CAPÍTULO 9
Lucille Castineau lloró durante tres días sin que se la pudiera consolar. Lo intentó el curé, lo intentó el médico local y lo intentaron sus primos. Todo fue en vano. Únicamente después del funeral mostró un poco de su entereza anterior cuando ensilló el caballo de su hermano, cogió la pistola nueva de su estudio y cabalgó hacia él extremo más alejado de Seleglise y allí disparó un tiro tras otro, hacia el espeso bosque.
Luego volvió a casa y ordenó que desmantelaran los dos puentes de madera que atravesaban el foso. Era un trabajo horrible, puesto que los maderos eran enormes, e incluso era un trabajo sin sentido porque el daño ya estaba hecho; pero los trabajadores de la granja, con la ayuda de los habitantes del pueblo, serraron los grandes trozos de madera y se los llevaron para reforzar graneros, establos y cabañas. Entonces Lucille hizo poner un aviso en la puerta de la iglesia y otro en la de Seleglise que prometían una recompensa de doscientos francos a quien proporcionara información que condujera a la captura y a la ejecución de los ingleses que habían asesinado a su familia.
Los habitantes del pueblo creían que a la viuda Castineau la aquejaba una locura transitoria debido a su consternación, ya que no había nada que demostrara que los asesinos fueran ingleses y, en realidad, la cocinera juraba que había oído una voz que gritaba en francés. Una voz muy grave, Marie se acordaba perfectamente, una voz de verdadero diablo, dijo, pero Lucille se empeñó en que habían sido ingleses los que habían cometido los asesinatos, por lo que los avisos de recompensa se iban borrando bajo la luz del sol y se enrollaban con el rocío de la noche. Lucille había jurado que vendería los huertos superiores para aumentar el dinero de la recompensa si alguien la conducía a la venganza.
Una semana después de los funerales llegó madame Pellemont con el abogado de su familia y la insolente reclamación de que la mitad de la finca del castillo y la mitad del mismo castillo pertenecían por derecho a su hija, que había pasado por una ceremonia de esponsales con el difunto conde de Lassan. Lucille escuchó con aparente paciencia y luego, cuando al final el abogado le pidió educadamente una respuesta, abrió el cajón de su hermano, sacó la pistola con la empuñadura de plata y amenazó con disparar tanto a madame Pellemont como a su abogado si no se marchaban inmediatamente de su casa. Ellos vacilaron, y se decía que la voz de Lucille gritándoles que abandonaran el castillo se oyó desde la casa del sacristán, más allá de la herrería.
Madame Pellemont y su abogado se fueron y la pistola con la empuñadura de plata, que resultó no estar cargada, fue lanzada tras ellos. Estuvo tirada en el camino durante tres horas antes de que nadie se atreviera a recogerla.
El suegro de Lucille, el anciano general Castineau, acudió desde Bourges para expresarle sus condolencias. El general sólo tenía una pierna; la otra la había perdido por culpa de una bala de cañón austríaca. Estuvo muchas horas con Lucille. Le dijo que debería casarse de nuevo, que toda mujer necesitaba un marido y, puesto que él también era viudo, era un sentimental y veía en Lucille lo que su hijo con ojos de lince había visto una vez, se ofreció él mismo. Lucille lo rechazó, aunque lo hizo con tanto tacto que el general no tuvo ocasión de sentirse ofendido.
El general Castineau también le aseguró que era muy poco probable que unos ingleses hubieran matado a Henri y a la viuda.
—Yo los vi —insistió Lucille.
—Tú viste a unos hombres vestidos de verde. Todos los ejércitos de distintos países tienen soldados con casacas verdes. Nuestros propios dragones visten de verde. O vestían de verde. Quién sabe qué llevarán ahora.
—Esos hombres eran ingleses.
El general intentó explicarle que era muy poco probable que los ingleses estuvieran en Normandía, puesto que su Ejército había invadido el sur de Francia y ya había sido evacuado desde Burdeos. Había algunos ingleses con los aliados que llegaron a París, pero no muchos. Y, de todos modos, ¿por qué iba a estar buscando un inglés a su familia? Le rogó a Lucille que considerara seriamente esa pregunta.
—Eran ingleses —dijo Lucille con obstinación.
El general suspiró.
—Marie me ha dicho que no comes. —Lucille hizo caso omiso de la preocupación del general; prefirió la suya:
—Odio a los ingleses.
—Es comprensible —observó el general Castineau con voz tranquilizadora, aunque por lo que él había oído era mucho mejor ser capturado por los ingleses que por los rusos, y estaba a punto de ponerse a hablar extensamente sobre ese truculento tema cuando recordó que Lucille no tenía precisamente un estado de ánimo receptivo para tales reflexiones—. Tendrías que comer —le dijo con severidad—. Hoy he pedido que te trajeran un plato de sopa de lentejas.
—Si los ingleses regresan —repuso ella—, los mataré.
—Muy bien, muy bien; pero si no comes, no tendrás fuerzas para matarlos.
Ese comentario hizo que Lucille le dirigiera una mirada astuta al general, casi como si éste hubiera propuesto una idea particularmente difícil pero que tuviera un sorprendente sentido. Asintió con la cabeza.
—Tienes razón, papá. —Y a la hora de comer engulló toda la sopa de lentejas y luego se cortó una gruesa loncha del jamón que el general había esperado llevarse en las alforjas al día siguiente.
Esa tarde el general se reunió en privado con el médico y ambos estuvieron de acuerdo en que los terribles acontecimientos le habían hecho perder la cabeza de manera lamentable a la señora Castineau. Al doctor no se le ocurría ningún remedio fácil a menos que pudieran convencer a la señora Castineau de que fuera a tomar las aguas, algo que a veces resultaba pero que era terriblemente caro. Si no, señaló, la sanarían la naturaleza y el tiempo.
—O el matrimonio —dijo el doctor con cierta nostalgia—. La señora necesita un toque masculino, si sabe a qué me refiero.
—No va a volver a casarse nunca más —opinó el general Castineau—. Estaba demasiado enamorada de mi hijo, y ahora preferiría consumirse en vida antes que mitigar su recuerdo. Es una verdadera lástima, doctor.
El general Castineau se marchó a la mañana siguiente, aunque se aseguró de que siempre hubiera en el castillo algunos hombres de confianza del pueblo por si los forajidos volvían y, en efecto, dos horas después de que el general partiera, cinco jinetes desconocidos se acercaron por el camino del norte que conducía a la boscosa cima de las colinas y los trabajadores de la granja se apresuraron a llegar a la entrada del castillo con los mosquetes cargados y las horcas en alto. Los jinetes desconocidos se acercaron lentamente con las manos extendidas y a la vista. Se detuvieron a bastantes metros de distancia del puente del foso, y su cabecilla, un hombre regordete, solicitó de forma educada una audiencia con el señor conde de Lassan.
—Está muerto. —Fue el hijo del molinero quien respondió con agresividad.
Monsieur Roland, el abogado de París, observó el antiguo mosquete que el chico tenía en las manos y eligió sus próximas palabras con sumo cuidado.
—Entonces me gustaría hablar con un miembro de la familia, señor. Me llamo Roland y tengo el honor de ser un abogado al servicio de su cristiana majestad.
Esas palabras, pronunciadas con delicadeza, impresionaron al hijo del molinero, quien corrió a decirle a la señora Castineau que otro caballero había venido a verla.
Roland, que tenía el trasero terriblemente dolorido a causa de los largos días encima de la silla, paseó con Lucille por los invernáculos. Sus cuatro hombres patrullaban por las lindes de los árboles con las pistolas desenfundadas para impedir que cualquier desconocido se inmiscuyera en la discusión.
Roland explicó que el erario real le había encomendado la recuperación de una suma de oro que había sido robada por los ingleses. Las monedas se habían depositado en el fuerte Teste de Buch y Roland había venido a Normandía para oír el testimonio del comandante Lassan sobre la pérdida del oro. Había quedado desolado, Roland repitió la palabra, desolado, al enterarse de la muerte del comandante.
—Asesinato —lo corrigió Lucille.
—Asesinato. —Roland aceptó humildemente la rectificación.
—Lo asesinaron los ingleses —dijo Lucille—. Los casacas verdes los fusileros.
Roland detuvo su lento paso y volvió su asombrado rostro la vidriera del invernáculo.
—¿Está usted segura, señora?
Lucille, irritada porque nadie la creía, se volvió con furia hacia el abogado regordete.
—¡Estoy segura, señor! ¡Estoy segura! ¡Los vi! Eran soldados casacas verdes, ingleses como esos a los que mi hermano temía, y mataron a mi madre y a mi hermano. ¡Son animales, animales! Mi hermano había dicho que podrían venir, ¡y lo hicieron! Hasta sabía el nombre del inglés, señor. ¡Sharpe!
—Creo que tiene usted razón, madame —señaló Roland con calma, y Lucille, a quien ni una sola persona había tomado en hasta entonces, no pudo hacer más que quedarse mirando ente al abogado parisino—. En realidad, estoy seguro de que en lo cierto —añadió éste.
—¿Usted me cree, monsieur? —preguntó Lucille con una voz aliviada y algo sorprendida.
—Sí que la creo. Son unos hombres despiadados, señora. Créame, conozco a ese tal Sharpe. —Roland se estremeció—. Él y su compañero han robado una fortuna que pertenece a Francia y ahora intentarán matar a los hombres que pueden aportar pruebas de ese robo. Tendría que habérseme ocurrido avisar a su hermano. Pero, ¡ay, señora!, no lo hice.
Ella negó con la cabeza ante la autoacusación del abogado.
—Henri no mencionó ningún oro —le dijo al cabo de unos instantes.
—Un soldado debe guardar bien los secretos, y la existencia de ese oro era de lo más secreto. —Roland, que sudaba profusamente bajo el sol de primavera, se dio la vuelta y se encaminó hacia el castillo—. Ahora ya no creo que vuelvan los ingleses —observó en tono tranquilizador.
—Ojalá volvieran. —Lucille alarmó al abogado al dejar ver una enorme pistola de caballería de boca dorada cuyo peso cargaba en el ancho bolsillo de su delantal—. Si vuelven, monsieur, mataré al menos a uno de ellos.
—Deje las matanzas para aquellos que saben mejor cómo llevarlas a cabo. —Roland, al saber que su visita había sido en balde, estaba ansioso por regresar a Caen, donde por lo menos había algún vestigio de civilización. Temía que Lucille lo invitara a comer y que la evidente pobreza del castillo le proporcionara un almuerzo de lo más exiguo, pero, para su alivio, Lucille no le hizo esa oferta.
Roland montó en su caballo a la entrada del castillo. Le había dado su dirección a madame Castineau y le rogó que le escribiera si volvían los ingleses, aunque admitió que no confiaba mucho en que eso ocurriera. No obstante, al bajar la mirada hacia la triste Lucille, sintió una punzada de compasión.
—¿Me permite que le dé un consejo, madame?
—Sería un honor para mí, monsieur.
Roland cogió las riendas.
—Cásese de nuevo, señora. Una mujer como usted no debería estar sola; no en estos atribulados tiempos y en este triste país. Permítame decirle que yo estoy casado, madame, y que eso me proporciona una enorme paz y felicidad.
Lucille sonrió pero no dijo nada. Roland hizo girar a su caballo y entonces, al acordarse de una última pregunta, le hizo dar la vuelta de nuevo.
—¿Madame? Perdone mi falta de delicadeza, pero ¿perdió su hermano dos dedos de la mano derecha?
—¡Se los cortaron! —Lucille pronunció esas palabras con un lamento de repentino dolor—. ¡Los ingleses se los cortaron!
Roland pensó que la pérdida de los dos dedos debió de haber ocurrido cuando los soldados de Sharpe capturaron el fuerte Teste de Buch y no le pidió a Lucille que ampliara su respuesta, la cual ya parecía confirmar el testimonio escrito de Ducos. En lugar de eso, el abogado se levantó el sombrero.
—Gracias, madame, y lamento si la he consternado.
Esa misma noche, en su confortable alojamiento de Caen, el señor Roland escribió dos informes. El primero de ellos se mandaría al ministro de Finanzas del rey e informaba con pesar del asesinato de Henri Lassan y la consiguiente falta de cualquier prueba que pudiera conducir a la recuperación del oro. Roland añadió que sospechaba que los dos oficiales ingleses, Sharpe y Frederickson, habían sido los responsables de la muerte del conde. «No hay duda de que han de ser acusados de asesinato —escribió— y su búsqueda debe continuar, tanto en Francia como en Gran Bretaña.»
El segundo informe de Roland era mucho más detallado. Empezaba diciendo que el testimonio escrito de Pierre Ducos se había confirmado y que en esos momentos parecía prácticamente seguro que los dos oficiales de los fusileros ingleses hubiesen robado el oro del emperador. También habían matado a Lassan, era de suponer que para que no pudiera testificar contra ellos. La muerte de Lassan indujo a Roland a considerar la posibilidad de que los dos oficiales británicos ya hubieran asesinado a Pierre Ducos; ¿cómo explicar si no el continuado silencio de éste? Roland sugirió de manera respetuosa que los dos ingleses ya debían de haber abandonado Francia, pero tenía esperanzas de que todavía pudieran ser localizados y entregados para la venganza. Añadió la grata noticia de que el nuevo Gobierno francés le había pedido a la Armada inglesa que desistiera de sus exploraciones dentro y en los alrededores del fuerte Teste de Buch y que se había accedido a esa petición a regañadientes. En la búsqueda realizada por los ingleses en el fuerte no se había encontrado nada del oro imperial ni del bagaje.
Ese segundo informe se escribió en papel India de primera calidad que el señor Roland llevó a un calígrafo de París. El calígrafo lo selló dentro de dos hojas de un papel más grueso que estaban tan hábilmente pegadas una con otra que a primera vista parecían ser una sola hoja gruesa de papel. Entonces, sobre la cremosa superficie del papel más grueso, el calígrafo escribió una oda de alabanza a los dioses griegos sumamente aburrida.
La oda fue leída brevemente por un censor francés. Dos semanas después el poema se entregó en la isla de Elba, frente a las costas de la Toscana, donde la cremosa página fue despegada con delicadeza para dejar al descubierto el papel India que había dentro. Al cabo de una hora el informe más largo de Roland lo estaba leyendo un emperador en el exilio, pero un emperador que todavía conservaba unas garras afiladas. Con todo, estas garras no podían extenderse, porque el enemigo estaba escondido y por lo tanto, aunque el informe del señor Roland se archivó cuidadosamente, no quedó olvidado. Al fin y al cabo tenía que ver con dinero, y el emperador exiliado necesitaba dinero si sus sueños eran volver a abrasar Europa con su gloria una vez más. Los fusileros ingleses podían haberse esfumado de momento, pero reaparecerían, y cuando lo hicieran el emperador los encontraría y los haría matar. Por la gloria.
* * * *
El dragón sajón quería irse a casa. Se lo dijo al sargento Challon y el sargento le recordó la promesa que todos habían hecho cuando esperaban en la granja abandonada. La promesa había consistido en un acuerdo según el cual todos los dragones permanecerían con el comandante Ducos hasta que no hubiera ningún peligro; pero si cualquier soldado deseaba abandonar, entonces tenía que renunciar a su parte del tesoro del emperador.
El sajón se encogió de hombros.
—Yo lo único que quiero es irme a casa.
Challon le pasó el brazo por el hombro al corpulento soldado.
—Ya falta poco, Herman.
—A mi casa —repitió el sajón con tozudez.
—¿Y te vas a ir a casa sin el dinero? —le preguntó Challon en tono tentador. Los dos hombres estaban en el patio de las cuadras de una taberna en Leghorn. Challon había ido a los establos para asegurarse de que estuvieran dando de comer a los caballos y el sajón había seguido al sargento con la esperanza de encontrar un poco de intimidad para tener aquella conversación.
Herman se encogió de hombros.
—Me merezco algo, sargento, y usted lo sabe. —Había sido el sajón el que había resultado levemente herido cuando atravesó el puente de madera con el sargento para matar a Henri Lassan, y también había sido él quien causó aquellos estragos en la granja de Seleglise que Ducos les había ordenado que atacaran para que así los lugareños creyeran que el subsiguiente ataque contra Lassan había sido obra casual de unos forajidos.
—Se merece algo —dijo Challon con voz tranquilizadora—. Hablaré con el comandante Ducos. No le gustará, pero trataré de persuadirle a que sea generoso. Le diré lo leal que ha sido usted. —Challon había sonreído y había empezado a alejarse, pero se dio la vuelta rápidamente al tiempo que desenvainaba su larga espada recta. La hoja del sajón no había terminado de salir de la funda cuando la espada de Challon le cortó la garganta. Veinte minutos después dejaron su cuerpo desnudo en la calle a la que daba el patio de la taberna, donde creyeron que se trataba de otro marinero muerto.
Ducos vendió los caballos de los dragones en Leghorn y luego pagó a los capitanes de una barca-longa para que lo llevaran a él y a los siete dragones que quedaban hasta el sur de Nápoles. Fue un viaje lleno de nerviosismo, ya que la costa estaba plagada de piratas de la Berbería; pero la presencia de un escuadrón de la Marina británica de vez en cuando animó a Ducos. A pesar de esa protección naval, la barca-longa, una nave costera de carga de dos mástiles, entró todas las noches en puerto seguro y el consiguiente retraso supuso que el viaje hacia Nápoles durara ocho días.
El sargento Challon, en un arrebato poco común de desacuerdo con Pierre Ducos, había dado razones en contra de buscar refugio en Nápoles. La ciudad era la capital del Reino de Nápoles, que tenía por monarca a un francés que en otro tiempo había sido mariscal del Ejército de Napoleón. Sin duda, alegó Challon, el mariscal Murat no ofrecería refugio a hombres que habían traicionado al emperador, pero Ducos le explicó pacientemente que Murat había roto las relaciones con su antiguo señor. Puede que Napoleón hubiera puesto a Murat en el trono de Nápoles, pero éste sólo podía mantener ese trono si se mostraba como enemigo del vencido emperador, y con ese fin estaba atareado cultivando nuevas alianzas e incluso sus tropas napolitanas habían marchado hacia el norte para expulsar de Roma los restos del Ejército imperial francés.
—Por lo tanto —siguió diciendo Ducos con paciencia—, un enemigo del emperador será amigo del mariscal.
No es que Ducos tuviera ninguna intención de pedir una audiencia con Murat, pero sabía que debía conseguir de alguna manera la ayuda de las autoridades. Los desconocidos eran sospechosos en un lugar como Nápoles, así que no quería ser un desconocido.
Ducos instaló a sus hombres en una pequeña taberna del puerto y luego utilizó sus antiguas habilidades y no poco dinero para descubrir quién, aparte de Murat, representaba el poder en aquella mugrienta y destartalada ciudad al pie de su volcán humeante. Ducos tardó diez días, pero al final se encontró postrándose ante un elaborado trono y besando el gordo anillo de un obeso cardenal.
—Me llamo —dijo Ducos humildemente— conde Poniatowski.
—¿Es usted polaco? —El cardenal estaba tan gordo que su respiración hacía un ruido áspero en su garganta sólo con que recorriera con paso de ánade la corta distancia entre la tarima de su trono y la puerta de su sala de audiencias. Se suponía que el trono propiamente dicho debía estar mirando a la pared y no utilizarse excepto durante el corto período entre la muerte de un papa y la elección del siguiente; pero al cardenal le gustaba sentarse en su acolchada magnificencia y mirar por encima del hombro a los humildes peticionarios que se arrodillaban ante su tarima.
—Soy polaco, su eminencia —confirmó Ducos.
—Tal vez preferiría que habláramos en polaco —le preguntó el cardenal en francés.
—Su eminencia es muy amable —respondió Ducos en un polaco con mucho acento.
El cardenal, que hablaba italiano, latín y francés pero ni una palabra en ninguna otra lengua, sonrió como si lo hubiera entendido. Era posible, reconoció para sí, que ese escuálido hombrecillo fuera verdaderamente un aristócrata polaco; pero el cardenal tenía sus dudas. Esos días la mayoría de los refugiados provenía de Francia, pero la primera y simple trampa del cardenal no consiguió poner a su peticionario en una situación embarazosa, por lo que su eminencia sugirió gentilmente que quizá deberían seguir su conversación en italiano para que así el conde Poniatowski pudiera practicar esa lengua.
—Y permítame que le pregunte, mi querido conde: ¿por qué ha venido a nuestro humilde país?
Tal vez el país fuera humilde, reflexionó Ducos, pero no lo era ese monstruoso príncipe de la Iglesia que empleaba más de ciento veinte sirvientes en su propia casa y cuya capilla privada tenía más eunucos en su coro de los que nunca habían cantado en la Basílica de San Pedro. A ambos lados del cardenal había unos jóvenes que empuñaban unos abanicos de papel para refrescarle la frente al gran hombre. Al pie de la tarima había unos guardias vestidos de amarillo y negro, armados con unas antiguas alabardas y que, a pesar de su edad, todavía eran capaces de rajar a un hombre desde la cabeza hasta las pelotas en el tiempo que costaría amartillar una pistola. La habitación misma parecía una fantasía de piedra decorada, grabada con adorables ángeles y arcángeles. A decir verdad, las decoraciones estaban realizadas en scagliola, una falsa piedra elaborada con yeso y cola; pero Ducos supo apreciar la destreza de los artesanos que habían fabricado esos deslumbrantes objetos.
—He venido, su eminencia, por el bien de mi salud.
—¿Es usted tísico, hijo mío?
—Tengo un problema respiratorio, su eminencia, que se agrava con el clima frío.
El cardenal sospechó que el problema respiratorio del conde empeoraba más probablemente a causa de la espada de un enemigo, pero sería de mala educación decirlo.
—La ciudad —comentó sin embargo, con un gesto de su regordeta mano que recorrió su espléndida sala de audiencias— no le irá nada bien a sus pulmones, mi querido conde. Hay mucho humo en Nápoles.
—Preferiría vivir en el campo, su eminencia, en lo alto de una colina donde el aire fresco no esté contaminado por el humo.
Y desde donde, pensó el cardenal, se podría ver venir al enemigo a distancia, lo cual explicaba por qué el conde Poniatowski había obsequiado con un gran rubí a los fondos del cardenal como incentivo para esa audiencia. El cardenal se movió en su acolchado trono y dirigió la mirada por encima de la cabeza el conde.
—Sé por experiencia, mi querido conde, que los inválidos como usted viven más si no se les molesta.
—Su eminencia comprende muy bien mis míseras necesidades —dijo Ducos.
—Su majestad —era la primera vez que el cardenal reconocía la existencia de un poder superior a él en el Estado— insiste en la prudente política de que nuestros ciudadanos más adinerados, aquellos que pagan impuestos territoriales, ya sabe usted, puedan vivir en paz.
—Es bien sabido —repuso Ducos— que su majestad presta muchísima atención al sabio consejo de su eminencia. —Ducos dudaba que alguna persona adinerada en el reino pagara impuesto alguno, pero no cabía duda de que el cardenal sólo utilizaba la palabra para describir los obsequios que esperaba recibir, y entonces era el momento de dejar claro que el conde Poniatowski era un hombre que tenía regalos para ofrecer. Ducos se sacó un monedero del bolsillo y, vigilado de cerca por el cardenal, se puso algunas piedras preciosas en la palma de la mano. Sabiendo que el mero peso del oro embalado resultaría demasiado gravoso para acarrearlo a través de un continente asediado, había comprado diamantes, rubíes, zafiros y perlas en Burdeos. Había adquirido las gemas a muy bajo precio porque los hambrientos mercaderes de la ciudad estaban desesperados por comerciar, sobre todo con oro—. Yo esperaba, su eminencia… —empezó a decir Ducos, pero luego dejó que su voz se apagara.
—¿Mi querido conde? —El cardenal despidió con un gesto a los chiquillos que tenían como trabajo abanicarle en los meses sofocantes.
—A un hombre le lleva tiempo establecerse en un país extranjero, su eminencia —Ducos todavía sostenía el puñado de piedras preciosas—, y, presionado por extrañas circunstancias y debido a la necesidad de crear un hogar, podría olvidarse de algunos deberes cívicos como pagar su impuesto territorial. Si yo le ofreciera ahora un pago de ese impuesto, ¿podría tal vez su eminencia convencer a las autoridades de que vieran con buenos ojos mi estado convaleciente?
El cardenal extendió una gorda palma que se llenó debidamente de excelentes piedras preciosas.
—Su responsabilidad hace honor a su nación, mi querido conde.
—La amabilidad de su eminencia sólo se ve superada por su sabiduría.
El cardenal metió las gemas en un bolsillo oculto bajo su capa magna de color rojo, ribeteada en piel.
—Me propongo ayudarle todavía más, mi querido conde.
Durante mucho tiempo, la Madre Iglesia ha admirado la actitud inquebrantable con la que ustedes los polacos han resistido los estragos causados por el tirano Napoleón, y ahora le toca a mi humilde persona mostrar el adecuado reconocimiento de esa admiración.
Ducos se preguntó con qué nueva sangría económica le saldría el cardenal, pero hizo una reverencia en señal de agradecimiento.
—Busca usted una casa —señaló el cardenal— sobre una colina. ¿Un lugar donde un inválido pueda vivir en paz sin que lo moleste ningún antiguo conocido que pudiera perturbar su delicada recuperación?
—Así es, su eminencia.
—Conozco un lugar como ése —dijo el cardenal—. Ha pertenecido a mi familia durante muchos años y para mí sería un enorme placer, mi querido conde, que ocupara usted la casa. Necesitará darle un mero toque de pintura, pero aparte de eso… —El religioso se encogió de hombros y sonrió.
Ducos comprendió que la casa era una ruina que tendría que reconstruir con dinero de su propio bolsillo y que mientras tanto estaría pagando a ese hombre gordo un alquiler exorbitante; pero a cambio recibía la protección del cardenal, que representaba, más que ninguna otra persona, el verdadero poder en el Reino de Nápoles. Por consiguiente, Ducos lo obsequió con una pronunciada reverencia.
—La amabilidad de su eminencia me abruma.
—Es una casa muy espaciosa —observó el cardenal, advirtiendo de ese modo a Ducos de que el alquiler sería concomitantemente elevado.
—La generosidad de su eminencia me deja estupefacto —dijo Ducos.
—Pero una casa grande —apuntó el cardenal en tono malicioso— ¿sería la vivienda adecuada para un hombre que ha llegado a nuestro humilde país con siete criados varones, y todos ellos armados?
Ducos extendió las manos con un ademán inocente.
—Tal como ha observado su eminencia tan sabiamente, un inválido necesita paz, y los sirvientes armados conducen a la paz. —Hizo otra reverencia—. Si pudiera ofrecerle ahora una parte del alquiler a su eminencia…
—¡Mi querido conde! —El cardenal pareció abrumado, pero se recuperó lo suficiente para aceptar el segundo monedero, que contenía un puñado de francos franceses de oro.
El cardenal estaba completamente seguro de que el conde Poniatowski ni era conde ni era polaco; se trataba casi con certeza de un rico refugiado francés huido de la ira de los victoriosos aliados. Eso no tenía importancia siempre que el «conde» viviera tranquilamente en el reino y siempre que representara una fuente de ingresos para el cardenal, que los necesitaba en abundancia para poder mantener su casa. De ese modo, el conde fue bienvenido y al día siguiente un lúgubre sacerdote de nariz larguísima recibió instrucciones para conducirlo en dirección al norte hacia la Villa Lupighi, que se alzaba medio desmoronada sobre una empinada colina desnuda situada por encima de la costa.
La villa era, en efecto, una ruina, una inmensa estructura deteriorada que iba a costar una fortuna restaurar por completo; pero Ducos no tenía intención alguna de hacer una restauración completa: sólo pretendía pasar inadvertido, en un lugar seguro, hasta que se hubiera planteado y respondido la última pregunta sobre el oro perdido del emperador. Exploró su nueva casa, que daba a un mar asombrosamente azul, y vio que nadie podía acercarse a la villa sin ser visto, por lo que le expresó su completa y agradecida satisfacción al sacerdote de larga nariz.
Ducos había encontrado un refugio a la vez que un poderoso protector y, por consiguiente, por primera vez desde que había matado al coronel Maillot, Pierre Ducos se sintió a salvo.
* * * *
Sharpe tuvo que arriesgarse a dejar entrar a Frederickson en la ciudad de Caen porque a los fusileros les hacían falta instrucciones detalladas si querían encontrar el pueblo donde vivía Henri Lassan.
Frederickson fue a la ciudad solo y desarmado, haciéndose pasar por un veterano alemán dado de baja del Ejército de Napoleón que buscaba a su antiguo chef de bataillon. Nadie cuestionó su derecho a estar en la ciudad y por lo tanto se permitió visitar la enorme iglesia donde estaba enterrado su tocayo, Guillermo el Conquistador. Frederickson se quedó un buen rato de pie ante la placa de mármol y luego se le acercó un jovial sacerdote que le narró alegremente cómo el cuerpo del Conquistador estaba tan lleno de putrefacción cuando lo enterraron en el año 1087 que explotó a causa de la presión de esos gases nauseabundos;
—¡La iglesia se quedó vacía! —El cura se rió como si en realidad hubiera estado allí—. No es que nuestro Guille esté todavía ahí debajo, ni mucho menos.
—¿No está? —Frederickson se sorprendió.
—Esos cabrones revolucionarios profanaron la tumba y desperdigaron los huesos. Reunimos unos cuantos pedazos en 1802, pero dudo que alguno de ellos fuera auténtico. Es más probable que el día de Juicio Final nos encontremos con que salga del agujero un mendigo escrofuloso en lugar del Conquistador.
El cura aceptó de buen grado la oferta de un vaso de vino y con mucho gusto explicó también a Frederickson la manera de llegar al pueblo de Henri Lassan que se encontraba a unos sesenta y cinco kilómetros de distancia.
—¡Pero tenga cuidado! —El cura reiteró la advertencia que le había hecho el padre Marin—. La campiña es un lugar peligroso, amigo mío. ¡Está llena de maleantes y asesinos! El emperador nunca habría permitido que sucediera algo semejante.
—Por supuesto que no —asintió Frederickson, y los dos hombres se compadecieron mutuamente por el triste estado de Francia a raíz de la ausencia del emperador.
Anochecía cuando Frederickson se reunió con sus compañeros y ya había caído la noche cuando Sharpe los condujo lejos de los alrededores de la ciudad. Los tres fusileros todavía planeaban viajar en la oscuridad, puesto que un hombre que avanzara a plena luz del día por el campo podía provocar muchas señales reveladoras: una liebre saliendo de su escondite, una paloma asustada que hiciera ruido entre las hojas o incluso la mirada curiosa del ganado soñoliento podrían alertar a una persona suspicaz de la presencia de movimientos furtivos. Por la noche esos peligros disminuían, porque tras la puesta del sol las casitas normandas se cerraban a cal y canto. Era fácil evitar las casas incluso en la oscuridad, ya que todas tenían un enorme montón de estiércol apilado contra una pared exterior y el sentido del olfato de los fusileros bastaba para desviarlos lejos de cualquier aldeano desvelado y suspicaz.
Se dirigían hacia el oeste. En ocasiones tuvieron que recorrer kilómetros y kilómetros a lo largo de senderos profundos y llenos de surcos como los que había en la campiña del oeste de Inglaterra. Otras veces tuvieron que abrirse camino a través de campos con altas cercas o trepar hasta alguna cresta boscosa desde donde poder calcular su posición guiándose por la luz de la luna. Tardaron dos noches en encontrar la zona correcta y otra noche más para descubrir el castillo de Lassan en su profundo y privado valle, repleto de montones de flores en descomposición. Sharpe y Harper se pasaron las dos últimas horas de esa noche reconociendo el terreno que rodeaba la construcción. Vieron a un joven sentado en la entrada. Detrás de él, perfilada a la luz de un farol, había una tosca barricada hecha con toneles. El joven iba armado con lo que tenía el aspecto de ser una pieza para cazar aves. Había inclinado la silla hacia atrás y parecía dormido, y Sharpe había estado tentado de hacer su entrada allí en ese momento. Resistió el impulso, puesto que haber entrado a esas horas de la noche hubiera causado una frenética alarma. Estaba claro que el chico montaba guardia contra los forajidos que amenazaban la campiña, y Sharpe no tenía ganas de que lo confundieran con uno de esos maleantes. En lugar de eso, él y Harper regresaron al alto ramal rodeado de bosques donde Frederickson había encontrado un escondite.
Pasaron todo el día siguiente en el terreno alto de la cresta. Estaban ocultos bajo los carpes, olmos, hayas y robles. Era frustrante estar tan cerca de su presa y aun así estar obligado a dejar que pasaran las horas de sol sin hacer nada; pero Sharpe había decidido que, en su andrajoso estado, un acercamiento durante el día causaría sospechas y hasta podía desencadenar un desastre. Desde su posición elevada pudo ver que todos los hombres del valle llevaban un arma; incluso los dos chicos del enorme invernáculo que se afanaban en marcar los troncos de los manzanos con un anillo de brea llevaban mosquetes.
—Nos iremos en cuanto se ponga el sol —decidió Sharpe. El anochecer era la hora en que los hombres se relajaban tras un día de trabajo.
Los fusileros esperaban tener éxito. Una conversación vespertina, aseguraba Frederickson, bastaría para convencer a Henri Lassan de que viajara hasta Inglaterra. En una semana, pensaba Sharpe, habría regresado a Londres. Al cabo de dos semanas como mucho estaría de nuevo con Jane.
—Me tomaré algunos días de permiso cuando lleguemos a casa —dijo Frederickson.
—Puede venir a visitarnos a Dorset. —Sharpe tenía el acogedor sueño de recibir a los viejos amigos cuando disfrutara de sus bien merecidas comodidades.
Frederickson sonrió torciendo la boca.
—Tengo un deseo mucho mayor de visitar Roma. Me gustaría estar donde antaño estuvieron los emperadores. Dicen que todavía queda en pie una parte asombrosamente considerable de la ciudad imperial, aunque es evidente que muy deteriorada. Quizá querría venir conmigo —le propuso a Sharpe.
—Con Dorset tendré suficiente. —Sharpe, tumbado sobre el alto terreno y mirando fijamente el castillo rodeado por el foso, envidió la casa de Henri Lassan. Tal vez Sharpe no se sintiera atraído como Frederickson por las ruinas del mundo antiguo, pero percibía una enorme calma en esa vieja granja normanda. Esperaba que Jane hubiera encontrado algo similar en Inglaterra. De pronto pensó que no quería una casa moderna con sus habituales ventanas geométricas y cuadradas líneas angulares: le apetecía algo más tranquilo y antiguo, como ese castillo que dormía en su profundo valle.
—Yo volveré a Donegal —dijo Harper con nostalgia—. Compraré unos cuantos acres de tierra protestante, eso haré.
—¿Se va a hacer granjero? —le preguntó Sharpe.
—Sí, señor, y tendré una espléndida casa, sí. En algún lugar donde los niños puedan crecer en paz. —Harper se quedó callado, tal vez pensando en lo cercano que se había vuelto ese codiciado refugio.
—Sueños de soldados —terció Frederickson con desdén—; sólo son sueños de soldados. Se dio la vuelta para quedarse boca abajo, separó las hojas que tenía delante y miró siguiendo el cañón de su fusil hacia el lejano castillo. Había seis vacas a las que llevaban al establo para ordeñarlas. Sólo vio a un hombre en el patio de la granja, al otro lado del foso, y se preguntó si esa figura solitaria sería Henri Lassan, lo que le hizo pensar en cuántos sueños de soldados estaban sujetos a la honestidad de ese único hombre: una granja en Irlanda, una casa en Dorset y un cuaderno de bocetos en el foro romano; todo ello se convertiría en realidad sólo con que un hombre honrado dijera la verdad. Dejó que las hojas volvieran lentamente a su sitio y luego se durmió, esperando a que anocheciera.
* * * *
Una hora después de que el sol se pusiera y cuando la luz todavía abundante y dorada rodeaba las sombras que se alargaban, los tres fusileros salieron sigilosamente del bosque y echaron un vistazo a través de un espeso seto que conducía al sendero que bordeaba el foso frente al castillo de Lassan.
Sharpe llegó primero al sendero y vio al mismo joven montando guardia en el arco de entrada al castillo, a todas luces aburrido. Como pensaba que nadie lo veía, estaba practicando un rudimentario ejercicio de brazos de su propia invención. Se ponía al hombro su pistola de cazar aves, presentaba armas, la apoyaba en el suelo y luego la empujaba hacia delante como si llevara una bayoneta en la punta. Al cabo de un rato, cansado de sus sueños militares, el chico pasó sigilosamente junto a la burda barricada de toneles y desapareció dentro del patio del castillo.
Frederickson se agachó al lado de Sharpe.
—¿Vamos ahora? —preguntó.
Sharpe miró la torre almenada que había sobre la puerta de la casa. No podía imaginar por qué a Lassan no se le había ocurrido apostar un centinela en esa alta plataforma prominente, pero no había nadie que vigilara desde ese puesto elevado, por lo que decidió que era seguro avanzar. Había decretado que sólo se acercarían al castillo él y Frederickson, y que ninguno de los dos llevaría armas. Dos hombres desarmados en la penumbra no suponían una gran amenaza. Harper esperaría en el seto con todas las armas y únicamente se reuniría con los oficiales una vez se hubieran puesto en contacto con Lassan sin ningún percance.
El chico todavía estaba escondido en el patio cuando Sharpe y Frederickson se abrieron paso a través del matorral y bajaron andando por la hierba del borde del sendero. Nadie dio la alarma. Esa fachada del castillo que se alzaba imbatible sobre el foso y que daba al pueblo era una pared casi sin ninguna característica especial, lo que daba a entender que la construcción había sido en otro tiempo una pequeña fortaleza.
—Es una casa muy bonita —murmuró Frederickson.
—El señor Lassan es un hombre muy afortunado —asintió Sharpe.
Tuvieron que apartarse del borde del sendero para acercarse al puente que cruzaba el foso. Una vez dentro del camino, sus botas hicieron crujir las piedras sueltas, pero siguieron sin que nadie les diera el alto, ni siquiera cuando llegaron al foso y pasaron por encima de los tablones de extremos musgosos del antiguo puente levadizo. Se apresuraron a ponerse a cubierto bajo el arco de entrada y luego fueron avanzando en silencio junto a la rudimentaria barricada de toneles vacíos. Sharpe vio una bandada de ocas que picoteaban sobre una estrecha franja de hierba en el extremo más alejado del patio del castillo.
—¡Atrás! —dijo Frederickson entre dientes. Había visto fugazmente que el chico volvía hacia el arco. Al parecer, había ido a la cocina a buscar su cena, que en ese momento transportaba cuidadosamente con ambas manos. Colgada al hombro llevaba su pistola de cañón largo de cazar aves.
Los dos fusileros se pegaron a la pared del arco. El chico, resuelto a no derramar ni una sola gota de su sopa, ni siquiera levantó la vista cuando giró para adentrarse en la espesa sombra de la puerta de entrada.
Frederickson dio un salto. El muchacho, presa de un súbito terror, dejó caer el cuenco al tiempo que daba un violento giro para alejarse. Fue demasiado lento. El contenido del cuenco de madera se derramó encima de los adoquines y un cuchillo le rozó la garganta con su hoja fría. Un brazo pasó por delante de su cara y le tapó la boca.
—¡Ni una palabra! —ordenó entre dientes Frederickson en francés. Sujetaba la hoja de una navaja por la parte plana contra la nuez del chico—. Quédate muy callado, muchacho, muy callado. Nadie te va a hacer daño.
Sharpe cogió la vieja pistola de cazar aves del hombro del chico. Abrió el rastrillo de la llave y con un soplido sacó la pólvora del cebo para que el arma no entrañara peligro. El chico tenía los ojos como platos y temblaba.
—No queremos hacer ningún daño a nadie. —Frederickson le habló muy despacio y con suavidad al muchacho—. Ni siquiera llevamos armas, ¿lo ves? Simplemente hemos venido hasta aquí para hablar con tu amo. —Frederickson le quitó la mano de la boca al muchacho.
El chico, muerto de miedo ante esos dos hombres andrajosos y llenos de cicatrices, intentó hablar, pero los acontecimientos de los últimos segundos lo habían dejado mudo. Frederickson agarró al chico por el cuello del jubón.
—Ven con nosotros, muchacho, y no tengas miedo: no vamos a hacerte daño.
Sharpe apoyó contra la pared la pistola de cazar aves y encabezó la marcha fuera del arco envuelto en sombras. Vio una ventana iluminada al otro lado del patio del castillo y la sombra de una persona que se movía detrás de los pequeños cristales. Se dio prisa. Frederickson seguía sujetando al asustado muchacho. Dos de las ocas alargaron el cuello hacia los fusileros.
Las ocas empezaron con su cacareo demasiado tarde, puesto que Sharpe ya había llegado a la puerta de la cocina, que, como el chico no había devuelto su cuenco de sopa, todavía no estaba cerrada con llave. No se entretuvo con ceremonias: se limitó a empujar la pesada puerta para abrirla.
Frederickson alejó al chico de un empujón y se agachó al cruzar el dintel detrás de Sharpe.
Había dos mujeres en la cocina iluminada con la luz de las velas. La una, una anciana con las manos enrojecidas a causa del trabajo, removía una enorme cuba que colgaba de un gancho sobre el fuego. La otra, una mujer mucho más joven y delgada que vestía toda de negro, estaba sentada a la mesa con un libro de cuentas. Las dos mujeres miraron paralizadas de horror a los intrusos.
—¿Madame? —dijo Frederickson desde detrás de Sharpe, que se había quedado parado justo en la puerta.
—¿Quiénes son ustedes? —Fue la delgada mujer de negro quien preguntó.
—Somos oficiales británicos, madame, y le pedimos disculpas por molestarla de esta manera.
La mujer delgada se levantó. Sharpe tuvo la impresión de un rostro largo y amargado. Ella se volvió de espaldas a los intrusos y se dirigió a una hornacina donde había dos cubas de agua.
—¿No han hecho ya bastante? —preguntó por encima del hombro.
—Señora —dijo Frederickson con delicadeza—, creo que nos malinterpreta. Sólo hemos venido…
—¡William! —Sharpe, que no comprendía nada de lo que se estaba diciendo, se volvió y empujó a Frederickson fuera de la cocina. Había visto a la mujer delgada vestida de negro dar la espalda a las cubas con una enorme pistola de caballería de boca dorada en sus manos. Sus ojos grises no albergaban más que un amargo odio y Sharpe supo, con la certeza de los condenados, que todo había salido mal. Empujó desesperadamente a Frederickson hacia el patio y trató de arrojarse él también a través de la puerta, pero sabía que era demasiado tarde. Su cuerpo se estremeció ante el terrible dolor que se avecinaba. Ya había empezado a gritar previendo ese dolor cuando Lucille Castineau apretó el gatillo y el mundo de Sharpe se convirtió en trueno y sufrimiento. Sintió que las balas le alcanzaban como golpes descomunales, vio cómo el fogonazo de una llama relampagueaba por encima de él y entonces, afortunadamente, cuando el estruendoso eco de la pistola se fue apagando, simplemente ya no hubo nada.