CAPÍTULO 16
Para el teniente Richard Sharpe, aspirar a la señorita Louisa Parker era, a su manera, tan osado como el plan de Vivar de capturar una ciudad tomada por el enemigo. Ella provenía de una familia respetable que, aunque en ocasiones se tambaleaba al borde de una pobreza refinada, estaba muy por encima de la innoble posición social de Sharpe. Él era campesino de nacimiento, oficial por accidente y menesteroso de profesión.
¿Y qué esperaba de la chica?, se preguntaba Sharpe. ¿Acaso imaginaba que Louisa accedería de buen grado a marchar detrás del ejército en campaña o de buscar una casa miserable cerca del cuartel y estirar su escasa paga comprando retazos de carne y pan del día anterior? ¿Iba a abandonar los vestidos de seda por las batas de lana? ¿O acaso se esperaba que lo siguiera hasta la guarnición de las Antillas donde la fiebre amarilla acababa con regimientos enteros? Se dijo que sus esperanzas respecto a la chica habían sido tan estúpidas como poco realistas, pero eso no calmó el repentino dolor. Se dijo que actuaba de un modo infantil simplemente por sentir dolor, pero eso no lo hizo más fácil de soportar.
Abandonó la luz del sol invernal de la plaza y se sumergió en el hedor fétido de un callejón donde, bajo una arcada, encontró una bodega. Sharpe no tenía dinero para pagar el vino, pero su porte y el manotazo que dio en el mostrador convencieron al tabernero para que llenara una botella grande del barril. Sharpe se llevó la botella y una taza de hojalata a un hueco en la parte trasera de la habitación. Los pocos clientes, amontonados en torno al fuego, vieron su expresión resentida y no le hicieron caso; todos menos una prostituta que, cuando el tabernero se lo pidió, se acercó poco a poco al soldado extranjero y se sentó en el banco a su lado. Por un segundo Sharpe estuvo tentado de apartarla de un empujón, pero pidió otra taza por señas.
El tabernero limpió la taza con su mandil y la dejó en la mesa. Había una cortina de arpillera enganchada encima del arco de la celda, el hombre la cogió y enarcó una ceja con aire interrogativo.
—Sí —le dijo Sharpe con aspereza.
La cortina cayó, sumiendo a Sharpe y a la chica en las sombras. Ella se rió tontamente, le rodeó el cuello con las manos y susurró alguna terneza en español hasta que él la hizo callar con un beso.
Alguien retiró la cortina bruscamente; la chica se alarmó y soltó un grito.
Blas Vivar apareció bajo el arco.
—Es muy sencillo seguir a un extranjero por las calles españolas. ¿Esperaba esconderse de mí, teniente?
Sharpe rodeó a la prostituta con el brazo izquierdo y la atrajo hacia sí de manera que la mujer apoyara la cabeza sobre su hombro. Movió la mano y la puso en un pecho.
—Estoy ocupado, señor.
Vivar no hizo caso de la provocación y tomó asiento en el banco frente a Sharpe. Hizo rodar un cigarro por la mesa.
—A estas alturas —dijo— el coronel de l’Eclin ya debe de haberse dado cuenta de que la señorita Parker le mintió, ¿no?
—Estoy seguro —dijo Sharpe en tono despreocupado.
—Va a volver. No tardará en encontrarse con algún fugitivo de la ciudad y se enterará del alcance de su error.
—Sí. —Sharpe tiró de los cordones del canesú de la prostituta. La chica hizo un desganado esfuerzo por detenerlo pero él insistió y consiguió abrirle el vestido.
Vivar habló con voz muy paciente:
—De modo que es de esperar que de l’Eclin nos ataque, ¿no le parece?
—Supongo que lo hará. —Sharpe metió la mano debajo del vestido desabrochado de la chica y desafió a Blas Vivar a que protestara.
—¿La defensa está lista? —preguntó Vivar en un delicado tono razonable. Para el caso que Vivar le hacía a la prostituta de la taberna, hubiera dado exactamente igual si la mujer no hubiese existido.
Sharpe no respondió enseguida. Se sirvió vino con la mano que tenía libre, se bebió la taza entera y se sirvió más.
—¿Por qué, en nombre de Dios, no termina de una vez con su maldita tontería, Vivar? Nos estamos entreteniendo en esta ciudad que es una trampa mortífera para que usted pueda hacer un truco de magia en la catedral. ¡Haga lo que tenga que hacer deprisa y luego larguémonos de aquí!
Vivar asintió con la cabeza como si las palabras de Sharpe tuvieran sentido.
—Déjeme ver. He enviado cazadores de patrulla por el norte y el sur. Tardaré unas dos horas en hacer que vuelvan, tal vez más. Todavía tenemos que encontrar a todo hombre de la ciudad que haya cooperado con los franceses, pero los registros continúan y quizás eso nos lleve otra hora más. ¿Han destruido todos los suministros?
—Ya no hay ningún dichoso suministro. Los jodidos franceses se los llevaron al palacio ayer.
Vivar hizo una mueca de dolor al oír la noticia.
—Ya me lo temía. Vi grandes montones de grano y heno cuando miré en los sótanos del palacio. Es una lástima.
—Pues haga su milagro y salgamos corriendo.
Vivar se encogió de hombros.
—Estoy esperando la llegada de unos clérigos y he enviado a unos hombres a destruir los puentes más cercanos sobre el Ulla, una tarea que no podrá completarse hasta media tarde. Lo cierto es que no veo que sea muy factible darnos prisa. Tendríamos que estar preparados en la catedral al atardecer y sin duda es mejor que nos marchemos esta noche que mañana, pero yo creo que debemos estar preparados para defender la ciudad contra de l’Eclin, ¿usted no?
Sharpe alzó el rostro de la prostituta contra el suyo y la besó. Sabía que se estaba comportando con grosería, pero el dolor que sentía era intenso y los celos como una fiebre.
Vivar suspiró.
—Si el coronel de l’Eclin no ha conseguido retomar la ciudad al anochecer, la oscuridad nos cegará y sencillamente nos marcharemos. Por eso creo que es mejor esperar a que caiga la noche antes de irnos, ¿usted no?
—¿O no será para desplegar su bandera mágica en la oscuridad? Los milagros se hacen mejor a oscuras, ¿no es cierto? Para que nadie pueda ver el maldito truco.
Vivar sonrió.
—Ya sé que mi bandera mágica no es tan importante para usted como para mí, teniente, pero es el motivo por el que estoy aquí. Y cuando se despliegue quiero a todos los testigos que puedan reunirse. La noticia debe salir de esta ciudad; debe llegar a todas las ciudades y pueblos de España. Hasta en el lejano sur tienen que saber que Santiago se ha movido en su tumba y que la espada ha vuelto a desenvainarse.
Sharpe se estremeció a pesar de su escepticismo. Vivar, si es que vio que Sharpe revelaba sus emociones, fingió no darse cuenta.
—Calculo que el coronel de l’Eclin llegará en las dos próximas horas. Se aproximará por el sur, pero sospecho que atacará por el oeste con la esperanza de que el sol poniente nos deslumbre. ¿Se compromete a llevar a cabo la defensa?
—De pronto necesita al maldito inglés, ¿no es cierto? —Los celos de Sharpe estallaron con viveza—. Usted cree que los ingleses están huyendo, ¿verdad? Que abandonaremos Lisboa. Que su preciosa España tendrá que derrotar a los franceses sin nosotros. ¡Pues entonces puede hacerlo perfectamente sin mí!
Por un segundo, la inmovilidad de Vivar sugirió una furia orgullosa que podría estallar como la furia de Sharpe. La prostituta se echó atrás esperando violencia, pero cuando Vivar se movió alargó la mano por encima de la mesa y cogió la botella de vino de Sharpe. Su voz sonó muy controlada y plácida:
—En una ocasión me dijo, teniente, que nadie esperaba que los oficiales que habían ascendido desde la tropa del ejército británico tuvieran éxito. ¿Qué fue lo que dijo? ¿Que la bebida los destruía? —Hizo una pausa, pero Sharpe no respondió—. Creo que usted podría convertirse en un soldado de mucho renombre, teniente. Usted comprende la batalla. Se calma cuando otros se asustan. Sus hombres, aun no teniéndole simpatía, le siguieron porque entendían que les daría una victoria. Usted es bueno. Pero tal vez no lo sea lo suficiente. Quizás esté tan lleno de autocompasión que también se destruirá con la bebida —al final Vivar se dignó advertir la presencia de la chica desgreñada que se apoyaba contra el fusilero— o con la sífilis.
Durante todo este sermón Sharpe había estado mirando fijamente al español como si deseara desenvainar la gran espada y arremeter por encima de la mesa.
Vivar se puso de pie e inclinó la botella de vino para verter lo que quedaba de su contenido sobre los juncos del suelo. A continuación la dejó caer con desprecio.
—Cabrón —le dijo Sharpe.
—¿Eso me hace tan bueno como usted? —Vivar hizo otra pausa para dejar que Sharpe respondiera y, de nuevo, Sharpe guardó silencio. El español se encogió de hombros—. Siente lástima por sí mismo, teniente, porque no nació en la clase de los oficiales. Pero ¿ha pensado alguna vez que nosotros, que fuimos tan afortunados, en ocasiones lo lamentamos? ¿Cree que no nos asustan los hombres duros y resentidos provenientes de barrios bajos y tugurios? ¿Cree acaso que no sentimos envidia al mirar los hombres como usted?
—Es un cabrón condescendiente.
Vivar no hizo caso del insulto.
—Cuando mi esposa y mis hijos murieron, teniente, decidí que no quedaba nada por lo que vivir. Me di a la bebida. Ahora doy gracias a Dios de que un hombre se preocupara lo suficiente por mí para darme un consejo condescendiente. —Cogió su sombrero adornado con borlas—. Si le he dado motivos para odiarme, teniente, lo lamento. No lo hice a propósito; de hecho, me hizo creer que no iba a causar ningún resentimiento entre nosotros. —Fue lo más cerca que estuvo Vivar de referirse a Louisa—. Ahora lo único que pido es que me ayude a terminar el trabajo. Hay una montaña al oeste de la ciudad que tendría que ocuparse. Pondré a Dávila a sus órdenes con un centenar de cazadores. He reforzado los piquetes al sur y al oeste. Si usted no hubiera tomado esa primera barricada, ahora estaríamos huyendo a las montañas con los lanceros pinchándonos el culo. —Vivar pasó el pie por encima del banco para marcharse—. Cuando sus defensas estén en posición hágamelo saber y pasaré revista. —No se dignó esperar respuesta, simplemente salió de la bodega dando grandes zancadas.
Sharpe cogió el vaso de vino que todavía estaba lleno. Se lo quedó mirando. Había amenazado a sus soldados con un castigo si alguno de ellos empeoraba a causa de la bebida y sin embargo deseaba con todas sus fuerzas ahogar su decepción en un estupor alcohólico. En cambio, tiró la taza y se levantó. La chica, al ver perdidas sus ganancias, lloriqueó.
—¡Malditos sean todos! —dijo Sharpe. Se arrancó dos de los botones de plata que le quedaban en los pantalones rasgando un gran trozo de la tela y se los tiró a la chica en el regazo—. ¡Malditos sean! —Agarró su arma y se marchó.
El tabernero miró a la muchacha, que se abrochaba el canesú. Se encogió de hombros.
—Los ingleses… ¿eh? Locos. Están todos locos. Herejes. Locos. —Hizo la señal de la cruz para defenderse del mal pagano—. Igual que todos los soldados —afirmó el tabernero—. Están locos.
***
Sharpe caminó con el sargento Harper hacia el oeste de la ciudad y se obligó a olvidarse tanto de Louisa como de la vergüenza de su comportamiento en la taberna. En cambio trató de calcular la aproximación por la que optarían los franceses si atacaran Santiago de Compostela.
Los dragones se habían ido a Padrón y el camino de esa pequeña ciudad llegaba a Santiago desde el sudoeste. Esto hacía que la alternativa más probable fuera un ataque por el sur o el oeste. De l’Eclin podría emular a Vivar y realizar un asalto por el norte, pero Sharpe dudaba que el chasseur fuera a utilizar ese acceso porque requería del factor sorpresa. El terreno al este de la ciudad era accidentado y el más fácil de defender. Al sur estaba cercado y lleno de zanjas en tanto que al oeste, donde Vivar creía que tendría lugar el ataque, el terreno era abierto y atrayente como una zona de pastoreo inglesa.
El campo abierto del oeste se hallaba flanqueado al sur por la colina baja que Vivar quería guarnecer y donde los fusileros de Sharpe aguardaban órdenes. Los franceses, conscientes del valor de la colina, habían talado casi todos los árboles que cubrían el terreno elevado para construir una tosca fortificación metiendo broza entre los troncos caídos. Más al oeste había una zona muerta donde los dragones que comandaba de l’Eclin podían reunirse sin ser vistos. Sharpe se detuvo al borde de aquel terreno más bajo y volvió la mirada hacia la ciudad.
—Puede que tengamos que mantener el maldito lugar hasta después de anochecer.
Harper, de manera instintiva, buscó la posición del sol con la mirada.
—No anochecerá del todo hasta dentro de unas seis horas —afirmó con pesimismo—, y será un atardecer lento, señor. No hay ni una dichosa nube para ocultarnos.
—Si Dios estuviera de nuestro lado —Sharpe probó con una de las bromas típicas del regimiento— les hubiera dado tetas a los rifles Baker.
Harper, que por el chiste malo reconoció que a Sharpe se le estaba pasando el mal humor, sonrió formalmente.
—¿Es cierto lo de la señorita Louisa, señor? —Hizo la pregunta con mucha delicadeza y sin vergüenza aparente, haciendo que Sharpe pensara que ninguno de sus hombres había intuido su apego por la chica.
—Es cierto —Sharpe intentó aparentar que no le interesaba demasiado el tema—. Tendrá que convertirse en católica, claro.
—Siempre hay espacio para uno más. Pero, si quiere que le diga —Harper clavó la mirada en la zona muerta mientras hablaba—, nunca creí que casarse fuera bueno para un soldado.
—¿Por qué no?
—No puedes bailar si tienes un pie clavado al maldito suelo, ¿verdad? Pero el comandante no es un soldado como nosotros, señor. ¡Viniendo de ese castillo tan grande! —No había duda de que Harper había quedado enormemente impresionado por la riqueza de la familia de Vivar—. El comandante es un tipo estupendo, ya lo creo.
—¿Y nosotros qué somos? ¿Los condenados?
—Lo somos, sin lugar a dudas, pero también somos fusileros, señor. Usted y yo, señor, somos los mejores soldados del mundo.
Sharpe se echó a reír. Hacía unas semanas había estado amargamente enfrentado a sus fusileros y ahora estaban de su lado. Sharpe no supo cómo responder al cumplido de Harper, de modo que recurrió a un tópico impreciso y carente de sentido.
—El mundo es un lugar jodidamente extraño.
—Es difícil hacer un buen trabajo en seis días, señor —dijo Harper con ironía—. Estoy seguro de que Dios hizo todo lo posible; pero ¿qué sentido tiene poner a Irlanda justo al lado de Inglaterra?
—Probablemente supiera que eran ustedes unos cabrones a los que les convenía una buena paliza. —Sharpe se volvió a mirar al sur—. Pero ¿cómo demonios vamos a pegarle una paliza a este cabrón francés para que vuelva por donde ha venido?
—Si es que ataca.
—Atacará. Se cree mejor que nosotros y está muy molesto por el hecho de que lo hayan engañado otra vez. Atacará. —Sharpe caminó hasta el borde sur del ejido y se dio media vuelta para mirar la ciudad. Se estaba poniendo en las relucientes botas del coronel de l’Eclin, viendo lo que vería el francés, intentando anticiparse a sus planes.
Vivar estaba seguro de que de l’Eclin vendría por el oeste, que el chasseur esperaría a que la puesta de sol fuera un brillo cegador detrás de su carga y entonces lanzaría a sus dragones por el terreno abierto.
No obstante, una carga de caballería era de dudoso valor para los franceses, razonó Sharpe. Bien podría ser que con ella barrieran a los dragones con un estilo glorioso hasta los límites de la ciudad, pero allí los caballos se verían obstaculizados por paredes y barricadas y los mosquetes y rifles que allí esperaban quebrantarían dicha gloria convirtiéndola en sangre y horror. El ataque del coronel de l’Eclin, igual que el de Vivar, obtendría mejores resultados si lo realizaba la infantería, que podía abrir la ciudad a la feroz carga de caballería; y la mejor ruta de aproximación para la infantería era por el sur.
Sharpe señaló la esquina sudoeste de la ciudad.
—Efectuará el ataque por allí.
—¿Cuando haya oscurecido?
—Al anochecer —Sharpe frunció el ceño—. Quizás antes.
Harper lo siguió por encima de una zanja y un terraplén. Los dos fusileros se encaminaban a un montón de edificios que se extendían sin orden ni concierto como una prolongación del extremo sudoeste de la ciudad y que podían servir de protección a los soldados del coronel de l’Eclin cuando se aproximaran.
—Tendremos que situar a algunos hombres en las casas —dijo Harper.
Sharpe no pareció haberle oído.
—No me gusta.
—¿Mil dragones? ¿Y a quién le gusta eso?
—De l’Eclin es un cabrón muy inteligente —Sharpe estaba hablando a medias consigo mismo—. Un jodido cabrón muy, muy inteligente. Y especialmente hábil cuando ataca. —Se volvió a mirar las calles bloqueadas de la ciudad. Los obstáculos estaban cubiertos por cazadores y por los voluntarios de casaca marrón que apilaban broza para hacer hogueras que podrían iluminar un ataque nocturno. En realidad, estaban haciendo exactamente lo mismo que habían hecho los franceses la noche anterior, pero ¿prevería el coronel de l’Eclin estos preparativos? Entonces, ¿qué harían los franceses?—. Va a mostrarse muy listo, sargento, y no sé hasta qué punto.
—No puede volar —dijo Harper con estoicismo— y no tiene tiempo de excavar un túnel, de modo que tendrá que venir por una de las calles, ¿no es cierto?
Aquel sentido común imperturbable hizo suponer a Sharpe que veía peligro donde no lo había. Pensó que lo mejor sería confiar en su primer instinto.
—Enviará a la caballería en un amago por allí —señaló el terreno llano del oeste—, y cuando crea que todos miramos en esa dirección mandará a soldados desmontados desde el sur. Tendrán órdenes de romper esa barricada —señaló hacia la calle que conducía desde la ciudad a la iglesia— y su caballería entrará por detrás de ellos.
Harper se dio la vuelta para juzgarlo por sí mismo y dio la impresión de que las palabras de Sharpe lo convencían.
—Y siempre y cuando estemos en la colina o en esas casas —movió la cabeza en dirección a los edificios desordenados situados al otro lado de las defensas— mataremos a ese hijo de puta. —El irlandés grandote arrancó un ramito de laurel y retorció su madera flexible entre los dedos—. Pero lo que de verdad me preocupa, señor, no es resistir a ese cabrón, sino lo que ocurrirá cuando nos retiremos. Invadirán las calles como demonios yendo de juerga, ya lo creo.
A Sharpe también lo preocupaba ese momento de retirada. En cuanto Vivar hubiera terminado en la catedral, se daría la señal y una gran concentración de gente huiría hacia el oeste. Habría voluntarios, fusileros, cazadores, curas y aquellos habitantes de la ciudad que ya no quisieran seguir bajo la ocupación francesa; todos corriendo y empujándose en la oscuridad. Vivar había planeado que su caballería protegiera la retirada, pero Sharpe sabía que un caos salvaje podía alcanzar a sus hombres en las calles cuando los dragones franceses se dieran cuenta de que se habían abandonado las barricadas. Se encogió de hombros y dijo:
—Pues tendremos que correr como alma que lleva el diablo.
—Ésa es la verdad —afirmó Harper con pesimismo. Tiró la ramita estrujada.
Sharpe se quedó mirando pensativo el ramito de laurel retorcido.
—¡Dios mío!
—¿Y ahora qué he hecho?
—¡Por Dios! —Sharpe chasqueó los dedos—. Quiero a la mitad de los hombres en esas casas —señaló la línea de edificios que partían desde la barricada del sudoeste y se extendían a lo largo del acceso sur de la ciudad— y al resto en la loma. —Echó a correr hacia la ciudad—. ¡Volveré, sargento!
—¿Qué le pasa? —preguntó Hagan cuando el sargento regresó a la cima de la colina.
—La putita lo ha rechazado —dijo Harper con evidente satisfacción—, de modo que me debes un chelín, Dan. Va a casarse con el comandante, eso es.
—¡Creía que la muchacha bebía los vientos por el señor Sharpe! —exclamó Hagman con expresión atribulada.
—No es tan tonta como para casarse con él. No está preparado para la cadena y los grilletes, ¿no es verdad? Ella necesita a alguien un poco estable, ya lo creo.
—Pero él estaba loco por ella.
—Es lógico, ¿no? Se enamoraría de cualquier cosa con enaguas. He conocido a otros hombres como él. Cuando se trata de mujeres tienen menos tino que una oveja tonta. —Harper escupió—. Menos mal que ahora me tiene a mí para vigilarlo.
—¡Nada menos!
—Puedo encargarme de él, Dan. Igual que puedo encargarme de vosotros. ¡Muy bien, escuchad, escoria protestante! ¡Los franceses van a venir a cenar, de manera que vamos a prepararnos para recibir a esos cabrones!
Los rifles recién limpiados apuntaron al sur y al oeste. Los casacas verdes estaban esperando al atardecer y, con él, la llegada de un chasseur.
***
Sharpe corría cuesta arriba hacia el centro de la ciudad y la idea le iba dando vueltas en la cabeza. El coronel de l’Eclin podía ser inteligente, pero también podían serlo los defensores. Se detuvo en la plaza principal y le preguntó a un cazador dónde podía encontrar al comandante Vivar. El soldado de caballería señaló hacia la plaza más pequeña situada al norte, al otro lado del puente que unía el palacio del obispo con la catedral. Dicha plaza seguía estando abarrotada de gente, aunque en lugar de proferir gritos desafiantes contra los franceses atrapados, la multitud guardaba un silencio inquietante. Hasta las campanas habían dejado de tocar.
Sharpe se abrió paso a codazos entre la aglomeración y vio a Vivar de pie en lo alto de un tramo de escaleras que conducían al crucero norte de la catedral. Louisa estaba con él. Sharpe deseó que la joven no estuviera allí. Se avergonzaba al recordar su comportamiento zafio con el español y sabía que debía disculparse, pero la presencia de la muchacha le impedía el arrepentimiento público. Lo que hizo fue expresar su idea a gritos mientras se abría camino a la fuerza hasta los escalones llenos de gente.
—¡Abrojos!
—¿Abrojos? —preguntó Vivar. Louisa, que no supo cómo traducir aquella palabra desconocida, se encogió de hombros.
Sharpe había cogido un par de briznas de paja mientras corría hacia la ciudad y, del mismo modo en que Harper había retorcido el ramito de laurel sin darse cuenta, Sharpe retorció la paja.
—¡Abrojos! ¡Pero no disponemos de mucho tiempo! ¿Podemos hacer que los herreros se pongan a trabajar?
Vivar se quedó mirando la paja y soltó una maldición porque no se le hubiera ocurrido a él.
—¡Se pondrán a trabajar! —Bajó las escaleras corriendo.
Louisa, que se quedó allí con Sharpe, miró la paja retorcida que para ella no significaba nada.
—¿Abrojos?
Sharpe cogió un poco de barro húmedo del empeine de su bota izquierda e hizo una bola con él. Partió la brizna de paja en cuatro trozos de unos siete centímetros de longitud y clavó tres de ellos en la bola de barro formando una estrella de tres puntas. Se puso la estrella en la palma de la mano y clavó el cuarto trozo de paja en la bola en posición vertical.
—Un abrojo —dijo.
Louisa meneó la cabeza.
—Sigo sin entenderlo.
—Es un arma medieval hecha de hierro. Lo ingenioso es que, caiga como caiga, siempre queda una punta que sobresale hacia arriba. —Lo demostró dando la vuelta al abrojo y Louisa vio que una de las puntas, que primero había formado parte de la estrella de tres picos, apuntaba hacia arriba.
Entonces lo entendió.
—¡Oh, no!
—¡Oh, sí!
—¡Pobres caballos!
—Pobres de nosotros si nos alcanzan los caballos. —Sharpe estrujó la paja y el barro e hizo una bola que arrojó lejos. Los abrojos de verdad estarían hechos de clavos de hierro que se fundirían y batirían al fuego y se esparcirían con abundancia en los caminos al paso de los fusileros cuando éstos se retiraran. Las puntas penetrarían fácilmente en la ranilla del interior de los cascos de los caballos y las bestias se empinarían, se retorcerían, corcovearían y se asustarían—. Pero los caballos se recuperan —le aseguró a Louisa, que parecía alterada por la sencilla maldad del artefacto.
—¿Cómo es que conocía este arma? —preguntó la joven.
—La utilizaron contra nosotros en la India… —A Sharpe se le fue apagando la voz porque, por primera vez desde que había subido por las escaleras de la catedral, vio el motivo por el que la multitud se apretujaba tan silenciosamente en la plaza.
En el centro de la plaza se había armado una tosca plataforma; una plataforma hecha con planchas de madera colocadas sobre unas cubas de vino. En ella había una silla de respaldo alto que a primera vista Sharpe tomó por un trono.
La extraña procesión que, flanqueada por cazadores de uniforme rojo, se acercaba a la plataforma, acentuaba la impresión de ceremonia real. Los hombres que formaban dicha procesión iban ataviados con unas vestiduras de un amarillo azufre y unos sombreros cónicos de color rojo. Cada uno llevaba un pedazo de papel apretado entre sus manos.
—En el papel —explicó Louisa en voz baja— hay una profesión de fe. Han sido perdonados, ¿sabe?, pero aun así deben morir.
Entonces Sharpe lo comprendió. La silla alta, lejos de ser un trono, era un garrote. Su respaldo alto tenía un instrumento metálico, un collar con un tornillo, que constituía el método de ejecución preferido en España. Era el primero de esos artificios que había visto en el país.
Los sacerdotes acompañaban a los condenados.
—Son todos afrancesados —dijo Louisa—. Sirvieron como guías a la caballería francesa y otros traicionaron a los partisanos.
—¿Tiene intención de quedarse a verlo? —Sharpe parecía horrorizado. Si Louisa palidecía sólo con pensar en pincharle el casco a un caballo, ¿cómo iba a soportar ver cómo le rompían el cuello a un hombre?
—Nunca he visto una ejecución.
Sharpe la miró.
—¿Y quiere hacerlo?
—Me temo que tendré que ver muchas cosas nuevas los próximos años, ¿no le parece?
Empujaron al primero de aquellos hombres hasta lo alto de la plataforma y lo obligaron a sentarse en la silla. Le colocaron el collar de hierro en torno al cuello. El sacristán, el padre Alzaga, se quedó de pie junto al verdugo. «Pax et misericordia et tranquillitas!» Gritó estas palabras al oído de la víctima mientras el verdugo se situaba detrás de la silla y volvió a gritarlas cuando éste agarró con firmeza la palanca que hacía girar el tornillo. El tornillo estrechaba el collar a una velocidad impresionante de modo que, casi antes de que la frase en latín terminara de pronunciarse por segunda vez, el cuerpo sentado en la silla dio una sacudida y se desplomó hacia atrás. Dio la impresión de que la multitud suspiraba.
Louisa miró hacia otro lado.
—Ojalá… —empezó a decir, pero no pudo terminar.
—Fue muy rápido —comentó Sharpe maravillado.
Se oyó un golpe sordo cuando empujaron el cadáver fuera de la silla y un roce cuando se lo llevaron a rastras de la plataforma. Louisa, que ya no miraba, no dijo nada hasta que el siguiente grito del padre Alzaga indicaba que otro traidor había encontrado su final.
—¿Tiene una mala opinión de mí, teniente?
—¿Por presenciar una ejecución? —Sharpe aguardó a que le soltaran el collar al segundo cadáver—. ¿Por qué diantre iba a tenerla? Normalmente hay más mujeres que hombres en una ejecución pública.
—No me refiero a eso.
Sharpe la miró y se sintió avergonzado al instante.
—No tengo una mala opinión de usted.
—Fue aquella noche en la fortaleza. —La voz de Louisa tenía un dejo de súplica, como si necesitara desesperadamente que Sharpe comprendiera lo ocurrido—. ¿Se acuerda? Cuando don Blas nos mostró el gonfalón y nos contó la historia de la última batalla. Creo que entonces quedé atrapada.
—¿Atrapada?
—Me gusta esta tontería de Vivar. Me educaron para odiar a los católicos; para despreciarlos por su ignorancia y temerlos por su malevolencia, ¡pero nadie me habló de su esplendor!
—¿Su esplendor?
—Estoy harta de los templos sencillos. —Louisa miraba las ejecuciones mientras hablaba, aunque Sharpe dudaba que fuera consciente de que aquellos hombres iban muriendo en el tosco cadalso—. Estoy harta de que me digan que soy una pecadora y que mi salvación sólo depende de mi arrepentimiento obstinado. Sólo por una vez quiero ver cómo llega, la mano de Dios en toda su gloria para tocarnos. Quiero un milagro, teniente. Quiero sentirme muy pequeña frente a ese milagro, y todo esto no tiene ningún sentido para usted, ¿verdad?
Sharpe observaba la muerte de un hombre.
—Quiere el gonfalón.
—¡No! —exclamó Louisa casi con desprecio—. No creo ni por un segundo, teniente, que Santiago trajera esa bandera del cielo. Creo que el gonfalón es simplemente una vieja bandera que uno de los antepasados de don Blas llevó en batalla. ¡El milagro radica en lo que hace el gonfalón, no en lo que es! Si sobrevivimos al día de hoy, teniente, habremos conseguido un milagro. ¡Pero no lo hubiéramos hecho, ni siquiera lo hubiéramos intentado, sin el gonfalón! —Hizo una pausa esperando alguna ratificación de Sharpe, pero él no dijo nada. La joven se encogió de hombros con aire compungido—. Sigue pensando que todo esto es una tontería, ¿verdad?
Sharpe continuó sin decir nada. Para él el gonfalón, absurdo o no, era una irrelevancia. No había acudido a Santiago de Compostela por el gonfalón. Había pensado que era por esa chica, pero ese sueño estaba muerto. Sin embargo, había otra cosa que lo había llevado a esa ciudad. Había ido hasta allí para demostrar que un sargento hijo de una puta, a quien un ejército condescendiente le había dado unas palmaditas en la cabeza y lo había nombrado intendente, podía ser igual de bueno, igual de jodidamente bueno que cualquier otro oficial nato. Pero no podía demostrarlo sin la ayuda de los soldados de casaca verde que esperaban al enemigo, y de pronto Sharpe se sintió invadido de afecto por esos fusileros. Era un afecto que no sentía desde que había sido sargento y había ostentado el poder de la vida y la muerte sobre una compañía de casacas rojas.
Un grito lo sobresaltó y desvió su atención nuevamente hacia la plaza donde un prisionero recalcitrante se enfrentaba a las manos que lo empujaban hacia la plataforma. Era una lucha inútil. Lo obligaron a sentarse en el garrote y lo ataron con correas a la silla. El hierro se colocó en torno a su cuello y la lengüeta se insertó en la rendija por la que el tornillo apretaría el collar. Alzaga hizo la señal de la cruz. «Pax et misericordia et tranquillitas!»
El cuerpo vestido de amarillo del prisionero se sacudió con un espasmo cuando el collar le apretó el cuello para romperle la columna y ahogarlo. Sus manos delgadas tentaron los brazos de la silla y su cuerpo se desplomó. Sharpe imaginó que aquella muerte rápida hubiera sido el destino del conde de Mouromorto de no haberse encontrado a salvo en el interior del palacio ocupado por los franceses.
—¿Por qué el conde se quedó en la ciudad? —le preguntó a Louisa de pronto.
—No lo sé. ¿Importa?
Sharpe se encogió de hombros.
—Nunca lo había visto separado del coronel de l’Eclin. Y ese coronel es un hombre muy inteligente.
—Usted también es inteligente —repuso Louisa con afecto—. ¿Cuántos soldados conocen los abrojos?
Vivar se abrió paso entre el gentío y subió por la escalinata.
—Se están calentando las fraguas. Hacia las seis tendrá unos cuantos cientos de esas cosas. ¿Dónde los quiere?
—Usted envíemelos a mí —contestó Sharpe.
—Cuando vuelva a oír las campanas sabrá que se ha desplegado el gonfalón. Entonces es cuando puede retirarse.
—¡Que sea pronto!
—Poco después de las seis —afirmó Vivar—. No puede ser antes. ¿Ha visto lo que los franceses le hicieron a la catedral?
—No. —Pero a Sharpe tampoco le importaba. A él sólo le preocupaba un inteligente coronel francés, un chasseur de la Guardia Imperial; entonces se oyó un disparo de rifle proveniente del sudoeste y Sharpe echó a correr.