CAPÍTULO 18
Los dragones que habían amenazado el oeste de la ciudad descabalgaron en su lado meridional para bloquear la ruta de escape del este. Y ahora inundaban el valle al sur, donde sus cascos relucían con la última luz del día. Los dirigía el jinete que llevaba la pelliza roja del coronel de l’Eclin pero que manejaba el sable con la mano derecha.
Los refugiados empezaron a correr, pero el suelo cenagoso entorpecía su huida despavorida. La mayoría intentaron cruzar el río, algunos se dirigieron al norte y otros corrieron hacia la dudosa seguridad de los fusileros de Sharpe.
—¿Señor? —preguntó Harper.
Pero Sharpe no podía dar una respuesta útil. Todo había terminado. El tumulto que seguía resonando en el interior de la ciudad no ofrecía ninguna protección y no había tiempo para cruzar el río o retirarse hacia el norte. Los fusileros se encontraban en terreno abierto, atrapados por la caballería, y Sharpe debía formar a sus hombres en cuadro y combatir a esos cabrones hasta el final. A un soldado se lo podía vencer, pero nunca humillar. Se llevaría por delante a tantos de esos triunfantes mal nacidos como pudiera y, en los años venideros, cuando los franceses se acuclillaran junto a las fogatas en alguna tierra remota, unos cuantos se estremecerían al recordar un combate en un valle del norte de España.
—¡Formen! ¡Tres filas! —Sharpe dispararía una descarga cerrada y luego se agruparían en cuadro. Los cascos de los caballos pasarían junto a ellos con un ruido de trueno, las hojas acometerían relucientes y poco a poco acabarían con sus hombres. Sharpe se puso a cortar hierbajos con la espada—. No voy a rendirme, sargento.
—Nunca pensé que fuera a hacerlo, señor.
—Pero cuando nos hayan desbaratado puede que los soldados abandonen.
—No lo harán si los estoy vigilando, señor.
Sharpe le sonrió al irlandés grandote.
—Gracias por todo.
—Sigo diciendo que nunca he conocido a nadie que dé unos puñetazos como los suyos.
—Lo había olvidado. —Sharpe se echó a reír. Vio que algunos cazadores desmontados y voluntarios se habían acercado corriendo y formaban tres burdas extensiones de tres filas. Lamentó que hubieran venido porque su torpeza sólo serviría para hacerlos más vulnerables en su última batalla; sin embargo, no iba a echarlos. Hendió el aire con su espada a derecha e izquierda, como si practicara para el momento final. Los dragones franceses habían detenido su avance lento y amenazador. La primera fila de dragones permanecía inmóvil a unos cuatrocientos metros de distancia. Parecía un largo trecho, pero Sharpe sabía que la caballería podía cubrir e1 terreno a una velocidad cruel cuando su trompeta los hiciera avanzar.
Se volvió de espaldas al enemigo y miró a sus soldados:
—Lo que tendríamos que haber hecho, muchachos, es ir hacia el norte.
Hubo un momento de silencio y los casacas verdes recordaron la discusión que había llevado a Harper a intentar matar a Sharpe. Se echaron a reír.
—Pero esta noche —dijo Sharpe—, tienen mi permiso para emborracharse. Y por si no tengo más adelante ocasión de decírselo, ustedes son la mejor tropa con la que nunca he combatido.
Los soldados aceptaron la disculpa y vitorearon. Sharpe pensó en el largo tiempo que le había costado ganarse aquella ovación y se dio la vuelta para que los fusileros no vieran su satisfacción e incomodidad.
Se volvió a tiempo de ver a un puñado de jinetes que salía de la ciudad. Uno de ellos era el conde de Mouromorto, inconfundible con su larga chaqueta negra y las altas botas blancas. Otro, que llevaba un dolmán rojo y tenía un cabello tan dorado como los cascos de los dragones, montaba un caballo grande y negro. Los dragones franceses que esperaban prorrumpieron en vítores cuando el coronel de l’Eclin recuperó su pelliza y su colbac del hombre que los había llevado puestos. El conde cabalgó hacia el escuadrón de la retaguardia, la reserva francesa, mientras el chasseur ocupaba el lugar que le correspondía al frente del ataque. Sharpe lo observó mientras se arreglaba la pelliza escarlata sobre el hombro, se colocaba el gran colbac de pelo en la cabeza y desenvainaba el sable con la mano izquierda. Sharpe rezó para poder ver muerto a de l’Eclin antes de caer bajo los cascos y aceros del enemigo.
—¡Teniente!
Sharpe se dio la vuelta y vio a Louisa que se acercaba a caballo por detrás de sus hombres.
—¡Váyase! —Señaló hacia el este, donde tal vez podría ponerse a salvo. La rapidez que le proporcionaba la montura no la tenían los refugiados que iban a pie—. ¡Márchese!
—¿Dónde está don Blas?
—¡No lo sé! ¡Y ahora márchese!
—¡Voy a quedarme aquí!
—¡Señor! —gritó Harper a modo de advertencia.
Sharpe se dio la vuelta. El sable del coronel de l’Eclin se había alzado para iniciar el avance francés. Los dragones tenían una extensión de terreno empapado a la derecha y una pendiente empinada a la izquierda, de modo que la carga quedaría restringida a un cauce de suelo firme de unos cien pasos de ancho. Unos cuantos mosquetes dispararon con un fogonazo parpadeante desde el otro lado del río, pero se hallaban demasiado lejos y los dragones del flanco hicieron caso omiso.
El sable del coronel de l’Eclin descendió y el trompeta dio el toque de avance. El escuadrón que iba en cabeza inició la marcha. Sharpe sabía que cuando este primer escuadrón hubiera recorrido unos cincuenta metros, la segunda línea francesa avanzaría lentamente. La tercera línea guardaría otros cincuenta metros de distancia por detrás. Era el ataque clásico de la caballería, dejando espacio suficiente entre las líneas para que un caballo caído de la primera línea no hiciera tropezar y caer a los que iban detrás. Al principio era lenta, pero muy amenazadora.
—¡Primera fila, rodilla a tierra! —ordenó Sharpe en tono calmado.
Los dragones llevaban sus caballos al paso porque querían mantener la formación apretada. No tardarían en acelerar, pero Sharpe sabía que no pondrían a sus monturas al galope hasta pocos segundos antes de que la carga chocara contra el objetivo. Se oían disparos de mosquete y gritos procedentes de la ciudad, lo cual era prueba de que los españoles seguían luchando con los franceses en las calles que se oscurecían, pero esa batalla ya no era asunto de Sharpe.
El coronel de l’Eclin alzó el sable con su mano izquierda y el primer escuadrón se puso al trote. La trompeta confirmó la orden. Sharpe ya oía a la caballería. Oía el tintineo de las barbadas, el golpeteo de los faldones de las sillas y el ruido sordo de los cascos. Un estandarte se alzó por encima de la primera fila.
—Tranquilos, muchachos, tranquilos. —Sharpe no podía decir otra cosa. Estaba al mando de una línea irregular de soldados que resistirían un instante antes de ser arrollados por los grandes caballos—. ¿Sigue usted ahí, señorita Louisa?
—¡Sí! —La voz nerviosa de Louisa le llegó de detrás de las filas de fusileros.
—Pues ya me perdonará, pero ¡lárguese de una jodida vez!
Sus hombres se rieron. Sharpe veía las trenzas de los dragones que rebotaban debajo de los cascos que se oscurecían.
—¿Sigue ahí todavía, señorita Louisa?
—¡Sí! —Esta vez su voz sonó desafiante.
—¡Esto no es nada agradable, señorita Louisa! ¡Van a arremeter a diestro y siniestro como malditos carniceros! Puede que ni siquiera se den cuenta de que es usted una chica hasta que le hayan tajado media cara. ¡Y ahora lárguese! ¡Es demasiado guapa para que la maten estos cabrones!
—¡Yo me quedo!
El coronel de l’Eclin volvió a alzar su sable. Sharpe ya oía el crujido de las sillas de montar.
—¿Hagman? Ese tramposo hijo de puta es suyo.
—¡Sí, señor!
Sharpe se olvidó de Louisa. Se embutió entre dos de sus soldados de la primera fila y sostuvo la espada en alto.
—¡Aguarden a que les dé la orden! ¡No hay que disparar hasta que noten el aliento de esos mal nacidos en el cuello! ¡Pero cuando vengan vamos a hacer que esos hijos de puta deseen no haber nacido! —Los caballos que se acercaban sacudían la cabeza con nerviosismo. Sabían lo que se les venía encima y Sharpe se permitió tener un momento de compasión por la carnicería que tenía que infligir—. ¡Apunten a los caballos! —les recordó a sus hombres—. ¡Olvídense de los jinetes, maten a los caballos!
—Por lo que estamos a punto de recibir —dijo Harper.
Los fusileros se pasaron la lengua por los labios llenos de pólvora. Nerviosos, comprobaron que las cazoletas de los rifles estaban cebadas y el pedernal bien sujeto en el martillo forrado de cuero. Tenían la boca seca y el estómago revuelto. La vibración que provocaba el trote de los caballos se percibía en el suelo, como cuando los grandes cañones pasaban por una carretera cercana. O como el temblor de un trueno en un día sofocante que presagiaba el aguijoneo de los rayos, pensó Sharpe.
El coronel de l’Eclin hizo descender su hoja curva para dar la señal a sus hombres de que se pusieran a medio galope. Sharpe sabía que en cuestión de pocos segundos la trompeta ordenaría el galope y las enormes bestias se precipitarían hacia delante. Tomó aire, consciente de que debía calcular el momento de su única descarga con una perfección exquisita.
Entonces cayó el rayo.
***
Eran poco más de cincuenta hombres, pero se trataba de la compañía de élite de Vivar, los cazadores de casaca escarlata que salieron de repente de la ciudad y cargaron pendiente abajo. Era un escuadrón cansado, agotado tras una noche y un día de combate, pero por encima de ellos, como una oleada de gloria en el cielo oscuro, ondeaba el gonfalón de Santiago Matamoros. La cruz escarlata era brillante como la sangre.
—¡Santiago! —Vivar iba al frente. Vivar los alentaba. Vivar profería el grito de guerra que podía arrebatar con un milagro una derrota—. ¡Santiago!
La pendiente proporcionaba velocidad de ataque a los cazadores y la bandera les daba el coraje de los mártires. Alcanzaron el borde de la primera línea francesa como un rayo y las espadas se clavaron provocando una sangrienta destrucción entre los dragones. De l’Eclin gritaba, se daba la vuelta, intentaba volver a formar a sus hombres, pero la bandera del santo se abría paso, adentrándose en el escuadrón francés. Las largas puntas del estandarte ya estaban salpicadas de sangre enemiga.
—¡A la carga! —Sharpe ya había echado a correr—. ¡A la carga!
El segundo escuadrón francés avanzó, pero Vivar ya lo había previsto y viró a la derecha para llevar a sus hombres al centro del escuadrón. Tras él había un caos de caballos arremolinados. Caballería arremetiendo contra caballería.
—¡Alto! —Sharpe extendió los dos brazos para impedir que sus hombres se precipitaran—. ¡Calma, muchachos! Una descarga. ¡Apunten a la izquierda! ¡A los caballos! ¡Fuego!
Los fusileros dispararon contra los jinetes situados a la derecha de la carga francesa. Los caballos cayeron relinchando sobre el barro. Los dragones sacaron las botas de los estribos y rodaron para alejarse de sus monturas moribundas.
—¡Y ahora maten a esos hijos de puta! —Sharpe fue recitando el conjuro a voz en cuello mientras corría—: ¡Mátenlos! ¡Mátenlos!
Una muchedumbre corrió hacia la línea francesa rota. Eran fusileros, cazadores y campesinos que habían abandonado sus hogares para hacer la guerra contra el invasor. Los dragones acometían con sus espadas largas, pero la multitud los rodeó, la emprendió a tajos con los caballos y arrancó a los jinetes de las sillas. Así no combatía un ejército, así luchaban las personas no instruidas aterrorizadas por el enemigo.
El coronel de l’Eclin hizo dar la vuelta a su caballo para mantener a raya a la multitud. Su sable hendió el aire con un silbido y mató a un cazador, entró a fondo para hacer retroceder a un español y descendió para parar la bayoneta de un fusilero. Los dragones se estaban viendo obligados a retroceder hacia el terreno cenagoso en el que los caballos patinaban y resbalaban. Arrancaron a un trompeta de su montura y lo cosieron a cuchilladas salvajemente. Algunos grupos de franceses intentaron abrirse paso a tajos entre la muchedumbre. Sharpe utilizó ambas manos para arremeter contra el cuello de un caballo y luego volvió a alzar la espada para hacer caer al jinete de la silla. Una mujer de la ciudad le cortó el cuello con un cuchillo al francés caído. Los fugitivos regresaban a todo correr de la orilla este del río para unirse a la matanza.
Una trompeta hizo avanzar al tercer escuadrón francés hacia el caos. El campo estaba ensangrentado y el gonfalón blanco seguía ondeando en alto donde Blas Vivar conducía a su élite escarlata como una hoja contra el enemigo. Un sargento español sostenía la gran bandera que había estado colgada de la cruz de un mástil. La agitaba tanto que la seda serpenteaba desafiante en el crepúsculo.
El conde de Mouromorto vio el desafío y lo desdeñó. Aquella bandera representaba todo lo que él odiaba de España; representaba las viejas costumbres, el dominio de la Iglesia sobre las ideas y la tiranía de un Dios que él había rechazado, de modo que el conde espoleó su caballo y lo condujo hacia los hombres que vigilaban el gonfalón.
—¡Es mío! —gritaba Vivar una y otra vez—. ¡Mío! ¡Mío! Las espadas de los dos hermanos se encontraron, rasparon una contra otra, se separaron. El caballo de Vivar se volvió hacia el enemigo como estaba entrenado y Vivar acometió. El conde paró el golpe. Un cazador cabalgó para atacarlo por la espalda pero Vivar le gritó a aquel hombre que se mantuviera al margen.
—¡Es mío!
El conde propinó dos golpes rápidos y fuertes que hubieran hecho caer de la silla a un hombre más débil. Vivar los paró, lanzó un revés y convirtió la acometida en una estocada que hizo sangrar el muslo de su hermano. La sangre goteó sobre las botas blancas.
El conde tocó su caballo con una espuela; se fue de lado y luego, con otro toque, volvió a avanzar rápidamente. Mouromorto soltó un gruñido, consciente de que aquella batalla estaría ganada cuando su espada larga alcanzara a su hermano.
Pero Vivar se inclinó hacia atrás en la silla de manera que la hoja de su hermano pasó silbando en el aire y no pudo retroceder con suficiente rapidez mientras él se enderezaba y clavaba su propia espada hacia delante. El acero trepidó en el vientre de Mouromorto. Sus miradas se encontraron y Vivar retorció la hoja. Sintió lástima y supo que no podía permitírselo.
—¡Traidor! —Volvió a retorcer la hoja y luego alzó la bota para apartar el caballo de un empujón y liberar así su espada. El acero se desprendió con un estremecimiento y un chorro de sangre cayó sobre el pomo de la silla del conde, cuyo grito de agonía se apagó al desplomarse sobre el barro ensangrentado.
—¡Santiago! —gritó Vivar triunfalmente, y el grito resonó por todo el pequeño valle mientras los cazadores se agrupaban en torno a la bandera del santo muerto y alzaban sus espadas contra el tercer escuadrón francés.
Los fusileros andaban de caza entre los restos de los primeros dos escuadrones. Los dragones hacían dar la vuelta a sus monturas para huir, conscientes de que habían sido vencidos por la ferocidad del ataque. La espada de un cazador le abrió la garganta al portaestandarte francés y el español se hizo con el guión enemigo y lo alzó para celebrar la victoria. El coronel de l’Eclin vio la captura del pequeño estandarte y supo que estaba derrotado; derrotado por el gran gonfalón blanco de Matamoros.
—¡Atrás! —El chasseur sabía cuándo la lucha era inútil y sabía cuándo era mejor salvar a un puñado de hombres que pudieran luchar de nuevo.
—¡No! —Sharpe vio que el coronel ordenaba la retirada y corrió hacia el francés—. ¡No! —Todavía le dolía el tobillo por el salto desde la plataforma de la catedral; el dolor lo hizo correr de manera desgarbada y el suelo cenagoso estuvo a punto de hacerle tropezar, pero se obligó a seguir adelante. Dejó atrás a sus fusileros y siguió gritando con ira frustrada—. ¡Tú, hijo de puta! ¡No!
De l’Eclin oyó el insulto. Se dio la vuelta, vio a Sharpe aislado de los hombres de casaca verde y, como haría cualquier oficial de caballería, aceptó el reto. Cabalgó hacia Sharpe recordando que la primera vez que había luchado con el fusilero, éste había utilizado la sencilla treta de pasarse el sable de la mano derecha a la izquierda. Esta estratagema no podría repetirse puesto que el coronel espolearía su caballo en el último momento para que el negro semental se precipitara a una velocidad asesina que concentraría todo su impulso en el golpe de su espada. Sharpe esperó con la espada preparada para golpear con ella el hocico del caballo. Alguien le gritó que se hiciera a un lado de un salto, pero el fusilero se mantuvo firme mientras el gran caballo negro se aproximaba a él. De l’Eclin sujetaba el sable de manera que la punta penetrara en las costillas de Sharpe, pero en el último segundo, en el preciso instante en el que el caballo espoleado entró a matar, el francés cambió el golpe. Lo propinó con la misma rapidez que el picotazo de una serpiente, alzando y girando la hoja para asestar un tajo en la cabeza descubierta de Sharpe. De l’Eclin soltó un grito de triunfo cuando el sable descendió y el fusilero, cuya espada no había alcanzado al caballo, se encogía por debajo del golpe.
Pero Sharpe no había atacado al caballo del coronel de l’Eclin. Con una rapidez que igualó la del chasseur, alzó la fuerte hoja por encima de su cabeza y la sostuvo allí como si fuera una lanza larga para recibir el impacto del sable. El golpe hizo caer a Sharpe casi de rodillas, pero no antes de que su mano derecha soltara la empuñadura y agarrara al chasseur de su brazo armado. Con el impulso del sable desviado, la espada de Sharpe golpeó a éste en el hombro, pero sus dedos habían aferrado el fiador del arma del coronel de l’Eclin. Soltó la espada de su mano izquierda y enganchó los dedos en torno a la muñeca del francés.
De l’Eclin tardó un segundo en darse cuenta de lo que había ocurrido. Sharpe se aferraba como un sabueso que hubiera hincado los dientes en el cuello de un jabalí. Lo estaban arrastrando por el suelo embarrado. El caballo se retorció e intentó morder al fusilero. El chasseur lo golpeó con la mano libre pero Sharpe siguió aferrado, tiró e intentó afirmar los pies en el cieno. Su pierna derecha desnuda estaba manchada de barro y sangre. El caballo intentó zafarse al tiempo que Sharpe trataba de arrancar al francés de la silla. El fiador del sable le cortaba los dedos como si fuera de alambre.
De l’Eclin intentó desenfundar una pistola con la mano derecha. Harper y un grupo de casacas verdes corrieron a prestar su ayuda.
—¡Déjenlo! ¡No lo toquen! —gritó Sharpe.
—¡Que se joda! —Harper propinó un culatazo de su rifle al caballo en el hocico y la bestia se empinó haciendo que de l’Eclin perdiera el equilibrio y, con el peso de Sharpe tirando de él hacia atrás, cayó de la silla.
Las bayonetas se alzaron para acuchillar al francés.
—¡No! —gritó Sharpe con desesperación—. ¡No! ¡No! —Había caído con de l’Eclin y, al golpear contra el suelo le había soltado la muñeca. El francés se alejó de Sharpe, se puso de pie como pudo y arremetió con el sable contra los fusileros que lo rodeaban. Sharpe había perdido la espada. De l’Eclin buscó a su caballo con la mirada y luego entró a fondo para matar a Sharpe.
Harper disparó su rifle.
—¡No! —La protesta de Sharpe quedó ahogada por el estruendo de la detonación del arma.
La bala alcanzó a de l’Eclin justo en la boca. La cabeza se le fue hacia atrás como si una cuerda invisible tirara de ella. El francés cayó, la sangre brotaba como una fuente hacia el cielo que se oscurecía y luego su cuerpo cayó en el barro, se sacudió una vez más como un pez sacado del agua y se quedó inmóvil.
—¿No? —dijo Harper, indignado—. ¡Ese cabrón iba a cortarlo en filetes!
—Está bien. —Sharpe flexionaba los dedos de su mano derecha—. Está bien. Es que no quería que le agujereara los pantalones. —Miró los pantalones de peto reforzados de cuero que llevaba el muerto y las botas altas, de hermosa factura. Eran unos artículos muy valiosos y ahora le pertenecían a Sharpe—. Muy bien, muchachos. Quítenle los malditos pantalones y las botas. —Los fusileros se quedaron mirando a Sharpe como si estuviera loco—. ¡Quítenle los malditos pantalones! Los quiero. ¡Y las botas! ¿Por qué creen que vinimos aquí si no? ¡Deprisa!
Sharpe, aunque Louisa y una docena más de mujeres estaban delante, se quitó las botas y los pantalones viejos allí mismo. Los últimos rayos de sol se apagaban en el cielo. El resto de los dragones había huido. Los heridos gemían y arañaban la hierba húmeda y los vencedores se movían entre los muertos en busca del botín. Uno de los fusileros le ofreció la magnífica pelliza a Sharpe, pero él la rechazó. No necesitaba una fruslería semejante, pero sí había deseado desesperadamente tener los pantalones con galón rojo que le sentaban como si se los hubieran confeccionado a medida. Y con el pantalón venía lo más valioso para cualquier soldado de infantería: unas buenas botas. Unas botas altas de buen cuero que podían marchar por la tierra, para resistir la lluvia, la nieve y los ríos embrujados por los espíritus, unas buenas botas que se ajustaban a sus pies como si el zapatero hubiera sabido que algún día este fusilero necesitaría ese lujo. Sharpe arrancó las espuelas afiladas, tiró de las botas por encima de las pantorrillas y golpeó el suelo con los tacones, satisfecho. Se abrochó la casaca verde y volvió a colgarse la espada. Sonrió. Una bandera vieja, renovada, hacía alarde del milagro de una victoria, había una pelliza roja tirada en el barro y Sharpe había encontrado unas botas y unos pantalones.
***
Louisa le dijo a Sharpe que el viejo gonfalón se había cosido sobre el nuevo. Fue ella quien había hecho el trabajo en secreto, en la fortaleza de las montañas, antes de dirigirse a Santiago de Compostela. Había sido idea del comandante Vivar y la tarea había propiciado que el español intimara con la joven inglesa.
—Los galones del sargento —dijo— están hechos de la misma seda.
Sharpe miró a Harper que caminaba delante de los fusileros.
—No se lo diga, por el amor de Dios, o creerá que ha hecho un milagro.
—Todos ustedes han hecho un milagro —repuso Louisa con afecto.
—Sólo somos fusileros.
Louisa se rió ante la modestia que delataba un orgullo monstruoso.
—Pero el gonfalón sí que obró un milagro —afirmó la joven en tono de censura—. No era una tontería tan grande, ¿verdad?
—No era una tontería —confesó Sharpe. Caminaba junto al caballo de la muchacha, por delante del comandante Vivar y sus españoles—. ¿Y ahora qué pasa con el gonfalón?
—Se va a Sevilla o a Cádiz; donde sea más seguro. Y un día será devuelto a un rey español en Madrid. —La historia del gonfalón ya iba de boca en boca en los pequeños pueblos y ciudades por los que marcharon los fusileros. La noticia se propagó con la misma rapidez que el fuego por la hierba reseca, narrando una derrota francesa y una victoria española, hablando de un santo que mantuvo una antigua promesa para defender a su pueblo.
—¿Y usted adónde irá ahora? —preguntó Sharpe a Louisa.
—Iré adonde vaya don Blas, a cualquier lugar donde haya franceses que matar.
—No a Godalming, ¿eh?
Ella se echó a reír.
—Espero que no.
—Y será condesa —comentó Sharpe maravillado.
—Creo que es mejor que ser la señora Bufford, aunque sea desagradable por mi parte decirlo. Y mi tía nunca me perdonará por convertirme al catolicismo por lo que, como verá, algo bueno ha resultado de todo esto.
Sharpe sonrió. Se habían dirigido al sur y ahora debían separarse. Los franceses habían quedado atrás, la nieve se había derretido y habían llegado a un valle poco profundo por encima del cual soplaba el frío viento del mes de febrero. Se detuvieron al borde del valle. La cima del otro lado estaba en Portugal y en aquel horizonte extranjero Sharpe distinguió a un grupo de hombres con uniforme azul. Los hombres observaban a los forasteros que venían de las montañas españolas.
Blas Vivar, conde de Mouromorto, desmontó. Dio las gracias a los fusileros, uno a uno, y terminó abrazando a Sharpe, cosa que incomodó mucho al teniente.
—¿Está seguro de que no quiere quedarse, teniente?
—Estoy tentado de hacerlo, señor, pero… —Sharpe se encogió de hombros.
—Quiere presumir de sus pantalones y botas nuevos ante el ejército británico. Espero que le dejen quedarse con ellos.
—Si me mandan de nuevo a Gran Bretaña no me dejarán.
—Pues me temo que será lo que van a hacer —dijo Vivar—. Mientras a nosotros nos dejan luchando contra los franceses. Pero algún día, teniente, cuando haya muerto el último francés, usted regresará a España a celebrarlo con el conde y la condesa de Mouromorto.
—Lo haré, señor.
—Y dudo que siga siendo teniente.
—Supongo que lo seguiré siendo, señor. —Sharpe miró a Louisa y vio en ella una felicidad que deseaba que no desapareciera. Sonrió y se llevó la mano a la bolsa—. Tengo su carta. —La joven había escrito a sus tíos para contarles que la habían perdido por la Iglesia de Roma y por un soldado español. Sharpe volvió a mirar a Vivar—. Gracias, señor.
Vivar sonrió.
—Es usted un cabrón insubordinado, un pagano y un inglés. Pero también es mi amigo. Recuérdelo.
—Sí, señor.
Ya no quedó nada más por decir y los fusileros descendieron en fila por la ladera hacia el río que constituía la frontera con Portugal. Blas Vivar se quedó mirando a los casacas verdes que cruzaron la corriente con un chapoteo y empezaron a subir por la pendiente del otro lado.
Uno de los hombres que esperaba en la cima portuguesa estaba impaciente por descubrir quiénes eran los extranjeros. Bajó apresuradamente hacia los fusileros y Sharpe vio que era un oficial británico; un capitán de mediana edad que vestía la casaca azul de los Ingenieros Reales, A Sharpe se le cayó el alma a los pies. Regresaba a la estricta jerarquía de un ejército que no creía que los ex sargentos convertidos en oficiales debían comandar tropas en combate. Se sintió tentado de darse la vuelta, de escapar y volver al otro lado del río y lograr su libertad con Blas Vivar, pero el capitán británico les dirigió una pregunta desde lo alto de la ladera y las viejas coacciones de la disciplina hicieron que Sharpe contestara:
—Sharpe, señor. Rifles.
—Hogan. Ingenieros. De la guarnición de Lisboa. —Hogan dio unos cuantos pasos más cuesta abajo—. ¿De dónde vienen?
—Nos separamos del ejército de Moore, señor.
—¡Hicieron muy bien al escapar! —La admiración de Hogan parecía genuina y fue expresada con acento irlandés—. ¿Algún francés detrás de ustedes?
—Hace una semana que no hemos visto ninguno, señor. Los españoles se las están haciendo pasar canutas.
—¡Bien! ¡Espléndido! ¡Bueno, venga, hombre! ¡Tenemos una guerra que ganar!
Sharpe no se movió.
—¿Quiere decir que no vamos a huir, señor?
—¿Huir? —Hogan parecía horrorizado por la pregunta—. Pues claro que no vamos a huir. La idea es hacer que huyan los franceses. Van a enviar a Wellesley de vuelta. Es un cabrón pedante pero sabe combatir. ¡Pues claro que no vamos a huir!
—¿Nos vamos a quedar aquí?
—¡Por supuesto que nos vamos a quedar! ¿Qué cree que estoy haciendo? ¿Trazar el mapa de un territorio que tenemos intención de abandonar? ¡Por Dios, hombre, vamos a quedarnos y luchar! —Hogan poseía una energía vivaz que a Sharpe le recordó a Blas Vivar—. Si los políticos cabrones de Londres no pierden los nervios, ¡mandaremos a los malditos franceses a París!
Sharpe se dio la vuelta para mirar a Louisa. Por un momento estuvo tentado de gritarle la buena noticia, pero lo descartó y se encogió de hombros. No tardaría en enterarse y eso no podía cambiar nada. Se rió.
Hogan condujo a los fusileros a lo alto de la montaña.
—Supongo que su batallón regresó a Inglaterra, ¿no?
—No lo sé, señor.
—Si se dirigió a La Coruña o a Vigo, seguro que sí. Pero me figuro que no se reunirá usted con ellos.
—¿No, señor?
—Necesitamos a todos los fusileros. Conociendo a Wellesley, querrá que se queden aquí. No será oficial, por supuesto, pero ya encontraremos algún rincón donde esconderlos. ¿Eso le preocupa?
—No, señor. —Sharpe sintió un arrebato de esperanza de que tal vez no estuviera condenado a retomar la monotonía de un intendente, sino que podría quedarse y luchar—. Quiero quedarme, señor.
—¡Así me gusta! —Hogan se detuvo en la cima y observó a los españoles que se alejaban a caballo—. Le ayudaron a escapar, ¿verdad?
—Sí, señor. Y tomaron una ciudad a los franceses, no por mucho tiempo, pero sí el suficiente.
Hogan miró al fusilero con severidad.
—¿Santiago?
—Sí, señor —repuso Sharpe a la defensiva—. No estaba seguro de tener que ayudarles, señor, pero, bueno… —Se encogió de hombros, demasiado cansado para explicarlo todo.
—¡Dios santo, hombre! ¡Ya nos enteramos! ¿Ése fue usted? —Estaba claro que aquel capitán de Ingenieros no pondría ninguna objeción a la aventura de Sharpe. Al contrario, Hogan estaba claramente encantado—. Tiene que contarme esa historia. Me gustan las buenas historias. ¡Bueno! Supongo que a sus muchachos les apetecerá comer algo, ¿no?
—Preferirían un poco de ron, señor.
Hogan se echó a reír.
—Eso también. —Se quedó mirando a los fusileros mientras pasaban junto a él. Los casacas verdes iban sucios y harapientos, pero sonrieron a los dos oficiales al pasar, y Hogan se dio cuenta de que, aunque aquellos soldados no tuvieran los zapatos reglamentarios, y aunque algunos llevaran capotes franceses enrollados en mochilas francesas, y aunque fueran sin afeitar, sin lavar y sin peinar, todos tenían sus armas, y las armas se encontraban en perfecto estado—. No escaparon muchos —dijo Hogan.
—¿Señor?
—De los soldados que quedaron aislados de la retirada de Moore —explicó Hogan—. La mayoría sencillamente se rindieron, ¿sabe?
—Hacía frío —dijo Sharpe—, mucho frío. Pero yo tuve suerte con mi sargento. Ese tipo grandote de ahí. Es irlandés.
—Los mejores lo son —afirmó Hogan alegremente—. Y tienen aspecto de ser buenos chicos.
—Y lo son, señor. —Sharpe alzó la voz para que todos y cada uno de los soldados cansados pudiera oír el insólito halago—. Son unos malditos borrachos, señor, pero los mejores soldados del mundo. —Y lo decía en serio. Eran la élite, los condenados, los Rifles. Eran los soldados de verde.
Eran los Rifles de Sharpe.