CAPÍTULO 13

—¿Por qué? —La pregunta de Sharpe era al mismo tiempo un desafío y una protesta.

—Ella quería ayudar —dijo Vivar con despreocupación—. Estaba ansiosa por ayudar y no vi ningún motivo por el que no debiera hacerlo. Además, la señorita Parker lleva días comiendo de mi comida y bebiendo de mi vino, ¿por qué no tendría que corresponder a mi hospitalidad?

—¡Le dije que era una tontería! ¡Los franceses la van a calar en cuestión de minutos!

—¿Eso cree? —Vivar estaba sentado cerca de un barril que recogía el agua de la lluvia al otro lado de la puerta interior del fuerte, donde untaba unos trapos con la grasa de cerdo que les proporcionaba a todos los soldados como específico contra las ampollas. Interrumpió la desagradable tarea para mirar a Sharpe con indignación—. ¿Por qué iba a parecerles raro a los franceses que una joven quiera reunirse con su familia? Yo no encuentro que eso sea extraño. Y no he creído necesario contar con su aprobación ni con su parecer, teniente.

Sharpe no hizo caso del reproche.

—¿La hizo salir en mitad de la noche?

—No sea ridículo. Dos de mis hombres están escoltando a la señorita Parker hasta donde sea posible, tras lo cual ella tendrá que recorrer la distancia restante hasta la ciudad. —Vivar se envolvió el pie derecho con uno de los trapos engrasados y volvió la cabeza con fingido asombro, como si acabara de entender el verdadero motivo de la contrariedad de Sharpe—. ¡Está enamorado de ella!

—¡No! —protestó Sharpe.

—Entonces no sé por qué tendría que alterarse. De hecho, tendría que estar encantado. La señorita Parker informará a regañadientes a los franceses de que hemos abandonado nuestro ataque. —Vivar se puso la bota derecha.

Sharpe se quedó boquiabierto.

—¿Le dijo que el ataque se había cancelado?

Vivar empezó a envolverse el pie izquierdo.

—También le conté que mañana al amanecer capturaríamos la ciudad de Padrón. Es una ciudad situada a unos veinticinco kilómetros de distancia al sur de Santiago de Compostela.

—¡No se lo van a creer!

—Todo lo contrario, teniente, les parecerá una historia de lo más probable, ¡mucho más probable que un ataque descabellado sobre Santiago de Compostela! En realidad, les hará gracia que yo considere un ataque semejante, y mi hermano comprenderá perfectamente por qué he elegido la pequeña ciudad de Padrón. Es allí donde la nave funeraria de Santiago arribó a las costas de España y se considera un lugar sagrado. No tan santificado como donde está enterrado Santiago, de acuerdo, pero otras indiscreciones de Louisa explicarán por qué me basta con Padrón.

—¿Qué otras indiscreciones?

—Les contará que el gonfalón está tan deteriorado por el tiempo y la podredumbre que no se puede desplegar. De modo que tengo intención de desmenuzar los maltrechos jirones para convertirlos en un polvo que esparciré en el mar. De esta forma, aunque no pueda realizar el milagro que deseo, me aseguraría de que el gonfalón no cae en manos de los enemigos de España. En breve, teniente, la señorita Parker le contará al coronel de l’Eclin que abandono el ataque porque temo la fuerza de sus defensas. Usted debería darse cuenta de la convicción de este argumento, ¿no le parece? No para de decirme lo temible que es nuestro enemigo. —Vivar se calzó la bota izquierda y se puso de pie—. Mi esperanza es que el coronel de l’Eclin abandone la ciudad esta noche para emboscar nuestro acercamiento a Padrón.

Al menos la pista falsa de Vivar tenía una verosimilitud de la que carecían las ideas entusiastas de Louisa, pero aun así Sharpe se asombró de que el español arriesgara la vida de la chica. Rompió la capa de hielo del barril, sacó la navaja de afeitar y la dejó en el borde.

—Los franceses no tienen tan poco sentido común para dejar la ciudad por la noche.

—¿Aunque crean que tienen la oportunidad de emboscar nuestra marcha y capturar el gonfalón? Creo que lo harán. Louisa también les informará de que usted y yo hemos discutido y de que se ha llevado a sus fusileros hacia Lisboa. Les dirá que lo que la empujó a buscar la protección de su familia fueron sus atenciones impropias de un caballero. De esta manera de l’Eclin no temerá a sus fusileros y así podríamos tentarlo para hacerlo salir de su madriguera. Y en caso de que no se marchen, ¿qué habremos perdido?

—¡Puede que hayamos perdido a Louisa! —repuso Sharpe con cierto exceso de energía—. ¡Podrían matarla!

—Cierto, pero muchas mujeres están muriendo por España, ¿por qué no iba a morir la señorita Parker por Gran Bretaña? —Vivar se quitó la camisa y sacó su navaja y el fragmento de espejo—. Me parece que le tiene usted cariño —dijo en tono acusador.

—No especialmente —Sharpe trató de mostrarse brusco—, pero me siento responsable.

—Pues es muy peligroso sentir esto por una joven; la responsabilidad puede llevar al afecto y el afecto que nace de esta manera no es tan duradero como… —A Vivar se le fue apagando la voz. Sharpe se había quitado la camisa raída y andrajosa por encima de la cabeza y el español se le quedó mirando la espalda horrorizado—. ¿Teniente?

—Me azotaron. —Sharpe, que tan acostumbrado estaba a sus terribles cicatrices, siempre se sorprendía cuando a otras personas les parecían extraordinarias—. Fue en la India.

—¿Qué había hecho?

—Nada. Un sargento me tomó antipatía, nada más. El cabrón mintió. —Sharpe metió la cabeza debajo del agua helada y la sacó chorreando, con la respiración entrecortada. Desplegó la navaja y empezó a rasparse la barba oscura del mentón—. Ocurrió hace mucho tiempo.

Vivar se estremeció y, como tuvo la sensación de que Sharpe no quería hablar de ello, hundió también su navaja en el agua.

—No creo que los franceses vayan a matar a Louisa. Sharpe soltó un gruñido para dar a entender que le daba lo mismo tanto si lo hacían como si no.

—Los franceses, creo yo —siguió diciendo Vivar—, no odian a los ingleses tanto como a los españoles. Además, Louisa es una joven de gran belleza y las chicas como ella provocan sentimientos de responsabilidad en los hombres. —Vivar agitó la navaja en dirección a Sharpe como prueba de su afirmación—. Asimismo, posee un aire de inocencia que me parece que la protegerá y hará que de l’Eclin la crea. —Hizo una pausa para afeitarse la curva de la mandíbula—. Le dije que tenía que llorar. Los hombres siempre creen a las mujeres que lloran.

—Eso podría darle un motivo para cortarle la cabeza —dijo Sharpe con aspereza.

—Lo lamentaría mucho si lo hicieran —repuso Vivar lentamente—. Lo lamentaría mucho.

—¿Lo lamentaría? —Por primera vez Sharpe percibió en la voz del español un dejo que revelaba una emoción genuina. Miró fijamente a Vivar y repitió la pregunta—. ¿Lo lamentaría?

—¿Por qué no tendría que hacerlo? Apenas la conozco, por supuesto, pero parece una joven dama admirable. —Vivar hizo una pausa, sin duda calibrando las virtudes de Louisa, y luego se encogió de hombros—. Es una pena que sea una hereje, pero mejor ser metodista que un infiel como usted. Al menos ella está a medio camino del cielo.

Sharpe sintió una punzada de celos. Era evidente que Blas Vivar había tenido más interés en Louisa del que él había notado o creído posible.

—No es que eso importe —comentó Vivar con despreocupación—. Espero que siga con vida, pero ¿y si muere? Entonces rezaré por su alma.

Sharpe tembló de frío y se preguntó cuántas almas necesitarían oraciones antes de que los dos días siguientes tocaran a su fin.

***

La expedición de Vivar avanzó pesadamente bajo una lluvia fina y fría que caía al final del día.

Siguieron unos senderos de montaña que serpenteaban por espolones áridos y atravesaban valles agrestes. Pasaron por un pueblo saqueado por los franceses. No quedaba un solo edificio intacto, no había una sola persona a la vista, ni un animal con vida. Ninguno de los hombres de Vivar habló cuando pasaron junto a las vigas chamuscadas por las que la lluvia goteaba lentamente.

Habían iniciado la marcha mucho antes de mediodía porque tenían que recorrer muchos kilómetros antes del amanecer. Los cazadores de Vivar iban en cabeza. Un escuadrón de caballería patrullaba el terreno delante de la línea de marcha. Detrás de esos piquetes iban los cazadores desmontados guiando sus caballos. Tras ellos iban los voluntarios. Los dos sacerdotes cabalgaban delante de los Rifles de Sharpe, que formaban la retaguardia. El arcón viajaba con los dos sacerdotes. La preciosa carga iba sujeta con correas a un mulo al que le habían cortado las cuerdas vocales para que no pudiera alertar al enemigo con sus rebuznos.

El sargento Patrick Harper se alegraba de marchar hacia la batalla. Los galones de seda blanca resplandecían en su manga andrajosa.

—Los muchachos están bien, señor. Mis chicos están encantados, ya lo creo.

—Todos son sus chicos —dijo Sharpe, con lo que implicaba que la responsabilidad especial de Harper iba más allá del grupo de soldados irlandeses.

Harper asintió con la cabeza.

—Lo son, señor, lo son. —Echó un rápido vistazo a los casacas verdes que marchaban y no había duda de que se sentía satisfecho de que no necesitaran una orden para avanzar más deprisa—. Se alegrarán de asestar un golpe a esos hijos de puta, ya lo creo.

—Algunos deben de estar preocupados, ¿no? —preguntó Sharpe con la esperanza de sonsacar a Harper algo sobre el rumor de un incidente ocurrido a principios de semana, pero el sargento pasó por alto la insinuación con aire despreocupado.

—No puedes combatir contra esos malditos franchutes y no preocuparte, señor, pero piense en lo preocupados que estarían los franceses si supieran que se acercan los Rifles. ¡Y Rifles irlandeses, nada menos!

Sharpe decidió preguntárselo directamente:

—¿Qué pasó entre Gataker y usted?

Harper le dirigió una mirada de absoluta inocencia.

—Nada en absoluto, señor.

Sharpe no insistió más. Había oído que Gataker, un hombre espabilado y astuto, se había opuesto a su participación en el plan de Vivar. A los casacas verdes no les correspondía luchar en batallas privadas, había afirmado, y mucho menos si lo más probable era que la mayoría muriera o quedara lisiada. El pesimismo podía haberse propagado rápidamente, pero Harper puso fin al asunto de manera inflexible y el ojo morado de Gataker se explicó como una caída por las escaleras de la torre de entrada.

—Los escalones están muy oscuros —fue lo único que comento Harper sobre ese tema.

Precisamente por esa resolución rápida de los problemas Sharpe había querido el ascenso del irlandés, que resultó un éxito al instante. Harper había asumido la autoridad fácilmente, y si dicha autoridad provenía más de su fuerza y personalidad que de los galones de seda de su manga derecha, tanto mejor. Las palabras del moribundo capitán Murray habían resultado ciertas; teniendo a Harper de su lado, los problemas de Sharpe se reducían a la mitad.

Los fusileros marchaban mientras caía la noche. Reinó una oscuridad propia del Hades, una negrura de granito se alzaba en las sombras circundantes, y Sharpe tenía la sensación de que se movían a ciegas en un paisaje monótono.

Sin embargo, era el territorio de los voluntarios de Blas Vivar. Entre ellos había pastores que conocían las montañas como Sharpe había conocido los callejones de su niñez en los alrededores de Saint Giles, en Londres. En aquel momento los hombres se hallaban repartidos por toda la columna haciendo de guías, inducidos a prestar sus servicios por los cigarros que Vivar había distribuido entre los miembros de su pequeña fuerza. Estaba seguro de que ningún francés se habría adentrado tanto en las montañas para oler el tabaco y sus lumbres resplandecientes actuaban como almenaras diminutas que mantenían en formación la marcha de los soldados.

No obstante, a pesar de los guías y de los cigarros, su paso aminoró durante la noche y se hizo aún más lento cuando la lluvia volvió resbaladizos los senderos. Los ríos bajaban crecidos y Vivar se empeñó en que los rociaran con agua bendita antes de que la vanguardia los cruzara con un chapoteo. Los hombres estaban cansados y hambrientos y, en la oscuridad, el miedo les traicionaba; el miedo de los soldados que se dirigen a una batalla desigual y la aprensión se encona hasta convertirse en terror.

Dejó de llover dos horas antes del alba. No hacía viento. La escarcha había vuelto la hierba quebradiza. Los cigarros se terminaron aunque ya no resultaban útiles pues la niebla encenagaba los últimos valles antes de llegar a la ciudad.

Cuando cesó la lluvia Vivar ordenó un alto.

Se detuvo porque existía el peligro de que los franceses pudieran haber apostado piquetes de la caballería pesada en los pueblos situados en las montañas de los alrededores de la ciudad. Los refugiados de Santiago de Compostela no sabían nada de tales precauciones, pero Vivar se precavió ordenando que se atara cualquier cosa del equipo que pudiera hacer ruido. Portafusiles, cantimploras y platos de batalla, todo se silenció. Cuando retomaron la marcha a Sharpe le parecía que las tropas hacían ruido suficiente para despertar a un muerto; las herraduras de los caballos golpeaban contra la piedra y los tacones de hierro de las botas contra la tierra helada, pero ningún piquete francés desasosegó la oscuridad con una descarga de mosquetería para advertir a la ciudad.

Entonces los fusileros encabezaron la marcha. Vivar los siguió con su caballería, pero los casacas verdes iban delante porque eran la infantería experimentada que constituiría la punta de lanza del ataque. La caballería no podía asaltar una ciudad cerrada con barricadas; sólo la infantería podía lograr algo así, y en aquella ocasión debía hacerse con las armas de fuego descargadas. Sharpe había accedido a regañadientes a que sus fusileros realizaran el ataque sólo con la bayoneta.

Las llaves de chispa eran inseguras. Aun estando sin amartillar, el arma podía dispararse si el martillo se enganchaba en una ramita que lo echara hacia atrás y luego lo soltara. Un disparo, por accidental que fuera, alertaría a los centinelas franceses.

Una cosa era decirles a los hombres que no dispararan; explicarles que sus vidas dependían de una aproximación silenciosa, pero en la oscuridad neblinosa que precede al amanecer, cuando un soldado tiene la sangre fría y los temores exacerbados, el maullido de un gato basta para asustar a un fusilero y hacerle disparar a ciegas en la noche. Un disparo haría salir alborotados de su cuartel a los franceses.

Así pues, aunque el hecho de ceder a este punto había acrecentado su terror, ante la vehemencia con la que Vivar se lo suplicó, Sharpe accedió a avanzar con las armas vacías. Ahora ningún disparo podría sobresaltar la noche.

No obstante, los franceses podrían estar prevenidos. Estos temores fueron los compañeros tumultuosos de Sharpe durante la larga y vacilante marcha. Tal vez los franceses tenían sus propios espías en las montañas y, de la misma manera que los refugiados habían revelado información a Vivar, habían delatado a Vivar a la ciudad. O quizá de l’Eclin, que carecía absolutamente de piedad, le hubiera sacado la verdad a Louisa a latigazos. Quizás habían ido a La Coruña a buscar la artillería que estaban esperando, cargada con botes de metralla, para recibir a los torpes atacantes. Unos atacantes que, además, estarían cansados, tendrían frío y llegaban con las armas descargadas. Los primeros momentos de semejante combate provocarían una carnicería.

Los temores de Sharpe crecían y, ajeno a la indomable alegría de Vivar, dejó que las dudas lo atormentaran. No podía expresar esas dudas porque destruiría la confianza que sus hombres tenían en su autoridad. Sólo podía transmitir la misma certeza que Patrick Harper, quien marchó con impaciencia los últimos kilómetros empinados. En una ocasión, cuando cruzaban chapoteando un tramo de pradera empapada de un pinar, Harper comentó con entusiasmo lo fabuloso que sería volver a ver a la señorita Louisa.

—Es una muchacha valiente, señor.

—Y estúpida —replicó Sharpe en tono agrio, pues aún seguía enojado por el hecho de que se hubiera puesto en peligro la vida de la joven.

No obstante, Louisa era el reverso del temor de Sharpe; el consuelo que, al igual que una almenara diminuta en una oscuridad inmensa, lo hacía seguir adelante. Ella era la esperanza de Sharpe, pero contra esa esperanza se desplegaban los demonios del miedo. Estos demonios se iban volviendo más siniestros cada vez que se veían obligados a detenerse. El guía de Sharpe, un herrero de la ciudad, los conducía por una ruta tortuosa que evitaría a los habitantes del pueblo y el hombre se detenía con frecuencia para olisquear el aire como si pudiera encontrar el camino con el olfato.

Satisfecho al fin, el hombre apretó el paso. Los fusileros se deslizaron por una ladera empinada y llegaron a un río que había inundado los prados y convertido el fondo del valle en una ciénaga de hielo y agua. El guía de Sharpe se detuvo al borde del pantano.

Agua, señor.

—¿Qué es lo que quiere? —preguntó Sharpe entre dientes.

—Dice no sé qué del agua —contestó Harper.

—¡Ya sé que esto es agua, caray! —Sharpe hizo ademán de seguir adelante, pero el guía tiró de la manga del fusilero.

¡Agua bendita! ¡Señor!

—¡Ah! —Harper lo entendió—. Quiere el agua bendita, señor, eso es.

Sharpe soltó un juramento ante la estupidez de la petición. ¡Los fusileros iban con retraso y ese idiota pedía que rociara una ciénaga con agua bendita!

—¡Vamos ya!

—¿Está seguro…? —empezó a decir Harper.

—¡Vamos! —La voz de Sharpe sonó más áspera aún debido al miedo que bullía en su interior. ¡Aquella expedición estaba mal concebida y era una locura! Sin embargo, el orgullo no le dejaba echarse atrás, como tampoco le permitía rendir homenaje a los duendecillos acuáticos de Vivar—. ¡No tengo la dichosa agua bendita! —gruñó—. Además, es una superstición estúpida, sargento, y usted lo sabe.

—Yo eso no lo sé, señor, en absoluto.

—¡Adelante! —Sharpe cruzó el río y soltó una maldición porque sus botas maltrechas dejaban entrar el agua fría. Los fusileros, ajenos a la causa del breve retraso al borde del agua, lo siguieron. La niebla parecía más espesa en el fondo del valle y el guía, que había cruzado el río chapoteando al lado de Sharpe, vaciló en la otra orilla.

—¡Deprisa! —gruñó Sharpe, aunque era una admonición inútil puesto que el herrero no hablaba inglés—. ¡Deprisa! ¡Deprisa!

El guía, claramente nervioso, señaló una estrecha senda de cabras que se torcía y ascendía por la pendiente contraria. Mientras subía, Sharpe cayó en la cuenta de que debían de hallarse muy cerca de la ciudad, tal como revelaba el hedor mefítico de sus calles que para él fue como el anticipo del horror que aguardaba a sus hombres.

De pronto Sharpe cayó en la cuenta de que habían dejado atrás el golpeteo y tintineo de la caballería en marcha y supo que Vivar había mandado a los cazadores rodeando el norte para no ser oídos por los centinelas franceses. La mal entrenada infantería de voluntarios debía de encontrarse a unos doscientos o trescientos metros detrás de Sharpe. Los fusileros estaban aislados, al frente del ataque, y ya muy cerca de la ciudad santa de san Jaime.

Y llegaban tarde, pues la niebla empezaba a teñirse de plata con los primeros indicios del falso amanecer. Sharpe veía a Harper a su lado, distinguía las gotas de humedad en la visera de su chacó. Sharpe había perdido el sombrero en la batalla de la granja y llevaba una gorra de forrajeador de los cazadores. La gorra era de color gris pálido y tuvo la repentina e irracional certeza de que la tela de color claro convertiría su cabeza en blanco de algún tirador francés situado en la montaña. Se quitó la gorra de un manotazo y la arrojó a unas zarzas. Sentía los fuertes latidos de su corazón. Le dolía el estómago y tenía la boca seca.

El herrero, que en aquel momento avanzaba con mucha cautela, condujo a los fusileros por un prado agreste y luego se adentraron en un olmedo que crecía en la cima de la montaña. Las ramas desnudas goteaban y la niebla se agitaba en la oscuridad. Sharpe olió una fogata, pero no la veía. Se preguntó si pertenecería a uno de los puestos de guardia franceses y al pensar en los centinelas se sintió terriblemente solo y vulnerable. Se aproximaba el amanecer. En aquel momento tendría que estar atacando, pero la niebla enmascaraba los puntos de referencia que Vivar le había enseñado. A su derecha debería haber una iglesia y a su izquierda la silueta borrosa de la ciudad, y no tendría que estar en lo alto de una montaña sino en un barranco profundo que ocultaría la aproximación de los fusileros.

Al carecer de esas referencias, Sharpe supuso que aún les faltaba camino por recorrer, que todavía tenían que descender al barranco, pero el herrero miró por debajo de los árboles y, por señas, le indicó que la ciudad se hallaba a su izquierda. Sharpe no respondió y el guía volvió a tirar de la manga verde del fusilero y señaló a la izquierda.

—¡Santiago! ¡Santiago!

—¡Por amor de Dios! —Sharpe hincó una rodilla en el suelo.

—¿Señor? —Harper se arrodilló a su lado.

—¡Vamos por el camino equivocado, joder!

—Dios salve a Irlanda. —La voz del sargento apenas fue un susurro. El guía, incapaz de conseguir una respuesta comprensible de los casacas verdes, desapareció en la oscuridad.

Sharpe volvió a maldecir. Estaba en el lugar equivocado. Este error lo preocupaba y lo irritaba, pero lo que más lo enojaba era saber que Vivar diría que fue porque los espíritus del río, las xanas, habían sido desairadas. ¡Eso era una tontería, diantre! Fuera como fuere, Sharpe se había extraviado, iba con retraso y no sabía dónde estaban las tropas de Vivar. Fue presa del miedo. ¡Ésta no era manera de iniciar un ataque! ¡Tenía que haber cornetas y banderas en la niebla! En cambio estaba solo, perdido, muy por delante de los cazadores y voluntarios. Se dijo que sabía que esto iba a ocurrir. Ya lo había visto en la India, cuando unas buenas tropas, obligadas a realizar un ataque nocturno, se habían perdido, se habían asustado y habían sido vencidas.

—¿Qué hacemos, señor? —preguntó Harper.

Sharpe no respondió porque no sabía qué decir. Estuvo tentado de retroceder y abandonar el ataque, pero entonces una sombra se movió a su izquierda, unas botas hicieron crujir la hierba helada y el herrero reapareció entre la niebla con Blas Vivar a su lado.

—Ha llegado demasiado lejos —susurró Vivar.

—¡Ya lo sé, maldita sea!

Estaba claro que el herrero intentaba explicar que el fusilero se había arriesgado a las travesuras de las xanas, pero Vivar no tenía tiempo para semejantes lamentos. Indicó por señas a ese hombre que se marchara y se arrodilló al lado de Sharpe.

—La iglesia está a unos doscientos pasos, por ahí —Vivar señaló a su izquierda—. La iglesia debería estar a su derecha.

La fuerza de Vivar había rodeado la ciudad durante la noche y ahora se acercaba por el norte. El muro norte de la ciudad había sido destruido mucho tiempo atrás y con sus piedras se habían levantado las casas nuevas que se extendían más allá de la línea de fortificaciones medievales a lo largo del camino que llevaba a La Coruña. Había elegido ese camino para acercarse, no sólo porque carecía de la barrera de una muralla medieval, sino porque los guardias podrían pensar que la tropa que se aproximara serían franceses del ejército de Soult.

La iglesia, que prestaba servicio al nuevo suburbio, se había convertido en un puesto de guardia francés. Se encontraba a casi trescientos metros fuera de la línea de defensa compuesta de barricadas. En todas las entradas a la ciudad había un puesto de guardia que daría la alarma si Santiago era asaltada. Los centinelas de esos puestos podrían resultar muertos en un ataque, pero el ruido de su sacrificio serviría de advertencia a las defensas principales de la ciudad.

—Creo —susurró Vivar a Sharpe— que Dios nos acompaña. Nos envió la niebla.

—Nos mandó al jodido sitio equivocado.

Los fusileros tendrían que haber estado a unos cuatrocientos metros al sur de allí, en el barranco pantanoso, y haber llegado hacía una hora. El barranco pasaba serpenteando detrás de la iglesia y conducía hacia las viviendas construidas fuera de las defensas principales. Habían perdido la oportunidad de realizar su aproximación en secreto. Hallándose tan cerca del enemigo y estando tan próxima la traicionera luz lobuna del alba, no disponían de tiempo para retroceder con sigilo a través de la niebla.

—Déjeme a mí el cuerpo de guardia —dijo Vivar.

—¿Quiere que ataque en cuanto hayamos pasado?

—Sí.

Esto que Vivar pidió con tanta facilidad suponía un cambio de planes que ponía en peligro todo el asalto. Al haber llegado tarde al lugar equivocado, los fusileros perderían el factor sorpresa. Vivar proponía que el asalto de Sharpe no hiciera caso del cuerpo de guardia. Eso era posible, pero los centinelas franceses no lo ignorarían a él. Tardarían tiempo en reaccionar. La estupefacción haría que se perdieran unos segundos preciosos y aún se perderían algunos más si los mosquetes del enemigo, humedecidos por la niebla, fallaban. Podría suceder que la oscuridad engullera a los fusileros antes de que los franceses dispararan, pero dispararían, sobresaltando el amanecer antes de que los casacas verdes hubieran recorrido los trescientos metros que separaban la iglesia de las defensas de la ciudad. Los guardias de las barricadas quedarían alertados. Estarían esperando y, en el mejor de los casos, la fuerza de Vivar se encontraría pegada a unas cuantas casas del lado norte de la ciudad y, cuando el día se iluminara y la niebla se disipara, la caballería les cortaría la retirada. Sharpe sabía que a mediodía todos podían ser prisioneros de los franceses.

—¿Y bien? —Por el silencio y la inmovilidad de Sharpe, Vivar intuyó que el fusilero ya creía que la batalla estaba perdida.

—¿Dónde tiene la caballería? —preguntó Sharpe, no por interés sino para retrasar la horrible decisión.

—Dávila está al mando. Estarán en posición. Los voluntarios se encuentran en el prado de atrás. —Al no recibir respuesta, Vivar tocó el brazo de Sharpe—. Lo haré con o sin usted, teniente. Me daría igual si el mismísimo Emperador y todas las fuerzas del infierno vigilaran la ciudad, tendría que hacerlo. Es la única manera de expurgar la vergüenza de mi familia. Tengo un hermano que es un traidor, y la traición debe lavarse con sangre enemiga. Y Dios será compasivo con este deseo, teniente. Dice usted que no es creyente, pero yo pienso que a las puertas de la batalla, todo el mundo siente el aliento de Dios.

Era un discurso magnífico, pero Sharpe no cedió.

—¿Acaso Dios mantendrá en silencio al cuerpo de guardia?

—Si así lo quiere lo hará, sí. —La niebla se estaba aclarando. Sharpe veía las ramas pálidas y desnudas del olmo encima de él. Cada segundo de retraso hacía peligrar más el ataque y Vivar lo sabía—. ¿Y bien? —volvió a preguntar. Sharpe continuó sin decir nada y el español se puso de pie con expresión indignada—. Los españoles lo haremos solos, teniente.

—¡No, maldito sea! ¡Rifles! —Sharpe se levantó. Pensó en Louisa; la joven le había dicho algo sobre aprovechar el momento y, a pesar de sus demonios, Sharpe pensó que si no actuaba enseguida podría perderla—. ¡Quítense los capotes y las mochilas! —Los fusileros obedecieron para así poder combatir sin estorbos—. ¡Y carguen las armas!

Vivar le advirtió entre dientes que no cargara los rifles, pero Sharpe no atacaría sin el factor sorpresa y las armas descargadas. Había que correr el riesgo de un disparo accidental. Aguardó hasta que la última baqueta hubo atracado el proyectil y se cebó la última cazoleta.

—¡Calen bayonetas!

Las hojas hicieron un ruido áspero y los encastres encajaron en las bocas de las armas con un chasquido. Sharpe se echó el rifle al hombro y desenvainó su espada grande y tosca.

—En fila, sargento. ¡Diga a los soldados que no hagan ni el más mínimo ruido! —Miró a Vivar—. No voy a permitir que piense que no tuvimos valor suficiente.

Vivar sonrió.

—Nunca lo hubiera pensado. Tome. —Levantó la mano, cogió el ramito diminuto de romero seco que llevaba en el sombrero y lo metió en una presilla suelta de la casaca de Sharpe.

—¿Esto me convierte en un miembro de su élite? —preguntó Sharpe. Vivar negó con la cabeza.

—Es una hierba que conjura el mal, teniente.

Por un segundo Sharpe estuvo tentado de rechazar la superstición, pero se acordó de su desafío a las xanas y dejó la ramita de romero donde estaba. La tarea de aquella mañana se había vuelto tan desesperada que incluso estaba dispuesto a creer que una hierba seca podía proporcionarle protección.

—¡Adelante!

De perdidos, al agua, pensó Sharpe, pero, maldita sea, él había dado su aprobación a la locura de Vivar en la capilla del fuerte, cuando había permitido que el misterio del gonfalón lo ofuscara como lo harían los efluvios embriagadores de un vino oscuro y caliente. Ahora no era momento de dejar que el miedo pusiera fin a la locura.

De modo que adelante. Avanzaron por entre los árboles, pasaron junto a un muro de piedra y cuando las botas de Sharpe chirriaron contra el sílex del suelo, éste vio que habían llegado al camino. Un edificio se alzaba a su derecha, oscuro e imponente, y delante vio la hoguera del cuerpo de guardia. Sus llamas eran débiles y la niebla las hacía borrosas, pero habían encendido la fogata a las puertas de la iglesia para iluminar el camino. En cualquier instante les darían el alto.

—¡Cierren filas! —susurró Sharpe dirigiéndose a Harper—. ¡Y los dedos fuera de los gatillos!

—¡Cierren filas! —exclamó Harper entre dientes—. ¡Y no se les ocurra disparar!

Sharpe propuso que pasaran corriendo junto al puesto de guardia. El ruido empezaría entonces, pero no se podía evitar. Se iniciaría con el traqueteo del fuego de mosquetes y rifles y terminaría con toda la cacofonía de la muerte. Sin embargo, de momento sólo se oía el roce de las botas sobre el pedernal, el amortiguado golpeteo sordo del equipo y el aliento bronco de los soldados cansados tras horas y horas de marcha.

Harper se santiguó. Los demás irlandeses de la compañía hicieron lo mismo. Sonrieron, no de satisfacción sino de miedo. Los fusileros temblaban y sus vientres tenían ganas de descargarse. María, madre de Dios, repetía Harper una y otra vez para sus adentros. Supuso que debería rezarle a san Jaime, pero no sabía ninguna plegaria para él, de modo que repitió con nerviosismo la invocación más conocida. Ruega por nosotros ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.

Sharpe encabezó el avance. Caminó despacio, sin perder de vista la luz borrosa del fuego de los centinelas. La luz de las llamas se reflejaba en la hoja de la espada que sostenía. Mucho más allá de la primera fogata vio el brillo indistinto de otras hogueras que debían de arder en el margen de las principales defensas francesas. La niebla se teñía de plata, se iluminaba, y Sharpe creyó distinguir vagamente el laberinto de pináculos y cúpulas que conformaban el contorno superior de la ciudad. Vivar le había dicho que era una ciudad pequeña; apenas un puñado de casas en torno a la abadía, los albergues, la catedral y la plaza, pero era una ciudad ocupada por los franceses que un ejército variopinto y poco numeroso debía tomar.

Una fuerza variopinta, poco numerosa, mal entrenada y vestida de marrón que se inspiraba en la fe de un hombre. Sharpe pensó que Vivar debía de estar ebrio de Dios para creer que ese trozo de seda apolillado podía obrar un milagro. Era una locura. Si el ejército británico supiera que un ex sargento conducía a unos fusileros en semejante misión le formarían un consejo de guerra. A Sharpe le parecía que estaba tan loco como Vivar; la única diferencia era que el acicate de Vivar era Dios y el de Sharpe el orgullo estúpido y terco de un soldado que no admitiría una derrota.

Sharpe recordó que, no obstante, otros hombres habían alcanzado la gloria con sueños tan impracticables como ése. Los pocos caballeros a quienes los incontenibles ejércitos de Mahoma habían obligado a refugiarse en las montañas hacía mil años debieron de sentir la misma desesperación. Cuando esos caballeros apretaron las cinchas, alzaron sus lanzas en posición de ataque y miraron la gran media luna del enemigo bajo las banderas ondeantes que traían la sangre desde el desierto, debían saber que había llegado la hora de su muerte. Sin embargo, habían bajado de golpe las viseras de sus yelmos, habían espoleado sus monturas y habían cargado.

El chirrido de una piedra bajo el pie de Sharpe le devolvió al presente. En aquel momento se encontraban en una calle, ya habían dejado atrás la campiña. Las ventanas de las casas silenciosas tenían rejas de hierro. El camino ascendía y, aunque la pendiente no era abrupta, bastaba para dificultar el ataque. Una forma se movió junto al fuego y Sharpe se dio cuenta de que había una barrera tosca colocada de un extremo a otro del camino que detendría su disparatada embestida hacia las defensas principales de la ciudad. La barrera consistía únicamente en dos carretas y unas cuantas sillas, pero seguía siendo una barrera.

La forma que se movía junto a la fogata de los centinelas se materializó en una silueta humana; un francés que se inclinó para encender una pipa con una astilla ardiendo que sacó de las llamas. El hombre no sospechaba nada, ni miró hacia el norte donde podría haber distinguido el reflejo de la luz del fuego en las bayonetas caladas.

Entonces, en una casa situada a la derecha de Sharpe, ladró un perro. Sharpe estaba tan tenso que dio un salto hacia un lado. El perro siguió ladrando frenéticamente. Otro perro también ladró y un gallo joven desafió a la mañana. Los fusileros apretaron el paso de manera instintiva.

El francés que estaba junto al fuego se enderezó y se dio la vuelta. Sharpe vio la forma inconfundible del chacó de aquel hombre; era un soldado de infantería. No era un miembro de la caballería desmontado, sino un maldito soldado de infantería francés que se descolgó el mosquete y lo apuntó hacia los fusileros.

Qui vive?

El francés les dio el alto y se inició el combate de la jornada. Sharpe tomó aire y echó a correr.