CAPÍTULO 6

Los cazadores y los fusileros se dirigían al oeste; pero, por miedo a los dragones franceses, Vivar evitaba las sendas más fáciles de la ruta del peregrino, convencido de que era más seguro el terreno elevado. El camino, si se podía llamar así, se abría esforzadamente a través de los puertos de las altas montañas y cruzaba riachuelos fríos crecidos por el deshielo y la lluvia persistente y azotadora que hacía el suelo resbaladizo como la grasa. Los caballos franceses capturados llevaban a los heridos y a los que habían contraído fiebre a causa del frío, pero para que aquellas preciosas bestias sobrevivieran a los senderos traicioneros habían de guiarlas con infinito cuidado. Uno de los caballos llevaba el arcón.

No había noticias de los franceses. En los primeros dos días de marcha Sharpe esperaba ver las siluetas amenazadoras de los dragones en la línea del horizonte, pero el chasseur y sus hombres parecían haberse esfumado. Las pocas personas que vivían en los pueblos de las tierras altas le aseguraron a Vivar que no habían visto a ningún francés. Algunos ni siquiera sabían que había un enemigo extranjero en España y, al oír el extraño idioma de los fusileros de Sharpe, miraban con recelosa hostilidad a los forasteros.

—Y no es que su dialecto no sea extraño —comentó Vivar alegremente; y, con la misma fluidez en el habla gallega como en el más distinguido idioma de España, tranquilizaba a los campesinos diciéndoles que no debían temer a los hombres de casaca verde.

A los pocos días, convencido de que los franceses habían perdido el rastro, Vivar descendió al camino del peregrino que resultó una sucesión de senderos que se confundían y serpenteaban por los valles más profundos. Los caminos anchos estaban reforzados con pedernal para los carros y carruajes, y aunque el invierno había sumergido el pedernal en barro, los soldados marchaban con rapidez y comodidad sobre aquella superficie firme. Una tupida arboleda de castaños y olmos crecía junto al camino que conducía por un país que de momento se había librado de ejércitos rapiñadores. Los soldados comían bien. Había maíz, centeno, patatas, castañas y carne salada almacenada para el invierno. Una noche incluso comieron añojo fresco.

Sin embargo, a pesar de la comida y del camino más transitable, no era un terreno fácil. Un mediodía, estando junto a un puente que cruzaba un río hondo y oscuro, Sharpe vio tres cabezas humanas clavadas en lo alto de unos postes de madera. Las cabezas llevaban allí meses y los cuervos les habían comido los ojos, las lenguas y las carnes más blandas, y los jirones de piel que quedaban en las truculentas calaveras se habían vuelto negros como la pez.

Rateros —le dijo Vivar a Sharpe—. Salteadores de caminos. Saben que los peregrinos son presas fáciles.

—¿Van muchos peregrinos a Santiago de Compostela?

—No tantos como antes. Siguen acudiendo unos cuantos leprosos para curarse, pero incluso a ellos los disuadirá la guerra. —Vivar hizo un movimiento con la cabeza hacia los cráneos de cabello lacio—. De modo que ahora estos caballeros tendrán que utilizar sus habilidades asesinas contra los franceses. —La idea lo animó, de la misma manera que la marcha más acomodada por el camino del peregrino animó a los fusileros de Sharpe. A veces cantaban al marchar. Volvieron a descubrir viejas comodidades. Vivar compró unos grandes bloques de tabaco que tenían que raspar para convertirlo en hebras que se pudieran fumar y algunos fusileros imitaron a los soldados españoles y liaron el tabaco en papel en lugar de fumarlo en pipas de cerámica. En los pueblos pequeños siempre les daban generosas cantidades de una sidra fuerte y áspera. Vivar quedó asombrado del aguante de los fusileros con la bebida y se asombró más aún cuando Sharpe le contó que la mayoría de los hombres se habían alistado en el ejército para obtener la ración diaria de un tercio de pinta de ron.

Allí no podían conseguir ron, pero los soldados estaban contentos con la abundancia de sidra; incluso trataban a Sharpe con cautelosa aceptación. Los casacas verdes habían recibido a Harper en sus filas con verdadera alegría y Sharpe había comprobado que el hombre grandote era el verdadero líder de aquellos hombres. El sargento Williams les caía bien, pero por instinto esperaban que Harper tomara las decisiones por ellos y Sharpe se convenció agriamente de que era Harper, no él, quien fusionaba a esos supervivientes de cuatro compañías distintas en una sola unidad.

—Harps es un buen tipo, señor. —El sargento Williams perseveró en su papel de pacificador entre los dos hombres—. Ahora dice que se equivocaba.

A Sharpe lo irritó aquel cumplido de segunda mano.

—Me importa un carajo lo que diga.

—Dice que nunca le habían pegado tan fuerte en toda su vida.

—Ya sé lo que dice. —Sharpe se preguntó si el sargento hablaría de la misma manera a los demás oficiales y decidió que no. Supuso que si Williams utilizaba semejante familiaridad era únicamente porque sabía que Sharpe era un ex sargento—. Puede decirle al fusilero Harper —repuso Sharpe con deliberada aspereza— que si se pasa de la raya una vez más van a pegarle tan fuerte que ya no recordará nada.

Williams se rió.

—Harps no volverá a pasarse de la raya, señor. El comandante Vivar tuvo unas palabras con él, señor. Sabe Dios qué fue lo que le dijo, pero le dio un susto tremendo. —Meneó la cabeza en un gesto de admiración hacia el español—. El comandante es un cabrón muy duro, señor, y rico, además. ¡Lleva una maldita fortuna en esa caja!

—Ya le dije que no son más que documentos —replicó Sharpe en tono despreocupado.

—Son piedras preciosas, señor. —No había duda de que Williams disfrutaba al revelar el secreto—. Lo que yo había imaginado. Diamantes y esas cosas. Es lo que el comandante le contó a Harps, señor. Harps dice que las joyas pertenecen a la familia del comandante y que si conseguimos llevarlas sin ningún percance a Santiago, o como se diga, el comandante nos dará una moneda de oro a cada uno.

—¡Qué tontería! —exclamó Sharpe con sequedad, y supo que su resentimiento estaba provocado por una envidia irracional. ¿Por qué Vivar le contaría a Harper lo que no había querido contarle a él? ¿Acaso era porque el irlandés era católico? En realidad, ¿por qué iba Vivar a depositar las joyas de su familia en una iglesia con tanta reverencia? ¿Y acaso unas meras joyas habían sido el motivo de que unos dragones enemigos atravesaran las montañas invernales para tender una emboscada?

—Son joyas antiguas. —El sargento Williams hizo caso omiso de las dudas de Sharpe—. Una de ellas es un collar hecho con los diamantes de una corona. Una corona mora, señor. Era un antiguo rey, señor. Un bagano. —No había duda de que el sargento había quedado terriblemente impresionado. Aunque los fusileros marcharan bajo la lluvia y por malos caminos, sus dificultades adquirían dignidad porque escoltaban las joyas paganas de un antiguo reino.

—No me creo ni una sola palabra de todo esto —dijo Sharpe.

—El comandante dijo que no se lo creería, señor —repuso Williams con respeto.

—¿Harper vio las joyas?

—Eso acarrearía mala suerte, señor. —Williams tenía la respuesta preparada—. Si se abre el cofre sin el permiso de la familia, ¿no?, entonces te poseen los malos espíritus. ¿Lo entiende, señor?

—¡Oh, sí! Perfectamente —contestó Sharpe, pero el crédito que el sargento daba a la existencia de las joyas estaba lejos de las dudas irónicas de Sharpe.

Aquella misma tarde, en un campo anegado por la lluvia, Sharpe vio dos gaviotas volando por el oeste. Dicha visión, aun cuando no prometía el fin del viaje, estaba llena de esperanza. Llegar al mar sería todo un logro; indicaría el fin de la marcha hacia el oeste y el principio del viaje hacia el sur, y en su impaciencia hasta creyó oler la sal en la atmósfera azotada por la lluvia.

Una hora antes de anochecer llegaron a una pequeña ciudad levantada en torno a un puente tendido sobre un río de aguas rápidas y profundas. Los restos de una fortaleza antigua dominaban la ciudad, pero la plaza fuerte había sido abandonada hacía mucho tiempo. El alcalde aseguró al comandante Vivar que no había franceses en una distancia de cinco leguas y dicha convicción lo persuadió para descansar en la ciudad.

—Saldremos temprano —le dijo a Sharpe—. Si el tiempo se mantiene así mañana a esta hora estaremos en Santiago de Compostela.

—Desde donde yo me dirigiré al sur.

—Desde donde usted se dirigirá al sur.

El alcalde ofreció su propia casa a Vivar y sus establos a los cazadores y alojaron a los fusileros en un monasterio cisterciense que, habiendo hecho votos de brindar hospitalidad a los peregrinos, demostró la misma generosidad con los soldados extranjeros. Había cerdo recién matado con alubias, pan y odres de vino tinto. Incluso había unas botellas negras de un brandy crudo y fortísimo llamado aguardiente que les ofreció un monje musculoso cuyas cicatrices y tatuajes le daban un aspecto de soldado veterano. Este monje trajo también un costal de bizcocho y dio a entender por señas que la comida era para su marcha del día siguiente. La generosidad del monje convenció a Sharpe de que, tras los fríos horrores de las últimas semanas, sus fusileros y él llegarían de verdad a un lugar seguro. El peligro del enemigo parecía al fin distante y, aliviado de la necesidad de tener que apostar piquetes para prevenirse de las alarmas nocturnas, Sharpe durmió.

Pero se despertó en lo más profundo de la noche.

Un monje con vestiduras blancas que sostenía un farol merodeaba entre las formas oscuras de los fusileros dormidos bajo las arcadas del claustro. Sharpe soltó un gruñido y se acodó para incorporarse. Oyó ruidos fuera en la calle; el retumbo de unas ruedas y un golpeteo de cascos.

¡Señor! ¡Señor! —El monje le hizo señas apremiantes a Sharpe, quien, maldiciendo de que lo hubieran despertado, recogió las botas y las armas y siguió al monje por el claustro helado hasta el vestíbulo del monasterio iluminado por unas velas.

De pie en aquel vestíbulo, tapándose la boca con un pañuelo como si temiera algún contagio, había una mujer de dimensiones formidables. Era tan alta como Sharpe, de espaldas igual de anchas que las de Harper y con una cintura como un tonel de vino. Llevaba múltiples capas y mantos que hacían que su mole pareciera mucho más enorme y su rostro de ojos pequeños y labios finos estaba coronado por un sombrero diminuto de una delicadeza absurda. La mujer no hacía caso de los monjes que clamaban con insistencia dirigiéndose a ella en tono de súplica. Las grandes puertas del monasterio estaban abiertas tras ella y, a la luz de las antorchas que ardían en los soportes de la calle, Sharpe vio un carruaje. Cuando Sharpe llegó, la mujer se metió el pañuelo en la manga.

—¿Es usted un oficial inglés?

Sharpe estaba tan asombrado que no dijo nada. No fue la pregunta lo que le sorprendió, ni siquiera la voz estentórea con que fue pronunciada, sino el hecho de que aquella mujer grandota era inglesa.

—¿Y bien? —preguntó.

—Sí, señora.

—No puedo decir que me alegre de encontrar a un oficial que ha jurado fidelidad a un rey protestante en un lugar como éste. Y ahora póngase las botas. ¡Dese prisa, hombre! —La mujer hacía caso omiso de los monjes que trataban de llamar su atención del mismo modo que una vaca lechera ignora el balido de las ovejas.

—Dígame su nombre —le exigió la mujer.

—Me llamo Sharpe, señora. Teniente Richard Sharpe de los Rifles.

—Búsqueme al oficial inglés de más rango. Y abróchese la casaca.

—Soy el oficial de más rango, señora.

La mujer lo miró con malévola desconfianza.

—¿Usted?

—Sí, señora.

—Pues tendrá que valer. ¡Quíteme sus sucias manos de encima! —Estas últimas palabras iban dirigidas al abad quien, con una educación exquisita, había intentado llamar la atención de la mujer llevando una mano vacilante y trémula al borde de uno de sus voluminosos mantos—. ¡Búsqueme a unos cuantos soldados! —Esto se lo dijo a Sharpe.

—¿Quién es usted, señora?

—Soy la señora Parker. ¿Ha oído hablar del almirante sir Hyde Parker?

—Por supuesto, señora.

—Era pariente de mi esposo hasta que Dios decidió llevarlo a la gloria. —Una vez hubo establecido su posición jerárquica por encima de Sharpe, al menos por matrimonio, la señora Parker recuperó su tono más vituperante—. ¡Dese prisa, hombre!

Sharpe se puso las botas destrozadas mientras intentaba encontrarle algún sentido al hecho de que una mujer inglesa apareciera en plena noche en un monasterio español.

—¿Quiere soldados, señora?

La señora Parker lo miró como si fuera a retorcerle el pescuezo.

—¿Es que está sordo, hombre? ¿Tocado de la cabeza? ¿O simplemente es estúpido? ¡Quíteme sus manos papistas de encima! —Esta última admonición iba dirigida al abad cisterciense, quien retrocedió de un salto como si lo hubieran aguijoneado—. Esperaré en el carruaje, teniente. ¡Dese prisa! —La señora Parker, para alivio de los monjes, regresó indignada a su coche.

Sharpe se abrochó la espada, se colgó el rifle y, sin molestarse en ir a buscar a ningún soldado, salió a la calle que estaba abarrotada de carros, carruajes y jinetes. Entre el gentío reinaba una sensación de pánico suscitada por la gente que sabía que debía marcharse pero que no sabían dónde estarían seguros. Sharpe, intuyendo el desastre, se acercó al coche de la señora Parker. Su interior afelpado se hallaba iluminado por un farol tapado cuya luz dejó ver a un hombre alto y penosamente delgado que intentaba ayudar a la mujer a sentarse.

—¡Aquí está! —La señora Parker, cuando al fin pudo encajar su mole en el banco de piel, miró a Sharpe con el ceño fruncido—. ¿Tiene soldados?

—¿Para qué los quiere, señora?

—¿Que para qué los quiero? ¿Lo has oído, George? ¡Uno de los oficiales de Su Majestad encuentra a una mujer inglesa indefensa, varada en un país papista y bajo la amenaza de los franceses, y se pone a hacer preguntas! —La señora Parker se inclinó hacia delante ocupando la portezuela abierta del carruaje—. ¡Vaya a buscarlos!

—¿Por qué? —le espetó Sharpe, lo cual dejó estupefacta a la señora Parker, que no estaba acostumbrada a encontrar oposición.

—Por los testamentos. —Fue el hombre quien respondió. Miró a Sharpe por encima de la señora Parker y le dirigió una sonrisa muy vacilante—. Me llamo Parker, George Parker. Tengo el honor de ser primo del difunto almirante sir Hyde Parker. —Lo dijo en tono cansino, desvelando así que todo el esplendor que pudiera haber conseguido el señor George Parker en esta vida se debía únicamente al reflejo del lustre de su primo—. Mi esposa y yo necesitamos su ayuda.

—Tenemos unas traducciones al español del Nuevo Testamento —interrumpió la señora Parker— ocultas en esta ciudad, teniente. Los españoles confiscarán esas escrituras a menos que las escondamos. Necesitamos que sus hombres las rescaten. —Estaba claro que una explicación así constituía un discurso conciliatorio, un discurso que su esposo recompensó con un asentimiento ansioso.

—¿Quiere que mis fusileros recuperen los testamentos de manos de los españoles? —preguntó Sharpe, absolutamente confuso.

—¡De los franceses, idiota! —bramó la señora Parker hacia el exterior del carruaje.

—¿Los franceses están aquí?

—Ayer entraron en Santiago de Compostela —respondió el señor Parker con tristeza.

—¡Dios santo!

La exclamación tuvo el afortunado efecto de acallar a la señora Parker. Su esposo, al ver lo sorprendido que estaba Sharpe, se inclinó hacia delante.

—¿No se ha enterado de los acontecimientos que han tenido lugar en La Coruña?

Sharpe casi no quería oírlo.

—No me he enterado de nada, señor.

—Hubo una batalla, teniente. El ejército británico logró escapar hacia el mar, pero a expensas de muchas vidas. Se dice que sir John Moore está muerto. Por lo visto los franceses son ahora los dueños de esta parte de España.

—¡Dios mío!

—Nos comunicaron su presencia cuando llegamos aquí —explicó Parker—, y ahora le rogamos su protección.

—Por supuesto. —Sharpe miró calle arriba y entendió el pánico. Los franceses habían tomado los puertos del Atlántico del extremo noroeste de España. Los británicos se habían ido, los ejércitos españoles estaban desperdigados y las tropas de Napoleón no tardarían en dirigirse hacia el sur para completar su victoria—. ¿A qué distancia nos encontramos de La Coruña?

—A unas once leguas. Tal vez doce. —El rostro de George Parker, pálido a la luz de las velas, tenía un aspecto demacrado y preocupado. Y no es de extrañar, pensó Sharpe. Los franceses se encontraban apenas a un día de marcha.

—¿Quiere darse prisa? —La señora Parker, que se había recuperado de la impresión causada por la exclamación de Sharpe, se abalanzó con aire vengativo.

—Aguarde, señora. —Sharpe regresó corriendo al monasterio—. ¡Sargento Williams! ¡Sargento Williams!

Tardó diez minutos en despertar y hacer formar a los fusileros, que salieron tambaleándose y medio dormidos a la calle donde, a la luz de las antorchas, Sharpe les gritó que formaran. El aliento de los soldados creaba nubecillas de vapor bajo las llamas y Sharpe sintió las primeras gotas de lluvia. Los monjes les llevaron generosamente pequeños sacos de pan a los soldados que parecían desconcertados por el escandaloso caos formado en aquella pequeña calle.

—¡Teniente! ¿Quiere darse prisa? —Era la señora Parker, que hizo chirriar los muelles del carruaje al inclinarse. Fue entonces cuando el fusilero Harper soltó un silbido penetrante, los demás soldados profirieron una ovación y Sharpe se dio media vuelta rápidamente e hizo un descubrimiento de lo más inoportuno. Por lo visto la señora Parker debía de tener una doncella, o quizás una dama de compañía, si no era su hija, y la chica, si era la hija de la señora Parker, no se parecía a su madre. No se le parecía en lo más mínimo. Sharpe vio un rostro de ojos brillantes, unos rizos oscuros y una sonrisa pícara que sólo podía traer problemas, entre la tropa.

—¡Oh, mierda! —masculló.

Sharpe había hecho levantar y formar a sus soldados y ahora no sabía qué hacer con ellos, y mientras esperaba a que Blas Vivar saliera de la casa del alcalde, donde un consejo de ancianos de la ciudad se había reunido a toda prisa, mandó a sus hombres que recuperaran el Nuevo Testamento en español del establo de un librero que había escondido los libros para George Parker.

—La Iglesia de Roma no lo aprueba, ¿comprende? —Lejos de su esposa, George Parker resultó ser un personaje distinguido y un tanto triste—. Quieren mantener al pueblo en la oscuridad de la ignorancia. El arzobispo de Sevilla confiscó un millar de testamentos y los quemó. ¿Puede dar crédito a semejante comportamiento? Por eso vinimos al norte. Creía que Salamanca sería un campo más fértil para nuestros empeños, pero el arzobispo de allí amenazó con una confiscación similar. De modo que nos fuimos a Santiago, y por el camino dejamos nuestros preciosos libros bajo la protección de este buen hombre —Parker señaló la casa del librero—. Creo que vende unos cuantos por su cuenta, pero no puedo culparle por ello. Claro que no. Y si difunde el evangelio, teniente, el que no está adulterado por los sacerdotes de Roma, sólo puede ser para gloria de Dios. ¿No está usted de acuerdo?

Sharpe estaba demasiado ofuscado por los extraños acontecimientos de la noche para mostrar su asentimiento. Se quedó mirando mientras traían otro montón de aquellos libros encuadernados en negro y los cargaban en el cajón trasero del carruaje.

—¿Ha venido a España para distribuir Biblias?

—Sólo desde que se firmó el tratado de paz entre nuestros dos países —respondió Parker como si eso lo explicara todo, y al ver que Sharpe seguía con expresión de desconcierto, le brindó más información—. Tiene que saber que mi querida esposa y yo somos seguidores del difundo John Wesley.

—¿El metodista?

—Exactamente —Parker asintió con vigorosos movimientos de la cabeza—, y cuando mi difunto primo, el almirante, tuvo la gentileza de recordarme en sus últimas voluntades, mi querida esposa consideró que lo más apropiado sería gastar el dinero esclareciendo las tinieblas papistas que envuelven el sur de Europa. Vimos la declaración de paz entre Inglaterra y España como una providencia de Dios que dirigía nuestros pasos hacia aquí.

—¿Y han tenido mucho éxito? —Sharpe no pudo resistirse a preguntar, aunque la respuesta fue claramente visible en la expresión lúgubre de Parker.

—¡Ay, teniente! La gente de España es obstinada en su herejía romana. No obstante, si una sola alma alcanza el conocimiento de la gracia protestante y salvadora de Dios, me sentiré ampliamente justificado en esta empresa. —Parker hizo una pausa—. ¿Y usted, teniente? ¿Puedo preguntarle si tiene un conocimiento personal de su Señor y Salvador?

—Soy un fusilero, señor —repuso Sharpe con firmeza, ansioso por evitar un ataque protestante contra su alma ya acosada por el catolicismo—. Nuestra religión consiste en matar a los franchutes y demás cabrones paganos a quienes no les gusta el buen rey George.

La agresividad de la respuesta de Sharpe hizo callar a Parker durante un momento. El hombre de mediana edad miró con tristeza a los refugiados que había en la calle y suspiró.

—Usted es un soldado, por supuesto. Pero tal vez me perdonará, teniente, ¿no?

—¿Perdonarle, señor?

—Mi primo, el difunto almirante, era muy dado a proferir brutales maldiciones. No es mi deseo ofenderle, teniente, pero mi querida esposa y mi sobrina no están acostumbradas al lenguaje subido de tono de los militares y… —se le fue apagando la voz.

—Le pido disculpas, señor. Trataré de recordarlo. —Sharpe señaló hacia la vivienda del librero donde la señora Parker y la chica se habían refugiado temporalmente—. ¿Es su sobrina, señor? Parece un poco joven para viajar por un lugar tan turbulento, ¿no?

Si Parker imaginó que Sharpe estaba intentando sonsacarle información sobre su sobrina, no mostró ningún resentimiento.

—Louisa tiene diecinueve años, teniente, pero lamentablemente es huérfana. Mi querida esposa le ofreció empleo como dama de compañía. Por supuesto, no teníamos idea de que la guerra seguiría un curso tan desfavorable. Creíamos que, con el ejército británico luchando en España, seríamos bien recibidos y estaríamos protegidos.

—Quizá últimamente Dios sea francés —comentó Sharpe a la ligera.

Parker no hizo caso de su frivolidad. En cambio, observó al torrente de refugiados que avanzaban desordenadamente a través de la noche con sus fardos de ropa. Los niños lloraban. Una mujer arrastraba dos cabras atadas con unos trozos de cuerda. Un tullido andaba balanceándose con sus muletas. Parker meneó la cabeza.

—Aquí les tienen mucho miedo a los franceses.

—Es que son unos hijos de puta, señor. Perdóneme —Sharpe se ruborizó—. ¿Estaban en Santiago de Compostela cuando llegaron?

—Su caballería llegó al extremo norte de la ciudad ayer por la tarde, lo cual nos dio tiempo a escapar. Creo que Dios fue muy providencial.

—Desde luego, señor.

El sargento Williams, con una amplia sonrisa en el rostro, se cuadró delante de Sharpe.

—Ya están todos los libros santos cargados, señor. ¿Quiere que vaya a buscar a las damas?

Sharpe miró a Parker.

—¿Va a seguir el viaje esta noche, señor?

Sin duda la pregunta desconcertó a Parker.

—Haremos lo que usted considere mejor, teniente.

—Depende de usted, señor.

—¿De mí?

Estaba claro que George Parker era igual de indeciso que su primo, sir Hyde, cuyas evasivas casi habían hecho perder la batalla de Copenhague. Sharpe intentó explicarle las alternativas que tenía la familia:

—Este camino, señor, sólo va al este o al oeste, y los franceses se encuentran en ambas direcciones. Supongo que ahora que los libros están a salvo, señor, tendrá que decidirse en una u otra dirección, ¿no? Dicen que los franceses se portan bastante bien con los inocentes viajeros ingleses. Tenga por seguro que lo interrogarán y que sufrirá ciertos inconvenientes, pero lo más probable es que le den permiso para viajar hacia el sur. ¿Puedo sugerirle Lisboa, señor? He oído que allí todavía hay una guarnición británica, y aunque haya zarpado, podría encontrar un barco mercante británico.

Parker miró a Sharpe con expresión preocupada.

—¿Y usted, teniente? ¿Qué intenciones tiene?

—Difícilmente puedo contar con la tolerancia de los franceses, señor —dijo con una sonrisa—. No, nosotros vamos hacia el sur, señor. Teníamos la esperanza de tomar la carretera desde Santiago de Compostela, pero puesto que esos cabr… puesto que los franceses están allí, señor, atajaremos por las montañas. —Sharpe dio unas palmadas en las ruedas embarradas del gran carruaje—. Es imposible que esta cosa venga con nosotros, señor, por lo que me temo que tendrá que pedir permiso a los franceses para cruzar su territorio.

Parker llevaba unos segundos moviendo la cabeza.

—Le aseguro, teniente, que mi esposa y yo no tenemos intención de humillarnos ante el enemigo siempre y cuando haya una escapatoria viable. Viajaremos al sur con usted. Además, puedo asegurarle que hay una buena ruta hacia el sur desde esta ciudad. ¡Allí! —señaló al puente—. Justo al otro lado del río.

Sharpe quedó tan asombrado que permaneció un momento en silencio.

—¿Hay un camino que va hacia el sur desde aquí?

—Exactamente, así es. De lo contrario no me habría atrevido a venir a recuperar mis testamentos.

—Pero si me habían dicho… —Sharpe se dio cuenta de pronto de que no tenía sentido contar la afirmación de Vivar de que no existía ningún camino hacia el sur—. ¿Está usted seguro, señor?

—Lo recorrí hace apenas un mes. —Parker notó la vacilación de Sharpe—. Tengo un mapa, teniente. ¿Quiere verlo?

Sharpe siguió a Parker y entraron en casa del librero. La señora Parker, sentada junto al fuego en sus enormes proporciones, lanzó una mirada recelosa al casaca verde.

—Los testamentos están a salvo, querida —anunció Parker mansamente—, y me preguntaba si podríamos examinar el mapa.

—¿Louisa? —La señora Parker se dirigió a su sobrina—. El mapa.

La chica se acercó obedientemente a una bolsa de viaje de cuero y buscó entre los papeles. Sharpe apartó deliberadamente la mirada de ella. A juzgar por las pocas mitradas fugaces que ya le había dirigido, Louisa Parker poseía una belleza perturbadora. Era una mujer de figura alta y delgada, de semblante risueño e inquisidor y en su piel clara no había señales de enfermedad ni de privaciones. Era una chica que haría que un soldado se agitara en sueños, pensó Sharpe, aunque fuera una dichosa metodista.

Louisa trajo el mapa a la mesa. George Parker intentó hacer las presentaciones.

—Louisa, querida, no te hemos presentado al teniente…

—¡Louisa! —interrumpió la señora Parker, que sin duda era muy consciente del peligro que suponían los soldados para las jovencitas—. ¡Ven aquí a sentarte!

Durante el silencio que siguió Sharpe desplegó el mapa.

—No es un mapa muy cabal —comentó Parker con modestia, como si fuera responsable de sus caprichos—, pero le aseguro que el camino existe. —Pasó el dedo por una fina línea negra, cosa que a Sharpe no le sirvió de mucho pues todavía estaba intentando encontrar su ubicación en aquella hoja mal impresa—. El camino se cruza con la ruta costera en este punto, a una buena distancia al sur de Villagarcía —continuó diciendo Parker— y yo esperaba poder encontrar una embarcación aquí, en Pontevedra. Creo que la armada británica patrulla la costa y, si Dios quiere, quizá podríamos persuadir a algún pescador amable de que nos llevara hasta uno de sus barcos, ¿no?

En realidad Sharpe no le escuchaba. Estaba mirando fijamente el mapa, intentando descubrir la tortuosa ruta que había seguido con Vivar. No pudo encontrar el curso exacto del viaje, pero una cosa estaba muy clara: durante los últimos días sus fusileros y él habían pasado al menos cerca de dos caminos hacia el sur. Vivar le había repetido a Sharpe que no había carreteras que fueran en esa dirección, que los fusileros debían ir primero a Santiago de Compostela y desde allí dirigirse a Lisboa. El español había mentido.

George Parker confundió la expresión adusta de Sharpe con pesimismo.

—Le aseguro que el camino existe.

De pronto Sharpe fue consciente de que la chica lo estaba mirando y dicho escrutinio avivó el instinto de protección propio de un soldado.

—¿Dice que viajó por ese camino hace un mes, señor? —En efecto.

—¿Y un carruaje puede recorrerlo en invierno?

—Por supuesto que sí.

—¿Es que piensa malgastar toda la noche? —La señora Parker se puso de pie con aire amenazador—. ¿O es que a los soldados británicos ya no les importa la suerte que corran las mujeres británicas?

Sharpe plegó el mapa y, sin pedir permiso, se lo metió en la bolsa.

—Podremos irnos muy pronto, señora, pero primero tengo que resolver unos asuntos en la ciudad.

—¡Unos asuntos! —No había duda de que la señora Parker estaba alimentando el fuego de su imponente ira—. ¿Qué asuntos puede tener un teniente, señor Sharpe, que tengan preferencia sobre nuestra seguridad?

Sharpe abrió la puerta.

—Será cuestión de un cuarto de hora, a lo sumo. ¿Sería tan amable de estar lista en diez minutos, señora? Tengo a dos hombres heridos que tendrán que viajar en su carruaje. —Sharpe vio que a la mujer le hervía la sangre y estaba a punto de protestar—. Y pondremos las mochilas de mis hombres en la baca. De lo contrario, señora, ya puede irse al sur sin mí —le brindó un esbozo de reverencia—. A sus pies, señora.

Sharpe se marchó antes de que la señora Parker pudiera contestar y hubiera jurado que oyó una risita divertida de la muchacha. ¡Maldición! ¡Maldición! ¡Maldición! Ya tenía bastantes cosas de las que preocuparse sin ese eterno problema propio de los soldados. Fue al encuentro de Vivar.

***

—¡Buenas noticias! —exclamó Vivar a modo de saludo a Sharpe en cuanto el fusilero apareció en casa del alcalde—. ¡Mis refuerzos se encuentran a tan sólo medio día de distancia! ¡El teniente Dávila ha encontrado caballos y hombres de refresco! ¿Le hablé de Dávila?

—De lo que no me habló fue del camino, ¿verdad?

—¿El camino?

—¡Me dijo que teníamos que ir hacia el oeste para poder dirigirnos al sur! —Sharpe no había tenido intención de hablarle con tanta furia, pero no pudo ocultar su resentimiento. Sus hombres y él habían atravesado un territorio frío, habían trepado por laderas mojadas y cruzado corrientes gélidas con gran esfuerzo para nada. Podrían haber emprendido la marcha hacia el sur hacía días. A esas alturas ya podrían haber cruzado la frontera portuguesa. En cambio, se hallaban a unas cuantas horas de marcha del enemigo—. ¡El camino! —Tiró el mapa de George Parker sobre la mesa—. ¡Hay un camino, Vivar! ¡Una dichosa carretera! ¡Y nos hizo pasar de largo dos veces! Y esos condenados franceses sólo están a un día de marcha de distancia. ¡Me mintió, maldita sea!

—¿Mentirle? —Blas Vivar montó en cólera con la misma furia que Sharpe—. ¡Salvé sus miserables vidas! ¿Cree que sus hombres hubieran durado una semana en España sin mí? ¡Cuando no se pelearan entre ustedes estarían emborrachándose! He conducido a una panda de inútiles borrachos a través de España y ni se me agradece, no se me agradece en absoluto. ¡Yo escupo en su mapa! —Vivar agarró el valioso mapa y, en lugar de escupir en él, lo rompió en pedazos que arrojó al fuego.

El alcalde, acompañado por un sacerdote y media docena de hombres ancianos y serios, observaba la confrontación en perturbado silencio.

—¡Maldito sea! —Sharpe había intentado arrebatarle el mapa un segundo demasiado tarde.

—¿Maldito sea yo? —gritó Vivar—. Yo estoy luchando por España, teniente. No huyendo como un chiquillo asustado. Pero los británicos son así, ¿verdad? Al más mínimo contratiempo se van corriendo a casa con su mamá. ¡Muy bien! ¡Pues corra! Pero no va a encontrar una guarnición en Lisboa, teniente. ¡Ellos también se habrán marchado corriendo!

Sharpe no hizo caso de los insultos porque quería hacer la pregunta que le hacía hervir la sangre de indignación.

—¿Por qué nos trajo aquí, cabrón?

Vivar se inclinó sobre la mesa.

—Porque por una vez en su ignorante vida, teniente, creí que un inglés podría hacer algo por España. Hacer algo por Dios. ¡Algo útil! ¡Ustedes son una nación de piratas, de bárbaros, de paganos! ¡Sabe Dios por qué puso a los ingleses en esta tierra, pero pensé, sólo por una vez, que podría hacer algo que resultara útil a Su creación!

—¿Proteger su preciosa caja? —Sharpe señaló el cofre misterioso que se hallaba junto a una de las paredes—. De no ser por nosotros hubiera perdido esa maldita cosa, ¿no es cierto? ¿Y por qué, comandante? ¡Porque sus valiosos ejércitos españoles son unos malditos inútiles, por eso!

—Y su ejército está roto, vencido, y se ha marchado. Es más que inútil. ¡Y ahora váyase de aquí! ¡Huya!

—Espero que los franceses consigan hacerse con su dichosa caja. —Sharpe se dio media vuelta para marcharse y entonces oyó el sonido áspero de una espada al desenvainarse. Se volvió rápidamente al tiempo que extraía también su espada de la vaina que había reparado y Vivar se abalanzó contra él esgrimiendo su hoja que destellaba a la luz de las velas.

¡Basta! —El sacerdote se interpuso entre los dos hombres furiosos. Suplicó a Vivar, quien miraba fijamente a Sharpe con desprecio. Como no entendía nada de aquella conversación, el fusilero se mantuvo en guardia sin bajar la espada.

El sacerdote logró persuadir a Vivar, que bajó su arma de mala gana.

—No va a durar ni un solo día sin mí, teniente, ¡pero márchese!

Sharpe escupió en el suelo para hacer patente su propio desprecio y, con la espada aún desenvainada, regresó a la noche. Los franceses habían tomado el norte y él tenía que huir.