —continuó diciendo Sindermann—. Seguro que habréis oído contar muchas cosas extrañas y maravillosas últimamente, y espero que me perdonéis por permitir que os pongáis en peligro.

La noticia del rescate de Euphrati Keeler se había difundido con rapidez por toda la nave. Los tripulantes cubiertos de mugre se la habían susurrado unos a otros. Se había extendido entre los miembros de la orden de los rememoradores con la velocidad de una epidemia e incluso había llegado a los oídos de los miembros de menor rango de la flota. Una oleada de detalles inventados y de los rumores más inauditos siguieron a la propagación de los relatos y las narraciones que trataban sobre la santa y sus poderes milagrosos, fábulas increíbles sobre proyectiles que se desviaban en el aire y visiones del Emperador, que le hablaba directamente para ordenarle que mostrara el camino a los suyos.

—¿Cómo está la santa? —preguntó una voz desde la muchedumbre—. ¡Queremos verla!

Sindermann alzó una mano antes de hablar.

—La santa tiene suerte de estar viva. Se encuentra bien, pero sigue durmiendo. Algunos de vosotros habéis oído que estaba despierta y que había hablado, pero, por desgracia, eso no es cierto.

Un murmullo de desilusión recorrió la multitud, que un momento después se enfureció ante la negativa de Sindermann de confirmar lo que muchos de ellos habían querido creer de un modo desesperado. Sindermann recordó los discursos que había pronunciado en los mundos recién sometidos, donde había utilizado todos los trucos y las técnicas de un iterador para ensalzar las virtudes de la Verdad Imperial.

En aquel preciso momento tenía que utilizar esa misma habilidad para darle una nueva esperanza a toda aquella gente.

—La santa continúa durmiendo, es verdad, pero durante un breve y brillante momento abandonó su sueño para salvarme la vida. Vi cómo abría los ojos, y sé que cuando la necesitemos, regresará con nosotros. Hasta entonces debemos andar con cuidado, ya que hay gente en la flota que nos mataría por nuestras creencias. El solo hecho de que nos tengamos que reunir en secreto y que confiemos en la presencia de guardias armados para mantenernos a salvo es un recordatorio de que el propio Maloghurst en persona envía tropas de vez en cuando para disolver las reuniones del Lectio Divinitatus. Ha muerto mucha gente, y su sangre mancha las manos de los Adeptus Astartes. Ignace Karkasy, que el Emperador tenga en su gloria, sabía el peligro que representaban los Adeptus Astartes sin control alguno antes incluso de que ninguno de nosotros se diera cuenta de que ya nos tenían agarrados por el cuello.

»Hubo un tiempo en el que ni yo mismo creía en nada parecido a los santos. Me había formado por completo en la creencia de que sólo podía aceptar la lógica y la ciencia, y que debía considerar a todas las religiones como una mera superstición. La magia y los milagros eran imposibles, no eran más que las invenciones de gente ignorante que se esforzaba por comprender el mundo que les rodeaba. Hizo falta el sacrificio de una santa para mostrarme lo arrogante que era. Vi cómo el Emperador protege, pero ella además me ha mostrado que hay mucho más que eso, que si el Emperador protege a los fieles, ¿quién protege al Emperador?

Sindermann dejó que la pregunta quedara flotando en el aire.

—Somos nosotros quienes debemos hacerlo —dijo Titus Cassar mientras se abría paso hasta llegar a la parte delantera de la multitud y darse la vuelta para dirigirse al resto de los presentes.

Sindermann había colocado a Cassar entre el gentío con unas instrucciones muy precisas sobre el momento en que debía hablar. Era un recurso muy eficaz que los iteradores utilizaban para reforzar sus mensajes.

—Nosotros debemos proteger al Emperador, ya que no hay nadie más que pueda hacerlo —siguió diciendo Cassar. El moderati se volvió para mirar de nuevo a Sindermann—. Sin embargo, para hacerlo, tenemos que seguir con vida. ¿No es así, iterador?

—Así es —respondió Sindermann—. La fe que esta congregación ha demostrado ha provocado tal temor en los escalafones superiores de la flota que están intentando por todos los medios acabar con nosotros. El Emperador tiene un enemigo aquí. De eso estoy seguro. Debemos sobrevivir y enfrentarnos a ese enemigo cuando finalmente se ponga al descubierto.

Unos murmullos de preocupación y de furia recorrieron la multitud cuando ésta se dio cuenta de la mortífera naturaleza de la amenaza.

—Mis fieles amigos —continuó Sindermann al cabo de un momento—, los peligros a los que nos enfrentamos son grandes, pero la santa está con nosotros, y necesita un refugio. Es mejor que ese refugio se lo consigamos Cassar y yo, pero esperad las señales y no os arriesguéis. Extended la noticia de que se encuentra a salvo.

Cassar se movió entre los miembros de la congregación dándoles instrucciones antes de que regresaran a sus respectivos puestos. Tranquilizados por lo que Sindermann les había dicho, todos se dispersaron poco a poco. El iterador se preguntó mientras los veía marcharse cuántos de ellos conseguirían sobrevivir a lo largo de los tiempos que se avecinaban.

* * *

La Galería de las Espadas recorría el Andronius a todo lo largo, formando algo parecido a una espina dorsal dorada de la nave. El techo de la galería era transparente y el espacio que se abría debajo estaba iluminado por el fuego de las lejanas estrellas. En las paredes de la galería se alineaban estatuas de los héroes de los Hijos del Emperador, con piedras preciosas por ojos y expresiones ceñudas de crítica constante en el rostro. Se decía que la valía de un héroe se medía por el tiempo que conseguía mantenerles la mirada a las estatuas mientras caminaba por la Galería de las Espadas bajo sus ojos implacables.

Tarvitz mantuvo la cabeza bien alta al entrar en la galería, aunque sabía que no era ningún héroe, tan sólo un guerrero que lo hacía lo mejor posible. Los señores de antiguos capítulos y los comandantes de antaño lo miraron fijamente. Todos y cada uno de los guerreros de los Hijos del Emperador conocían sus rostros y sus nombres. Secciones enteras del Andronius se dedicaban a la memoria de los hermanos de batalla de la legión caídos en combate, pero lo que todos los guerreros deseaban de verdad era ser recordados en aquel lugar.

Tarvitz no tenía esperanza alguna de que su imagen acabase en ese sitio, pero se comportaría hasta el final de sus días de un modo que fuera considerado digno de tal honor. Incluso si una meta tan elevada era algo imposible de conseguir, se debía aspirar a ella.

Eidolon estaba de pie delante de la imagen del comandante general Teliosa, el héroe de la campaña de Madrivane, y se dio la vuelta hacia Tarvitz antes incluso de que se le acercara.

—Capitán Tarvitz —lo saludó—. No es frecuente verte por aquí.

—No es mi hábitat habitual, mi comandante —le contestó Tarvitz—. Prefiero dejar descansar a los héroes de nuestra legión en su lugar de reposo.

—Entonces, ¿qué es lo que te trae por aquí?

—Me gustaría hablar con usted, si me lo permite.

—Seguro que emplearías mejor el tiempo en ocuparte de tus guerreros, Tarvitz. Ahí es donde se encuentra tu talento.

—Me honra al decirme eso, mi comandante, pero hay algo que necesito preguntarle.

—¿Sobre qué?

—Sobre la muerte de la cantora de guerra.

—Ah. —Eidolon alzó la mirada hacía la gran estatua que tenían delante. Los ojos vacíos le devolvieron la mirada con una expresión fría e imperturbable—. Era una adversaria poderosa, completamente corrompida, pero precisamente esa corrupción era la que le proporcionaba su fuerza.

—Necesito saber cómo la mató.

—¿Capitán? Me estás hablando como si fuera un igual tuyo.

—Vi lo que hizo, mi comandante —insistió Tarvitz—. Ese grito tenía… no sé cómo decirlo…, alguna clase de poder que jamás había visto antes.

Eidolon alzó una mano.

—Comprendo que tengas preguntas que hacer, y puedo contestarlas, pero quizá será mejor que te enseñe algo. Sígueme.

Tarvitz siguió al comandante general mientras recorrían la Galería de las Espadas hasta llegar a un pasaje lateral que tenía las paredes cubiertas de pergaminos. Los relatos de las acciones más gloriosas de la legión realizadas en el pasado se anotaban de un modo meticuloso en aquellos pergaminos, y los novicios debían memorizar antes de ascender al rango de marine espacial las múltiples y diferentes batallas allí registradas.

Los Hijos del Emperador hacían algo más que recordar sus triunfos: los proclamaban por todos lados, ya que la perfección del modo de hacer la guerra de la legión se merecía esa celebración.

—¿Sabes por qué me enfrenté a la cantora de guerra? —le preguntó Eidolon.

—¿Por qué? —preguntó Tarvitz extrañado.

—Sí, capitán, por qué.

—Porque así es como luchan los Hijos del Emperador.

—Explícate.

—Los héroes encabezan el ataque desde la misma vanguardia. El resto de los guerreros de la legión se sienten inspirados por su ejemplo. Pueden hacerlo porque la legión combate con tal maestría que no son más vulnerables por luchar en plena vanguardia.

Eidolon sonrió.

—Muy bien, capitán. Debería hacer que instruyeras a los novicios. Y tú, ¿tú te pondrías en vanguardia para dirigir a las tropas?

Tarvitz sintió que el pecho se le llenaba con una esperanza repentina e inesperada.

—¡Por supuesto! Si tuviera la oportunidad, lo haría. No creí que me considerara merecedor de ese puesto.

—Y no lo eres, Tarvitz. Eres un simple oficial de combate, y nada más —le respondió Eidolon, destrozando la leve esperanza que tenía de que se le ofreciera una oportunidad de demostrar su valía como líder y como héroe.

»No lo digo como un insulto —añadió Eidolon, sin darse cuenta al parecer de que realmente era un insulto—. Los individuos como tú cumplís una tarea muy importante en nuestra legión, pero yo soy uno de los Elegidos de Fulgrim. El primarca me eligió y me elevó al puesto que ahora ocupo. Me observó y vio que poseía las cualidades que son necesarias para dirigir a los Hijos del Emperador. Te estudió a ti, y no las vio. A eso se debe que yo comprenda las responsabilidades que acompañan al honor de ser uno de los Elegidos de Fulgrim de un modo que tú no puedes entender, Tarvitz.

Eidolon lo condujo hasta una gran escalera que bajaba curvándose sobre sí misma hasta llegar a una gran estancia con el suelo de mármol blanco. Tarvitz reconoció el lugar: era una de las entradas al apotecarion de la nave, adonde habían llegado los heridos de Isstvan Extremis hacía pocas horas.

—Creo que me subestima, mi comandante general —le contestó Tarvitz—, pero creo que por el bien de mis hombres debo saber…

—Todos hacemos sacrificios por el bien de nuestros hombres —lo cortó Eidolon—. Para los elegidos, esos sacrificios son mayores. Entre éstos, lo más importante es el hecho de que todo está subordinado a la consecución de la victoria.

—Mi comandante, no le entiendo.

—Lo harás —le contestó Eidolon mientras le ponía la mano en la espalda para hacerle cruzar la entrada recubierta de oro que llevaba al apotecarion central.

* * *

—¿El libro? —le preguntó Torgaddon.

—El libro —repitió Loken—. Es la clave. Erebus está en la nave. Lo sé.

La Sala de Archivo Tres, con su oscuridad cenicienta, era uno de los pocos lugares del Espíritu Vengativo donde Loken todavía se sentía como en casa. Recordó los muchos y encendidos debates que había tenido con Kyril Sindermann en otros tiempos más felices. Loken no había visto al iterador desde hacía varias semanas, y esperaba con todas sus fuerzas que el anciano estuviera sano y salvo, que no hubiera caído víctima de alguna de las maniobras de Maloghurst o de sus soldados anónimos.

—Abaddon y los demás deben de estar manteniéndolo oculto en algún lado —dijo Torgaddon.

Loken dejó escapar un suspiro.

—¿Cómo hemos llegado a esto? Habría dado mi vida por Abaddon, o por Aximand, y sé que ellos habrían hecho lo mismo por mí.

—No podemos abandonar ahora, Garviel. Tiene que haber una salida para esta situación. Podemos hacer que el Mournival se una de nuevo, o al menos asegurarnos de que el Señor de la Guerra se entere de lo que está haciendo Erebus.

—Sea lo que sea.

—Sí, sea lo que sea. Me da igual que sea un miembro de la logia: no es bienvenido a bordo de mi nave, es la clave. Si lo encontramos, podremos poner al descubierto lo que está ocurriendo para que el Señor de la Guerra lo vea y acabe con ello.

—¿De verdad lo crees?

—No estoy seguro, pero eso no me impedirá que lo intente.

Torgaddon miró a su alrededor y removió con un dedo las cenizas de los libros quemados que había en las estanterías.

—¿Por qué nos hemos encontrado aquí? Huele como una pira funeraria.

—Porque nadie viene por este lugar —contestó Loken.

—No me imagino el motivo después de ver lo agradable que es.

—Tarik, no te hagas el gracioso. Ahora no. La Gran Cruzada comenzó porque queríamos llevar la luz de la Verdad Imperial hasta los rincones más lejanos de la galaxia, pero ahora tememos el conocimiento. Cuanto más aprendemos, más lo cuestionamos todo, y cuanto más nos lo cuestionamos todo, más claro vemos a través de las mentiras con las que nos han tenido engañados. Para aquellos que nos quieren tener bajo su control, los libros son peligrosos.

—Iterador Loken —dijo Torgaddon soltando una risa—, me habéis iluminado.

—Tuve un buen profesor —comentó Loken, y recordó de nuevo a Kyril Sindermann, y también el hecho de que todo lo que le habían enseñado a creer se estaba desmoronando por completo—. Hay más cosas en juego que un cisma entre los Adeptus Astartes. Es algo… filosófico, ideológico, incluso religioso… Es todo. Kyril me enseñó que fue esta obediencia ciega la que llevó a la Era de los Conflictos. Hemos cruzado toda la galaxia para llevar la paz y el conocimiento a todas partes, pero es posible que la causa de nuestra caída ya se encuentre entre nosotros.

Torgaddon se inclinó hacia su amigo y le puso una mano en el hombro.

—Escúchame bien. Vamos a entrar en combate en Isstvan III y la Guardia de la Muerte nos ha informado de que el enemigo está dirigido por alguna clase de monstruos psíquicos que pueden matar con un simple grito. No son el enemigo porque leyeran el libro equivocado o nada parecido, son el enemigo porque es lo que nos ha dicho el Señor de la Guerra. Olvídate de todo esto durante un tiempo. Ponte en marcha y a luchar. Eso te dará cierta perspectiva de las cosas.

—¿Sabes al menos si participaremos en el desembarco?

—El Señor de la Guerra ha escogido las escuadras para la punta de lanza. Nos ha incluido, y por lo que parece, estaremos al mando.

—¿De verdad? ¿Después de todo lo que ha pasado?

—Sí, lo sé, pero no pienso ponerle pegas a un regalo así.

—Al menos tendré a la Décima conmigo.

Torgaddon hizo un gesto negativo con la cabeza.

—No del todo. El Señor de la Guerra no ha escogido la punta de lanza por compañía, sino por escuadras.

—¿Por qué?

—Porque piensa que esa cara de pasmado que has puesto es muy divertida.

—Por favor, Tarik, habla en serio.

Torgaddon se encogió de hombros.

—El Señor de la Guerra sabe lo que se hace. No va a ser una batalla fácil. Desembarcaremos justo en medio de la ciudad.

—¿Qué hay de la Locasta?

—Estarán contigo. De todas maneras, no creo que hubieras podido mantener a Vipus al margen. Ya sabes cómo es. Se hubiera colado de polizón en una de las cápsulas de desembarco si lo hubieran dejado fuera de todo esto. Le caes bien, y le hace falta una buena dosis de combates para despejarse la cabeza. Todo volverá a la normalidad después de Isstvan III.

—Bien. Me siento mucho mejor con la Locasta respaldándonos.

—Bueno, la verdad es que vas a necesitar ayuda —bromeó Torgaddon con una sonrisa.

Loken soltó una breve risa, no porque lo que había dicho Torgaddon tuviera gracia, sino porque a pesar de todo lo que había ocurrido, seguía siendo el mismo de siempre, una persona en la que se podía confiar y un amigo con quien se podía contar.

—Tienes razón, Tarik —dijo Loken—. Después de Isstvan, todo será diferente.

* * *

El apotecarion central relucía lleno de cristal y de acero. Decenas de celdas médicas partían del núcleo del laboratorio principal. Tarvitz sintió cómo un escalofrío le recorría la espina dorsal cuando vio el cuerpo destrozado del capitán Odovocar flotando en el interior de un tanque de estasis, a la espera de que le retiraran la semilla genética.

Eidolon cruzó el laboratorio central y un pasillo embaldosado que llevaba hasta un vestíbulo dorado presidido por un gigantesco mosaico de la victoria de Fulgrim en Tarsus, donde el primarca había derrotado a los traicioneros eldars a pesar de las terribles heridas que había sufrido. Eidolon levantó una mano y presionó una de las baldosas esmaltadas que formaban el cinturón del primarca y se echó hacia atrás cuando el mosaico ascendió en vertical para dejar al descubierto un pasillo reluciente y unas escalera de caracol al otro lado. Eidolon se adentró en el pasillo y le indicó con un gesto a Tarvitz que lo siguiera.

La falta de toda clase de ornamentación era un gran contraste con el resto del Andronius. Tarvitz vio mientras bajaba por los peldaños que del lugar hacia donde se dirigían emanaba un frío brillo azul. Cuando llegaron al final de la escalera, Eidolon se dio la vuelta hacia él.

—Tarvitz, aquí tienes tus respuestas.

La luz azul procedía de una docena de cilindros translúcidos que llegaban hasta el techo y estaban apoyados en las paredes de la estancia. Estaban llenos de líquido y se distinguían unas cuantas formas borrosas que flotaban en su interior. Algunas mostraban unas siluetas vagamente humanoides, pero otras parecían más bien una serie de órganos y de partes del cuerpo. El resto de la estancia estaba ocupado por unas relucientes mesas de laboratorio cubiertas de diversas clases de herramientas, algunas de ellas con unas funciones que ni siquiera pudo imaginarse.

Pasó de un tanque a otro, y se sintió asqueado al ver que en el interior de algunos de ellos lo que había era una monstruosa masa de carne hinchada que apenas cabía allí dentro.

—¿Qué es todo esto? —preguntó Tarvitz horrorizado ante aquella visión grotesca.

—Me temo que mis explicaciones serían insuficientes —le respondió Eidolon antes de darse la vuelta y dirigirse hacia una arcada que conducía a la siguiente estancia.

Tarvitz siguió sus pasos y aprovechó para mirar más de cerca el interior de los cilindros mientras pasaba. Uno de ellos contenía un cuerpo del tamaño de un Adeptus Astartes, pero no era un cadáver, sino que parecía más bien algo que todavía no había nacido, ya que tenía los rasgos hundidos y a medio formar.

Otro de los cilindros sólo contenía una cabeza, pero ésta tenía unos grandes ojos compuestos por miles de facetas, como los de los insectos. Cuando miró más de cerca todavía, Tarvitz se dio cuenta con repugnancia de que los ojos no habían sido implantados, porque no había cicatrices por ningún lado, y el cráneo se había transformado para acomodarse a ellos.

Habían crecido allí mismo.

Siguió hasta llegar al último cilindro, donde vio una masa de cerebros interconectados entre sí mediante unos cables carnosos que se mantenían en suspensión en el líquido del interior. Todos los cerebros mostraban lóbulos adicionales que sobresalían como tumores.

Tarvitz sintió el profundo frío que salía de la siguiente estancia. Las paredes de la misma estaban cubiertas de armarios de refrigeración metálicos. Se preguntó por un momento qué guardarían allí, pero después decidió que prefería que su imaginación no creara toda clase de mutaciones y deformidades. El centro del recinto lo ocupaba una gran mesa de operaciones, del tamaño suficiente para sostener el cuerpo de un guerrero del Adeptus Astartes. Había un aparato de cirugía automática colgado del techo justo encima de la mesa.

Sobre la superficie de la misma habían extendido varias secciones de fibra de músculo cortadas con limpieza. El apotecario Fabius estaba inclinado sobre ellas, y las agujas y las sondas de su narthecium estaban clavadas en una masa oscura de carne reluciente.

—Apotecario —lo saludó Eidolon—. El capitán desea conocer nuestro proyecto.

Fabius alzó la mirada con un gesto sorprendido. Su rostro de expresión inteligente estaba enmarcado por una larga melena de cabello rubio y fino. Tan sólo sus ojos parecían desentonar. Eran pequeños y oscuros, y destellaban en mitad de la cara como dos perlas negras. Llevaba puesta una bata quirúrgica que llegaba hasta el suelo. La blancura prístina original de la prenda estaba salpicada por grandes regueros de sangre carmesí.

—¿De verdad? —preguntó Fabius—. No me había llegado la noticia de que el capitán Tarvitz se encontrase ya en las filas de nuestro apreciado grupo.

—Y no lo está —contestó Eidolon—. No todavía, al menos.

—Entonces, ¿por qué se encuentra aquí?

—Mis alteraciones han salido a la luz.

—Ah, ya veo —dijo Fabius con un gesto de asentimiento.

—¿Qué está sucediendo aquí? —preguntó Tarvitz con cierta brusquedad—. ¿Qué es este lugar?

Fabius alzó una ceja.

—De modo que ya habéis presenciado los resultados de los implantes que ha recibido el comandante, ¿no es así?

—¿Tiene poderes psíquicos? —exigió saber Tarvitz.

—¡No, no, no! —respondió Fabius entre risas—. No los tiene. Las nuevas capacidades del comandante general son el producto de un implante traqueal combinado con ciertas alteraciones en los ritmos de la semilla genética. Ha sido un éxito. Sus poderes tienen orígenes metabólicos y químicos, no psíquicos.

—¿Que se ha alterado la semilla genética? —preguntó Tarvitz asombrado—. La semilla genética es la sangre de nuestro primarca… Cuando descubra lo que se está haciendo aquí…

—No sea ingenuo, capitán —lo cortó Fabius—. ¿Quién cree que nos ordenó que comenzáramos las investigaciones?

—No —respondió Tarvitz—. Él no…

—Por eso quería enseñártelo, capitán —lo interrumpió Eidolon—. ¿Recuerdas la Expurgación de Laeran?

—Por supuesto —contestó Tarvitz.

—Nuestro primarca vio lo que los laeranos habían conseguido mediante la manipulación química y genética de sus estructuras biológicas en su afán por conseguir la perfección física. Tarvitz, lord Fulgrim tiene grandes planes para nuestra legión. Los Hijos del Emperador no pueden quedarse dormidos en los laureles mientras sus hermanos del Adeptus Astartes siguen obteniendo las mismas victorias anodinas. Debemos continuar en nuestra búsqueda de la perfección, pero nos acercamos con rapidez al punto donde ni siquiera los Adeptus Astartes seremos capaces de cumplir lo que exigen lord Fulgrim y el Señor de la Guerra. Para cumplir esas exigencias, debemos cambiar. Debemos evolucionar.

Tarvitz se apartó de la mesa de operaciones.

—El Emperador creó a lord Fulgrim para que fuera el guerrero perfecto, y los guerreros de nuestra legión fueron formados a su imagen y semejanza. Es esa imagen hacia la que debemos acercarnos. ¡Sostener que una raza alienígena es un ejemplo de perfección es una idea abominable!

—¿Una idea abominable? —se preguntó Eidolon—. Tarvitz, eres valiente y disciplinado, y tus guerreros te respetan, pero no posees la imaginación necesaria para ver hacia dónde nos lleva esta labor. Debes darte cuenta de que la supremacía de la legión es más importante que cualquier clase de escrúpulos.

Aquella declaración de intenciones, cargada de una arrogancia y una egolatría superiores a cualquier otra cosa que le hubiera escuchado a Eidolon decir jamás, dejaron tan asombrado a Tarvitz que no pudo articular palabra alguna.

—Si no hubiera sido por tu inesperada presencia en el momento de la muerte de la cantora de guerra jamás se te habría ofrecido esta oportunidad, Tarvitz —le dijo Eidolon—. Date cuenta de lo que representa.

Tarvitz miró al comandante general de arriba abajo con cierta insolencia.

—¿Qué quiere decir?

—Ahora que ya sabes lo que estamos intentando lograr, quizá estés preparado para convertirte en parte del futuro de esta legión en vez de seguir siendo simplemente uno de sus oficiales de línea.

—Se corren algunos riesgos —intervino Fabius—, pero podría lograr maravillas increíbles en su cuerpo. Puedo hacer que sea mucho más de lo que es ahora, puedo acercarlo a la perfección.

—Piensa en la alternativa —añadió Eidolon—. Lucharás y morirás sabiendo que podrías haber sido mucho, mucho más.

Tarvitz se quedó mirando a los dos guerreros que tenía delante de él, ambos Elegidos de Fulgrim y ambos unos claros ejemplos de la incesante búsqueda de la perfección por parte de la legión.

Se dio cuenta de lo tremendamente alejado que se encontraba de la perfección tal y como ellos la entendían, pero por una vez se alegró de ese defecto, si es que de verdad se trataba de un defecto.

—No —contestó mientras retrocedía—. Esto está… mal. ¿Que no son capaces de notarlo?

—Muy bien —dijo Eidolon—. Has tomado una decisión, y lo cierto es que no me sorprende. Que así sea. Debes salir de aquí ahora mismo, pero te ordeno que no cuentes nada acerca de lo que has visto aquí. Vuelve con tus hombres, Tarvitz. Isstvan III va a ser un combate muy duro.

—Sí, mi comandante —respondió Tarvitz, tremendamente aliviado de poder marcharse de aquella cámara de los horrores.

Efectuó un saludo antes de dar media vuelta y salir a toda prisa del laboratorio. Le dio la impresión de que los especímenes que estaban flotando en el interior de los tanques lo observaban cuando pasaba a su lado.

Cuando por fin salió a la luminosidad del apotecarion no pudo evitar tener la impresión de que lo acababan de poner a prueba.

Si había superado o no esa prueba ya era otro asunto completamente distinto.