CUATRO

CUATRO

Sacrificio

Un único momento

Mantenla a salvo

Por dondequiera que fuera Erebus, unas sombras lo seguían. Esas parpadeantes susurradoras eran sus fieles acompañantes, unas criaturas invisibles que acechaban más allá de la capacidad de percepción de la vista y que se movían de forma fantasmal en su misma sombra. Las susurrantes se alejaron rápidamente de Erebus y se reunieron en las oscuras esquinas de la estancia, un refugio de paredes de piedra construido a imagen y semejanza de la sala del templo de Delphos, donde Akshub lo había degollado.

Situado en lo más profundo del Espíritu Vengativo, el templo de la logia era de techo bajo, un lugar cerrado y cálido, iluminado por un crepitante fuego que ardía en un foso en el centro de la estancia.

Las llamas proyectaban formas danzantes a lo largo de las paredes.

—Mi Señor de la Guerra —dijo Erebus—. Estamos preparados.

—Bien —respondió el Señor de la Guerra—. Nos ha costado mucho llegar hasta este punto, Erebus. Por nuestro bien más nos vale que merezca la pena, pero sobre todo, por el tuyo.

—Así será, mi Señor de la Guerra —le aseguró Erebus, sin prestar atención a la velada amenaza—. Nuestros aliados arden en deseos de hablar en persona con vos.

Erebus se detuvo un momento para observar el fuego directamente. Las llamas se reflejaron en su cabeza, afeitada y tatuada, y en su armadura, recientemente pintada en los intensos colores escarlata ahora adoptados por la legión de los Portadores de la Palabra. A pesar de lo segura que había sonado su voz, se permitió a sí mismo un momento de pausa. Tratar con criaturas de la disformidad no era nunca sencillo, y si fallaba en satisfacer las expectativas del Señor de la Guerra, entonces perdería la vida sin duda alguna.

La presencia del Señor de la Guerra llenaba la sala. Llevaba puesta una magnífica armadura de exterminador de color obsidiana que le había regalado el Fabricador General en persona. Se la había enviado desde su propio planeta para consolidar la alianza entre Horus y el Adeptus Mechanicum de Marte. La armadura utilizaba los mismo colores de la escuadra de élite Justaerin, pero la sobrepasaba en ornamentación y poder. El ojo de ámbar de la placa pectoral miraba fijamente desde el torso de la armadura, y en una mano Horus mostraba un guantelete enorme con cuchillas de aspecto mortífero en vez de dedos.

Erebus tomó un libro que había al lado del fuego y se puso en pie, pasando las antiguas paginas con gestos reverentes hasta que llegó a una compleja ilustración de símbolos entrelazados.

—Estamos preparados. Puedo empezar una vez el sacrificio haya tenido lugar.

Horus asintió antes de hablar.

—Adepto, únete a nosotros.

Momentos más tarde, la retorcida y togada forma del adepto Regulus entró en la logia de guerreros. El representante del Adeptus Mechanicum tenía el cuerpo mecanizado casi por completo, como era común en las altas esferas de su orden. Debajo de la toga su cuerpo estaba moldeado a partir de bronce reluciente, de acero y de cables. Sólo su cara asomaba por encima de los ropajes, si se le podía llamar cara, ya que lo que se veía eran unos grandes globos oculares artificiales y una unidad de vocalización que permitía al adepto comunicarse.

Regulus condujo la fantasmal figura de Ing Mae Sing. La navegante caminaba con pasos temerosos y movía las manos a su alrededor, como si estuviera espantando un enjambre de moscas.

—Esto es poco ortodoxo —protestó Regulus con una voz que chirriaba como alambre de acero arañando unos nervios.

—Adepto —le dijo el Señor de la Guerra—, estás aquí como representante del Mechanicum. Los sacerdotes de Marte han sido fundamentales para La Gran Cruzada y deben de ser una parte importante del nuevo orden. Tú ya me has prometido tu ayuda y ha llegado el momento de que fueras testigo del precio de ese trato.

—Mi Señor de la Guerra —le contestó Regulus—. Estoy a vuestras órdenes.

Horus asintió.

—Continúa, Erebus.

Erebus pasó al lado del Señor de la Guerra y fijó la mirada en Ing Mae Sing. Aunque la astrópata era ciega, retrocedió al sentir sus ojos recorrerle la piel. La navegante retrocedió hacia una pared intentando apartarse de él, pero él la agarró por el brazo con un fulminante apretón y la arrastró hacia el fuego.

—Es poderosa —dijo Erebus—. Puedo sentirla…

—Es la mejor de la que dispongo —afirmó Horus.

—Por eso mismo debe ser ella —recalcó Erebus—. El simbolismo es tan importante como el poder. Un sacrificio no es un sacrificio si el donante no lo valora del modo adecuado.

—No, por favor —sollozó Ing Mae Sing, que comenzó a retorcerse para liberarse de su agarrón en cuanto se dio cuenta del significado de lo que había dicho el Portador de la Palabra.

Horus dio un paso adelante y tomó con ternura el mentón de la astrópata en una mano, lo que hizo que ella dejara de debatirse. Inclinó la cabeza hacia atrás, como queriendo mirarlo a la cara si hubiera tenido ojos para ver.

—Me traicionaste, Sing —dijo Horus.

Ing Mae Sing se quejó y expresó absurdas protestas con sus aterrorizados labios. Intentó sacudir la cabeza, pero Horus la sujetó con firmeza.

—No tiene ningún sentido negarlo. Ya lo sé todo. Después de que me hablaras sobre Euphrati Keeler mandaste un aviso a alguien, ¿o no? Dime a quién fue y te dejaré vivir. Intenta resistirte y tu muerte será más agónica de lo que posiblemente puedas imaginar.

—No —susurró Ing Mae Sing—. Ya estoy muerta. Eso lo sé, así que mátame y acaba con todo esto.

—¿No quieres contarme lo que deseo saber?

—No tiene ningún sentido —replicó Ing Mae Sing entre jadeos—. Me matarás te lo cuente o no. Puedes tener el poder de ocultar tus mentiras, pero tu serpiente no lo tiene.

Erebus observó cómo Horus asentía lentamente para sí mismo, como si tomara una decisión a regañadientes.

—Entonces no tenemos nada más que decirnos el uno al otro —afirmó Horus con tristeza al mismo tiempo que retiraba el brazo con gesto lento y deliberado.

Un momento después le clavó el guantelete con fuerza en el pecho. Las cuchillas le atravesaron el corazón y los pulmones y le salieron por la espalda, desgarrándosela y provocando un surtidor de color rojo.

Erebus señalo con la cabeza hacia el fuego y el Señor de la Guerra sostuvo el cadáver sobre la hoguera, dejando que la sangre de Ing Mae Sing goteara sobre las llamas.

Las emociones de la muerte de la navegante inundaron la sala en cuanto la sangre siseó al chocar con el fuego. Eran sentimientos fuertes, en estado puro y poderoso: miedo, dolor y el horror de la traición.

Erebus se arrodillo y garabateó unos dibujos en el suelo copiándolos exactamente igual que los diagramas que aparecían en el libro: una estrella de ocho puntas alrededor de la cual orbitaban tres círculos, una estilizada calavera y las cuneiformes runas de Colchis.

—Has hecho esto en otras ocasiones —le dijo Horus.

—Muchas veces —le respondió Erebus, señalando con la cabeza hacia el fuego—. Yo hablo aquí con la voz de mí primarca, y es una voz que nuestros aliados respetan.

—No son aliados todavía —le replicó Horus mientras bajaba el brazo y dejaba que el cuerpo de Ing Mae Sing resbalara por las cuchillas de su guantelete.

Erebus se encogió de hombros y empezó a entonar palabras del Libro de Lorgar. Su voz sonó siniestra y gutural mientras invitaba a los dioses de la disformidad a que enviaran a su emisario.

A pesar del resplandor del fuego, la sala se oscureció y Erebus sintió cómo descendía la temperatura. Sopló una ráfaga gélida de viento procedente de algún lugar oculto y desconocido. Transportaba el polvo de los siglos pasados y la ruina de imperios en cada aliento, y aquel céfiro antinatural trajo consigo una eternidad intemporal.

—¿Se supone que esto tiene que ocurrir? —preguntó Regulus.

Erebus sonrió y asintió sin responder mientras el aire se tornaba gélido. Las susurrantes farfullaban con un miedo irracional mientras percibían la llegada de algo antiguo terrible. Las sombras se reunieron en las esquinas de la habitación, aunque no brilló ninguna luz que pudiera provocarlas y un chasqueo veloz de malévolas risas se oyó por toda la habitación.

Regulus no dejó de girar bruscamente sobre sí mismo en un intento de localizar la fuente de los sonidos. Sus implantes oculares zumbaron mientras se esforzaba por enfocar en la oscuridad. La escarcha se acumuló en los puntales y en las tuberías que había por encima de ellos.

Horus se mantuvo de pie inmóvil mientras las sombras de la habitación siseaban y escupían, un coro de voces que provenía de todas partes y de ninguna.

—¿Eres tú al que los de tu especie llaman Señor de la Guerra?

Erebus asintió cuando Horus miró en su dirección.

—Lo soy —dijo Horus—. El Señor de la Guerra de la Gran Cruzada. ¿Con quién hablo?

—Soy Sarr’Kell —respondió la voz—. ¡El Señor de las Sombras!

* * *

Los tres atravesaron velozmente las cubiertas de la Espíritu Vengativo dirigiéndose hacia el entorno recubierto de azulejos de la cubierta médica.

Sindermann mantuvo el paso tan ligero como pudo. Respiraba de forma entrecortada y dolorosa mientras se apresuraban para salvar a la santa de cualquier destino oscuro que le esperara.

—¿Qué esperas encontrar cuando lleguemos a donde se encuentra la santa, iterador? —preguntó Jonah Aruken sin dejar de manosear con nerviosismo el cierre de su pistolera.

Sindermann reflexionó sobre la pequeña celda médica donde él y Mersadie Oliton habían estado velando a Euphrati y se preguntó lo mismo.

—No lo sé con exactitud —respondió—. Sólo sé que tenemos que ayudarla.

—Espero que un frágil anciano y nuestras pistolas sean suficientes para hacerlo.

—¿Que quieres decir? —le preguntó Sindermann mientras descendían por una ancha escalera de caracol que conducía a las profundidades de la nave.

—Bien, sólo me pregunto cómo pretendes luchar contra el tipo de peligro que pudiera amenazar a un santo. Quiero decir, lo que quiera que sea debe de ser tremendamente peligroso, ¿no?

Sindermann se detuvo un momento en su descenso, tanto para recuperar el aliento como para contestarle a Aruken.

—Quienquiera que me mandara ese aviso cree que puedo ser de ayuda —le respondió.

—¿Y eso es suficiente para ti? —quiso saber Aruken.

—Jonah, déjalo en paz —le advirtió Titus Cassar.

—No, maldita sea, no quiero —replicó Aruken—. Esto es muy serio y nos podríamos meter en verdaderos problemas. Quiero decir, esa mujer, Keeler, se supone que es una santa, ¿verdad? Entonces ¿por qué no la salva el poder del Emperador? ¿Por qué nos necesita a nosotros?

—El Emperador obra a través de sus fieles servidores, Jonah —le explico Titus—. No es suficiente sólo con creer y esperar una intervención divina que baje de los cielos y ponga el mundo en orden. El Emperador nos ha enseñado el camino y nos corresponde a nosotros aprovechar esta oportunidad para hacer su voluntad.

Sindermann observó el intercambio de argumentos entre los dos tripulantes y sintió que la ansiedad en su interior crecía con cada segundo que pasaba.

—No sé si seré capaz de hacer esto, Titus —le dijo Aruken—. No sin una prueba de que estamos haciendo lo correcto.

—Es que lo estamos haciendo, Jonah —le insistió Titus—. Tienes que confiar en que el Emperador tiene un plan para ti.

—El Emperador puede o no tener un plan para mí —dijo bruscamente Aruken—, pero quiero el mando de un titán, y eso no va a pasar si nos pillan haciendo algo estúpido.

—¡Por favor! —los interrumpió Sindermann, con el pecho dolorido por la preocupación que sentía por la santa—. ¡Tenemos que seguir! Algo terrible viene a hacerle daño y tenemos que detenerlo. No puedo pensar en ningún argumento que nos obligue más que eso. Lo siento, pero tendréis que confiar en mí.

—¿Por qué debería hacerlo? —le preguntó Aruken—. No me has dado ninguna razón convincente. Ni siquiera sé por qué estoy aquí.

—Escúcheme, señor Aruken —le dijo Sindermann con sinceridad—. Cuando se vive una vida tan larga y compleja como la que yo he vivido, se aprende que todo se reduce a un único momento, un momento en el cual una persona descubre, de una vez por todas, quién es en realidad. Éste es ese momento, señor Aruken. ¿Será éste un momento que se sentirá orgulloso de recordar o será uno del cual se arrepienta el resto de su vida?

Los dos tripulantes del titán intercambiaron una mirada y, finalmente, Aruken dejó escapar un suspiro.

—Necesito que me revisen la cabeza por esto, pero de acuerdo, vayamos a salvar la situación.

Un palpable sentimiento de alivio inundó a Sindermann y el dolor de su pecho se alivió.

—Estoy orgulloso de usted, señor Aruken —le dijo—. Y se lo agradezco, su ayuda es más que bienvenida.

—Agradézcamelo cuando salvemos a esa santa suya —le respondió Aruken mientras se ponía en marcha de nuevo para bajar la escalera.

Siguieron escalera abajo, pasando varias cubiertas hasta que el símbolo de las serpientes entrelazadas alrededor de una vara con alas les indicó que habían llegado a la cubierta médica. Habían pasado unas cuantas semanas desde la última vez que habían llevado bajas a bordo de la Espíritu Vengativo, y los estériles y brillantes desiertos de paredes de baldosas y armarios de acero transmitían una sensación de vacío, un laberinto sin alma de habitaciones de cristal y laboratorios.

—Por aquí —les dijo Sindermann, adentrándose en el confuso laberinto de corredores.

El camino le era familiar después de todas las veces que había visitado a la imaginista. Cassar y Aruken lo seguían sin dejar de vigilar la aparición de cualquiera que pudiera pedirles la autorización para estar allí. Al fin llegaron a una puerta blanca de aspecto anodino.

—Ésta es —les comunicó Sindermann.

—Será mejor que entremos nosotros primero, viejo —le dijo Aruken.

Sindermann se limitó a asentir y se separó de la puerta. Luego se apretó las manos contra las orejas al ver que los dos tripulantes del titán desenfundaban las pistolas. Aruken se puso en cuclillas al lado de la puerta y le hizo una señal con la cabeza a Cassar, el cual apretó el panel del mecanismo de apertura.

La puerta se deslizó a un lado y Aruken la atravesó a toda velocidad con el brazo de la pistola extendido por delante.

Cassar entró un segundo por detrás de él, buscando con la pistola posibles objetivos a derecha e izquierda. Sindermann aguardó las ensordecedoras ráfagas de disparos de pistola.

Cuando no se oyó ningún disparo, se atrevió a abrir los ojos y a destaparse las orejas. No sabía si estar alegre o muerto de miedo por haber llegado demasiado tarde.

Se volvió y miró a través de la puerta, viendo la conocida, limpia y bien mantenida celda médica que había visitado muchas veces. Euphrati estaba tumbada como un maniquí en una cama, con la piel del mismo color alabastro y la cara herida y agotada. Un par de botellas de suero la alimentaban con fluidos y una pequeña máquina dibujaba líneas picudas en una pantalla verde a su lado.

Aparte de su inmovilidad, tenía el mismo aspecto que la última vez que la había visto.

—Menos mal que vinimos rápidamente —dijo Aruken con cierta brusquedad—. Parece que llegamos justo a tiempo.

—Creo que tienes razón —afirmó Sindermann cuando vio la figura de ojos dorados de Maggard aparecer al final del corredor con la espada desenvainada.

* * *

Te conocemos, Señor de la Guerra —dijo Sarr’Kell. Su voz saltaba por toda la estancia como un caprichoso susurro—. Se dice que tú eres el que nos puede liberar ¿Es eso cierto?

—Tal vez —le respondió Horus, que al parecer no se sentía perturbado por lo extraño de su oculto interlocutor—. Mi hermano Lorgar me asegura que tus señores pueden darme el poder para conseguir la victoria.

—Victoria —susurro Sarr’Kell—. Una palabra casi sin sentido en la escala del cosmos, pero sí, tenemos mucho poder que ofrecerte. Ningún ejército se te interpondrá, ningún poder mortal te abatirá y ninguna ambición te será negada si nos prestas juramento.

—Eso son sólo palabras —le replicó Horus—. Muéstrame algo tangible.

—Poder —siseó Sarr’Kell. El susurro, parecido al de una serpiente deslizándose, sonó como un murmullo alrededor de Horus—. La disformidad concede poder. No hay nada que no esté al alcance de los dioses de la disformidad.

—¿Dioses? —bufó Horus—. Malgastas tu tiempo lanzando esas palabras al aire; no me impresionan. Ya sé que tus dioses necesitan mi ayuda, así que habla con franqueza o daremos por terminada la reunión.

—Tu Emperador —contesto Sarr’Kell, y por un fugaz momento Erebus detectó un rastro de inquietud en la voz de la criatura. Tales entidades no estaban acostumbradas al desafío de un mortal, incluso uno tan poderoso como un primarca—. Se entromete en asuntos que no entiende. En el mundo al que tú llamas Terra, sus grandes planes causan una tormenta en la disformidad que la rasga en dos desde dentro. No nos importa tu reino, lo sabes. Es algo odioso para nosotros. Te ofrecemos poder que te ayudará a usurpar su puesto, Señor de la Guerra. Nuestra ayuda hará que destruyas a tus enemigos y te llevará a las mismísimas puertas del palacio del Emperador. Te podemos entregar la galaxia. Todo lo que nos importa es que su obra cese y que tú ocupes su lugar.

La voz oculta habló con tono sibilante, con mucha elocuencia y de manera persuasiva, pero Erebus se dio cuenta de que Horus seguía impasible.

—¿Y qué hay de ese poder? ¿Entiendes la magnitud de esta tarea? La galaxia estará dividida, el hermano luchará contra el hermano. El Emperador tendrá sus legiones y a la Armada. Imperial, a la Guardia Custodia, las Hermanas del Silencio. ¿Puedes igualarte a un enemigo como ése?

—Los dioses de la disformidad son los señores de las fuerzas fundamentales de toda la realidad. Al igual que tu Emperador crea, la disformidad deteriora y destruye. Cuando nos lleve a la batalla, nosotros desapareceremos, cuando reúna a sus fuerzas, nosotros atacaremos desde las sombras. La victoria de los dioses es tan inevitable como el paso del tiempo y la mortalidad de la carne. ¿No gobiernan los dioses un universo entero oculto a tu vista, Señor de la Guerra? ¿No ha oscurecida la disformidad a su orden?

—¿Tus dioses hicieron esto? ¿Por qué? ¡Has cegado a mis legiones!

—Necesidad, Señor de la Guerra. La oscuridad ciega al Emperador también, lo ciega a nuestros planes y a los tuyos. El Emperador cree ser el señor de la disformidad y querrá conocer a sus enemigos a través de ella, pero ¿has visto con qué rapidez lo podemos desconcertar? Tendrás pasaje a través de la disformidad cuando lo necesites, Señor de la Guerra, porque del mismo modo que traemos oscuridad, podemos traer luz.

—¿El Emperador permanece ignorante ante todo lo ocurrido?

—Por completo —respondió Sarr’Kell con un suspiro—. Así pues, Señor de la Guerra, ya ves el poder que te podemos proporcionar. Todo lo que queda es tu palabra, y el pacto estará hecho.

Horus no dijo nada, como si estuviera sopesando las opciones que tenía ante él, y Erebus sintió la creciente impaciencia de la criatura de la disformidad.

Al fin, el Señor de la Guerra habló de nuevo.

—Pronto soltaré a mis legiones contra los mundos del sistema Isstvan. Allí pondré a mis legiones en el camino de la nueva cruzada. Hay asuntos de los cuales tengo que encargarme en Isstvan, y voy a encargarme de ellos a mi manera.

Horus miró a Erebus antes de hablar de nuevo.

—Cuando termine con Isstvan comprometeré mis fuerzas con las de tus señores, pero no hasta entonces. Mis legiones pasarán a través del fuego de Isstvan solas, porque sólo así serán templadas para convertirse en la brillante hoja que apuntaré contra el corazón del Emperador.

El sibilante y ominoso frío de la voz de Sarr’Kell siseó como si tomara grandes bocanadas de aire.

—Mis señores aceptan —dijo al cabo de un momento—. Has elegido bien, Señor de la Guerra.

El viento gélido que había transportado las palabras de la entidad de la disformidad sopló otra vez, pero con más fuerza todavía. Su eterna malevolencia recordaba el asesinato de la inocencia.

Su toque helado se deslizó a través de Erebus, y éste aspiró profundamente el aliento frío antes de que la sensación desapareciera y la oscuridad antinatural empezara a desvanecerse hasta que la luz del fuego iluminó una vez más la sala del templo.

La criatura se había ido y el vacío de su presencia era un dolor que se podía sentir en lo más profundo del alma.

—¿Ha merecido la pena, mi Señor de la Guerra? —le preguntó Erebus después de soltar el aliento que había estado conteniendo.

—Sí —respondió Horus al tiempo que bajaba la mirada y echaba un vistazo al cuerpo de Ing Mae Sing—. Ha merecido la pena.

El Señor de la Guerra se dio la vuelta hacia Regulus.

—Adepto, deseo que el Fabricador General sea informado de todo esto. Yo no puedo contactar con él directamente, así que tomarás una nave rápida y te dirigirás a Marte. Si lo que dice esta criatura es cierto, no tardarás mucho en llegar. Kelbor-Hal va a depurar su orden y a prepararse para su papel en mi nueva Cruzada. Dile que contactaré con él cuando llegue el momento y que espero que el Mechanicum esté unido.

—Por supuesto, mi Señor de la Guerra. Tus deseos serán cumplidos.

—No desperdicies el tiempo, adepto. Vete.

Regulus se dio media vuelta para irse.

—Hemos esperado mucho tiempo la llegada de este día, Lorgar estará pletórico —afirmó Erebus.

—Lorgar tiene sus propias batallas que luchar, Erebus —le replicó Horus con dureza—. Si fallara en Calth, todo esto no serviría para nada, ya que la legión de Guilliman tendría la oportunidad de intervenir. Guarda las celebraciones para cuando esté sentado en el trono de Terra.

* * *

Sindermann sintió que el corazón le daba tumbos en el pecho en cuanto vio al antiguo guardia personal de Petronella avanzar en su dirección. Cada paso que daba aquel individuo era como si fuese la muerte quien se estuviese acercando a ellos, y Sindermann se maldijo por haber tardado tanto en llegar hasta allí. Su tardanza había matado a la santa y probablemente los mataría a ellos también.

Los ojos de Jonah Aruken se abrieron de par en par cuando vio la enorme figura del asesino designado para acabar con la santa acercándose. Se volvió rápidamente.

—¡Titus, cógela ya! —le ordenó.

—¿Qué? —exclamó Cassar—. Está enganchada a todas estas maquinas, no podemos hacerlo así como así.

—No discutas ahora conmigo —le replicó Aruken con un bufido—. Tú haz lo que te digo. Tenemos compañía, muy mala compañía.

Aruken se volvió hacia Sindermann.

—¿Y bien, iterador? —le preguntó—. ¿Es éste ese único momento del que estabas hablando, donde podremos ver quién somos en realidad? Si es éste, entonces ya me estoy arrepintiendo de estar ayudándote.

Sindermann no fue capaz de responder. Vio a Maggard darse cuenta de su presencia fuera de la habitación de Euphrati y sintió un horror frío y escalofriante mientras una lenta sonrisa se dibujaba en los rasgos del hombre.

«Os mataré —decía la sonrisa—. Lentamente».

—No le hagas daño —susurró. Las palabras sonaron patéticas incluso en sus propios oídos—. Por favor…

Quería correr, alejarse de la malvada sonrisa que prometía una muerte silenciosa y agónica, pero sus piernas eran pesos muertos, enraizadas en ese mismo sitio por un intenso poder que evitaba que pudiera mover ni un solo músculo.

Jonah Aruken se deslizó fuera de la celda médica con Titus Cassar detrás de él y llevando la yaciente forma de Euphrati en los brazos. De los brazos de la rememoradora colgaban unos tubos goteantes, y Sindermann encontró su mirada inexplicablemente atraída por las gotas mientras crecían al final de los tubos de plástico antes de liberarse y caer a la cubierta salpicando en círculos de solución salina.

Aruken sostuvo la pistola por delante de él sin dejar de apuntar a la cabeza de Maggard.

—No te acerques más —le advirtió.

Maggard ni siquiera redujo el paso y le dedicó esa misma sonrisa mortífera a Jonah Aruken.

Con Euphrati todavía en sus brazos, Titus Cassar retrocedió ante el asesino, que seguía acercándose de forma implacable.

—Date prisa, maldita sea —exclamó—. ¡Vamos!

Aruken empujó a Sindermann tras Cassar y de repente el hechizo de inmovilidad que lo había mantenido enraizado en el sitio se rompió. Maggard estaba a menos de diez pasos de ellos, y Sindermann sabía que no podían esperar escapar sin derramamiento de sangre.

—Dispárale —gritó Cassar.

—¿Qué? —preguntó Aruken, echando una mirada desesperada a su compañero.

—Dispárale —repitió Cassar—. Mátalo antes de que él nos mate a nosotros.

Jonah Aruken volvió a centrar la mirada en Maggard y asintió, apretando el gatillo dos veces de forma sucesiva. El ruido fue ensordecedor y el corredor se llenó de una luz cegadora y de ecos incontrolables. Varios azulejos se rompieron y explotaron cuando las balas de Aruken agujerearon el muro detrás de donde Maggard había estado.

Sindermann gritó al escuchar el sonido y retrocedió detrás de Titus Cassar a la par que Maggard salía dando un giro de detrás del portal en el que se había puesto a cubierto el instante antes de que Aruken disparara. La pistola de Maggard apareció de repente en su mano y el cañón resplandeció con cada una de las tres veces que disparó.

Sindermann gritó al mismo tiempo que levantaba los brazos, esperando el tremendo dolor de las balas desgarrándole la carne, rasgándole los órganos internos y abriéndole agujeros con un cerco de sangre en la espalda.

Nada pasó y Sindermann oyó un grito de asombro de Jonah Aruken, que se había estremecido igualmente al escuchar el ruido atronador del arma de Maggard. Bajó los brazos y se quedó boquiabierto de asombro ante la visión que estaba contemplando.

Maggard estaba todavía allí de pie, con el musculoso brazo sujetando la pistola de cañón ancho que apuntaba directamente hacia ellos.

Un congelado haz de luz en todo su esplendor se expandía a una velocidad infinitesimalmente lenta desde la boca de la pistola, y Sindermann llegó a ver un par de balas sostenerse inmóviles en el aire ante ellos, y solamente el destello de la luz en el metal mostraba una señal de que se estaban moviendo.

Mientras miraba, la puntiaguda punta de una bala de latón comenzó a emerger del cañón del arma de Maggard, y Sindermann se dio la vuelta desconcertado, hacia Jonah Aruken.

El tripulante del titán estaba tan impresionado como él, con los brazos colgando sin fuerza a ambos lados.

—¿Qué demonios está pasando? —logró decir Aruken.

—N… no lo sé —tartamudeó Sindermann, incapaz de apartar la mirada de la congelada imagen que tenían delante—. Tal vez ya estemos muertos.

—No, iterador —dijo Cassar a su espalda—. Es un milagro.

Sindermann se dio la vuelta, sintiendo como si tuviera aturdido todo el cuerpo y tan sólo su corazón martilleara con un ritmo que trataba de romperle el pecho. Titus Cassar estaba de pie al final del corredor, abrazando con fuerza a la santa contra su pecho. Donde Euphrati había estado antes en posición supina, sus ojos estaban ahora llenos de terror, con la mano derecha extendida y el águila plateada que había quedado grabada a fuego en su piel brillando con una pálida luz interior.

—¡Euphrati! —gritó Sindermann, pero tan pronto como hubo pronunciado su nombre, los ojos se le giraron en las cuencas y la mano cayó a su lado.

El iterador se arriesgó a echar una mirada a su espalda en dirección a Maggard, pero el asesino estaba todavía congelado por cualquiera que fuera el poder que les había salvado la vida.

Sindermann respiró profundamente y prosiguió el camino con piernas temblorosas hasta el final del corredor. Euphrati estaba echada con la cabeza contra el pecho de Cassar, tan quieta como había estado el último año, y quiso echarse a llorar por verla tan impedida de nuevo.

Sindermann llegó a la altura de Euphrati y le pasó la mano por el cabello. Tenía la piel caliente al tacto.

—Ella nos ha salvado —balbució Cassar con voz sobrecogida y humilde por lo que había presenciado.

—Creo que puedes tener razón, mi querido muchacho —dijo Sindermann—. Creo que puedes tener razón.

Jonah Aruken se unió a él, alternando sus miradas temerosas entre Maggard y Euphrati. Mantuvo la pistola apuntada hacia Maggard.

—¿Qué hacemos con él? —preguntó.

Sindermann miró de nuevo al monstruoso asesino.

—Déjalo. No quiero que su muerte recaiga sobre las espaldas de la santa. ¿Qué tipo de comienzo sería para el Lectio Divinitatus si el primer acto de la santa fuese matar? Si vamos a fundar una nueva Iglesia en el nombre del Emperador será una de perdón y no de derramamiento de sangre.

—¿Estás seguro? —le preguntó Aruken—. Irá a por ella de nuevo.

—Entonces, la mantendremos a salvo de él —afirmó Cassar—. El Lectio Divinitatus tiene amigos a bordo del Espíritu Vengativo y la podemos esconder hasta que se recupere. ¿Estás de acuerdo, iterador?

—Sí, eso es lo que debemos hacer —asintió Sindermann mostrándose de acuerdo—. Esconderla. Mantenerla a salvo.