SIETE
SIETE
El Dios Máquina
Un favor
Subterfugio
La fría sensación que recorría la mente de Cassar era una vieja amiga, el contacto de algo tranquilizador. La caricia metálica del Dies Irae que sintió cuando las interconexiones corticales se entremezclaron con su mente consciente habría sido terrorífica para la mayoría de la gente, pero era una de las pocas constantes que el moderati Titus Cassar había dejado en la galaxia.
Ésa y el Lectio Divinitatus.
El puente de mando del titán estaba envuelto en la penumbra, apenas iluminado por los colores verdes y azules de las señales y los indicadores que se alineaban a lo largo del ornamentado lugar. Los señores del Adeptus Mechanicum habían estado muy ocupados y había enviado muchos adeptos encapuchados al titán, quienes habían llenado el puente de mando de piezas que todavía no tenía ni idea de para qué servían. La tripulación encargada del reactor de plasma que se encontraba en el corazón de la máquina de guerra había estado preparando al titán para el combate desde que el Espíritu Vengativo había llegado al sistema Isstvan. Los indicadores señalaban que los sistemas principales del Dies Irae funcionaban al mejor nivel operativo jamás conseguido.
Cassar se alegraba de cualquier ventaja de combate que pudiera disfrutar la máquina de guerra, pero en lo más profundo no le gustaba que nadie más tocara los sistemas del titán. Los filamentos de las interconexiones se adentraron más en su cráneo y le provocaron un escalofrío inesperado que lo recorrió por entero. Los sistemas del titán se iluminaron detrás de los ojos de Cassar como si formaran parte de su propio cuerpo. El reactor de plasma palpitaba en silencio, con toda la energía contenida preparada para surgir en plena disposición de combate en cuanto se lo ordenara.
—Los sistemas de estimulación están un poco sueltos —se dijo a sí mismo al tiempo que aumentaba la tensión de los gigantescos pistones hidráulicos del torso y de las piernas del titán—. Armas de energía al máximo. Munición cargada —dijo a continuación, a sabiendas que no le haría falta más que pensarlo para desencadenar una tormenta de disparos.
Había acabado por considerar el poder y la majestuosidad del Dies Irae como una personificación del propio Emperador. Cassar se había resistido al principio a aquella idea y se había burlado de la insistencia que Jonah Aruken había mostrado en su apreciación de que el titán poseía un alma. Sin embargo, cada vez se había hecho más y más obvio el motivo por el que la santa lo había escogido.
El Lectio Divinitatus se encontraba en peligro y había que defender a sus fieles. Casi se rió en voz alta cuando se le ocurrió aquello, pero lo que había presenciado en la cubierta médica no había hecho más que intensificar su fuerza de convicción respecto a lo acertado que había estado al tomar su decisión.
El titán era un símbolo de esa fuerza, un avatar de la ira divina, un dios máquina que llevaba la justicia del Emperador a los pecadores de Isstvan.
—El Emperador protege —murmuró Cassar, y su voz pasó flotando a través de las capas de indicadores que tenía sobrescritos en la mente—, y él destruye.
—¿Y lo sabe?
Cassar salió de repente de sus ensimismados pensamientos y los sistemas del titán se retiraron bajo la capa de su conciencia. Alzó la mirada preso de un pánico repentino, pero un momento después dejó escapar un suspiro de alivio al darse cuenta de que se trataba del moderati Aruken, que estaba de pie a su lado.
Aruken activó una clavija y las luces del puente de mando parpadearon al encenderse.
—Ten cuidado de quién puede oírte, Titus. Ahora más que nunca.
—Estaba efectuando las comprobaciones previas de combate —le respondió Cassar.
—Por supuesto que sí, Titus, pero si el princeps Turnet te oye decir cosas como ésa, será tu fin.
—Mis ideas son mías, Jonah. Ni siquiera el princeps puede prohibirme eso.
—¿De verdad te crees lo que acabas de decir? Venga, Titus, sabes muy bien que todo ese asunto del culto al Emperador no está bien visto. Tuvimos suerte en la cubierta médica, pero esto es demasiado grande para nosotros, y se está volviendo muy peligroso.
—Ahora no podemos echarnos atrás —le replicó Cassar—. No después de lo que vimos.
—Ni siquiera estoy seguro de lo que vi —respondió Aruken en un tono de voz defensivo.
—¿Estás de broma?
—No —insistió Aruken—, no lo estoy. Mira. Te digo todo esto porque eres buena persona y el Dies Irae sufrirá si no estás aquí. Necesita una buena tripulación, y tú formas parte de ella.
—No cambies de tema —le soltó Cassar—. Los dos sabemos que lo que vimos en la cubierta médica fue un milagro. Debes aceptar eso antes de que el Emperador pueda entrar en tu corazón.
—Escúchame bien: he estado oyendo rumores en el puente de mando, Titus —le dijo Aruken acercándose más a él—. Turnet ha estado haciendo preguntas… sobre nosotros. Pregunta hasta qué punto estamos metidos, como si los dos formáramos parte de alguna clase de conspiración en la sombra. Como si ya no confiase en nosotros.
—No me importa.
—No lo entiendes. Cuando entramos en combate somos un equipo excelente, y si al final nos…, no sé, nos meten en una celda o algo peor, el equipo se romperá y no encontrarán mejor equipo que el nuestro para el Dies Irae. No dejes que todo este asunto de la santa lo estropee. La cruzada sufrirá si ocurre algo así.
—Mi fe no me permite transigir, Jonah.
—Bueno, ya estamos —le espetó Aruken—. Tu fe.
—No —le contestó Cassar negando con la cabeza—. También es tu fe, Jonah, lo que ocurre es que todavía no lo sabes.
Aruken no le respondió y se limitó a dejarse caer en su sillón de mando para después señalar con un gesto de la barbilla las lecturas de los indicadores que Cassar tenía delante.
—¿Cómo está?
—Muy bien. El reactor funciona con total normalidad y el localizador de objetivos reacciona con una rapidez mayor de la que jamás le había visto. Los adeptos del Mechanicum han estado trasteando aquí y allá para que suenen unos cuantos pitos y campanas más.
—Lo dices como si fuera algo malo, Titus. Los del Adeptus Mechanicum saben lo que se hacen. Bueno, el caso es que lo último que he oído es que disponemos de doce horas antes de ponernos en marcha. Vamos a desembarcar junto a la Guardia de la Muerte en tareas de apoyo. El princeps Turnet nos informará dentro de unas pocas horas, pero básicamente la misión consistirá en machacar el terreno y acojonar al enemigo. ¿Te suena bien?
—Me suena a batalla.
—Cuando empieza el baile de proyectiles, para el Dies Irae es lo mismo una cosa que la otra.
* * *
—Esto me recuerda por qué me sentía tan orgulloso —comentó Loken mientras miraba el agrupamiento de las tropas de la punta de lanza que tenía lugar en la cubierta de embarque del Espíritu Vengativo—. Unirme al Mournival y formar parte de todo esto.
—Yo me sigo sintiendo orgulloso —respondió Torgaddon—. Es mi legión. Eso no ha cambiado.
Loken y Torgaddon, con todo el equipo y la armadura puesta y preparados para el desembarco, se encontraban a la cabeza de una hueste de Adeptus Astartes. Más de una tercera parte de la legión estaba allí, con miles de guerreros a la espera y en formación. Loken vio a los veteranos al lado de los novicios recién ascendidos, a los guerreros de asalto con las espadas sierra en el cinto y los voluminosos retrorreactores a la espalda, a los devastadores cargando con los grandes bólters pesados y los cañones láser.
El sargento Lachost estaba conferenciando con su escuadra de comunicaciones para asegurarse de que entendían la importancia de mantener la conexión con el Espíritu Vengativo una vez las tropas se hubieran desplegado en la Ciudad Coral.
El apotecario Vaddon seguía efectuando una y otra vez las comprobaciones previas de su equipo médico, incluido el guantelete de narthecium, con su racimo de sondas y el reductor con el que recuperaría la semilla genética de los caídos en combate.
Iacton Qruze, quien llevaba siendo capitán desde hacía tanto tiempo que era todo lo viejo que podía ser un Astartes hasta ese momento, y que seguía siendo un excelente guerrero, estaba arengando a un grupo de marines espaciales recién ascendidos, contándoles las pasadas glorias de la legión y de cómo debían estar a la altura de esa honorable tradición.
—Preferiría estar con la Décima —le dijo Loken a su amigo volviéndose hacia él.
—Y yo con la Segunda —le contestó Torgaddon—. Pero no siempre podemos tener lo que queremos.
—¡Garvi! —lo llamó una voz familiar.
Loken se dio la vuelta y vio a Nero Vipus que se acercaba a ellos. Los veteranos de la escuadra Locasta siguieron con los preparativos para el desembarco.
—Nero —lo saludó Loken—. Me alegro de que estés con nosotros.
Vipus le dio una palmada en la hombrera de la armadura con la prótesis que había sustituido a la mano orgánica que había perdido en 63-19.
—No me lo habría perdido por nada del mundo —le contestó el sargento.
—Ya sé lo que quieres decir —respondió Loken.
Había pasado mucho tiempo desde que habían formado juntos a bordo del Espíritu Vengativo como hermanos, listos para combatir por el Emperador. Nero Vipus y Loken eran amigos desde muy antiguo, desde los primeros días de entrenamiento, que apenas recordaban ya, y lo tranquilizaba tener un rostro familiar a su lado.
—¿Has oído los informes que han llegado del asalto a Isstvan Extremis? —le preguntó Vipus con la mirada encendida.
—Sólo algunos.
—Dicen que el enemigo dispone de una casta de jefes con poderes psíquicos y que sus soldados son auténticos fanáticos. Me enfurece pensar en que existe algo así.
—No te preocupes —le dijo Torgaddon—. Seguro que los matarás a todos.
—Es otra vez igual que Davin —comentó Vipus dejando al descubierto los dientes en una mueca de impaciencia.
—No, no es como Davin —le replicó Loken—. No se parece en nada a Davin.
—¿Qué quieres decir?
—Para empezar, no es un puñetero cenagal —declaró Torgaddon.
—Será un honor que acompañes a la escuadra Locasta, Garvi —le dijo Vipus con cierta expectación—. Dispongo de espacio en la cápsula de desembarco.
—El honor será todo mío —le contestó Loken. Le estrechó la mano a su amigo y, de repente, se le ocurrió algo—. Cuenta conmigo.
Hizo un gesto de asentimiento a sus dos amigos antes de dirigirse abriéndose paso entre la multitud de Astartes hacia la solitaria figura de Iacton Qruze. El Que se Oye a Medias contemplaba los preparativos para el combate con una expresión de abierta envidia, y Loken notó de repente un sentimiento de comprensión hacia el venerable guerrero. Qruze era un claro ejemplo de lo poco que incluso los apotecarios de la legión sabían de la fisiología de un miembro de los Adeptus Astartes. Tenía el rostro arrugado y desgastado como la corteza de un roble viejo, pero su cuerpo seguía mostrando una tremenda resistencia y la misma habilidad lograda tras décadas de combates sin que pareciera afectarle el paso de los años.
En teoría, un Astartes era inmortal, lo que significaba que sólo con la muerte terminaba su deber. Aquella idea hizo que a Loken le recorriera la espalda un escalofrío.
—Loken —lo saludó Qruze cuando vio que se acercaba a él.
—¿No bajas a contemplar las vistas desde el Sagrario de la Sirena? —le preguntó Loken.
—Ah, pues no —respondió Qruze—. Debo quedarme aquí a la espera de nuevas órdenes. Ni siquiera ocupo un lugar en el orden de batalla de la fuerza de pacificación.
—Iacton, si el Señor de la Guerra no tiene planes para ti, quizá puedas hacer algo por mí —le dijo Loken—. Si me haces el honor.
Qruze entrecerró los ojos.
—¿Qué clase de favor?
—Nada demasiado difícil, te lo prometo.
—Dime.
—Hay algunos rememoradores a bordo de los que quizá hayas oído hablar: Mersadie Oliton, Euphrati Keeler y Kyril Sindermann.
—Sí, sé quiénes son —le confirmó Qruze—. ¿Qué pasa con ellos?
—Son… amigos míos, y para mí sería un honor que los buscaras y les echaras un ojo de vez en cuando. Sólo asegúrate de que se encuentran bien.
—Capitán, ¿por qué te importan tanto estos mortales?
—Me ayudan a mantener intacta mi honestidad, Iacton —le contestó Loken con una sonrisa—. Además, me recuerdan todo lo que deberíamos ser como Adeptus Astartes.
—Entonces lo entiendo muy bien, Loken —le aseguró Qruze—. Chico, la legión está cambiando. Ya sé que me has oído machacarte con todo esto antes, pero es que siento en los huesos que hay algo grande al otro lado del horizonte y que no logramos verlo. Si esta gente te ayuda a mantener tu honestidad, eso es más que suficiente para mí. Considéralo hecho, capitán Loken.
—Gracias, Iacton. Significa mucho para mí.
—De nada, chaval —le contestó Qruze con una sonrisa—. Venga, lárgate y mata por los que nos quedamos.
—Lo haré —le prometió Loken al mismo tiempo que agarraba a Qruze por la muñeca en el típico gesto de saludo de los guerreros.
—Todas las unidades de la punta de lanza a sus puestos —dijo la resonante voz del oficial del puente de embarque.
—Buena caza en el Sagrario de la Sirena —le deseó Qruze—. ¡Lupercal!
—¡Lupercal! —gritó Loken a su vez.
Mientras trotaba hacia la cápsula de desembarco de la escuadra Locasta, casi le dio la sensación de que había olvidado los incidentes ocurridos en Davin, y que de nuevo no era más que un guerrero que luchaba en una cruzada que debía ganarse y contra un enemigo que merecía morir.
Le había hecho falta una guerra para que se sintiera otra vez uno de los Hijos de Horus.
* * *
—¡Por la victoria! —gritó Lucius.
Los Hijos del Emperador estaban tan seguros de la perfección de su estilo de hacer la guerra que era tradicional celebrar la victoria antes incluso de haberla conseguido. Tarvitz no se sintió sorprendido de que fuera Lucius quien lanzara aquel vítor. Había muchos oficiales superiores presentes para presenciar las celebraciones previas a la batalla y Lucius estaba ansioso por hacerse notar. Los Adeptus Astartes que estaban sentados cerca de él en la lujosa mesa de banquete hicieron coro de su exclamación y sus gritos resonaron en las paredes de alabastro del salón de celebraciones. Allí había estandartes capturados, honrosas armas empuñadas antaño por alguno de los Elegidos de Fulgrim que colgaban de las paredes, y murales donde se veían héroes acabando con enemigos alienígenas; gloriosos recordatorios de victorias pasadas.
El primarca no se hallaba presente, por lo que le correspondía a Eidolon ocupar su lugar en el festín y exhortar a sus camaradas Astartes a que celebraran la futura victoria. Lucius también se esforzaba en ello y dirigía a sus compañeros en los diversos brindis que apuraban con los dorados cálices llenos de buen vino.
Tarvitz dejó su copa en la mesa y se puso en pie.
—¿Ya te marchas, Tarvitz? —le preguntó Eidolon con voz burlona.
—¿Cómo? —intervino Lucius—. ¡Si acabamos de empezar las celebraciones!
—Estoy seguro de que serás capaz de celebrar lo que sea por los dos, Lucius —le contestó Tarvitz—. Tengo asuntos que atender antes de que partamos para el desembarco.
—¡Tonterías! —le espetó Lucius—. Tienes que quedarte para contarnos lo que ocurrió en Muerte y cómo te ayudé a derrotar a esa escoria que eran los megarácnidos.
Los guerreros los vitorearon de nuevo y le pidieron a Tarvitz que volviera a narrar lo ocurrido, pero éste alzó las manos para acallarlos un momento.
—Lucius, ¿por qué no lo cuentas tú? —le dijo Tarvitz—. De todas maneras, no creo que yo logre resaltar lo suficiente tu participación como para que te guste,
—Es cierto —respondió Lucios con una sonrisa—. Muy bien, yo lo contaré.
—Mi comandante general —dijo Tarvitz, acompañando con una reverencia al saludo de despedida antes de dar media vuelta para dirigirse a la puerta dorada de la sala de banquetes. Apelar a la vanidad de Lucios era el mejor modo de desviar la atención. Echaría de menos el ambiente de camaradería de la celebración, pero tenía otros asuntos más importantes en la cabeza.
Cerró la puerta de la sala de banquetes en el mismo momento que Lucios comenzaba a contar la desafortunada expedición a Muerte, desde sus horribles comienzos hasta que, de algún modo, se había convertido en un gran triunfo, en buena parte gracias a Lucius, si había que hacer caso de las veces anteriores que lo había contado.
La magnífica columnata central que recorría el corazón de la nave se encontraba casi en silencio. Sólo se oía el zumbido apagado de los motores de la nave, algo tranquilizador en su constancia. La nave, como muchas otras de la flota de los Hijos del Emperador, se asemejaba a uno de aquellos antiguos palacios de Terra y reflejaba el deseo de la legión de imbuir a todo lo que la rodeaba de una majestuosidad regia.
Tarvitz avanzó por la nave y pasó al lado de lugares magníficos que habrían hecho llorar de envidia a los constructores de naves de Júpiter. Llegó por fin a la Sala de los Ritos, una estancia circular donde los Hijos del Emperador realizaban los juramentos y participaban en las ceremonias que los unían a la legión. Comparado con el resto de la nave, aquel recinto era un lugar oscuro pero no por ello menos resplandeciente: las columnas de mármol sostenían muy en lo alto un techo en forma de cúpula, y los altares rituales, también de mármol, relucían rodeados de sombras.
Los Elegidos de Fulgrim juraban ponerse al servicio personal del primarca en aquella estancia, y él había aceptado el cargo de capitán ante el Altar del Servicio. La Sala de los Ritos sustituía la sensación de opulencia por la de gravedad, y parecía diseñada para intimidar con la promesa de un conocimiento oculto a todo el mundo menos a los oficiales de rango más elevado de la legión.
Tarvitz se detuvo en el umbral al ver la silueta inconfundible del Anciano Rylanor. Su cuerpo de dreadnought se encontraba delante del Altar de la Devoción.
—Entra —le dijo Rylanor con su voz artificial.
Tarvitz se acercó con cuidado al Anciano. Su silueta cuadrangular dio paso a un sarcófago parecido al casco de un tanque pero montado sobre unas poderosas patas movidas por pistones. Los amplios hombros del dreadnought montaban un cañón de asalto en un brazo y un enorme puño hidráulico en el otro. El cuerpo de Rylanor giró con lentitud sobre el eje central para encararse a Tarvitz y dejó a un lado el Libro de Ceremonias que se encontraba abierto sobre el altar.
—Capitán Tarvitz, ¿por qué no te encuentras con los demás guerreros? —le preguntó Rylanor. La ranura de visión que albergaba los circuitos oculares lo miró sin mostrar emoción alguna.
—Pueden celebrar la victoria más que de sobra sin mí —contestó Tarvitz—. Además, ya he asistido a demasiados relatos de Lucius como para pensar que me perderé mucho esta vez.
—Tampoco es de mi agrado —comentó Rylanor.
La unidad de voz del dreadnought emitió un sonido electrónico intermitente y chirriante. Tarvitz pensó al principio que se trataba de un fallo del sistema, pero un momento después se dio cuenta de que así sonaba la risa del Anciano.
Rylanor era el Anciano de los Ritos de la legión, y cuando no se encontraba en el campo de batalla se encargaba de supervisar las ceremonias que marcaban el ascenso gradual de cualquier Adeptus Astartes desde su comienzo como novicio hasta convertirse en uno de los Elegidos de Fulgrim.
Muchas décadas antes, Rylanor había resultado herido en un enfrentamiento contra los traicioneros eldars. Las lesiones que sufrió estaban más allá de las capacidades curativas de los apotecarios de la legión, por lo que lo introdujeron en el sarcófago de un dreadnought para que pudiera continuar con el servicio a la legión. Junto a Lucius y a Tarvitz, Rylanor era uno de los oficiales superiores que desembarcarían para tomar el complejo palaciego de la Ciudad Coral.
—Deseo hablar con usted, reverendo Anciano —le dijo Tarvitz—. Es sobre el desembarco.
—El desembarco comenzará dentro de pocas horas —le contestó Rylanor—. No queda mucho tiempo.
—Sí, lo sé. Lo he dejado para demasiado tarde y debo pedirle disculpas por ello, pero se trata del capitán Odovocar.
—El capitán Odovocar está muerto. Cayó en Isstvan Extremis.
—Y la legión perdió un gran guerrero ese día —añadió Tarvitz asintiendo—. No sólo eso. Actuaba como oficial de estado mayor de lord Eidolon a bordo del Andronius y transmitía las órdenes del comandante a la zona de combate. Después de su muerte, no hay nadie que cumpla esa misión.
—Eidolon es consciente de la pérdida de Odovocar. Ya habrá pensado en alguien para que lo sustituya.
—Solicito el honor de cumplir esa tarea —exclamó Tarvitz con voz solemne—. Conocía muy bien a Odovocar y consideraría un tributo adecuado acabar la tarea que él comenzó en esta campaña.
El dreadnought se inclinó sobre Tarvitz. La fría superficie metálica de la máquina de guerra no dejó entrever emoción alguna mientras el guerrero lisiado que había en su interior decidía el destino de Tarvitz.
—¿Renunciarías al honor que supone tu puesto en la punta de lanza para encargarte de sus deberes?
Tarvitz se quedó mirando la ranura de visión de Rylanor mientras se esforzaba por mantener una expresión neutral en la cara. El Anciano era testigo de todo por lo que la legión había pasado desde los comienzos de la Gran Cruzada, y se decía que era capaz de percibir una mentira desde el mismo momento en que se pronunciaba.
Su solicitud de permanecer a bordo del Andronius era muy extraña, y Rylanor sin duda sentiría sospechas sobre sus motivos para no querer entrar en combate. Lo cierto era que en cuanto Tarvitz se enteró de que Eidolon no encabezaba en persona la punta de lanza supo que tenía que haber alguna razón para ello. El comandante general jamás dejaba pasar una oportunidad de vanagloriarse de su habilidad marcial, y no se conocía ninguna otra ocasión en la que hubiera designado a otro oficial para que dirigiera el combate en su nombre.
No sólo eso. Las órdenes de despliegue que Eidolon había entregado no tenían ningún sentido.
En lugar del habitual y riguroso orden de batalla por regimientos, el típico de un asalto de los Hijos del Emperador, las unidades elegidas para realizar el primer ataque casi parecían haber sido escogidas al azar. Lo único que tenían en común era que ninguna de ellas pertenecía a los capítulos bajo el mando de los oficiales preferidos de Eidolon. Que el comandante general organizara un desembarco sin contar con ninguno de los guerreros pertenecientes a las unidades de esos oficiales era un tremendo insulto y algo inaudito.
Había algo muy raro en aquel asalto, y Tarvitz no conseguía quitarse de la cabeza que había alguna clase de propósito oculto y siniestro en la selección de aquellas unidades. Tenía que saber de qué se trataba.
Rylanor se enderezó antes de hablar.
—Me encargaré de que te reemplacen. Capitán Tarvitz, lo que haces es un gran sacrificio. Honras enormemente la memoria del capitán Odovocar.
Tarvitz se esforzó por ocultar el alivio que sentía. Sabía que había corrido un riesgo impensable por mentirle a Rylanor.
—Gracias, Anciano —se limitó a decir con un gesto de asentimiento.
—Voy a reunirme con las tropas de la punta de lanza —le comunicó el dreadnought—. La celebración no tardará en acabar y debo asegurarme de que se encuentran preparados para el combate.
—Lleve la perfección a la Ciudad Coral.
—Guíanos bien —respondió Rylanor con la voz cargada de un significado implícito. De repente, Tarvitz estuvo seguro de que el dreadnought quería que se quedara a bordo de la nave—. Cumple la tarea encomendada por el Emperador, capitán Tarvitz —le ordenó Rylanor.
Tarvitz saludó marcialmente antes de contestar.
—Así lo haré.
Rylanor dejó atrás la Sala de los Ritos y se dirigió hacia el banquete con pasos resonantes y pesados.
Tarvitz se quedó mirando cómo se alejaba y se preguntó si volvería a ver al Anciano.
* * *
Los dormitorios construidos a todo lo largo de las paredes que constituían un lado de la pasarela eran oscuros y asfixiantes. Mersadie vio desde la puerta de uno de ellos el compartimento de máquinas, donde los miembros de la tripulación no eran más que unas figuras sudorosas e indiferenciadas que no dejaban de trabajar bajo el calor infernal y el brillo rojizo de los reactores de plasma. Se apresuraban por las otras pasarelas, las que se extendían entre los gigantescos reactores, y subían por los enormes conductos que colgaban como telas de araña en mitad de aquel resplandor infernal.
Se enjugó el sudor que le corría por la frente, provocado por el calor y la estrechez del lugar. No estaba acostumbrada al tremendo ambiente asfixiante que le arrebataba el aliento y la dejaba sin fuerzas.
—Mersadie —la llamó Sindermann, que se dirigía por la pasarela a reunirse con ella.
El iterador había perdido peso. La sucia túnica le colgaba de un cuerpo que ya de por sí había sido delgado, pero su rostro estaba iluminado por el alivio y la alegría de verla. Los dos se abrazaron con fuerza, agradecidos más allá de lo expresable con palabras al darse cuenta de que el otro estaba sano y salvo. Mersadie sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas al ver al anciano. No se había dado cuenta hasta ese momento de lo mucho que lo echaba de menos.
—Kyril, me alegro tanto de estar de nuevo a tu lado —dijo entre sollozos—. Desapareciste. Creí que te habían capturado. No sabía lo que te había ocurrido.
—Tranquila, Mersadie —la calmó Sindermann—. No pasa nada. Siento mucho no haber podido ponerme en contacto contigo antes. Debes saber que si hubiera tenido la oportunidad habría hecho todo lo posible por mantenerte al margen de todo esto, pero ya no sé qué hacer. No podemos tenerla escondida para siempre.
Mersadie miró a través del umbral de la puerta del dormitorio y deseó tener el mismo valor para creer que poseía Sindermann.
—No seas ridículo, Kyril. Me alegro de que te pusieras en contacto conmigo. Pensé… pensé que Maloghurst o Maggard te habían matado.
—Maggard casi lo consigue —repuso Sindermann—, pero la santa nos salvó.
—¿Que la santa os salvó? —le preguntó Mersadie extrañada—. ¿Cómo?
—No lo sé con exactitud, pero fue igual que en la sala de archivo. El poder del Emperador estaba en ella. Lo vi con mis propios ojos, Mersadie, tan seguro como que te veo ahora mismo delante de mí. Ojalá lo hubieras visto tú también.
—Me habría gustado haberlo visto. —Y se sintió sorprendida al darse cuenta de que realmente así era.
Entró en el dormitorio y se quedó mirando la forma inerte de Euphrati Keeler tumbada en un estrecho camastro, y que daba toda la impresión de estar simplemente dormida. La pequeña estancia se encontraba abarrotada y llena de suciedad. Una manta no muy gruesa cubría el suelo que había al lado del camastro.
Por una pequeña escotilla entraba la débil luz parpadeante de las estrellas. Aquel detalle era algo muy apreciado en la profundidad de una nave. Supo sin necesidad de preguntar que alguien había ofrecido de forma voluntaria y entusiasta su propia estancia para que la utilizaran la santa y su acompañante.
Incluso en aquellas profundidades apestosas y oscuras, la fe florecía.
—Ojalá fuese capaz de creer —comentó Mersadie en voz alta mientras contemplaba el rítmico movimiento del pecho de Euphrati.
—¿No lo eres? —quiso saber Sindermann.
—No lo sé —contestó ella haciendo un gesto negativo con la cabeza—. Dime, ¿por qué debería hacerlo? ¿Qué significa creer para ti, Kyril?
Él sonrió y la tomó de la mano.
—Me proporciona algo que me sostiene. En esta nave hay gente deseosa de matarla, y sin embargo… No me preguntes cómo, pero sé que necesito mantenerla a salvo.
—¿No tienes miedo? —inquirió Mersadie.
—¿Miedo? —respondió Kyril—. Jamás me he sentido más aterrorizado en toda mi vida, querida, pero tengo la esperanza de que el Emperador me esté protegiendo. Eso me da fuerzas y la voluntad necesarias para enfrentarme al miedo.
—Eres una persona extraordinaria, Kyril.
—No soy extraordinario, Mersadie —negó Sindermann con la cabeza—. Tuve suerte. He sido testigo de lo que la santa hizo, así que para mí tener fe ha sido fácil. Para ti es más difícil, ya que no has visto nada. Lo único que tienes que hacer es aceptar que el Emperador está actuando a través de Euphrati, pero no lo crees, ¿verdad?
Mersadie se apartó de Sindermann deshaciendo el abrazo, y se quedó mirando a través de la portilla al vacío del espacio que se extendía al otro lado.
—No. No puedo. Todavía no.
Una raya blanca cruzó por delante de la portilla como si fuera un meteorito.
La siguió otra, y otra más.
—¿Qué es eso? —preguntó.
Sindermann se agachó un poco para poder ver mejor a través de la portilla.
A pesar de lo agotada que estaba, vio de nuevo la fuerza interior que había en él y que anteriormente siempre había dado por sentado. Parpadeó para capturar la imagen, el valor y el desafío que perfilaban el rostro de su amigo.
—Son cápsulas de desembarco —le aclaró Sindermann indicándole con un gesto de la mano un objeto brillante que destacaba contra la oscuridad y que se había situado cerca de Isstvan III. Una pequeña lluvia de chispas surgió de la parte baja del objeto y se dirigió hacia la superficie del planeta.
—Creo que se trata del Andronius, la nave insignia de Fulgrim —añadió Sindermann—. Por lo que parece, el ataque del que habíamos oído hablar acaba de comenzar. Imagínate cómo sería si pudiésemos ver todo su desarrollo.
Euphrati dejó escapar un quejido y el ataque contra Isstvan III quedó olvidado de inmediato, ya que ambos se apresuraron a colocarse a su lado. Mersadie vio con toda claridad el enorme amor que Sindermann sentía por Euphrati en el sencillo gesto de limpiarle la frente. La piel quedó tan limpia que casi parecía relucir.
Mersadie comprendió por un breve instante cómo era posible que la gente creyese que Euphrati podía hacer milagros. Su cuerpo era frágil y pálido, pero parecía inalterada por el mundo que la rodeaba. Cuando Mersadie había conocido a Keeler, ésta era una mujer atrevida que nunca temía decir lo que pensaba o forzar las normas para conseguir las magníficas imágenes por las que era famosa, y con justicia. Sin embargo, en esos momentos, era algo completamente distinto.
—¿Se está despertando? —le preguntó a Sindermann.
—No —respondió él con cierta tristeza—. Emite ruidos, pero jamás abre los ojos. Es una pena. A veces estoy convencido de que está a punto de recuperar la conciencia, pero después se hunde de nuevo en el infierno que debe reinar en el interior de su cabeza.
Mersadie dejó escapar un suspiro y se volvió para contemplar de nuevo el espacio.
Los diminutos puntos de luz se dirigieron a centenares hacia Isstvan III. Cuando la punta de lanza ya estaba a punto de llegar a su objetivo, Keeler susurró algo.
—Loken…
* * *
La Ciudad Coral era magnífica.
Su diseño era una obra maestra de arquitectura. La luz y el espacio conseguidos eran tan maravillosos que Peeter Egon Momus le había suplicado al Señor de la Guerra que no la asaltara de un modo brutal. Varios milenios más antigua que el Imperio que la había conquistado en nombre del Emperador, sus edificios y avenidas estaban a punto de convertirse en zonas de combate empapadas de sangre.
Mientras que el monstruo de la conquista había convertido a la galaxia en un lugar estéril, la Ciudad Coral continuó siendo la ciudad de los dioses.
El palacio del Señor del Coro, una creación vertiginosa de superficies arcos de mármol que relucían bajo el sol, se abría al cielo como una inmensa orquídea. Las construcciones de granito pulido de los distritos más prósperos de la ciudad lo rodeaban como un séquito de adoradores. Momus había descrito el palacio como un monumento al poder y a la gloria, un símbolo del derecho divino según el cual debería gobernarse Isstvan III.
Ya más alejados del palacio y de la perfección arquitectónica de la Ciudad Coral se extendían los inmensos distritos residenciales de varios niveles superpuestos. Estaban conectados por incontables pasarelas y puentes de vidrio y acero. Las avenidas que corrían entre ellos eran amplios bulevares surcados por arboledas en los que los habitantes de la Ciudad Coral tenían sus residencias.
El corazón industrial de la ciudad se alzaba como un esqueleto trepador de acero hacia las montañas orientales, desde donde vomitaba grandes bocanadas de humo producidas por el proceso de fabricación de las armas que se entregarían a los ejércitos del planeta. Se avecinaba una guerra, y todos y cada uno de los isstvanianos estaba dispuesto a luchar.
Sin embargo, no había paisaje alguno en la Ciudad Coral que se pudiese comparar con el Sagrario de la Sirena.
Ni siquiera el majestuoso espectáculo que constituía el palacio eclipsaba al Sagrario de la Sirena. Sus gigantescos muros definían la Ciudad Coral con su inmensidad. Las enormes almenas empequeñecían todo lo que las rodeaba. La sagrada fortaleza del Sagrario de la Sirena hacía humildes incluso a los picos nevados de las montañas cercanas. En el interior de sus muros, unas inmensas torres-tumba se elevaban hacia el cielo cargadas de esculturas monumentales que contaban las leyendas del mítico pasado de Isstvan.
Esas leyendas decían que el propio dios Isstvan había creado el mundo a partir de una música, y que los benditos cantores de guerra eran capaces de oír esa canción, y que había dado a luz a incontables hijos con los que había poblado las primeras épocas del planeta. Se convirtieron en el día y en la noche, en el océano y en la montaña, en un millar de leyendas cuyo aliento se sentía en cada momento de cada día de la Ciudad Coral.
Las estatuas más siniestras hablaban de los Hijos Perdidos, los hijos e hijas que habían renegado de su padre y habían sido expulsados a las tierras baldías del quinto planeta, donde se convirtieron en monstruos llenos de envidia y alzaron fortalezas negras donde rumiar su expulsión del paraíso.
La guerra, la traición, la revelación y la muerte marchaban todas juntas dando vueltas por el Sagrario de la Sirena en unos interminables ciclos de mitos. El peso de su significado anclaba la Ciudad Coral al suelo de Isstvan III e infundía a todos sus habitantes un sentimiento de propósito sagrado.
Se decía que los dioses de Isstvan dormían en el Sagrario de la Sirena, desde donde susurraban sus siniestros planes en las pesadillas de los niños y de los ancianos.
Durante un largo tiempo, los mitos y las leyendas se habían mantenido tan lejanos como siempre habían estado, pero en esos momentos caminaban entre la propia gente de la Ciudad Coral, y cada ráfaga de viento gritaba que los Hijos Perdidos habían regresado.
Sin saber el motivo concreto, la población de Isstvan III se había armado y había seguido sin cuestionar en absoluto las órdenes que Vardus Praal había dado para que defendieran la ciudad. Un ejército de soldados bien equipados esperaba la invasión que durante tanto tiempo les habían prometido que sucedería. Estaban desplegados en la zona occidental de la ciudad, donde los cantores de guerra habían creado con sus canciones una formidable red de trincheras.
Las piezas de artillería situadas en mitad de las relucientes avenidas de la ciudad apuntaban hacia el oeste, preparadas para machacar a cualquier invasor antes incluso que hubiera logrado llegar a las trincheras. Los guerreros de la Ciudad Coral se encargarían de acabar entonces con los supervivientes que se acercaran mediante unos cuidadosos planes de fuego cruzado.
Las defensas se habían planificado de un modo meticuloso para proteger a la ciudad de un ataque desde el oeste, la única dirección desde la que se podía lanzar una invasión.
O eso les habían dicho a los soldados desplegados en los puntos de defensa.
El primer indicio ominoso fueron las llamaradas que aparecieron en el cielo al amanecer.
Una lluvia de meteoritos cruzó la roja salida del sol atravesando incandescente el cielo como si fueran lágrimas de fuego.
Los centinelas de las trincheras las vieron caer formando brillantes lanzas llameantes. El primer objeto ardiente se estrelló contra las trincheras provocando un surtidor de barro y fuego.
La noticia se extendió a la velocidad del pensamiento por toda la Ciudad Coral: los Hijos Perdidos acababan de regresar, y las profecías de los mitos se habían hecho realidad.
Se cumplieron en cuanto las cápsulas de desembarco se abrieron de par en par y los Adeptus Astartes de la legión de la Guardia de la Muerte salieron del interior.
Y entonces comenzó la matanza.