TRES

TRES

Horus entronizado

La santa en peligro

Isstvan III

La Corte de Lupercal era algo nuevo en el Espíritu Vengativo. Antes, el Señor de la Guerra mantenía las reuniones y las sesiones de planificación en el strategium, pero se había decidido que necesitaba un espacio más amplio y grandioso para celebrar las audiencias. El lugar lo había diseñado Peeter Egon Momus, y lo habían construido de un modo ingenioso para lograr que el Señor de la Guerra se encontrase en un marco más apropiado para su cargo como regente de la Gran Cruzada y presentarlo como el primero entre iguales ante sus comandantes y camaradas.

Unos enormes estandartes colgaban de los laterales de la estancia. La mayoría pertenecían a las compañías de combate de la legión, aunque había unos pocos que Loken no consiguió reconocer. Vio uno en el que aparecía un trono de cráneos colocado sobre una torre de bronce que se alzaba sobre un mar de sangre roja, y otro donde destacaba una estrella negra de ocho puntas sobre un cielo blanco. Loken se sintió confundido ante el posible significado de aquellos símbolos desconocidos, pero supuso que representaban a la logia de guerreros que se había convertido en una parte integral de la legión.

Sin embargo, el Señor de la Guerra era más grandioso todavía que la majestuosidad diseñada por el arquitecto que lo rodeaba por doquier. El primarca de los Hijos de Horus estaba sentado en el enorme trono de piedra basáltica que se alzaba ante ellos. Abaddon y Aximand estaban de pie junto a él. Ambos llevaban puesta la armadura, de color negro brillante la de Abaddon, como correspondía a la escuadra Justaerin, y de tono verde pálido la de Aximand.

Los dos oficiales se quedaron mirando fijamente a Loken y a Torgaddon. La enemistad que había crecido entre ellos desde la campaña auretiana ya era demasiado intensa para poder ocultarla. Loken le devolvió la mirada pétrea a Abaddon y sintió una enorme tristeza al darse cuenta de que el glorioso ideal del Mournival estaba acabado de un modo irrevocable. Ninguno de ellos se dirigió la palabra cuando Loken y Torgaddon se colocaron en sus respectivos puestos, al otro lado del Señor de la Guerra.

Loken también había estado al lado de esos mismos guerreros cuando todos hicieron un juramento a la luz de una luna reflejada en un estanque, en un planeta que sus habitantes llamaban Terra. Juraron aconsejar bien al Señor de la Guerra y preservar el alma de la legión.

Le pareció que aquello había ocurrido mucho, mucho tiempo atrás.

—Loken, Torgaddon —los saludó Horus. Incluso después de todo lo que había ocurrido, Loken se sintió orgulloso de que se dirigiera personalmente a él—. Vuestra función aquí será simplemente observar y recordar a nuestros hermanos de otras legiones la solidez de nuestra causa. ¿Lo habéis entendido?

—Sí, mi Señor de la Guerra —respondió Torgaddon.

—¿Loken? —le preguntó Horus.

Loken asintió y se colocó mejor en su posición.

—Sí, mi Señor de la Guerra.

Sintió cómo los penetrantes ojos de Horus le taladraban la cabeza, pero mantuvo la mirada fija y firme en las arcadas que conducían a la Corte de Lupercal mientras las puertas situadas bajo una de ellas se abrían. Resonó el fuerte tamborileo de unas pesadas botas y un ángel de la muerte de color rojo sangre hizo su entrada en el lugar.

Loken ya había visto con anterioridad al primarca de los Devoradores de Mundos, pero su monstruosa presencia física seguía dejándolo anonadado. Angron era enorme, casi de la misma altura del Señor de la Guerra, pero tenía una espalda descomunal, con una tremenda anchura de hombros que le hacía parecer una formidable bestia de carga. Tenía el rostro cubierto de cicatrices y con una expresión de violencia permanente. Los ojos estaban casi enterrados entre las dobleces del tejido cicatrízal de color rojo intenso. Del cráneo le salían las conexiones de diversos implantes corticales de aspecto primitivo que acababan acopladas en el cuello de la armadura mediante unos cables corrugados. La armadura del primarca era de color bronce y tenía un aspecto antiguo, parecido a la de un dios de la guerra tribal. Las pesadas placas metálicas se superponían sobre la cota de malla que había debajo. A la espalda llevaba dos hachas sierra gemelas.

Loken había oído decir que Angron había sido esclavo antes de que el Emperador lo encontrase, y que sus amos le habían colocado aquellos implantes a la fuerza para convertirlo en un asesino psicópata que combatiera en los pozos de lucha.

Después de verlo, Loken no tuvo dificultad alguna en creérselo.

El palafrenero de Angron, Khârn, se encontraba al lado de su primarca. Mientras éste mostraba una expresión de ferocidad en el rostro, Khârn mantenía una aparente calma neutral.

—¡Horus! —exclamó Angron con una voz áspera y brutal—. Ya veo que el Señor de la Guerra recibe a su hermano como un rey recibiría a su súbdito. ¿Es que acaso me he convertido en tu vasallo?

—Angron —le contestó Horus sin mostrarse alterado—, me alegro de que hayas podido reunirte con nosotros.

—¿Crees que me iba a perder todo este escenario tan bonito? Por nada en el mundo —replicó Angron con la voz cargada de amenaza.

Una segunda delegación llegó en ese preciso momento por otra de las arcadas. Mostraba los colores dorado y púrpura de los Hijos del Emperador. Eidolon, luciendo su barroca armadura, encabezaba una escuadra de Astartes, cada uno de los cuales empuñaba una espada reluciente mientras marchaba detrás de su comandante general y llevaba puesta una armadura tan recargada como la de su líder.

—Mi Señor de la Guerra, lord Fulgrim, le envía saludos —declaró Eidolon en un tono muy formal y de gran humildad. Loken se dio cuenta de que el comandante general de los Hijos del Emperador había aprendido a comportarse de un modo muy diplomático desde la última vez que había hablado con el Señor de la Guerra—. Le asegura que su tarea se encuentra en buen camino y que se reunirá con nosotros dentro de poco. Hablo en su nombre y estoy al mando de la legión en su ausencia.

Loken paseó la mirada entre Angron y Eidolon, y vio a las claras la evidente antipatía que existía entre las dos legiones. Los Hijos del Emperador y los Devoradores de Mundos eran todo lo diferentes que se podía ser. La legión de Angron luchaba y ganaba mediante la agresividad más pura, mientras que los Astartes de Fulgrim habían perfeccionado el arte de desmembrar a las fuerzas enemigas y destrozarlas parte por parte.

—Lord Angron —lo saludó Eidolon con una reverencia—. Es un honor.

Angron ni siquiera se dignó a contestar, y Loken vio cómo Eidolon se ponía tenso ante aquel insulto. Sin embargo, cualquier posibilidad de enfrentamiento se desvaneció ante la llegada de la última delegación que esperaba el Señor de la Guerra.

Mortarion, el primarca de la Guardia de la Muerte, iba acompañado por una unidad de guerreros equipados con armaduras de exterminador cuya superficie tenía un brillo apagado, ya que no estaban pintadas. La armadura de Mortarion tampoco mostraba rasgo decorativo alguno aparte de la calavera de bronce que llevaba en una hombrera y que era el símbolo de la Guardia de la Muerte. Tanto la cara como el cráneo pelado carecían por completo de cabello y estaban marcados por multitud de pequeños agujeros. Tenía el cuello y la boca cubiertos por un grueso collar de donde salían chorros siseantes de vapor gris cada vez que respiraba.

Un capitán de la Guardia de la Muerte marchaba al lado del primarca, y Loken sonrió al reconocerlo. El capitán Nathaniel Garro había luchado al lado de los Hijos de Horus cuando todavía eran conocidos como los Lobos Lunares. El capitán, nacido en Terra, se había ganado muchos amigos entre las filas de la legión del Señor de la Guerra por su inquebrantable código de honor y su comportamiento sincero y directo.

El guerrero de la Guardia de la Muerte captó la mirada de Loken y le hizo un rápido gesto de asentimiento a modo de saludo.

—Con la llegada de nuestro hermano Mortarion, ya estamos todos —les comunicó Horus.

El Señor de la Guerra se puso en pie y descendió por los peldaños del trono elevado para llegar hasta el centro de la corte mientras el brillo de las luces disminuía de intensidad. Un orbe reluciente apareció encima de él y se quedó flotando justo debajo del techo.

—Esto —dijo Horus— es Isstvan III. Es una cortesía de las máquinas cartográficas estelares manejadas por servidores. Recordadlo bien, porque aquí es donde se hará historia.

* * *

Jonah Aruken dejó un momento sus tareas y sacó una pequeña petaca de debajo de la chaqueta del uniforme después de echar un vistazo a su alrededor para saber si alguien estaba mirando. La cubierta del hangar estaba llena de actividad, lo que parecía ser muy común en esos días, pero nadie le prestaba la más mínima atención. Ya habían pasado los tiempos en los que los preparativos para el combate de un titán de la clase Imperator hacían que hasta el veterano más curtido en la guerra se detuviese para contemplar la escena. Había muy pocas personas que no hubieran visto ya una docena de veces la poderosa silueta del Dies Irae prepararse para entrar en batalla.

Tomó un trago de la petaca y levantó la mirada para echar un vistazo a la veterana máquina de guerra.

El casco del titán estaba marcado y abollado en los puntos donde había recibido impactos y los servidores del Mechanicum todavía no habían podido efectuar las reparaciones necesarias. Jonah dio unas cuantas palmadas afectuosas en las gruesas planchas de blindaje de la pierna.

—Bueno, chaval —le dijo—. Está claro que has estado en unos cuantos combates, pero te sigo apreciando.

Sonrió ante la idea de un hombre enamorado de una máquina, pero él estaría dispuesto a enamorarse de cualquier cosa que le hubiera salvado la vida tantas veces como lo había hecho el Dies Irae. Habían luchado juntos a través de los fuegos de incontables batallas, y por mucho que Titus Cassar quisiera negarlo, Jonah sabía que existían un poderoso corazón y un alma en el núcleo de aquella gloriosa máquina de combate.

Jonah le dio otro sorbo a la petaca, pero se le agrió la expresión al pensar en Titus y en sus malditos sermones. Su compañero decía que sentía la luz del Emperador dentro de él, pero Jonah ya no sentía nada de aquello.

A pesar de lo mucho que quería creer en lo que Titus predicaba, no podía evitar sentir el mismo escepticismo de siempre. ¿Creer en algo que no estaba delante de él, que no se podía ver o captar de algún modo? Titus lo llamaba fe, pero Jonah era una persona que tenía que creer en lo que era real, lo que se podía tocar o experimentar.

El princeps Turnet lo expulsaría de la tripulación del Dies Irae si se llegara a enterar de que había asistido a las reuniones de oración en Davin, y la idea de pasar el resto de la cruzada trabajando como un simple servidor, lejos de la emoción de formar parte de la cadena de mando de la mejor máquina de guerra que jamás hubiera salido de las forjas de Marte le provocaba un escalofrío que le recorría toda la espina dorsal.

Titus le pedía cada poco tiempo que acudiera a una de las reuniones de oración, y las veces que aceptaba tenían que recorrer de forma furtiva el camino que llevaba hasta alguna parte recóndita de la nave, donde escuchaban recitar pasajes del Lectio Divinitatus. En cada una de esas ocasiones, sudaba a chorros durante el camino de vuelta por temor a que lo descubrieran y a la corte marcial que con toda seguridad vendría a continuación.

Jonah había sido tripulante de titán desde el día en que puso pie en su primer destino, un titán Warhound llamado Venator, y sabía que si se llegaba a dar el caso en que tuviera que elegir entre el Dies Irae y el Lectio Divinitatus, elegiría el titán sin dudarlo ni un solo momento.

Sin embargo, la posibilidad de que Titus estuviera en lo cierto no dejaba de incomodarlo.

Apoyó la espalda en la pierna del titán y se dejó resbalar hasta el suelo hasta que quedó sentado con las rodillas pegadas al pecho.

—Fe —susurró—. No puedes ganártela ni puedes comprarla. ¿Dónde se puede encontrar?

—Bueno —dijo una voz a su espalda—, puedes empezar por guardar esa petaca y venir conmigo.

Jonah levantó la mirada y vio a Titus Cassar, con un aspecto magnífico como siempre, preparado para un desfile. Estaba de pie al lado de una de las entradas en arco que daban paso a los bastiones de la pierna del titán.

—Titus —respondió Jonah a modo de saludo al mismo tiempo que se apresuraba a guardar la petaca en un bolsillo de la chaqueta—. ¿Qué ocurre?

—Tenemos que irnos —le informó Titus con un tono de voz severo—. La santa está en peligro.

* * *

Maggard caminaba con paso furtivo y rápido por los sombríos pasillos de la Espíritu Vengativo. Marchaba a paso ligero, con el ánimo de alguien que se encontraba de camino hacia una cita ansiada. Su gran cuerpo había ido creciendo a lo largo de los meses anteriores de un modo continuo, como si se hubiera visto afectado por alguna clase de horrible forma de veloz gigantismo.

Sin embargo, los procesos a los que los apotecarios del Señor de la Guerra estaban sometiendo a su cuerpo no eran nada horribles. Su forma física cambiaba creciendo y transformándose más allá de lo que la primitiva cirugía de la Casa Carpinus había logrado conseguir jamás. Ya sentía cómo los órganos que le habían implantado le daban nueva forma a los músculos y a los huesos para convertirlo en algo más grande de lo que nunca llegó a imaginar, y aquello no era más que el comienzo.

Empuñaba su sable kirliano, que relucía con un brillo extraño bajo la escasa luz del pasillo. Llevaba puesta una túnica blanca nueva, ya que el cuerpo, de un tamaño cada vez mayor, no le cabía en su antigua armadura. Los artesanos metalúrgicos de la legión se encontraban preparados, a la espera de que su nuevo cuerpo acabara de transformarse. Maggard echaba de menos la solidez tranquilizadora que habitualmente lo había rodeado.

Al igual que él, la armadura sería reforjada y daría lugar a algo digno del Señor de la Guerra y de sus guerreros escogidos. Maggard sabía que todavía no estaba preparado para ser incluido en aquel grupo selecto, pero ya se había labrado un hueco dentro de los Hijos de Horus. Podía ir a donde los Astartes no podían, actuaba cuando a ellos no se les podía ver actuar y derramaba sangre cuando era necesario que se les considerara pacificadores.

Hacía falta ser una persona de un tipo muy especial para realizar esa clase de tarea, alguien eficiente y carente de remordimientos de conciencia, y Maggard estaba más que capacitado para cumplir esa función. Había matado a centenares de personas cuando estaba bajo las órdenes de la Casa Carpinus, y muchos, muchos más, antes de que los servidores de esa casa lo capturaran, pero habían sido unos asesinatos torpes, burdos, comparados con la muerte que impartía en esos momentos.

Recordó la sensación de un comienzo maravilloso cuando Maloghurst le encargó que matara a Ignace Karkasy.

Maggard había colocado el cañón de la pistola bajo la temblorosa mandíbula del poeta y después le había volado los sesos hacia el techo de su abarrotado aposento antes de dejar que aquel cuerpo de carnes generosas se desplomara provocando un revoloteo de papeles ensangrentados.

A Maggard no le interesaba el motivo por el que Maloghurst deseaba la muerte de Karkasy. El palafrenero hablaba en nombre de Horus, y Maggard le había jurado lealtad eterna al Señor de la Guerra cuando le había ofrecido su espada en el campo de batalla de Davin.

Más tarde, quizá como recompensa o como parte de los planes que estaba llevando a cabo, el Señor de la Guerra había matado a su antigua patrona, Petronella Vivar, y sólo por eso, Maggard estaría eternamente en deuda con él.

Fuesen los que fuesen los deseos del Señor de la Guerra, Maggard removería cielo y tierra para que se cumplieran.

Un rato antes le habían ordenado algo maravilloso.

En unos momentos, iba a matar a una santa.

* * *

Sindermann tamborileó con el dedo corazón sobre la barbilla en un gesto nervioso mientras se esforzaba por dar la impresión de que formaba parte de aquella sección de la nave. La tripulación de cubierta con los monos de trabajo de color naranja y los oficiales de artillería, éstos con chaquetas de color amarillo, pasaban a su lado mientras esperaba a los otros dos partícipes en su plan. Mantenía agarrada con fuerza la nota que le había dado el guardia, como si se tratase de alguna especie de talismán que lo protegería de todo aquel que le preguntase qué hacía allí.

—Vamos, vamos —murmuró—. ¿Dónde estáis?

Había corrido un tremendo riesgo al ponerse en contacto con Titus Cassar, pero no tenía a nadie más a quien acudir. Mersadie no creía en el Lectio Divinitatus, y lo cierto es que él ni siquiera estaba seguro de creer en todo aquello, pero sabía que quienquiera que fuese el que le había enviado aquella visión sobre Euphrati Keeler se la había mandado para que actuara en consecuencia. También era imposible pedirle ayuda a Garviel Loken, ya que, sin duda alguna, sus enemigos se darían cuenta de cualquier movimiento que hiciese.

—Iterador —susurró una voz a su lado, y a Sindermann casi se le escapó un grito por la sorpresa.

Titus Cassar estaba de pie junto a él. Su rostro delgado mostraba un gesto de profunda preocupación. A su lado había otro individuo con un uniforme de color azul oscuro de tripulante de titán parecido al suyo.

—Titus —lo saludó Sindermann con un suspiro de alivio—. No estaba seguro de que pudieras venir.

—El princeps Turnet no tardará mucho en darse cuenta de que no nos encontramos en nuestros puestos, pero tu mensaje decía que la santa estaba en peligro.

—Así es —le confirmó Sindermann—. En un peligro muy grave.

—¿Cómo lo sabes? —le preguntó el segundo individuo.

Cassar frunció el entrecejo en un gesto de enfado.

—Lo siento, Kyril. Éste es Jonah Aruken, un camarada moderati del Dies Irae. Es uno de los nuestros.

—Simplemente lo sé —le contestó Sindermann—. Vi… no sé cómo decirlo… Tuve una visión de ella, tendida en la cama, y supe que alguien planeaba hacerle daño.

—Una visión —murmuró Cassar—. Sin duda eres uno de los elegidos del Emperador.

—No, no —protestó Sindermann con un siseo—. Seguro que no lo soy. Y ahora, vámonos. No tenemos tiempo que perder, tenemos que marcharnos ya.

—¿Adónde? —quiso saber Jonah Aruken.

—A la cubierta médica —respondió Sindermann al tiempo que alzaba la nota del guardia—. Tenemos que llegar a la cubierta médica.

* * *

La superficie del reluciente globo que flotaba sobre el Señor de la Guerra se cristalizó hasta formar océanos y continentes, todo ello cubierto a su vez de los rasgos geofísicos adecuados: llanuras, bosques, cadenas montañosas, bahías y ciudades.

Horus alzó los brazos con un gesto en el que daba la impresión de que estaba sosteniendo el peso del globo como uno de aquellos titanes que aparecían en los mitos de la vieja Tierra.

—Éste es Isstvan III —repitió—. Un mundo sometido a nuestro mandato hace trece años por la Vigésimo Séptima Fuerza Expedicionaria de nuestro hermano Corax.

—¿Es que no hizo bien su trabajo? —soltó Angron con un bufido. Horus le dirigió una peligrosa mirada furibunda.

—Sí, hubo cierta resistencia, pero los últimos elementos de la facción agresiva fueron eliminados por la Guardia del Cuervo en la batalla del valle Redarth.

El lugar del enfrentamiento brilló por un momento con un color rojizo en un punto del globo. Se encontraba situado en mitad de una cadena montañosa que se alzaba en uno de los continentes septentrionales de Isstvan III.

—La orden de los rememoradores todavía no nos había caído encima como una plaga enviada por el Consejo de Terra, pero dejó atrás un contingente bastante numeroso de civiles para que éstos comenzaran a integrar a la población en la Verdad Imperial.

—¿Debemos asumir entonces que la Verdad Imperial no arraigó en la población? —quiso saber Eidolon.

—¿Mortarion? —dijo Horus indicándole a su hermano primarca que le contestase.

—Hace cuatro meses, la Guardia de la Muerte recibió una petición de socorro procedente de Isstvan III —informó Mortarion—. Era débil y antigua, y la recibimos sólo porque una de nuestras naves de suministro, que se iba a reunir con nosotros en Arcturan, salió del espacio disforme para efectuar algunas reparaciones. Dada la antigüedad de la señal y el tiempo que tardé en recibirla, lo más probable es que fuera enviada hace al menos dos años.

—¿Qué decía el mensaje? —preguntó Angron.

Por toda respuesta, la imagen holográfica del planeta se desdobló hasta convertirse en una superficie lisa y negra, similar a una pantalla de pictógrafo, y quedó flotando en el aire. Un momento después se distinguió un atisbo de movimiento borroso. Una silueta apareció en la pantalla y Loken se dio cuenta de que se trataba de una cara, del rostro de una mujer iluminado por el brillo anaranjado que desprendía la llama de una vela, la única luz de la estancia. Parecía encontrarse en una reducida cámara de paredes de piedra. Loken también se dio cuenta, a pesar de la escasa calidad de la señal, de que la mujer estaba aterrorizada. Tenía los ojos abiertos de par en par, jadeaba de forma intensa y la piel le relucía por el sudor.

—La insignia del cuello del uniforme indica que procede de la Vigésimo Séptima Expedición —comentó Torgaddon.

La mujer ajustó el aparato que estaba utilizando para grabar la imagen y en la Corte de Lupercal resonó el sonido de fondo: llamas restallantes, gritos lejanos y el tableteo del combate.

—Es una revuelta —dijo la mujer con una voz distorsionada por la estática—. Una revolución en todos los sentidos. Esta gente lo han… rechazado… Lo han rechazado todo. Nos esforzamos en que se integraran… Creímos que los cantores de guerra no serían más que una especie de superstición primitiva…, pero eran mucho, mucho más que eso. Eran reales. Praal ha enloquecido y los cantores de guerra están con él.

De repente, la mujer miró a su alrededor y vio algo que se encontraba fuera de pantalla.

—¡No! —gritó con desesperación, y abrió fuego con un arma que no había sido visible hasta ese momento. Las descargas de los disparos destellaron en su rostro y algo indescriptible acabó estampado contra la pared opuesta después de que ella vaciara el cargador en su dirección—. Ya están cerca. Saben que nos encontramos aquí… Creo que soy la última. —La mujer se dio la vuelta de nuevo hacia la pantalla—. Esto es una locura, una locura completa. Por favor, no creo que sobreviva a todo esto. Envíen a alguien, a quien sea… Sólo hagan que esto… se detenga…

Un sonido aullante y atonal, algo horrible, resonó en la pantalla del pictógrafo. La mujer se agarró la cabeza con las dos manos y sus gritos quedaron completamente apagados por aquel aullido inhumano. Los últimos segundos del mensaje quedaron fragmentados en una serle de escenas que mostraban unas imágenes espantosas: un ojo de mirada frenética lleno de sangre, una masa amorfa de carne y piedra partida y una boca abierta de par en par con los dientes cubiertos de sangre.

Luego, la oscuridad.

—No hemos recibido más mensajes de Isstvan III —dijo a modo de resumen Mortarion llenando el silencio que se produjo a continuación—. Los astrópatas del planeta o están prisioneros o muertos.

—Cuando habla de Praal se refiere a Vardus Praal —aclaró Horus—. Era el gobernador escogido para que administrara Isstvan III en nombre del Imperio y se asegurara de su sometimiento, además de comprobar el desmantelamiento total de las estructuras religiosas tradicionales que definían la sociedad autóctona del planeta. Si forma parte de la rebelión de Isstvan III, tal como sugiere esta grabación, él es uno de nuestros objetivos.

Loken sintió que un escalofrío le bajaba por la espalda ante la idea de tener que enfrentarse de nuevo a una población cuyo dirigente imperial se había convertido en un traidor. Miró de reojo hacia Torgaddon y vio que a su camarada no se le habían pasado por alto las similitudes con la campaña librada en Davin.

La holografía se expandió y formó de nuevo la imagen de Isstvan III.

—La capital religiosa y cultural de Isstvan se encuentra aquí —dijo Horus mientras la imagen se centraba en una de las ciudades septentrionales, que dominaba un largo tramo de zona interior de tierra situada a los pies de una colosal cadena montañosa.

—La Ciudad Coral. Aquí se halla el origen de la señal de socorro y la sede del gobierno de Praal, en un edificio conocido como el palacio del Señor del Coro. Varias puntas de lanza tornarán diversos objetivos estratégicos. En cuanto la ciudad esté en nuestras manos, Isstvan habrá caído. El primer ataque lo realizará una fuerza combinada de Adeptus Astartes de todas las legiones con el apoyo de los titanes del Adeptus Mechanicum y del Ejército Imperial. El resto del planeta será sometido por los refuerzos del Ejército Imperial que nos acaben llegando debido al estado actual del espacio disforme.

—¿Y por qué simplemente no los bombardeamos? —preguntó Eidolon. El repentino silencio que se produjo tras aquella pregunta fue ensordecedor.

Loken esperó a que el Señor de la Guerra reprendiera a Eidolon por atreverse a cuestionar una decisión tomada por él, pero Horus se limitó a sonreír con expresión indulgente.

—Porque esta gente son alimañas, y cuando aplastas alimañas desde tan lejos, siempre hay algunas que sobreviven. Si queremos solucionar el problema de raíz, tenemos que ensuciarnos las manos y destruirlos a todos de un solo golpe. Puede que no sea tan elegante como desearían los Hijos del Emperador, pero la elegancia no es una de mis prioridades. La victoria rápida, sí.

—Por supuesto —contestó Eidolon al mismo tiempo que hacía un gesto negativo con la cabeza—. Pensar que esos estúpidos están tan ciegos ante la realidad de la galaxia…

—No temas, comandante —le dijo Abaddon mientras descendía hasta situarse al lado del Señor de la Guerra—. Serán iluminados en la equivocación que resulta ser su comportamiento.

Loken se arriesgó a mirar de reojo al primer capitán, sorprendido por el tono de respeto que captó en su voz. Todos los encuentros anteriores entre los Hijos de Horus y Eidolon lo habían conducido a pensar que Abaddon despreciaba al arrogante comandante general de los Hijos del Emperador. ¿Qué era lo que había cambiado?

—Mortarion —dijo Horus a continuación—, tu objetivo será enfrentarte al contingente principal del ejército de la Ciudad Coral. Si siguen siendo algo parecido a lo que tuvo que enfrentarse la Guardia del Cuervo, serán soldados profesionales y no se desmoralizarán con facilidad, ni siquiera cuando se enfrenten a los Adeptus Astartes.

La holografía se concretó hasta mostrar un mapa de la Ciudad Coral, una bella conurbación de muchos y variados edificios, que comprendían desde mansiones y basílicas de diseño exquisito hasta enormes extensiones de habitáculos y nudos de complejos industriales. Las elegantes avenidas y las anchas vías públicas habían sido trazadas con esmero y se entrecruzaban en una ciudad de múltiples niveles y de millones de habitantes, la mayoría de los cuales parecían distribuirse por los cada vez más amplios distritos residenciales, por los talleres y las factorías.

La zona occidental de la ciudad destacaba respecto a las demás. Era donde se concentraba la línea defensiva, parecida a una cicatriz, repleta de trincheras y de búnkers que se alineaban a lo largo de la franja exterior de la ciudad. El lado opuesto de la Ciudad Coral se apoyaba en los riscos casi verticales de una cadena montañosa. Las defensas naturales protegían de un modo muy eficiente a la ciudad frente a cualquier ataque terrestre convencional.

Por desgracia para la Ciudad Coral, era evidente que el Señor de la Guerra no estaba planeando ninguna clase de ataque terrestre convencional.

—Por lo que parece, una parte considerable de las fuerzas armadas están concentradas en estas defensas —siguió comentando Horus—. Según los informes, disponen de unas fortificaciones y de una artillería excelentes. Muchas de esas defensas se añadieron después de que se sometiera el planeta para proteger la sede del gobierno imperial en Isstvan, lo que significa que son nuestras y que serán resistentes. Será tarea difícil enfrentarse y destruir esa fuerza, y todavía hay muchos detalles sobre las fuerzas de combate de la Ciudad Coral que no conocemos.

—Me siento agradecido por este desafío, mi Señor de la Guerra —respondió Mortarion—. Es el campo de batalla natural de mi legión.

La imagen se concentró en otra localización, una espectacular aglomeración de arcos y torres, con docenas de alas parecidas a laberintos y edificios añadidos que rodeaban una cúpula central magnífica cubierta de piedra pulida. La estructura constituía el remate glorioso de la ciudad, y se asemejaba a un broche enjoyado que mantuviera unida la retorcida madeja de la Ciudad Coral.

—El palacio del Señor del Coro —comentó Eidolon con cierto gesto de admiración.

—Y tu legión será la encargada de tornarlo —le respondió Horus—. Junto a los Devoradores de Mundos.

Loken se dio cuenta de nuevo de la mirada que Eidolon le lanzó a Angron. El comandante general fue incapaz de ocultar el disgusto que sentía ante la idea de luchar codo con codo junto a una legión tan bárbara. Si Angron se percató de la mirada de desprecio que le lanzó Eidolon, no dio muestra alguna de ello.

—El palacio es uno de los lugares donde con mayor probabilidad se encontrará Praal —añadió Horus—. Por lo tanto, el palacio es uno de nuestros objetivos más importantes y debe ser tomado. Toda capacidad de mando en la Ciudad Coral quedará destruida y Praal acabará muerto. Es un traidor, así que ni quiero ni espero que se lo capture con vida.

Por último, el holograma se enfocó sobre una curiosa masa de piedra a una cierta distancia hacia el este del palacio del Señor del Coro. El inexperto ojo de Loken no distinguió más que una serie de torres de iglesia o de templos, edificios sagrados que habían sido construidos unos sobre los otros con el paso de los siglos.

—Esto es el Sagrario de la Sirena, y mis Hijos de Horus encabezarán el ataque contra esta posición. La rebelión en la Ciudad Coral parece tener un origen religioso, y el Sagrario de la Sirena es el centro espiritual de la urbe. Según los informes de Corax, era la sede de la vieja religión pagana que se suponía había desaparecido ya. Por lo que se ve, todavía se mantiene, y la jefatura de esa superstición se encuentra allí. Ésta es otra posible localización de Vardus Praal, así que aquí tampoco quiero prisioneros, sino una destrucción absoluta.

Loken vio por primera vez el campo de batalla donde no tardaría en estar luchando. Daba toda la impresión de que el Sagrario de la Sirena sería un lugar difícil de tomar. Las enormes y complicadas estructuras creaban un entorno de múltiples niveles con muchos sitios donde esconderse. Sería un terreno muy peligroso.

Ése era el motivo por el que el Señor de la Guerra enviaba a su propia legión allí. Sabía que eran capaces de hacerlo.

La holografía se amplió de nuevo para mostrar otra vez la imagen del planeta al completo.

—Las operaciones preliminares incluyen la destrucción de las estaciones de vigilancia situadas en el planeta Isstvan Extremis —añadió Horus—. Cuando los rebeldes se hayan quedado a ciegas, comenzará la invasión de Isstvan III. Las unidades escogidas para encabezar la primera oleada de ataque se desplegarán mediante cápsulas de desembarco y cañoneras. La segunda oleada permanecerá en reserva. Confío en que todos habréis comprendido qué se espera de vuestras legiones.

—Tan sólo tengo una pregunta, mi Señor de la Guerra —dijo Angron.

—Habla —le ordenó Horus.

—¿Para qué planeamos este ataque con tanta precisión si un único y devastador ataque podría lograr lo mismo?

—¿Estás cuestionando mis órdenes, Angron? —le preguntó Horus con un tono de voz mesurado.

—Por supuesto que las cuestiono —le replicó Angron—. Tenemos cuatro legiones, titanes y naves de combate a nuestra disposición, y no es más que una ciudad. Podríamos atacarla con todo lo que tenemos y luego masacrar a los supervivientes en las calles. Después de esto, ya veremos a cuántos les quedan ganas de sublevarse. Pero no, tú tienes que matarlos uno por uno y eliminar a sus líderes como si fuéramos a conservar este mundo. Horus, la rebelión está en la gente. Mata a la gente y se acabará la rebelión.

—Lord Angron —dijo Eidolon con voz conciliadora—, habla usted de convertir en…

—Mantén la boca cerrada en presencia de tus superiores —lo cortó Angron con voz ronca—. Sé lo que los Hijos del Emperador pensáis de nosotros, pero confundís nuestra brusquedad con estupidez. Háblame otra vez sin que te haya dado permiso para ello y te mataré.

—¡Angron!

La voz de Horus atravesó el ambiente cada vez más cargado de tensión y el primarca de los Devoradores de Mundos apartó su furia asesina de Eidolon.

—Tienes en muy poco aprecio las vidas de tus Devoradores de Mundos —empezó diciéndole Horus—, y crees firmemente en el modo de llevar a cabo la guerra y que has hecho tuyo, pero eso no te sitúa más allá de mi autoridad. Soy el Señor de la Guerra, el comandante de todos y todo lo que cae bajo la égida de la Gran Cruzada. Tu legión se desplegará según las órdenes que te he dado. ¿Está claro?

Angron asintió con sequedad y Horus se dio la vuelta hacia Eidolon.

—Comandante general Eidolon, no estás entre tus iguales, y tu presencia en este consejo de guerra depende de mi buena disposición al respecto, que disminuiría con rapidez si se te ocurriera seguir comportándote como si Fulgrim se encontrara aquí para cuidar de ti.

Eidolon recuperó con rapidez la compostura.

—Por supuesto, mi Señor de la Guerra, no pretendía ser irrespetuoso. Me aseguraré de que mi legión se encuentre preparada para el ataque contra Isstvan Extremis y la captura del palacio del Señor del Coro.

Horus se volvió para mirar de nuevo a Angron, quien se limitó a asentir una vez más.

—Los Devoradores de Mundos estarán preparados, mi Señor de la Guerra —se apresuró a decir Khârn.

—Entonces, doy por finalizado este cónclave —proclamó Horus—. Volved a vuestras legiones y preparaos para el combate.

Las distintas delegaciones fueron saliendo del lugar. Khârn se puso a hablar en voz baja con Angron mientras Eidolon adoptaba un cierto aire fanfarrón para compensar la amonestación a la que le había sometido Horus. A Loken le pareció distinguir un cierto brillo de diversión en los ojos de Mortarion mientras se marchaba seguido por Garro y sus exterminadores.

Horus se dio la vuelta hacia Torgaddon.

—Que preparen un Stormbird para que me lleve al Conquistador. Angron debe ser iluminado respecto al comportamiento adecuado en este esfuerzo común.

Horus se dio la vuelta y se dispuso a salir de la Corte de Lupercal seguido de Abaddon y de Aximand sin siquiera dirigir una mirada a Loken y a Torgaddon.

—Eso fue muy ilustrativo —comentó Torgaddon cuando se quedaron solos.

Loken sonrió con gesto cansado.

—Me dio la impresión de que querías que Angron le pegara a Eidolon.

Torgaddon se echó a reír al recordar cómo Eidolon y él estuvieron a punto de enzarzarse a golpes cuando se conocieron por primera vez en la superficie de Muerte.

—Ojalá pudiéramos acompañar al Señor de la Guerra al Conquistador —comentó Torgaddon—. Eso sí que sería algo digno de ver. Horus iluminando a Angron. ¿De qué hablarán?

—Sí, ¿de qué hablarán? —repitió Loken mostrándose de acuerdo.

Había muchas cosas que Loken desconocía, pero mientras rumiaba sobre su infeliz ignorancia, recordó lo último que le dijo Kyril Sindermann a gritos mientras los soldados de Maloghurst se lo llevaban casi a rastras.

—Tarik, tenemos una batalla que preparar, así que quiero que tengas a todo el mundo listo. Lo de Isstvan III va a ser un hueso duro de roer.

—Lo sé —contestó Torgaddon—. El Sagrario de la Sirena. Qué maldito desastre. Eso es lo que ocurre cuando le das a la gente un dios en el que creer.

—Que Vipus también se prepare. Si vamos a atacar el Sagrario de la Sirena, quiero a la escuadra Locasta con nosotros.

—Por supuesto —respondió con un gesto de asentimiento Torgaddon—. A veces creo que Neto y tú sois las únicas personas en las que puedo confiar. ¿Qué vas a hacer tú?

—Tengo lectura pendiente —le contestó Loken.