CAPÍTULO 14

En cuanto terminó la espera el miedo desapareció repentinamente.

Sharpe corrió pendiente arriba. La suela de la bota que con tanto cuidado había cosido el día anterior se había soltado y golpeaba. Aunque corría por la superficie de sílex del camino, Sharpe tenía la sensación de avanzar pesadamente por un barro espeso y empalagoso; sin embargo, el miedo desapareció porque la suerte estaba echada y había que terminar la partida.

Qui vive?

Ami! Ami! Ami! —Vivar le había enseñado una frase en francés que podría confundir a un centinela enemigo alertado, pero Sharpe había sido incapaz de recordar aquellas extrañas palabras y se había decidido por la palabra más fácil que significaba «amigo». La gritó más fuerte al tiempo que señalaba detrás de él, como si huyera de un enemigo oculto en la niebla.

El centinela vaciló. Otros cuatro franceses se habían acercado desde el porche de la iglesia. Uno de ellos llevaba el galón de sargento en su manga azul, pero estaba claro que no quería asumir la responsabilidad de disparar contra alguien de su propio bando, por lo que gritó hacia el interior de la iglesia para que acudiera un oficial: «Capitaine! Capitaine!». Entonces el sargento, que no llevaba puesto el chacó y seguía abrochándose la casaca azul, se dio la vuelta hacia los fusileros que se acercaban. «Halte là!»

Sharpe alzó la mano izquierda como si les ordenara a sus soldados que aminoraran la marcha. Él también aflojó el paso y volvió a exclamar con voz entrecortada: «Ami! Ami!». Fingió avanzar dando tumbos, exhausto, y aquel burdo subterfugio lo llevó a dos pasos del sargento enemigo. Entonces miró al francés a los ojos y en ellos vio el repentino terror del reconocimiento.

Era demasiado tarde. Todo el miedo de Sharpe, y el alivio de ese miedo, se concentró en su primer golpe de espada. Dio un paso adelante, acometió con un gruñido y el sargento se dobló en dos sobre la hoja que se retorcía al tiempo que el primer centinela abría la boca para gritar y la bayoneta de Harper se le clavó en el vientre. Los dedos del francés se cerraron con un espasmo en torno al gatillo de su mosquete. Sharpe estaba tan cerca de aquel hombre que no vio el fogonazo del cañón, sólo el estallido en la cazoleta. Una chispa de pólvora ardiendo pasó silbando encima de su cabeza, se formó una nube de humo a su alrededor y Sharpe tiró de su espada, retorciéndola para liberarla de la carne del francés. El sargento cayó de espaldas en la hoguera y su cabello, que le había servido de toalla para limpiarse las manos grasientas, ardió por un instante con llamas altas y brillantes.

Los tres franceses restantes retrocedían hacia el porche, pero los fusileros fueron más rápidos. Otro disparo de mosquete aturdió el amanecer y a continuación las bayonetas hicieron su trabajo. Un francés empezó a proferir unos chillidos terribles.

—¡Hagan callar a ese cabrón! —espetó Harper. Una hoja propinó un tajo, se oyó un sonido ahogado y luego nada.

Alguien disparó una pistola desde la puerta de la iglesia. Uno de los casacas verdes soltó un grito sofocado, se dio la vuelta y cayó al fuego. Dispararon otros dos rifles que arrojaron a una forma oscura al sombrío interior de la iglesia. El fusilero envuelto en llamas chillaba como un demonio cuando lo sacaron a rastras del fuego. Los perros ladraban como los canes del infierno.

Se había esfumado la sorpresa y todavía les quedaban casi trescientos metros de camino por recorrer. Sharpe tiraba de las carretas para apartarlas y abrir el camino a la caballería que debía seguirles.

—¡Dejen a esos cabrones! —Aún quedaban franceses dentro de la iglesia pero, si querían que el asalto tuviera alguna posibilidad de éxito, debían ignorarlos. Sharpe tenía que abandonar incluso a sus propios heridos si querían tomar la ciudad—. ¡Déjenlos! ¡Sigan adelante!

Los fusileros obedecieron. Hubo uno o dos que se quedaron atrás y buscaron la seguridad de las sombras, pero Harper les preguntó si preferían luchar con él o con los franceses y los rezagados recuperaron el valor. Siguieron a Sharpe por la niebla que ya no era tan oscura. Sonaban cornetas en la ciudad pero todavía no daban la alarma, simplemente ordenaban el estado de alerta, pero los toques sirvieron para apremiar a los casacas verdes. Con las prisas perdieron el orden militar; no avanzaban ni en fila ni en línea, sino como una retumbante concentración de hombres que corrían cuesta arriba hacia la ciudad que se alzaba frente a ellos.

Una ciudad cuyas defensas habrían sido alertadas. El miedo entonces tuvo tiempo de resurgir y fue peor porque Sharpe vio que los franceses habían tirado abajo las casas más próximas a la vieja muralla para que los guardias, situados tras las barricadas, tuvieran despejado el campo de tiro.

Los franceses que habían quedado atrás en la iglesia dispararon. Una bala les pasó por encima, otra rebotó entre los fusileros y alcanzó una pared rota que había delante. Sharpe imaginó los mosquetes y carabinas deslizándose por encima de las barricadas de la ciudad. Imaginó un oficial francés ordenando a sus tropas que aguardaran a que el enemigo estuviera cerca. Había llegado el momento de la muerte. Ahora, si había cañones en las defensas, los enormes tubos arrojarían sus botes que diseminaban metralla. Los fusileros serían despellejados vivos, sus vientres quedarían desgarrados y sus entrañas desparramadas a lo largo de diez metros de un camino frío.

Esos proyectiles no llegaron y Sharpe se dio cuenta de que los defensores de la ciudad debían de estar confusos por los disparos procedentes de la iglesia. A quien estuviera en la línea de defensa principal debía parecerle que los fusileros que se acercaban eran los restos de la guarnición del cuerpo de guardia, perseguidos por los disparos de mosquete de un enemigo lejano. Sharpe gritó la palabra mágica tan fuerte como pudo con la esperanza de reafirmar la identidad equivocada.

Ami! Ami!

Sharpe ya veía las defensas principales. Habían colocado un carro agrícola de altos costados bloqueando la calle de entrada más próxima en forma de barricada que, de día, podía apartarse para que las patrullas de caballería entraran o salieran de la ciudad. El lugar estaba iluminado por una hoguera que reveló las formas de unos hombres que subían al carro. Sharpe vio que calaban las bayonetas. También distinguió un hueco estrecho a la izquierda del vehículo donde la lanza constituía el único obstáculo.

Gritaron una pregunta desde el carro y Sharpe no tenía más respuesta que aquella única palabra: «Ami!». La carrera cuesta arriba lo había dejado jadeante, pero logró gruñirles una orden a sus hombres:

—¡No se apelotonen! ¡Dispérsense!

Entonces, desde la iglesia, detrás de él, sonó una corneta.

Debía de tratarse de una señal acordada, una señal que se había retrasado debido a la muerte del oficial y el sargento del piquete. Era la señal de alarma, aguda y desesperada, que provocó al instante una descarga desde la carreta.

Los mosquetes estallaron, pero los defensores habían disparado demasiado pronto y, como ocurría a las tropas que disparaban cuesta abajo, demasiado alto. Al darse cuenta de ello Sharpe sintió que lo invadía una nueva esperanza. Profirió un grito de guerra, nada coherente, sólo un chillido de furia asesina que lo llevó hasta el borde mismo de la posición enemiga. Harper iba a su lado, pisando fuerte, y los fusileros se extendían de un lado a otro del camino para no proporcionarles un blanco agrupado a los soldados franceses que subían apresuradamente al carro para ocupar el lugar de los soldados que habían disparado.

—Tirez! —Un oficial enemigo hizo descender la espada de golpe.

Las llamaradas de los mosquetes alcanzaron casi un metro de longitud frente a las bocas de las armas francesas, la humareda ocultó el carro y un fusilero salió despedido hacia atrás como si hubieran tirado de una cuerda atada a los pies.

Sharpe se dirigió a la izquierda del camino y allí avanzó a trompicones sobre los escombros de los edificios demolidos. Vio que un fusilero se detenía para apuntar y le gritó que siguiera corriendo. En aquel momento no podían hacer ninguna pausa, ninguna, pues si el ataque perdía su ímpetu el enemigo los aplastaría de un manotazo. Sharpe se tensó para el horrible momento en que debían hacer frente al hueco.

Saltó hacia él al tiempo que gritaba su desafío con la intención de infundir miedo a quien lo estuviera esperando. Tres franceses atacaron con sus bayonetas y la espada de Sharpe resonó contra las hojas y alcanzó la culata de un mosquete. Tropezó con la lanza de la carreta y lo apartaron de un empujón cuando el sargento Harper se lanzó por aquel hueco. Otros fusileros trataban de agarrarse al adral del carro para trepar por él. Un francés arremetió con la bayoneta desde arriba pero la bala de un rifle lo lanzó hacia atrás. Dispararon más rifles. Un francés apuntó a Sharpe pero, con el nerviosismo, había olvidado cebar su mosquete. La chispa brilló en una cazoleta vacía y el hombre gritó, Sharpe recuperó el equilibrio y avanzó con la espada. Harper retorcía la bayoneta para arrancarla de las costillas de un enemigo. Los fusileros seguían entrando por el hueco en tropel y asestando cuchilladas a diestro y siniestro mientras otros subían al carro para hacer retroceder a los franceses. Los defensores eran demasiado pocos y habían esperado demasiado tiempo antes de que la corneta convirtiera su incertidumbre en acción. Ahora morían o huían.

—¡El carro! ¡El carro! —Sharpe dio un tirón a su espada para liberarla del hombre que había olvidado cebar su arma. Harper dejó sin sentido al último francés con un golpe de culata de su rifle y luego ordenó a voz en cuello a los fusileros que arrastraran el carro para quitarlo de en medio.

—¡Tiren, cabrones! ¡Tiren! —Los casacas verdes se arrojaron a las ruedas y, poco a poco, entre crujidos, el carro fue metiéndose en el espacio que los franceses habían despejado como zona de aniquilamiento.

Casi todos los miembros del piquete francés habían huido por la calle. Era una calle estrecha y empedrada con un sumidero central. De ella partían calles a izquierda y derecha que seguían la línea en la que antes se habían alzado los muros. De las calles salían franceses de las casas y algunos se detenían a disparar a los fusileros. Una bala de pistola rebotó en la reja de una ventana junto a la cabeza de Sharpe.

—¡Carguen! ¡Carguen! —Sharpe estaba deshaciendo la fogata de vigilancia a puntapiés, intentando abrir paso a los jinetes de Vivar. De una patada mandó unos restos llameantes a un callejón y se chamuscó las botas y los pantalones. Los fusileros se refugiaron en las entradas, escupieron las balas en los cañones de sus armas y las atacaron con las baquetas de hierro. Se oyeron gritos en la calle y el primero de los fusileros que recargó disparó contra el enemigo. Sharpe se dio la vuelta y vio los tres campanarios de la catedral a unos cien metros de distancia. La calle estrecha ascendía y al cabo de unos cincuenta pasos torcía levemente a la derecha. La luz neblinosa se intensificaba, aunque todavía no había llegado el amanecer propiamente dicho. Franceses vestidos con pantalones de peto, botas y camisas seguían saliendo de las casas a todo correr con las armas y los cascos en las manos. Un coracero enemigo, presa del pánico, corrió hacia los casacas verdes y recibió el golpe de una culata de rifle en la cabeza. Otros se pusieron a cubierto en las entradas para disparar a los invasores.

—¡Fuego! —gritó Sharpe. Más rifles chasquearon y el enemigo desorganizado se adentró aún más en la ciudad. A Sharpe el rifle le golpeaba el hombro como si fuera una mula y los fogonazos de la pólvora de la cazoleta hacían que le escociera la mejilla. Harper estaba apartando los cadáveres franceses, arrastrándolos por el gélido suelo hasta el sumidero central.

Se hizo un silencio extraño. Los fusileros habían conseguido sorprender al enemigo y el silencio señalaba los preciosos y precarios momentos en los que los franceses intentaban entender la alarma repentina. Sharpe sabía que habría un contraataque, pero de momento sólo había aquel silencio inquietante, inesperado y amenazador. Lo rompió gritando a sus hombres que ocuparan sus puestos. Apostó un pelotón para vigilar la calle oeste y otro para cubrir el lado este y él se quedó con un mayor número de fusileros para proteger el estrecho camino que conducía al centro de la ciudad. Las paredes de piedra le devolvían el eco de su voz. De repente sintió la impertinencia de lo que había hecho, de lo que Blas Vivar se había atrevido a ordenar que se hiciera, de aquel escalofriante momento al alba. Una corneta dio el toque de diana y luego lo enlazó con un toque de alarma, revelando así que las advertencias se propagaban. Una campana inició un clamor apremiante y un millar de palomas se alzaron ruidosamente del pináculo de la catedral y llenaron el aire con sus alas asustadas. Sharpe se volvió a mirar al norte y se preguntó cuándo llegaría la fuerza principal de Vivar.

—¡Señor! —Harper había abierto de una patada la puerta de la casa más cercana donde media docena de franceses, medio muertos de miedo, estaban encogidos en el cuarto de guardia. Un fuego parpadeaba en el hogar y la ropa de cama estaba hecha un revoltijo sobre el desnudo suelo de madera. Habían estado durmiendo y sus mosquetes todavía estaban en el soporte junto a la puerta.

—¡Saquen las armas de aquí! —ordenó Sharpe—. ¡Sims! ¡Tongue! ¡Cameron!

Los tres fusileros corrieron hacia él.

—Córtenles las correas, tirantes, los cordones de las botas, el cinturón y los botones. Luego dejen a estos cabrones donde están. Llévense sus bayonetas. ¡Llévense lo que quieran pero deprisa, maldita sea!

—Sí, señor.

Harper se agachó al lado de Sharpe en la calle, frente al cuarto de guardia.

—Resultó más fácil de lo que pensaba.

Sharpe había supuesto que el irlandés grandote no había tenido miedo y sus palabras daban a entender un alivio que él compartía. Además, sus palabras eran ciertas. Mientras corría cuesta arriba desde la iglesia, Sharpe había esperado encontrarse con una defensa abrumadora que abriera fuego estrepitosamente desde la línea de edificios; en cambio, un piquete medio aturdido había disparado dos descargas y se había venido abajo.

—No nos esperaban —dijo a modo de explicación.

Sonó otra corneta enemiga que competía con el ladrido de los perros y el repique de las campanas. En aquel momento las calles más próximas estaban vacías salvo por la niebla que empezaba a disiparse y dos franceses que habían sido alcanzados al salir de su alojamiento. Sharpe sabía que era el momento de que el enemigo contraatacara. Si algún oficial francés mantenía las ideas en orden y podía encontrar dos compañías de soldados, los fusileros estarían perdidos. Sharpe miró a su derecha, pero seguía sin haber señales de los cazadores.

—¡Carguen! ¡No disparen!

Sharpe también cargó su rifle. Al morder la bala del cartucho notó el sabor amargo y repugnante del salitre. Sabía que, tras un par de disparos más, se estaría muriendo de sed debido al sabor salado de la pólvora. Escupió la bala dentro del cañón del rifle y atacó el relleno. Devolvió la baqueta a su sitio y cebó la cazoleta.

—¡Señor! ¡Señor! —Era Dodd, uno de los soldados que vigilaban la calle que conducía al oeste. Disparó—. ¡Señor!

—¡Tranquilo! ¡Tranquilo! —Sharpe corrió hacia la esquina y vio a un oficial francés montado a caballo. La bala de Dodd no había alcanzado a aquel hombre que se hallaba a unos setenta pasos de distancia—. ¡Vamos, cálmese! —le gritó Sharpe—. ¡No dispare!

El oficial francés, un coracero, echó hacia atrás los bordes de su capa en un gesto tan desdeñoso como valiente. Su peto de acero relucía con un brillo pálido bajo la luz neblinosa. El hombre desenvainó su espada larga. Sharpe amartilló su rifle.

—¡Harvey! ¡Jenkins!

—¿Señor? —respondieron los dos fusileros de inmediato.

—Ocúpense de este hijo de puta cuando se acerque. Sharpe se dio media vuelta, preguntándose dónde demonios estaban los cazadores de Vivar. Un ruido de cascos hizo que se volviera de nuevo y vio que el oficial había empezado a trotar calle abajo. Otros coraceros se unieron a él desde los callejones laterales. Sharpe contó diez jinetes y luego diez más. Eran todos los que el enemigo pudo reunir. Los otros soldados de caballería de la ciudad todavía debían de estar ensillando los caballos o aguardando órdenes.

El francés, uno de los hombres más valientes que Sharpe había visto, gritó una orden: «Casques en tête!». Los soldados se colocaron los cascos con penacho. La anchura de la calle sólo proporcionaba espacio para tres jinetes. Los coraceros habían desenvainado sus espadas.

—¡Cabrón estúpido! —exclamó Harper en feroz repulsa del oficial francés que, en su intento de conseguir la fama, conducía a sus hombres a la destrucción.

—¡Apunten! —Sharpe detestaba ese momento. Había media docena de rifles por cada uno de los franceses que iban en cabeza y, cuando cayeran, bloquearían la calle a los que venían detrás—. ¡Calma, muchachos! ¡Vamos a cargarnos a todos estos hijos de puta! ¡Apunten bajo!

Los rifles apuntaron. Los martillos en forma de cuello de cisne se pusieron en posición de disparo. Hagman puso la rodilla derecha en el suelo y se inclinó hacia atrás hasta sentarse sobre el tobillo de manera que su mano izquierda, apoyada en la rodilla izquierda, pudiera sostener mejor el peso del rifle y la bayoneta. Algunos de los fusileros se hallaban en la misma posición y otros apoyaban sus armas en los dinteles de las puertas. Los restos esparcidos de la fogata humeaban en la calle y enturbiaban la visión de los jinetes que avanzaban a medio galope. El oficial francés alzó su espada.

Vive l’Empereur! —Hizo descender la espada para iniciar la carga.

—¡Fuego!

Los rifles escupieron sus proyectiles. Sharpe oyó el golpeteo de las balas contra los petos. Sonó como si se hubieran arrojado guijarros con fuerza contra una lámina de hojalata. Un caballo relinchó, se empinó y el jinete cayó frente a otra montura que se vino abajo. Una espada golpeó contra los adoquines con un ruido metálico. El oficial caído se sacudía espasmódicamente en el suelo y vomitaba sangre. Un caballo sin jinete se adentró en un callejón con el golpeteo de sus cascos. Un coracero se dio media vuelta y huyó. Otro, desmontado, se dirigió renqueando hacia una puerta abierta. Los soldados de caballería que venían detrás no trataron de abrirse paso a la fuerza, sino que dieron media vuelta y se marcharon.

—¡Recarguen!

El humo salió a chorros por las ventanas calle abajo. Una bala golpeó con una fuerza horrible en una piedra junto a Sharpe y otra rebotó en los adoquines y se hundió en la pierna de un fusilero. El soldado soltó un bufido de dolor, cayó y se agarró la herida que sangraba por sus pantalones negros. Resultaba difícil ver a los franceses al otro lado de las ventanas con rejas de hierro y más difícil aún eliminarlos. Aparecieron otros en forma de sombras por el extremo más alejado de la calle y desde esas sombras las llamas de los mosquetes se dirigieron hacia los fusileros. Ya había luz suficiente para que Sharpe distinguiera una bandera tricolor francesa que ondeaba en la alta cúpula de la catedral y vio que iba a hacer un día frío y despejado, un día para matar, y a menos que Vivar acudiera pronto con su fuerza principal, serían los fusileros quienes jugarían el papel de muertos.

Entonces sonó la trompeta por detrás.

***

Los cazadores no solamente luchaban por orgullo, ni solamente por su país, aunque cualquiera de estas causas los hubieran hecho atravesar las puertas del mismísimo infierno; luchaban por el santo patrón de España. Aquella ciudad era Santiago de Compostela, el lugar al que los ángeles habían mandado una nube de estrellas para iluminar una tumba perdida, y la caballería española cargó por Dios y Santiago, por España y Santiago, por Blas Vivar y Santiago.

Acudieron como una riada terrible. Los caballos se precipitaron al lado de Sharpe y sus cascos hacían saltar chispas del suelo. Sus espadas eran como fragmentos de luz en el amanecer gris. Cargaron hacia el corazón de la ciudad, encabezados por Blas Vivar, quien gritó unas palabras de agradecimiento incomprensibles al pasar galopando junto a los fusileros.

Y detrás de los cazadores, ascendiendo a toda prisa por el barranco donde Sharpe tendría que haber estado con las primeras luces del día, seguía la infantería de voluntarios. Ellos también vocearon el nombre del santo como grito de guerra. A pesar de sus uniformes improvisados formados por túnicas marrones y fajines blancos, su aspecto era el de una muchedumbre vengadora armada con mosquetes, picos, espadas, cuchillos, lanzas y guadañas.

Cuando pasaron corriendo, Sharpe lanzó los mosquetes capturados a los franceses a los hombres que no llevaban armas de fuego, pero los voluntarios estaban demasiado concentrados en alcanzar el centro de la ciudad. Por primera vez Sharpe se dio cuenta de que podían ganar, no mediante una táctica hábil, sino aprovechando el odio de una nación.

—¿Qué hacemos, señor? —Harper salió del cuarto de guardia con un montón de bayonetas capturadas.

—¡Síganlos! ¡Adelante! ¡Cuidado con los flancos! ¡No pierdan de vista las ventanas de arriba!

No iban a hacer caso del consejo. Los fusileros se habían contagiado de la locura de la mañana y lo único que importaba era tomar la ciudad. El miedo de la noche larga y fría había desaparecido, reemplazado por una poderosa y extraordinaria confianza.

Avanzaron hacia el caos. Los franceses, que se despertaron para encontrarse con una matanza, salían corriendo a los callejones donde los españoles vengativos les daban caza y los mataban. Los habitantes de la ciudad se unieron a la persecución y ayudaron a los hombres de Vivar que se desplegaron por los soportales de las calles medievales que constituían un laberinto en torno a los edificios del centro. Se oían gritos y disparos por todas partes. Los cazadores, divididos en pelotones, iban ruidosamente de una calle a otra. Unos cuantos franceses seguían combatiendo desde las ventanas superiores de sus alojamientos, pero fueron alcanzados uno tras otro. Sharpe vio a su antiguo guía, el herrero, rompiéndole la cabeza a un lancero con un martillo. Los sumideros resbalaban por la sangre. Un sacerdote se arrodilló junto a un voluntario moribundo.

—¡No se separen! —Sharpe tenía miedo de que, en medio del horror del momento, un fusilero de uniforme oscuro pudiera ser confundido con un francés. Llegó a una plaza pequeña, eligió una bocacalle al azar y condujo a sus hombres por una calle en la que los franceses yacían muertos en medio de charcos de sangre que seguía manando. En las escaleras de la iglesia una mujer despojaba de su uniforme a un soldado. Otro francés yacía muerto mientras dos niños, ninguno mayor de diez años, lo apuñalaban con cuchillos de cocina. Un tullido sin piernas, ansioso por hacerse con el botín, se acercó a un cadáver columpiándose sobre sus nudillos encallecidos.

Sharpe torció a la izquierda por otra bocacalle y se hizo a un lado rápidamente cuando unos soldados de caballería españoles pasaron ruidosamente por su lado. Un francés salió huyendo de una casa situada en el trayecto y soltó un grito, una espada le cortó la cara y cayó bajo los cascos herrados del caballo. En algún lugar de la ciudad atronó una descarga de mosquetería. Un soldado de infantería francés salió de un callejón y al ver a Sharpe cayó de rodillas, suplicando que lo hicieran prisionero. Sharpe lo llevó detrás, lo dejó a la custodia de los fusileros y más franceses empezaron a salir del callejón. Arrojaron sus mosquetes al suelo porque lo único que querían era estar bajo protección.

Por delante de ellos había luz y espacio en contraste con la sombra fría y húmeda de las calles diminutas y Sharpe condujo a sus hombres hacia la amplia plaza que rodeaba la catedral. Les llegaba el inapropiado aroma del pan de una tahona, pero el hedor del humo de la pólvora cubrió aquel olor casero. Los fusileros avanzaron con cautela hacia la plaza desde la que otra enorme descarga sacudió la mañana. Sharpe vio algunos cuerpos tendidos sobre la hierba que crecía entre las losas de la plaza. Había caballos muertos y una veintena de cadáveres, casi todos españoles. El humo de los mosquetes era más denso que la niebla.

—Estos cabrones están oponiendo resistencia —le gritó Sharpe a Harper.

Se dirigió despacio a la esquina de la calle. A su izquierda estaba la catedral. Tres hombres con túnicas marrones estaban tendidos en las escaleras de la iglesia con un hilo de sangre manando de sus cuerpos. A la derecha de Sharpe, enfrente de la catedral, había un edificio suntuosamente decorado. Una bandera tricolor colgaba sobre la puerta central y las ventanas estaban envueltas por el humo de la pólvora. Los franceses habían convertido el enorme edificio en una fortaleza que dominaba la plaza.

No era el momento de entablar una batalla contra un grupo acorralado de franceses desesperados, sino de tomar el resto de la ciudad. Los fusileros utilizaron los callejones traseros para sortear la plaza. Los prisioneros iban con ellos, aterrorizados por la venganza que la gente de la ciudad infligía a otros franceses capturados. La ciudad había generado una multitud vengativa y los soldados de Sharpe tuvieron que valerse de las culatas de sus rifles para mantener a salvo a los prisioneros.

Sharpe condujo a sus soldados hacia el sur. Pasaron junto a un caballo moribundo al que Sharpe pegó un tiro. Dos mujeres atacaron de inmediato el cadáver del animal con un cuchillo y cortaron unos trozos grandes de carne tibia. Un jorobado que sangraba por la cabeza sonrió ampliamente al cortarle las trenzas a un dragón muerto y Sharpe pensó que aquél era el primer dragón que había visto en Santiago de Compostela. Se preguntó si el engaño de Louisa habría funcionado de verdad y el grueso de la caballería francesa de casacas verdes se había dirigido hacia el sur.

—¡Allí! —Sharpe vio un patio a su izquierda y empujó a los prisioneros debajo del arco de entrada. Dejó a media docena de casacas verdes para que los vigilaran y regresó al laberinto medieval sumido en la confusión del combate. Algunos callejones estaban en calma, pero en otros tenían lugar breves y furiosos tiroteos cuando los franceses desesperados se veían acorralados. Un coracero, atrapado en una calleja, la emprendió con su espada y puso en fuga a seis voluntarios antes de que el estrépito de unos disparos de mosquete acabara con su desafío. La mayor parte de los franceses se protegieron en sus alojamientos. Los mosquetes españoles abrían las puertas de golpe y los hombres caían al cargar por unas escaleras estrechas, pero los franceses se hallaban en inferioridad numérica. Dos casas se incendiaron y sus ocupantes se quemaron vivos en medio de gritos horribles.

La mayor parte de los supervivientes enemigos, salvo aquellos que ocupaban el edificio grande de la plaza, se encontraban en la parte sur de la ciudad donde sus oficiales les instaban a resistir tenazmente dentro de un montón de viviendas. Los soldados de Sharpe tomaron dos tejados y sus rifles expulsaron a los franceses de ventanas y patios. Vivar encabezó una carga de cazadores desmontados y Sharpe observó cómo los soldados de caballería de casaca roja y azul irrumpían en los edificios tomados por el enemigo.

El cuidadoso plan de Vivar, que debería haber mandado hombres a todas las salidas de la ciudad, se había venido abajo en el calor de la victoria y los hombres que deberían haber estado repeliendo al enemigo en el este estaban matando y saqueando donde podían. Sin embargo, fue esta misma ferocidad la que condujo a los atacantes por toda la ciudad e hizo huir a los franceses, bien al campo bien al cuartel general de la plaza.

El sol naciente reveló que la bandera tricolor había desaparecido de la alta cúpula de la catedral. En su lugar, brillante como una piedra preciosa, un estandarte español atrapaba la suave brisa. Llevaba el escudo de armas de la realeza española; una bandera para la mañana, aunque no era la bandera de Santiago que se desplegaría en la catedral. Sharpe pensó en lo hermosa que se veía la ciudad recortada contra el horizonte en aquel amanecer. Era una intrincada maraña de agujas, cúpulas, pináculos, linternas y torres, toda ella empañada por el humo y la luz del sol. Por encima de aquel escenario se alzaba la gran catedral. Un grupo de franceses de casaca azul apareció en el balcón con balaustrada de uno de los campanarios. Dispararon hacia abajo y una descarga ascendente los hizo retroceder. Una de las balas españolas resonó contra una campana. Las demás campanas de las iglesias de la ciudad tocaban a vuelo la victoria aun cuando el traqueteo de los mosquetes era prueba de los vestigios de resistencia francesa.

Un fusilero que estaba junto a Sharpe vio a dos soldados franceses que cruzaban apresuradamente un tejado a unos cincuenta metros de distancia. El rifle Baker le golpeó en el hombro y uno de los enemigos se deslizó ensangrentado por las tejas y cayó a la calle. El otro, desesperado, se arrojó al otro lado del caballete del tejado y desapareció. Los soldados de Vivar se habían abierto camino con los sables y las carabinas y Sharpe vio a soldados franceses corriendo hacia los campos del sur. Ordenó a sus hombres que no dispararan y los condujo a la calle donde la belleza de la ciudad recortada contra el horizonte se vio reemplazada por el espeluznante hedor de la sangre. Uno de los fusileros se echó a reír al ver a un niño que llevaba una cabeza humana. Un perro lamía la sangre de un sumidero y gruñó cuando los fusileros se acercaron demasiado.

Sharpe regresó al extremo de la plaza donde el fuego de los mosquetes seguía chasqueando por encima de las losas. El amplio espacio estaba vacío salvo por los muertos y moribundos. Los franceses seguían atrincherados en el interior del enorme y elegante edificio desde el cual estallaba el estrépito de la mosquetería cada vez que un español aparecía en la plaza. Sharpe mantuvo a sus fusileros fuera de la vista. Se acercó con sigilo a la esquina de la calle y vio la espléndida riqueza que un santo muerto había reportado al centro de la ciudad. La amplia plaza estaba rodeada de edificios de una belleza espectacular. Un grito hizo que Sharpe se diera la vuelta y vio que arrojaban a un francés desde uno de los campanarios de la catedral. El cuerpo se retorció mientras caía y luego, gracias a Dios, quedó oculto por una terraza más baja. La catedral era un milagro de piedra delicadamente labrada y de intrincado diseño, pero aquel día, en el laberinto de sus tejados tallados, morían los hombres. Se colgó otra bandera española del campanario cuando fue alcanzado el último francés allí apostado. Las grandes campanas iniciaron su jubiloso sonido al tiempo que, en el lado de la plaza ocupado por los franceses, una descarga de mosquetes trataba de vengarse de los españoles que habían colgado la bandera bajo aquel amanecer.

Un español salió de repente de las puertas del lado oeste de la catedral para blandir una bandera francesa capturada. Inmediatamente hubo una estrepitosa descarga cerrada en el lado oeste de la plaza y sus balas zumbaron y chasquearon en torno a aquel hombre. Sobrevivió de milagro y, con la convicción de que aquel día era invencible a la vez que inmortal, bajó por la escalinata de la catedral pavoneándose con aire burlón y avanzó entre los cadáveres desperdigados por la plaza. Las balas acribillaron la bandera enemiga capturada a cada paso del camino pero, por alguna razón, el hombre resultó ileso y los fusileros lo vitorearon cuando por fin se puso a cubierto en la calle con su trofeo hecho jirones a salvo.

Sharpe había observado desde las sombras el edificio ocupado por los franceses y había intentado calcular el número de mosquetes o carabinas que disparaban desde su fachada. Calculó al menos un centenar de disparos y supo que, si los franceses tenían a un número igual de soldados en cada lado del gran edificio, el lugar iba a ser muy duro de tomar.

Se dio la vuelta al oír el ruido de unos cascos a su espalda. Era Blas Vivar, quien debía de haberse enterado de la amenaza que suponía la plaza porque se deslizó de la silla a poca distancia del final de la calle.

—¿Ha visto a la señorita Louisa?

—¡No!

—Yo tampoco. —Vivar escuchó los disparos de mosquete procedentes de la plaza—. ¿Siguen en el palacio?

—En masa —respondió Sharpe.

Vivar se asomó a la esquina para observar el edificio que se hallaba sometido al fuego de los soldados que disparaban desde el tejado de la catedral. Los cristales de las ventanas se hicieron añicos. Los mosquetes franceses respondían al fuego y escupían más humo a la luz del sol naciente. Soltó una maldición:

—No puedo dejarlos en el palacio.

—Será muy difícil hacerlos salir. —Sharpe estaba limpiando la sangre de la hoja de su espada—. ¿Ha encontrado artillería?

—Yo no la he visto por ninguna parte. —Vivar se echó atrás bruscamente cuando una bala de mosquete alcanzó la pared cerca de su cabeza. Esbozó una sonrisa como si se disculpara por una debilidad—. Quizá se rindan, ¿no?

—Si piensan que los masacraremos no lo harán. —Sharpe hizo un gesto con la mano para señalar la calle detrás de él, donde un cadáver francés destripado atestiguaba la suerte que le esperaba a cualquier enemigo que cayera en manos de la gente de la ciudad.

Vivar se apartó de la esquina.

—Quizá se rindan a usted.

—¿A mí?

—Usted es inglés. Ellos confían en los ingleses.

—Tengo que prometerles que vivirán.

Un español apareció en algún punto del borde de la plaza porque de repente se oyó un resonante estallido de mosquetería, prueba de la cantidad de franceses que había dentro del palacio. Vivar esperó a que no se oyeran los proyectiles.

—Dígales que si no se rinden prenderé fuego al palacio.

Sharpe dudaba que el edificio de piedra pudiera incendiarse, pero no era ésa la amenaza que más temían los franceses. Ellos temían la tortura y una muerte horrible.

—¿Los oficiales pueden conservar sus espadas? —preguntó Sharpe.

Vivar vaciló y luego asintió con la cabeza.

—Sí.

—¿Y me garantiza que todos los franceses estarán a salvo?

—Por supuesto.

Sharpe no quería negociar la rendición; sabía que Blas Vivar era un buen diplomático, pero el español estaba convencido de que un oficial inglés tranquilizaría mejor a los franceses. Un trompeta de los cazadores hizo sonar el alto el fuego.

Encontraron una sábana, la ataron al mango de una escoba y la agitaron en la esquina de la calle. El trompeta repitió la llamada para que cesaran los disparos, pero se necesitó un cuarto de hora para convencer a los españoles vengativos situados al borde de la plaza de que el toque era de verdad. Pasaron otros diez minutos antes de que una voz francesa se dirigiera a ellos con recelo desde el palacio.

Vivar tradujo sus palabras.

—Hablarán solamente con uno. Espero que no sea una trampa, teniente.

—Yo también lo espero. —Sharpe enfundó su espada.

—¡Y pregúnteles por Louisa!

—Ya pensaba hacerlo —repuso Sharpe, y salió a la luz del sol.