CAPÍTULO 15
El sargento Challon yacía sobre el tejado desarmado e inconsciente, pero Pierre Ducos no estaba enterado del aprieto de su leal sargento. Sin embargo, lo maldijo por haberle abandonado igual que maldijo a los soldados que habían contratado y que en aquellos momentos salían como podían de la villa desesperados para huir corriendo y adentrarse en lo que quedaba de la noche. Sólo un puñado de dragones se había quedado con Ducos, no por lealtad, sino con la exigencia de que éste abriera entonces la enorme caja fuerte y los dejara irse con su botín.
Su avaricia se vio interrumpida por los soldados de Calvet, que empezaron a irrumpir en los pasillos inferiores. Las mujeres y los niños gritaban al intentar escapar de los vengativos guardias, y los gritos sirvieron para recordar a los dragones de Ducos el apuro en el que se encontraban. Cerraron las puertas de golpe para aislar la caja fuerte de los atacantes y luego con un hacha hicieron aspilleras en las puertas para mantener a raya a los soldados de Calvet. El cañón saltamontes disparó una vez más hacia el distante tejado, pero los tres hombres de uniforme color verde parecían haberse ido, por lo que bajaron el cañón hasta el arco encortinado que daba al mar. Desde esa posición podía masacrar a un enemigo que intentara flanquear las troneras de las puertas cruzando la terraza de adoquines y balaustrada.
—Si resistimos lo suficiente —rogó Ducos a sus seis soldados restantes—, prometo que obtendremos ayuda.
Ducos cargó dos pistolas grabadas en oro que habían sido un regalo del zar de Rusia al emperador de Francia antes de que las dos naciones se enemistaran. Llevó las pistolas hasta la ventana que daba al patio y disparó hacia el lugar donde creía haber visto a Sharpe. En esos momentos no se veía a nadie en el apartado tejado, por lo que Ducos se limitó a disparar a los fantasmas. Estaba intentando convencerse de que la aparición de Sharpe había sido sólo eso, un fantasma que le había asaltado de repente debido a sus avivados miedos y que se había hecho más palpable a causa de la pobre luz del amanecer. Sin embargo, podía oír que los soldados que había en los pasillos al otro lado de las puertas cerradas no eran fantasmas: eran compatriotas franceses que habían acudido en busca de un tesoro que Ducos no entregaría.
Algunas de las piezas de ese tesoro las habían utilizado entonces para cerrar con barricadas el arco donde habían puesto el cañón saltamontes. Había un globo celeste amontonado encima de una cómoda de estilo japonés. Un diván tapizado con seda color verde hacía de parapeto, mientras que, debajo de él, una mesa de ébano cuya superficie tenía incrustaciones de plata y marfil estaba colocada como escudo para las balas enemigas. Había cojines, cortinas, alfombras y ropa de cama embutidos entre las sillas para hacer la barricada aún más tremenda. Sólo dejaron en su sitio la pesada cortina de color verde que ocultaba la ancha alcoba donde estaba oculta la caja fuerte. Dos hombres manejaban el cañón saltamontes desde su acolchada tronera mientras que los otros cuatro dragones se turnaban para disparar desde las aspilleras de las puertas. Ducos, con su uniforme chillón que le colgaba como si fuera un espantapájaros vestido de gala, caminaba impaciente entre las tres posiciones y tejió la fantasía de un inminente rescate napolitano.
Las dos puertas con las aspilleras eran viejas y resistentes. Una bala de mosquete no podía atravesar la madera. Al principio el fuego proveniente de los pasillos era alarmante por su intensidad, pero los dragones no tardaron en comprender que estaban a salvo y se dieron cuenta enseguida de que podían echar a los atacantes disparando desde las aspilleras. Habían hecho una fortaleza en el interior de la villa, y las únicas entradas de esa fortaleza eran las dos puertas o la terraza, que resultaría un terreno mortífero a causa del pequeño cañón metálico. Los dragones echaban de menos la presencia tranquilizadora del sargento Challon, pero en esos momentos se sentían bastante seguros e incluso encontraban un nefasto placer en su exitoso desafío. Ducos echó una mano cargando todos los mosquetes, carabinas y pistolas de más para que cualquier decidido ataque pudiera ser correspondido con un fuego implacable.
—Lástima de las mujeres —refunfuñó uno de los dragones.
—Volverán. —Su compañero disparó a través de una de las astilladas aspilleras y su bala rebotó por el oscuro pasillo. Los atacantes se habían puesto a cubierto del fuego enemigo y sus disparos de respuesta eran tan poco efectivos como infrecuentes. El hombre que había disparado retrocedió y le echó una mirada desdeñosa a Ducos.
—Es la primera vez que veo a un mariscal de Francia cargando un mosquete.
—Ahuyentaremos a esos cabrones —dijo su compañero entre dientes— y luego mataremos al mequetrefe y nos llevaremos el dinero a casa. —Había sido sólo la tozuda lealtad del sargento Challon lo que había impedido con anterioridad una solución tan deseable, pero ahora Challon se había ido. El soldado disparó de nuevo a través de la puerta, retrocedió y dirigió la mirada hacia arriba porque un extraño sonido atrajo su atención. Se quedó mirando el alto techo boquiabierto, luego agarró un mosquete cargado que apuntó directamente por encima de la cabeza y disparó. La fortaleza en el interior de la fortaleza no era tan segura como podía haber parecido.
* * * *
La bala de mosquete se alojó en una tabla del suelo debajo de Harper, pero golpeó con tanta fuerza que el pesado tablón pareció temblar bajo sus pies. El polvo se sacudió a lo largo de toda la formidable longitud de la madera. Harper tiró con su bayoneta de una grieta entre las tablas.
—Necesito una maldita hacha.
—No tenemos una maldita hacha —replicó Frederickson de manera cortante y dio un salto hacia atrás al tiempo que otros tres disparos golpeaban en el suelo—. ¿Por qué no incendiamos este condenado lugar?
Ni Sharpe ni Harper le respondieron. Ambos tenían unas hojas más fuertes que la de la delgada espada de Frederickson y estaban haciendo palanca en la vieja y gruesa madera. Se habían abierto camino rodeando el tejado de la villa para encontrar aquel ático cubierto de polvo situado justo encima del santuario interior del enemigo. Sharpe había sacado unas cuantas tejas del tejado para entrar en ese espacio polvoriento donde los excrementos de murciélago formaban una gruesa capa que cubría el suelo.
—¡Se está moviendo! —Harper puso sobre aviso a Sharpe, que se dirigió hacia el otro lado de la pesada tabla del suelo. Sharpe deslizó su espada bajo la madera e hizo palanca. Los dos se apartaron en cuclillas de su tarea. Las balas golpeaban ruidosamente en la parte de abajo del suelo y Sharpe temía que una de ellas le diera a la punta de su espada y rompiera el acero. Se levantó, colocó el pie en la empuñadura, hizo fuerza hacia abajo de tal modo que la madera crujió y se levantó en toda su longitud. El extremo más alejado de la tabla todavía estaba fuertemente sujeto con unos antiguos clavos, y la tensión consiguiente amenazaba con romper la madera y mandarla hacia atrás como un resorte hasta que Frederickson metió su fusil por debajo para sostener el extremo suelto con fuerza. Los soldados de Ducos estaban gritando abajo. Una bala de mosquete encontró el hueco y rompió una teja a menos de treinta centímetros de distancia de la cabeza de Frederickson.
Harper alcanzó su pistola de siete cañones, la metió por debajo de la tabla alzada y disparó a ciegas hacia abajo. El ruido fue enorme en aquel reducido espacio, pero, aun así, los fusileros pudieron oír un grito proveniente de la habitación inferior cuando las siete balas rebotaron a lo loco por las paredes y el suelo de piedra. Sharpe disparó su rifle a través del agujero y luego ambos retrocedieron para recargar. Frederickson se agachó para disparar el fusil de Harper en la guarida de Ducos.
—Es como disparar a unas ratas dentro de un tonel —dijo en tono grave, y entonces, de pronto, los tres fusileros quedaron ensordecidos, y Frederickson, con el fusil todavía cargado, cayó de espaldas.
La tabla que habían levantado parecía haber explotado, se alzó de golpe y le cayó encima. El ático se llenó de un desgarrador estrépito de astillas y, por debajo de ese sonido y mezclado con él, se oyó la enorme y retumbante detonación del pequeño cañón saltamontes. Habían colocado el arma vertical, en equilibrio sobre sus patas traseras y la culata, y la habían disparado hacia arriba. La descarga había destrozado uno de los maderos del suelo del ático, lo había astillado y había atravesado las tejas. Frederickson yacía inmóvil en el suelo. Su rostro sangraba debido al montón de astillas, pero Sharpe no encontró ninguna otra herida. La proximidad del paso de la bala de cañón debió de haberlo dejado prácticamente sin sentido. Sharpe había visto a soldados que eran derribados de una manera similar por el golpe de una descarga aérea. Frederickson viviría, pero en unas pocas horas su rostro sería un enorme moretón.
—Vivirá —le dijo Sharpe a Harper y entonces, de modo vengativo, cogió el fusil que no había sido disparado y apretó el gatillo hacia abajo, a través del agujero que había abierto la descarga. Harper estaba cargando con denuedo su pistola de siete cañones y, al mismo tiempo, contaba los segundos que tardarían los hombres de abajo en volver a cargar el pequeño cañón. Frederickson gimió tristemente. Una de las astillas se le había alojado en la cuenca del ojo vacía, que estaba ahora llena de sangre.
—Tenga cuidado, señor —advirtió Harper. Se imaginaba que estaban recargando el cañón saltamontes. Los dos fusileros se quedaron muy quietos: si los hombres de abajo poseían algo de inteligencia no dispararían al mismo lugar, sino que dirigirían la carga hacia una zona del techo que no estuviera rota. Sharpe sintió el miedo de la completa impotencia, sabiendo que en cualquier momento una bala de cañón podía ser lanzada por debajo de sus pies.
—¡Disparad, hijos de puta! —dijo entre dientes.
El cañón disparó. Los hombres de abajo habían supuesto mal y el disparo atravesó el extremo más alejado del ático. El polvo y el ruido inundaron aquel reducido espacio mientras que las tejas rotas traquetearon tejado abajo y se estrellaron en el patio.
El ruido del cañón todavía resonaba en el ático cuando Harper se dirigió con la rapidez de un gato escaldado hacia el primer agujero. Miró hacia abajo, metió los siete cañones a través de la rota abertura y apretó el gatillo. Sólo había tenido tiempo de cargar cinco cañones, por lo que gran cantidad de la fuerza del arma se desperdició por los dos que quedaron vacíos; pero los hombres que manejaban el saltamontes se encontraban tan sólo a unos cinco metros por debajo de él y las cinco balas tenían fuerza suficiente para matarlos a ambos. Sharpe disparó su fusil recargado a través del agujero más reciente y luego fue a ayudar a Harper, que estaba haciendo palanca en el tirante tablón del suelo. Frederickson gimió, se puso de lado y se quedó tumbado sin moverse. La tabla del suelo, debilitada a causa del golpe de la bala de cañón, dio un chasquido y al fin Sharpe y Harper pudieron observar a su enemigo.
Dos hombres yacían muertos junto al cañón saltamontes caído, el cual, como había sido colocado sobre su parte trasera para disparar hacia arriba, tenía entonces las dos patas de atrás torcidas. Un tercer hombre herido estaba tendido sobre un charco de sangre junto a la puerta más alejada. Los demás dragones se habían refugiado en las esquinas de la habitación. Uno de ellos alzó una carabina y tanto Sharpe como Harper se echaron atrás y se agacharon.
Sharpe volvió a cargar su fusil. Frederickson respiraba roncamente. Abajo había silencio. Ducos y los dragones que quedaban tenían miedo del imponente poder destructivo de la pistola de siete cañones, y ninguno de ellos se atrevía a pisar el centro de la habitación para recuperar su pequeño cañón, así que retrocedieron a las esquinas y se quedaron mirando con temor el techo roto. Todavía estaban mirando cuando los soldados de Calvet se acercaron a las puertas con las aspilleras y metieron los mosquetes a través de ellas.
—Non! Non! —gritó uno de los dragones.
Sharpe agarró uno de los fusiles y trató de sacar la tabla de al lado de la que estaba rota. Se había aflojado a causa de los dos disparos del cañón y salió con una facilidad sorprendente. Vio a los dragones con las manos en alto y también los mosquetes que asomaban por las puertas, pero no vio a Ducos.
—¡General! —gritó.
—¿Comandante? —la voz de Calvet sonó amortiguada.
—¡Espere ahí! ¡Yo abriré!
Harper trató de detener a Sharpe.
—¡Se romperá las piernas, señor!
Pero Sharpe quería a Ducos vivo. Quería capturar al pequeño y astuto enemigo que le había venido pisando los talones desde la frontera portuguesa hasta aquella casa en ruinas de Italia y, estando tan cerca de su antiguo rival, no le privarían de hacerlo. Descendió a través del agujero abierto, se quedó un segundo colgado sujetándose con las manos y se dejó caer.
La altura desde el techo hasta el suelo era de casi cinco metros. Sharpe había reducido la distancia colgándose de las tablas rotas, pero aun así descendió casi tres metros. Sufrió una sacudida al caer. Golpeó de lado contra el suelo de piedra y el dolor le subió desde el tobillo derecho hasta su recién curado muslo. Gritó de dolor, rodó hacia la derecha y con un gruñido les dijo a los dragones que no se movieran. Esperaba recibir una bala en cualquier momento. Harper estaba por encima de él y apuntaba a la habitación con su fusil. Ninguno de los dragones disparó: se limitaron a quedarse mirando a ese hombre manchado de sangre y salvajemente cubierto de cicatrices que se había descolgado del tejado y que ahora trataba con todas sus fuerzas de ponerse en pie. No había ni rastro de Ducos. La habitación estaba alumbrada por la capa gris pálido del cielo que se iluminaba. Sharpe desenfundó su espada y el sonido del roce de la hoja hizo que uno de los dragones empezara a gimotear y a sacudir la cabeza.
—¿Dónde está Ducos? —preguntó Sharpe en francés.
Uno de los dragones señaló una pesada cortina verde.
Sharpe sabía que tendía que abrir las puertas para dejar entrar en la habitación a los soldados de Calvet, pero en esos momentos estaba demasiado cerca de su enemigo y había viajado desde muy lejos y sufrido demasiado como para dejar que aquel hombre se le escapara. Se acercó a la cortina cojeando, estremeciéndose cada vez que el peso recaía en su pierna derecha. Se detuvo a una docena de pasos de la pesada tela color verde.
—¡Ducos! ¿Es usted, hijo de la gran puta? ¡Soy el comandante Sharpe!
Estalló una pistola por detrás de la cortina y una bala tiró de la tela verde. La bala de la pistola abrió un agujero hecho jirones, pasó a unos treinta centímetros de distancia a la derecha de Sharpe y fue a encajarse en la mesa de ébano con incrustaciones de plata.
Sharpe se acercó dos pasos más a la cortina.
—¡Ducos! ¡Ha fallado!
Otra bala sacudió la gruesa cortina. Ésa le pasó a Sharpe por la izquierda. La cortina se agitó al pasar la bala. El nuevo agujero tenía los bordes quemados. Los dragones miraban fijamente a ese loco renqueante que jugaba aquella insensata partida con la muerte.
Sharpe se acercó tanto que alargando la mano hubiera podido tocar el verde cortinaje.
—¡Ha vuelto a fallar!
Pudo escuchar la ronca respiración del francés detrás de la cortina y entonces oyó el chasquido de otra arma al amartillarla.
Por el sonido Sharpe intuyó que Ducos estaba de pie bien alejado de la cortina y que debía de estar disparando hacia sus pesados pliegues cegado por el pánico.
—¿Ducos? ¡Inténtelo de nuevo! —le gritó.
La tercera bala sacudió la tela. Le pasó a Sharpe por la derecha, pero tan cerca que no pudo haber fallado por más del grosor de la hoja de una espada. El polvo se desprendió de la espesa trama de la cortina y se dispersó bajo la plateada luz del amanecer. Sharpe soltó una carcajada.
—¡Ha fallado de nuevo!
—¡Abra la puerta! —bramó enojado Calvet a través de una de las aspilleras.
—¿Ducos? —volvió a llamar Sharpe, y de nuevo el francés oculto disparó una de sus pistolas de reserva, pero aquella vez el disparo no fue acogido por las burlas de Sharpe. En lugar de eso, el fusilero dio un grito horroroso, contuvo la respiración y luego gimió como un alma atormentada y sollozante.
Ducos soltó una fuerte exclamación de triunfo. Se precipitó hacia la cortina y corrió la tela de un manotazo. Y allí, en aquel momento de victoria personal, se paró en seco.
Se paró porque la hoja de una espada brilló y se alzó para clavar su punta en la piel de su garganta.
Un Sharpe ileso, con sangre de perro surcándole las cicatrices de su rostro manchado de pólvora, miraba fijamente a los ojos a Ducos.
El francés sostenía una pistola aún sin disparar pero notaba la enorme espada afilada en su cuello, y los ojos que miraban a los suyos eran como hielo oscuro.
—Non, non, non. —Ducos pronunció las palabras como un gemido; entonces dejó caer la pistola al suelo al tiempo que se le aflojaba la vejiga y una mancha se extendía por la seda blanca de sus bombachos de mariscal francés.
—Oui, oui, oui —dijo Sharpe, y levantó la rodilla izquierda, con la que propinó una única patada violenta. La fuerza del golpe hizo que a Ducos se le soltaran las gafas, que cayeron y se rompieron, y el francés, agarrado a la cálida mancha de sus pantalones, cayó tras ellas y soltó un terrible grito quejumbroso.
La larga persecución había terminado.
Sharpe fue cojeando hacia la puerta para dejar entrar a un airado general Calvet. En esos momentos ya había amanecido del todo y la luz inundaba el límpido mar con destellos de oro y plata. La villa estaba llena de humo, pero extrañamente silenciosa ahora que los mosquetes habían dejado de disparar. Era el silencio tras la batalla, el silencio inesperado e inexplicablemente decepcionante cuando el cuerpo todavía ansiaba emoción y no había nada más que hacer aparte de recoger a los muertos y heridos y encontrar el botín. Los hombres de Calvet atravesaron pesadamente la habitación y desarmaron a los dragones vencidos. Harper llevó abajo a Frederickson y con ternura tendió al oficial en un diván sacado de la barricada desmantelada. Habían herido a dos de los soldados de Calvet, uno de ellos de gravedad, pero no habían matado a ninguno. A los granaderos heridos los tumbaron junto a Frederickson, que lentamente iba recuperando el sentido. El rostro ya se le estaba ennegreciendo e hinchando en forma de un enorme moretón, pero pudo esbozar una irónica sonrisa cuando vio a Pierre Ducos ridículamente uniformado. El francés todavía jadeaba de dolor por la patada de Sharpe cuando Harper lo ató por las muñecas y los tobillos y lo empujó con desdén hacia una esquina de la habitación para que se uniera a los capturados dragones.
El general Calvet arrancó de un tirón la cortina de la alcoba. Detrás de ella y metida entre las sombras de un hueco por lo demás vacío, había una gran caja de hierro. Encontraron las llaves de la caja en un bolsillo del chillón uniforme de Pierre Ducos. Abrieron las cerraduras con un chasquido y se levantó la tapa que cubría la fortuna de un emperador. Los hombres de Calvet se quedaron mirando en sobrecogido silencio. Las piedras preciosas brillaban tanto en la alcoba ensombrecida que parecía como si generaran su propia luz resplandeciente. Sharpe avanzó poco a poco por delante de un granadero y dirigió la mirada hacia aquel esplendor.
—Todo pertenece al emperador —advirtió Calvet.
—Lo sé, pero Ducos es mío.
—Se lo puede quedar. —Calvet se agachó para coger un puñado de perlas. Dejó que se deslizaran entre sus dedos regordetes de forma que brillaron como pedacitos de luz de las estrellas.
—¿Señor? —la voz de Patrick Harper sonó extrañamente apagada. Él no se había acercado para ver el tesoro; en lugar de eso, había abierto un pasadizo a través de la barricada y en esos momentos se encontraba de pie en la terraza y miraba fijamente hacia el sur—. ¿Señor? —llamó más fuerte—. Creo que aquí hay algo que debería usted ver, señor.
Calvet cruzó hacia la terraza con Sharpe.
—Merde —espetó.
Un batallón de infantería se aproximaba a la villa. Detrás de ellos, y todavía bajo las sombras de una arboleda, había un escuadrón de caballería. La cabeza de la pequeña columna se encontraba a unos ochocientos metros de distancia, todavía en la llanura costera, pero sólo a unos pocos minutos de la colina donde estaba la capturada villa. La sombra del batallón se extendía hacia el mar y la clara luz del amanecer puso de manifiesto que su marcha era desgarbada y su porte poco atractivo, pero de todas formas se trataba de un batallón de infantería completo con al menos seiscientos mosquetes, y su llegada explicaba por qué el cardenal le había dado carta blanca a Calvet.
Porque Calvet y Sharpe habían hecho el trabajo sucio del cardenal y ahora los napolitanos habían llegado para recoger el fruto de su esfuerzo.
—Merde —dijo Sharpe.
* * * *
Ducos dominó su dolor para alardear de un vengativo triunfo. Sus amigos habían acudido a rescatarlo, dijo él, y Sharpe y Calvet iban a sufrir las consecuencias de su osadía. Harper le dio un bofetón para que se callara.
—Podemos escaparnos —dijo Calvet con desánimo—, pero no con esa fortuna.
—Podemos llevarnos una buena porción —sugirió Sharpe.
—El emperador la quiere toda —Calvet miró con el ceño fruncido al batallón napolitano que en aquellos momentos se desplegaba en una línea de tres filas al pie de la colina de la villa, Los soldados de caballería que iban detrás del batallón espolearon los caballos y pasaron por delante de la Infantería. Estaba claro que los napolitanos planeaban rodear la colina. Pasarían unos minutos antes de que completaran la maniobra, y Calvet había calculado acertadamente que esos momentos bastarían para que su pequeña banda pudiera abrirse paso hacia el norte adentrándose en las montañas; pero se verían obligados a viajar con el mínimo equipaje y sin duda serían perseguidos despiadadamente durante todo el largo y caluroso día. Irían cargados con el tesoro que llevaban, con sus heridos y con su prisionero.
El batallón de la Infantería napolitana esperó en la hierba reseca. Por el momento se habían desentendido del pequeño pueblo donde los tres hombres de Calvet deberían estar vigilando un barco, pero no tenía importancia, puesto que en aquellos instantes la Infantería italiana estaba situada entre la villa y el punto de escape costero de Calvet. Tres de los oficiales napolitanos situaron sus caballos a unos pocos metros frente a la Infantería que descansaba, y Sharpe imaginó que pronto mandarían a un enviado colina arriba para que exigiera la rendición de los ocupantes de la villa.
—No haga caso de esos cabrones. —Calvet, al no ver solución, se alejó y ordenó a sus hombres que llenaran sus mochilas, las fundas de los cojines y cualquier otro receptáculo que pudieran encontrar con el tesoro del emperador. Harper se unió a los franceses y se maravilló ante el montón de rubíes, esmeraldas, diamantes y perlas. Había unas cuantas bolsas llenas de monedas de oro amontonadas en un extremo del arcón de hierro y una maraña de candelabros en el otro, pero en casi toda la enorme caja brillaban las piedras preciosas. Estaban a unos treinta centímetros de profundidad dentro de la caja, que medía poco menos de un metro de alto, lo cual sugería que ya se había dilapidado gran parte del tesoro.
—¿Cuánto despilfarró? —le dijo bruscamente Calvet a Ducos, pero el francés de delgado rostro no dijo nada. Aguardaba su salvación.
Salvación que parecía estar en manos de los tres oficiales napolitanos que espolearon sus caballos para subir por la empinada falda sur de la colina. El polvo que levantaban sus cascos se iba hacia el mar.
—¡Diablos! —Harper se había reunido con Sharpe en la terraza—. Esos cabrones tienen aspecto de ir a hacer la primera comunión. —El irlandés escupió por encima de la balaustrada. La causa de su indignación eran los uniformes que llevaban los oficiales. Ni él ni Sharpe habían visto nunca unos uniformes tan magníficos ni tan poco prácticos. Los tres oficiales vestían de un blanco inmaculado y deslumbrante. Sus elegantes chaqués eran de una tela dorada de lo más brillante, mientras que los puños y las charreteras iban engalanados de forma similar con tela dorada de la que pendía una cadena de oro. Llevaban unas botas de montar de color negro con vueltas doradas en la caña, y en la cabeza, unos gorros altos de piel de oso blanca como la nieve con unas cadenas de oro que iban desde la parte de arriba hasta las plumas de color rojo como la sangre—. ¿Qué se supone que tenemos que hacer, luchar con esos hijos de puta o darles besos?
Sharpe no respondió. En lugar de eso se dirigió renqueando a la parte de la balaustrada más próxima a los oficiales que se acercaban. Los tres estaban sudando debido al peso y a la opresión de sus gorros de piel blanca. El cabecilla, cuyo rango Sharpe no pudo identificar, frenó su caballo y saludó al fusilero con un movimiento seco de la cabeza.
—¿Es usted francés? —preguntó en esa lengua.
—Me llamo Richard Sharpe y soy comandante del Ejército de su majestad británica —respondió Sharpe en inglés.
—Mi nombre es coronel Pannizi. —Debió de haber entendido la respuesta de Sharpe, aunque siguió hablando en francés. Esperó, como aguardando a que Sharpe le brindara un saludo, pero el mugriento y ensangrentado oficial no se movió. Pannizi dio un suspiro—. ¿Y qué está haciendo un oficial inglés en el Reino de Nápoles?
—Visitando a un amigo.
Pannizi era un hombre delgado y apuesto. Llevaba un bigote muy fino ondulado hacia arriba y rematado en unas agudas puntas enceradas. Unas borlas doradas pendían del penacho de su gorro de piel de oso mientras que una diminuta coraza de oro y plata le colgaba por debajo de las altas y duras solapas de su chaqueta blanca y dorada. Por un momento cerró los ojos aparentemente exasperado ante la insolente respuesta de Sharpe.
—¿Está con usted el general Calvet?
—Yo soy el general Calvet. ¿Quién diablos es usted?
Pannizi hizo una reverencia sobre su montura en dirección al bajo y fornido francés, que en esos momentos salió pisando fuerte a la terraza.
—Soy el coronel Pannizi.
—Buenos días, coronel, y adiós. —Era evidente que Calvet había decidido que el desafío era la mejor manera de actuar.
Pannizi se llevó un dedo metido en un guante blanco a la punta del bigote. Sus dos compañeros, ambos mucho más jóvenes, estaban sentados con el rostro impasible. Pannizi tranquilizó a su caballo, que se apartaba irritado a causa de una insistente mosca.
—Ha entrado sin autorización en una propiedad de un príncipe de la Iglesia.
—Me importa menos que un cubo lleno de mierda de vaca de quién es esta casa —repuso Calvet.
—La casa y todo lo que contiene —siguió diciendo Pannizi con sorprendente ecuanimidad— se ha declarado bajo la protección del Reino de Nápoles, cuya orden tengo en mi poder. Por lo tanto, le ruego que abandone inmediatamente la villa.
—¿Y si no lo hago? —lo retó Calvet.
Pannizi se encogió de hombros.
—Me veré forzado a arrestarle, lo cual será sumamente doloroso para mí. La valentía del general Calvet es legendaria.
El florido halago agradó sin duda a Calvet, pero no lo convenció. Había una fortuna en juego y, aunque el mismísimo general no recibiera ni una moneda del tesoro, estaba decidido a que su señor no se viera privado de recuperarlo al completo.
—Para poder arrestarme —señaló— tendrá que pelear conmigo. No hay muchos que hayan vivido para contar que lucharon contra el general Calvet.
Pannizi esbozó una sonrisa. Desenvainó su espada, pero lo hizo muy despacio para demostrar que no significaba una amenaza. Con la brillante hoja señaló colina abajo, allí donde estaban sus soldados tirados en la hierba, y luego volvió a enfundarla. El gesto fue elocuente. Pannizi tenía el control de seiscientas bayonetas y debía de saber que Calvet tenía poco más que una docena.
—Su valentía, tal como he dicho, es legendaria. —Pannizi esperaba que, halagándolo, Calvet se rindiera.
El aludido echó un vistazo al batallón napolitano. Habían desplegado su estandarte, aunque el viento no era lo bastante fuerte como para levantar la pesada seda con flecos. Bajo las dos banderas los soldados parecían desanimados y flojos.
—¿Tiene estómago para un combate, coronel? —Calvet desafió a Pannizi.
—Tengo las órdenes necesarias para combatir, general, y soy un soldado.
—Una buena respuesta. —El francés miró colina abajo con el ceño fruncido. Sabía mejor que nadie lo imposible que era ese combate; sin embargo, él también era un soldado y también tenía sus órdenes—. ¿Y si nos rendimos? —preguntó con evidente desagrado.
Pannizi pareció asombrarse.
—¡Mi querido general, su rendición no es ningún problema! Está usted invitado a ser uno de los huéspedes del cardenal, su más honrado huésped. Considere que mi ejército no es más que una escolta que se le ha enviado para conducirlo con el debido honor hasta la ciudad.
Calvet tuvo la gentileza de sonreír ante la exagerada descripción.
—¿Y si optamos por no ser los huéspedes del cardenal?
—Son libres de abandonar el reino, todos ustedes.
—¿Libres? —quiso aclarar Calvet.
Pannizi asintió con la cabeza.
—Completamente libres. Y pueden llevarse sus uniformes y las armas de cada uno —hizo una pausa—, pero nada más.
La amenaza se encontraba en esas tres palabras. Pannizi conocía el tesoro que había en la villa y no le importaba lo que pasara con Calvet, Sharpe o sus soldados siempre que el tesoro pasara a ser suyo.
El general francés se dio la vuelta bruscamente y miró hacia el norte. Los jinetes napolitanos habían cortado aquella ruta de escape. Volvió a girar.
—¿Nos dará quince minutos para considerar nuestra postura, coronel?
—Diez —dijo Pannizi y volvió a desenvainar su espada. Saludó a Calvet con la hoja resplandeciente—. Y usted ¿me concederá el honor de desayunar con mis oficiales, general?
—Sólo si tiene panceta —respondió Calvet—. Me gusta muchísimo la panceta grasa.
Pannizi sonrió.
—Encontraremos panceta para usted, general. Dispone de diez minutos para esperar con ansia su sabor. —El coronel napolitano enfundó su espada, llamó a sus dos compañeros con un gesto de la cabeza y regresaron bajando al galope por la colina.
—Merde, merde, merde —dijo Calvet.
* * * *
—¡Cal! —le gruñó Calvet a Sharpe—. Yo lo tenía atrapado en un fuerte y usted escapó gracias a la cal en polvo. Así que dígame, ¿qué truco inmundo tiene esta vez?
Sharpe no respondió de inmediato. Miraba fijamente colina abajo a los desanimados soldados de infantería napolitanos, a los que, anticipándose al paso de los diez minutos, les estaban ordenando que se pusieran en pie.
—¿Van a combatir?
—¡Claro que van a combatir, maldita sea! —exclamó Calvet—. ¡Ese cabrón de Pannizi les está contando que en este lugar hay un batallón de putas y el rescate de un rey! ¡De un momento a otro estarán deseosos por combatir! Huelen el botín.
—Pues déselo —dijo Sharpe bruscamente.
—¿Qué?
—¡Que les dé el maldito oro! De todos modos pesa demasiado. Quédese las piedras y entrégueles las bolsas de oro.
Calvet se quedó mirando fijamente al fusilero.
—Está loco.
—Todo lo contrario, general. No tenemos cal, pero podemos cegarlos con oro. ¡Una lluvia de oro! ¡Oro cayendo de los cielos! —De pronto Sharpe se entusiasmó—. ¡Por el amor de Dios, general! ¿Cuánto vale para usted este tesoro? ¿Preferiría volver arrastrándose ante su emperador sin nada? ¿O tal vez preferiría comprar la salida de esta trampa con un poco de oro?
Calvet se volvió a mirar al soñoliento batallón.
—Entonces, ¿qué hago, inglés? ¿Bajo ahí y me pongo a regatear como un zapatero? No sea tonto. Si les ofrecemos un poco de oro, lo querrán todo, y cuando lo tengan querrán las piedras, y cuando tengan las piedras nos quedamos sin nada.
—No se lo ofrecemos —repuso Sharpe—; se lo damos. ¿Cree usted que tienen una buena disciplina?
Calvet dio un resoplido.
—¡Son un desastre! He visto soldados apestando a bebida que ofrecían mejor espectáculo que éstos.
—Pues pondremos a prueba su disciplina valiéndonos de su codicia. —Sharpe le sonrió a Harper—. Quiero el saltamontes. Y un poco de pólvora.
Harper llevó el cañón metálico, un barril de pólvora y una bolsa de mecha rápida a la terraza. Sharpe colocó el arma con la culata hacia abajo, en equilibrio sobre sus torcidas patas traseras, de manera que pudiera disparar muy alto, como si fuera un mortero. Sharpe no quería hacer estallar una descarga de muerte sobre el batallón napolitano que aguardaba a unos cuatrocientos metros más lejos; sólo quería inundarlo de avaricia, y para ello iba a hacer que el oro celestial lloviera literalmente del cielo.
Dos de los hombres de Calvet fueron a buscar las bolsas de oro mientras Sharpe ponía una minúscula cantidad de pólvora en el cañón. La apretó. No se atrevió a cargar completamente el cañón; si no, las monedas iban a saltar por los aires sobre kilómetros enteros de campo vacío. Vertió una pequeña fortuna en oro dentro del cañón metálico y luego puso un trozo de mecha rápida en la chimenea.
—¿General?
Calvet se había enfurruñado ante la perspectiva de perder aunque sólo fuera una pequeña cantidad del tesoro de su señor, pero entonces se animó con la idea de disparar la primera descarga de oro. Habían apuntado el cañón de manera que la ducha de oro cayera hacia el este, lejos del mar. Antes de disparar, Calvet echó un vistazo para asegurarse de que sus hombres estaban dispuestos para la intentona de fuga.
Harper sostenía al todavía aturdido Frederickson y tenía a Ducos atado con un trozo de cuerda. Le había soltado los tobillos para que pudiera correr. Los soldados de Calvet, todos menos los dos granaderos heridos, iban cargados con sus bolsas y fardos de piedras preciosas. Abandonarían a todos los prisioneros excepto a Ducos.
—Estamos listos —dijo Calvet, y entonces, con regocijo, tocó el cabo de la mecha con el extremo encendido de su cigarro.
Hubo un breve silbido, el sordo chasquido de una explosión y un humo oscuro que salió a borbotones. El cañón dio una sacudida hacia atrás y se cayó al tiempo que Sharpe tuvo la impresión, nada más que eso, de un gotear de brillante oro que resplandecía casi directo hacia el cielo atravesando las acres nubes de humo. Luego, al cabo de un segundo, pareció que un pedazo de cielo centelleara como si unos fragmentos del mismísimo sol se estuvieran haciendo añicos en las alturas. Sharpe supo que lo que veía eran las monedas en el punto más alto de su vuelo arqueado, pero entonces desaparecieron. Esperó y de pronto Harper soltó un grito cuando las partículas de luz rebotaron, se desperdigaron y titilaron sobre el suelo justo al otro lado del flanco derecho del batallón.
Sharpe enderezó el cañón caído, puso otro cucharón de pólvora y metió más monedas todavía en la carga. Miró colina abajo y vio el movimiento de los soldados que se daban la vuelta en las filas de la Infantería. Puso otro trozo de mecha en su sitio y luego aplicó el cigarro de Calvet a la punta.
Otra lluvia de oro se elevó centelleando y luego cayó a la tierra con un destello de codicia.
—¡Intentan contener a esos hijos de puta! —informó Harper alegremente.
Una tercera descarga y luego una cuarta, y en esos momentos Sharpe añadió media onza a la carga para que el oro se diseminara en una brillante franja que condujera lejos del mar. Tocó con el cigarro la quinta descarga y en aquella ocasión, mientras el oro rompía el cielo del amanecer en un millar de brillantes chispas, los soldados del batallón de abajo rompieron filas, dieron unos gritos de entusiasmo y se precipitaron hacia los prados vacíos para hacerse con una fortuna. Las tres filas de napolitanos se habían disuelto como hombres a los que hubieran alcanzado unos botes de metralla. Sus sargentos y oficiales no pudieron contenerlos y los soldados se dispersaron como una muchedumbre caótica en dirección al campo. Tiraron sus mochilas, mosquetes y chacós mientras se peleaban y andaban a la rebatiña por las monedas. Recogían la cosecha dorada y observaban el cielo constantemente por si todavía había más de esas maravillosas cascadas de oro.
Sharpe les ofreció un último y denso chorro de oro, éste de un cañón casi cargado del todo, de manera que las gruesas monedas brillaron durante más de medio kilómetro tierra adentro al caer. Por última vez observó cómo descendía el resplandor y luego se dio la vuelta y fue cojeando tras los hombres de Calvet.
Había llegado el momento de iniciar la carrera. Habían sacado a la Infantería de la ecuación, pero todavía estaba la Caballería y los oficiales a caballo de Pannizi. Los soldados de Calvet, cargados con su presa de piedras preciosas y sus dos compañeros heridos, bajaban a trompicones por la empinada ladera. Harper obligaba a Ducos a avanzar, mientras que Sharpe hacía otro tanto con Frederickson.
—Estoy bien —protestó éste, pero en cuanto Sharpe lo soltó se tambaleó como si estuviera borracho.
—¡Atención a la izquierda! —advirtió Harper.
Pannizi y tres oficiales más espoleaban a sus caballos para cortarles la retirada. Sharpe apoyó una rodilla en el suelo, apuntó y disparó una bala que se cruzó en su camino. El estallido del fusil Baker sonó muy resuelto y el montón de polvo que se levantó ante el pequeño grupo de Pannizi fue más que suficiente para frenar su fervor.
Sharpe siguió corriendo. Uno de los soldados de Calvet vigilaba el flanco derecho, por donde podría aparecer la Caballería; pero un saliente de la colina había ocultado a aquellos jinetes la lluvia de oro y no sabían todavía lo que estaba pasando al sur de donde se encontraban. A la izquierda de Sharpe, y a una distancia considerable, una muchedumbre de soldados de infantería seguía hurgando entre la hierba, los olivos y el rastrojo. Algunos oficiales y sargentos intentaron a golpe de látigo que los soldados regresaran a sus puestos, pero el señuelo del oro había convertido al batallón en una horda. En sólo cinco minutos algunos de esos afortunados napolitanos estaban encontrando más dinero del que hubieran esperado conseguir durante toda una vida.
Sharpe cruzó dando tumbos el cauce seco de un río, subió gateando por la otra orilla y ayudó a Frederickson llevándolo por un terreno lleno de plantas de hojas gruesas y de bordes serrados. El pueblo estaba a su izquierda, su puerto justo al otro lado. El teniente Herguet, que había conducido al pequeño grupo de Calvet hacia el puerto, daba saltos por el muelle. La Caballería todavía no había aparecido y la infantería de Pannizi estaba tan desperdigada que no servía para nada. Sharpe cojeaba muchísimo, pero Frederickson, con su ojo bueno casi cerrado a causa del oscuro cardenal que se había hinchado, encontró nuevas fuerzas. Harper hacía avanzar a Ducos a patadas. De pronto Calvet se estaba divirtiendo; gritaba a sus hombres para que atravesaran el pueblo, pasaran por delante de los perros que ladraban y se dirigieran hacia el cerrado muelle de piedra silícea. Pasaron a todo correr junto a redes que se secaban y nasas de mimbre y bajaron hasta el lugar donde Herguet vigilaba un barco pintado de colores vivos, en el cual dos desconsolados miembros de la tripulación estaban encogidos de miedo bajo las dos pistolas de sus hombres.
—¡Caballería! —advirtió un soldado de Calvet. Pero la Caballería llegaba demasiado tarde. Se precipitó por encima del saliente de la colina, desenvainaron las espadas y se desplegaron en excelente formación; sin embargo, los hombres de Calvet ya estaban a bordo del barco pesquero, Harper cortaba la amarra de popa con su bayoneta y la sucia vela ya estaba captando la brisa terrestre del amanecer para dirigir la embarcación de alta proa fuera de la bahía.
A Ducos, que todavía iba con las manos atadas, lo metieron de un empujón en el fondo de la bodega para el pescado. El prisionero lanzó una miope mirada de odio a Sharpe, pero éste cerró la escotilla y dejó a su enemigo sumido en la apestosa oscuridad. Los granaderos reían por el placer de la victoria. Tal vez no fuera Jena, ni Wagram ni Austerlitz, pero seguía siendo una victoria para un emperador de quien todo el mundo pensaba que ya no estaba para ganar ninguna.
Calvet abrazó a Harper, luego al horriblemente contusionado Frederickson y finalmente a Sharpe.
—Le perdono lo de la cal, inglés, y le diré que, para tratarse de un hombre que no es francés, lucha usted con bastante destreza.
Sharpe se rió.
—Alégrese, general, porque no tendrá que luchar conmigo de nuevo.
—¿Quién sabe? —el tono de Calvet era socarrón—. Si consigo traerle suficiente oro al emperador, quizá pueda volver a reclutar un ejército.
El malicioso comentario le recordó a Sharpe el nostálgico sueño del general de división Nairn de una última gran batalla, una matanza culminante en la que el emperador formaría contra el mundo; pero Nairn estaba muerto: sus viejos huesos se descarnaban en una tumba francesa. Sharpe sonrió.
—No, general, no habrá más batallas.
—Tiene razón. —Calvet sonó abatido al admitirlo—. Usted y yo hemos terminado, amigo mío. El mundo está en paz y ahora no servimos para nada. Somos los perros de caza, pero ahora los conejos dominan la tierra. —Calvet se dio la vuelta para mirar cómo la Caballería napolitana frenaba sus caballos en el distante muelle—. Pero ya le digo yo, amigo mío, que dentro de un año tanto usted como yo estaremos deseando entrar de nuevo en batalla.
—Yo no —dijo Sharpe con fervor.
—Espere y verá. —Calvet se volvió de espaldas a tierra firme y se quedó mirando el mar, donde asomaban dos velas en el brumoso horizonte—. ¿Y qué va a hacer ahora, amigo mío?
—Llevar a Ducos hasta París y entregárselo a Wellington. Luego lo pondrán en manos de las autoridades.
—¿Qué autoridades?
—Las que lo ejecutarán por el asesinato de Henri Lassan.
Calvet le dedicó una sonrisa burlona a Sharpe.
—¿Le preocupa ese insignificante crimen?
—Le preocupa a madame Castineau.
Calvet seguía sonriendo.
—¿Y por qué tendrían que interesarle a usted las preocupaciones de madame Castineau?
Sharpe se dio la vuelta porque uno de los soldados de caballería napolitanos había disparado una carabina contra el barco pesquero. La bala cayó inútilmente al agua a unos cien metros de la popa. Ninguno de los ocupantes del barco se molestó en levantar el arma para responder.
Calvet rebuscó en su bolsa y sacó un puñado de piedras preciosas. Las revisó con un dedo mugriento y seleccionó un rubí perfecto de color rojo como la sangre.
—Dele esto a madame Castineau, porque, aunque de forma involuntaria, al escribir aquella carta le hizo un gran servicio a Francia.
Sharpe tomó la joya con aire vacilante.
—¿A Francia, general? ¿O a Elba?
—Napoleón es Francia, amigo mío. Si lo atara con cadenas y lo arrojara en la fosa más profunda del océano, seguiría siendo Francia. —Calvet cerró la mano de Sharpe sobre la preciosa joya—. No le voy a dar nada más, inglés. ¿Eso le duele? ¿Tener que irse con las manos vacías de una lucha en la que llenamos el cielo de la mañana de oro?
—He sobrevivido —se limitó a señalar.
—Y se va con las manos vacías. —Calvet sonrió—. Así que ya ve, inglés, ¡después de todo ganaron los franceses!
—Vive l’Empereur mon general!
—Vive l’Empereur mon ami!
Una hora más tarde abordaron un barco mercante piamontés, que por un puñado de oro imperial y bajo la amenaza de una docena de mosquetes, accedió a que los soldados subieran a bordo. Calvet se dirigiría a Elba, y Sharpe, con su prisionero, buscaría un barco de la Marina británica. A partir de entonces serían unos indeseables perros de caza en un reino de conejos, pero habían sobrevivido cuando otros muchos habían muerto y eso, al menos, ya era algo. Por lo tanto, cada uno por su lado, navegaron hacia la paz.